Antropología de la vida cotidiana 2/1: Escenarios de la corporeidad (Estructuras y Procesos. Antropología) [2, 1 ed.] 9788498793468

En esta primera parte del segundo volumen de la «Antropología de la vida cotidiana» se lleva a cabo un estudio sobre el

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ESCENARIOS DE LA CORPOREIDAD
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CONTENIDO
ÍNDICE GENERAL
INTRODUCCIÓN GENERAL AL SEGUNDO VOLUMEN
INTRODUCCIÓN A LA PRIMERA PARTE: EL CUERPO
1. EL CUERPO EN GRECIA
1.1. INTRODUCCIÓN
1.2. LAS DOS REPRESENTACIONES PRIMITIVAS DEL CUERPO
1.3. PLATÓN
1.4. ARISTÓTELES
1.5. EL ORFISMO
1.6. LA TRADICIÓN ESTOICA
1.7. CONCLUSIÓN
2. EL CUERPO EN ISRAEL
2.1. INTRODUCCIÓN
2.2. LA CREACIÓN DEL CUERPO HUMANO EN LA TRADICIÓN JUDÍA
2.2.1. Hombre y mujer (Adán y Eva)
2.2.1.1. La situación de la mujer en Israel
2.3. CONCLUSIÓN
3. EL CUERPO EN LA TRADICIÓN CRISTIANA
3.1. INTRODUCCIÓN
3.2. EL CUERPO HUMANO EN EL NUEVO TESTAMENTO
3.2.1. San Pablo
3.2.1.1. La comprensión del cuerpo de san Pablo
3.2.2. Encarnación
3.3. EL CUERPO EN LA TRADICIÓN CRISTIANA
3.3.1. La situación de la mujer en los siglos I-III d. C.
3.3.1.1. La mujer en el Imperio Romano
3.3.1.2. La mujer en el cristianismo primitivo
EXCURSUS: EL PATRIARCALISMO
1. Introducción: el mundo antiguo
2. La reflexión de Robert Filmer
3. El evolucionismo del siglo XIX
4. Max Weber
5. Teoría feminista
4. BREVES PINCELADAS EN TORNO A LA REFLEXIÓN MODERNA SOBRE EL CUERPO
4.1. INTRODUCCIÓN
4.2. REFERENCIAS MODERNAS DE LA REFLEXIÓN SOBRE EL CUERPO
4.2.1. Introducción
4.2.2. Friedrich Nietzsche
4.2.3. Edmund Husserl
4.2.4. Gabriel Marcel
4.2.5. Maurice Merleau-Ponty
5. EL CUERPO Y LAS «ESTRUCTURAS DE ACOGIDA»
5.1. INTRODUCCIÓN
5.2. EL CUERPO DEL HOMBRE Y EL CUERPO DEL ANIMAL
5.2.1. «Cuerpo» y cuerpo
5.2.2. Cuerpo y conciencia
5.2.3. Cuerpo humano y cuerpo animal
5.3. EL CUERPO HUMANO Y LOS SENTIDOS
5.3.1. Introducción
5.3.2. La vista, el oído y el tacto
5.3.2.1. La mano humana
5.3.3. La complementariedad de los sentidos corporales humanos
5.3.4. Sentidos corporales e «historias»
5.4. «TÉCNICAS DEL CUERPO»
5.4.1. «Técnicas corporales» y ritualidad
5.5. EL «CUERPO SITUADO»
5.6. EL CUERPO Y LAS «ESTRUCTURAS DE ACOGIDA»
5.6.1. «Estructuras de acogida» y transmisiones
5.6.2. «Estructuras de acogida» y tacto
5.6.3. Conclusión
6. LA REFLEXIÓN ANTROPOLÓGICA SOBRE EL CUERPO
6.1. INTRODUCCIÓN: EL ÁMBITO MODERNO DEL ESTUDIO DEL CUERPO HUMANO
6.2. CUERPO Y CORPOREIDAD
6.2.1. Corporeidad y simbolismo
6.3. EL CUERPO POSTMODERNO
6.3.1. El «cuerpo anoréxico»
6.3.2. La vigorexia
6.3.3. El cuerpo atlético: el deporte
6.3.4. El cuerpo y el ruido
6.3.5. El cuerpo envejecido
6.3.6. El cuerpo enfermo
6.3.6.1. El dolor
6.3.6.1.1. Dolor y tecnología
6.3.6.1.2. Dolor y narración
6.3.7. El cuerpo mortal: la muerte
6.3.7.1. Introducción
6.3.7.2. La muerte en las sociedades tradicionales
6.3.7.3. La comprensión histórica de la muerte en la cultura occidental
6.3.7.4. Muerte y sociedad actual
6.3.7.4.1. Introducción
6.3.7.4.2. El morir en la sociedad actual
6.3.7.4.3. Muerte y sentido
6.3.7.4.4. Estrategias postmodernas contra la muerte
6.3.7.5. Conclusión
EXCURSUS: LA CONSOLACIÓN
7. CONCLUSIÓN DE LA PRIMERA PARTE
BIBLIOGRAFÍA
ÍNDICE DE AUTORES
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Antropología de la vida cotidiana 2/1: Escenarios de la corporeidad (Estructuras y Procesos. Antropología) [2, 1 ed.]
 9788498793468

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LLUÍS DUCH y JOAN-CARLES MÈLICH EDITORIAL TROTTA

ESCENARIOS DE LA CORPOREIDAD ANTROPOLOGÍA DE LA VIDA COTIDIANA 2/1

Escenarios de la corporeidad

Escenarios de la corporeidad Antropología de la vida cotidiana 2/1 Lluís Duch y Joan-Carles Mèlich Traducción de Enrique Anrubia Aparici

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COLECCIÓN ESTRUCTURAS Y PROCESOS Serie Antropología

© Editorial Trotta, S.A., 2005, 2012 Ferraz, 55. 28008 Madrid Teléfono: 91 543 03 61 Fax: 91 543 14 88 E-mail: [email protected] http://www.trotta.es © Lluís Duch y Joan-Carles Mèlich, 2005 © Enrique Anrubia Aparici, 2005 ISBN (edición digital pdf): 978-84-9879-346-8

INTRODUCCIÓN

GENERAL

AL

SEGUNDO

VOLUMEN

CONTENIDO

Introducción general al segundo volumen ....................................... Introducción a la primera parte: el cuerpo ......................................

11 17

1. 2. 3. 4.

35 61 85

El cuerpo en Grecia ................................................................. El cuerpo en Israel .................................................................. El cuerpo en la tradición cristiana ........................................... Breves pinceladas en torno a la reflexión moderna sobre el cuerpo ................................................................................. El cuerpo y las «estructuras de acogida» .................................. La reflexión antropológica sobre el cuerpo ............................. Conclusión de la primera parte ...............................................

131 153 227 373

Bibliografía .................................................................................... Índice de nombres .......................................................................... Índice general .................................................................................

379 385 389

5. 6. 7.

7

«El Verbo se hizo carne» (Evangelio de san Juan 1,14)

INTRODUCCIÓN

GENERAL

AL

SEGUNDO

VOLUMEN

INTRODUCCIÓN GENERAL AL SEGUNDO VOLUMEN

El segundo volumen de esta Antropología de la vida cotidiana está dedicado a la primera «estructura de acogida», la codescendencia, la familia. Debido a la importancia decisiva de la problemática y también por su enorme complejidad, ha sido del todo imposible exponer, ni tan siquiera de manera breve, algunos de sus aspectos más relevantes en un solo volumen. No se debe olvidar que la familia constituye el centro primordial de cualquier tipo de reflexión antropológica, sobre todo si, tal y como es nuestro parecer, sus transmisiones y la relacionalidad que tendría que instituir son consideradas como el eje estructurador y el fundamento imprescindible de la constitución históricocultural del ser humano. Por otra parte, es una evidencia incontestable que, desde antiguo, desde numerosos puntos de vista y con metodologías diversas, todo aquello que se encuentra relacionado, cercana o lejanamente, con la realidad familiar ha sido descrito, valorado e interpretado de las más diversas maneras. Acerca del entorno de la familia, y sobre los temas más dispares, existen numerosos y valiosos estudios y monografías fácilmente accesibles al lector interesado. Por eso mismo, en el presente estudio, solamente nos hemos limitado a considerar algunos aspectos puntuales de la problemática que, desde la opción ideológica y metodológica adoptada en esta Antropología de la vida cotidiana, resultaban no sólo interesantes, sino decisivos y fundamentales para una adecuada comprensión de la familia. En consecuencia, hay que advertir al lector que no encontrará en esta exposición algunos de los temas que habitualmente —también desde la etnología, la sociología o la psicología— acostumbran a tratarse en las antropologías de la 11

ANTROPOLOGÍA DE LA VIDA COTIDIANA 2

familia. Lo que particularmente nos interesaba era continuar el ritmo expositivo que se había adoptado en el volumen anterior de la Antropología, la cual tiene como centro neurálgico esa relacionalidad y esas transmisiones (y recepciones) que, desde el nacimiento hasta la muerte, son imprescindibles para la constitución y el despliegue del ser humano en su trayecto histórico. Ya desde el principio de este volumen se evidenciará la necesidad ineludible de llevar a cabo una aproximación, que necesariamente tendrá que ser muy concisa y limitada en algunas cuestiones puntuales, acerca de la problemática del cuerpo humano. De alguna manera, podría haber sido más lógico y operativo haberla incluido en el volumen introductorio (Simbolismo y salud), en el que consideramos con una cierta amplitud la cuestión del símbolo en relación con la temática de la salud/enfermedad. En cualquier caso, sin embargo, a medida que el texto iba concretándose éramos más y más conscientes de la enorme importancia que tenía este asunto, no sólo en relación con la codescendencia —que, evidentemente, era extraordinaria—, sino también en relación con las otras dos «estructuras de acogida» (corresidencia y cotranscendencia) y, en realidad, para todos los otros aspectos de la praxis antropológica. Por todo ello, decidimos dedicar al cuerpo humano la primera parte de este volumen. A pesar de todo, no hay duda de que, vistas las cosas desde otra perspectiva, la inclusión del tema del cuerpo humano como una primera parte del volumen dedicado a la familia también puede estar plenamente justificada. En efecto, tal y como veremos en la exposición que sigue, la codescendencia es el lugar inicial y decisivo del encuentro del cuerpo humano con la realidad mundana, es decir, con la multitud de historias y vicisitudes de todo tipo que siempre acompañan su paso por este mundo. Eso implica que, de manera eminente, la familia, mediante las transmisiones que tiene que llevar a cabo a través de los sentidos corporales, establece el ámbito privilegiado e irrenunciable para la configuración cultural y cultual de la corporeidad humana. En este sentido, por tanto, posee una innegable congruencia ideológica y metodológica el que se sitúe este volumen sobre el cuerpo como una introducción de aquel otro que, más adelante, estará dedicado a la familia en sentido estricto. Por razones editoriales, ha parecido más oportuno publicar la reflexión antropológica sobre el cuerpo humano como un libro independiente (2, 1), dedicando un segundo volumen (2, 2) a la reflexión sobre la familia. De todos modos, hay que insistir en el hecho de que, por lo menos desde la perspectiva adoptada en el conjunto de esta Antropología, una gran mayoría de cuestiones desarrolladas en el 12

INTRODUCCIÓN

GENERAL

AL

SEGUNDO

VOLUMEN

texto que ahora ve la luz pública son imprescindibles para una adecuada comprensión de la codescendencia en un sentido estricto. Hay que tener presente que la familia —y lo mismo podría afirmarse de las otras dos «estructuras de acogida»— es, por encima de todo y en primer lugar, un cuerpo, una realidad corporal, que nunca, positiva y negativamente, deja de comportarse y de interactuar corporativamente. Por eso, cuando uno se refiere a las «técnicas corporales», al «cuerpo situado», al morir y al moribundo, al cuerpo atlético, al cuerpo envejecido, etc., en realidad se está aludiendo de una manera muy directa a funciones muy específicas de la realidad familiar como cuerpo polifacético y políglota. Conviene señalar que en las referencias al cuerpo humano siempre hay que tener en cuenta, por un lado, que el ser humano, justamente porque es un espíritu encarnado, en todo espacio y tiempo tiene la necesidad de transmisiones (como receptor y como emisor). Por otro, constantemente, su presencia en el mundo es la de un ser que no sólo es capax symbolorum, sino que, en la sucesión de espacios y tiempos, realmente se constituye como humano por mediación del irrenunciable «trabajo con los símbolos». O, dicho de otra forma: el ser humano, con el «trabajo de los símbolos», desarrollado con la ayuda imprescindible de sus sentidos corporales, irá identificándose mediante las historias vividas por y con su cuerpo. Éste es el encargado de la identificación —preferimos hablar de «procesos de identificación»— del ser humano en la vida cotidiana y, al mismo tiempo, constituye el instrumento para alcanzar la instalación en su espacio y en su tiempo. Resulta bastante evidente que esta reflexión sobre el cuerpo humano es plenamente aplicable a la familia y, en el fondo, a las otras «estructuras de acogida», las cuales, cada una a su manera, con las formas y las fórmulas que les son propias, acogen al cuerpo humano mediante su incesante labor de transmisión y de orientación. De esta manera llega a constituirse el ser humano como alguien cuya característica fundamental es la relacionalidad, el intercambio efectivo y afectivo de ideas, de acciones y de sentimientos en el marco de unas historias y de unas peripecias siempre móviles y fluctuantes, y, además, constantemente afectadas por la contingencia como un insuperable «estado de naturaleza» del ser humano. Muy insistentemente, y quizás de un modo muy justificado, se ha puesto de relieve que, a partir del 11 de septiembre de 2001, nuestro mundo y las relaciones que en él tienen vigencia han experimentado un cambio de rumbo muy importante e incierto. No hay duda de que este cambio, que, como todos los cambios, posee unos inconfundibles precedentes en el pasado de nuestra cultura, afectará, de aquí en ade13

ANTROPOLOGÍA DE LA VIDA COTIDIANA 2

lante, a la constitución histórica de las «estructuras de acogida». Inevitablemente, así ha de ser. Con la firme voluntad de no ser excesivamente pesimistas, resulta bastante evidente que no sólo el futuro se nos aparece como problemático (el futuro, cualquier futuro, siempre lo ha sido), sino que, más bien, se manifiesta como cargado de unas poderosas fuerzas de deshumanización, de «caotización» y de reducción de la singularidad humana a unos esquemas política y socialmente «correctos». No hace mucho, Shlomo Trigano escribía que «con las técnicas de la clonación se llegará a producir lo idéntico, lo que puede incluir en la condición humana una dimensión radicalmente nueva: el individuo ya no será nunca más un ‘acontecimiento’»1. Lo idéntico deviene lo ideal, la (auto)crítica se considera una reliquia insignificante del pasado, la política se identifica con un cálculo de ganancias y beneficios, la moral contempla los hechos desde una mera casuística mecánica, la religión o bien aparece como un asunto insignificante o bien vuelve a aspirar al establecimiento de una nueva alianza con el trono. Ésta es una parte de la «nueva historia» que se afianza después del mencionado 11 de septiembre, de la guerra de Irak y de los sangrientos conflictos del Oriente Próximo. Otra parte, no menos importante, es, como lo anuncia André Glucksmann, el recurso al nihilismo (el viejo nihilismo tan profundamente analizado por la literatura rusa: Dostoievski, Turgueniev, Pushkin) como «forma normal» para regularizar las relaciones humanas2. Tal y como ha sucedido durante todos los períodos críticos de la humanidad, creemos que es bastante evidente que, por parte de los hombres y las mujeres particulares, las posibilidades de plantear alternativas realmente humanas y humanizadoras a esta peligrosa situación se encuentran justamente en la reactivación y el rearme de las «estructuras de acogida» (sobre todo de la primera, la «codescendencia»). Sería necesario que, en un mismo movimiento, fuesen capaces de reinventar su capacidad sapiencial y crítica con el fin de que, en nuestro aquí y ahora, sus transmisiones estuviesen en condiciones de superar la «crisis gramatical» que afecta a todos los ámbitos de la existencia humana y a toda la relacionalidad que debería de establecer, fundamentar y fortalecer. Este volumen contiene una breve bibliografía que, seguramente, permitirá al lector interesado ampliar y contemplar todas aquellas cuestiones —incluso aquellas que no están directamente mencionadas 1. S. Trigano, Le monothéisme est un humanisme, Paris, Odile Jacob, 2000, p. 11. 2. Véase A. Glucksmann, Dostoievski en Manhattan, Madrid, Taurus, 2002.

14

INTRODUCCIÓN

GENERAL

AL

SEGUNDO

VOLUMEN

en el texto— que solamente quedan mínimamente insinuadas. Somos de la opinión de que una adecuada exposición sobre cualquier tema no sólo ha de ofrecer una orientación intelectual, sino que además —mediante notas y referencias bibliográficas— ha de posibilitar que el lector tenga acceso a otras perspectivas y posiciones ideológicas. Ya que, en el fondo, una aproximación antropológica solamente puede pretender ofrecer una determinada panorámica del hombre, que debe complementarse con otras posturas y tomas de posición. En parte, la redacción de este volumen ha sido hecha a cuatro manos (la introducción y algunos aspectos del cap. 6); lo que supone una forma expositiva diferente a la que se ha adoptado en los restantes volúmenes de esta reflexión antropológica. De todas formas cabe reseñar que, en líneas generales y con las ventajas y las limitaciones que eso implica, tanto la metodología como las tomas de posición básicas se mantienen. Por tanto, las premisas ideológicas y metodológicas apuntadas en el volumen introductorio a esta Antropología también continúan siendo las referencias obligadas de este estudio sobre el cuerpo humano. Queremos expresar nuestro agradecimiento a todas las personas que, de las más diversas maneras, nos han acompañado en nuestro trabajo. Queremos mencionar muy en primer lugar a las/los alumnos/ as de doctorado de la Facultad de Ciencias de la Comunicación y de la Facultad de Ciencias de la Educación de la Universidad Autónoma de Barcelona. También agradecer al doctor Jaume Vizcarra sus valiosas sugerencias sobre algunos aspectos del cap. 6. De una manera especial nos es muy grato manifestar nuestro profundo agradecimiento al doctor Enrique Anrubia Aparici, que ha contribuido generosamente a la traducción de este volumen al español. Montserrat/Barcelona, agosto de 2002

L. DUCH Y J.-C. MÈLICH

15

INTRODUCCIÓN

GENERAL

AL

SEGUNDO

VOLUMEN

INTRODUCCIÓN A LA PRIMERA PARTE: EL CUERPO

Cualquier tipo de aproximación a las «estructuras de acogida» —y especialmente a la segunda: «codescendencia», la familia— exige un tratamiento, aunque sea breve y esquemático, de la problemática histórica e ideológica que se ha planteado alrededor del cuerpo humano, que a su vez, por otra parte y como es sabido, es la misma condición de la presencia del ser humano en su mundo1. Hay que dejar bien claro desde el principio que la familia, toda familia —prolongando con más o menos cumplimiento las pautas marcadas por la tradición cultural en la que se encuentra inscrita— posee y desarrolla unas relaciones muy específicas con el cuerpo (unas «técnicas corporales» en forma de, por ejemplo, «costumbres en la mesa»). Por eso, la encarnación (la «in-corporación») de los individuos en un determinado tejido social, religioso y cultural constituye su misión primordial y la piedra miliar para determinar la cualidad intrínseca de sus transmi1. La bibliografía sobre esta temática es inmensa. Solamente reseñamos algunas obras que creemos fundamentales. P. Bourdieu, Esquise d’une théorie de la pratique. Précédé de trois études d’ethnologie kanyle, Genève/Paris, Droz, 1972; íd., Razones prácticas. Sobre la teoría de la acción, Barcelona, Anagrama, 1997; M. Merleau-Ponty, Fenomenología de la percepción, Barcelona, Península, 1975; M. Bernard, Le corps, Paris, Jean-Pierre Delarge, 41976; P. Laín Entralgo, El cuerpo humano. Teoría actual, Madrid, Espasa Calpe, 1989; B. S. Turner, The Body & Society. Explorations in Social Theory, London, Sage, 21996; J. P. Wills, «Ästhetische Güte». Philosophisch-theologische Studien zu Mythos und Leiblichkeit im Verhältnis von Ethik und Ästhetik, München, Fink, 1990; F. Tindland, La différence anthropologique. Essai sur les rapports de la nature et de l’artifice, Paris, Aubier-Montaigne, 1997; D. Le Breton, Anthropologie du corps et modernité, Paris, PUF, 41998, passim.

17

ESCENARIOS

DE

LA

CORPOREIDAD

siones2. No hay duda, pues, de que la relacionalidad más propiamente humana o se establece en el espacio familiar (que es también un cuerpo)* o, por el contrario, permanece para siempre en el mutismo y la inexpresividad más completa. Por el hecho de que la encarnación, la «in-corporación», constituye la característica más distintiva de la singularidad humana, cabrá tener muy presente que el cuerpo constituye el ámbito más próximo y más importante de la relacionalidad propia del ser humano. Es por esa razón por lo que ésta pertenece constitutivamente a cualquier clase de análisis antropológico; y es que se trata de una evidencia que se impone por su propio peso el hecho de que «sin el cuerpo que le da un rostro, el hombre no existiría»3. A principios del siglo XVII, Paracelso, desde su peculiar visión del mundo, escribía que todo el hombre es cuerpo. Su cuerpo es una luz, y sus ojos se encuentran en correspondencia con el sol. En el cuerpo, todo respira; nuestros pulmones se convierten en socios del mundo. El hombre también es estómago porque tenemos la capacidad de incorporarnos todas las cosas del mundo4.

Por otra parte, no hay duda de que Benedict Ashley tenía toda la razón del mundo cuando afirmaba: «El rompecabezas (puzzle) que es mi cuerpo es una cuestión universal, que condiciona todas las otras cuestiones que me pueda plantear»5. A partir de su conocida posición antropológica, Helmuth Plessner ponía de relieve que «el ser humano habitaba en un cuerpo y, al mismo tiempo, era un cuerpo». Resulta bastante evidente, por tanto, que el cuerpo humano, que, a nivel individual y colectivo, se encuentra en el mismo centro neurálgico del pensamiento, de la acción y de los sentimientos de los hombres, 2. En el cap. 3 («El cuerpo en la tradición cristiana») de esta exposición llevamos a cabo una aproximación antropológica de la cuestión de la encarnación. * Los autores juegan con la afinidad lingüística catalana entre clos (cercado, vallado) y cos (cuerpo) (N. del T.). 3. Le Breton, o.c., p. 7. Una vez más hay que subrayar que lo que establece las auténticas dimensiones del hombre o la mujer concretos es la relacionalidad. Lo que somos en cada instante y en cada lugar depende directamente de la cualidad de nuestras relaciones con nosotros mismos, con los demás, con la naturaleza y con Dios. 4. Paracelso, cit. O. Betz, Der Leib als sichtbare Seele, Stuttgart, Kreuz, 1991, p. 12. Paracelso consideraba que el cuerpo, el alma y el espíritu constituían una unidad indivisible que era, propiamente, la expresión óptima de la vida. Véanse en Antropología de la vida cotidiana. Simbolismo y salud, Madrid, Trotta, 2002, pp. 358-366, las páginas que dedicamos a la exposición de la visión (médica) del mundo de Paracelso. 5. B. Ashley, cit. M. T. Prokes, Towards a Theology of the Body, Edinburgh, Clark, 1996, IX.

18

INTRODUCCIÓN

A

LA

PRIMERA

PARTE

constituye el «polo simbólico» que organiza, articula e interpreta, más allá de las simples evidencias «físicas», la vida cotidiana de los individuos y de las colectividades6. También resulta bastante evidente que, en cada tiempo y espacio concretos, la interpretación que se le ha hecho es la manera más adecuada para conocer cuáles han sido los valores, las referencias últimas, los deseos implícitos y explícitos de una determinada sociedad, porque es una obviedad afirmar que, en y a través del cuerpo, el ser humano articula las metas sociales, religiosas y políticas que se propone, y que de esta manera configura simbólicamente los anhelos que anidan en las profundidades de su corazón. La primera parte del segundo volumen de esta Antropología de la vida cotidiana tiene como título «Escenarios de la corporeidad». Ahora, muy brevemente, llevaremos a cabo una aproximación al contenido de este título porque no hay ninguna duda de que, con claridad meridiana, expresa los puntos de vista fundamentales sobre el cuerpo humano que se propondrán en la exposición que sigue. Como ya se argumentó en el volumen introductorio de esta propuesta antropológica (Simbolismo y salud), el punto de partida de la reflexión es el hecho de que los seres humanos son, irrenunciablemente, seres culturales. Eso quiere decir que su existencia siempre se inscribe dentro de los límites y las posibilidades de una cultura concreta, lo que implica que uno se halla en un tiempo y un espacio que se encuentran ubicados en un momento determinado de la historia. En segundo lugar, y pese a ser una evidencia indiscutible que posee un enorme alcance antropológico, no existe ningún ser humano que pueda escoger el lugar o el momento de su nacimiento. Desde el primer momento, nos encontramos en el mundo, que siempre es «un» mundo ya constituido y normalizado, el cual nos es dado por medio de transmisiones; y además, correlativamente, tan sólo tenemos la capacidad para cambiarlo dentro de unos límites bastantes estrechos. Por otra parte, hay que tener bien presente que, en toda existencia humana, tanto a nivel individual como colectivo, siempre existe algo que es indisponible, que se encuentra al margen de nuestras «lógicas», de nuestros intereses y de nuestra voluntad. Con Odo Marquard, llamamos a esta dimensión contingencia y, al mismo tiempo, bajo esa denominación se muestra este horizonte de radical indisponibilidad que, de una u otra manera, nunca deja de incidir en toda vida humana. Finalmen6. Véase lo que se expondrá en el cap. 6 sobre la relación entre el cuerpo humano y el simbolismo o, quizás expresándolo de mejor manera, la comprensión del cuerpo como base del «trabajo del símbolo» del ser humano.

19

ESCENARIOS

DE

LA

CORPOREIDAD

te, y en tercer lugar, es algo muy representativo de esta propuesta antropológica el hecho de considerar que los seres humanos son, por encima de todo, seres relacionales. La relacionalidad ha de ser entendida no sólo en un sentido ontológico, es decir, como la condición de posibilidad del ser humano en el mundo (Heidegger), sino, por encima de todo, en un sentido ético. Dicho de otra manera: la ética no viene dada por la atención a un deber de carácter transcendente (Kant), sino por la calidad concreta de las relaciones que, en nuestro mundo cotidiano, responsablemente —como respuesta— establecemos con los otros. El énfasis que ponemos en la relacionalidad nos permite subrayar el hecho de que el ser humano no es estructuralmente ni bueno ni malo, sino ambiguo. O, por decirlo de forma más precisa: inevitablemente, el hombre y la mujer concretos, en su espacio y en su tiempo, tienen que resolver la ambigüedad que nunca deja de acompañarles en su existencia, esto es, deben resituarse siempre de nuevo en su mundo cotidiano, tienen que tomar una posición concreta, responder y responsabilizarse. Por tanto, y en correlación con esto, la bondad o la maldad de un ser humano concreto será la consecuencia que se derivará de sus relaciones con la alteridad, con el «otro». De los tres aspectos fundamentales de la praxis antropológica que han sido mencionados se sigue una concepción de la vida humana como representación. De hecho, esta idea no es muy novedosa. Hay una larga tradición cultural que ha entendido la existencia humana como un «juego teatral», como una teatralización del conjunto de reflexiones, movimientos, pasiones y acciones de que consta cualquier trayecto biográfico de un hombre o una mujer. Inexcusablemente, y al margen de la «importancia» social, religiosa o política atribuida al rol de cada uno, vivimos, nos movemos, amamos, odiamos y morimos sobre el escenario del gran teatro del mundo; y nunca dejamos de ser, mal que nos pese, los actores y las actrices de ese teatro. Entonces, resulta congruente la conclusión según la cual, dondequiera y cuando sea, los hombres somos seres dramáticos, que protagonizamos una existencia dramática justamente porque tan sólo disponemos de cierta cantidad de espacio y de tiempo, lo que significa que el enigma de la muerte y de todas las formas de negatividad, antes o después, se nos hará presente. Y allí donde hay muerte, mal, trayecto biográfico, secuencia temporal, deseo de salvación, fugacidad, también hay, ciertamente, drama. Asimismo, también debemos poner explícitamente de relieve lo que no significa la afirmación precedente. No significa, de ninguna manera, que la vida humana se ha de limitar a ser trágica o sombría o desesperada como si se redujese a un tipo de «destino» a la griega o de «necesidad» inexorable. Más bien al contra20

INTRODUCCIÓN

A

LA

PRIMERA

PARTE

rio: el hecho que la vida del ser humano sobre esta tierra sea dramática quiere decir que su existencia acontece en un tiempo y un espacio concretos con posibilidades éticas, responsoriales (responsables, por tanto); que, en este tiempo y espacio concretos, la vida pueda ser compartida con los otros —«llorar con los que lloran, gozar con los que están contentos», decía san Pablo—; y que la espaciotemporalidad humana es el marco en el que puede tomar cuerpo la relacionalidad en forma de solidaridad, que es la suprema forma de presencia del ser humano en su mundo. Porque, como decía el «Pequeño Príncipe» de Antoine de Saint-Exupéry, vivir humanamente es tener y cultivar vínculos. Sin embargo, hay que tener presente que todo vínculo, toda relación humana, siempre comparece en un ámbito escénico y escenográfico. De ahí que pueda afirmarse sin vacilaciones que el mundo humano es un «mundo representacional», es decir, un escenario7. No es la vida humana la que imita el teatro, sino que, propiamente, el teatro es un trasunto de la vida humana. Desde el mismo momento de su nacimiento, el ser humano entra a formar parte de una actividad escénica en la que cada uno tiene un rol asignado, «recita» un papel que, si las transmisiones efectuadas por las «estructuras de acogida» han sido realizadas competentemente, se podrá convertir en una obra abierta para que la «improvisación», es decir, la facultad de pensar, sentir y actuar con libertad, acontezca como una realidad cotidiana. Por otro lado, no hay duda de que, en este escenario que es el mundo, el ser humano —el actor o la actriz por excelencia— hará uso de diversas máscaras que irá usando y modificando en el transcurso de su vida. Unas máscaras, cabe añadir, que irán plasmando en un incesante tanteo —a menudo como un murmullo casi incoherente— su identidad personal en la variedad de las épocas y los lugares. Con su ayuda, para bien o para mal, y tomando como punto de partida las mil historias que conforman la trama de su trayecto biográfico, la mujer o el hombre concretos intentarán dar respuesta a la interrogante antropológica fundamental —que siempre es una interrogante formulada y respondida en términos de representación— «aquí y ahora, ¿quién soy yo?». Obviamente, porque toda vida humana es una «vida en escenas», cada mujer y cada hombre, es decir, cada «personaje humano» sobre el escenario que es 7. Véase las interesantes aportaciones de J. Tischner, Das menschliche Drama. Phänomenologische Studien zur Philosophie des Dramas, München, Wilhelm Fink, 1989, p. 22. En el cap. 5 de esta exposición abordaremos algunos aspectos concretos de la teatralidad que se encuentra implícita en el ejercicio del «oficio del hombre y la mujer».

21

ESCENARIOS

DE

LA

CORPOREIDAD

la vida cotidiana, tendrá que entrar en relación con otros personajes que, como él mismo, también enmascarados y con un «papel» asignado, intentarán configurar, animar y representar eso que llamamos el drama humano: la existencia humana como un manantial de relaciones variables corriendo en zigzag. En relación con la comprensión de la vida cotidiana como «escenarios de la corporeidad», la novedad de este estudio es, en primer lugar, mostrar de qué manera el cuerpo humano —o aquello que llamamos «corporeidad»— permite situarnos e instalarnos como actores o actrices en el mundo (en la cultura, en la historia). No hace falta decir que esta instalación en el mundo siempre tendrá un acusado carácter provisional, que se hará evidente a través del cinetismo perceptivo propio de cada uno de los sentidos corpóreos humanos8. Considérese que una reflexión antropológica sobre la vida cotidiana que tiene como protagonistas a los hombres y las mujeres como seres inevitablemente culturales (simbólicos), contingentes y relacionales, debe tener como premisa ineludible el tratamiento de la cuestión del cuerpo, precisamente porque el ser humano no sólo tiene un cuerpo, sino que, propiamente, es cuerpo. Y, además, un cuerpo que no es simplemente un artefacto objetivado y objetivable, sino una forma de presencia que, de mejor o peor forma, afecta radicalmente a todos los momentos y todas las situaciones de su existencia, y que, en el transcurso del trayecto biográfico de cada persona, tendrá que expresarse simbólicamente. A partir de aquí el cuerpo humano se revela (se «va metamorfoseando» en) corporeidad. Entonces, se impone la búsqueda de las múltiples maneras desde las que la corporeidad se expresa, se da a conocer, se insinúa, en y a través del mundo. Aquí es donde, de nuevo, interviene el escenario o, mejor, la mise-en-scène del cuerpo humano que es, de hecho, la misma corporeidad, el escenario privilegiado del hombre. De una forma que ciertamente no compartimos, a menudo se habla del cuerpo humano como de una porción de espacio que es exactamente equivalente a aquella que ocupan los objetos del mundo en el ámbito geométrico. De esa manera, el «espacio del cuerpo» se asimila a un cuerpo humano que ha sido limitado, constreñido o encarcelado dentro de los límites de la mera exterioridad, esto es, se ha reducido el cuerpo humano a un objeto amorfo o a un cantidad de masa que se encuentra absolutamente predeterminada por las leyes de la física o por la biología (instintividad). Sin embargo, desde el punto

8. Véase la exposición del cap. 5 (5.3) («El cuerpo humano y los sentidos»).

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INTRODUCCIÓN

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PRIMERA

PARTE

de vista que nosotros adoptamos, el cuerpo humano es primordialmente un cuerpo simbólico, es decir, corporeidad. La corporeidad es, fundamentalmente, cinética y, por eso mismo, se significa por el hecho de que no se reduce a ser un espacio geométricamente definido, sino que se trata de un espacio atravesado por el dinamismo vital, por el deseo que «permanece siempre deseo» (Bloch) y por la energía que, incesantemente, se desprende de la espaciotemporalidad humana. Se trata, en definitiva, de un espacio temporalizado en el que, en la sucesión —a menudo monótona— de las horas y los días, se va concretando la forma de darse a conocer, de aparecer y de relacionarse que es característica del ser humano. Justamente por eso, este volumen ha sido titulado Escenarios de la corporeidad, ya que un escenario es un «espacio-tiempo» sobre el que suceden cosas, se concreta el mundo de la relacionalidad humana y, por encima de todo, el ser humano, cotidianamente, se muestra «capaz de símbolos». De ahí que se pueda afirmar que, entre el nacimiento y la muerte, la corporeidad es el conjunto móvil de los diversos escenarios simbólicos sobre los que se expresa la espaciotemporalidad. Todo ello permite avanzar una idea que reiteradamente aparecerá en este estudio: la corporeidad como un escenario de la contingencia; un escenario que, ciertamente, nunca deja de ser flexible, plural e imprevisible; un escenario donde cada momento presente de los actores y las actrices humanas implica una referencia, implícita o explícita, a «lo ausente» pasado y futuro. Es conveniente advertir que hablamos de escenarios, en plural, porque la vida humana no es una vida sino muchas, como muchas son las expresiones que emplea para empalabrarse ella misma y empalabrar la realidad; también son diversos sus escenas, sus máscaras, sus gestos, sus intereses, sus afecciones. De ello se sigue que la identidad de cada uno de nosotros no es una, sino variada y secuencial, con tramas biográficas que no siempre son compatibles entre sí: en la mayoría de los seres humanos, la doble y triple vida constituye la «normalidad cotidiana», porque vivir como una mujer o como un hombre implica siempre una forma u otra de «enmascaramiento» y de «construcción» de múltiples personajes —a menudo propiciados por el autoengaño del mismo constructor— para servirse de ellos de acuerdo con las urgencias de cada momento. No hay duda de que, con mucha frecuencia, la representación teatral que es nuestra vida tiene como espectador privilegiado a cada uno de nosotros mismos. Tal es así que un rasgo específico de nuestra condición de seres teatrales consiste en el hecho de que somos, al mismo tiempo, actores y espectadores de nosotros mismos y de los demás. Compartimos, por tanto, aquella idea 23

ESCENARIOS

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de Paul Ricoeur que expresa en Soi-même comme un autre y en Temps et récit: la identidad humana es una identidad narrativa, una identidad que se configura y se manifiesta en el tiempo mediante toda una retahíla de formas diversas, contrastadas y, a veces, incluso contradictorias. Ya lo hemos sugerido con anterioridad: un escenario humano es un espacio y un tiempo en constante transformación, en régimen secuencial, «con un argumento». Es impensable e improbable un escenario estático, substancial, sin acción, mudo a las constantes «remisiones» propias del símbolo. Puede ser que, en el escenario, se mantenga el mismo decorado, pero nunca será del todo el mismo escenario porque la «acción escénica» —ese «entre» que se dilata desde el nacimiento hasta la muerte de los humanos— cambia incesantemente, nunca deja de transformarse, de ganar y de perder, de vivir y de morir, de soñar más allá de toda «realidad» tangible y verificable. La transformación, la metamorfosis —como Elias Canetti lo mostró de manera insuperable— es algo coextensivo a la vida de los cuerpos humanos9. Eso nos lleva a la conclusión de que, desde el punto de vista de una antropología de la corporeidad, el cuerpo humano, porque siempre es, activa o reactivamente, un realidad vinculada a una forma u otra de «acción escénica», nunca es una realidad inmutable, sino una dimensión simbólica —los «sueños diurnos» de Ernst Bloch— que, incansablemente, apunta a algo situado más allá de cualquier más allá. En contra de una comprensión biologicista o materialista, cabe reconocer que el cuerpo humano no es una mera colección de órganos dispuestos según las leyes de la anatomía o de la fisiología, sino que, por encima de todo, es una estructura simbólica, una configuración siempre in fieri de lo posible10. Los diversos escenarios de la corporeidad no son nada más que los cambios de escena producidos por las inacabables metamorfosis a las que, consciente o inconscientemente, siempre se encuentra sometida toda existencia humana. Ahora bien, cuando hablamos de «metamorfosis» no nos referimos preferentemente a las mutaciones físicas, sino, sobre todo, a la problematización como una forma de presencia del ser humano en el mundo; ya que, en realidad, el cuestionamiento —el no dar nada por supuesto— es su propia respiración (Edmond Jabès). 9. En Masa y poder Elias Canetti dedica todo un apasionado capítulo a la cuestión de las transformaciones («metamorfosis»). Véase E. Canetti, Masa y poder. Obras completas 1, Barcelona, Galaxia Gutemberg/Círculo de Lectores, pp. 431-494. Ya que constantemente nos encontramos en «situación de despedirnos» (Rilke), los humanos somos seres provisionales, en estado de éxodo. 10. Véase D. Le Breton, Antropología del dolor, Barcelona, Seix Barral, p. 67.

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Realmente, la problematización constituye el síntoma más tangible de que aún vivimos. A causa de su condición eminentemente simbólica (que es otra manera de expresar la ambigüedad congénita de los hombres como un «estado de remisión a»), la corporeidad siempre implica cierta desorientación acompañada de una falta de puntos de referencia infalibles y definitivamente consolidados. En todo espacio y tiempo, la ineludible dimensión histórica de los humanos los expone a las imprevisibles interpelaciones de los otros, sin que sean posibles unos acuerdos o unos contratos definitivos, estabilizados y asegurados de una vez por siempre. Como escribió Rainer M. Rilke en la segunda elegía de Duino, las casas son, los árboles son, «solamente nosotros transitamos por delante de todo como el aire que cambia». El lector observará que, con cierta frecuencia, se ilustra el texto de esta exposición con algunos fragmentos literarios. Eso no tiene que ser entendido como un simple recurso de carácter estético o literario. Al contrario, una adecuada descripción e interpretación de los escenarios de la corporeidad nunca podrá prescindir de las palabras literarias, máxime de aquellas de carácter narrativo. En efecto, tan sólo la literatura (de ahí la enorme importancia de los clásicos que forman parte del canon) está en condiciones de comprender el fluir del tiempo y del espacio en su mismo devenir, descubriendo de una manera ejemplar los enigmas que nunca dejan de asaltar la existencia humana en su espaciotemporalidad concreta. A todas horas y en todos los sitios, tendría que estar muy presente aquella magnífica frase de Jean-Paul Sartre: «La literatura existe para que la protesta humana sobreviva al naufragio de los destinos individuales». En la medida en que la corporeidad es un escenario vivo y en movimiento, implanta un juego de relaciones y de interpretaciones, de referencias y de alusiones, de rememoraciones y de anticipaciones. En efecto, en el teatro de la vida nunca aparece un solo actor en el escenario, puesto que siempre nos presentamos y nos representamos delante de otros, en relación o en oposición a ellos. Incluso, de un modo u otro, los «difuntos» también comparecen, porque, como ya se ha dicho en otros lugares, en el presente, en cada presente, el ser humano, para configurar los «pasos» sucesivos de la trama narrativa y teatral de su existencia, nunca puede prescindir de «lo ausente» y de «los ausentes», sino que, imperiosamente, le son necesarios. Por eso, constituye una evidencia incuestionable que los escenarios de la corporeidad muestren la ineludible condición relacional de los seres humanos, en la que, como más tarde se pondrá de relieve con más detalle, poseen una importancia insustituible las transmisiones pro25

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pias de las «estructuras de acogida», muy especialmente las de la codescendencia (familia). Inexcusablemente, la corporeidad humana necesita de la corporeidad de los demás y, porque es eminentemente dialogal, nunca puede representarse ni desplegarse en la soledad y el mutismo. Máscaras, rituales, símbolos, gestos, gritos, lloros, alegrías, tristezas, imprecaciones, desfilan a través de los diversos escenarios de la corporeidad. El cuerpo humano es infinitamente variable, modulable y, por eso mismo, muy fácilmente pervertible. No existe algo así como una naturaleza del cuerpo humano definida a priori, inmune al cinetismo propio del ser humano, sino que la condición de su existencia es, por un lado, el incansable movimiento instaurado por su espaciotemporalidad («la condición adverbial» y, por otra, la íntima exigencia de su respuesta (responsabilidad) ética. Justamente el condicionamiento histórico de la corporeidad humana, que impone siempre un tipo u otro de respuesta ética, expresa lo que es común a todos los seres humanos: la finitud. Se trata de una condicionalidad histórica que siempre y en todo lugar se concretiza mediante fragmentos —de ordinario comparables a unos simples «borradores»— temporales, históricos y culturales. Por eso, una vez más, se tiene que aludir aquí a un aspecto central de este método antropológico: la complementariedad como una característica básica del ser humano, que se manifiesta a través de una «tensión escénica», nunca resulta del todo, entre la persistencia y el cambio. De este modo, es posible visualizar el carácter propio de un ser que es, justamente debido a la teatralidad que siempre anima y conmueve su existencia, una dinámica coincidentia oppositorum de estilos, fragmentos, secuencias, disposiciones muy diversos que, vistas las cosas de manera «lógica», resultan a menudo totalmente incompatibles entre sí. Porque pasan, los escenarios de la corporeidad humana pertenecen realmente al orden de los acontecimientos. El «pasar», sin embargo, posee siempre las improntas de la finitud humana, que adopta, por el carácter teatral del ser humano, los roles, las máscaras y las modificaciones más dispares y, a veces, más paradójicas. Por eso, en este volumen se le ha dedicado una especial atención a las «unidades de cambio» del ser humano a través de su cuerpo, es decir, a la historia, al dolor, a las figuras del cuerpo postmoderno, al sufrimiento, al envejecimiento y a la muerte. En el siguiente volumen sobre la familia nos referiremos, entre otras cuestiones, al nacimiento, al erotismo, a la hospitalidad, a la comida, a la educación, que, en realidad, también son «formas de cambio» (metamorfosis) plenamente operativas en la existencia humana. Lo que resulta decisivo en este planteamiento es 26

INTRODUCCIÓN

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PRIMERA

PARTE

que el trabajo del cuerpo (las «técnicas del cuerpo», por hablar como Marcel Mauss, o el «cuerpo situado», en referencia a Heinrich Rombach), como productor de la «acción escénica» sobre los diversos escenarios de la corporeidad, es fundamental para una correcta (saludable) instalación de hombres y mujeres en el mundo, en su mundo11. Y es que es un dato indiscutible que mediante la corporeidad nos instalamos en el mundo y «habitamos nuestra cabaña». Una instalación que, obviamente, reclama un sentido, pero que, a consecuencia de su carácter precario y provisional, nunca llega a ser el sentido definitivo porque paradójicamente, para el ser humano, el camino es la meta. De ahí que se tenga que aprender a vivir en la provisionalidad, lo que, en el sentido más genuino del término, equivale a «aprender a aprender». Se debe aprender a vivir (o mejor, a convivir) con preguntas que nunca tendrán una respuesta definitiva y concluyente. Se debe aprender a coexistir con interrogantes cuya respuesta será un nuevo interrogante. Nos es necesario un adiestramiento que nos permita convivir con los interrogantes que se refieren directamente a la contingencia: el sentido de la vida, del sufrimiento, del bien, del mal, de la muerte, de la bondad, de la beligerancia. Aquellos interrogantes —con las respuestas en forma de tanteos a los que dan lugar— cuasi infundamentados que configuran la situación de éxodo que caracteriza la presencia del ser humano en su mundo. Afirmamos: «casi infundamentados»; pues cabe resaltar que, científicamente, se trata de unas preguntas que, porque, parafraseando a Heidegger, son «senderos de bosque», tan sólo los testimonios pueden fundamentarlas y darles una respuesta convincente con la substancia de su propia vida: se trata, en definitiva, de los que son sapiencialmente competentes. Convendría no olvidar que, más pronto o más tarde, todas las cuestiones que tienen algo que ver con la contingencia son, precisamente, tales cuestiones debido a nuestra naturaleza de seres corpóreos. Tomar como punto de partida de la exposición el que los seres humanos no sólo tienen cuerpo, sino que, en realidad, son cuerpo simbólico12 —cuerpo, por tanto, que se hace y se deshace en el tiempo y en el espacio, cuerpo que hay que trabajar, representarlo delante de uno mismo y de los demás— implica aceptar una antropología de la 11. Véase L. Duch, Antropología de la vida cotidiana. Simbolismo y salud, cit., pp. 313-380. 12. Este ser-cuerpo de la realidad humana implica también un «significar». El cuerpo significa. Y aquello que el cuerpo significa depende de los diferentes contextos en los que los seres humanos se encuentran. La corporeidad es cada uno de los diferentes significados que adopta el cuerpo humano no sólo en cada cultura concreta, sino también en todos los momentos de su propio trayecto biográfico.

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contingencia, implica dirigir una crítica radical a aquellas «antropologías substancialistas» que, porque se hacen la ilusión de tener las respuestas antes de tener las preguntas, creen que el ser humano posee una esencia inmutable más allá o más acá del espacio y el tiempo. A consecuencia de la opción aquí adoptada, se deriva una praxis antropológica centrada en la ambigüedad que, a su vez, subraya con fuerza el hecho de que, por naturaleza, los seres humanos no son ni buenos ni malos, sino ambiguos, es decir, situados históricamente y, al tiempo, éticamente responsables. Como corolario de la comprensión del ser humano como alguien que constantemente se ve constreñido a resolver la ambigüedad que habita, cabe resaltar, como ya lo hemos hecho en otros numerosos lugares, que naturalmente el ser humano es un ser cultural. Los hombres y las mujeres son «naturalmente culturales»13. Una antropología de la corporeidad no es una «antropología metafísica». En Occidente la metafísica tradicional ha intentado huir del tiempo y del espacio o, aquello que en la práctica era el equivalente exacto, ha procurado desterrar, poner entre paréntesis, el cuerpo de la teoría y de la praxis humanas. Esencia, origen, substancia, alma, son categorías que, ya desde el principio, excluyen la finitud, la vulnerabilidad, el carácter cinético del ser humano. En este sentido, una antropología como la que aquí se ofrece es una antropología «antimetafísica», precisamente, porque entiende que los seres humanos son seres corpóreos, inseparables de la fragilidad de sus «historias» y del tiempo; un tiempo (Khronos, Saturno), cabe añadir, que, como en la impactante representación de Goya, nos acaba devorando. Como esperamos que quede suficientemente explícito en el texto que sigue, esta posición «antimetafísica» no significa que no se plantee las preguntas últimas (meta-physikè), las «cuestiones fundacionales», los dilemas que por siempre han constituido la originalidad del ser humano. En realidad, una antropología que no incluyera estos interrogantes neurálgicos o, mejor aún, que no comenzara su reflexión a partir de ellos, en realidad no merecería el nombre de «antropología», ya que excluiría de entrada aquellas expresiones, relaciones y acciones que nos permiten plantear, con temor y temblor, en el mismo centro de la provisionalidad y teniendo en cuenta incluso la fragilidad constitutiva de todo aquello que es humano, la pregunta antropológica por excelencia: ¿qué es el ser humano? 13. Véanse L. Duch, Llums i ombres de la ciutat. Antropologia de la vida quotidiana 3, Montserrat, Publicacions de l’Abadia de Montserrat, 2000, y J.-C. Mèlich, Filosofía de la finitud, Barcelona, Herder, 2004.

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INTRODUCCIÓN

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PRIMERA

PARTE

No se puede pasar por alto el hecho de que, en todas las culturas humanas, la representación del cuerpo humano nunca ha sido un quehacer descontextualizado, objetivo y aséptico. Es evidente que todas las representaciones que se han hecho de él, desde posiciones religiosas, culturales y políticas bien determinadas, se han concretado, y aún siguen concretándose, por mediación del uso de mediaciones simbólicas y axiológicas que, en cada caso, se encontraban a disposición de una determinada cultura14. Casi no hay que insistir en el hecho de que el cuerpo humano, siempre y en todo lugar, se ha hecho presente en el ámbito del mundo mediante su extraordinaria plasticidad teatral y dialogal; lo que, por otra parte, se acomodaba a las posibilidades y a los límites, a las necesidades y a los deseos, a los retos y a las innovaciones de todo tipo en los diversos ámbitos geográficos e históricos15. De ello se desprende que el cuerpo humano, por causa de la ineludible condición cultural del hombre, participa activamente en todas sus «historias», es cómplice, afectiva y efectivamente, de todas la vicisitudes, traduce sobre su piel el implacable paso del tiempo y también es capaz de mostrar, sobre todo a través del rostro y de la manos, las auténticas dimensiones de su esperanza (o desesperanza), de sus sentimientos más profundos y encontrados y también de sus opciones y decisiones, in14. En este contexto, la problemática sobre la «representación del cuerpo humano», sin excluir la cuestión de los «cánones estéticos», posee una importancia capital, que aquí sólo nos limitaremos a señalar sin poder exponerla con detenimiento. Sobre el tema antropológico de la representación del cuerpo, cf. Le Breton, Anthropologie du corps, cit., cap. II y III. Una aproximación a la idea de la representación en general se ofrece en J. Goody, Representaciones y contradicciones. La ambivalencia hacia la imágenes, el teatro, la ficción, las reliquias y la sexualidad, Barcelona/Buenos Aires/México, Paidós, 1999; C. Enaudeau, La paradoja de la representación, Buenos Aires/Barcelona/México, Paidós, 1999. En relación con la representación (iconografía) del cuerpo de la infancia y de la familia, véase P. Ariès, L’enfant et la vie familiale sous l’Ancien Régime [1973], Paris, Seuil, 1997, passim. 15. Sobre todo en relación con los infantes, pero aplicable a todos los seres humanos, F. Dolto, L’image inconsciente du corps, Paris, Seuil, 1984, esp. pp. 7-61, donde distingue entre «imagen del cuerpo» y «esquema corporal». El «esquema corporal» especifica al individuo como representante de la especie humana, y, en principio, es idéntico a todo el mundo. La «imagen del cuerpo», en cambio, es propia de cada cual porque se encuentra vinculada al sujeto humana y a su historia. Desde su óptica psicoanalítica, Françoise Dolto considera la «imagen del cuerpo» como el soporte del narcisismo y también como la encarnación simbólica del sujeto como un «ser deseando». Desde una perspectiva filosófica, sobre el «esquema corporal», véase F. Chirpaz, Le corps, Paris, PUF, 1963, pp. 25-32, donde señala que «el esquema corporal es esta ‘imagen’ vívida, dinámica y no estática, sobre la que convergen y se combinan elementos táctiles, visuales, musculares; es esta sensibilidad difusa por la que nos sentimos vivos; esta sensibilidad que revela todos los movimientos de nuestros músculos y de nuestras articulaciones (la cinestesia y la quinestesia)» (ibid., p. 31).

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cluso de las más alocadas, insólitas y disparatadas16. Por eso, creemos, que puede hablarse con toda la razón del mundo de diferentes historias del cuerpo justamente porque el cuerpo «con-forma» —da forma, configura, transfigura, desfigura— la suprema e imprescindible visibilidad histórica, social y cultural de los seres humanos. David Le Breton lo expresa a la perfección cuando escribe: [...] las representaciones del cuerpo y los saberes que se ocupan de ellas son tributarios de un estado social, de una visión del mundo, y en el interior de esta última de una definición de la persona. El cuerpo es una construcción simbólica, no una realidad en sí. De ahí la miríada de representaciones que buscan darle un sentido y también, de una sociedad a otra, su carácter heteróclito, insólito, contradictorio17.

Aludiendo directamente a la tradición fenomenológica, Bernhard Waldenfels ha puesto de relieve que el cuerpo humano constituye, al mismo tiempo, un ámbito en el cual y sobre el cual confluyen todo un conjunto de relaciones, siendo también un lugar de intercambio entre las distintas dimensiones y los diversos roles de lo humano18. El polimorfismo del ser humano se manifiesta de una manera explosiva, sorprendente y maravillosa en la diferenciación sexual en «lo masculino» y «lo femenino». Resulta fácil observar que la mujer aparece en el rol de esposa, de madre, de hija, de hermana, etc., y el hombre, en el de esposo, de padre, de hijo, de hermano, etc. El cuerpo humano, como decía Merleau-Ponty, es una «matriz polimorfa» que narra y representa las historias más variadas y que, además, participa en toda clase de aventuras y desventuras. El cuerpo y su destino son las materializaciones de la «autocomprensión civilizadora» (Elias) del ser humano: se manifiestan en la caída y en el levantamiento, la guerra y la paz, la degradación y la sublimación, el dolor y el gozo. El cuerpo humano se encuentra siempre abierto a todo tipo de empresas culturales, esto es, abierto al inmenso calidoscopio de formas y figuras que ha adoptado la vida humana sobre esta tierra. Así, en cada aquí y ahora particulares, los 16. Sobre este tema, véase el análisis que realizó H. Plessner, La risa y el llanto, Madrid, Revista de Occidente, 1960; y el interesante ensayo de P. L. Berger La rialla que salva. La dimensió còmica de l’experiència humana, Barcelona, La Campana, 1997, esp. el cap. VII. Ambas son unas excelentes aproximaciones a la expresión de los sentimientos más profundos del ser humano mediante el cuerpo (en este caso, del rostro). 17. Le Breton, o. c., pp. 13-14; cf. ibid., pp. 23-24, y todo el cap. 1 de esta obra. 18. Véase B. Waldenfels, Grenzen der Normalisierung. Studien zur Phänomenologie des Fremden 2, Frankfurt a. M., Suhrkamp, 1998, pp. 181-185.

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PARTE

sentidos del ser humano se abren dinámicamente al encuentro con una realidad —un entorno— cultivada, humanizada (deshumanizada), históricamente contextualizada. Con el nacimiento, el hombre y la mujer inician la historia de sus sentidos corporales, que son los medios esenciales para que se manifiesten como aptos para habitar su mundo, para plasmar su espacio y su tiempo. De todo ello se deriva que cualquier cuerpo humano contiene la virtualidad de muchos otros cuerpos, es plural, lo que implica que es capaz de manifestar, con un carácter más o menos constante, un número importante de identidades posibles el doctor Jekyll y Mr. Hyde son, somos, casi sin interrupción, la misma persona. Cuando el otro tiende a deshacerse del campo de la propia responsabilidad ética, debido a los efectos del individualismo, como lo pone de relieve David Le Breton, es entonces cuando el propio cuerpo se convierte en el único partner, siempre disponible y maleable, apto para escenificar numerosos roles en un torrente incontenible de historias, de representaciones y de máscaras, de ilusiones y de traumas19. Resulta bastante evidente que, como una construcción simbólica, social y cultural que es, la comprensión y la representación del cuerpo de un momento histórico concreto han intervenido decisivamente en la configuración no sólo de su modelo familiar, sino también en la formulación y la defensa (a menudo, incluso en su imposición agresiva) de los valores que han estado vigentes. Por otra parte, es un dato incontestable que el cuerpo humano es polisémico20 y, por eso mismo, solamente puede ser abordado interdisciplinariamente21. A través de innumerables variaciones literarias, plásticas, populares, religiosas y políticas, la historia de todas las culturas humanas reseña abiertamente que el discurso sobre el cuerpo humano nunca se ha reducido a la formulación de una serie de afirmaciones abstractas y genéricas, pues, como escribe Michel Bernard, hablar sobre el cuerpo obliga a aclarar, más o menos, uno u otro de sus dos rostros. Por un lado, el rostro de su poder demiúrgico, a la vez prometeico y dinámico, y su ávido deseo de placer, y, por otro, el rostro trágico y penoso de su temporalidad, de su fragilidad, de su debilitamiento y deterioro. Toda reflexión sobre el cuerpo es, por tanto, se quiera o no, ética y metafísica. Proclama un valor, indica una

19. D. Le Breton, Signes d’identité. Tatouages, piercings et autres marques corporelles, Paris, Métailié, 2002, pp. 215-216. 20. Véase Le Breton, Anthropologie du corps, cit., pp. 22-28. 21. Véase Prokes, o. c., XI.

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conducta a seguir y determina la realidad de nuestra condición humana22.

A partir de aquí resulta comprensible que la representación del cuerpo humano nunca haya sido, tal y como afirmábamos al comienzo, un asunto «objetivo», sino que siempre ha poseído una forma u otras de «politización», lo que no hace sino confirmar que no son posibles ni una concepción ni una representación «naturales» del cuerpo humano; sencillamente porque el cuerpo siempre nace, piensa, actúa, vive y muere en una determinada sociedad histórica, con los «intereses creados» y el «imaginario colectivo» que le son propios23. No hace falta insistir demasiado en que el hombre, fundamentalmente, ha sido, es —y será— un ser político porque nunca podrá dejar de ser una realidad corporal. Por eso, la «geografía del cuerpo» de una época concreta —la cual, por otra parte, nunca deja de incidir profundamente en la cualidad y la fisonomía de las relaciones que instauran los individuos que viven en ella— nos ofrece la pauta no sólo para la comprensión de la familia y de los otros sistemas sociales que, positiva o negativamente, tienen vigencia, sino que nos da las claves para el conocimiento de sus praxis (familiar, social, política y religiosa). Creemos que, en relación con la comprensión del cuerpo propia de la modernidad occidental, tiene razón David Le Breton cuando afirma que nuestra concepción actual del cuerpo se encuentra estrechamente vinculada al despliegue del individualismo, a la emergencia de un pensamiento racional, positivo y laico, sobre la naturaleza, con el progresivo retroceso de las tradiciones populares locales. Además, esta concepción también está ligada de alguna manera a la historia de la medicina que encarna en nuestras sociedades un saber, de alguna manera, oficial sobre el cuerpo24.

En la exposición que sigue, que por motivos obvios tendrá que ser muy concisa, cabrá presentar la descripción y la comprensión del cuerpo humano que ha tenido vigencia en algunos momentos estelares y especialmente significativos de nuestra cultura. Es un dato indiscutible que, por acción y por reacción, esta comprensión (con la correspondiente evaluación ética que de ella se sigue) ha ejercido una 22. sófica e, 23. 24.

Bernard, o.c., p. 8. «Toda aproximación al cuerpo implica una elección filoincluso, teológica, y recíprocamente» (ibid.). Véase Turner, o.c., XI-XII. Le Breton, o.c., p. 8.

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notable y profunda influencia en la configuración de los modelos familiares, políticos y religiosos que han imperado en las diversas etapas de la cultura occidental. No puede causar ninguna extrañeza, pues, que, como consecuencia directa, subrayemos el papel central que ha tenido su comprensión en la configuración del espacio y del tiempo —privados y públicos, a nivel psicológico y sociológico— de las sociedades humanas del pasado y del presente. En efecto, como es suficientemente sabido, casi sin excepciones, los «sistemas sociales» (religiosos, familiares, escolares, políticos, etc.) han sido comprendidos como cuerpos. Eso significa que las configuraciones reales de las «estructuras de acogida» (y de las transmisiones que, peor o mejor, llevaban a cabo) eran consideradas como acciones realizadas por un organismo corporal. Los padres fundadores de la antropología (en el segundo tercio del siglo XIX) también se propusieron estudiar las sociedades como si fueran «organismos corporales», los cuales, debido sobre todo al prestigio que entonces tenía la biología como una «ciencia reina», desarrollaban unas funciones muy parecidas a las de los organismos vivos. De ahí que podamos concluir que, sea cual sea la valoración concreta que las distintas culturas humanas hayan hecho del cuerpo, no existe ninguna duda de que esta valoración ha sido históricamente decisiva para todo lo que, en la idiosincrasia de la vida diaria, han pensado, hecho y sentido los hombres y las mujeres que han vivido dicha valoración. Por esta razón, resulta interesante exponer brevemente las principales líneas de pensamiento que sobre el cuerpo se han hecho presentes en algunos momentos culturales particularmente importantes e influyentes respecto a nuestra cultura.

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EL

CUERPO

EN

GRECIA

1 EL CUERPO EN GRECIA

1.1. INTRODUCCIÓN

El mundo griego, como también ocurre en el mundo de la Biblia y, en el fondo, en todos los demás universos culturales, no constituye una unidad monolítica, sino que la diferenciación, los matices e, incluso, las contradicciones aparecen de un modo indiscutible, ofreciendo perspectivas y soluciones a los problemas humanos que, en algunos casos, son totalmente incompatibles entre sí1. En contra de aquello que muy a menudo aparece en los libros de texto y en las obras de divulgación, hay que tener en cuenta que en Grecia —y, en general, en todas las culturas de la Antigüedad— existe una enorme variedad de enfoques intelectuales, axiológicos, religiosos y mitológicos, de visiones del mundo y de actitudes prácticas (políticas). La consecuencia de ello será la delimitación en nuestra exposición del cuerpo en Grecia a algunos aspectos concretos de la problemática que parecen especialmente interesantes para la praxis antropológica. Para marcar el ritmo de exposición de este capítulo querríamos comenzar estas breves referencias al cuerpo humano en el mundo 1. Merece la pena reseñar el estudio, ya algo antiguo, de J. Barr, Sémantique du langage biblique [1961], Paris, Cerf, 1988, y que, aún hoy, puede leerse con provecho, pues pone en guardia contra una comprensión monolítica del pensamiento griego y del pensamiento semita. Además, hoy en día, algunos investigadores como, por ejemplo, M. L. West, J. Duchemin o B. Deforge ponen de relieve que «Grecia forma parte de Asia», y que la literatura griega es una literatura del Oriente Próximo (véase B. Deforge, Le commencement est un dieu. Un itinéraire mythologique, Paris, Les Belles Lettres, 1990).

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griego con unas palabras de Maria Daraki, sacadas de su ejemplar estudio sobre los primeros estoicos: La cultura del cuerpo propia de la civilización helénica nunca ha presentado ningún obstáculo al desarrollo de la gran corriente dualista que ha hecho posible las ambiciones más grandes de Grecia, sobre todo por parte de quienes han querido dar un sentido a su vida; sentido que no es la divinización. La razón griega no rechaza la idea de que un hombre, en vida, pueda convertirse en un dios; ahora bien, la empresa pasa invariablemente por la capacidad de «morir» en tanto que hombre ordinario, la cual, según una tradición del esfuerzo, sitúa al ideal agónico griego en el nivel más elevado2.

Dualismo, fuerte ideal agónico, elitismo aristocrático, ascetismo, divinización, misticismo, elección libre de la muerte (del cuerpo): he aquí algunos de los temas primordiales y recurrentes que, de una forma u otra, aparecerán en las múltiples variaciones que experimentará la compleja historia del pensamiento griego. Términos recurrentes que, a través de innombrables peripecias y circunloquios, recibirán las interpretaciones y las aplicaciones más contrastadas e incluso, a menudo, contradictorias. Valga como caso ejemplar de lo que acabamos de mencionar el mismo término «cuerpo», que aparecerá en los contextos más diversos y aludirá a las situaciones más contrastadas que uno se pueda imaginar. Marcel Detienne ha puesto de relieve que en los períodos arcaicos el griego no conocía una distinción entre cuerpo y alma, y tampoco establecía una discontinuidad radical entre lo natural y lo sobrenatural3. Así, la realidad corporal del hombre incluía los aspectos 2. M. Daraki, Une religiosité sans Dieu. Essai sur les stoïciens d’Athènes et Saint Augustin, Paris, La Découverte, 1989, p. 110. Es una particularidad incuestionable que, en Grecia, la temática alrededor del cuerpo que, de una manera u otra, siempre incluye la del alma, no puede separarse del tema de la «salud-enfermedad» (véase Duch, Simbolismo y salud, cit., pp. 332-346, donde lo hemos indicado expresamente). 3. Sobre estas consideraciones, véase M. Detienne, Mortals and Inmortals. Collected Essays, Princeton (N. J.), Princeton Univeristy Press, 1991, pp. 27-49. El atractivo y erudito estudio de J. Pigeaud La maladie de l’âme. Étude sur la relation de l’âme et du corps dans la tradiction médico-philosophique antique, Paris, Les Belles Lettres, 2 1989, ofrece, en relación con el mundo griego, una mina inagotable de datos y de puntos de vista sobre el cuerpo. La obra de M. Landmann De Homine. Der Mensch im Spiegel seines Gedankens, Freiburg/München, Karl Alber, 1972, 1.ª parte (pp. 3-130), dedicada a los griegos, brinda una aportación sumamente interesante sobre el pensamiento antropológico de Grecia y, de una manera muy especial, sobre la diversidad de los modos de entender el cuerpo humano que allí se desarrollaron. Véase también el estudio de C. Tresmontant El problema del alma, Barcelona, Herder, 1974. Desde una

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orgánicos, las fuerzas vitales, las actividades físicas, las inspiraciones y los influjos divinos. En aquel contexto arcaico la misma palabra griega era usada para designar todos estos ámbitos tan diferenciados de la actividad de los hombres. Por otra parte, no existía un nombre específico que sirviese para denominar el cuerpo como una unidad orgánica y completa que soportaba el individuo en la multiplicidad de sus funciones físicas y mentales. El término sôma, traducido como «cuerpo», originariamente indicaba el «cadáver», es decir, aquello que resulta de un individuo después de que «su vida encarnada y su vitalidad física quedan detrás de él, reduciéndolo a una mera figura inerte: una efigie»4. Antes de desaparecer en la invisibilidad —por combustión o por enterramiento— este «cuerpo» es el objeto de exhibición para las lamentaciones de los demás5. No podemos entrar aquí en el estudio de la rica terminología griega que sirve para codificar las relaciones corporales del individuo consigo mismo, con los demás y con los dioses. Solamente querríamos insistir en la conclusión que extrae Detienne de estos análisis. En Grecia el cuerpo humano se encuentra marcado con unas imborrables señales de limitación, deficiencia y fragilidad6. Todo ello junto hace que, en realidad, pueda ser considerado como un «sub-cuerpo» (sub-body). Este «sub-cuerpo» sólo puede ser comprendido a través de la referencia a aquello que idealmente presupone: la plenitud corporal, una especie de «supercuerpo», esto es, el cuerpo de los dioses. La comparación de la corporeidad del cuerpo humano con la de los dioses evidencia palpablemente que todas las cualidades corporales que se atribuyen a los humanos (mortales) muestran el cuerpo de éstos como una forma disminuida, derivada, precaria. El cuerpo de los dioses (los inmortales), en cambio, ofrece unas características de plenitud, potencia, longevidad y belleza que superan infinitamente a las posibilidades de conocimiento y de acción de los humanos7. Existe otro aspecto de la problemática griega alrededor del cuerpo humano que cabe destacar. El hombre y su cuerpo se encuentran plenamente incorporados en el curso de la naturaleza, physis, lo que implica que todo aquello que ha nacido aquí abajo, en la tierra, siperspectiva antropoteológica, se sacará gran provecho de F. P. Fiorenza y J. B. Metz, «El hombre como unidad de cuerpo y alma», en J. Feiner y M. Löhrer (eds.), Mysterium Salutis II, 2, Madrid, Cristiandad, 1970, pp. 661-715. 4. Detienne, o.c., p. 30. 5. Ibid., pp. 30-31, lleva a cabo un interesante análisis de los términos griegos que servían para designar la realidad corporal del ser humano. 6. Ibid., p. 37. 7. Véase ibid., p. 31.

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guiendo el ritmo de los días, las estaciones y los años, ha de desaparecer8, es decir, inexorablemente, ha de volver a la naturaleza a la que pertenece9. Ello comporta que, durante toda su vida mortal, el hombre y su cuerpo, como si se tratase de un estigma, se ven obligados a soportar las consecuencias de su congénita finitud y evanescencia. Esta naturaleza evanescente del ser humano explica por qué los griegos otorgaron a los seres humanos las designación de «efímeros», en contraposición a los seres divinos, que eran nombrados con la expresión «los que existen eternamente»10. En relación con el mundo griego, tal y como lo señala Jean-Pierre Vernant11, hay que ser consciente de la peculiar manera por la que los griegos tradujeron, mediante unas determinadas formas visibles (en este caso, el cuerpo humano), las realidades invisibles, imperceptibles a los sentidos. No hay duda de que la naturaleza de las potencias sagradas se encuentra vinculada con su modo de representación. El pensamiento construye su objeto a través de las formas simbólicas que dispone. No hay duda de que, en el universo griego, el cuerpo humano sirve de soporte al cuerpo divino; prácticamente, aquél es la única representación posible de éste. El conocido helenista francés recalca que no se trata simplemente del hecho de que los griegos hubiesen concebido y representado los dioses a imagen de los hombres, sino que adquirieron la firme convicción de que el cuerpo humano, sobre todo cuando se encontraba en la flor de la juventud, era una imagen auténtica o un reflejo real de la misma divinidad. Como un atributo plenamente divino, la gracia (kharis) del cuerpo humano, principalmente a través de la sonrisa y del vigor juveniles, en directa oposición a la horrible mueca de la Gorgona, constituía un espejo que transparentaba el mundo de los dioses en todo aquello que, dicho mundo, tenía de luminosidad, fuerza, belleza y juventud eterna12. Por regla general, en el universo griego la imagen del cuerpo humano no sólo es una traducción en términos visibles de la invisibilidad de los dioses, sino que también sirve para poner de relieve, en gran medida cuando reproduce la fragilidad propia del cuerpo de los 8. Véase ibid., pp. 31-32. Sobre el término physis, véase Ll. Duch, Llums i ombres en la ciutat, cit., pp. 44-50. 9. Véase Detienne, o.c., p. 41. 10. Véase ibid., pp. 32-33. 11. Véase J.-P. Vernant, Mythe et pensée chez les grecs. Études de psychologie historique, Paris, La Découverte, 1990, pp. 325-350. No podemos entrar aquí en la cuestión del «doble», que tanta importancia ha tenido en la cultura occidental desde sus orígenes griegos hasta nuestros días. 12. Véase ibid., pp. 348-349.

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mortales, aquello que constituye el núcleo principal de la humanidad del hombre: la caducidad. Muy especialmente, relacionado con quienes morían en plena juventud, la belleza de la imagen de los difuntos era un intento por mantener su recuerdo, para prolongar, a pesar del trabajo disolvente del tiempo, la belleza y la plenitud corporales que, en vida, los distinguió13.

1.2. LAS DOS REPRESENTACIONES PRIMITIVAS DEL CUERPO

En la Antigüedad —y, por tanto, también con numerosas variaciones en Grecia— pueden encontrarse dos representaciones básicas del cuerpo humano: 1) las representaciones basadas en el dualismo «cuerpoalma»; 2) las representaciones que establecen una exacta homología entre el «microcosmos» y el «macrocosmos»14. Es un hecho muy documentado que la tradición semita no conoce el dualismo de tipo griego, sino que, decididamente, afirma la completa unidad orgánica del ser humano (el hombre es su cuerpo)15. De todos modos, no debe olvidarse que, en la narración de la creación (cf. Gn 2, 7), el cuerpo aparece claramente diferenciado del principio vital, que deriva directamente del mismo Yahvé. Así pues, de una manera u otra, esta diferencia entre el cuerpo y el principio vital implica un tipo de devaluación del cuerpo en relación al principio vital. Por eso no es extraño que algunas interpretaciones posteriores hayan equiparado el cuerpo con lo «profano» y el principio vital con lo «sagrado». Históricamente, además, la lógica de esta analogía exigió la configuración de una mitología, una cosmología y una metafísica que explicaran cómo y por qué el principio divino, trascendente e inmaterial, podía residir en un cuerpo material; y, a la inversa de lo que ocurrió en Grecia, cómo y por qué era, a su vez, un principio positivo, creador y abierto a nuevas posibilidades históricas. La correspondencia entre el cuerpo como un «microcosmos» y la totalidad como un «macrocosmos» es otra simbólica muy frecuente en los universos religioso-políticos de la Antigüedad. Si así es, la encarnación corporal del ser humano constituye meramente una fase de su 13. Véase ibid., pp. 350-351, donde reproduce, como confirmación de su tesis, el texto de distintas estelas griegas. 14. Véase B. Lincoln, «Human Body. Myths and Symbolism», en M. Eliade (ed.), The Encyclopedia of Religion, VI, New York/London, Macmillan, 1987, pp. 409, 505. 15. Cf. lo que diremos en un capítulo posterior sobre el cuerpo en la tradición semita y el dualismo que lo caracteriza, netamente diferenciado del pensamiento griego.

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existencia eterna, en la que la misma substancia material se mueve del cuerpo al cosmos, y vuelve de nuevo de éste al cuerpo, y así ad infinitum, siendo la muerte y el (re)nacimiento tan sólo unos simples momentos de la transición eterna. En este contexto el conocimiento del cuerpo equivale al conocimiento del universo, y el de éste proporciona una información precisa y segura sobre el cuerpo humano, ya que ambos se encuentran íntimamente coimplicados: uno es la parábola del otro, y a la inversa. A causa de la muerte del individuo, la materia corporal se transforma en su contrapartida macrocósmica, repitiéndose incansablemente de forma circular, podríamos decir, los grandes acontecimientos cósmicos de la muerte y la resurrección. El siguiente himno del período medio persa constituye una excelente ejemplificación de la correspondencia «microcosmos-macrocosmos». Hay cincos colectores o recipientes de la substancia corporal de quienes han muerto. Uno de ellos es la tierra, que es la guardiana de la carne, los huesos y los nervios. El segundo es el agua, que es la guardiana de la sangre. El tercero son las plantas, que preservan la cabellera corporal de la cabeza. El cuarto es la luz, el recipiente del fuego. El último es el viento, que es el aliento vital de la criaturas en el tiempo de la Renovación16.

Con figuras muy variadas y diferenciadas, la persistencia de estos modelos corporales se mantendrá de forma muy efectiva en las distintas etapas históricas de la cultura occidental. Incluso en nuestros días, la sensibilidad que vagamente se denomina con la expresión new age también se hace eco de estas antiguas representaciones del cuerpo humano y, en el fondo, del conjunto de la realidad.

1.3. PLATÓN

Con notables variaciones y modalidades, tanto la tradición platónica como la pitagórica consideran el cuerpo humano como el sepulcro del alma. Michael Landmann17 ha reiterado que para Protágoras o para Diógenes de Apolonia el hombre era una unidad corporal animada: los dos elementos (cuerpo y alma) se encontraban íntimamente unidos y coimplicados. Para Platón, en cambio, el hombre, el hombre verdadero, se reduce exclusivamente al alma. Continuando con, de alguna manera, las formas de pensamiento y de representación más arcaicas, 16. Cit. Lincoln, o.c., p. 501. 17. Véase Landmann, o.c., p. 71.

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a partir de la tradición platónica, la relación del cuerpo con el alma se convirtió en uno de los mayores problemas de la historia del pensamiento occidental. El cuerpo, o bien es considerado como algo indiferente (Empédocles, frag. 148, dirá de él que es «materia terrenal que envuelve al hombre»), o bien es algo que hay que combatir porque es el gran obstáculo del alma para la salvación. En cualquier caso, sin embargo, el ser humano se convierte en un homo duplex, en una dualidad, con aspectos interiores y exteriores, superiores e inferiores. Quizás la bifurcación que expresa Platón entre la «idea» y la «realidad» es solamente una proyección de la irreductible oposición antropológica que él ve entre el cuerpo y el alma. De la misma forma que el alma es aquello que nos hace hombres, la idea hace de cada cosa aquello que verdaderamente es. Lo demás —subraya Landmann— solamente consiste en el medio pasajero de su aparición. Umberto Galimberti mantiene la opinión de que la noción de «alma» fue introducida por Platón con la finalidad de fundar un lenguaje universal que ya no dependiese de la oscilaciones de sentido propias del lenguaje corporal, pues éste se mostraba incapaz de garantizar unas significaciones universales y estables18. Justamente por eso, el cuerpo no podía ser el órgano de la verdad, ya que aquello que es mutable ha de ser necesariamente imperfecto, caduco e, incluso, poseedor, muy a menudo, de ciertas tendencias hacia la perversión19. Platón emancipa el alma con el fin de instaurarla como «órgano de la verdad». Al mismo tiempo, la pareja «alma-cuerpo» deja de ser un dispositivo antropológico para convertirse en un dispositivo epistemológico. De esta manera puede distinguirse y aislarse la «verdad» (aletheia), de la cual se ocupan aquellos filósofos que poseen la «medicina del alma» mediante la sabiduría (phronesis), separándola y contraponiéndola a la caducidad y la movilidad, esto es, a la «no-verdad», a la

18. U. Galimberti, Psiche e techne. L’uomo nell’età della tecnica, Milano, Feltrinelli, 21999, p. 125. No hay duda de que es muy importante acercarse a la «historia del alma» en la tradición griega y en los diversos desarrollos de la cultura occidental, ya que este concepto ha poseído una decisiva influencia en todos los aspectos de la cultura occidental. Véase íd., Gli equivoci dell’anima [1987], Milano, Feltrinelli, 2001, 1.ª parte («Storia dell’anima»), pp. 19-89, donde traza una narración sumamente interesante de las peripecias históricas de este concepto. 19. Véase L. Duch, Armes espirituals i materials: Religió. Antropologia de la vida quotidiana 4, 2, Montserrat, Publicacions de l’Abadia de Montserrat, 2001, pp. 248252, donde hemos expuesto las enormes dificultades que tenían los griegos con todo aquello que se encontraba sometido al cambio. Esta idea se aplica perfectamente a su concepción del cuerpo (mortal, mutable, compuesto) en relación con el alma (inmortal, inmóvil, simple).

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«enfermedad crónica», expresada por el cuerpo20. Como fundamentación de esta opinión puede citarse el siguiente pasaje del diálogo Fedón: Los verdaderos filósofos tienen necesariamente que pensar. Éste es un sendero que puede engañarme en la indagación de la ciencia; mientras tengamos el cuerpo, mientras el alma nuestra esté asociada con este mal, no podremos alcanzar suficientemente el objeto de nuestros anhelos, es a saber, la verdad […] Y mientras estamos con vida estaremos más cerca del saber cuanto menos permitamos el comercio corporal, cuanto menos comuniquemos con el cuerpo, excepto en casos de entera necesidad, y cuanto menos nos dejemos inficionar de su naturaleza hasta que de él nos libre el mismo dios. Así apartados de las pasiones del cuerpo y puros, es probable que estaremos en compañía de hombres puros como nosotros y que conoceremos por nosotros mismos la pura esencia de las cosas, que probablemente no es otra que la verdad; porque no es lícito percibir lo que es puro a quien no es puro él mismo (Fedón 66 b-67 a)21.

El cuerpo se encuentra falto de «forma» porque el alma no es el factor que le otorga la forma, que le «in-forma». El cuerpo, entonces, no es nada más que la tumba del alma (sôma-sema), tal y como se dice en el diálogo Gorgias (493 a-b) o, concretando el asunto en términos platónicos, el hombre ha aparecido sobre la tierra como un «ser caído» porque perdió las alas, tal y como se narra en el mito del Fedro. En el Cratilo (400 b-c) se afirma sin tapujos:

20. Véase Galimberti, Gli equivoci dell’anima, cit., pp. 23-24. 21. Usamos la traducción castellana del Fedón de Ángel Vassallo, Barcelona, Éxito, 1951. G. Sissa, El placer y el mal. Filosofía de la droga, Barcelona, Península, 2000, lleva a cabo un excelente estudio comparativo entre el pensamiento platónico alrededor del tema «placer-deseo» y el trasfondo del (ab)uso de la droga. «Platón concibe el deseo humano exactamente como un toxicómano lúcido ve su propia necesidad. Platón no trata todos los deseos [humanos] como si fuesen por naturaleza ‘toxicómanos’, esto es, despóticos, ilusorios y mortales […] Si se substrae al deseo el interés por los objetos deseados y se transforma en un deseo de saber, entonces se descubre la posibilidad de poseer para siempre un objeto, de acceder a su plena propiedad y disfrute. La estrategia platónica consiste en el descalificar el placer corporal como un placer poco afable y en proponer, en cambio, una voluptuosidad pura e intacta. Consiste en cambiar sensaciones de cualidad mediocre por un hedonismo muy más ambicioso: gozar absolutamente» (ibid., pp. 99, 100). «Si el gusto por el sexo merece desprecio por parte del filósofo [Platón], es porque las inclinaciones hacia el dinero, la bebida, la comida y el amor son por naturaleza incapaces de conseguir su propia satisfacción. Estructuralmente asintótico, el deseo nunca alcanza su objetivo […] Porque el deseo es insaciable, el placer nunca es posible» (ibid., p. 106).

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Algunos dicen que el cuerpo es el sepulcro (sema) del alma, donde está enterrada en la actualidad. También, y como a través del cuerpo (sôma) el alma (semainei) manifiesta lo que le es propio, por esta razón es justo que se le llame «signo» (sema). Sin embargo, creo que fueron los discípulos de Orfeo los que pusieron este nombre, como si el alma expiara las culpas de las que tiene que rendir cuentas y tuviese, para su «reguardarse» (sozetai), al cuerpo como un recinto, a imagen de una prisión. El cuerpo, en efecto, como el mismo nombre indica, es precisamente eso: la «salvaguarda» (sôma) del alma, hasta que ésta ha pagado la deuda del todo, y no hay que cambiar nada de lo dicho, ni una letra22.

Es de sobra conocida la influencia del orfismo23 tanto en la exhortación socrática sobre la therapeia del alma como en la misma metafísica platónica, pues en ésta lo menciona directamente mediante la expresión «antigua palabra» (Leyes, IV, 715). Muy a menudo, se ha puesto de relieve el desprecio de Platón por el cuerpo, pues, frecuentemente, es visto desde la «visibilidad óptica» propia del cadáver24. En el Fedón se afirma que «cuando muere un hombre, su parte visible, el cuerpo, que llamamos cadáver, le es propio disolverse, corromperse y disiparse» (80 c). Por eso el Fedón ha sido considerado como un verdadero himno de alabanza a la muerte del hombre, es decir, a la aniquilación definitiva del cuerpo. Sócrates dice que «la única ocupación digna del filósofo es morir y estar muerto». Sin embargo, ¿de qué muerte habla el sabio y hace alabanza? Se trata, ciertamente, de su preparación, de la llamada «ejercitación de la muerte» (melete thanatou)25. En la tradición platónica, el cuerpo constituye un obstáculo insuperable tanto para el conocimiento como para el cumplimiento ético: «Mientras tengamos cuerpo, mientras el alma nuestra esté asociada con este mal, no podremos alcanzar suficientemente el objeto de nuestros anhelos» (66 b)26. 22. La traducción usada en el original ha sido la traducción catalana del Cratilo de J. Olives Canals, Diàlegs IV de Platón, Barcelona, Fundación Bernat Metge, 1952. 23. Más adelante se desarrollará la relación entre el cuerpo humano y el orfismo. 24. Sobre lo que sigue, véase Daraki, Une religiosité sans Dieu, cit., pp. 111-114. 25. M. Daraki, o.c., pp. 112-113, 114. Daraki, a partir de la «ejercitación de la muerte», confirma los orígenes chamánicos del dualismo filosófico griego que, desde perspectivas muy diferentes, ya había afirmado, a finales del siglo XIX, Rohde, Gernet, a principios del siglo XX, y, recientemente, Dodds. «Los griegos han compartido con el resto de la humanidad la inquietud delante de su destino mortal, y el medio que ellos imaginaron para vencer la muerte fue la elección de la muerte en sus versiones guerrera o mística» (ibid., p. 116). 26. Cabe apuntar que el cuerpo es considerado como un mal (kakon); en el sentido más peyorativo, una enfermedad mortal especialmente para el alma.

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Tal y como lo presenta el Fedón, en primer lugar, el cuerpo es el hombre biológico (66 a); posteriormente, es el sujeto psicológico tanto en relación con sus expresiones afectiva («amores, deseos, temores, quimeras de toda clase») (66 b-c) como en relación con sus expresiones cognitivas («representaciones, ideas falsas») (66 c); y también el cuerpo, sôma, puede entenderse como el sujeto de la historia: «De las guerras, de la sediciones, de la batallas ningún otro sino el cuerpo y sus pasiones son la causa» (66 c); finalmente, el cuerpo es el hombre económico: «Todas las guerras se producen para adquirir riquezas, y si nos vemos obligados a adquirirlas es por razón de nuestro cuerpo, al cual hemos de servir como unos esclavos» (66 c-d). Su constitución enfermiza y de congénita imperfección hace que casi resulte imposible someterlo al gobierno del alma (80 a). Ahora bien, aquello que, en primerísimo lugar, conviene al hombre es que se desmarque y desprenda completamente de su cuerpo mediante la «ejercitación del buen morir», que es la suprema gesta filosófica: «¿O no es la filosofía precisamente eso, una ejercitación de la muerte (melete thanatou)? ¡Sin duda alguna!» (81 a). Esta muerte es la que realmente permite al sabio lograr la verdadera vida, que consiste precisamente en la radical separación del alma de todas las modalidades biológicas, psicológicas, históricas y económicas propias del cuerpo. «Parecido a una iniciación —una telete, dice Platón— la ejercitación de la muerte permite el nacimiento del sujeto superior por un camino similar al que era reservado a los seguidores y devotos de los cultos mistéricos (mystes) de categoría más elevada (cf. Fedón, 69 c). La muerte elegida separa al mismo tiempo el theios aner de su ‘cuerpo’ y de la gran mayoría, los polloi […] La muerte elegida es un acto de libertad mediante el cual se constituye el ‘hombre divino’»27. En la relación «alma-cuerpo», tal y como la presentan los diálogos platónicos, el alma se caracteriza por un radical extrañamiento respecto a todo aquello que es terrenal y, de manera evidente y primera, al cuerpo, que es un reconocido elemento de este mundo pasible, caduco e imperfecto. Este total extrañamiento del alma respecto a todo aquello que es mundano enfatiza que el alma es divina, y, como se dice en el Fedro (246 a), «del alma, propiamente, solamente puede hablar un dios. El hombre sólo puede sugerirla por medio de símbolos e imágenes»28. Hay que tener presente que en Platón, en relación con 27. Daraki, o.c., p. 114; cf. ibid., pp. 115-116. 28. Véase la excelente reflexión de U. Galimberti, La terra senza il male. Jung: dall’inconscio al simbolo, Milano, Feltrinelli, 51997, 2.ª parte, cap. III (pp. 136-144), sobre «l’anima straniera».

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la concepción del alma, se entrecruzan dos tradiciones bastante diferentes. Por un lado, la tradición filosófica, que considera que el alma posee la capacidad propiamente humana de abstraer, mediante los números y las anticipaciones matemáticas, las categorías de lo que es sensible, y, por otra, la tradición órfica, estrechamente vinculada con los cultos mistéricos. Es principalmente esta segunda tradición la que ofrece los hechos más antagónicos que marcan la absoluta incompatibilidad entre el cuerpo y el alma. En efecto, el alma, que originariamente era pura, simple y perfecta, se aleja de su perfección original y, renegando de sí misma, se ha mezclado y confundido con la materia (sobre todo con el cuerpo) y el mal, lo que equivale a reconocer que se ha habituado a la vida mundana. Así pues, en el interior de las tradiciones mistéricas, esforzándose por dar muerte al cuerpo, solamente le queda esperar su reintegración en su lugar original —inmóvil y apático— al lado de la divinidad. Para la configuración de una ética del alma, en el Fedón el carácter de símbolo del cuerpo aparece claramente. Se afirma que el vivir en la demencia patológica del cuerpo constituye la radical negación del filosofar: el cuerpo es presentado como lo más negativo y perverso en el pensamiento humano. En efecto, el cuerpo es «el que perturba el alma [del sabio] y no le permite adquirir la verdad y el conocimiento» (Fedón, 66 a). Por eso, es necesario que el sabio «se desprenda de su cuerpo tanto como le sea posible» (66 a)29. A partir de aquí puede entenderse la importancia de la muerte elegida a la que ya nos hemos referido con anterioridad. Aprender a morir o, mejor aún, ya estar muerto, permite «contemplar con el alma las cosas en sí mismas»30. Entonces, «cuando estemos muertos, por lo visto, poseeremos aquello que deseamos y que hemos dicho que nos enamora: el conocimiento» (66 d-e). En este contexto, todo da a entender que Platón se refiere al cuerpo como la sede del mal por excelencia: «Nuestra alma se encuentra afectada de este mal (kakon) (el cuerpo)» (66 b), porque, en último término, se encuentra completamente entregada a la demencia que es propia del cuerpo (67 a). En este mismo diálogo Platón pone en boca 29. La filosofía exhorta el alma a «separarse del cuerpo lo más posible y a acostumbrarla a recogerse y replegarse en sí misma» (Fedón, 66 d), lo cual significa que no debe dar crédito a nadie sino a ella misma y a lo que por ella misma haya comprendido de las cosas que son, y a no creer verdadero nada de lo que percibe por mediación de los sentidos corporales. «El alma reflexiona mejor cuando no la turba el oído ni la vista ni la pena ni el gozo, sino cuando independientemente y separada del cuerpo, en lo posible, se adhiere al ser dentro de sus propios límites» (65 c). 30. Cicerón afirmaba: «Tota enim philosophorum vita commentatio mortis est» (Tusculanae, I, 30); y Michel de Montaigne: «Filosofar es aprender a morir».

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de Sócrates la siguiente pregunta: «¿No son los filósofos los que tienen por ocupación el buscar que el alma se libere del cuerpo?» (67 d). Platón aún añade otra razón del filósofo (del amante de la sabiduría) para despreciar el cuerpo31. Al empezar este parágrafo hemos señalado que a partir del cuerpo era imposible establecer un saber universal y estable. Siendo irreductible a lo universal, el cuerpo es incapaz de saber. Eso significa que propiamente el cuerpo es para Platón un «no saber» que él identifica con la locura. Razón y locura nacen al mismo tiempo. Asimismo, hay que tener presente que solamente por medio de la superación de la locura la razón puede llegar a adquirir certidumbres y a autocertificarse en su ejercicio. Progresivamente, el dominio sobre la locura —en realidad: sobre el cuerpo— se transforma en la representación de un orden necesario y, al final, en la representación de un orden como tal. Para el filósofo, obstruir el paso hacia la locura es equivalente a dominar las pasiones del cuerpo, porque es en el ámbito corporal donde la locura tiene su origen, su sede y las posibilidades de su desarrollo. La educación (paideia) platónica consiste en el establecimiento de normas que, por medio del gobierno de las pasiones, garantizan una beneficiosa y saludable aproximación a la verdad. Por eso, el auténtico conocimiento es «desapasionado» (Galimberti), y el alma que lo posee participa en un orden suprasensible, de naturaleza divina, universal, completamente indemne a las peripecias mortales del cuerpo. El «recogimiento» del alma, el estar a solas consigo misma, el abstenerse de los placeres y de los dolores (Fedón, 83 b), el pensar por ella misma, su radical autosuficiencia, esto es, la total separación del cuerpo, son las notas que Platón otorga al amante práctico de la verdadera filosofía (la sabiduría): ¿Y no es cierto que el alma razona mejor que nunca cuando ningún sentido no la turba, ni el oído, ni la vista, ni el dolor, ni ningún placer, sino que se recoge en sí misma tanto como puede prescindiendo del cuerpo y, absteniéndose de asociarse con él o de recibir su contacto, aspira a aquello que es? (Fedón, 65 c).

Algunos intérpretes del pensamiento platónico32, sin embargo, opinan que el Filósofo no adscribe el maleficio del cuerpo ni a su materialidad ni tampoco a los contactos de todo tipo que mantiene con las cosas. Lo que Platón denuncia es el «hechizo» que le «embru31. Véase Galimberti, Psiche e techne, cit., pp. 125-126. 32. Véase, por ejemplo, P. Fontaine, «Corps», en Encyplopédie Philosophique Universelle. II. Les notions philosophiques I, Paris, PUF, 1990, pp. 490-492.

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ja», le ata al cuerpo (la famosa expresión del Gorgias 493 a-b: «nuestro cuerpo es una tumba») y la hace prisionera: «El alma de todo hombre se ve forzada a regocijarse y a afligirse grandemente y a considerar que el objeto de este regocijo o de esta aflicción es muy real y muy verdadero, cuando ello está bien lejos de ser así. Tal es el efecto de todas las cosas visibles» (Fedón, 83 c). Si el cuerpo mantiene el alma cautiva es porque está poseído por un vértigo perturbador que lo convierte en un «cuerpo de deseo» (79 c). Hay que inculpar más bien a la pasividad del alma, ya que es ella misma la que, sin restricciones de ningún tipo, se libera del cuerpo y, así, se convierte en el «verdugo de sí misma». «En relación con el platonismo, es falso afirmar que el cuerpo es ruin y nocivo. El cuerpo es menos un objeto que una dirección de la existencia, un cuasi-‘movimiento existencial’, en una terminología más moderna. Eso significa que el cuerpo no es tanto el origen del mal como el ‘lugar’ de su cautividad. El verdadero responsable no es el mismo cuerpo sino el deseo, el cual es la condición propicia para la caída en la sensibilidad que crucifica el alma sobre el cuerpo (cf. Fedón, 79 c, 83 d)»33. Sea cual sea la valoración que uno haga del pensamiento de Platón y de su herencia, no hay duda de que la influencia de su interpretación del cuerpo ha sido extraordinariamente decisiva en los distintos planteamientos que, en su bimilenaria historia, ha experimentado la cultura occidental34. Se ha introducido en la misma humanidad del hombre una división insuperable entre dos elementos («alma»-«cuerpo»), que mantenían un combate a vida o muerte, estableciendo incluso una gradación: el alma como elemento «espiritual» y «noble», y el cuerpo como el elemento «material» y «animal». Por eso Schiller podía hablar del hombre como de un ciudadano de «dos mundos»: un reino sublime y un reino miserable. Una división, cabe añadir, que, de una u otra manera, nunca dejó de poner en relieve la 33. Fontaine, o.c., p. 491. «Cada placer y cada dolor, como si estuviese proveído de una llave, mete el alma en el cuerpo, la fija y la hace corpórea, persuadida como está al ver todo aquello que el cuerpo justamente le presenta como lo verdadero. De esta identidad de opiniones con el cuerpo y del hecho de alegrarse con las mismas cosas que a éste le alegran pienso que acaba adquiriendo el mismo carácter y las mismas tendencias, y deviene incapaz de llegar nunca al Hades en estado de pureza, puesto que siempre emprende la marcha contaminada por el cuerpo, tal que así que de repente vuelve a caer en otro cuerpo y, como si la hubiesen sembrado, arraiga, y de ahí viene el que no participe nunca de la compañía de lo divino y puro, de lo uniforme» (Fedón, 83 d-e). Conviene no olvidar, sin embargo, que para Platón lo representativo del cuerpo es justamente la posibilidad de desear. El alma, en cambio, es en sí misma (sin la influencia del cuerpo) de naturaleza apática. 34. Véase Landmann, o.c., p. 73.

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«pérdida de humanidad» que representaba cualquier forma de encarnación. Históricamente, resulta bastante evidente que, muy a menudo, el instrumento con el que el cristianismo intentó la configuración de la persona humana fue la noción de alma, tal y como la había considerado Platón; lo que implicaba su primacía respecto al orden social y corporal. Como se ha señalado con mucha frecuencia, la tradición bíblica —especialmente el judaísmo profético— desconoce esta posición completamente. Por todo ello, Galimberti35 manifiesta que la antropología del cristianismo histórico —creemos que tiene en cuenta principalmente la herencia agustiniana— ha desarrollado una «cultura del alma» que ha tendido a subrayar el que la verdad habita en una interioridad atemporal y emigra del mundo (del cuerpo). Motivos agustinianos como, por ejemplo, «in interiore homine habitat veritas» y «amare mundum non est cognoscere Deum» reproducen literalmente la concepción platónica del alma como el lugar propio de la verdad y la virtud. 1.4. ARISTÓTELES

Resulta habitual afirmar que las aportaciones jurídicas, religiosas y políticas de Aristóteles a nuestra cultura, junto con las de su maestro Platón, han sido, en los diferentes períodos de su historia, fundamentales36. Mientras que Platón considera a la realidad humana dividida en dos partes claramente contrapuestas entre sí, «cuerpo y alma, mundo terrenal y mundo celestial», Aristóteles, y junto a él, con algunas excepciones, la Edad Media, la observa como constituyéndose de forma piramidal. En efecto, la naturaleza como una totalidad es un reino escalonado que configura una continuidad ascendente: lo orgánico se encuentra asentado sobre lo inorgánico; dentro del ámbito de lo orgánico, el reino animal aparece por encima del reino vegetal, y como coronación de todo, el hombre, que es la primera y más perfecta de las criaturas. Por lo visto, Aristóteles, en su juventud, a fin de dejar constancia de las relaciones del alma y del cuerpo, se mostró partidario del dualismo órfico y platónico37. Posteriormente, se separó del pensa35. Véase Galimberti, Psiche e techne, cit., pp. 529-530. 36. Véase la sumaria exposición que hacemos del pensamiento aristotélico en relación con su comprensión de la política en L. Duch, Armes espirituals i materials, cit., pp. 25-36. 37. Véase Tresmontant, o.c., pp. 26-27. E. R. Dodds, Paganos y cristianos en una época de angustia, Madrid, Cristiandad, 1975, p. 52, apunta que la cortante dicotomía

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miento platónico y adoptó una posición más personal sobre el cuerpo que, como es sabido, ha ejercido una notable y duradera influencia en muchas formulaciones teológicas y éticas de la tradición cristiana. Aristóteles cree poder dar una explicación adecuada del alma y de su relación con el cuerpo gracias a su distinción entre forma y materia38. Parece ser que Aristóteles sostiene que el alma (psyche) es idéntica a la vida (bios), y por eso mismo la considera como el «principio de los seres vivos» (arkhe tou zoon). Define el alma como «la forma de un cuerpo natural que contiene en el mismo la vida en potencia». Ahora bien, ya que la forma de un cuerpo vivo es su propia naturaleza, entonces resulta bastante evidente que el alma es la naturaleza de las cosas vivas: el principio de cambio y de reposo. En resumen: la forma es el acto de un cuerpo; la materia es un mera potencia, lo que implica que el alma es el acto de un organismo vivo39. Para subrayar la correlación tan típicamente aristotélica del alma y el cuerpo, Martino, después de haber asumido la definición de Aristóteles de alma («aquello gracias a lo cual vivimos y sentimos»), afirma que, de la misma manera que la salud es aquello gracias a lo cual estamos sanos o la ciencia es aquello gracias a lo cual sabemos, es decir, el acto de salud o de ciencia, también el alma es el acto y la forma del viviente. «El alma no es el cuerpo, pero es ‘algo del cuerpo’ y lo habita: forma y acto de cuerpo que tiene potencia para estar vivo»40. El filósofo concibe el cuerpo humano como una realidad limitada por una superficie, lo cual implica que lo comprende como una extensión substancial que ocupa un espacio que le es propio. Sin embargo, Aristóteles pone de relieve que el cuerpo humano no se limita a ser una simple cantidad de materia, sino que posee como característica más distintiva el hecho de ser «in-formado», de recibir vida por mediación del alma. Por eso puede afirmar que el «alma es la substancia en el sentido de que ella es la forma de un cuerpo natural que posee la «cuerpo-espíritu» nos llega de la Grecia clásica y «quizás es el legado más discutible de los griegos para la cultura humana y el que ha tenido más serias consecuencias [en la posterior tradición occidental]». Sobre la cuestión del cuerpo en Aristóteles, véase Tresmontant, o.c., pp. 26-46; Landmann, o.c., pp. 84-95; E. Martino, Aristóteles. El alma y la comparación, Madrid, Gredos, 1975, esp. pp. 29-33; J. Lear, Aristóteles. El deseo de comprender, Madrid, Alianza, 1994, esp. cap. IV; Galimberti, o.c., pp. 146-152. 38. En relación a este tema, se debe tener en cuenta que «nunca se nos repetirá suficientemente que materia y forma no son cosas sino ‘causas’ o ‘principios’ de cosas, discernibles por la mente, el raciocinio y la descripción racional, pero no por los sentidos» (R. D. Hicks cit. Martino, o.c., pp. 29-31). 39. Véase Lear, o.c., pp. 117-118. 40. Martino, o.c., pp. 40-41.

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vida en potencia». Y también que «el alma es el principio de información (entelekheia) de un cuerpo de esta naturaleza»41. Tradicionalmente, la doctrina sobre las relaciones del alma con el cuerpo de origen aristotélico se ha conocido con el nombre de «hilemorfismo»42. Su postulado fundamental es que el alma es la forma primera del cuerpo y constituye con él el único ente concreto y substancial. Porque se encuentra fuera de la esfera divina, todo pensamiento humano no puede dejar de ser pasivo, potencial y dependiente de la materia corporal. De ahí que la humanidad también tenga lo animal como parte de su especie, poseyendo un intelecto discontinuo y corruptible, y que, además, manifieste sus deseos en forma de apetitos. De todos modos, hay que señalar que el hilemorfismo nunca ha llegado a establecer de un manera totalmente convincente la relación entre el alma espiritual (inmortal) y el cuerpo corporal (mortal). En consecuencia, la doctrina aristotélica no ha sido capaz de dar razón del todo de la unidad originaria del ser humano, y por eso mismo se encuentra envuelta de oscuridad y falta de precisión43. 1.5. EL ORFISMO

En su ya clásico estudio sobre el orfismo Guthrie afirma que «no hay ninguna duda de que el espíritu tan particular que es característico de la literatura griega, de la filosofía griega y, principalmente, de la religión griega, se debe, de una manera u otra, a la influencia de Orfeo. A través de los griegos, este espíritu penetró en el mundo romano e, incluso, influyó sobre el cristianismo»44. No hay que olvi-

41. Estas citas del escrito aristotélico Peri psyche (De anima) se encuentran en Tresmontant, o.c., pp. 35, 36. «Quizás Aristóteles continúa teniendo razón hasta hoy cuando afirma que el alma no es nada más que la vitalidad del cuerpo, esta existencia que se perfecciona en sí misma y que él llama entelequia» (H. G. Gadamer, El estado oculto de la salud, Barcelona, Gedisa, 2001, p. 88). En Aristóteles «la palabra entelequia es un término que define la totalidad y la completa perfección del presente» (ibid., p. 91). 42. Véase H. Scheit, «Hilemorfismo», en Sacramentum mundi. Enciclopedia teológica, III, Barcelona, Herder, 1973, cols. 424-428. 43. Conviene hacer notar que el magisterio eclesiástico —sobre todo en relación con la cuestión cristológica— ha definido la unidad «alma-cuerpo» del ser humano con la terminología del hilemorfismo sin precisar ni decidir el alcance concreto de esta doctrina filosófica (cf. Dz 902, 3224). 44. W. K. Guthrie, Orphée et la religion grecque. Étude sur le pensée orphique, Paris, Payot, 1956, p. 12. Es bien sabido que en las catacumbas romanas (cristianas) se encuentran representaciones de Orfeo (cf. ibid., pp. 294-296). Sobre la relación entre

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dar, tal y como lo apunta Ugo Bianchi, que el orfismo ocupa una posición intermedia entre la religión olímpica y homérica y las religiosidades y cultos de tipo mistérico, constituidos por la presencia activa de hombres y mujeres iniciados, que, en medio de un mundo socialmente desestructurado y desorientado, mostraban un incontenible deseo de carácter soteriológico. Por otra parte, resulta bastante evidente que muchas otras manifestaciones del orfismo pueden situarse entre los umbrales de una religiosidad popular, colmada de ritos catárticos que aseguraban la prosperidad y la felicidad, y una religiosidad erudita, nutrida con numerosas lecturas teológicas e, incluso, con verdaderas praxis teosóficas45. La cuestión histórica de la existencia de Orfeo —músico, mago, encantador de animales, poeta, emparentado con la divinidad, etc.— es sumamente complicada y llena de oscuridades, y no parece que los estudiosos hayan sido capaces de aportar pruebas concluyentes en un sentido u otro46. Cabe señalar que, por regla general, se conoce con el nombre de «orfismo» a un movimiento de pensamiento y, por encima de todo, a una «forma de vida» de origen y de Antigüedad muy disputadas (algunos lo sitúan a partir del siglo VIII a. C.), vinculada a la vida y la acción de un supuesto chantre-músico venido de Tracia, Orfeo, hijo de la musa Calíope (de acuerdo con otras tradiciones, también se le adjudica ser hijo de Apolo). En esta exposición, sin embargo, podemos prescindir por completo de esta problemática, porque lo que exclusivamente nos interesa subrayar es el hecho de el cristianismo y el orfismo, véase ibid., pp. 297-301. «Se puede decir que el orfismo preparó el camino al cristianismo familiarizando el espíritu griego con la llamada a la conversión» (ibid., p. 230). Seguramente el «nacimiento» del purgatorio cristiano también tiene algunas conexiones con el orfismo (véase J. Le Goff, La naissance du Purgatoire, Paris, Gallimard, 1981, p. 36, pp. 39-42). Sobre el orfismo véase el estudio clásico de E. Rohde, Psique. El culto de las almas y la creencia en la inmortalidad entre los griegos [1891], Barcelona, Labor, 1973 (2 vols. y una sola paginación), esp. pp. 369-389; Guthrie, Orphée et la religion grecque, cit.; U. Bianchi, Prometeo, Orfeo, Adamo. Tematiche religiose sul destino, il male, la salvezza, Roma, Ateneo & Bizzarri, 1976, pp. 129-143; M. Eliade, «Orfeo y el orfismo», en Sentido y existencia. Homenaje a Paul Ricoeur, Estella, Verbo Divino, 1976, pp. 59-75; íd., Historia de las creencias y las ideas religiosas. II: De Gautama Buda al triunfo del cristianismo, Madrid, Cristiandad, 1978, cap. XXII (pp. 183-209); W. Burkert, Greek Religion, Cambridge (Ma.), Harvard University Press, 1985, pp. 296-303; M. Detienne, La escritura de Orfeo, Barcelona, Península, 1990; íd., «La perspectiva de los órficos», en Y. Bonnefoy (ed.), Diccionario de las mitologías. II: Grecia, Barcelona, Destino, 1996, pp. 288-291. 45. Bianchi, o.c., p. 129. 46. Véase ibid., pp. 130-131. G. Colli, La sabiduría griega. Dioniso-Apolo-Eleusis-Orfeo-Museo-Hiperbóreos-Enigma, Madrid, Trotta, 1995, pp. 123-295 y pp. 397434 (comentarios), ha reunido los textos griegos más significativos sobre Orfeo.

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que las «consecuencias de Orfeo», es decir, el orfismo, ejercieron una influencia extraordinariamente importante, por acción o por reacción, en la concepción del cuerpo de todo el mundo antiguo y también en la de los primeros siglos del cristianismo e incluso, de un modo quizás más diluido, en la modernidad47. En este sentido, Mircea Eliade escribe que «Orfeo es un de las pocas figuras mitológicas griegas que Europa, ya fuese cristiana, ilustrada, romántica o moderna, no ha querido olvidar»48. Los griegos consideraban que Orfeo, tal vez más un «héroe» que no un «dios», había sido el fundador de una religión o, quizás mejor, de una «forma de vida» con su consecuente «visión del mundo» y de una «ética», practicada por unos individuos denominados «órficos». La finalidad de la «vía órfica», mayormente por medio de unos estrictos y fundamentales «tabúes dietéticos» (Burkert), era, en el mismo centro de la vida cotidiana, hacer triunfar al ser humano, nacido de las cenizas de los Titanes, el elemento divino o dionisíaco sobre el elemento titánico, con el fin de que consiguiera su divinización49. Esta actitud pone de relieve una antropología claramente dualista como elemento esencial del orfismo, que es concretado exactamente en la expresión «el cuerpo como una prisión del alma». La conocida condena órfica del cuerpo aparece reflejada en el diálogo platónico Cratilo. Por otra parte, conviene subrayar que no parece que pueda distinguirse con mucha precisión la «psicología órfica» de la «psicología pitagórica»50. La tradición griega atribuye a Orfeo la redacción de unos escritos sagrados cuyo origen histórico resulta casi imposible de de47. No puede sorprender que el término «orfismo» aglutine un conjunto, a menudo caótico, de tendencias, escritos, praxis concretas, etc., muy diferentes y, casi siempre, irreconciliables entre sí. El prestigioso historiador de la religión griega Burkert, o.c., afirma que «el problema del orfismo ha llegado a ser uno de los más calurosamente disputados en la historia de la religión griega». 48. Eliade, «Orfeo y el orfismo», cit., p. 75. 49. Hay que tener muy en cuenta el mito sobre el que se basa la «vía órfica». Mediante tretas, el joven Dioniso Zagreo es asado y, después, devorado por los Titanes, con la excepción del corazón. Después resucita. Zeus, indignado con los Titanes, los condena a la destrucción. Por eso, el orfismo tendrá en el vegetarianismo uno de sus puntos fuertes. Eliade, «Orfeo y el orfismo», cit., p. 149, afirma que, en la Antigüedad, el mito de los Titanes era considerado como «órfico». 50. Véase Dodds, Les Grecs et l’irrationnel, cit., p. 149. De hecho, Dodds emplea la expresión «psicología puritana» para englobar tanto las primeras creencias órficas como las pitagóricas (cf. ibid., pp. 149-156; Burkert, o.c., pp. 303-304). Sobre la relación Orfeo-Pitágoras, véase Eliade, «Orfeo y el orfismo», cit., pp. 72-73. De una u otra manera, resulta bastante evidente la influencia del orfismo sobre Platón sin que, muy a menudo, sea posible averiguar de una manera irrebatible los términos concretos de esta influencia.

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terminar con una cierta seguridad, pero que ciertamente contienen una mitología completamente diferente de la de Hesíodo, que muy bien puede ser considerada como la mitología tradicional y casi «canónica» de la antigua Grecia51. Por ejemplo, desde el punto de vista órfico, se pone un especial énfasis en el hecho de que, en el más allá, los seguidores de Orfeo tendrán un destino muy diferente del de los seguidores de Homero. Éstos se verán condenados a una vida escuálida y carente de valor, que casi es como un tipo de existencia que se extingue en la niebla, mientras que los órficos gozarán de la más completa felicidad y complacencia porque, finalmente, el alma habrá vuelto al lugar original que, como una «centella divina» que es, le correspondía52. Es un dato incuestionable que el orfismo fue uno de los movimientos místicos más importantes y más influyentes de la Antigüedad, pero tampoco existe ninguna duda de que se encontraba fundamentado en una comprensión del hombre y de la realidad sumamente negativa y, en el fondo, terriblemente deshumanizadora. Ya en la época histórica, el orfismo acostumbra a estar vinculado con dos cultos diferentes de la vegetación (con su correspondiente prohibición total de sacrificios sangrantes y de la ingestión de carne que implicaban): 1) el de Deméter y su hija Perséfone, cuyo rapto por el dios de los infiernos, Hades, se encuentra en el centro del misterio de Eleusis53; 2) el culto de Dioniso (no en vano, frecuentemente, Orfeo es mencionado como un «profeta de Apolo»), que, sobre todo por parte de las fraternidades de la Italia meridional y Sicilia, fue celebrado mediante ritos de iniciación muy elaborados y prolijos, a los que se les atribuía el poder de asegurar a los iniciados la felicidad y la inmortalidad en el más allá54. Por otro lado, tres parecen ser los 51. Bianchi, o.c., p. 134, afirma que «el orfismo es por encima de todo una literatura, que tuvo su florecimiento más esplendoroso en la Atenas de Pisístrato (final del siglo VI a. C.)». 52. Eliade, o.c., p. 186, señala que la figura de Orfeo no pertenece ni a la tradición homérica ni a la mediterránea. A menudo se ha realzado que «la religión de Orfeo es la quintaesencia del individualismo; toda religión que cree en la transmigración de las almas y que se preocupa ardientemente de su historia es fatalmente individualista» (Guthrie, o.c., p. 224). 53. Véase Burkert, o.c., pp. 297-298. Eliade, «Orfeo y el orfismo», cit., p. 73, es de la opinión de que es muy poco probable que el movimiento órfico llegase a convertirse en una «iglesia». Más bien parece que ofrecía algunos rasgos parecidos a los del tantrismo hindú y a los del neotaoísmo. 54. Cf. Eliade, o.c., pp. 189-190. Eliade resalta que Apolo y Orfeo eran los únicos dioses griegos cuyo culto incluía toda una serie de iniciaciones y de éxtasis. Otra cuestión sumamente complicada relacionada con el orfismo es la relación que mantuvo con el complejo mítico que englobaba la figura de Dioniso. Véase las buenas expli-

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principios fundamentales que determinaban las «forma de vida» órfica en la cotidianidad de los adeptos: 1) el ya nombrado del cuerpo como prisión del alma55; 2) el vegetarianismo como regla de vida esencial56; 3) el hecho de que las consecuencias desagradables del pecado, tanto en este mundo como en el otro, podían ser evitadas por medio de unas determinadas prácticas ascéticas y rituales57. Desde el punto de vista órfico, el nacimiento —la encarnación— era una verdadera desgracia, algo «antinatural», como apuntaba Jámblico58. Se consideraba que el hombre actual no era otra cosa que una extraña y contradictoria mezcla, por un lado, de elementos titánicos y, por otro, de elemento divino o dionisíaco. Mediante cultos iniciáticos, acompañados de duras praxis ascéticas, cabía liberarse de los peligrosos lazos del cuerpo, con el fin de que fuera capaz de huir, tan rápido como le fuera posible, de su estado actual de «in-corporación», de «caída en el mundo (en la historia)»59. Por tanto, la salvación órfica consistía fundamentalmente en un proceso de liberación del cuerpo, aboliendo incluso la necesidad insuperable que tiene el alma de «transmigrar», de iniciar siempre de nuevo inacabables ciclos de «in-corporación» (kyklos tes geneseos) o de «encarnaciones» en cuerpos terrestres. Mucho más tarde, pero, sin duda, moviéndose en un atmósfera ideológica semejante, Plotino afirmará que el «hombre interior» vive desterrado en el mundo»60, y Marco Aurelio escribirá que «toda la vida del cuerpo humano es una corriente que brota sin fin; su existencia, una

caciones de Bianchi, o.c., pp. 131-134; P. McGinty, Interpretation and Dionisos. Method in the Study of a God, Den Haag/Paris/New York, Mouton, 1978; M. Daraki, Dionisos et la déesse Terre, Paris, Flammarion, 1994. 55. Véase P. Courcelle, «Le corps-tombeau»: Revue des Études Anciennes 68 (1966), pp. 101-122. 56. Detienne, o.c., insiste en que «la abstinencia de carne es, en el género de vida órfico, una regla imperativa que implica la ruptura con el mundo organizado de la ciudad». En el fondo, esta afirmación puede hacerse de todos los cultos mistéricos, antiguos y modernos, de todas las formas de gnosis, populares o cultas. En algunas versiones del «mito del buen salvaje» de todos los tiempos, el vegetarianismo constituye una forma muy importante para poner de relieve la santidad y la pureza de la vida, esto es, la «vuelta a la naturaleza» (véase L. Duch, «El mite del ‘Bon Salvatge’ i l’Antropologia», en La substància de l’efímer. Assaigs d’antropologia, Montserrat, Publicacions de l’Abadia de Montserrat, 2002, pp. 119-141, esp. pp. 134-136). 57. Cf. Dodds, o.c., p. 148. 58. No hay duda de que es aquí donde se destaca el aspecto rotundamente anticristiano de aquellas formas religiosas que, de un modo u otro, adoptaron los principios ascéticos de carácter órfico. 59. Véase Guthrie, o.c., p. 229. 60. Desde esta perspectiva, sobre Plotino, véase Tresmontant, o.c., pp. 72-92.

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lucha y una estancia en un país extranjero, y su fama póstuma, un mero olvido»61. 1.6. LA TRADICIÓN ESTOICA

En un momento en el que la vida de la polis griega, aproximadamente en el 300 a. C., ya se encontraba sumergida en una decadencia irreparable, surge el llamado «primer estoicismo de Atenas», que tiene como punto de partida el pensamiento de Zenón62. Inicialmente, como apunta Michel Spanneut, los estoicos bajaron la filosofía del cielo a la tierra, ya que la comprendían como el ejercicio de aquel arte de vivir que convenía perfectamente a la naturaleza humana y que tenía como objetivo prioritario, y casi exclusivo, la práctica de la virtud63. Elorduy ha reseñado que el estoicismo, de acuerdo con la documentación que poseemos, no es una escuela auténtica de filosofía griega, sino que, sobre todo en su primera fase, fue preponderantemente una forma de vida de carácter oriental, mientras que, en la segunda fase, se presentó más bien como un típico movimiento occidental, con un acusado carácter senequista64. Así, no hay que insistir en la decisiva importancia e influencia de la tradición estoica en la cultura occidental, principalmente en algunas corrientes del cristianismo65. Fundamentalmente 61. Todas estas referencias y muchas otras se pueden encontrar en Dodds, Paganos y cristianos en una época de angustia, cit., pp. 41-42. Parece que la idea de encarnación como castigo es de origen pitagórico (cf. ibid., p. 45) 62. Sólo aportamos unos pocos títulos sobre el estoicismo: el estudio ya clásico de E. Elorduy, El estoicismo (2 vols.), Madrid, Gredos, 1972; M. Spanneut, Le estoïcisme des Pères de l’Eglise. De Clément de Rome à Clément d’Alexandrie, Paris, Seuil, 1957; íd., Permanence du Stoïcisme. De Zénon à Malraux, Gembloux, J. Duculot, 1973; Landmann, o.c., pp. 95-111; F. H. Sandbach, The Stoics, London, G. Duckworth & Co. 21994; M. Daraki, o.c., passim. 63. Spanneut, o.c., p. 22. 64. Cf. Elorduy, o.c. I, p. 7. En esta exposición no podremos entrar en la cuestión de la influencia de Séneca, como uno de los exponentes más cualificados del estoicismo, en la tradición cristiana. Acerca de este punto, véase Spanneut, o.c., pp. 57-74 y pp. 194-202; íd., «Sénèque», en Dictionnaire de Spiritualité, XIV, Paris, Beauchesne, 1990, col. 570-598. Cicerón fue otro maestro latino que frecuentó los círculos estoicos. Su influencia sobre distintos autores cristianos es indudable. Véase Spanneut, Permanence du Stoïcisme, cit., pp. 112-119 y pp. 190-194. 65. Sobre esta problemática, véase Spanneut, Le estoïcisme des Pères de l’Eglise, cit.; íd., Permanence du Stoïcisme, cit. Para una presentación global de la influencia del estoicismo en los Padres de la Iglesia, véase P.-T. Camelot, «Hellénisme et spiritualité patristique», en Dictionnaire de Spiritualité, VII, Paris, Beauchesne, 1968, cols. 145164, esp. cols. 152-156; A. Solignac, «Stoïcisme», en Dictionnaire de Spiritualité, XIV, Paris, Beauchesne, 1990, cols. 1248-1253. Sobre la influencia del estoicismo en el

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en relación con la influencia del estoicismo en los Padres de la Iglesia cabe decir que, especialmente durante los primeros siglos de la era cristiana, no llegaron a conocer el estoicismo en estado puro, sino que solamente tuvieron un vago conocimiento de aquellas formas y fórmulas de origen estoico que les ofrecía la cultura filosófica popular de la época, entremezclada con algunos elementos platónicos, órficos y, más tarde, neoplatónicos. Es evidente que el estoicismo quedó rigurosamente inscrito como una de las tradiciones del ascetismo griego66. En relación con el cuerpo, apunta Maria Daraki, los estoicos no siguieron la tradición socrático-platónica, sino que propusieron a sus seguidores una total sujeción a los principios inmutables y perfectos de la Naturaleza; sujeción que, en realidad, resultaba tan paralizante y negativa como la misma muerte67. En su mayor parte, para los primeros estoicos, «la vida es la naturaleza o physis. La razón (= palabra) es el logos. El oficio es la función del bios humano»68. El gran tema del primer estoicismo es la «vuelta a la naturaleza» por medio de la aniquilación de la condición cultural del ser humano. De esta manera se introduce una praxis «primitivista» en la vertebración de una vida cotidiana encaminada a redescubrir la condición «natural» del hombre mediante la acomodación perfecta de toda su existencia a las leyes inmutables (divinas) de la naturaleza69. Para los estoicos el hombre es, como también lo es el mundo, un ser vivo o, dicho de modo más conciso, el hombres es un viviente como lo es el Todo (to olon), del que no es nada más que una parcela diminuta. Al mismo tiempo, su alma también es una prolongación del alma del mundo, porque la razón humana es una extensión y una parte de la razón divina. Entre el cosmos y el ser humano deberían reinar la simpatía y la armonía. Por eso, si quiere lograr la felicidad y la plenitud, el trabajo ascético que tiene que emprender, tanto a nivel Nuevo Testamento, véase M. L. Colish, «Stoicism and New Testament: An Essay in Historiography», en W. Haase (ed.), Aufstieg und Niedergang der römischen Welt, XXVI, 1, Berlin/New York, W. de Gruyter, 1992, pp. 334-379, que ofrece una amplia panorámica, desde la Antigüedad hasta nuestros días, de la interpretación del Nuevo Testamento en término estoicos. 66. Véase Daraki, o.c., cap. VI. 67. Véase ibid., pp. 114-115. 68. Elorduy, o.c. I, p. 18. 69. Véase lo que exponemos sobre esta cuestión en Duch, Llums i ombres de la ciutat, cit., pp. 188-190. Sobre el «primitivismo», principalmente desde una perspectiva antropológica, véase la obra ya clásica de A. O. Lovejoy y G. Boas Primitivism and Related Ideas in Antiquity [1935], Baltimore/London, The Johns Hopkins University Press, 1997.

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corporal como psíquico, ha de consistir en conseguir su propia inclusión en el gran Todo. Para los estoicos, todo es materia. Ahora bien, hay que señalar que distinguen muy claramente entre la materia amorfa (hyle) y el hálito o energía (pneuma) que la anima70. De ello resulta una tensión que tiene como función asegurar un tipo de equilibrio inestable de todo el universo, el cual es percibido como una mezcla de elementos diversos y dispares, y que, sin embargo, a la vez ve garantizada su unidad y cohesión gracias a una simpatía universal que reina en todo y que todo lo penetra. El mismo ser humano, con un cuerpo que se encuentra penetrado por el aliento vivificador del alma, es como un microcosmos en correspondencia con el macrocosmos, que ha de encontrar a partir de su propia situación la total reconciliación con la Naturaleza (precisamente, mediante las leyes «naturales»). Puede constatarse que, en todas las versiones de la historia del pensamiento y la espiritualidad griegas, la tradición de la divinización del hombre (el theios aner) ya en vida posee unos rasgos profundamente dualistas. Resulta indiscutible, además, que este dualismo es el que ha permitido el desarrollo de aquellas formas del pensamiento griego que afirmaban una oposición radical entre el alma y el cuerpo. Asimismo, no hay duda de que, en las antípodas del dualismo característico del mundo griego, el estoicismo, fundamentalmente, muy bien se puede considerar como un monismo71. Maria Daraki lo expresa así: En la historia del pensamiento occidental, el platonismo y el neoplatonismo se mantienen al lado de la tradición dualista que conduce hasta la perfección. El estoicismo es posterior a Platón. Representa la posición extrema del ascetismo griego y esta última etapa marca al mismo tiempo la aparición de la noción del hombre continuo (homme continu) y de la única vida del alma (vie une de l’âme)72.

La ascesis estoica no busca la separación del alma y el cuerpo, sino que sobre todo se preocupa por el hombre en su integridad (el «hombre continuo»), aquel que tiene que proponerse como una tarea fundamental de su existencia la conformación y ordenación plena a las leyes de la Naturaleza. De esa manera llegará a ser realmente sabio y, al mismo tiempo, evitará el envilecimiento y la intemperancia. De ahí 70. El pneuma estoico anima y dinamiza todo: es el crecimiento (physis) del vegetal, la vida instintiva (psykhe) del animal y el alma intelectual (nous) del hombre. 71. Sobre el dualismo griego de tipo gnóstico, véase P. Culianu, «Demonisation du cosmos et dualisme gnostique»: Revue d’Histoire des Religions 196 (1979), pp. 3-40. 72. Daraki, o.c., p. 132.

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que sea correcto afirmar que, por encima de todo, el estoicismo es una «visión del mundo» práctica, que da lugar a una conducta, de la que el sabio es el paradigma por excelencia, es decir, aquel que sabe descubrir los paralelismos y las correspondencias entre su cuerpo —el microcosmos— y el Gran Todo —el macrocosmos—. La conclusión que parece deducirse de la visión estoica del mundo es que, para el sabio estoico, convenienter vivere equivale exactamente a secundum naturam vivere. De un modo indiscutible, la vertiginosa y agitada historia de la cultura occidental pone de relieve que, desde los mismos orígenes del cristianismo hasta los tiempos modernos, el estoicismo ha sido una de las fuentes permanentes de su pensamiento y, también a menudo, de las actitudes prácticas de muchos ante los desafíos de la existencia humana. Popularmente, el término «estoicismo», al margen de toda relación precisa e históricamente comprobada con el sistema estoico, también ha terminado por designar una actitud de firmeza delante de las adversidades y los golpes de fortuna que siempre se hacen presentes en la existencia humana; también ha servido para expresar el coraje de quienes afrontaban con serenidad las dificultades y las situaciones dramáticas de la vida. Respecto al cuerpo, los que, en la tradición occidental, se han situado bajo una estela de rasgos más o menos estoicos, por regla general, han subrayado unas relaciones de tipo ascético con él, tendiendo a identificarlo con la locura, la incontinencia y todo tipo de excesos. Así, casi siempre, el dominio de sí comportaba inevitablemente la sujeción del cuerpo a una férrea disciplina, a un «ejercitatorio» que, con frecuencia, tenía el nombre de «espiritual», pero que, en la práctica, no era sino una manera de renuncia —por no hablar de resentimiento— a la corporeidad como una forma de presencia del ser humano en su mundo.

1.7. CONCLUSIÓN

La polifacética tradición griega, de la misma manera que la tradición semita, ha ejercido una extraordinaria influencia en todas las etapas de la cultura occidental. De una forma muy especial, esta influencia ha encontrado un eco muy profundo en las «estructuras de acogida», las cuales, tanto teórica como prácticamente, han modelado sus esquematismos intelectuales y prácticos de acuerdo con los modelos ofrecidos por el pensamiento griego. Sobre todo durante la premodernidad, nuestra cultura, como las demás culturas en fase premoderna, se fundamentó sobre el prestigio moral e intelectual de los «tiempos anti58

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guos», de la relevancia religiosa, social y política de los «personajes ejemplares», de la plenitud y santidad incontestables atribuida a los «orígenes». En su conjunto y con la excepciones de rigor, las diversas formas intelectuales y prácticas del pensamiento griego se caracterizan por el desprestigio generalizado del cuerpo. Por causa de la incondicional validez que se ha otorgado a distintas corrientes filosóficas, ascéticas y culturales de la antigua Grecia, algunas directrices —antiguas y modernas— de pensamiento, de acción y de espiritualidad de la cultura occidental también han heredado la concepción negativa que pusieron en práctica sobre el cuerpo humano. Según Hans Jonas, una de las notas fundamentales del pensamiento occidental es el descubrimiento del yo hecho por los dualismos como reacción a las unilateralidades del monismo animista. Sin embargo, este hallazgo, que, al principio, había tenido lugar en la tradición órfica, culminó en el gnosticismo y en algunas tendencias del cristianismo, que lo concibieron como una interioridad completamente extramundana. A partir de ahí, y a raíz de la reafirmación cada vez más grande del alma como el único principio valioso de la existencia, surgió la concepción de un «universo inanimado» que no poseía nada en común con el principio espiritual, ya que, de hecho, éste era inconmensurable con cualquier cosa natural o corporal73. No hay que olvidarse de que la comparación, de origen órfico, sôma-sema, tan presente en varias formas de «espiritualidad» antiguas y actuales, se extendió desde la concepción que se tenía del hombre hacia la del universo físico en su totalidad: toda realidad corpórea se convertía en sema, en sepulcro del alma o del espíritu. De esta manera, el dualismo dejaba —y aún deja— detrás de él aquello que es extenso como algo privado de vida y de la capacidad de sentir74. Por otra parte, a partir de sus unilateralidades específicas, el idealismo (con su distinción entre «consciencia» y «fenómeno») y el materialismo (con la distinción entre «substancia» y «función») como respuestas al dualismo también procedieron a una drástica reducción de la complexio oppositorum que es todo ser humano75. Esto es, volvieron a poner en marcha diversas versiones del monismo, que, sin embargo, en su intento de dar razón de la presencia del hombre en el mundo, también fracasaron. «El materia73. Véase H. Jonas, «El problema de la vida y del cuerpo en la doctrina del ser», en El principio vida. Hacia una biología filosófica, Madrid, Trotta, 2000, pp. 27-31 («El papel histórico del dualismo»). 74. Véase ibid., p. 33. 75. Véase ibid., pp. 32-34.

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lismo fracasa en aquello que se refiere a la conciencia; el idealismo, en aquello que se refiere a la cosa en sí»76. Parece harto evidente que, por activa o por pasiva, las huellas del pensamiento griego se harán notar, directamente o por alusiones, en todos los momentos históricos, religiosos y políticos de la cultura occidental. En relación con el tema específico de la antropología, la cuestión que nunca dejará de estar siempre presente y de generar un gran número de inquietudes será: ¿cómo hacer justicia teórica y práctica, sensible y estética, jurídica y religiosa, a este extraño ser que es el hombre, que, entre la continuidad y la discontinuidad, por tanto, en la ambigüedad, es un espíritu encarnado, con interioridad y exterioridad?

76. Ibid., p. 32.

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2.1. INTRODUCCIÓN

De entrada hay que dejar bien asentadas dos cosas. La primera es que, como consecuencia de nuestra insuficiente formación exegética, la exposición que llevaremos a cabo sobre la comprensión del cuerpo humano en el pueblo de Israel, tal y como aparece en algunos textos de la Biblia hebrea, no tiene ninguna pretensión de rigor científico, sino que, expresamente, se limitará a señalar algunas líneas antropológicas del Antiguo Testamento —recogiendo las tesis de algunos reconocidos especialistas— que nos parecen particularmente interesantes para una antropología que se proponga la búsqueda de la misión de las transmisiones que han estado encomendadas a las «estructuras de acogida», y, de una manera muy especial, a la codescendencia (la familia)1. La segunda es que, por causa de la misma complejidad 1. Cualquier análisis antropológico que quiera operar a partir de las tradiciones constitutivas de la cultura occidental no puede olvidar las aportaciones de la tradición semita. Nos permitimos recordar que en el ya lejano 4 de septiembre de 1955, en un encuentro internacional en Cerisy, Paul Ricoeur preguntaba a Martin Heidegger cuál era la importancia que otorgaba a la cultura semita (bíblica) en su pensamiento y, en el fondo, en la constitución de la cultura occidental. El filósofo alemán negó cualquier tipo de aportación destacable. En 1980 Ricoeur, refiriéndose al encuentro de Cerisy, escribía sobre la «incapacidad de Heidegger para pensar todas las dimensiones de la tradición occidental […] La tarea de repensar la tradición cristiana a través de un ‘paso anterior’ no exige, quizás, que se reconozca la dimensión radicalmente hebrea del cristianismo, que, en un principio, se arraigó en el judaísmo y, solamente más tarde, en la tradición griega. ¿Por qué reflexionar sólo sobre Hölderlin y no sobre los Salmos o sobre Jeremías? Ésta es la cuestión» (P. Ricoeur, cit. M.-A. Ouaknin, C’est pour cela

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histórica, ideológica y literaria del Antiguo Testamente, los textos que, directa o indirectamente, se refieren al cuerpo humano, tal y como también ocurre en la tradición griega, son mucho más numerosos y susceptibles de ser interpretados a partir de premisas ideológicas y metodológicas muy diversas y no siempre compatibles entre sí. Parece oportuna y realista la afirmación de Alain Cugno según la cual algunas antropologías modernas del cuerpo acostumbran a rechazar tanto la antropología platónica como la cristiana, pero parece que encuentran un poderoso aliado en algunas corrientes antropológicas del Antiguo Testamento en las que, a pesar de la diversidad de orientaciones y de trasfondos ideológicos, el hombre es considerado, fundamentalmente, como un «ser de carne y de sangre»2 de manera total. El hombre, por medio del trabajo de los sentidos corporales, es concebido como una unidad de potencia vital, que le permite mantener una continua relación con Dios y con el mundo político y social de su entorno. De aquí se desprende que, en la antropología bíblica, resulta completamente inconcebible el hecho de imaginar y de pensar la vida humana sin el cuerpo o al margen del cuerpo: no se da, es inimaginable, ningún tipo de separación entre las funciones espirituales del cuerpo y el orden más intelectual. En Israel, tanto en la relación con el mundo del «más acá» como en el mundo del «más allá», el cuerpo es un elemento fundamental e ineliminable del ser humano como tal3. Por eso, es constatación incontrovertible y que cae por su propio peso el que toda antropología genuinamente bíblica, al contrario de lo que acostumbra a suceder en Grecia, ignora la noción de un cuerpo aislado o independiente del ser humano. Aunque resulta mucho más extraña una comprensión como, por ejemplo, la que se impuso a partir de la herencia órfica y platónica, que consideraba el cuerpo humano como una carga o un impedimento que se tenía que desterrar a fin de que fuesen posibles la liberación y la glorificación del «alma». Este «realismo corporal» de los semitas lo convierte en realmente moderno y alejado de cualquier tipo de «espiritualismo», qu’on aime les libellules, Paris, Calmann-Lévy, 1988, p. 130; véase ibid., pp. 122-135, donde se discute ampliamente toda esta cuestión). 2. A. Cugno, «Bible et philosophies contemporaines du corps», en D. Bourg y A. Lion (eds.), Le Bible en Philosophie. Approches contemporaines, Paris, Cerf, 1993, p. 146 (todo el arte, pp. 145-163). Fiorenza y Metz, o.c., p. 666, destacan que «el pensamiento hebreo se caracteriza por ser predominantemente sintético y totalitario». 3. Esta afirmación cabe matizarla: en los dos siglos a. C., con la irrupción del helenismo, en el mundo bíblico, sobre todo en el libro de la Sabiduría, empieza a darse una cierta adopción por parte del mundo propiamente semita de algunas categorías vigentes en el mundo griego.

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con sus conocidos rasgos gnósticos que, de una manera u otra, nunca deja de poseer. Hace ya algunos años, Claude Tresmontant anotaba lo siguiente: [...] el hebreo es un lengua concreta que nombra aquello que existe. Por eso, no tiene ningún nombre para nombrar la «materia» ni tampoco para el «cuerpo», ya que estos conceptos, en oposición a aquellos que no llevan a creer nuestras viejas costumbres dualistas y cartesianas, no se refieren a unas realidades empíricas. Nadie ha visto nunca la «materia» ni el «cuerpo» en el sentido que los comprende el dualismo sustancialista4.

En la antropología del Antiguo Testamento, como señala Claus Westermann, siguiendo de cerca una propuesta de Landsberger, hay que tener muy en cuenta el efecto de la estereometría, que es una característica muy típica que poseen algunas expresiones ideológicas de la mentalidad bíblica. Con este término se pone de relieve que «los maestros judíos creen que solamente podrán exponer de una manera adecuada sus temas no por medio del uso de conceptos claramente diferentes, sino, al contrario, llevando a cabo un yuxtaposición de sinónimos»5. El pensamiento estereométrico, así pues, trae aparejada una «mirada de conjunto», acumulativa, sinóptica, pero de ninguno de los modos caótica, a los diversos miembros y órganos del cuerpo humano con sus actitudes y actividades características, las cuales, a pesar de su diferenciación funcional y orgánica, se presentan como propias y armonizadoras de todo el hombre. Por eso, cabe tener siempre presente que el hebreo usa una misma palabra en algunos casos en los que nosotros usaríamos términos diferentes. De ahí que, para evitar los errores de apreciación y colocar correctamente las dimensiones de lo que en realidad quiere expresarse, resulta decisivo el conocimiento del contexto social, político y cultural en el que se emplea un término concreto6. Dicho brevemente: el contexto resulta imprescindible para la inteligencia del texto. No hay duda de que esta manera de ver las cosas subraya el hecho de que, en el universo semita, con un fuerza innegable, se da un pensamiento sintético, que se fija en la función de la parte del cuerpo que, en cada caso, se tiene en cuenta con el fin de atañer a la totalidad de su funcionalidad. A partir de un texto del profeta Isaías, Hans Walter Wolff pone un ejemplo muy 4. C. Tresmontant, Essai sur la pensée biblique, Paris, Cerf, 1953, p. 53. 5. B. Landsberger cit. H. W. Westerman, Antropología del Antiguo Testamento, Salamanca, Sígueme, 1975, p. 22. 6. Véase Westermann, o.c., p. 26.

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concreto de este uso: «Cuán hermosos son sobre los montes los pies del mensajero de buenas nuevas» (Is 52, 7) (p. 66). Este texto no hace referencia a la esbeltez física del mensajero, sino a sus ágiles movimientos a través de las montañas y de los barrancos: «Cuán bello es que el mensajero corra en su camino por las montañas». 2.2. LA CREACIÓN DEL CUERPO HUMANO EN LA TRADICIÓN JUDÍA

En la segunda de las narraciones de la creación del hombre que ofrece el libro del Génesis, se afirma que «Yahvé Dios formó al hombre del polvo de la tierra, soplando en su nariz aliento de vida»7. Resulta bastante evidente que el término hebreo «aliento» es uno de los más importantes de la antropología del Antiguo Testamento: aparece 755 veces. Este nombre es traducido 600 veces por psyché en la versión griega de los textos bíblicos conocida con el nombre de «de los LXX»8. El aliento de vida que recibe el hombre no significa que, desde ese momento, esté proveído de un alma en su cuerpo, sino que, en realidad, todo él queda convertido en alma, de tal manera que, hablando con propiedad, puede decirse que se convierte en un ser animado. Eso significa que el hombre no tiene nefesh, sino que, radicalmente, todo él es nefesh, vive en tanto que nefesh. Este término no designa la vida en general, sino la vida unida a un cuerpo, e incluso el mismo individuo como ser vivo. Juntamente con la importancia esencial que el narrador bíblico 7. Sobre la problemática del cuerpo en la Biblia hebrea, veáse C. Westermann, «El cuerpo y el alma en la Biblia», en AA. VV., El cuerpo y la salvación, Salamanca, Sígueme, 1975, pp. 31-40; Fiorenza y Metz, o.c., pp. 667-668; Wolf, Antropología del Antiguo Testamento, cit.; J. Briend, «Gn 2-3 et la création du couple humain», en AA. VV., La création dans l’Orient Ancien, Congreso de la ACFEB (Lille, 1985), Paris, Cerf, 1987, pp. 132-138; el breve, pero substancioso artículo de H.-H. Schrey «Leib/ Leiblichkeit», en TRE XX, Berlin/New York, Walter de Gruyter, 1990, pp. 638-643; Betz, Der Leib als sichtbare Seele, cit; S. Mosès, «Adam et Ève», en L’éros et la loi. Lectures bibliques, Paris, Seuil, 1999, pp. 9-29. 8. Véase la exhaustiva exposición que hace Westermann, o.c., cap. III, de todos los aspectos etimológicos e ideológicos relacionados con este término. Este autor utiliza la terminología corporal para describir otros aspectos antropológicos de la realidad humana. Briend, o.c., pp. 128-129, pone de relieve que es justamente el «aliento» el nudo que establece la relación entre Dios y el hombre, sin que eso signifique que haya «en el hombre una relación de necesidad» con Dios. Este autor destaca que el uso del término «aliento» en vez del término ruah (soplo o espíritu) posee unas dimensiones muy sutiles: el redactor de la narración quiere evitar que el lector crea que el hombre posee una «parcela divina», tal y como sucedía en otros parajes del Próximo Oriente (cf. ibid., p. 129).

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atribuye al «aliento de vida», cabe considerar la relación de los términos adam-adamah («hombre-polvo»), que subraya, por el hecho de encontrarse emparentados estos dos nombres con la tierra y ligados a ella, no sólo el carácter de criatura que es el distintivo de la condición humana, sino también su finitud y fragilidad congénitas, es decir, su total no-pertenencia al mundo divino. En efecto, el «lugar natural» del hombre es la tierra de la que ha sido formado; y no sólo ha de labrarla para sobrevivir él y su familia, sino que es el lugar al que, irremisiblemente, tendrá que volver9. La comprensión de la vida humana que se desprende de esta narración del libro del Génesis excluye totalmente que se pueda distinguir una esfera superior separada («celestial») de una inferior («terrenal»). Esta manera de ver las cosas implica que el hombre no se encuentra escindido entre un «arriba» y un «abajo», ya que, en realidad, no existe un ámbito «espiritual» (cercano a Dios) y una ámbito «corporal» (alejado de Dios). Otra consecuencia muy importante es que —siendo las antípodas del pensamiento platónico u órfico— la antropología bíblica no considera la existencia corporal del hombre como un tipo de «caída» del alma en la prisión del cuerpo («ensômatosis»): en el universo bíblico el hombre es un cuerpo, y su cuerpo no es sino él mismo10. Por la muerte, el hombre en su totalidad pierde su vida y se convierte en un habitante del sheol, que es un ámbito oscuro y deprimente en el que, por una parte, nadie piensa ya en Dios y en los muertos, y, por otra, también son olvidados por Él, tal y como lo expresa, por ejemplo, el salmo 87 (88), en el cual el hombre angustiado y vencido clama a Dios con desesperación: «Entre los muertos es mi lecho, como de quienes fueron degollados, que en el sepulcro yacen, de quienes nadie ya se acuerda y están de tu cuidado alejados» (v. 6). Desde la perspectiva de Israel, la muerte no es nada más que la extinción de la memoria y el ingreso en la tierra del olvido. Hay que tener muy en cuenta que, en la cultura semita, la memoria es otra forma de denominar a la vida y de referenciarla, y el olvido, en consecuencia, es el equivalente exacto de la muerte11. Donde hay memoria, reina la vida y las posibilidades de futuro; donde hay olvi9. Véase Briend, o.c., pp. 127-128. 10. Véase Le Breton, o.c., p. 24. Uno de los primeros investigadores que puso de relieve la originalidad del pensamiento bíblico en relación con el cuerpo fue Tresmontant, Essai sur pensée hébraïque, cit.; passim. «El hebreo utiliza para designar el hombre viviente indiferentemente los términos ‘alma’ o ‘carne’, que apuntan a una sola e idéntica realidad, el hombre que vive en el mundo» (Tresmontant, o.c., p. 96). 11. Véase lo que se dice sobre la memoria en Israel en Duch, Armes espirituals i materials, cit., pp. 253-257.

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do, se impone el oscuro y amorfo reino de la muerte y del mutismo total y absoluto. Solamente en el judaísmo tardío (siglos III-II a. C.), bajo la poderosa influencia del helenismo, comenzará a distinguirse entre el cuerpo y el alma, afirmando la subsistencia de ésta después de la muerte corporal y, simultáneamente, comenzando a abrirse camino la doctrina de la inmortalidad del alma12. «Creó Dios al hombre a imagen suya; a imagen de Dios le creó, los creó varón y hembra» (Gn 1, 27). El libro del Génesis ofrece esta segunda narración de la creación, que ha sido objeto de numerosas reinterpretaciones no sólo en el interior de diversas corrientes del judaísmo, sino también a partir de la recepción que se hizo en la posterior historia del cristianismo; reintrepretaciones, hay que subrayar, que, con mucha frecuencia y en relación con la afirmación de la semejanza del hombre con Dios, han ofrecido toda una retahíla de opiniones y de puntos de vista que, según los entendidos, son completamente ajenos al pensamiento bíblico13. Por ejemplo, se ha visto en la semejanza con Dios la afirmación incontrovertible de la esencia «espiritual» del hombre, de su verdadera personalidad como algo que no es «no carnal» e, incluso, de su libre albedrío como la presencia en el mundo de alguien que dispone autónomamente de sí mismo14. Tal y como resalta Claus Westermann, este tipo de interpretaciones son completamente falsas y alejadas de la mentalidad del Antiguo Testamento, ya que el texto bíblico solamente quiere decir una cosa mucho más sencilla y, en el fondo, fundamental para toda la tradición bíblica y, en definitiva, para la herencia de Israel (el cristianismo y el islam): Dios creó al hombre para que fuese su interlocutor privilegiado. De este modo, podía dirigirse al hombre, y éste, en su turno, podía responderle. Edmond Jabès lo expresa maravillosamente cuando escribe: «La parole de Dieu n’est pas commandement, mais correspondence» (La palabra de Dios no es mandamiento, sino correspondencia). Por eso mismo, Westermann escribe:

12. En este sentido, son especialmente significativos los libros de la Sabiduría y de los Macabeos. 13. Mosès, o.c., p. 17, es de la opinión que el término tselem, traducido habitualmente por «imagen», sería mejor traducirlo por «huella», con el fin «de evitar la ilusión antropomórfica según la cual la forma exterior del ser humano reproduciría de alguna manera una forma análoga en Dios». Mosès afirma que él sigue una vieja tradición rabínica como, por ejemplo, la de Rachi, que traduce tselem por el antiguo francés coin. 14. En el mundo de Mesopotamia la semejanza con Dios era un título que sólo era atribuido a los reyes. En Israel se da un tipo de democratización, ya que el hombre es en realidad el interlocutor por excelencia del mismo Dios (véase Wolff, o.c., pp. 215-222).

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[...] al hablar de semejanza del hombre con Dios, propiamente, no quiere expresarse nada sobre la esencia del hombre, sino sobre alguna cosa que acontece entre Dios y el hombre. Y entonces resulta evidente que se está pensando en la corporalidad del hombre, creado por Dios como su interlocutor15.

Lo que sí parece fuera de toda discusión es que el aliento vital que recibe el hombre no puede proceder de una manera «natural» de su misma corporalidad, sino que, como principio vital que es, tiene que proceder del mismo Dios (el único creador) y, de esta forma, se instituye la singularidad del ser humano entre todos los seres creados16. Por otra parte, no hay duda de que este texto del Génesis también expresa la dimensión corporal de la creación del hombre con una fuerte acentuación de su relacionalidad con Dios como una forma específica de su presencia en el mundo, que le distingue de todos los otros seres creados, los cuales, a la inversa que el hombre que se relaciona activamente, tan sólo lo hacen pasivamente, por el sólo hecho de existir. En efecto, Dios quiere mantenerse en contacto con el ser humano mediante el diálogo. Evidentemente, se trata de un diálogo que no es de naturaleza estética, sino ética, porque tiene como punto de partida irrenunciable la misericordia, la simpatía y las obras de consolación. Y esta «actitud» de Dios hacia el ser humano es la misma que él ha de mantener con el otro (Dios y el prójimo), y manteniéndola expresará prácticamente su semejanza con Dios. O dicho aún más concretamente: la relación cuerpo a cuerpo del ser humano con el otro —propiamente, su movimiento de aproximación (hacerse próximo)— es la condición imprescindible para que Dios, relacionalmente, se acerca al hombre, lo reconozca y lo consuele. A pesar del lugar singular que posee la creación del hombre, la Biblia nunca deja de recalcar su solidaridad con todas las criaturas —animadas e inanimadas— que pueblan la tierra; solidaridad que se fundamenta en el hecho de que todos los seres creados por Dios comparten un punto de partida y un punto de llegada comunes: la tierra17. Es muy importante recalcar que ni la dicotomía «almaespíritu» ni la tricotomía «espíritu-alma-cuerpo» son extrañas al pensamiento del Antiguo Testamento, aunque, eso sí, con un sentido

15. Westermann, o.c., p. 32. En otro aforismo el insigne poeta judío afirma: «Perdre la parole, c’est perdre Dieu dans le cri de la Création» (Edmond Jabès). 16. Véase Schrey, o.c., p. 638. 17. Ibid. Hay un evidente parentesco etimológico entre adam = hombre y adama = tierra. Yahvé dice al hombre: «Eres polvo, y al polvo volverás» (Gn 3, 19).

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completamente diferente del que tenía en el universo griego. Los salmos (véanse, por ejemplo, Sal 16, 9-10a; 63, 2; y 84, 3) muestran claramente que la carne como equivalente del cuerpo puede emplearse en lugar de alma (nefesh): «Mi corazón se regocija, exulta mi alma, y segura descansa hasta mi carne. Porque no dejarás mi alma en los infiernos y no permitirás que corrupción tu santo vea» (Sal 15 (16), 910a). No hay duda de que en este contexto cabe tener presente un hecho muy característico de la lengua hebrea: entre un órgano y su función no acostumbra a hacer distinciones casi significativas y tajantes. Más bien, lo que es importante resaltar es que cada órgano constituye, en la concreción de la vida cotidiana del ser humano, la manifestación de una posibilidad o de una faceta, siempre consideradas y valoradas desde una perspectiva ética de adecuación o de divergencia respecto a la ley de Dios. Así, por ejemplo, nefesh («garganta») expresa lo humano en tanto que aspira a alguna cosa18; ruah, en tanto que se encuentra sometido a ciertas determinaciones y posee unas determinadas posibilidades; leb, en tanto que piensa y decide; bassar, en tanto que es endeble, caduco y débil. El ser humano, porque es la corona de la creación, se encuentra en la proximidad de los «dioses» (Sal 82, 6), pero a consecuencia del profundo vuelco introducido por el pecado en el mundo del hombre, está sometido a la muerte (Sal 82, 7; Gn 8, 21), aunque ésta siempre es considerada como un hecho individual y no como un proceso que comportaría la eliminación de toda la humanidad. De acuerdo con la mentalidad del Antiguo Testamento, la ineludible mortalidad del ser humano no le quita su dignidad suprema en el mismo centro de la creación; dignidad que, con palabras de W. Eichrodt, se concreta por el hecho de que «puede ser atendido como un yo consciente por la Palabra de Dios y, de esta manera, es llamado a la responsabilidad»19. Hay que tener presente que en el Antiguo Testamento solamente hay vida en un sentido plenamente humano en «la relación con Dios» (E. Käsemann), es decir, en el ámbito de las posibilidades de empalabrar la realidad, las cuales tan sólo son accesibles a Dios y, después de la creación, al hombre. Esta posibilidad de empalabramiento de la realidad como un atributo más característico del ser humano lo sitúa de lleno dentro de la órbita ética del círculo «pregunta-respuesta», es 18. Según M. Navarro, «Cuerpos visibles, cuerpos necesarios. Cuerpos de mujeres en la Biblia: exégesis y psicología», en íd. (ed.), Para comprender el cuerpo de la mujer. Una perspectiva bíblica y ética, Estella (Navarra), 1996, p. 138; nefesh («garganta») es expresión del «hombre deseante» que, entre otras cosas, desea a su mujer. 19. Eichrodt, cit. Schrey, o.c., p. 639.

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decir, en una situación de insuprimible responsabilidad en relación con el otro. En efecto, ésta, cotidianamente, ha de concretarse en término de solidaridad con todos aquellos que comparten una misma corporalidad, la cual, por otra parte, les remite continuamente al Creador de todos ellos. Las narraciones de los primeros capítulos del libro del Génesis explican, también como derivado del plan creador de Dios, el poderoso impulso del hombre y la mujer, uno al encuentro de la otra, esto es, la sexualidad a partir de su unidad original que, concretándose en los hijos, ha de «convertirse en una sola carne» (Gn 2, 24). Por eso, para el Antiguo Testamento la sexualidad es una fuerza que, en sí misma, no tiene nada rechazable ni pecaminoso, de la misma manera que nada rechazable ni inferior tenía la desnudez del origen20. La vergüenza por la desnudez no es más que el síntoma y las consecuencias de la ruptura de la armonía inicial a causa de la presencia del pecado y de la culpa (Gn 3, 7), las cuales son realmente las causas de la irreconciliación que hay en las profundidades del corazón humano. En las narraciones bíblicas, la sexualidad es considerada como la continuación necesaria y beneficiosa de la creación, que, de ese modo, ha sido puesta por Dios en la mano y bajo el cuidado de los seres humanos, que la han de administrar con responsabilidad y sentido de la justicia. Se está a años luz de la ética y de la estética griegas; nos encontramos en un universo en el que todas las manifestaciones de la corporalidad humana son un don de Dios, es decir, son ética y estéticamente significativas. De todos modos, esto requiere una precisión. Seguramente, al contrario de lo que ocurre en los tiempo modernos, en la antropología del Antiguo Testamento el cuerpo del hombre y de la mujer nunca son considerados en y por sí mismos, sino dentro de una estrecha correspondencia con la existencia responsable en la propia comunidad. Eso significa que resulta totalmente impensable un estudio de la «personalidad» o del «cuerpo» de los sujetos tomados aisladamente, individualmente, tal y como acostumbra a hacerse en la actualidad. 20. «Aunque la cultura judía clásica se muestra reservada en materia de ética sexual, aun así, en sus expresiones, no se muestra muy pudorosa ni irrisoria. Toda su filosofía sexual tenderá, de hecho, a encontrar un punto de equilibrio entre las múltiples prohibiciones que hay en su base y un constante rechazo al ascetismo» (T. Gergely, «‘Vous ne suivrez pas le désirs de votre coeur et de vos yeux…’ Judaïsme et comportement sexuel», en J. Marx (ed.), Religion et tabou sexuel, Bruxelles, Éditions de l’Université de Bruxelles, 1990, p. 117; cf. ibid., p. 126. Este estudio (pp. 117-127) analiza la cuestión sexual en el judaísmo moderno, que, como es bien sabido, es mucho más rabínico y talmúdico que no estrictamente bíblico.

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Existe una representación corporativa de la corporalidad humana, el «nosotros colectivo», lo que pone de relieve que la idea de un desarrollo de la personalidad o de una «realización» de la persona resulta totalmente extraña y alejada de la visión del mundo de Israel21. Aquello que, con cierta frecuencia, se dio en Israel (y en otros pueblos de la Antigüedad) es la llamada «personalidad corporativa», expresión introducida en 1911 en la exégesis bíblica por H. W. Robinson. Esta expresión subraya el hecho de que un individuo concreto se identifica funcionalmente con una comunidad sin perder totalmente los rasgos característicos de su propia individualidad. Así, por ejemplo, Adán se identifica con toda la humanidad; el rey se identifica funcionalmente con su dinastía o con la nación; el «yo» de los salmos no es nada más que la concentración del grupo en la persona del orante, etc.22. Esta manera de ver las cosas contrasta crudamente con la que impera en Europa, sobre todo a partir de la modernidad. El impacto de los diversos desarrollos del individualismo se ha experimentado de un modo especialmente decisivo en relación con la experiencia y la comprensión del cuerpo humano y, en consecuencia, en la relacionalidad entre los humanos, esto es, en su «cuerpo a cuerpo» dentro de la cotidianidad de la cultura occidental moderna23. 2.2.1. Hombre y mujer (Adán y Eva) En sentido estricto, el Antiguo Testamento solamente conoce un verdadero caso de encarnación, de «convertirse-en-carne»24. Se trata 21. Aunque hay que añadir que, tanto en Israel como en el resto de los pueblos del mundo antiguo, no se da un factor que ha sido esencial para la configuración de la modernidad: la «movilidad social». En Israel los individuos que experimentan un rotundo cambio de estatus social, como, por ejemplo, los Jueces o David, han sido objeto de la intervención directa, supramundana de Yahvé, que irrumpe de repente en su existencia y cambia totalmente los esquemas tradicionales de integración social. 22. Sobre esta cuestión, véase J. W. Rogerson, «Corporate Personality», en D. N. Freedman (ed.), The Anchor Bible Dictionary, I, New York et al., Doubleday, 1992, pp. 1156-1157. La expresión «personalidad corporativa» fue tomada del sistema jurídico inglés. Se refiere a que un grupo o un cuerpo social pueden ser considerados legalmente como un individuo concreto. Las dimensiones de tal grupo pueden cambiar por la muerte de algunos de sus miembros o por la adhesión de nuevos miembros, pero este hecho no afecta a los derechos y los deberes del grupo como totalidad. Cabe tener presente que en Israel se dan al mismo tiempo el principio de responsabilidad individual y una comprensión del Pueblo en la que los miembros del mismo están ligados entre sí en forma de cuerpo. 23. Remitimos al cap. 6 de esta exposición, sobre todo al parágrafo en el que consideramos más de cerca la cuestión del «cuerpo postmoderno». 24. Sobre los diversos registros de la relación «hombre-mujer» en Israel, véase Wolff, o.c., pp. 223-235; L. Aynard, La Bible au féminin, De l’ancienne tradition à

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de las narraciones de la creación de Adán y Eva tal y como aparecen en el libro de Génesis. Stéphane Mosès ha remarcado que es muy importante que se sitúe bien el hecho de «convertirse-en-carne» al principio de la Biblia hebrea, ya que, de esta forma, se muestra que, mediante la corporalidad, no sólo se afirman aspectos comunes entre lo humano y lo animal (multiplicidad y motricidad), sino que, además, también por contraste, se pone de relieve que la vida humana es diferente y no se manifiesta de la misma manera que la del animal. En efecto, en la Biblia hebrea la vida propiamente humana aparece como resultado de un largo proceso de combinación o de síntesis entre el espíritu y la materia: «Yahvé Dios formó al hombre del lodo de la tierra, e inspiróole en el rostro un soplo de vida, y quedó hecho el hombre que había formado» (Gn 2, 7). En la creación del ser humano pueden distinguirse tres etapas: 1) constitución del hombre como simple materia («lodo de la tierra»; 2) aparición del «soplo de vida» (el término hebreo nishmat haïm puede traducirse también por «alma viviente») de origen transcendente, que, de alguna manera, le permite participar en la misma realidad divina; 3) composición indiscernible de los dos elementos opuestos, materia y espíritu, que configuran lo que es la forma característica de vida del ser humano, distinguiéndolo cualitativamente de todos los otros seres de la creación. Mosès lo expresa de esta manera: «La presencia de este elemento espiritual en el corazón de la materia es la que confiere al cuerpo humano su especificidad propia, y la que lo distingue del cuerpo animal»25. El ser humano se encuentra animado desde su profundidad más íntima por una dinámica espiritual que es inseparable de la corporalidad, que le permite una forma muy característica de conocimiento y de presencia histórica en el mundo (responsabilidad, libertad y actividad ética). Indefectiblemente, en el Antiguo Testamento, el conocimiento humano se realiza exclusivamente por y a través del cuerpo. Por eso se trata, en el sentido más literal del término, de un «conocimiento Pentateuque de femmes, Paris, Cerf, 1992; Mosès, o.c., pp. 9-29. Véase también el interesante volumen colectivo editado por Navarro, Para comprender el cuerpo de la mujer, cit. 25. Mosès, o.c., p. 10. Creemos que la explicación de Mosès tiene un tono desmesuradamente optimista y, de alguna manera, alejado de la literalidad de las narraciones del Génesis y, por encima de todo, de la exégesis tradicional de estos textos. Desde una perspectiva feminista, Aynard, o.c., pp. 33-38, ofrece lo que podríamos llamar una interpretación tradicional. Si en nuestro texto nos inclinamos por la interpretación de Mosès es porque creemos que, desde nuestro presente, ésta es una relectura válida de las narraciones bíblicas, lo que no significa de ningún modo que reconozcamos los efectos perversos (crudamente antifeministas) que han tenido la lectura y la interpretación de estos textos en el seno de nuestra cultura (y de su religión).

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encarnado». En esta línea de pensamiento no puede producir ningún tipo de extrañeza, pues, que el verbo del hebreo bíblico lada’at («conocer») exprese al mismo tiempo el acto de la intelección y la relación sexual. Tampoco puede sorprender que la tradición mística judía haya insistido con fuerza en el origen carnal del conocimiento de lo divino y en el profundo arraigo en la experiencia corporal de todas las actividades intelectuales y espirituales humanas26. Como conclusión puede anotarse que, «para la tradición judía, las categorías del conocimiento, incluso las más abstractas, reflejan la estructura somática del sujeto humano»27. Hay que tener en cuenta que el «aliento de vida» al que se refiere el segundo capítulo del Génesis constituye en el ser humano una realidad que exclusivamente se encuentra en el ámbito humano, la cual, mediante una incansable dinámica creadora, se mueve entre la pura espiritualidad (inefabilidad) del aliento divino y la materialidad del «polvo de la tierra». Esta realidad nueva, que es el ser humano, se ha constituido gracias a un tipo de difusión osmótica del aliento divino en la materia. Así aparece una tercera forma de ser, de actuar y de sentir (el hombre), que no es ni la simple suma de los dos elementos iniciales ni su yuxtaposición informal, sino una cosa completamente nueva, libre (aunque sea con una «libertad condicional»), «superior a los ángeles», aunque soportando el pesado fardo de la ambigüedad. Eso es justamente lo que indica la expresión nefesh haya («ser vivo»): «encarnación del espíritu», «hacerse carne del espíritu». En el transcurso de la historia del Pueblo, la tradición rabínica, con expresiones y giros muy distintos, pondrá de relieve que lo que en verdad señala la presencia del «ser humano vivo» y lo diferencia de todos los otros seres de la creación es que, en realidad, es un «espíritu hablante» (Onkelos). La aptitud para la palabra, la competencia lingüística, la habilidad para el manejo de símbolos, la posibilidad de rememorar el pasado y de anticipar el futuro, la disposición teatral, la necesidad de empalabrar la realidad son algunos de los elementos distintivos que, según la tradición bíblica, establecen la diferencia fundamental entre las formas de vida del ser humano y el resto de seres de la creación28. No conviene perder de vista que la mentalidad hebrea nunca dejará de poner de relieve que es la persona entera como unidad indisoluble de espíritu y cuerpo, como nefesh haya, la 26. Véase sobre esta cuestión la interesante exposición de M.-A. Ouaknin, Méditations érotiques. Essai sur Emmanuel Levinas, Paris, Payot, 1998. 27. Mòses, o.c., p. 11. 28. Véase ibid., p. 13.

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que habla, la que conoce, la que ama, la que odia, la que se presenta y se representa en la comunidad de los seres humanos, la que como «espíritu encarnado» se dirige a Dios con todo tipo de registros (alabanza, súplica, reproche, pena, afán de venganza). En esta línea de pensamiento, el texto del salmo 84 es muy revelador: «Mi corazón, mi carne claman con gozo al Dios viviente» (Sal 84, 3). Algunos especialistas mantienen la opinión de que en Gn 2, 7 representa un segundo estadio mucho más explícito y consolidado de la redacción de la narración de la creación del ser humano, limitándose a ser la versión del cap. 1 (v. 27) la introducción del relato. «Creó Dios al hombre (haAdam) a imagen suya; lo creó a imagen de Dios, masculino y femenino los creó». Lo que con mucha fuerza parece poner de relieve este último versículo del Génesis es la unidad y la armonía primordiales de lo humano. Hay que subrayar el hecho de que no consiste en la creación de un ser concreto, que tiene como nombre propio Adán, sino del Hombre en general o de la misma Humanidad (de hecho, el artículo hebreo ha recalca que ‘adam es ahí un nombre común)29. Tal y como señala Mosès, «este hombre en general no se encuentra sexualmente marcado, no es ni un macho ni una hembra. Pero tampoco es un ser neutro, un concepto indiferenciado: este ser lleva en sí mismo el principio de una dualidad original: ‘masculino y femenino Dios los creó’»30. A continuación, sin embargo, la atención se centra en el «Dios los creó», es decir, en el plural que viene a sustituir el singular de la primera parte de la frase («Dios creó al ser humano»), lo que no hace más que afirmar, de acuerdo con la opinión de Mosès, una dualidad inicial en el mismo seno de la unidad del ser humano, esto es, la afirmación germinal de un principio dual que más adelante, históricamente, se desplegará en formas concretas de presencia humana masculina y femenina31. En este contexto, lo «masculino» y lo «femenino», más que poner de relieve las diferencias y la oposiciones características de los dos sexos humanos, se refieren más pronto a dos maneras de ser en el mundo, las cuales, desde los mismos orígenes de la creación, llevan inscrito lo humano en su textura más profunda. Dicho de otra manera: desde el principio, el hombre en general ha hecho acto de presencia sobre el escenario del mundo a través de dos formas históricas bien 29. Briend, o.c., p. 130, hace notar que el texto bíblico juega con la ambigüedad del término adam: «El término hebreo se encuentra más cercano de la ambigüedad del francés ‘homme’ o del inglés ‘man’ que de la tajante distinción del alemán entre ‘Mensch’ y ‘Mann’». 30. Mosès, o.c., p. 15. 31. Véase ibid., pp. 15-16.

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diferentes: la de la masculinidad y la femineidad. Al menos en este texto del Génesis, se trata más bien de la constatación de la diferencia que hay entre dos formas de presencia en el mundo y no tanto del hecho de su separación. La separación tendrá lugar más tarde, en un segundo movimiento, cuando el narrador bíblico se haga eco de la escisión del Adán primordial en dos seres de sexo opuesto (Gn 2, 1824)32. Así, nos permitimos añadir, por causa de la concepción monocéntrica («monoteísta») de la realidad propia de Israel, de una manera «natural», se procederá a establecer una gradación en la cualidad intrínseca de los sexos, ocupando el macho el centro —el único centro posible en una configuración monocéntrica de la realidad— de la vida cotidiana y de las relaciones entre el ser humano y Dios, mientras que la mujer, en el ámbito religioso, económico y social, es relegada a una periferia marginal y marginada, es decir, a una indiscutible dependencia orgánica respecto del hombre33. A pesar de las innumerables divisiones y confrontaciones que tendrán lugar en las variadas y opuestas historias de la humanidad, Stéphane Mosès puntualiza que Adán simbolizará el origen común de todos los hombres y de todas las mujeres, esto es, de todos los seres dotados con un «aliento de vida», a los que se refieren los textos de la creación del Génesis. Desde el principio, los unos y los otros han participado igualmente en el designio creador de Yahvé: todos ellos son «espíritus encarnados» o «materia animada». Así, según la opinión de este pensador judío, al margen de la inevitables determinaciones históricoculturales, se encuentra fundamentada la radical igualdad de todos los seres humanos. Una igualdad, evidentemente, afirmada originariamente, en el principio, pero que, en la práctica, es decir, en los despliegues históricos (no sólo de Israel), se manifestará como no existente, incluso se llegará a considerar la desigualdad entre el hombre y la mujer como un dato «natural» y ontológicamente justificable34. Los exegetas profesionales no están totalmente de acuerdo con la interpretación que Stéphane Mosès, que es sobre todo un «filósofo 32. Véase ibid., pp. 16-17. 33. Una vez más, parece que la ideas teológicas (religiosas) son también ideas políticas, y a la inversa. Hemos desarrollado esta problemática en L. Duch, Armes espirituals i materials: Religió, Montserrat, Publicacions de l’Abadia de Montserrat, 2001, passim. 34. Repetidamente hemos afirmado que la naturaleza del hombre es su cultura. Una cultura como la semita (y también la griega) ha sido fundamentalmente antifeminista, lo cual, con una lógica fatal e inevitable, ha conducido a la opinión común en esta cultura de que la mujer es «naturalmente» inferior al hombre, justamente porque la naturaleza del ser humano es su cultura concreta.

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judío», propone del versículo antes mencionado35. En efecto, por ejemplo Jacques Briend afirma que la narración de la creación no queda completada hasta el momento en que tiene lugar la creación de la mujer36. Y es en el fragmento del texto bíblico que viene a continuación donde se puede descubrir la necesidad de coronar la obra de la creación: «Después Yahvé Dios dijo: ‘No es bueno que el hombre esté solo: hagámosle ayuda que sea semejante a él’» (Gn 2, 18). Con la creación de la mujer, los versículos 18-24 del capítulo 2 del Génesis narran la realización de la voluntad divina de completar el acto creador de la especie humana. Es de sobras conocido que, para el pensamiento bíblico, la soledad no es nada bueno ni deseable: «Mejor es, pues, vivir dos juntos que uno solo; porque es ventajoso el estar en compañía. Si uno va a caer, el otro le sostiene. Pero ¡ay del hombre que está solo!, pues si cae, no tiene quien le levante. Si duermen dos juntos se calentarán mutuamente; uno solo, ¿cómo se calentará? Y si alguien acometiere contra el uno de los dos, ambos le resisten. Un hilo trenzado difícilmente se rompe» (Ecl 4, 9-12). En el mundo bíblico «estar solo» es equivalente a ser rechazado lejos de la fuente de la vida, de la bienaventuranza y del gozo (J. L. Ska); muy a menudo, «estar solo» equivale a la negación práctica de la alteridad, del «noyo» (prójimo) como complemento irrenunciable e imprescindible del propio «yo». En su primera diferenciación sexual, el cuerpo humano, tal y como se presenta en Gn 1, 26-27, ofrece una visualización buena y bella (tôb = bello, agradable, de buen ver), que el narrador osa poner en boca de Dios. El cuerpo humano es, en términos espaciotemporales, una expresión de la misma imagen de Dios: la visibilidad corporal del hombre es la imagen de Dios, que se encuentra ética y estéticamente sancionada por el mismo Dios. Ahora bien, tal y como pone de relieve Marc-Alain Ouaknin, el hecho de que Dios, mediante la corporeidad humana, se haga visible en el ámbito del mundo manifiesta que Dios es erótico37. Con esta expresión se quiere señalar que el erotismo de Dios, como todo verdadero erotismo, es un movimiento que fractura la supuesta estabilidad y consistencia sin fisuras del mundo. Dios irrumpe en medio del escenario del mundo mediante un 35. No se dice esto en un tono peyorativo, sino positivamente, ya que el pensamiento judío contemporáneo es una de las fuentes del discurso antropológico de nuestra exposición. 36. Véase Briend, o.c., pp. 131-136. 37. Véase Ouaknin, o.c.., pp. 25-28. «Denominamos erótico a la simultaneidad de lo clandestino y de lo manifiesto, la cual constituye el equívoco por antonomasia» (ibid., pp. 25-26).

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«visible-invisible», un «manifiesto-oculto», erótico, que es el propio cuerpo humano, y que, por eso mismo, en un movimiento íntimo e insuperable, nunca deja de incluir la ambigüedad visual y auditiva, es decir, la simultaneidad de «darse a ver» y de «ocultarse y retirarse». De esta manera, el mismo Dios acepta las condiciones que hacen posible la presencia de los hombres en su mundo cotidiano: la ambigüedad38. Es un dato aceptado con bastante unanimidad que, en los capítulos segundo y tercero del libro del Génesis, el cuerpo de la humanidad aún no es socialmente ni históricamente diferenciado, sino que constituye el espacio que Dios ha de abrir para diferenciar, perfeccionar y culminar su creación de lo humano39. Cuando en Gn 2, 23 el hombre dice a la mujer (‘issah): «ésta sí que es carne de mi carne», entonces, en realidad, comienza realmente a relacionarse con otra persona (la mujer) a partir de su propia visualidad. Tal vez por eso, apunta Mercedes Navarro, el paso siguiente que da la narración —el conocimiento del bien y el mal— no sólo realiza concretamente el parecido del ser humano con Dios, sino que, además, en un incesante vaivén de relaciones y de acciones corporales entre el hombre y la mujer, éstos ven el fruto del árbol, lo juzgan deseable, lo cogen y lo comen. Entonces, ciertamente, el conocimiento del bien y del mal es incorporado, pasa a ser corporal, personal y comunicable (cf. Gn 3, 6-8). 2.2.1.1. La situación de la mujer en Israel Resulta ser un constatación el que en los libros del Antiguo Testamento, casi de forma exclusiva, el cuerpo que merece una profunda atención antropológica es el del hombre. La corporeidad de la mujer es «secundaria», se encuentra ligada y sometida a la del hombre40. Hay que tener en cuenta un factor muy importante: el cuerpo humano que se presenta en la narración bíblica es por encima de todo un 38. Desde una perspectiva cristiana, creemos que esta afirmación posee una importancia decisiva. En efecto, la encarnación del Hijo de Dios constituye la suprema expresión de la ambigüedad de Dios en el marco de la vida cotidiana de los hombres. No hay duda de que, desde la perspectiva judía, la doctrina de «encogimiento de Dios» (tsimsum) es un precedente que hay que tener muy en cuenta (véase Duch, Armes espirituals i materials, cit., 370-371). Desde una perspectiva cristiana, sobre la ambigüedad de Dios, cf. L. Duch, «L’ambigüitat humana i el poder», en De Jerusalem a Jericó. Al·legat per a unes relacions fraternals, Barcelona, Claret, 1994, pp. 133-154, esp. pp. 144-151). 39. Véase Navarro, o.c., p. 143. 40. Véase sobre lo que sigue M. Navarro, «Cuerpos invisibles», en íd. (ed.), El cuerpo de la mujer, cit., pp. 138-139, 142-143.

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cuerpo generativo: «Sed fecundos y multiplicaos, poblad la tierra y dominadla» (Gn 1, 28). Así mismo, no puede olvidarse que, en el mundo bíblico, el «cuerpo normativo» es el del hombre. Por causa de la concepción androcéntrica y patriarcal de la existencia humana, la corporeidad de las mujeres es considerada como diferente, extraña y fuera de la norma común. Así, por ejemplo, cuando aparece un término que es propio de la mujer, como rehem, «entrañas», con el que se acostumbra a designar también el aparato reproductor, no parece que suscite ningún atención especial, ya que, teniendo en cuenta la posición claramente misógina y centrada en el varón de los redactores de los textos bíblicos, no creen que haya que explicar, desarrollar o estudiar lo que solamente afecta a las mujeres41. O, por poner otro ejemplo: al hablar de la relación entre el ser humano y la tierra (àdam – àdamah), se le asocia con el rojo (‘dm = ser rojo), pero no se le relaciona, tal y como sería lógico, con dam, sangre, que también se encuentra vinculada con la vida del ser humano y, lógicamente, con la sangre de la menstruación de la mujer y del parto. La realidad espaciotemporal del ser humano también es vista y descrita exclusivamente desde la perspectiva del hombre, dejando completamente de lado (en forma, por ejemplo, de «silencio literario») las experiencias corporales y emocionales de la mujeres42. La situación de la mujer en Israel, como en el resto del Cercano Oriente, era típica de las sociedad patriarcales43. Por regla general, en la Biblia hebrea las mujeres aparecen como figuras menores y subordinadas a los hombres. De todos modos, hay algunas excepciones notables como, por ejemplo, Sara, Rebeca, Ester, Raquel, María, Débora y Rut en un sentido positivo, mientras que, en un sentido negativo, pueden mencionarse a Eva, Jezabel y Atalía. Cabe señalar que, generalmente, en el régimen patriarcal la mujer no se encontraba sometida a constantes vejaciones y desprecios, sino que se enaltecían sus virtudes domésticas, como, por ejemplo, la docilidad, la castidad, la sobriedad, la buena gestión de la casa, y, por encima de todo, se alababa la grandeza de la función maternal44. De todas maneras, el poder económico del patriarca y la capacidad de decisión que se le adjudica41. Navarro, o.c., p. 138, nota 6, escribe: «No tengo noticia de que [en hebreo] exista un término específico para designar la vagina. En cambio, existen términos más o menos eufemísticos como, por ejemplo, nebusim, raglayîn, yerek y yad, para nombrar el pene». 42. Véase Navarro, o.c., p. 139. 43. Sobre el contexto patriarcal de la tradición bíblica, véase Aynard, La Bible au féminin, cit., pp. 11-19. 44. Véase Aynard, o.c., pp. 15-6.

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ba le otorgaban un poder jurídico casi absoluto sobre todos los miembros del clan y, muy especialmente, sobre las mujeres y los niños. En el interior del grupo, el patriarca era el único detentor del saber y de la capacidad para emitir juicios: en relación con la mujer se usaba la ignorancia como una «forma política». Como es bien conocido, la mujer judía se encontraba totalmente excluida de las funciones cultuales, tanto en el judaísmo primerizo como, más tarde, en la sinagoga45. A partir de numerosas consideraciones rituales sobre lo puro y lo impuro, como, por ejemplo, la menstruación y el parto, se establecieron rígidamente un conjunto de prescripciones y precauciones para la vida cotidiana del antiguo Israel que, sin ningún tipo de duda, situaban a la mujer en una posición de clara e indiscutible dependencia respecto al hombre (padre, marido o hermano). Con el fin de justificar la marginación de la mujer respecto al saber y a las decisiones se aducía su debilidad física, de la que derivaba como una suerte de necesidad su debilidad intelectual. Incluso un judío tan ilustre y ponderado como Filón de Alejandría muestra unos indudables rasgos misóginos46. Creía firmemente en la inferioridad espiritual y mental de la mujeres, aunque admirase sinceramente a la emperatriz Livia porque había recibido una instrucción (paideia) que la había hecho apta para «ser un varón en su capacidad racional»47. Por todo ello, no se puede olvidar que el Antiguo Testamento es el producto de un mundo patriarcal y, mucho más específicamente aún, de una élite urbana de especialistas religiosos machos. Ahora bien, tal y como subraya André Lacocque, el hecho de que «Israel» fuera el nombre dado a un sociedad de tipo igualitario contrasta llamativamente con su organización feudal y patriarcal, lo que, de hecho, era ciertamente lo más frecuente en el conjunto de territorios del Cercano Oriente. En éstos, sin embargo, en oposición radical a la mentalidad bíblica, gobernaban unos soberanos con atribuciones divinas. En Israel, Yahvé era el Dios común de todos los miembros de un federación de tribus y de clanes que tenía como punto de partida la Alianza sinaítica. De acuerdo con este punto de partida ideal de carácter igualitario, parece que deberían haberse dado en Israel unas

45. Sobre la situación de la mujer en la sinagoga, véase W. Horbury, «Women in the Synagogue», en The Cambridge History of Judaism, III, Cambridge, Cambridge University Press, 1999, pp. 358-401. 46. Véase el estudio de B. Decharneux, «Interdits sexuels dans l’oeuvre de Philon d’Alexandrie dit ‘le Juif’», en Marx (ed.), Religion et tabou sexuel, cit., pp. 17-31. 47. Filón, Leg., 319-320, cit. W. A. Meeks, Los primeros cristianos urbanos. El mundo social del apóstol San Pablo, Salamanca, Sígueme, 1988, p. 47.

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relaciones en un plano horizontal y de plena reciprocidad de sexos48. Éste, sin embargo, casi nunca fue el caso. En efecto, en Israel la familia se llamaba beith’ab («casa del padre», «gran familia») y la federación israelita como un entidad se organizó en el entorno de los jefes masculinos de las diversas familias, las cuales constituían el eje religioso, político, económico y cultural de la sociedad. Eran ellos los que tomaban todas las decisiones que afectaban directamente a las mujeres que pertenecían a la federación, las cuales, en la práctica, eran asimiladas a los niños y, de alguna manera, a los esclavos49. No puede sorprender, pues, que en Israel el estatuto jurídico y familiar de la mujer se encontrase fundamentalmente ligado al derecho de propiedad. Esta idea, que, de algún modo, equiparaba a la mujer con la posesión y uso de los objetos, se expresa muy bien en el siguiente texto del Deuteronomio: «No desearás la mujer de tu prójimo, no codiciarás la casa, ni la heredad, ni el esclavo, ni la esclava, ni el buey, ni el asno, ni cosa alguna de las que son suyas» (Dt 5, 21). De hecho, en la vida cotidiana de los israelitas la mujer no era nada más que una pieza de cambio que intervenía en las complicadas negociaciones entre las familias antes de concertar un matrimonio, porque éste acostumbraba a ser mucho más que un contrato o una alianza entre dos grupos sociales y económicos que no un acuerdo entre dos seres humanos con autonomía personal. De hecho, jurídicamente, el marido era el «poseedor» legal de la mujer (ba’al ‘issa: Ex 21, 3, 22; Dt 24, 4), y la mujer era la «posesión» del marido (be’ulat ba’al: Gn 20, 3; Dt 22, 22). Poniendo el acento en el carácter contractual del matrimonio judío, Jacques Lacocque ha subrayado el hecho de que, en Israel, «el matrimonio no es un acto privado, sino que garantiza la seguridad de la mujer, de la viuda y del huérfano. Además, regula el comportamiento sexual orientándolo hacia la procreación y la legitimación de los hijos»50. Hay que añadir, así mismo, que el contrato matrimonial hebreo no instauraba una situación de reciprocidad entre el marido y la mujer, sino que, automáticamente, el marido se convertía en el nuevo depositario exclusivo de la potestad que, antes del matrimonio, se encontraba en manos del padre de la chica. Cabe señalar que, en los textos bíblicos y, en general, en toda la 48. Véase Lacocque, Subversives ou un Pentateuque de femmes, Paris, Cerf, 1992, p. 25. 49. Un ejemplo especialmente significativo se encuentra en el libro de Esdras (cap. 10), en el que los jefes del Pueblo, alegando la fidelidad a Yahvé, se comprometen a que los israelitas que hayan tomado mujeres extranjeras las abandonen, juntamente con los hijos que hayan tenido de ellas (cf. sobre todo los vv. 3, 14 y 18 ss.) 50. Lacocque, o.c., p. 26.

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literatura judía, las mujeres acostumbraban a ser presentadas y consideradas a través de los ojos de los hombres. Eso no significa que sistemáticamente sean menospreciadas o tratadas con rencor, sino que, sencillamente, sus voces, por regla general, nunca podían ser escuchadas directamente. Es una constatación fácil de hacer el que los documentos literarios de Israel no acostumbran a proporcionar un acceso inmediato a la vida, al pensamiento y a los sentimientos de las mujeres israelitas porque, en todo momento, las narraciones y las interpretaciones que ofrecen de la realidad acusan una innegable visión androcéntrica de la realidad. De toda manera, hay que tener presente que las narraciones de la Biblia hebrea, en sus múltiples tradiciones ideológicas y literarias, no presentan una imagen unitaria de la mujer, sino un conjunto calidoscópico de figuras y representaciones que, como es comprensible, responden a las expectativas e intereses de todo tipo de sus diversos redactores. No hay ningún tipo de duda, sin embargo, de que puede detectarse una nota común en todas las imágenes véterotestamentarias de la mujer: su función ha de situarse exclusivamente en la esfera doméstica y, de una manera aún más concreta, en su «labor de reproductora» como esposa y madre51. Seguramente para congraciarse con los griegos de su tiempo, quizás al margen de lo que realmente creían, dos autores judíos, casi contemporáneos de Jesús de Nazaret, Filón de Alejandría y Flavio Josefo, rechazan la conducta de contención sexual de los esenios, calificada por ellos de «exótica», ya que creían que era la consecuencia obligada de una larga tradición judía de misoginia. Afirman que, con un celo excesivamente puritano, los esenios habían creado una utopía exclusivamente masculina, de la que se encontraban excluidas las mujeres52. En el mundo judío, tal y como acontecía en el griego, la sabiduría popular subrayaba las seductoras astucias de las mujeres y las veía causa fundamental de la «falsedad de corazón», de la intriga y de la pérdida de honor. No hay que olvidar que la sencillez de corazón era una de las virtudes más apreciadas por los judíos piadosos, pero, 51. En el Antiguo Testamento el rol de madre domina todas las referencias a la mujer. La maternidad era deseada y honrada, reflejando una necesidad social (Jue 21, 16-17) y una sanción divina (Gn 1, 28). El deseo de muchos hijos, sobre todo varones, es un tema prominente en el Antiguo Testamento (cf. 1 Sa 2, 7; Gn 30, 1; Sal 127, 35; 128, 3-4). 52. Véase P. Brown, El cuerpo y la sociedad. Los hombres, la mujeres y la renuncia sexual en el cristianismo primitivo, Barcelona, Muchnik, 1993, p. 66. Lo que se desprende de los manuscritos esenios encontrados en Qumrán es el retorno a la pureza original de la familia. La mujer ocuparía su lugar tradicional en el hogar familiar. Sobre los esenios y los manuscritos del mar Muerto, cf. H. Stegemann, Los esenios, Qumrán, Juan Bautista y Jesús, Madrid, Trotta, 1996.

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evidentemente, consideraban que se trataba de una virtud exclusivamente masculina que estaba completamente ausente del corazón y la conducta de las mujeres53. En cualquier caso hay que destacar que, en Israel, el rol simbólico de la mujer era mucho más importante de lo que podría deducirse a partir del simple estatus legal. La mujer entendida como un símbolo posee un papel muy destacado en algunos escritos del Antiguo Testamento, el cual, en estos casos excepcionales, hay que distinguirlo, al menos conceptualmente, del de la mujer en su vida cotidiana en medio de la sociedad israelita. Algunas simbolizaciones véterotestamentarias presentan a la mujer como una diosa y también como un símbolo de la divinidad; otras se refieren a las ciudad de ideal (Jerusalén) e incluso al conjunto de Israel con el simbolismo de la virgen, la madre o la prometida (Am 5, 3; Is 40, 2; Jr 31, 21; Os 1-2). Con frecuencia, no obstante, en el Antiguo Testamento también aparecen simbolizaciones sumamente negativas de la mujer, como, por ejemplo, la «dama loca» (Pr 9, 13-18), la «apóstata Israel» (Os 1-2; Jr 2, 20; 3, 2; 4, 30; Ez 16, 23) o la depravada ciudad de Tiro (Is 23, 1518). Históricamente, el Cantar de los cantares es seguramente el escrito bíblico que, con constantes referencias muy positivas a la mujer, sin marginar ninguno de los aspectos del erotismo, ha dado pie, tanto en el judaísmo como en el cristianismo, a un número más elevado de interpretaciones simbólicas de la vida, del amor, de las relaciones entre los sexos y también del ser humano con Dios. Tampoco puede olvidarse que, en el judaísmo de la cábala, la interpretación simbólica de las relaciones sexuales constituye la clave terrestre, a disposición de los seres humanos, de las relaciones y de los acontecimientos internos que se producen en el mundo de las «Sefirot». A pesar de la situación de reconocida marginalidad en la que se encontraba la mujer en Israel, no hay duda de que aparece —real o literariamente— un auténtico «pentateuco» de personalidades femeninas (Susana, Judit, Ester, Rut y la heroína del Cantar de los cantares), la cuales, en medio de una sociedad totalmente patriarcal, no sólo ponen en cuestión la imagen tradicional de la mujer, sino que, en realidad, dan la vuelta totalmente al estereotipo femenino imperante entonces (fundamentado en su dedicación exclusiva a la casa y los hijos) y transcienden todo lo que implicaba la polaridad tradicional «hombre-mujer», conservando al mismo tiempo los aspectos más sugestivos de la femineidad54. Estas mujeres, a través de su vida, ofre53. Véase Brown, o.c., pp. 67-68. 54. Sobre eso, véase el interesante estudio de A. Lacocque, o.c.

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ciéndose a una dura crítica por parte del statu quo de Israel, incapaz de generosidad y sensibilidad, ofrecen un alternativa revolucionaria a la configuración de la vida cotidiana legalmente sancionada en aquel entonces. Estas narraciones bíblicas son unos buenos ejemplos de «literatura subversiva» (Lacocque) Gracias a la acción de los protagonistas de estas narraciones subversivas, la religión israelita, al menos en parte, pudo tomar alguna distancia respecto a los imperativos de un molde rigurosamente patriarcal y, en el fondo, antifemenino55. En efecto, una mujer (Susana) es presentada como más pura que los «especialistas» en pureza legal; una viuda (Judit) es enaltecida como salvadora del Pueblo porque sin la ayuda de nadie se deshace del dictador más poderoso de la época; Ester, una sencilla mujer judía, salva a su pueblo del genocidio que había programado el enemigo del Pueblo y, además, humaniza todo el Imperio Persa con su acción intrépida; Rut, un moabita, es decir, una extranjera ajena, en principio, a la alianza entre Dios e Israel, constituye una de las anillas más importantes en la cadena de las generaciones de David y, a partir del Rey, del mismo Mesías. André Lacocque pone de relieve que estas mujeres, tal y como aparecen en las narraciones bíblicas, son un anuncio de una nueva y enriquecedora panorámica de «buenas nuevas», son evangélicas en el sentido más genuino de este término. Después de haber subrayado el hecho de que de entre todas estas mujeres de la historia de Israel la que ofrece un mensaje más liberador y encantador, más fundamental y existencialmente decisivo, es la erótica heroína sin nombre del Cantar de los cantares, Lacocque afirma: En su mensaje, el amor humano no sólo es aceptable y bueno, sino que es triunfante y glorioso. No solamente el eros es comunicación privilegiada, sino que es, con la misma grandeza que hesed (agape), la expresión humana por excelencia del amor divino. Toda manifestación del amor fiel entre dos seres humanos refleja el amor de Dios. Antes de toda teoría filosófica, de toda legitimación oficial, de todo dogmatismo y, sobre todo, antes de toda «teología del amor», el hombre es «una criatura capaz de Dios, si es capaz de amar» (Guillemin)56. 2.3. CONCLUSIÓN

En relación con el cuerpo, los textos de la tradición judía ofrecen algunas perspectivas que son completamente desconocidas en el mun55. Véase Lacocque, o.c., p. 172. 56. Ibid., p. 171.

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do griego. La centralidad de Dios creador, con la consiguiente valoración positiva de la historia que implica, desactiva uno de los hechos fundamentales del pensamiento griego: la impasibilidad como virtud suprema. El mismo Dios adopta —«se encoge», dirá la tradición rabínica— el modus operandi y el modus loquendi del ser humano. De un ser humano, corporal y sensible por tanto, que, a diferencia de todos los otros seres de la creación, ha sido elevado a la categoría de interlocutor de Dios (porque es su imagen) y de responsable de la administración de toda la creación. Y este ser humano no sólo «posee» un cuerpo, sino que propiamente es cuerpo. De ahí que, en el marco de la Biblia, la corporeidad humana aparezca como la expresión óptima de la visualización de Dios en el ámbito de la espaciotemporalidad de este mundo, o, lo que es lo mismo: la encarnación de Dios y el ser humano —y ahí es donde se pone de relieve la radical contradicción entre la visión del mundo de los semitas y de los griegos— constituye la forma comunicativa y axiológica escogida por el mismo Dios para expresarse y actuar en el ámbito mundano, histórico, limitado y constantemente sometido a la contingencia. A pesar de la infinita distancia que separa la visión del mundo bíblica —sobre todo en las formulaciones propuestas por los profetas de Israel— de la griega, en relación con el cuerpo de la mujer, las dos tradiciones tienen algunos puntos de contacto bastante significativos, que, de hecho, se hacen eco de una manera inequívoca del estatus que tenía la mujer en los pueblos de la Antigüedad. Fiorenza y Metz recalcan que toda la literatura hebrea y la historia de su influencia se caracterizan por el influjo predominante de una concepción monista del hombre, mientras que la concepción dualista es la que mejor caracteriza la historia de la influencia de la concepción helenista, y especialmente de la platónica57.

En relación con los posteriores desarrollos de la cultura occidental (y del cristianismo), no hay duda de que el antifeminismo común a griegos y semitas constituirá una de las herencias que, históricamente, se ha impuesto de una manera sumamente negativa y deshumanizadora en el pensamiento y en la praxis de Occidente y, evidentemente, en su traducción religiosa predominante, es decir, en el cristianismo.

57. Fiorenza y Metz, o.c., p. 662.

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3.1. INTRODUCCIÓN

Para comprender el lugar del cuerpo en el cristianismo primitivo debe tenerse en cuenta el punto de partida judío del mensaje cristiano. En efecto, inicialmente, en particular fuera de los límites geográficos de Palestina, el cristianismo naciente fue considerado como una nueva secta judía que, en realidad, se limitaba a subrayar algunos aspectos de la tradición político-religiosa del antiguo Israel, sobre todo la del judaísmo tardío, en el que se mezclaban de forma sincretista elementos de procedencias muy diferentes (griegos, asiáticos, egipcios, etc.)1. Además es harto evidente que, para abordar convenientemente esta complicada problemática, sería necesario conocer detalladamente la situación religiosa, política y cultural en la que Jesús de Nazaret y sus discípulos ofrecieron el testimonio de su fe y propagaron, a partir de Palestina, la nueva religión en el mundo antiguo2. Como es compren1. Véase Fiorenza y Metz, o.c., pp. 671-673. Con una fuerza indescriptible, el judío Jacob Taubes puso de manifiesto la filiación del cristianismo —particularmente del cristianismo paulino— respecto del judaísmo. O, tal vez aún mejor, Pablo no es sino la actualización de Moisés. Por eso Taubes se comprende a sí mismo como un «judío paulino» (véase sobre todo eso el extraordinario y póstumo libro de J. Taubes Die Politische Theologie des Paulus, München, Fink, 1993 [próxima publicación en esta Editorial]). 2. Creemos que el estudio de Meeks Los primeros cristianos urbanos, cit., passim, ofrece algunas pistas muy importantes, ya que se ha de tener presente que el cristianismo primitivo, particularmente el de origen paulino, al salir de Palestina, se implantó sobre todo en las grandes ciudades portuarias del Mediterráneo oriental, lo cual significa que la mayoría de los que, en el primer momento, aceptaron el mensaje

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sible, esta situación inicial ofrece una notable cantidad de matices doctrinales y de posiciones éticas que impide trazar una panorámica armónica y coherente del marco ideológico y moral en cuyo interior se desarrollaron las diversas y contrastadas manifestaciones del cristianismo primitivo. Éste, al menos durante un par de siglos, fue un conjunto poco armónico, confuso e informal de diferentes grupos religiosos de «seguidores de Jesús de Nazaret». Con frecuencia, estos grupos, dirigidos por personajes que, a menudo, rivalizaban y polemizaban encarnizadamente entre sí, mantenían doctrinas teológicas y praxis cotidianas no sólo diferentes, sino incluso frontalmente opuestas. De esa situación, muy marcada por la ubicación geográfica y por las mediaciones religioso-culturales que tenían vigencia en los diversos grupos cristianos, los mismos escritos canónicos del Nuevo Testamento —y, de manera aún más concluyente, los extracanónicos— presentan pruebas muy numerosas e irrebatibles. La problemática en torno al cristianismo primitivo se complica aún más si se tiene en cuenta la incuestionable y, a menudo, profunda influencia de las variadas tendencias gnósticas de los primeros siglos de la era cristiana sobre las doctrinas teológicas y la praxis moral cristianas. De esta multiplicidad de direcciones y elementos teológicos, éticos y sociales dentro y fuera del cristianismo, resultan unas dificultades, con frecuencia insuperables, para abordar una temática tan compleja y cargada de prejuicios como siempre ha sido la relacionada con el cuerpo humano. Ahora bien, no puede olvidarse que esta problemática, por compleja y vidriosa que pueda ser, posee una enorme importancia no sólo para el cristianismo en los inicios de su camino histórico en el mundo antiguo, sino, mucho más ampliamente aún, para el conjunto de la cultura occidental en sus numerosas y, a menudo, contrapuestas manifestaciones. En este breve capítulo nos limitaremos a ofrecer algunas pinceladas sobre esta temática, centrándonos exclusivamente, por un lado, en un par de pasajes del Nuevo Testamento y, por el otro, en algunos escritos de los tres o cuatro primeros cristiano provenían de un medio social y económico que, con categorías del siglo XIX, podrían calificarse de proletario (cf. Meeks, o.c., pp. 23-92). Meeks señala que es importante alejarse de las generalizaciones e idealizaciones sobre el mundo antiguo y concentrarse especialmente en las «pautas de la vida cotidiana» del cristianismo de los orígenes (cf. ibid., p. 14). Cf., además, Fiorenza y Metz, o.c., pp. 671-680; G. Theissen, Psychologische Aspekte paulinischer Theologie, Göttingen, Vandenhoeck & Ruprecht, 1983; íd., Estudios de sociología del cristianismo primitivo, Salamanca, Sígueme, 1985; E. W. Stegemann y W. Stegemann, Urchristliche Sozialgeschichte. Die Anfänge im Judentum und die Christusgemeinde in der mediterranen Welt, Stuttgart/Berlin/ Köln, Kohlhammer, 21997.

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siglos cristianos. Somos conscientes de que hubiera sido muy provechoso para nuestra exposición que hubiéramos podido abordar detalladamente la larga y complicada historia del cuerpo y de la sexualidad en el conjunto de la tradición cristiana. Sin embargo creemos que, para la finalidad que nos hemos propuesto y siendo muy conscientes de las grandes lagunas de nuestra exposición, será suficiente la esquemática panorámica que presentaremos. También incluiremos un excursus final sobre el patriarcado en la cultura occidental, que tal vez complementará algunas cuestiones que en el texto sólo han sido rápidamente esbozadas.

3.2. EL CUERPO HUMANO EN EL NUEVO TESTAMENTO

El tema del cuerpo humano como metáfora de la sociedad fue un lugar común de la retórica antigua, especialmente por parte de los estoicos posteriores. También fue adoptada por los antiguos escritores judíos para referirse al pueblo de Israel como conjunto armónico y socializado3. No puede causar ninguna extrañeza, por consiguiente, que esta temática se encuentre profusamente en los escritos del Nuevo Testamento; eso sí, con una enorme variedad de significaciones y alusiones, dando lugar a tomas de posición muy diferentes y, a menudo, irreconciliables entre sí4. Fiorenza y Metz han puesto de relieve que era un dato excepcional que, en las afirmaciones de los evangelios sinópticos sobre el hombre no hubiera vestigios de las influencias dualistas helenísticas que recibió el judaísmo tardío, sino que están en la línea de la antropología típicamente hebrea5. No debería olvidarse que el núcleo central e insuperable de todo el Nuevo Testamento (del cristianismo), en relación con el cual se establece (debería establecerse) todo lo que lleva el nombre de cristiano, es la encarnación del Hijo de Dios (Jn 1, 14), es decir, la «entrada corporal» de Dios en la trama de la historia humana6. Desde sus orígenes, el cristianismo ha afirmado con rotundidad que Dios había aceptado no sólo la historia humana y las «historias» de los humanos, sino que incluso había asumido lo que siempre ha constituido el rasgo característico del ser humano como tal: la ambigüedad, la cual constituye la signatura específica de la finitud corporal de los humanos y la 3. Véase Meeks, o.c., p. 156. 4. Véase Schrey, o.c., pp. 639-641; Cugno, o.c., pp. 146-148. 5. Véase Fiorenza y Metz, o.c., pp. 673-674. 6. Véase lo que expondremos más adelante sobre la «encarnación», que es indudablemente el tema esencial del mensaje cristiano.

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marca inconfundible de su presencia en el mundo7. La suprema centralidad de la encarnación en el cristianismo como heredero del judaísmo que es, se pone diáfanamente de manifiesto a través del bello aforismo de Edmond Jabès: «Touts les chemins sont de chair». En los textos canónicos del Nuevo Testamento, siguiendo sin duda una tradición presente en todo el mundo antiguo, acostumbra a ser una evidencia incontestable la comprensión «orgánica» de la existencia humana, de tal manera que, en la teología neotestamentaria, de manera aún más significativa en la de san Pablo, la misma Iglesia y los cristianos en su seno son descritos en términos «orgánicos», es decir, como miembros del «cuerpo de Cristo», sin rechazar la ambigüedad que es inherente a la corporeidad sobre todo cuando se aplica a Dios. Taxativamente Pablo, dirigiéndose a los cristianos de Corinto, escribe: «Vosotros, pues, sois cuerpo de Cristo y, cada uno por su parte, miembros» (1 Co 12, 27; cf. Rm 12, 4-5; Ef 5, 30). De manera explícita indica que el cuerpo de los creyentes es el templo del Altísimo en la tierra y la señal de la presencia del Espíritu (cf. 1 Co 6, 19). No cabe la menor duda de que, en el Nuevo Testamento, adoptando ciertamente algunos puntos de vista de reconocido origen hebreo, se da una reducción corporal del conjunto de la salvación operada por Jesucristo8. En este sentido, las primeras palabras de la primera carta de san Juan son sumamente explícitas: «Lo que fue desde el principio, lo que oímos, lo que vimos con nuestros ojos, y contemplamos, y palparon nuestras manos tocante al Verbo de vida...» (1 Jn 1, 1). De acuerdo con el mensaje del Dios-encarnado, que es el proprium del Nuevo Testamento, ha de considerarse el cristianismo como una somatología, una concreción espaciotemporal de «lo que era desde el principio» y que ahora, es decir, en cada aquí y ahora de los seres humanos, se encarna, toma carne, hace visible y palpable la invisibilidad de Dios (cf. Jn 1, 1-18)9. 7. Véase L. Duch, «L’ambigüitat humana i el poder», en De Jerusalem a Jericó. Al·legat per a unes relacions fraternals, Barcelona, Claret, 1994, pp. 133-154, esp. pp. 144-151. 8. En los últimos años de su vida Helmuth Plessner se refería a la «holgazanería» (Drückebergerei) de una hermenéutica que se denominaba geisteswissenschaftlich, que confiaba de manera ilimitada en la conciencia reflexiva porque temía entrar en contacto con el «materialismo naturwissenschaftlich». Eso explica que, con relativa frecuencia, las hermenéuticas han pasado por alto el centro capital del mensaje evangélico: «verbum caro factum est». 9. Desde una perspectiva típicamente luterana, G. Ebeling, Dogmatik des chritlichen Glaubens, I, Tübingen, Mohr, 1979, § 14, dedicó un apartado de su dogmática a la problemática en torno a la somatología. También la Theodramatik de Hans Urs von Balthasar se halla configurada por mediación de la autopresentación escénica de la

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Desde los orígenes, las innumerables interpretaciones del cristianismo con caracteres más o menos gnósticos que se han propuesto no pueden considerarse como cristianas. La plasmación del mensaje evangélico en términos «anticorporales» no responde a la realidad de los acta et passa Christi. En efecto, las «acciones poderosas» de Jesús de Nazaret que sirven para anunciar la inminencia o, al menos, la proximidad de Reino de Dios tienen indiscutiblemente una acusada «dimensión somática»: curación de enfermos, resurrección de muertos, multiplicación de panes y de peces. Incluso las expulsiones de demonios no son meras «acciones espirituales», ocurridas en el enclave cerrado de las fantasías psíquicas, sino que siempre tienen como consecuencia tangible la liberación de dolores físicos y morales de los cuerpos de determinadas personas que se encontraban sometidas a ciertas enfermedades, seguramente, de carácter psicosomático (cf. Mc 5). Además debe observarse que la tradición evangélica establece el criterio de separación de los justos de los injustos sobre la base de lo que unos y otros han hecho del cuerpo del prójimo: «Yo tuve hambre, y me disteis de comer; tuve sed, y me disteis de beber; era peregrino, y me hospedasteis; estando desnudo, me cubristeis, enfermo, me visitasteis, encarcelado, vinisteis a verme» (Mt 25, 35-36)10. Finalmente, ha de tenerse en cuenta que el acontecimiento (no la simple «doctrina») de la resurrección de Jesús —que es el centro neurálgico y decisivo del mensaje cristiano— incluye su cuerpo como el núcleo central e irrevocable porque es en relación con su cuerpo resucitado como tendrá razón de ser el cristianismo como religión de salvación. Propiamente, el cuerpo resucitado del Señor es la salvación, no en el vacío de una atemporalidad cualquiera, sino en medio de la espaciotemporalidad del mismo Jesús y, después, de la de todos los que creen en Él. En este sentido, san Pablo es taxativo: «Si no hay resurrección de los muertos, tampoco resucitó Cristo. Mas si Cristo no resucitó, vana es nuestra predicación, y vana es también vuestra fe» (1 Co 15, 13-14). Por eso puede afirmarse que, en los evangelios y en los restantes escritos del Nuevo Testamento, se destaca poderosamente el «momento corporal» de la resurrección, de tal manera que, en el contexto neotestamentario, la corporeidad de Cristo (lo que la tradición acosrevelación, la cual posee como referente activo e insuperable la carne de Dios y la carne del hombre, es decir, los dos actores de la comunicación humano-divina. 10. Comentando este texto evangélico, M. Despland, «Le corps et l’Occident. Un survol»: Religiologiques 12 (1995), p. 209, escribe: «Yo desafío al lector a que encuentre en un texto hindú anterior al siglo XX una sola alusión al hambre de los otros; sólo se piensa en las necesidades corporales para hablar de las suyas, de las que supera el asceta».

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tumbra a designar con la expresión acta et passa Christi) constituye la esfera propia de la revelación, del acercamiento histórico de Dios a los hombres en carne humana. El pensamiento órfico-platónico, que considera el cuerpo como la prisión o la tumba del alma (sôma-sema), es extraño e, incluso, completamente contrario al mensaje del Nuevo Testamento y, al menos teóricamente, a la posterior tradición cristiana. A partir de aquí resulta evidente que también lo será la identificación maniquea del cuerpo con el mal y los «deseos mundanos»11. Sin embargo no ha de olvidarse que, con cierta frecuencia, algunas configuraciones históricas del cristianismo, en relación sobre todo con el cuerpo y la sexualidad, han mostrado una indiscutible propensión hacia posiciones claramente dualistas y «casiórficas», que tendían a menospreciar y demonizar el cuerpo como principio «inferior» y «animal» a favor del alma, considerada como la parte «superior» del ser humano, su destello «celestial» que la emparentaba con la divinidad y que, por eso mismo, era el único fragmento de lo humano que era susceptible de ser salvado al margen del espacio y del tiempo, es decir, de la condicionalidad histórica de los humanos12. Por eso, a pesar de la afirmación absolutamente positiva del cuerpo humano, a menudo el mismo Nuevo Testamento y, mucho más aún, la historia posterior del cristianismo se encuentran atravesados —diríamos «anticristianamente»— por la tensión entre «arriba» (espíritu) y «abajo» (cuerpo), entre el «cielo» y la «tierra», entre el «principio espiritual» y el «principio corporal». Recientemente, Alain Cugno ha puesto de manifiesto que, históricamente, el cristianismo primitivo, con las numerosas direcciones doctrinales y morales que se detectan en él, se mostró incapaz o, al menos, tuvo serias dificultades para pensar el cuerpo humano de una manera coherente y unitaria13. Y esta dificultad inicial, con variaciones y modalidades muy diferentes, se mantuvo prácticamente en toda su historia posterior. Las tendencias básicas que fundamentan (tradición griega y tradición semita) el cristianismo lo mantendrán en un perpetuo estado de irreconciliación y desgarramiento internos, que nunca llegará a superar completamente. En los inicios del cristianismo el primer obstáculo consistente que

11. Véase Schrey, o.c., p. 641. Cf. lo que hemos expuesto con anterioridad sobre la comprensión del cuerpo en algunas direcciones intelectuales del pensamiento griego. 12. Véase la aproximación general a esta temática de M. Bernos, C. de la Roncière, J. Guijon y P. Lécrivain, Le fruit défendu. Les chrétiens et la sexualité de l’antiquité à nos jours, Paris, Le Centurion, 1985. 13. Véase Cugno, o.c., p. 147.

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se le presentó fue la falta de un criterio admitido con unanimidad que, aplicado a la vida cotidiana de los cristianos, les permitiera distinguir con cierta claridad entre la «carne» y el «cuerpo» sin que, acto seguido, no se diera la «desaparición» de la corporeidad del cuerpo o, al menos, una situación de manifiesta dependencia del «elemento corporal» respecto al «elemento anímico o espiritual». En relación con este dilema, Cugno se pregunta: «Si el cuerpo no es la carne, ¿cómo alcanzar una diferencia específica entre estos dos términos sin enunciar, de una manera u otra, que el cuerpo es la carne menos su carácter corporal, o que la carne es el cuerpo reducido a su corporeidad?»14. Este autor apunta un segundo obstáculo que, históricamente, ha dificultado la concreción práctica de la originalidad del cristianismo en medio de la vida cotidiana de hombres y mujeres: la distinción entre «arriba» y «abajo»; distinción que según su opinión, en la convivencia cotidiana de los cristianos, anuló o, al menos, diluyó la verdadera novedad de la Buena Nueva evangélica, que se caracteriza por el hecho de irrumpir en este mundo «in-corporándose» la carne humana, con el anuncio de la proximidad de Dios (Lc 10, 9; etc.), la cual, por lo demás, ya se encuentra entre nosotros (Lc 17, 21)15. Evangélicamente hablando, eso equivale a decir que, a partir de la encarnación del Hijo de Dios, «arriba» se encuentra «abajo», o lo que, con una terminología metafórica más plástica, es lo mismo: la distinción entre el «cielo» y la «tierra» ha sido completamente superada: ya se da (o, al menos escatológicamente, se dará) la plena coincidencia del «cielo nuevo» y la «tierra nueva»16. Cugno ejemplifica de manera interesante la superación del dualismo tradicional («arriba»-«abajo») por mediación de la cuestión del perdón de los pecados. Lo que propone el evangelio en relación con este tema no es meramente un precepto moral. No se trata por consiguiente de una recomendación de este tipo: «Perdonaos mutuamente vuestras ofensas» o «sed misericordiosos los unos con los otros». Lo que Jesús quiere expresar en relación 14. Ibid., p. 147. 15. Sobre lo que sigue, cf. ibid., pp. 147-148. X. Lacroix, Le corps de chair. Les dimensions éthique, esthétique et spirituelle de l’amour, Paris, Cerf, 1992, pp. 11-12, hace notar que «aunque, desde sus mismos orígenes, el cristianismo se caracterizó por el hecho de poner en cuestión los esquemas dualistas de la cultura griega a través de la cual se expresaba, esta tarea crítica fue y continúa siendo necesaria porque el dualismo renace incesantemente. Tiene raíces profundas en el psiquismo y en la inteligencia humanos. El pensamiento siempre tiende a concretarse mediante oposiciones cómodas que empobrecen todas las nociones y ocultan tanto la paradoja cristiana como la humana, siendo la primera la expresión última de la segunda». 16. Véase Cugno, o.c., p. 147.

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con el perdón de los pecados es: «Ahora, vosotros tenéis el poder de perdonaros las ofensas los unos a los otros, lo cual antes estaba reservado sólo a Dios». De otro modo, resulta incomprensible la indignación de los fariseos ante la actitud perdonadora de Jesús. En efecto, los fariseos —de acuerdo con la opinión de Cugno— se indignan mucho menos por el hecho de que Jesús cure en sábado que por el hecho de que se atreva a decir al paralítico: «Te son perdonados tus pecados» (Mc 2, 1-2; Mt 9, 1-8; Lc 5, 17-26). Gracias a la encarnación de Jesucristo —el Hombre para los otros—, el cuerpo mortal del ser humano no sólo es el objeto del perdón de Dios, sino que el mismo cuerpo también ha sido constituido en sujeto activo la acción de perdonar y establecer relaciones misericordiosas. Creemos que es una evidencia incontestable que la radical distinción entre «cuerpo» y «alma» tan presente en el mundo griego fue asumida por algunas corrientes del cristianismo naciente. Muchos aspectos de la visión griega del mundo relacionadas con el cuerpo y la sexualidad fueron incorporados por diferentes grupos cristianos que, de esta manera, negaban prácticamente la novedad que había predicado el Nazareno. Además debe tenerse en cuenta que, a pesar de su supuesto «espiritualismo», en las distintas épocas y circunstancias en las que la ideología anticorporal adquirió vigencia en el seno del cristianismo, no se consolidó de verdad la vida de los cristianos en la doble dirección de «amor a Dios» y «amor al prójimo». Sobre esta cuestión, Heinrich Rombach escribe: La concepción de «alma y cuerpo» tampoco sirve, como a veces se supone, para la vida religiosa, puesto que la religiosidad auténtica se aferra inamoviblemente al cuerpo, y, como por ejemplo en las buenas formas del cristianismo, se interesa por la «resurrección del cuerpo», es decir, sólo puede pensar una «eternidad» que también contenga el cuerpo. Si, por el contrario, la religiosidad se reduce a una pura preocupación por el alma, se convierte en un reduccionismo y una desfiguración que probablemente tiene efecto en todas las partes y contenidos de la teología17.

3.2.1. San Pablo Es una evidencia que se impone por su propio peso que, en los inicios de los años cincuenta del siglo I, la figura de Saulo de Tarso, judío de la diáspora y, posiblemente, ciudadano romano, posee una excepcional importancia tanto para la concreción doctrinal del cristianismo 17. H. Rombach, El hombre humanizado. Antropología estructural, Barcelona, Herder, 2004, p. 304.

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naciente como para su expansión fuera de las fronteras geográficas de Palestina18. Saulo, que después de su conversión al cristianismo recibió el nombre de Pablo, fundamentó la legitimidad de su misión en la fuerza de una revelación personal de Jesucristo cuando se encontraba de camino hacia Damasco con poderes de las autoridades judías para detener a los partidarios de la nueva religión cristiana. Él mismo lo expresa con suma claridad: «Pablo, apóstol no por parte de los hombres ni por mediación de hombre alguno, sino por Jesucristo y por Dios Padre, que le resucitó de entre los muertos [...] Os hago saber, hermanos, que el evangelio que yo os he predicado no es doctrina humana, pues no lo he recibido ni aprendido yo de ningún hombre, sino por revelación de Jesucristo [...], que, desde el vientre de mi madre, me separó y me llamó con su gracia, le plugo revelarme su Hijo, para que yo lo predicase a las naciones» (Gál 1, 1, 11-12, 15-16). No cabe la menor duda de que Pablo es uno de los personajes más importantes, geniales y controvertidos de toda la historia de la humanidad. Se trata de un individuo con enormes e irreconciliables contrastes, que van desde la dureza más abrupta y desencarnada hasta la ternura más sublime y maternal. Peter Brown ha puesto de manifiesto que ningún autor judío ha mostrado un «sentido agónico» tan agudo como él; sentido agónico que, especialmente, se manifiesta en toda su radical contundencia en el cap. 7 de la epístola a los Romanos, en donde, de una manera autobiográfica y sin concesiones, presenta la obstinada resistencia y la cerrazón autosuficiente del corazón humano a la voluntad de Dios. «Bien conozco que nada de bueno hay en mí, quiero decir, en mi carne. Pues aunque hallo en mí la voluntad para hacer el bien, no hallo cómo cumplirla, por cuanto no hago el bien que quiero; antes bien el mal que no quiero [...] Veo otra ley en mis miembros, que lucha contra la ley de mi mente y me sojuzga a la ley del pecado, que está en los miembros de mi cuerpo» (Rm 7, 18-19. 23). Este texto, que denota unas singulares y, según cómo, inquietantes facultades de introspección psicológica, Brown lo comenta de la siguiente manera: «Pablo presenta un corazón humano hasta tal punto endurecido y con tal profundidad como no se conocían en el judaísmo contemporáneo»19. No puede sorprender que una personalidad tan 18. Queremos señalar el interés del libro de Taubes (o.c.) para captar, ni que sea con una cierta exageración por parte de este autor, la importancia decisiva de Pablo para la configuración del cristianismo primitivo y, en positivo y en negativo, el cristianismo de todas las épocas. 19. Brown, o.c., pp. 77-78. Sobre el cuerpo en san Pablo y, más concretamente aún, en la primera epístola a los Corintios, cf. los estudios reunidos por V. Guénel, Le corps et le corps du Christ dans la première épître aux Corinthiens, Paris, Cerf, 1983.

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fuerte como ésta, positiva y negativamente, haya intervenido de manera decisiva en la comprensión del cuerpo humano de toda la posteridad cristiana. Dará lugar a posiciones todavía mucho más radicales que la suya propia, las cuales, con harta frecuencia, convertirán la vida cristiana en un espacio herméticamente cerrado y muy alejado del mensaje de misericordia y consuelo predicado y practicado por el Maestro de Nazaret. Pablo no sólo fue importante para el nacimiento y la historia del cristianismo. Una larga lista de prestigiosos personajes como, por ejemplo, Agustín, Lutero, Calvino, Pascal, Kierkegaard, etc., basaron su reflexión en la herencia paulina. Indirectamente, a través del luteranismo, otros muchos pensadores (Kant, Hegel, Heidegger y, en radical oposición a él, Nietzsche) sufrieron el impacto de sus impresionantes epístolas. En la actualidad, a menudo al margen de las confesiones cristianas establecidas, los escritos paulinos son leídos por filósofos y juristas procedentes de universos muy diferentes como, por ejemplo, Carl Schmitt, Jacob Taubes, Alain Badiou, Giorgio Agamben, Jean-François Lyotard, etc., que encuentran en su teología el punto de partida de las posiciones político-religiosas que, a lo largo de los siglos, se han impuesto en la cultura occidental20. 3.2.1.1. La comprensión del cuerpo de san Pablo En el Nuevo Testamento aparecen dos términos griegos para designar el cuerpo humano: sôma y sarx, que no mantienen unas significaciones consolidadas y constantes, sino que, a menudo, muestran unas notables oscilaciones de un vocablo al otro21. Michel Bouttier sostiene que estos dos términos oponen una resistencia tozuda (opiniâtre) a Sobre la exégesis de esta epístola, en particular del cuerpo, véase P.-A. Février, «Histoire et exégèse. À propos de 1 Co», en Guénel (ed.), o.c., pp. 161-186. Cf. también Fiorenza y Metz, o.c., pp. 675-680; Brown, o.c., pp. 74-90. 20. Indicamos sólo los títulos de algunas obras que recientemente se han ocupado del pensamiento paulino: Taubes, o.c.; A. Badiou, Saint-Paul, la fondation de l’universalisme, Paris, PUF, 1997; G. Agamben, Le temps qui reste. Un commentaire à l’épître aux Romains, Paris, Payot, 2000. No puede olvidarse la enorme influencia que el comentario de Karl Barth a la epístola a los Romanos (1919) ha ejercido en algunas de las mentes más lúcidas e inquietas de Occidente (cf. J.-C. Monod, «Destin du paulinisme politique: K. Barth, C. Schmitt, J. Taubes»: Esprit, febrero 2003, pp. 113124). Este número de la prestigiosa revista Esprit ofrece algunas contribuciones muy interesantes (St. Breton, M. Foessel, J.-C. Monod, P. Ricoeur) sobre «l’événement saint Paul: juif, grec, romain, chrétien». 21. Véase el instructivo artículo de D. Lys «L’arrière-plan et les connotations véterotestamentaires de sarx et de sôma», en Guénel (ed.), o.c., pp. 47-70.

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nuestros esfuerzos de clasificación y clarificación22. En los escritos neotestamentarios sôma acostumbra a referirse al cuerpo viviente, al cuerpo de Cristo, la Iglesia, la realidad en oposición a las apariencias. Pero, al mismo tiempo, también se utiliza para designar el cadáver. Por otra parte, con cierta frecuencia, aunque no siempre, sarx indica la carne, la naturaleza pecaminosa del hombre, la inmoralidad sexual, el deseo sexual sin freno ni medida, etc.23. Sin embargo, al mismo tiempo y sin connotaciones negativas, sirve para designar la naturaleza humana, la filiación terrestre de los humanos, el impulso sexual, la raza humana, etc. De manera muy esquemática puede afirmarse que las connotaciones del «cuerpo» (sôma) son más bien positivas, mientras que las de la «carne» (sarx) acostumbran a tener resonancias negativas. Así, por ejemplo, cuando Pablo habla del «cuerpo», quiere indicar en primer lugar las manifestaciones externas del hombre (Gál 6, 17; 1 Co 9, 27) en la espaciotemporalidad que le es propia. El «cuerpo» (sôma) es la persona humana en tanto que se encuentra ubicada en un nexo de relaciones y reciprocidades que, desde el nacimiento hasta la muerte, son imprescindibles para la configuración de su existencia («generación»: 1 Co 6, 16; «muerte»: Rm 7, 24)24. Este vocablo viene a ser una especie de resumen: expresa al hombre entero en su corporeidad (Käsemann). En cambio, la «carne» (sarx) formula el hecho de que el ser humano siempre se encuentra sometido a la ambigüedad del mundo (el mundo como tentación), que es tanto como indicar su propia ambigüedad. Por eso, muchos autores mantienen la opinión de que, en la antropología paulina, el «cuerpo» (sôma) pone de manifiesto sobre todo, aunque no exclusivamente, la posición de la persona concreta que se ha decidido por Dios o contra Dios. Klaus Berger escribe:

22. Véase M. Bouttier, «Incarnation, incorporation, insoiration en 1 Corinthiens. Reprise théologique du thème», en Guénel (ed.), o.c., pp. 260-261. 23. Michel Bouttier apunta que «sarx asocia al hombre a la extensión polimorfa de la obra de Dios, animal o psíquica. Obra del acto creador, designa precisamente lo que, siendo de Dios, no es Dios; es susceptible de mudarse en poder tanto de vitalidad como de muerte. Tanto se la puede percibir como una amenaza suprema como, tocada por el aliento divino, tiende hacia el ser, casi como sinónimo de sôma. En un extremo, Pablo la excluye categóricamente del Reino (1 Co 15, 50), en el otro, sobre todo en los pasajes en que aflora el sustrato del Antiguo Testamento, la carne es susceptible de vocación como, por ejemplo, en 1 Co 6, 16; 15, 39» (Bouttier, o.c., p. 261). 24. V. Guénel, «Tableau des emplois de sôma dans la première Lettre aux Corinthiens», en Guénel (ed.), o.c., p. 82, pone de relieve que sôma en la literatura paulina se usa tanto para designar el cuerpo humano y el yo humano como para referirse a la comunidad cristiana en su conjunto.

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Para Pablo, el cuerpo es una palabra que se refiere a todo el hombre; no se trata de la cerrazón que sugiere nuestro concepto de persona, sino que indica un ser de contacto (Kontaktwesen) en relación con el prójimo (Mitmensch), con Dios y con el pecado [...] El cuerpo del hombre jamás se encuentra recluido en la exterioridad ni es autónomo en el sentido moderno del término, sino que es el ámbito de la señoría (Herrschaftsbereich) o bien de Dios o bien del pecado. La corporeidad significa la experiencia de la dependencia (Abhängigkeitserfahrung), y la renovación del cuerpo no es sino un cambio que ha tenido lugar en las relaciones del hombre25.

Por consiguiente, el cuerpo humano es el «ámbito de relaciones o de contactos» donde se dan cita la interioridad y la exterioridad características del ser humano. Referirse a la conversión significará en primer lugar una renovación en profundidad de la relacionalidad humana, es decir, de aquel espacio terapéutico en el que confluyen todas las oposiciones de lo humano, a fin de que pueda convertirse, siempre provisionalmente, en un ser armónico en la responsabilidad y el cuidado del otro. En la epístola a los Romanos, no sin una considerable dosis retórica, Pablo se pregunta: «¿Quién me libertará de este cuerpo de muerte?» (7, 24). La antítesis entre el espíritu y la carne que presenta el Apóstol constituye un «resumen teológico» especialmente ominoso (Betz). La imagen de guerra incesante de la carne contra el espíritu y del espíritu contra la carne quiere ser en la pluma de Pablo una expresión de la resistencia desesperada que el hombre ofrece a la voluntad salvadora de Dios. En este inacabable combate el cuerpo no es el único culpable, pero ciertamente, a causa de su misma debilidad y fragilidad, se encuentra bajo la sombra de una fuerza poderosa y casi invencible: la carne. En toda la historia posterior del cristianismo, a partir de aquí, la inquietante asociación del cuerpo con la carne manifestará, por un lado, la congénita debilidad del cuerpo, y, por el otro, la carne como expresión del desamparo e, incluso, de la rotunda rebelión del ser humano contra la voluntad y los designios de salvación de Dios26. Pablo no se interesa por la cuestión típicamente griega en torno a la insalvable oposición del alma y del cuerpo, sino que todas sus preocupaciones, mediante la «opacidad apasionada de su lenguaje» (Brown), se centran alrededor del hombre que se halla escindido entre 25. K. Berger, Historische Psychologie des Neuen Testaments, Stuttgart, Katholisches Bibelwerk, 1991, p. 84; cf. ibid., pp. 85-92. 26. Véase Brown, o.c., pp. 79-80.

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la carne y el espíritu. En efecto, el ser humano deja transcurrir su vida fugaz e inconsistente viviendo «según la carne» porque se encuentra atrapado por la tiranía de un conjunto de poderes semiinvisibles alzados contra la señoría y la majestad de Dios en el mundo. El núcleo central del mensaje evangélico de Pablo consiste precisamente en la exigencia que los hombres abandonen la vida «según la carne» y adopten la libertad de la vida «según el espíritu». Este cambio de perspectiva existencial constituye el contenido de la vida en Cristo. En ese momento, se convertirán en unas nuevas criaturas, sin que, a partir de entonces, tengan la menor importancia las diferencias de raza, nacionalidad, rango social o sexo, porque la unión orgánica y sin fisuras de todos ellos como verdadero cuerpo en Cristo se habrá convertido en la cuestión decisiva; tendrá lugar entonces la perfecta realización del «hombre interior» en detrimento del «hombre carnal», que así se verá desposeído tanto de su fragilidad congénita como de su rebelión contra la señoría de Dios. «Cuantos fuisteis bautizados en Cristo, os revestisteis de Cristo. No hay judío, ni griego; ni siervo, ni libre; ni hombre, ni mujer. Porque todos vosotros sois uno en Cristo Jesús» (Gál 3, 27)27. Una de las consecuencias directas del trastrocamiento de las relaciones del ser humano con Dios es la perversión de sus relaciones con el propio cuerpo y con el cuerpo de los otros28. En el comienzo de la epístola a los Romanos Pablo señala con especial agudeza esta situación: los paganos «cambiaron la gloria del Dios incorruptible por lo representado en la imagen de un hombre corruptible, de aves, cuadrúpedos y reptiles. Por eso, Dios los entregó a los deseos de su corazón, a los vicios de la impureza, en tal grado que deshonraron ellos mismos sus propios cuerpos [...] Por eso los entregó Dios a pasiones infames. Pues sus mismas mujeres invirtieron el uso natural en el que es contrario a la naturaleza. Del mismo modo también los varones, desechando el uso natural de la hembra, se abrasaron en amores brutales de unos 27. El «nuevo ser» del hombre que propugna Pablo no consiste en el rechazo de la corporeidad, «sino en una nueva corporeidad, íntimamente vinculada con una nueva libertad. Esta nueva corporeidad no se agota mediante una simple certeza, sino que se encuentra ordenada a la acción» (Berger, o.c., p. 85). 28. «El cuerpo del cristiano individual es, en el cuerpo que es la comunidad, un órgano de contacto (Kontaktorgan) con los otros, y con ellos constituye el cuerpo de la comunidad. Por eso, el cuerpo es mucho menos lo privado que lo que sirve de mediación [...] El cuerpo es la manera concreta como nosotros nos encontramos en contacto con los otros. Ya sea mediante el pecado o bien mediante Cristo, se establecerá esta relación a partir de la injusticia o, por el contrario, a partir de la justicia» (Berger, o.c., p. 86).

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con otros, cometiendo torpezas nefandas varones con varones, y recibiendo en sí mismos la paga merecida de su obcecación» (Rm 1, 2324.26-27). Eso es así porque, para Pablo, el cuerpo no es un ente neutral situado entre la naturaleza y la ciudad, sino que, propiamente, ha de ser como «hombre nuevo» el «templo del Espíritu Santo» (1 Co 6, 19), el lugar en el que se actualice en la vida cotidiana la nueva relacionalidad de Dios con los hombres, y de éstos con el prójimo29. En relación estrecha con la problemática del cuerpo, Pablo presenta su doctrina sobre el celibato y el matrimonio30. Sus códigos de conducta sexual fueron tomados directamente de la praxis matrimonial judía; una praxis que, reforzada con las posteriores aportaciones de san Agustín, dominará durante muchos siglos la doctrina cristiana sobre el cuerpo, la sexualidad y el matrimonio. Parece ser que la situación de la «Iglesia de los santos de Corinto» —un «guirigay sociológico» (Brown)— fue el desencadenante de la toma de posición de Pablo sobre esta vidriosa problemática. Ante la caótica situación en la que vivían los corintios, es posible que algunos miembros de aquella comunidad propusieran al mismo tiempo una separación radical de los cristianos de la comunidad y una completa renuncia al matrimonio. Parece ser que la argumentación que presentaban en este debate era: sólo mediante la disolución de la familia y la total abstención de prácticas sexuales sería posible alcanzar la perfección que correspondía a aquella «nueva criatura», que tenía como meta de su existencia una vida totalmente injertada en el «cuerpo de Cristo». Pablo tomó parte en la polémica de Corinto cuyas consecuencias, como se desprende de la historia posterior del cristianismo, se han dejado sentir en los planteamientos morales posteriores. Por un lado, él no acepta el radicalismo de los corintios que intentaban suprimir el matrimonio de los cristianos, pero, por el otro, admite que «loable cosa es en el hombre no tocar mujer» (1 Co 7, 1) e, incluso, aconseja a sus seguidores: «En verdad me alegraría que fueseis todos tales como yo mismo» (1 Co 7, 7), que vive en el celibato. A continuación, sin embargo, matiza esta afirmación argumentando que no todos han recibi29. Véase Brown, o.c., pp. 83-84. «¿No sabéis que vuestros cuerpos son miembros de Cristo?» (1 Co 6, 15). 30. Para comprender la intención más profunda del pensamiento de san Pablo, debe tenerse en cuenta que estaba convencido de que el final de los tiempos era inminente. En este sentido, el texto de 1 Co 7, 29-35 ocupa un lugar central. «Lo que digo, hermanos, es que el tiempo es corto; lo que importa es que los que tienen mujer vivan como si no la tuviesen [...]; los que se huelgan, como si no se holgasen; los que hacen compras, como si nada poseyesen [...], porque la pompa de este mundo pasa, y yo deseo que viváis sin preocupaciones».

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do ese don de Dios. Según su opinión y dando prueba de un cierto elitismo, la gracia suprema del celibato era algo demasiado precioso para que pudiera extenderse al conjunto de los miembros de la Iglesia. En el pensamiento de Pablo, por consiguiente, podemos establecer una distinción entre una posición personal y una posición social. Personalmente, se muestra claramente favorable al celibato absoluto como anticipación del Reino escatológico31. Pero, socialmente, se inclina por el mantenimiento del matrimonio porque cree que «es más seguro que el celibato irreflexivo»32. Elaine Pagels hace notar que «Pablo, igual que Jesús, alentaba el celibato no porque aborreciera la carne (lo que en mi opinión no hizo) sino por su acuciante interés en la tarea práctica de proclamar el evangelio»33. En cualquier caso, sin embargo, esa ambigua posición influirá negativamente en los códigos morales de la tradición cristiana no sólo en la Edad Media, sino hasta nuestros días. Cada vez más, a partir de los lejanos tiempos de Pablo, el matrimonio se presentará como un remedio contra la concupiscencia que, en él mismo, con cierta frecuencia, será considerado como una ocasión próxima de lascivia a causa de la «satanización» a la que se había sometido la sexualidad. Ha de tenerse en cuenta, como pone de relieve Klaus Berger, que para san Pablo, al contrario de lo que sucede en la actualidad, la sexualidad no es valorada como la relación entre personas individuales o como la realización de la propia personalidad, sino que, siguiendo la tradición del Antiguo Testamento, posee una función meramente reproductora y social. Después de la muerte de Pablo, aproximadamente el año sesenta, empezaron a circular epístolas escritas por discípulos suyos, pero que, para tener autoridad en las comunidades, estaban firmadas con su nombre. Directa o indirectamente, uno de los temas recurrentes de 31. Para Pablo «el matrimonio era una ‘vocación’ carente de encanto. No merecía demasiada atención mientras la época se deslizaba silenciosamente hacia su final. El propio ‘acortamiento del tiempo’ muy pronto la suprimiría» (Brown, o.c., p. 90). Por su parte Despland, o.c., pp. 208-209, escribe que «el cristianismo se separó de su herencia judía en un punto esencial. San Pablo, ciudadano romano, judío de la diáspora, célibe, no ve en su celibato una tara, sino que lo reivindica con orgullo. De esta manera rompe con las enseñanzas de los rabinos, para los cuales el matrimonio era un deber. Aún hizo más: no se limitó a afirmar el valor de la elección que había hecho (o el estado al que le habían conducido las circunstancias), sino que vio en ella la mejor alternativa, y presentó el matrimonio como una concesión hecha a la debilidad de los hombres, no un bien, sino un mal menor (1 Co 7, 1-9)». 32. Brown, o.c., p. 88. «Sí que digo a las personas no casadas o viudas: bueno les es si así permanecen, como también permanezco yo. Mas, si no tienen dominio de sí, cásense. Pues más vale casarse que abrasarse» (1 Co 7, 7-8). 33. E. Pagels, Adán, Eva y la serpiente, Barcelona, Crítica, 1990, p. 45.

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estos escritos es que la irrupción repentina del final de los tiempos que Pablo consideraba inminente no había sucedido ni se vislumbraba que sucedería en un futuro inmediato34. Entonces, de manera muy especial en la epístola a los Efesios, los discípulos del Apóstol, manteniendo e incluso reforzando la rotunda sumisión de la mujer al hombre35, llevaron a cabo una encendida apología de la familia, formulando una analogía entre las relaciones de marido y mujer y las que mantenían Cristo y la Iglesia. De esta manera se pretendía establecer las condiciones necesarias para garantizar la continuidad de la tradición cristiana y, más tarde incluso, para el establecimiento de una «sociedad cristiana» que fuera, políticamente, eficaz. «Maridos, amad a vuestras mujeres, así como Cristo amó a su Iglesia, y se sacrificó por ella [...] Los maridos deben amar a sus mujeres como a sus propios cuerpos. Quien ama a su mujer, a sí mismo se ama. Ciertamente que nadie aborreció jamás a su propia carne; antes bien la sustenta y cuida, así como también Cristo a la Iglesia, porque nosotros somos miembros de su cuerpo» (Ef 5, 25.28-30)36. A partir del siglo II en la Iglesia se inició una nueva etapa marcada al mismo tiempo por la diferenciación y la asimilación respecto a las formas de vida que imperaban en las sociedades de aquel tiempo. En el siglo IV, cuando el cristianismo, no sin oposición, se convierta en la «religión oficial» del Imperio, la Iglesia, al menos teóricamente, impondrá sus puntos de vista sobre el cuerpo y la sexualidad. 3.2.2. Encarnación A pesar de todas las vicisitudes que, a partir del siglo I, ha experimentado el cristianismo en su largo camino histórico, no cabe la menor duda de que, en medio de la enorme diversidad de posiciones teológicas y de comportamientos éticos, la doctrina de la encarnación del Hijo de Dios ha sido el factor determinante y central de todas las interpretaciones que se han hecho del mensaje cristiano37. No sólo en 34. «A finales del siglo I, los cristianos se encontraron con que estaban obligados a crear por sí mismos el equivalente de la ley judía para poder sobrevivir como un grupo reconocible, distinto de los paganos y de los judíos» (Brown, o.c., p. 94). 35. Cf., por ejemplo, Ef 5, 22-24; Col 3, 18; 1 Ti 2, 11-13.15. De una manera u otra, se procede a la recuperación del antifeminismo tradicional del mundo griego y del mundo semita. 36. Según J. M. Gager, la figura de san Pablo que aparece en los escritos de estos años es la «de un apóstol completamente domesticado» (cit. Brown, o.c., p. 92). 37. Sobre la problemática actual en torno a la encarnación, véase el exhaustivo artículo de A. Cozzi «Il Logos e Gesù: Alla ricerca di un nuovo spazio di pensabilità

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los escritos del Nuevo Testamento, sino también en lo que podríamos llamar el «cristianismo histórico», la encarnación, el «hacerse carne» de Dios, al menos teóricamente, nunca ha dejado de constituir el aspecto central y más original de la religión cristiana. La encarnación del Hijo de Dios es la «in-corporación» del mismo Dios en la historia humana, que asume la forma característica de presencia en el mundo que es propia del ser humano: el cuerpo como realidad histórica. El hecho innegable de que, en diferentes épocas históricas, el cristianismo considerase el cuerpo como algo despreciable, indigno e, incluso, vil se debe a causas de naturaleza muy diversa y, en la mayoría de los casos, conectadas con el talante religioso que imperaba en algunos círculos «espiritualistas», no específicamente cristianos, entre los siglos III a. C. y III d. C38. Sin embargo, ha de quedar muy claro que, de acuerdo con el núcleo central del mensaje cristiano (la encarnación del Hijo de Dios), la actitud negativa hacia el cuerpo ha constituido —y aún constituye— una posición anticristiana, una rotunda negación de la «esencia del cristianismo», un intento por comprender y vivir el mensaje evangélico en términos gnósticos, es decir, en el sentido más fuerte del vocablo: «amorales», alejados de cualquier preocupación ética39. Teniendo en cuenta el medio religioso, social y psicológico en el que irrumpió el cristianismo, no puede sorprender que Michel Henry cualifique de «proposición alucinante» la afirmación central del prólogo del evangelio de san Juan (1, 14) que constituye, en realidad, la piedra de toque del mensaje evangélico: «El Verbo se hizo carne»40.

dell’incarnazione»: Scuola Cattolica 130 (2002), pp. 77-116. A pesar de los numerosos años transcurridos desde su primera edición, el libro de G. Parrinder Avatar y encarnación. Un estudio comparativo de las creencias hindúes y cristianas, Barcelona/ Buenos Aires/México, Paidós, 1993, ofrece algunas perspectivas interesantes sobre los modelos de encarnación propios de la India (hinduismo y budismo) y del cristianismo. 38. Es algo bien conocido que las variadísimas formas de gnosis fueron los factores más decisivos para la demonización del cuerpo que sufrió no sólo el cristianismo primitivo, sino también sus sucesivas configuraciones históricas. 39. Desde una perspectiva fenomenológica, véase la excelente y completa contribución de M. Henry, Encarnación. Una filosofía de la carne, Salamanca, Sígueme, 2001, a la comprensión del tema central y esencial del cristianismo: la encarnación, sobre todo a partir de Jn 1, 14: «El Verbo se hizo carne». Este pensador pone de manifiesto la inaceptabilidad de la encarnación tanto desde una perspectiva griega como judía. 40. Henry, o.c., p. 12. Ha de tenerse en cuenta que Henry distingue entre «cuerpo» (corps) y «carne» (chair) justamente porque pone todo el acento en el hecho de «hacerse carne». «Carne y cuerpo se oponen como el sentir y el no sentir: por un lado, lo que goza de sí; por otro, la materia ciega, opaca, inerte» (ibid., p. 11).

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La incompatibilidad radical del concepto griego de Logos con la idea de su eventual encarnación alcanza su paroxismo tan pronto como esta última reviste la significación que le es propia en el cristianismo, la de conferir la salvación. Tal es, en efecto, la tesis que se puede afirmar como «crucial» del dogma cristiano y el principio de toda su «economía»41.

Desde la perspectiva judía, la ruptura dogmática y ética entre el judaísmo y la secta de Cristo también fue provocada por la encarnación. «El hecho de que el Eterno, el Dios lejano e invisible de Israel, aquel que siempre disimula su rostro bajo las nubes o tras las zarzas, cuya voz a lo sumo se oye, venga al mundo cargándose de un cuerpo terrestre para sufrir el suplicio de una muerte ignominiosa reservada a los malvados y esclavos, he aquí que resulta igual de absurdo tanto para un rabino erudito como para un sabio de la Antigüedad pagana»42. El judaísmo, al menos el de signo profético y rabínico, rechazó completamente el dualismo «ontologista» de procedencia griega (contraposición «cuerpo-alma»), pero sí que aceptó otro de carácter ético, que consistía en la afirmación de la radical alteridad (trascendencia) de Dios respecto a todo lo que era humano y terreno. Desde esta manera de ver las cosas, la encarnación del Hijo de Dios, la asunción histórica de una carne mortal, constituía la blasfemia más imperdonable y terrible que podía proferir la criatura humana. Por consiguiente no resulta nada extraño que Jesús de Nazaret fuera condenado a muerte por las autoridades judías: «Nosotros [las autoridades judías] tenemos una ley, y según esta ley debe morir, porque [Jesús] se ha hecho hijo de Dios» (Jn 19, 7)43. A partir de la persona de Jesucristo, la lejanía trascendente de Dios se ha concretado históricamente en un dato corporal e inmanente, y, como consecuencia de su encarnación, es decir, en virtud del parentesco que ha adquirido con toda la humanidad, todos los hombres y mujeres se han convertido en trascendencias corporales en medio de sus historias cotidianas. 41. Ibid., p. 13. Comentando la frase del evangelio de san Juan «El Verbo habitó entre nosotros», Henry afirma: «Es así como, al hacerse carne, el Verbo se ha hecho hombre y, asumiendo nuestra condición carnal, ha establecido de esta forma su ser-encomún con los hombres, su ‘habitación’ entre ellos» (p. 23). De esta manera Henry pone de relieve otra cuestión sumamente importante desde una perspectiva cristiana: «La revelación de Dios a los hombres es aquí [en el prólogo del evangelio de san Juan] el hecho de la carne. La carne misma en cuanto tal es revelación» (p. 24). 42. Ibid., p. 15. 43. En Jn 10, 33 los judíos dijeron a Jesús: «No te apedreamos por ninguna obra buena, sino por la blasfemia, porque tú, siendo hombre, te haces Dios». Véase también Mt 26, 65.

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No sólo en los tres evangelios sinópticos (Marcos, Mateo y Lucas), sino también en el evangelio de Juan, el aspecto nuclear de la Buena Nueva de Jesús de Nazaret se centra alrededor de la afirmación positiva de la espaciotemporalidad del ser humano, lo cual implica que son las historias vividas por el cuerpo humano las que constituyen la mediación idónea para obtener su salvación. Una salvación que, evidentemente, comporta la curación —la salud— de las heridas que siempre acompañan a la espaciotemporalidad como manifestación que es de la finitud inherente a la condición humana. Cuando el teólogo Friedrich Christoph Oetinger (1702-1782) afirmaba que «la corporeidad era el punto final de la obra de Dios», quería poner de manifiesto que la meta y corona definitivas de la creación eran el ser humano como espíritu encarnado. La renuncia al cuerpo o su demonización «tan frecuentes en determinadas formas, antiguas y modernas, del cristianismo histórico»44 implican una comprensión «angélica» y «no humana» (por no decir «inhumana») del Evangelio, la cual, con harta frecuencia y parafraseando una famosa pensée de Blaise Pascal, se ha resuelto en términos «bestiales»45. Con contundencia, Michel Henry ha expresado las consecuencias que se desprenden de la encarnación de Jesucristo, sobre todo en relación con la nueva forma de relación que se establece entre Dios y el ser humano: Con la definición del hombre como carne, se descubre en nosotros una nueva implicación. Si la Encarnación del Verbo significa la venida a la condición humana, lo que está en juego al mismo tiempo, dado que el Verbo es el de Dios, es la relación de Dios con el hombre. Mientras esa relación se establezca sobre un plano espiritual, mientras se despliegue desde el «alma», la psyché, «la conciencia», la razón o el espíritu humano hacia un Dios, Él mismo Razón y Espíritu, dicha relación resulta concebible. Su explicación resulta mucho más difícil si el hombre toma su sustancia propia de la carne. ¿Dónde reside la posibilidad de una relación interna entre este hombre carnal y Dios si este último se identifica claramente con el Logos? Esta doble definición planteada en el núcleo de la Palabra de Juan como definición de la relación Dios/hombre (u hombre/Dios) ¿no se enfrenta en su marcha con la disyunción instituida por el helenismo entre lo «sensible» y lo «inteligible»?46. 44. Véanse, por ejemplo, los datos aportados por E. R. Dodds, Paganos y cristianos en una época de angustia, Madrid, Guadarrama, 1975, pp. 52-60. Este autor manifiesta que «el menosprecio de la condición humana y el odio al cuerpo eran una enfermedad endémica en toda la cultura de la Antigüedad [grecorromana]» (ibid., p. 60). 45. «El hombre no es ni ángel ni bestia. Y quien hace el ángel, hace la bestia». 46. Henry, o.c., p. 20. «La dificultad crece vertiginosamente si, al examinar la palabra de Juan con más atención, se reconoce que no sólo se propone aquí la relación

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En un libro muy recomendable Daniel Innerarity, a raíz de la encarnación del Hijo de Dios, pone de relieve un aspecto muy interesante47. Jesucristo, como momento imprescriptible de su encarnación, asume también el cansancio como síntoma elocuente de la finitud y falibilidad que son propias de los humanos. En el mensaje cristiano, la fatiga deja de ser entendida como opacidad y desmoronamiento, para pasar a considerarse como un lugar de revelación de lo específicamente humano. Si Dios se ha hecho hombre, no es necesario dejar de ser hombre para aproximarse a Dios [...] La fatiga ha sido asumida por Cristo. Salvar la fatiga es liberarla de toda relación con la desesperación y el mal, normalizarla, devolverle el estatuto de condición humana inculpable48.

En relación con la encarnación, para reseñar que Jesús asume todos los aspectos de la condición humana uno de los pasajes más elocuentes de los evangelios es el encuentro de Jesús con la samaritana junto al pozo de Jacob (Jn 4, 1-42). Jesús, sumamente fatigado por la dureza del camino, revela a la samaritana, que no era un modelo de mujer de acuerdo con los parámetros de la ortodoxia religiosa de aquel entonces, el alcance y el contenido de su misión y, por encima de todo, le manifiesta que Él es el Mesías esperado por los hombres y mujeres de buena voluntad. Resulta ejemplar que Jesús asocie estrechamente la acción caritativa de la samaritana (el ofrecimiento de un vaso de agua) con la revelación de su misión específica de ser «buena nueva» para todos los seres humanos. Casi estamos tentados de aducir aquí el aforismo catalán: «Els cansats fan la feina»49. En la encarnación, la asunción del cansancio es un buen ejemplo de cómo Jesucristo acepta la condición humana en su totalidad y, además, vincula estrechamente el contenido de su mensaje de liberación a las «debilidades» que comporta el ser-hombre-en-el-mundo como son el cansancio, el hambre, la enfermedad y, por encima de todo, la muerte. En los momentos más turbios del nacionalsocialismo, tenía razón Dietrich Bonhoeffer cuando decía que «sólo nos puede salvar un Dios que

general entre Dios y el hombre bajo la forma absolutamente nueva de una relación entre el Verbo y la carne, sino que, más aún, esta relación paradójica se sitúa en el interior de una sola y misma persona, a saber, Cristo» (ibid.). 47. Véase D. Innerarity, Ética de la hospitalidad, Barcelona, Península, 2001, pp. 111-112. 48. Innerarity, o.c., p. 111. La referencia evangélica al cansancio de Jesús se encuentra sobre todo en Jn 4, 6: «Jesús, cansado del camino, sentose junto a la fuente». 49. «Los cansados hacen el trabajo».

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pueda morir», o, lo que viene a ser lo mismo: un Dios que pueda cansarse.

3.3. EL CUERPO EN LA TRADICIÓN CRISTIANA

En su bimilenaria historia y porque, sin duda, se trata de una religión histórica, el cristianismo —en realidad debería hablarse de «cristianismos»— ha presentado una gran cantidad de doctrinas antropológicas, teológicas y morales que, a menudo, se mostraban irreconciliables entre sí50. Fácilmente puede observarse que, en relación con el cuerpo humano, la tradición cristiana ofrece una notable variedad de discursos y prácticas, las cuales, de una manera embrionaria, pero con una enorme incidencia posterior, ya están presentes en los escritos neotestamentarios. Por eso creemos que, con referencia a la implantación del cristianismo en el mundo antiguo, es muy atinada y realista la siguiente advertencia de Peter Brown: Los estudios que tratan de la cristianización del mundo romano se equivocan completamente cuando conciben este proceso como si se tratara de un bloque único, que puede ser objeto de una descripción simple y completa y que, además, implica la posibilidad de una explica sencilla y exhaustiva51.

Resulta harto evidente que un número importante de escritores de los primeros siglos de la era cristiana, a pesar del lugar central y decisivo que conferían a la encarnación en el mensaje evangélico, continuaron manteniendo algunas pautas muy comunes en el mundo antiguo. Por ello mostraron actitudes sumamente reticentes ante el cuerpo y, de manera aún más explícita, ante el cuerpo de la mujer. Así, por ejemplo, Tertuliano, con la contundencia, por no hablar de zafiedad, que lo caracterizaba, refiriéndose al acto sexual, escribe: 50. El estudio de Brown El cuerpo y la sociedad, cit., passim, es fundamental para abordar esta problemática. Sin embargo debe tenerse en cuenta, como apunta su autor, que el tema propio de este libro no es el cuerpo, sino «la práctica de la renuncia sexual permanente [...] que se desarrolló entre los hombres y las mujeres de los círculos cristianos en el período comprendido entre un poco antes de los viajes misioneros de san Pablo, en las décadas 40-50 y 50-60, y un poco después de la muerte de san Agustín, en 430» (ibid., p. 9). 51. P. Brown, L’autorité et le sacré. Aspects de la christianisation dans le monde romain, Paris, Noêsis, 1998, p. 11. El autor ejemplifica magistralmente la precedente afirmación por mediación del primer estudio de ese volumen («La christianisation: énocés et mécanismes») (pp. 19-66).

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En único impacto de ambas partes, todo el cuerpo humano se agita y espumea semen, al unirse el humor corporal húmedo con la sustancia caliente del espíritu. Y luego (hablo de esto a riesgo de parecer indecoroso, pero no quiero perder la oportunidad de demostrar mi razón), [ya que el cuerpo y el alma fueron creados en el mismo momento] en la última oleada de placer con que acaba, ¿acaso no tenemos la sensación de que algo de nuestra alma ha salido de nosotros?52.

Giula Sissa ha escrito que, en relación con el cuerpo y la sexualidad, el cristianismo naciente, quizás ayudado por la teoría estoica del conocimiento, dio un paso decisivo respecto a los planteamientos platónicos53. En efecto, en Platón el problema es el deseo, mientras que en el cristianismo naciente (sobre todo para Tertuliano, pero también para Agustín de Hipona y Gregorio de Nisa) lo que plantea un verdadero problema es el placer. En el Filebo de Platón el placer es imposible porque gozar siempre es también desear y, por tanto, tener deficiencias y sufrir, en los Padres de la Iglesia, en cambio, el placer es irresistible porque desear ya es gozar, imaginar una presencia viva, agradable, excitante, cuyos efectos se dejan sentir realmente en el cuerpo54.

A partir del cristianismo, al menos de acuerdo con la opinión de Sissa, las fantasías sexuales adquieren una nueva y fundamental significación hasta entonces desconocida en el mundo griego: sueños y fantasías se transforman en auténticas realizaciones del deseo. Por eso mismo, san Agustín cree que la vida es una tentación permanente, tota temptatio, y el sueño erótico proporciona al sujeto la ocasión de sentir su propia impotencia ante el poder «preformativo» del deseo que en él se muestra55. 52. Tertuliano, De anima, 27, 5, cit. Brown, El cuerpo y la sociedad, cit., p. 38. Sobre la sexualidad en la Edad Media, cf. el importante estudio de J. A. Brundage Law, Sex, and Christian Society in Medieval Europe, Chicago/London, The University of Chicago Press, 1987. 53. Véase Sissa, o.c., pp. 106-111. «Entre Platón y los Padres de la Iglesia surgieron los estoicos. Y, gracias a ellos, se elaboró una teoría del conocimiento cuyos principios permitieron a los cristianos la elaboración de su ética y de su concepción de la sexualidad» (ibid., p. 111, con una importante bibliografía [nota 13] sobre esta problemática; cf. ibid., p. 117). 54. Ibid., p. 106. 55. Ibid., p. 110. A partir de una indudable influencia estoica, «para Agustín, la memoria nutre una pornografía interior, de circuito cerrado, cuya fruición puede ser dominada por la conciencia, pero que el dormir y los sueños favorecen fatalmente» (ibid., p. 117).

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El mundo romano en cuyo interior irrumpió el cristianismo ofrecía unas actitudes muy diferenciadas respecto al cuerpo y la sexualidad. Junto a innegables conductas y comportamientos desenfrenados, algunos individuos, sobre todo de las clases elevadas, eran partidarios de la continencia masculina a causa de la creencia médica de aquel entonces, según la cual la práctica sexual comportaba una pérdida del espíritu viril y vital56. El médico Sorano sustentaba que «los hombres que se mantienen castos son más fuertes y mejores que los demás y tienen mejor salud durante su vida»57. Contra los que opinan que la corrupción más rastrera y licenciosa era la atmósfera que imperaba en la vida familiar y social del mundo romano, debe subrayarse que, en sectores sociales bastante amplios, tenía vigencia un código sexual que, desde antiguo, había sido establecido por personas meticulosas y con una visión del mundo más bien estricta y moralizadora. En este sentido Peter Brown ha escrito: En los últimos siglos del Imperio Romano las clases altas vivían según un código sexual de contención y de decoro público a los que gustaba pensar que proseguía la austeridad viril de la Roma arcaica. La tolerancia sexual estaba fuera de lugar en el ámbito público58.

Estas notas sobre la sobriedad de las costumbres de los romanos no permiten conjeturar que la progresiva implantación del cristianismo en aquella sociedad fuese simplemente un cambio o sustitución de una sociedad menos represiva (la romana) por otra de más represiva (la cristiana). No, «lo que estaba en juego era una sutil transformación de la percepción del cuerpo como tal»59. En efecto, los romanos de las clases altas eran herederos de las concepciones sobre el cuerpo que, 56. Véase A. Rousselle, Porneia. Del dominio del cuerpo a la privación sensorial. Del siglo II al siglo IV de la era cristiana, Barcelona, Península, 1989, p. 26. 57. Sorano, cit. Brown, o.c., p. 40. Artemidoro escribió que un atleta muy conocido «soñaba con cortarse los genitales, vendarse la cabeza y ser coronado [vencedor] [...] Mientras se mantuvo virgen (aphthoroi) su carrera atlética fue brillante y distinguida. Pero en cuanto comenzó a tener relaciones sexuales, su carrera concluyó sin gloria» (cit. ibid.). 58. Ibid., p. 44. Un ejercicio escolar de la Galia de esta época presenta el discurso de un padre cuyo hijo lo ha deshonrado comportándose indignamente en un banquete: «¿Qué dirá la gente viendo tu comportamiento? Quien da consejo a los demás debe saber cómo dominarse a sí mismo. Tú has incurrido en una profunda vergüenza». Brown comenta: «El padre del joven no necesitaba ser cristiano para insistir en la conducta en público de su hijo con una rectitud puritana, más próxima a la que profesan los hombres en un país musulmán fundamentalista que a las románticas fantasías modernas sobre el Imperio Romano ‘decadente’» (ibid., p. 44). 59. Ibid., p. 54.

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siglos atrás, se habían originado e impuesto en Egipto y Grecia. De acuerdo con esta mentalidad, el cuerpo humano sólo era materia informe y poco valiosa, que se mantenía en buena salud durante un corto período de tiempo, gracias a la acción eficaz del alma vigorosa de la persona moralmente correcta. Por eso el cuerpo —y aquí había una diferencia fundamental con el cristianismo— no podía ser transformado, sino simplemente bien administrado60. No cabe la menor duda de que, aunque fuese por motivaciones muy diferentes, la excitación del deseo exclusivamente corporal era igualmente reprobada por paganos y cristianos. Para el cristiano el deseo, sobre todo el deseo pasional, denigraba el alma y la hundía definitivamente en el abismo más pernicioso e infernal; para el pagano significaba la aniquilación de las convenciones sociales, el desmantelamiento de la jerarquía, la confusión de las categorías [...], el desencadenamiento del caos, de la conflagración, del universus interitus61.

A finales del siglo II Clemente de Alejandría, buen conocedor de las diferentes corrientes del pensamiento griego, resumía admirablemente las expectativas que sobre el cuerpo mantenían los paganos: El ideal de continencia humana, me refiero a la que han alentado los filósofos griegos, enseña a resistirse a la pasión para no dejarse dominar por ella, y a adiestrar los instintos para perseguir objetivos racionales.

Sin embargo, este autor continuaba así: «Nosotros, los cristianos, vamos mucho más lejos. Nuestro ideal es no sentir en absoluto el deseo»62. La renuncia sexual de los cristianos, que se distinguía cuidadosamente de cualquier tipo de ascesis utilitarista de signo pagano, había de conducirlos a transformar profundamente el sentido de su cuerpo. Es aquí donde se produce su alejamiento respecto a la disciplina sexual antigua que, como hemos visto, tenía plena vigencia en amplios sectores de la vida pública romana. Los cristianos estaban convencidos de que el mensaje de Cristo había producido una fractura 60. Véase ibid., pp. 55-56. 61. C. Barton, cit. R. Sennett, Carne y piedra. El cuerpo y la ciudad en la civilización occidental, Madrid, Alianza, 1997, p. 97. 62. Clemente de Alejandría, cit. Brown, o.c., p. 56. Con las excepciones de rigor, creemos que al cristianismo histórico se le puede reprochar no haber puesto en práctica una sana y humanizadora pedagogía del deseo. Sobre la «pedagogía del deseo», cf. J.-C. Mèlich, o.c., cap. VII (pp. 143-155).

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en la realidad: era evidente que en todos los planos de la existencia humana había un «antes» y un «después». Brown lo expresa así: Los cristianos creían que el mismo universo se había hecho añicos al resucitar Cristo de la sepultura. Al renunciar a toda actividad sexual, el cuerpo humano podía sumarse a la victoria de Cristo: podía volver del revés lo inexorable. El cuerpo podía desembarazarse del dominio del mundo animal. Negándose a responder a las juveniles incitaciones del deseo, los cristianos podrían acabar con el matrimonio y con la reproducción. Una vez desaparecido el matrimonio, el vasto tejido de la sociedad organizada se desmoronaría como un castillo de arena tocado por «la inundación oceánica del Mesías»63.

Es un dato bien comprobado por numerosos historiadores del mundo antiguo que los contemporáneos no cristianos veían a sus conciudadanos cristianos, sobre todo en relación con la praxis sexual, como personas raras y marginales respecto a los estándares cotidianos que habían sido sancionados socialmente y que todavía tenían vigencia pública y privada en la sociedad romana de los primeros siglos de la era cristiana. Sobre eso es significativo el siguiente texto del médico Galeno, llegado a Roma en 162 procedente de Éfeso: Su [de los cristianos] desprecio por la muerte se nos hace patente todos los días, e igualmente su abstención de copular. Pues no sólo cuentan con hombres que se abstienen de copular toda la vida, sino también con mujeres64.

Este texto de un escritor pagano encuentra una confirmación muy explícita en una página del mártir san Justino, filósofo y orador de profesión, que recibió la corona del martirio en 140: Muchas personas, lo mismo hombres que mujeres, entre sesenta y setenta años, que han sido discípulos de Cristo desde su juventud, mantienen una pureza inmaculada [...] Nosotros nos enorgullecemos de poder exhibir a tales personas delante de la especie humana65.

En relación con la valoración-desvaloración del cuerpo humano, desde los inicios de la era cristiana hasta el siglo XX, Mary T. Prokes enumera las ocho causas que, según su parecer, fueron decisivas para las distintas tomas de posición que se han producido en la historia de 63. Brown, o.c., pp. 56-57. 64. Galeno, cit. Brown, o.c., p. 59. 65. Justino, Apología, 15, cit. Brown, o.c., p. 60.

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la tradición cristiana: 1) los tabúes originados por la presencia de lo desconocido; 2) la ignorancia en relación con la procreación humana y los «misterios de la mujer»; 3) las diversas formas de dualismo; 4) el impacto de las invasiones de los bárbaros; 5) la aceptación en la Edad Media de las erróneas doctrinas de Aristóteles relativas a la procreación, el cuerpo de la mujer y las relaciones sexuales; 6) los abusos de los sacramentos y de los sacramentales en el tiempo anterior a las reformas protestantes del siglo XVI, con las consiguientes reacciones en un sentido contrario; 7) el nuevo dualismo implantado por la Ilustración; 8) la revolución tecnológica del siglo XX, en la que el cuerpo se ha convertido en uno de sus grandes protagonistas66. Creemos que el esquema propuesto por Prokes da razón de los momentos más significativos de la controvertida historia del cuerpo en la milenaria historia del cristianismo. James A. Brundage ha señalado que la doctrina cristiana, desde la época patrística hasta nuestros días, ha postulado una tensión entre salvación y placer; los pensadores cristianos más influyentes de aquella época [patrística] mantuvieron la pesimista sospecha de que la una no podía obtenerse sin renunciar al otro. De manera parecida, la Iglesia medieval se mostró muy suspicaz, incluso hostil, hacia los vínculos familiares. Los líderes eclesiásticos sospecharon que el afecto conyugal y el amor paterno a menudo escondían actitudes sensuales y valores mundanos. Por esta razón, teólogos y canonistas otorgaron muy poco valor a los vínculos familiares67.

Cuando nos referimos al cuerpo humano en el mundo griego, ya señalamos la enorme influencia que ha ejercido en un gran número de manifestaciones de la cultura occidental, sobre todo en el cristianismo. Valga como ejemplo el siguiente texto de Basilio el Grande: En una palabra: ha de menospreciarse el cuerpo entero si uno no quiere dejarse encarcelar en sus voluptuosidades como en un lodazal [...] Ha de castigarse y contener el cuerpo de la misma manera que se refrenan los impulsos de una bestia feroz68.

Especialmente a partir del siglo IV, con el aumento de importancia política y cultural del cristianismo, se procedió, cada vez de mane66. Véase Prokes, o.c., pp. 3-4. Por su parte, Michel Despland considera que, desde el siglo IX hasta el siglo XX, hay cinco momentos históricos que en Occidente han incidido fuertemente en la historia del cuerpo (cf. Despland, o.c., pp. 211-214). 67. Brundage, o.c., p. 7. «Durante largas centurias, en el mundo occidental, el horror cristiano hacia el sexo ha introducido una enorme tensión en la conciencia individual y en la propia autoestima» (ibid., p. 9). 68. San Basilio, cit. Camelot, o.c., col. 150.

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ra más insistente, a la elaboración de actitudes ascéticas respecto al cuerpo. Por regla general, se vio el cuerpo humano asociado con una criatura «caída» que era moralmente frágil y propensa a todo tipo de desmanes. De hecho, como afirma Turner, con relativa frecuencia se incluyó el cuerpo dentro de la noción de «carne», vinculándolo entonces a la simple «animalidad»69. No puede sorprender que, a partir de esta lógica, se procediera, por un lado, a una completa devaluación del cuerpo y, por el otro, a una sobrevaloración del alma como portadora y símbolo de todas las formas de espiritualidad y racionalidad. Especialmente en la tradición monástica, con los indiscutibles elementos de tipo órfico y neoplatónico que, con acentos más o menos significativos, contiene, se degradó el cuerpo con atributos casi diabólicos y fue considerado como la metáfora de la humanidad caída y alienada de Dios. La teoría del contemptus mundi será una de las expresiones más características de esa radical devaluación (en algunos casos, incluso, demonización) del cuerpo y, en el fondo, del conjunto de la realidad mundana. No cabe duda de que ese estado de cosas siguió vigente al menos hasta el siglo XVIII. Por eso, en algunas épocas del cristianismo histórico se intentó configurar una concepción de lo humano que Robert Bultot ha designado con la expresión paradójica de «antropología angélica», la cual tenía como nota más relevante, en un primer momento, la sospecha radical de la maldad constitutiva de la inmanencia y, después, su total rechazo70. Resulta evidente que esta toma de posición tenía como premisas la supuesta excelencia de la trascendencia o, tal vez fuera mejor, su radical «no-mundanidad» y también el carácter definitivamente «caído» de todas las formas y manifestaciones de la materia. A partir de esa concepción tan negativa de la realidad corporal del hombre, es comprensible que la cuestión de la «culpabilidad» —referida, por un lado, a la indignidad e incapa-

69. Véase el estudio fundamental de Turner, o.c., p. 12. 70. Cf. los estudios imprescindibles de R. Bultot, La Doctrine du mépris du monde, en Occident, de S. Ambroise à Innocent III, Louvain/Paris, Nauwelaerts, 19631964. «La significación y alcance del desprecio del mundo no se miden sólo por mediación de las motivaciones sobrenaturales de quien lo profesa; dependen en gran medida de la manera como concibe la naturaleza del hombre [...] Para definir correctamente el desprecio del mundo, uno no ha de limitarse a describir la aspiración mística del alma, conviene, además, analizar con detalle la antropología y la filosofía del mundo que lo estructuran, la serie de juicios de valor, particulares y generales, emitidos por los autores espirituales sobre las realidades profanas» (ibid. I, p. 13). Z. Alszeghy, «Fuite du monde (Fuga mundi)», en Dictionnaire de Spiritualité, V, Paris, Beauchesne, 1964, cols. 1575-1605, ofrece una visión de conjunto de la fuga mundi en la historia del cristianismo.

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cidad del cuerpo para hacer el bien y, por el otro, estrechamente relacionada con la «contaminación» que, a causa del cuerpo, ha sufrido el alma— haya ocupado un lugar obsesivamente preeminente en el cristianismo antiguo y moderno71. Teniendo en cuenta estos supuestos, no sorprende que la religión cristiana, en su largo camino histórico, haya podido ser cualificada como «religión de la ansiedad» en contraposición con el budismo, por ejemplo, que ha sido considerado como «religión de la tranquilidad»72. De manera incisiva, Arapura ha señalado que la ansiedad se detecta como un elemento fundamental de la espiritualidad occidental, e, indiscutiblemente, esta situación tiene su origen en el mismo cristianismo tal como lo testifican sobre todo los escritos paulinos [...] En la esfera espiritual de la India determinada por los Vedas, por el Vedanta y por el budismo, en donde la ansiedad ciertamente siempre ha sido reconocida como el origen de todos los esfuerzos humanos, muy particularmente en la religión, la realidad empieza allí en donde la ansiedad ha sido superada. Se ha subrayado que la ansiedad es la negación de la realidad, ya que sólo posee el carácter de un acontecimiento del mundo fenoménico. [En la espiritualidad de la India], la ansiedad ha de ser totalmente prohibida porque subvierte y pervierte la percepción de la realidad del ser humano, la cual sólo es accesible a los humanos por mediación de la tranquilidad73.

Es algo bien conocido que la ansiedad ha sido una poderosa idea que, con múltiples fisonomías, siempre ha estado presente en las formas de vida, en la espiritualidad y en la reflexión filosófica de 71. La cuestión de la culpabilidad debe analizarse en relación directa con la problemática en torno a la función del «miedo» en Occidente. Cf. los ejemplares estudios de J. Delumeau, La Peur en Occident: Une cité assiégée, Paris, Fayard, 1978; íd., Le péché et la peur. La culpabilisation en Occident (XIIIe-XVIIIe siècles), Paris, Fayard, 1983. 72. Véase J. G. Arapura, Religion as Anxiety and Tranquillity. An Essay in Comparative Phenomenology of the Spirit, Den Haag/Paris, Mouton, 1972, esp. pp. 72110. 73. Arapura, o.c., pp. 76, 77. Creemos que debe caerse en el flagrante irrealismo (tan frecuente, por otro lado, en algunos ambientes cristianos de nuestros días) de considerar que el llamado «pensamiento o talante oriental» se caracteriza por actitudes pacíficas, pacificadoras y «tranquilizadoras», alejadas del dinamismo competitivo que se acostumbra a atribuir a Occidente. Véase, sobre esta cuestión, V. S. Naipul, India, Madrid, Debate, 22002, que ofrece una visión muy realista de la India en su variado y variable polifacetismo religioso, político, cultural y ético. La elevación de la India a «paradigma gnóstico» por parte de algunos grupos y sensibilidades occidentales, que no es algo completamente nuevo en el seno de nuestra cultura, no debería extrañar si se tiene en cuenta el enorme desencanto religioso, político y cultural que impera en el Viejo Continente.

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Occidente. Por eso Paul Tillich, retomando a su manera el pensamiento de Kierkegaard, ha podido escribir que «de la misma manera que la finitud, la ansiedad es una cualidad ontológica» del pensamiento occidental, y lo es, de una manera aún más radical, en algunas formas del cristianismo moderno74. Debería no olvidarse, como también lo pone de relieve el prestigioso teólogo alemán, que «la conciencia de la finitud es propiamente ansiedad»75. Creemos que unos análisis como los que tan esquemáticamente hemos propuesto no sólo permiten hacerse cargo de la situación del cuerpo humano en el inicio del siglo XXI, sino que, además, ofrecen algunas pistas interesantes para explicar por qué, en la larga marcha de la cultura occidental, en momentos de crisis globales, han hecho acto de presencia los «talantes gnósticos». O, expresándolo de otra manera, por qué, en los momentos de irrelevancia creciente de los sistemas sociales (es decir, de las transmisiones realizadas por las «estructuras de acogida»), un número considerable de europeos se ha impuesto la tarea de conseguir la «tranquilidad» (en términos griegos, la apatheia), intentando entonces superar la «ansiedad», la angustia y las tensiones provocadas por la dinámica propia de los proyectos históricos, políticos y culturales. Es evidente que, en el transcurso de nuestra historia, este anhelo se ha concretado en términos convencionalmente religiosos o bien, por el contrario, por mediación de técnicas, dietéticas, actitudes meditacionales con un supuesto carácter laico. En cualquier caso, sin embargo, se trata de proyectos con innegables rasgos gnósticos que proponen, por un lado, la «angelización» del cuerpo, la supresión de la espaciotemporalidad que le es propia y la abolición, en definitiva, de la historia y, por el otro, la práctica de una «meta-política» que ya no es de este mundo (que no es de ninguna parte, por tanto) y que, como consecuencia necesaria, ya no se preocupa ni inquieta por el sufrimiento y la muerte de los inocentes. O, diciéndolo de otra manera, se trata de la tan conocida «irresponsabilidad espiritualista» tan propia de las pseudomísticas y de los pseudomaestros espirituales76.

74. P. Tillich, cit. Arapura, o.c., pp. 80-81. 75. Véase también, en referencia a Heidegger, Arapura, o.c., pp. 81-82. 76. Sobre los «maestros espirituales», cf. L. Duch, «¡Ojalá escuchéis hoy su voz!» Meditaciones en un tiempo de otoño, Madrid, PPC, 1995, pp. 125-143.

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3.3.1. La situación de la mujer en los siglos I-III d. C. 3.3.1.1. La mujer en el Imperio Romano En el mundo antiguo, «también en el Nuevo Testamento», la mujer, como escribe Aline Rousselle, era sólo una simple «proyección» de los varones, porque «las leyes, las ideas, la formación física y la vida les [a las mujeres] era dada mediante una decisión masculina»77. En una aproximación a la historia social de las primitivas comunidades cristianas, los hermanos Stegemann apuntan que, en el ámbito del Mediterráneo de los primeros siglos de la era cristiana, la distinción de las dos esferas sociales (la «ciudad» y la «casa») se encontraba especificada sexualmente (geschlechtsspezifisch) de una manera completamente asimétrica a favor del varón; esta diferenciación, por otro lado, permitía establecer el «ámbito estructural» en el que, de manera rigurosa y taxativa, se configuraban «los lugares en los que hombres y mujeres se diferenciaban psicológica, cultural, social y económicamente»78. Desde otra perspectiva, Peter Brown ha indicado que en el mundo antiguo —él se refiere especialmente al mundo romano de la Antigüedad precristiana, aunque esta idea, a menudo, continuará teniendo vigencia en los primeros siglos de la era cristiana— se consideraba que las mujeres eran «hombres fallidos» o «frustrados», porque el ideal de la realización de la condición humana tenía como centro la fuerza viril79. Desde el punto de vista de los varones, nunca era suficiente con ser varón: un hombre tenía que esforzarse para mantenerse «viril». Tenía que aprender a excluir de su carácter y de su porte y temple corporales todos los rasgos evidentes de «blandura», que delataran que estaba sufriendo una transformación femenina. Los notables de las pequeñas ciudades del siglo II se miraban 77. Rousselle, Porneia, cit., p. 12. Esta autora pone de manifiesto que las mujeres de la Antigüedad creían que el hecho de haber parido a una hija quería decir que habían tenido un mal embarazo, mientras que el nacimiento de un hijo era el síntoma de un buen embarazo (cf. ibid., pp. 64-65). E. Bosch, V. A. Ferrer y M. Gili, Historia de la misoginia, Barcelona, Anthropos, 1999, ofrecen una breve, pero sustanciosa, historia de la misoginia occidental. 78. Véase Stegemann y Stegemann, Urchristliche Sozialgeschichte, cit., p. 311; cf. ibid., pp. 311-322. Sobre todo en el mundo griego, la administración de la ciudad era en exclusiva cosa de hombres (cf. ibid., pp. 312-313). 79. Cf. Brown, o.c., pp. 26-27. «Desde el punto de vista biológico, decían los médicos [romanos], los varones eran aquellos fetos que habían realizado todo su potencial. Habían acumulado un decisivo excedente de calor y de ardiente ‘espíritu vital’ durante las primeras etapas de su coagulación en la matriz» (ibid., p. 27).

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unos a otros con ojos duros y clarividentes. Se fijaban en la manera de andar de los hombres. Reaccionaban al ritmo de sus palabras. Escuchaban atentamente la resonancia de su voz. Cualquiera de estos rasgos podía traicionar la ominosa pérdida de fuerza fogosa y ardiente, un debilitamiento de la nítida contención y un relajamiento de la tensa elegancia de la voz y del gesto que hacían hombre al hombre, el amo imperturbable de un mundo dominado80.

En los primeros siglos de la era cristiana, a pesar de la creencia común de que la mujer era «ontológicamente» inferior al varón, la familia nuclear ya se halla bien asentada en la vida social, sobre todo en el Imperio Romano. Al mismo tiempo empieza a aparecer tímidamente la tendencia a subrayar los lazos afectivos entre marido y mujer y entre los padres y los hijos. Brown afirma que un rasgo muy característico del siglo II es la frecuencia con que simbólicamente, con notables dosis de retórica y propaganda política, se manifiesta la concordia que imperaba tanto en la familia nuclear como en el conjunto del Imperio. De esta manera se pretendía «visualizar» un paralelismo entre la armonía del orden político y la del orden familiar81. Con alguna frecuencia se ha puesto de manifiesto que la concepción romana del matrimonio se fundamentaba, a la inversa de lo que acontecía en las restantes sociedades del mundo antiguo, en el libre consentimiento de los cónyuges. Es evidente que, en comparación con los modelos matrimoniales y familiares de entonces, el modelo romano resultaba mucho más favorable a la dignidad y la personalidad de la mujer, pero no ha de olvidarse que el ideal romano de la concordia matrimonial poseía sobre todo una clara función de regulación social. En Roma la pareja matrimonial (lo mismo podría decirse de la religión) no era tanto una pareja de enamorados, con igualdad de derechos y obligaciones, sino más bien «un microcosmos que garantizaba el orden social»82. 3.3.1.2. La mujer en el cristianismo primitivo Para comprender mínimamente los discursos sobre la mujer que aportan los escritos canónicos del cristianismo y la misma praxis cristiana que deriva de ellos, han de tenerse en cuenta los diferentes contextos sociales, religiosos y culturales en los que se anunció el mensaje cristiano de los primeros siglos. Según la opinión de Bryan S. Turner, la 80. Ibid., p. 29. 81. Véase ibid., pp. 35-36. 82. Ibid., pp. 36-37.

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visión cristiana de la mujer, que él considera como típicamente patriarcal, se originó a partir de tres fuentes: el antiguo judaísmo, la secta ascética de los esenios y las aportaciones de la cultura griega83. Eso significa que los textos neotestamentarios y sus contextos en el mundo antiguo son heterogéneos tanto desde un punto de vista doctrinal como redaccional. Ofrecen una amplia gama de matices y puntualizaciones en la cuestión de la relación entre los sexos y, de manera aún mucho más concreta, en la temática en torno a la situación de la mujer en la sociedad. Ha de tenerse presente que en estos últimos años, a partir de posiciones ideológicas bastante diferentes, se han llevado a cabo nuevas interpretaciones de los textos bíblicos, en general, y, más concretamente, de los del Nuevo Testamento. Se trata de la llamada «hermenéutica feminista», la cual, «comprendiendo el acto de lectura crítica [de los textos bíblicos] como un momento en la praxis global de la liberación de la mujer, obliga a la hermenéutica crítica feminista a descentrar la autoridad del texto androcéntrico y a controlar su propia lectura. En realidad, la pretensión de esta hermenéutica consiste tanto en la deconstrucción de la política de la alteridad (otherness) inscrita en el texto bíblico como en la lectura que hacemos de él para recuperar las visiones bíblicas de salvación y bienestar en interés del presente y del futuro»84. En términos generales, tanto en el mundo judío como en la Antigüedad greocolatina la situación de la mujer era de total sujeción al hombre. Este hecho se concreta a través de la casi nula presencia literaria de la mujer en los escritos del mundo antiguo que han llegado hasta nosotros85. No es que las narraciones de que disponemos no

83. Véase Turner, o.c., pp. 129-134. 84. E. Schüssler-Fiorenza, «Feminist Hermeneutics», en D. N. Freedman (ed.), The Anchor Bible Dictionary, II, New York et al., Doubleday, 1992, p. 791. Todo este artículo (pp. 783-791), con la bibliografía que aporta, constituye una especie de articulación programática de la interpretación feminista de la Biblia. En el fondo, uno de los aspectos más interesantes de la propuesta de Schüssler-Fiorenza es una recuperación —por otra parte, con una larga tradición teológica— del «canon dentro del canon» que sea apto para la liberación de la mujer y para el rechazo de las interpretaciones androcéntricas de los textos del Antiguo y del Nuevo Testamento (cf. ibid., p. 790). Cf., además, E. Schüssler-Fiorenza, En memoria de ella. Una reconstrucción teológico-feminista de los orígenes del cristianismo, Bilbao, Desclée de Brouwer, 1989; íd., Pero ella dijo. Prácticas feministas de la interpretación de la Biblia, Madrid, Trotta, 1996; S. Tunc, También las mujeres seguían a Jesús, Santander, Sal Terrae, 1999. 85. Rousselle, o.c.., cap. II (pp. 39-62), afirma que en los tratados de medicina antigua casi no se dice nada sobre el cuerpo de la mujer. Sólo aparecen reseñadas aquellas enfermedades femeninas que tienen algo que ver con la zona genital, con el útero, es decir, con la reproducción.

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hablen de las mujeres. Lo que sucede es que, como ya sucedía en los relatos véterotestamentarios, lo hacen desde la exclusiva perspectiva de los hombres, acentuando aquellos aspectos y circunstancias que androcéntricamente tienen importancia. Elisabeth Schüssler-Fiorenza pone de manifiesto la «invisibilidad» casi total de la mujer en los escritos canónicos del Nuevo Testamento, que se ocupan y preocupan de la realidad en cuanto atañe al varón, es decir, «son un producto de la Iglesia patrística y, en consecuencia, un documento teológico de los ‘vencedores históricos’»86. Los redactores de los textos evangélicos ponen de relieve el papel secundario de la mujer cuando, por ejemplo, los evangelios hacen una evaluación de la cantidad de hombres de una multitud que escucha las palabras de Jesús y añaden, como si se tratase de un número de personas de «segunda categoría», la expresión: «sin contar mujeres y niños» (Mt 14, 21). Sin embargo Jesús, a pesar de la situación de postergación religiosa, social y política que sufrían las mujeres en Palestina, «de forma constante, no sólo manifestó respeto y afecto a las mujeres, sino que las llamó a la misión y a dar testimonio»87. Se ha escrito que «toda la historia de la expansión del cristianismo está asociada con el ascetismo femenino»88. Sin embargo no parece ser que ésta fuera la actitud que tomó Jesús en relación con las mujeres. Por eso Mercedes Navarro ha hecho notar que «lo más sorprendente que podría sintetizar la novedad de la perspectiva que introdujo Jesús, es un desplazamiento fundamental del cuerpo de la mujer: desplazó su focalidad del vientre al oído. A partir de este momento, la responsabilidad ética de las mujeres tiene su sede en el oído. Desaparece, en consecuencia, la categoría ‘pureza-impureza’ y el código de la vergüenza se hace obsoleto»89. Esta apreciación posee capital importan86. Schüssler-Fiorenza, En memoria de ella, cit., p. 17. Esta autora subraya que «toda historiografía es una visión selectiva del pasado» (ibid., p. 18). La selección historiográfica que se hizo en el mundo antiguo —incluyendo en él los escritos neotestamentarios— consistió en una rotunda preferencia por el universo masculino. 87. Tunc, o.c., p. 11; cf. ibid., cap. II. Debe subrayarse el hecho de que sean las mujeres las que den el primer testimonio de la resurrección de Jesús a los varones, las cuales legalmente, en el mundo judío, no podían ser testimonios. 88. Rousselle, o.c., p. 209. Véase, además, todo el capítulo «De la virginidad a la frigidez» (pp. 209-229). Esa actitud no es exclusiva del cristianismo. El filósofo pagano Porfirio animaba insistentemente a su mujer Marcela a la continencia (cf. ibid., pp. 217-218). 89. M. Navarro, «Cuerpos invisibles, cuerpos necesarios. Cuerpos de mujer en la Biblia: exégesis y psicología», cit., p. 171. Navarro hace la reflexión referida en el texto a partir de la exégesis de Lc 11, 27-28: «Estando [Jesús] diciendo estas cosas, he aquí que una mujer, levantando la voz de en medio del pueblo, exclamó: Bienaventu-

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cia, porque Jesús pone radicalmente en cuestión la «impureza legal o biológica» que era atribuida al sexo femenino y, de esta manera, se aparta de la legalidad vigente en el mundo judío. La «impureza legal» de la mujer la convertía en un ser marginal y marginado, alejada de la vida pública, ya que se daba por descontado que el solo contacto con ella contaminaba el conjunto de las relaciones humanas, lo cual equivalía, en realidad, a demonizarla como algo extraño y peligroso para el cuerpo social. En la predicación evangélica el desplazamiento del cuerpo de la mujer —del vientre al oído— constituye una señal inequívoca del hecho que Jesús abroga los criterios tradicionales del mundo judío para establecer la diferencia fundamental entre hombres y mujeres. En una civilización que otorgaba la primacía a la palabra y al oído, los varones —los detentores indiscutibles de la palabra (al mismo tiempo, escuchada y proferida)— poseían, «legalmente», un rango infinitamente superior al de las mujeres «cuya característica fundamental era el «vientre» (la reproducción) y, por lo tanto, el «mutismo». En la situación evangélica lo que será decisivo ya no es el sexo de las personas, sino la plena disponibilidad a escuchar la Palabra de Dios y a cumplir sus exigencias en la vida cotidiana (cf. Mc 3, 3135; Mt 12, 46-50; Lc 8, 19-21). Mujeres y hombres, de acuerdo con la «buena nueva» del mensaje de Jesús, son absolutamente iguales porque unas y otros pueden escuchar y proferir la Palabra, y lo que es aún más importante: ponerla en práctica. A pesar del mensaje revolucionario de Jesús, el cristianismo de los primeros tiempos adoptó la descripción judía de Dios, que afirma que Dios es masculino90. La Trinidad también fue interpretada en términos masculinos. En efecto, las dos primeras personas (Padre e Hijo) eran consideradas como pertenecientes claramente al género masculino, mientras que la tercera persona (Espíritu Santo) era adscrita al género neutro, ya que lo es el vocablo griego pneuma usado para referirse a Él. Elaine Pagels apunta que la investigación del cristianismo primitivo (la llamada «patrística») permite descubrir, en flagrante contradicción con la actitud de Jesús, un indiscutible androcentrismo tal como, por ejemplo, paradigmáticamente, se pone de manifiesto en el siguiente texto del Evangelio de Tomás: Simón Pedro les dijo [a los discípulos]: «Que María nos deje, pues las mujeres no son dignas de la Vida». Jesús dijo: «Yo mismo la conducirado el vientre que te llevó y los pechos que te alimentaron. Pero Jesús respondió: Bienaventurados más bien los que escuchan la palabra de Dios y la ponen en práctica». 90. Sobre lo que sigue, véase E. Pagels, Los evangelios gnósticos, Barcelona, Crítica, 31990, cap. III.

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ré, con el fin de hacerla masculina, para que también ella pueda convertirse en un espíritu viviente, parecido a vosotros los varones. Porque toda mujer que se haga a sí misma masculina entrará en el Reino de los Cielos»91.

En las llamadas epístolas deuteropaulinas la actitud antifemenina se acentúa de manera ostensible tal vez como reacción contra la igualdad inicial entre hombres y mujeres que se había predicado (y quizá practicado) en los orígenes del cristianismo92. La doctrina clásica sobre el pecado de Eva, muy utilizada en la tradición judía para legitimar la supremacía de los varones sobre las mujeres, se puso nuevamente en circulación para otorgar consistencia legal a la subordinación del sexo femenino: Durante la instrucción, aprendan las mujeres en silencio, con plena sumisión. No permito que la mujer enseñe ni que ejerza autoridad sobre el hombre, sino que debe mantenerse en silencio. Dios formó primero a Adán y después a Eva. Y no fue Adán el seducido, sino la mujer, que, una vez seducida, incurrió en la transgresión. Pero su función maternal la salvará, si persevera con modestia en la fe, el amor y la santidad (1 Tm 2, 11-15).

Esta doctrina atribuida a san Pablo recibirá numerosas formulaciones. Así, por ejemplo, en la epístola a los Efesios se afirmará con contundencia: Sed sumisos unos a otros en el temor de Cristo: las mujeres a sus maridos como al Señor. Porque el marido es cabeza de la mujer, como también Cristo, salvador del cuerpo, es cabeza de la Iglesia. Pues bien, como la Iglesia está sometida a Cristo, así también las mujeres a sus maridos en todo (5, 22-24).

Por regla general, en los círculos gnósticos de los tres primeros siglos cristianos, a la inversa de lo que sucedía en los círculos ortodoxos, la actitud hacia la mujer acostumbraba a ser muy positiva, de tal manera que incluso les estaba permitido asumir funciones sacerdotales y de dirección de las comunidades. En algunas comunidades 91. Evangelio de Tomás, 51, 19-26, cit. Pagels, o.c., p. 92. El filósofo pagano Porfirio aconsejaba a su mujer que se hiciera «viril». Le decía: «No te mires como mujer; no es como mujer que yo me he unido a ti. Huye de todo lo que de afeminado hay en el alma como si hubieras adoptado un cuerpo viril. Los hijos más bellos nacen cuando el alma es virginal, cuando el intelecto es aún virgen» (Porfirio, cit. Rousselle, o.c., p. 218). 92. Sobre esta temática, véase Pagels, Adán, Eva y la serpiente, cit., pp. 54-55.

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gnósticas se puso en práctica «un principio de igualdad entre hombres y mujeres en las estructuras sociales y políticas»93. En estos casos, Dios, quizá sería más adecuado referirse a la divinidad, mediante el uso de términos masculinos y femeninos, es descrito con atributos complementarios. Se creía que así se expresaba más complexivamente la inefabilidad —la imposibilidad de empalabramiento— de la divinidad94. La pauta adoptada por las Iglesias cristianas (ortodoxas), en cambio, será completamente distinta: Dios será concebido en términos exclusivamente masculinos porque Eva, de acuerdo con la narración del segundo capítulo del Génesis, fue creada con la única finalidad de satisfacer al varón. A partir del siglo II, esta concepción tendrá como consecuencia que «la comunidad ortodoxa aceptó la dominación de los hombres sobre las mujeres como orden de cosas establecidas por la divinidad, no sólo para la vida social y familiar, sino también para las Iglesias cristianas»95. En el cristianismo de los primeros siglos —eso es especialmente perceptible en la obra de Tertuliano, que había de tener una influencia directa y devastadora en el «discurso ascético» de san Jerónimo— la mujer en la persona de Eva era asimilada directamente con el pecado, el desenfreno y el vicio. Tertuliano fue el autor de la infame metáfora según la cual, en la historia de la humanidad, todas las mujeres repetían la conducta de Eva, que «abrió la puerta al diablo»96. Basándose en una interpretación sesgada de los primeros capítulos del Génesis, algunos escritores cristianos fundamentaron la sumisión incondicional de la mujer al hombre en la transgresión que Eva cometió en el 93. Pagels, Evangelios gnósticos, cit., p. 112; cf. íd., Adán, Eva y la serpiente, cit., pp. 116-118. Este principio de igualdad se traducía en algunos círculos gnósticos en el hecho de dirigir plegarias «tanto al Padre divino como a la Madre divina» (cf. ibid., pp. 93-97). En algunos textos (por ejemplo El apócrifo de Juan), la Madre divina es descrita como el Espíritu Santo (cf. ibid., pp. 95-96). 94. En este contexto no podemos dejar de aludir a la cuestión de la coincidentia oppositorum, que ha sido en todas las culturas humanas, con las posibilidades y con las limitaciones propias de cada una de ellas, una manera muy frecuente de describir la divinidad como plenitud absoluta. Véase el excelente estudio de M. Eliade «Mefistófeles y el andrógino o El misterio de la totalidad», en íd., Mefistófeles y el andrógino, Madrid, Guadarrama, 1969, pp. 98-158. 95. Pagels, Evangelios gnósticos, cit., p. 112. 96. Tertuliano, cit. P. Ranft, Women and Spiritual Equality in Christian Tradition, Houndmills/London, Macmillan, 2000, p. 15. Debe señalarse que el libro de Patricia Ranft no es especialmente agresivo en relación con la misoginia del cristianismo primitivo y medieval. Sobre la situación de la mujer en el cristianismo primitivo, cf. Ranft, o.c., pp. 17-35. Sobre la mujer y la «maldición de Eva» en Tertuliano, cf. Brown, o.c., pp. 122-123, 179-171, 216; Pagels, Adán, Eva y la serpiente, cit., pp. 101, 189-190.

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paraíso97. Además, para Tertuliano y para muchos otros autores cristianos la debilidad del ser humano —de los hombres, pero sobre todo de las mujeres— era debida a su insoslayable naturaleza sexual98. No cabe la menor duda de que uno de los escritores del cristianismo primitivo que ha ejercido una mayor influencia —a menudo en términos francamente negativos— sobre el conjunto de la tradición cristiana ha sido san Agustín, obispo de Hipona99. También legitima la situación de la mujer en las narraciones del Génesis sobre la creación de Adán y Eva. Reconoce que fueron creados para vivir juntos en un orden armónico de autoridad y obediencia mediante una relación semejante a la que existía entre el alma (hombre) y el cuerpo (mujer). Afirma que «debemos deducir que el marido está para gobernar a su mujer como el espíritu gobierna sobre la carne»100. La mujer, incluso antes de la total subversión de las relaciones humanas provocada por el pecado original, ya era «la parte inferior de la sociedad» por el hecho de encontrarse íntimamente relacionada con la pasión corporal101. A pesar de haber sido creada para ayudar al hombre, la mujer se convirtió en su «tentadora» y le condujo al desastre más terrible: la lejanía de Dios. Según san Agustín, el libro del Génesis describe perfectamente la situación actual de las relaciones de todo tipo entre el varón y la mujer, y pone de manifiesto que «Dios reforzó la autoridad del marido sobre su mujer, dotando de sanción divina al mecanismo social, legal y económico de la dominación masculina»102. Sin embargo Peter Brown puntualiza repetidamente que, a pesar de todo, la posición de Agustín respecto a la mujer, la sexualidad y la ascesis posee una acusada moderación si se la compara, por ejemplo, con las actitudes morales e intelectuales mantenidas por Tertuliano o Jeróni-

97. Véase Pagels, o.c.., p. 107; Turner, o.c., p. 12. 98. Véase Brown, o.c., p. 123. 99. M. Despland, «L’évêque, le lièvre et le chien»: Études Théologiques et Religieuses 77 (2002), pp. 401-414, ofrece una apreciación positiva de la doctrina sobre el cuerpo humano de san Agustín. 100. Cit. Pagels, o.c., pp. 163-164. 101. Para san Agustín, por ejemplo, «la autonomía del sexo define la condición misma del hombre expulsado del paraíso, su caída, su finitud, de acuerdo con la teoría estoica del deseo-consentimiento. Después del pecado original, el hombre se ha convertido en un animal al que ya no obedece el cuerpo. Antes de la falta, el sexo funcionaba puntualmente a las órdenes de la voluntad. El acto de engendrar no iba acompañado de ningún tipo de placer porque no había en él atracción, tendencia, inclinación [...] Después de la falta, el sexo se transformó en este órgano insubordinado sobre el que el hombre ya no ejerce ninguna autoridad» (Sissa, o.c., p. 121). 102. Pagels, o.c., p. 164; cf. Brown, o.c., pp. 535-537.

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mo, que manifiestan rasgos claramente neuróticos, reprimidos y excéntricos103. En relación con la mujer, Agustín promueve otro tópico que también tendrá una repercusión muy amplia en la historia de la cultura occidental. Cree que por un acto de libre voluntad Adán y Eva cambiaron la estructura del universo, de tal manera que, a causa de él, la naturaleza humana y la naturaleza en general resultaron pervertidas y degradadas para siempre. Según el obispo de Hipona, en el paraíso el estado de la mujer era de perfecta armonía y felicidad, sin dolor en el parto y gozando del matrimonio sin ningún tipo de opresión o violencia. Ahora, sin embargo, es decir, en la historia, lejos del paraíso, Eva sufre el castigo como instigadora del delito de Adán: náuseas, enfermedades, sujeción incondicional al varón, dolores en el embarazo y en el parto, etc. Según su opinión, todos esos sufrimientos, transmitidos a la posteridad, no son «naturales» o concomitantes a la creación como tal, sino que constituyen una clara demostración del hecho que la misma naturaleza se encuentra gravemente enferma como consecuencia de la desobediencia original de Adán y, muy particularmente, de Eva104. En el derecho romano la posición de la mujer en la sociedad era mucho más favorable que en las restantes sociedades antiguas. El cristianismo de los primeros siglos, sin embargo, se inspiró mucho más en el helenismo y en la tradición semita que en la legislación romana. Como consecuencia de eso, se procedió a la configuración de una doctrina eclesiástica, mantenida prácticamente hasta la modernidad, que imponía la completa subordinación sexual, social y económica de la mujer, por un lado, al hombre y, por el otro, a los dictados de la jerarquía eclesiástica. Tal vez sea interesante concluir este breve e incompleto recorrido histórico sobre el cuerpo, la mujer y la sexualidad en el cristianismo primitivo (con la innegable repercusión que ha tenido en el cristianismo de todos los tiempos) con unas palabras de Olivier Clément: La cristiandad histórica, con su tipología a menudo excesivamente alegórica, perdió el sentido carnal del Antiguo Testamento y, entonces, la espiritualización de la circuncisión realizada por san Pablo rompió el vínculo que unía el sexo con el Dios vivo105. 103. Véase Brown, o.c., pp. 537-545. En cambio, Sissa, o.c., p. 108, cree que las diferencias entre Tertuliano y Agustín no son significativas, puesto que ambos argumentan a partir de los mismos principios. 104. Véase Pagels, o.c., pp. 181-182, 189-190, 193-195, con algunos textos muy representativos debidamente comentados. 105. O. Clément, Corps de mort et de gloire. Petite introduction à une théopoétique du corps, Paris, Desclée de Brouwer, 1995, p. 70.

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EXCURSUS: EL PATRIARCALISMO

1. Introducción: el mundo antiguo En las sociedades premodernas «cristianas y no cristianas», la regulación del cuerpo humano se encontraba rigurosamente vinculada con el control de la sexualidad femenina con la finalidad de mantener sin problemas la autoridad del jefe de familia («sistema patriarcal»)106. Es evidente que, en nuestra cultura, el sistema patriarcal posee unas raíces muy profundas y antiguas, que han mostrado su actividad hasta los tiempos modernos. Sin embargo creemos que Turner tiene razón cuando afirma que «la transición del primer capitalismo al último es más importante para la transformación de la unidad familiar (household) que la transición del feudalismo al capitalismo»107. El término «patriarcado» posee un campo semántico bastante amplio y puede detectarse en los escritos de Platón, Aristóteles, la Biblia. También se halla presente en el pensamiento de Locke, Rousseau, la Ilustración escocesa, Mill y Engels, para mencionar sólo a algunas personalidades significativas de épocas distintas. Creemos que, en la cultura occidental, con las excepciones de rigor, la autoridad patriarcal encontró un soporte ideológico muy consistente en la concepción cristiana de la mujer, la cual era considerada intelectual y moralmente deficiente y físicamente débil108. En este excursus no podremos analizar exhaustivamente por qué el patriarcalismo se impuso no sólo en las sociedades antiguas, sino que su eficacia, tal vez con formas algo diferentes, también se percibe en épocas muy recientes109. Tal como acontece en otros ámbitos (religiosos, legales, políticos), el recurso a la autoridad de los orígenes —en este caso, a la interpretación de las narraciones de la creación del hombre y la mujer del Génesis— ha sido un factor decisivo para la implantación, el desarrollo y la legitimación del patriarcalismo en Occidente. La «ideología patriarcal», que utiliza la imagen paterna como fundamento de todas las formas de autoridad (y de poder), incluyendo a reyes, sacerdotes, padres, magistrados, maestros y patronos, se resume en el hecho de que Dios ha ordenado obediencia incondicional a quienes Él ha establecido como sus representantes al frente de la sociedad. 2. La reflexión de Robert Filmer El año 1680 se publicó póstumamente un libro de Sir Robert Filmer titulado Patriarcha: A Defence of the Natural Power of Kings against the Unnatural 106. Véase Turner, o.c., p. 38, y cap. VI; K. Lichtblau, «Patriarchat. Patriarchalismus», en Historisches Wörterbuch der Philosophie, VII, Basel, Schwabe, 1989, cols. 204-206. 107. Turner, o.c., p. 143. No debe olvidarse que el término «patriarcado» es un tema central en la teoría feminista (cf. ibid., pp. 143-144). 108. Es indudable que esta manera de ver las cosas también se encuentra en las llamadas «religiones orientales». 109. Véase Turner, o.c., pp. 144-146.

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Liberty of People, que era una defensa incondicional del absolutismo no sólo a nivel político, sino también en el campo familiar, religioso y legal110. Es evidente que Filmer, en oposición radical al liberalismo naciente, no se limitaba a opinar que el sexo femenino era intelectual y moralmente inferior al sexo masculino, sino que también defendía encarnizadamente que el «orden de creación» de los sexos, es decir, el «estatuto ontológico» de cada uno de ellos, indicaba claramente la total preeminencia del varón sobre la mujer. Por ello manifiesta que el patriarcalismo es la forma insuperable de organizar la vida política, religiosa y social de los pueblos. Los dos postulados básicos de que se sirve Filmer para demostrar la primacía incontestable del patriarcalismo son: 1. La autoridad familiar es natural, sancionada por la divinidad, y, en su forma más original, absoluta e ilimitada. 2. El poder político es idéntico al poder del padre. Por eso, el poder político es natural, sancionado por la divinidad, y, porque goza del antiguo y original derecho de la paternidad, es absoluto e ilimitado111. La razón por la que hemos presentado los rasgos más característicos del patriarcalismo de Filmer es porque, al margen de las divisiones confesionales y políticas, esta «ideología» ha tenido plena vigencia en la Europa moderna en todos los ámbitos de la existencia humana112. En su forma más benévola, el patriarcalismo de Filmer equivalía de hecho a lo que más modernamente se ha designado con el nombre de «paternalismo». Un autor alemán que se encuentra en la línea de Filmer, W. von Schröder, en 1668, afirmaba que «el príncipe es igual a un padre de familia (Hausvater)». Otro seguidor de aquél, R. Mocket (God and the King, 1615), extiende el alcance del quinto mandamiento del decálogo a las relaciones entre el príncipe y sus súbditos, porque «hay un vínculo más fuerte y más elevado entre los hijos (children) y el Padre de su país (Father of their Country) que el que existe con los padres de la familia privada (private Family)»113. Debe apuntarse que en el artículo de la Encyclopédie que Rousseau dedicó a la «économie politique» se refiere al «odieux système de Filmer». En general, los ilustrados, cuando se refieren a

110. Véase ibid., pp. 144-147. A causa de la defensa del absolutismo real, la obra de Filmer recibió los ataques de John Locke, Two Treatises of Government. Hay una traducción castellana del libro de R. Filmer, Patriarcha o El poder natural de los Reyes. Tratado Político, Madrid, Calpe, 1920. 111. Véase Turner, o.c., p. 146. 112. Según Turner, ibid., en Inglaterra esta manera de comprender el patriarcalismo declinó a partir de 1690 como consecuencia, por un lado, de la revolución inglesa de 1688 y, por el otro, a causa del éxito del pensamiento político de Locke (individualismo), el cual, en realidad, insistía en otra forma de patriarcalismo. En nuestro país el patriarcalismo à la Filmer ha tenido larga vida y, con algunos retoques, algunos líderes religiosos actuales aún lo practican o, al menos, lo añoran. 113. Todas estas referencias se encuentran en el artículo de Lichtblau citado. En su obra Politique tirée des propres paroles de l’Écriture Sainte (1709), Bossuet también se encuentra dentro de esta línea de pensamiento.

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las diferentes formas de patriarcalismo de su tiempo, consideran que se trata de un sistema político-religioso que es propio del «despotismo oriental», el cual ha de ser completamente rechazado mediante la ordenación política, cultural y pedagógica que proponen. Ésta, en muchos casos y como es de sobras conocido, adolece de un profundo elitismo y de un alejamiento consciente de las masas populares. 3. El evolucionismo del siglo XIX En el siglo XIX las corrientes revolucionarias retoman la cuestión del patriarcalismo con renovado interés. La opinión general es que, en las sociedades primitivas, el patriarcalismo servía para explicar su origen divino o cuasidivino y, por encima de todo, para llevar a cabo una legitimación indiscutible del ejercicio del poder. Eso significaba comprenderlo como un estadio en el proceso de la evolución social, que acostumbraba a tipificarse a partir de dos movimientos: 1) los marcos sociales que aparecen en el Antiguo Testamento; 2) la patria potestas de la familia plurigeneracional romana. Un autor que ejerció una enorme influencia en esta línea de pensamiento fue Henry S. Maine, que publicó Ancient Law (1861) y Lectures on the Early History of Institutions (1875), en los que mantenía la existencia de una horda primitiva, gobernada por un patriarca con un poder irresistible sobre mujeres, hijos, esclavos y todo tipo de bienes. Sigmund Freud retomó las ideas de Maine, completándolas con algunas aportaciones del suizo J. J. Bachofen, que, en 1861, había publicado un estudio, Das Mutterecht («El derecho materno»), que dejará una profunda huella en los estudios antropológicos posteriores. Para dar razón de los procesos de institucionalización que habían experimentado las sociedades humanas, el pensador suizo proponía tres «edades» sucesivas en la historia de la humanidad: 1) «comunismo primitivo»; 2) «derecho materno»; 3) «patriarcalismo». Otro autor que propuso un esquema evolucionista ternario para explicar el origen de la familia fue Friedrich Engels en el libro Der Ursprung der Familie, des Privateigentums und des Staates (1884) («El origen de la familia, de la propiedad privada y del estado»), que desarrolla su discurso a partir de las ideas etnológicas y jurídicas de Lewis H. Morgan114. La primera etapa la designa con el nombre de «salvajismo»: matrimonio grupal; la segunda, «barbarie»: se da el simple acoplamiento; la tercera, «civilización»: capitalismo y matrimonio monogámico, con el suple-

114. Véase J. M. Pero-Sanz, Friedrich Engels. El origen de la familia, la propiedad privada y el Estado, Madrid, Magisterio Español, 1981, esp. pp. 21-40; Turner, o.c., pp. 150-152. Sobre el pensamiento antropológico de Morgan en relación con la problemática del patriarcalismo, cf. T. R. Trautmann, Lewis Henry Morgan and the Invention of Kinship, Berkeley/New York/London, University of California Press, 1987, esp. pp. 246-253, con referencias a la teoría de Maine. Véase también el bien documentado trabajo de M. Valdés Gázquez, El pensamiento antropológico de Lewis H. Morgan, Bellaterra, Publicacion de la UAB, 1998.

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mento de la prostitución y el adulterio. Engels manifiesta que la monogamia es la consecuencia inmediata de la implantación del capitalismo y la propiedad privada; de la monogamia, además, deriva el derecho de primogenitura y la sujeción de la mujer al varón, es decir, el patriarcalismo. La necesidad de controlar a las mujeres en el sistema patriarcal es un efecto de la necesidad de controlar la propiedad en una organización familiar basada en la primogenitura. A pesar de las grandes diferencias que hay entre los análisis de Engels y los de Weber, ambos están de acuerdo en que el individualismo fue un elemento corrosivo del absolutismo patriarcal. 4. Max Weber Max Weber desarrolló una teoría sobre el patriarcalismo llamada a tener grandes repercusiones en los análisis posteriores. Sitúa la discusión en el marco de sus investigaciones de la economía doméstica115. El pensador alemán considera que el patriarcalismo es un «tipo puro» de dominación tradicional que, en el ámbito doméstico, consiste en el poder personal de un señor sobre sus súbditos (mujer, hijos y sirvientes). La autoridad del patriarca se basa en las normas de la piedad filial, reforzada por la proximidad afectiva de los miembros de la familia y por las rutinas cotidianas de la vida en común. Para Weber, «las antiquísimas situaciones naturales» son las que dan lugar a «la convivencia personal, permanente y específicamente íntima dentro del hogar, con su comunidad de destino externa e interna»116. Weber especifica las razones que, según su opinión, en las sociedades patriarcales hacen posible la relación de dependencia de la mujer y de los restantes miembros de la familia respecto al señor: Para la mujer, es la superioridad normal de la energía física y espiritual del hombre. Para el muchacho, su necesidad de ayuda objetiva. Para el muchacho ya mayor, la costumbre, las influencias perdurables de la educación y los arraigados recuerdos juveniles. Para el siervo, su falta de protección fuera de la jurisdicción de su señor, al servicio del cual se encuentra desde la infancia por las circunstancias de la vida117.

Esta forma de ejercicio del poder se concreta, por un lado, por mediación de una constante referencia a lo sagrado y, por el otro, con el recurso a la supuesta debilidad física y mental de la mujer. Weber no deja de subrayar el hecho de que el patriarca, a pesar de todo, constantemente se encuentra situado en medio de un haz de relaciones inciertas y potencialmente conflictivas con sus subordinados. Es algo bastante evidente que esta forma de

115. Véase M. Weber, Economía y sociedad. Esbozo de sociología comprensiva, II, México/Buenos Aires, Fondo de Cultura Económica, 21964, pp. 753-809. 116. Ibid., p. 753. 117. Ibid., pp. 753-754.

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dominación responde a una situación en la que es predominante la economía doméstica de carácter tradicional. La irrupción del capitalismo, la división del trabajo y el triunfo del individualismo contribuyeron a subvertirla y a implantar otras formas de ejercicio del poder en las que la mujer, en condiciones tal vez mejor que en la etapa anterior, todavía continuaba sin embargo sometida física y psíquicamente al varón. No puede sorprender que Weber considere el patriarcalismo como una forma premoderna de dominación anterior a la emergencia, bajo el impulso del capitalismo, de una autoridad de carácter legal y racional. Por su parte, Turner señala que «el capitalismo empezó a minar el patriarcalismo convirtiendo la esfera doméstica (household) en una unidad de consumo por la vía de la agencia ideológica del individualismo»118. 5. Teoría feminista Los análisis feministas del patriarcalismo ofrecen unas características totalmente distintas de las de Max Weber119. Parten de la base de que el desarrollo del capitalismo no impidió que la economía doméstica continuase siendo una unidad de producción. De hecho, la organización capitalista de la sociedad mantuvo el patriarcalismo por una serie de razones. En primer lugar, el capital continúa interesado en consolidar la unidad familiar porque ésta es una «unidad de consumo». Para Filmer, por ejemplo, la unidad familiar poseía por encima de todo una significación política. Para las feministas, en cambio, lo que aparece como esencial es la ubicación de la familia en el circuito consumista de las comodidades, propagadas y expandidas a través de la propaganda. En segundo lugar, en la nueva situación las mujeres, por lo general, acostumbran a mantenerse en el espacio privado porque, en el mundo capitalista, continúan teniendo la reproducción como primera función. Ideológicamente, la función reproductiva se refuerza por mediación de la tesis de Weber según la cual la fuerza física e intelectual de las mujeres es inferior a la de los hombres. En tercer lugar, las mujeres abaratan al capital el coste del trabajo porque su dedicación doméstica a los hombres no acostumbra a retribuirse. De esta manera, el patriarcalismo constituye uno de los fundamentos irrenunciables del capitalismo a pesar de que las condiciones de vida del mundo premoderno, al menos teóricamente, hayan sido superadas. Posiblemente, siguiendo a Bryan S. Turner, el patriarcalismo fue imprescindible para el primer capitalismo, pero resulta mucho más superfluo para el capitalismo actual. O, por decirlo de otra manera: en las sociedades actuales que, ideológicamente hablando, aún se encuentran en una situación de capitalismo inicial, el patriarcalismo continúa teniendo incidencia y «utilidad», pero, en las sociedades en las que tienen vigencia formas de capitalismo tardío, la función reproductora de la mujer y su situación estática en el 118. Véase Turner, o.c., p. 151. 119. Véase ibid., pp. 152-153.

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interior de la familia como productora de bienes no retribuidos no tienen ni el sentido ni la fuerza que acostumbran a atribuirles las teorías feministas sobre el patriarcalismo. Cada vez con mayor fuerza, las mujeres, en el mundo político, cultural y laboral, ocuparán, para bien y para mal, lugares equivalentes a los de los hombres. Sin embargo creemos que, en un futuro próximo (tal vez ahora mismo ya se perciben claros síntomas de eso), volverá a plantearse la cuestión del patriarcalismo, tan acertadamente denunciado por los movimientos feministas, en relación con la creciente inmigración que se acoge en los países occidentales. Mucho nos tememos que las mujeres inmigrantes volverán a sufrir las negativas consecuencias del patriarcalismo inscrito como una especie de diablo malévolo en el imaginario colectivo de los europeos. Históricamente, el patriarcalismo ha sido una forma de dominación y deshumanización muy comunes no sólo en el mundo antiguo, sino, prácticamente, hasta nuestros días. No cabe la menor duda de que las doctrinas religiosas sobre el cuerpo han sido un factor sumamente negativo en la consolidación teórica, práctica y legal de los comportamientos patriarcalistas de Occidente. Muy a menudo, para ceñirnos al ámbito cristiano, el cristianismo ha abandonado su inicial constitución profética y se ha decantado por una comprensión del cuerpo humano —y, muy particularmente, del cuerpo de la mujer— que ha dado pie, a partir de una transformación «científica» de las narraciones míticas de los orígenes (mito del paraíso, de Adán y Eva, de la caída original), a una organización y articulación de la sociedad humana en la que la mujer se caracterizaba por poseer una inteligencia limitada en el interior de un «cuerpo menor» que tenía que ser dominado, dirigido y, si era necesario, reprimido por el varón. Julia Kristeva ha escrito que, para bien y para mal, «el nuevo siglo [XXI] será femenino»120. Eso acontecerá después de una larga y trágica historia que tiene episodios como, por ejemplo, la lucha de las sufragistas del siglo XIX, los combates de los militantes por la igualdad jurídica y laboral de hombres y mujeres, el movimiento feminista en todas sus variedades y modulaciones que, en mayo de 1968, ponía de manifiesto que era posible otra sociedad, otra política, otro lenguaje, otras relaciones culturales y religiosas. Empezaba a vislumbrarse una meta nunca alcanzada en la larga historia de la cultura occidental: el rechazo de aquella tradición cultural, religiosa y política que situaba en el centro exclusivo de la existencia humana al varón y colocaba a la mujer en una situación de total supeditación y explotación por parte de todos los patriarcalismos imaginables121. Sin embargo, como indica Kristeva, esta nega120. J. Kristeva, El genio femenino. 1. Hannah Arendt, Buenos Aires/Barcelona/ México, Paidós, 2000, p. 12. Por numerosas razones, desde nuestra experiencia de enseñantes, estamos completamente de acuerdo con la opinión de Kristeva. 121. Creemos que aquí se plantea una cuestión de enorme importancia en el momento presente. Nos referimos a la necesaria revisión de las consecuencias (no deseadas) del monoteísmo, del «monoteísmo como problema político», por utilizar una expresión de Erik Peterson. Según nos parece, esta revisión no tendría que comportar

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ción de la tradición no pudo evitar en algunas direcciones importantes del feminismo un exceso deplorable: la estigmatización de la maternidad, su comprensión exclusiva en términos de servidumbre económica y sexual122. En nuestros días, en la hora de la presencia cada vez más activa e influyente de la mujer en todos los sectores de la vida pública, es necesario que «la maternidad, ayudada por los progresos de la ciencia, denigrada en cierto momento por algunos, se imponga de nuevo como la más esencial de las vocaciones femeninas: deseada, aceptada y realizada en adelante con el máximo de posibilidades para la madre, el padre y el niño»123. Para replantear la situación de la mujer en la actualidad no puede olvidarse un dato fundamental: a pesar de todos los progresos de la ciencia, las mujeres continuarán siendo las madres de la humanidad, y, amando a los varones, engendran hijas e hijos. Ciertamente, eso implica que «por su ósmosis con la especie, que las diferencia radicalmente de los hombres, las mujeres heredan importantes dificultades para manifestar su genio, para generar un don distinto específico, eventualmente genial, para el cultivo de esa humanidad que ellas albergan en sus vientres»124. Es a partir de este dato insuperable como, de acuerdo con la opinión de Kristeva, las mujeres del siglo XXI tendrán que buscar y configurar su genialidad específica. «Las madres pueden ser genios, no sólo del amor, del tacto, de la abnegación, de la resistencia o incluso del maleficio y la brujería, sino también de una cierta manera de vivir la vida del espíritu»125. A menudo, se ha puesto de relieve que el concepto de vida (con su complemento imprescindible de la natalidad) constituye el centro neurálgico de la reflexión de Hannah Arendt126. Para esta autora,

—como parece ser la opinión de algunos— el rechazo incondicional del monoteísmo a fin de incorporar una forma u otra de politeísmo, de neopaganismo, de gnosis, de nihilismo, de «cultura del yo» (Béjar), de «sociedad de vivencia» (Schulze). Evidentemente, esta revisión del monoteísmo tendrá mucho que ver, entre otras cosas, con la reconfiguración de la relacionalidad de los sexos en nuestra sociedad. En el fondo necesitamos una nueva cultura (y de sus transmisiones) que sea capaz de dar razón del rostro masculino-femenino de todo ser humano y del conjunto de sus realizaciones. De esta manera, creemos, podrían superarse las tendencias gnostizantes de la sociedad actual, entre las que cabe destacar la sospechosa preferencia (e, incluso, la apología incondicional) que tienen algunos intelectuales (cristianos) de nuestro país por el decisionismo político de Carl Schmitt. Con una cierta extensión, en nuestro estudio Armes espirituals i materials: Política, cit., pp. 137-211, nos hemos referido a la extrema peligrosidad del pensamiento de Schmitt. Véase sobre esta problemática el instructivo estudio de J. Manemann Carl Schmitt und die Politische Theologie. Politischer AntiMonotheismus, Münster/W., Aschendorff, 2002. También resulta interesante el libro de Trigano, o.c. 122. Véase Kristeva, o.c., p. 12. 123. Ibid., pp. 12-13. 124. Ibid., p. 13. 125. Ibid, p. 14. 126. A partir del pensamiento de Arendt, nos hemos referido a esta problemática en Duch, Armes espirituals i materials: Política, cit., pp. 80-84.

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la feminidad no es sólo un dato originario, sino también una diferencia intrínseca e indispensable para la acción, que sabemos que para Arendt es la esencia de lo político: la feminidad no queda limitada al cuerpo servil, sino que constituye desde el principio la pluralidad del mundo del que ella participa127.

En sus análisis sobre el genio femenino, Kristeva retoma el pensamiento de Arendt y lo contextualiza en un universo político y cultural, el «nuestro», en el que la vida también se encuentra amenazada, tal vez, al menos vistas las cosas superficialmente, de una manera bastante distinta de como lo estaba en la primera mitad del siglo XX. Aquí y ahora, existe una peligrosísima «amenaza tecnológica» en nuestro convivir cotidiano. Haciéndose eco de la reflexión arendtiana, Kristeva indica que, para superar este estado de cosas, para «humanofeminizar» la existencia de mujeres y varones, el «principio femenino» tiene que desarrollar todo su potencial, todo su enorme genio creativo, porque la vida será femenina o no será128. En la genial ópera de Wolfgang Amadeus Mozart Die Zauberflöte (La flauta mágica), Sarastro, el maestro de la sabiduría y de las iniciaciones sapienciales, poco antes del final del primer acto, canta estas palabras, que claramente expresan la tradicional posición paternalista occidental respecto a la mujer y que tienen que ser rechazadas totalmente no sólo por motivos de justicia, sino porque, en el mundo actual, sólo las mujeres podrán ser el antídoto eficaz contra la barbarie y el desprecio de la vida: Ein Mann muss eure [de las mujeres] Herzen leiten, denn ohne ihn pflegt jedes Weib aus ihrem Wirkungskreis zu schreiten129.

127. Kristeva, o.c., p. 200. 128. Véase ibid., p. 63. 129. «Un hombre ha de conducir vuestros [de las mujeres] corazones, / porque sin él [el varón] toda mujer tiende / a salir de su esfera natural o de influencia».

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4 BREVES PINCELADAS EN TORNO A LA REFLEXIÓN MODERNA SOBRE EL CUERPO

«El hombre es indestructible. Eso significa que no hay límites a la destrucción del hombre.» (Maurice Blanchot)

4.1. INTRODUCCIÓN

Debe tenerse presente que en Occidente, sobre todo a partir del siglo XVII, el sentimiento de ser un individuo, de ser uno mismo antes de ser, como sucedía en la época premoderna, un miembro de la comunidad, adquiere día a día una mayor importancia para la configuración de la vida privada y pública. A partir de aquel entonces, empieza a hacer acto de presencia el individualismo como la forma privilegiada de presencia del ser humano en su mundo1. En esta nueva situación 1. En este contexto hemos de recomendar el importante estudio de R. N. Bellah et al. Hábitos del corazón, Madrid, Alianza, 1989, esp. pp. 169-215, en el que se lleva a cabo una interesante aproximación conceptual al «individualismo», un término indiscutiblemente polisémico y ambiguo, pero que es imprescindible para comprender el destino de la cultura occidental antigua y moderna. Sin entrar a fondo en esta compleja problemática, sí que es conveniente apuntar que dos parecen ser las figuras más importantes que ha adoptado en el seno de nuestra cultura: el individualismo expresivo y el individualismo consumista. Sobre los orígenes remotos del individualismo, cf. L. Dumont, Ensayos sobre el individualismo. Una perspectiva antropológica sobre la ideología moderna, Madrid, Alianza, 1987. También es útil el estudio de A. Renaut, La era del individualismo. Contribución a una teoría de la subjetividad, Barcelona, Destino, 1993.

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que, sobre todo en la Europa nórdica, va imponiéndose poco a poco, el cuerpo se convierte en la frontera que establece la diferencia específica entre un hombre y otro hombre. Por eso es pertinente que David Le Breton cualifique de «factor de individuación» el cuerpo humano que se configura en la Modernidad2. Por ejemplo, resulta evidente que algunas de las ideas de William Harvey (1578-1657), expresadas especialmente en el escrito Exercitatio anatomica De motu Cordis et Sanguinis in Animalibus (1628), sobre la circulación de la sangre y la respiración, provocaron una auténtica revolución científica en relación con la comprensión del cuerpo humano que se tenía hasta entonces3. Estas nuevas ideas, como lo subraya Sennett, coincidieron con el nacimiento del primer capitalismo y contribuyeron significativamente a la gran transformación social, cultural, religiosa y política que acostumbramos a designar con el nombre, tal vez excesivamente genérico, de individualismo. Sus características más notables son la movilidad (muy especialmente, la movilidad económica) y la progresiva pérdida de relevancia de los estatus consolidados a priori, es decir, del conjunto de las tradiciones religiosas, políticas y culturales que habían sido las referencias obligadas de la sociedad occidental premoderna. La movilidad que imperativamente se impondrá en la vida cotidiana, porque la Modernidad es por encima de todo una «categoría de cambio» (F. X. Kaufmann), afectará de manera directa al cuerpo humano y a todas sus representaciones. Por eso mismo el cuerpo —o, tal vez aún mejor, las identidades humanas expresadas por mediación

2. Véase D. Le Breton, Anthropologie du corps et modernité, Paris, PUF, 41998, p. 46. Sobre esta problemática también es interesante: íd., Adieu au corps, Paris, Métailié, 1999. P. Laín Entralgo, El cuerpo humano. Teoría actual, Madrid, Espasa-Calpe, 1989, p. 25, pone de manifiesto que el nuevo paradigma del cuerpo humano, que al mismo tiempo recapitula y supera todos los paradigmas anatómico-fisiológicos anteriores al siglo XX, es el de Hermann Braus (1867-1924). Sobre el influyente pensamiento médico de Braus, cf. Laín Entralgo, o.c., pp. 28-41. En 1926, ante el interés que por aquel entonces despertaba el cuerpo humano, Ortega y Gasset hablaba de «una resurrección de la carne». Desde una perspectiva fenomenológica es imprescindible el estudio de B. Waldenfels Das leibliche Selbst. Vorlesungen zur Phänomenologie des Leibes, Frankfurt a. M., Suhrkamp, 2000, que se inspira en el pensamiento antropológico de Merleau-Ponty. Otro estudio importante de Waldenfels sobre esta temática es Grenzen der Normalisierung, cit., passim. Desde su teoría de los sistemas, N. Luhmann, Sistemas sociales. Lineamientos para una teoría general, Barcelona, Anthropos, 2 1998, pp. 189-201, 227-233, ofrece una reflexión sobre el cuerpo humano. 3. Véase R. Sennett, Carne y piedra. El cuerpo y la ciudad en la civilización occidental, Madrid, Alianza, 1997, pp. 273-274. Sobre la importancia y los efectos de la obra médica de Harvey en la nueva concepción de la existencia humana, cf. Sennett, o.c., pp. 275-280.

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de la apariencia corporal— se convertirá en uno de los artefactos más móviles y flexibles de la Modernidad4. Lo que tan esquemáticamente acabamos de señalar pone de manifiesto que, en todas las culturas, la concepción del cuerpo humano, de la misma manera que todo lo que se refiere al ser humano, es la resultante de una construcción social y cultural5. En los diferentes universos culturales el cuerpo ha sido el territorio sobre el que se ha asentado lo humano como «ser de posibilidades» que es. Ahora bien, los significados que se le atribuyen dependen de los escenarios sociales y políticos, sin olvidar los tiempos religiosos, sexuales y económicos que les son propios, con los que viven, mueren y se representan los hombres y mujeres concretos6. A causa de la sobreaceleración que ha experimentado el tiempo humano no puede sorprender que, en la sociedad moderna, la construcción corporal, como las restantes construcciones simbólicas, también se haya visto afectada por una especie de vértigo de cambio compulsivo, de tal manera que «el cuerpo tiende a convertirse en una materia prima de acuerdo con el ambiente de cada momento. Para un número importante de contemporáneos, es un accesorio de su presencia en el mundo, el lugar de la mise en scène de uno mismo»7. Poco a poco, en un proceso de desacralización 4. Una expresión muy significativa de la movilidad y flexibilidad corporal será la moda como faceta muy significativa de la Modernidad como «categoría de cambio». Tiene razón Entwistle cuando afirma que «el tiempo está socialmente construido por el sistema de la moda [...] La moda ordena la experiencia del yo y del cuerpo en el tiempo» (J. Entwistle, El cuerpo y la moda. Una visión sociológica, Barcelona/Buenos Aires/México, Paidós, 2002, p. 49). 5. Cf. D. Le Breton, Antropología del dolor, Barcelona, Seix Barral, 1999, p. 69, y, sobre todo en relación con las actuales modificaciones del cuerpo, cf. íd., Signes d’identité. Tatouages, piercings et autres marques corporales, Paris, Métailié, 2002. No ha de olvidarse que en la premodernidad el llamado «cuerpo político», asimilado al cuerpo físico y tangible del rey, tuvo una enorme importancia en el imaginario colectivo de las poblaciones europeas (cf. E. H. Kantorowicz, Los dos cuerpos del rey. Un estudio de teología política medieval, Madrid, Alianza, 1985). La Modernidad, en cambio, no necesitó ni toleró la existencia de un cuerpo político en el sentido estricto del término; sólo hizo de él un uso de carácter figurativo y metafórico (cf. A. Heller y F. Fehér, Biopolítica. La modernidad y la liberación del cuerpo, Barcelona, Península, 1995, cap. I). 6. Entwistle, o.c., p. 47, pone de relieve que «las mujeres tienen más tendencia a desarrollar una mayor conciencia corporal y de ellas mismas como un ser corpóreo que los hombres, cuya identidad no está tan situada en el cuerpo». 7. Le Breton, Signes d’identité, cit., p. 7; véase también C. Pera, «La omnipresencia del cuerpo en la cultura actual»: Jano, núm. 1327, enero 2000, 172-173. En relación con la actual manipulación del cuerpo (tatuajes, piercings, etc.) designada por Le Breton con la expresión «bricolage identitario del cuerpo»», «es necesario modificar el cuerpo legado por los padres. El joven quiere afirmar su diferencia y, a pesar de

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creciente (o tal vez sea más adecuado afirmar: de «autosacralización»), el ser humano ha ido separándose de la naturaleza, del otro y, en último término, de sí mismo. No resulta extraño entonces que irrumpa el «hombre anatomizado», «hecho migajas», que constituye la base de un saber médico-anatómico fundamentado en la disección8. Por primera vez en la historia, el hombre se siente propietario de un cuerpo compuesto de un determinado número de miembros («herramientas») claramente diferenciadas y especializadas. El hecho que el ser humano alcance el convencimiento de que tiene un cuerpo, que, incluso, invente un cuerpo, «su cuerpo», impone como consecuencia casi ineludible la distinción entre el «cuerpo» y la «persona humana». Sin embargo es necesario darse cuenta de que esta distinción, presente cada día con más fuerza en la cultura occidental moderna, es el síntoma evidente de una mutación ontológica de gran alcance que, de alguna manera, marcará la pauta de las restantes realizaciones, sobre todo las de carácter técnico (y, tal vez aún mejor, «tecnológico»), de la Modernidad occidental9. La invención del cuerpo como concepto autónomo implica una mutación del estatuto del hombre. La antropología racionalista, ya anunciada por algunas corrientes del Renacimiento y que se concretó en los siglos siguientes, no se encuentra asentada en el interior de una cosmología, sino que subraya la singularidad del hombre, su soledad, y, paralelamente, hace notar la presencia de un resto que se llama cuerpo10.

Es una excelente ejemplificación de lo que acabamos de exponer un fragmento de la conocida novela de Marguerite Yourcenar Opus nigrum, en la que se narran las aventuras de Zenón, médico, alquimista, heterodoxo y filósofo, nacido hacia 151011. En la narración apare-

todo, ser reconocido. Desea una nueva piel» (ibid., p. 11). Si en las sociedades tradicionales el tatuaje tenía como misión repetir y perpetuar las formas ancestrales inscritas en una filiación concreta, borrando las diferencias entre los individuos, en las sociedades contemporáneas, en cambio, las marcas sirven para individualizar y personalizar a los seres humanos (cf. ibid., pp. 11-12, 15-18). 8. Sobre el sentido y el alcance antropológicos de la disección anatómica, véase Le Breton, Anthropologie du corps, cit., pp. 47-60. 9. Ibid., p. 47. 10. Ibid, p. 59; íd., L’Adieu au corps, cit., pp. 12-14. Debe tenerse en cuenta la siguiente reflexión de Le Breton: «Si el hombre sólo existe a través de las formas corporales que lo sitúan en el mundo, toda modificación de su forma implica otra definición de su humanidad» (L’Adieu au corps, cit., pp. 220-221). 11. M. Yourcenar, Opus nigrum, Madrid, Alfaguara, 1982.

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ce como un personaje inquieto y marginal, imprevisible y nervioso, que recorre los territorios europeos practicando clandestinamente numerosas disecciones de cadáveres. Es especialmente significativa la que practica al hijo de un íntimo amigo suyo, que había fallecido hacía poco. Transcurridos algunos años, Zenón la recuerda así: «En el gabinete impregnado de vinagre, disecábamos a aquel muerto que había dejado de ser el hijo o el amigo para convertirse tan sólo en un bello ejemplar de la máquina humana...». Michel Bernard indica que «el anatomista evacua del cuerpo su ‘aura’ subjetiva e imaginaria, la cual permite al ser humano hacer frente al enigma de su existencia y la perspectiva de su muerte, o, como lo expresó Fedida, [mediante la disección], ‘el cuerpo es desenraizado de sus mitos y vaciado de su misterio’»12. Es algo incontestable que el saber anatómico, como una especie de «modelo ejemplar» de lo que sucederá en la Modernidad occidental, pone en cuestión la unidad corporal del ser humano, desintegra su armonía y, especialmente, destruye las correspondencias entre la carne del hombre y la carne del mundo. En efecto, el hombre «anatomizado» es introducido en el campo del «maquinismo tecnológico» como un conjunto de «piezas» (miembros) independientes entre sí, como una suerte de «mecano», cuyas piezas (miembros) pueden servir para jugar o experimentar al margen de la suprema dignidad que, desde los mismos orígenes de la humanidad, se ha reconocido al cuerpo humano en su profunda unidad hecha de contrarios. En definitiva: a diferencia del halo sagrado que poseía el cuerpo humano, en la Modernidad, cada vez más intensamente, la «máquina corporal» se halla sometida a las exigencias del «utilitarismo tecnológico» tan característico de la Modernidad13. Como consecuencia de la predominante concepción instrumental del cuerpo, uno de los rasgos fundamentales de la medicina moderna es la drástica separación entre el hombre y su cuerpo como simple operación técnica. Pero entonces «el ser humano es concebido in abstracto como el fantasma que reina sobre un archipiélago de órganos, aislados metodológicamente los unos de los otros»14. Parece bas12. Bernard, o.c., p. 80. 13. Véase más adelante lo que referiremos sobre las «técnicas del cuerpo». No hace mucho, David B. Morris apuntaba que, en la actualidad, «mucha gente se consuela pensando que el cuerpo es una máquina que requiere solamente algún viaje ocasional a casa del mecánico» (D. B. Morris, Illness and Culture in the Postmodern Age, Berkeley/Los Angeles/London, University of California Press, 1998, p. 14; cf. ibid., pp. 15-16). 14. Le Breton, Anthropologie du corps, cit., p. 187. H.-G. Gadamer, El estado oculto de la salud, Barcelona, Gedisa, 2001, p. 96, afirma que «el orden rítmico de

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tante evidente que la progresiva pérdida de importancia del médico de cabecera, que conocía los aspectos más íntimos y decisivos de la vida de los individuos y de las familias, ha contribuido a imponer la figura de médico que actúa como un simple técnico del cuerpo humano. Éste, a causa de la «sectorización» a que se ve sometido, limita las actuaciones médicas a lo que se desprende de los «síntomas» y de las pruebas analíticas, sin que el facultativo casi nunca llegue a tener una visión de conjunto de la salud de su paciente. Un aspecto muy importante de la praxis del médico de cabecera consistía en la empatía que se establecía entre él y sus pacientes, para los que acostumbraba a ser un cuidador y sanador de todas las dimensiones del cuerpo humano, es decir, de toda la persona en su complejo polifacetismo y poliglotismo. Umberto Galimberti ha puesto de manifiesto que, sobre todo a partir del siglo XVII, cuando Galileo procede a la desmitización del cielo y Descartes hace lo propio con la tierra, tiene lugar una progresiva despersonalización del mundo que, entre otras muchas cosas, comporta una «visión técnica» del cuerpo humano. Desde otra perspectiva, Bernhard Waldenfels ha señalado que, mediante el proceso moderno de desencantamiento de la naturaleza, se ha producido en la medicina un «vacío normativo» que provoca que el enfermo sea considerado como un extraño (Fremder), haciendo entonces muy difícil —en algunos casos, imposible— la relación responsorial entre el médico y el paciente15. Es en aquel entonces cuando nace el pensamiento objetivador, que observa y analiza al ser humano como un simple objeto, que se halla inmerso en un mundo también objetivado con el que mantiene unas relaciones matematizables. Descartes, con su separación del cuerpo (res extensa) y del alma (res cogitans), es el iniciador en Occidente de una doble vía de carácter dualista «ciertamente, con una profunda tradición en nuestra cultura»16 que, en la Modernidad, nuestra vida vegetativa, que comparten, nunca podrá ser reemplazado por una corporeidad ‘instrumental’, así como tampoco se podrá eliminar la muerte». 15. Véase Waldenfels, Grenzen der Normalisierung, cit., pp. 116-117. Con la Modernidad se produce una cesura. La medicina ya no se encuentra ubicada en un orden vital que lo abarcaba todo y que confiaba en el poder sanador de la naturaleza (la naturaleza como «gran farmacopea», según la expresión de Paracelso). Cada vez con mayor insistencia, la medicina se convierte en un conjunto de técnicas de reparación de un cuerpo enfermo comprendido como un compendio de piezas independientes entre sí (cf. ibid., pp. 118-119). 16. Chirpaz, o.c., p. 100, manifiesta que, en relación con el cuerpo, el hombre occidental es el heredero de una tradición dualista que «falsifica el problema no tanto porque distinga entre fenómenos de dos órdenes, sino porque substancializa o hipostatiza estos fenómenos como si pertenecieran a dos realidades que, entonces, se convierten en substancias diferentes y opuestas».

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se irá afirmando y asentando de manera creciente: por un lado, el cuerpo inicia su historia como la suma de diversas partes sin interioridad y, por el otro, la mente se concibe como interioridad sin ningún tipo de relación u oposición con la realidad mundana17. El filósofo francés, por mediación de su cogito, separó la inteligencia del hombre de la carne. A sus ojos, el cuerpo sólo era el envoltorio mecánico de la presencia humana en el mundo, que podía ser sustituido y manipulado sin que la «esencia» del hombre experimentase perturbaciones significativas18. Por eso, de las dos partes de que consta el ser humano, el alma es la favorecida. El cuerpo, en cambio, se convierte en un «cuerpo anatómico», dejando de ser un «sujeto de vida»19. La visión cartesiana del cuerpo como una máquina forma parte de un movimiento mucho más general de la cultura de la primera Modernidad (con una presencia muy amplia en los protestantismos centroeuropeos), la cual subraya con gran énfasis la capacidad racional del ser humano para comprender el mundo con medios no religiosos. El mundo secular tenía que ser controlado con la ayuda de tecnologías neutras: era necesario que el cuerpo recibiera del alma las órdenes oportunas para llevar a cabo esta tarea. 17. Hans Jonas ha indicado que el dualismo cartesiano condujo a la especulación sobre la vida a un callejón sin salida. «Lo absurdo de esta doctrina [cartesiana] reside en el hecho de que niega su principal y más patente característica a la realidad orgánica: la que en cada una de sus individuaciones muestra una tendencia propia a la existencia y a la realización, es decir, al hecho de que la vida se quiere a sí misma. Dicho de otra manera: el destierro del sistema conceptual de la nueva física, el cual se sometió al viejo concepto de tendencia, privó al reino de la vida de su lugar propio en el plan global de las cosas» (Jonas, o.c., p. 87; cf. ibid., pp. 88-89). Sobre la posición de Descartes en relación con el alma, el cuerpo y su unión, cf. Chirpaz, o.c., pp. 104106). 18. Véase Le Breton, L’Adieu au corps, cit., pp. 12, 16. Turner, o.c., p. 11, afirma que «la teología cristiana ha tenido un papel muy importante en la formación del racionalismo secular cartesiano, el cual fue el esencial apuntalamiento ideológico en el nacimiento del capitalismo ascético. En el siglo XVII se dio una cierta compatibilidad entre la teología paulina en su acepción protestante y el secularismo cartesiano. La función del ascetismo consistió en la liberación del alma de su entrampamiento con el cuerpo, es decir, de las limitaciones y problemas de la encarnación humana». 19. W. Schulz, Philosophie in der veränderten Welt, Pfullingen, W. Neske, 1972, p. 461, afirma: «Se puede comprender el giro que ha hecho la antropología moderna como el hecho de una indiferencia (Vergleichgültigung) respecto al esquema dualista [cuerpo-espíritu] de la tradición. Eso significa, por un lado, que la antropología moderna ya no sitúa el problema de la relación cuerpo-espíritu como el problema fundamental de la antropología. Más bien la antropología se dedica al análisis de las formas de comportamiento que implican a ‘todo el hombre’. Por el otro lado, en la antropología moderna se reconoce el hecho de que el hombre ‘tiene’ cuerpo y espíritu, que ambos se diferencian, pero que, sin embargo, se influencian recíprocamente».

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En la Modernidad, poco a poco, el cuerpo humano se incluye entre los objetos mensurables y cuantificables, y nace la medicina técnica en sentido moderno20. En esta medicina se incrementa la pasividad del enfermo (considerado como una simple «máquina humana») ante los médicos, convertidos también en simples funcionarios de un saber mecánico y burocratizado. Entonces, con las excepciones de rigor, acostumbra a originarse un «cuerpo a cuerpo» entre el paciente y el facultativo, ambos despersonalizados, sin que, por lo general, intervenga entre ellos un tipo u otro de relacionalidad personal21. «En comparación con la medicina tradicional (por ejemplo, la platónica), la reducción de la terapia a una mera restitución o reparación significa una notable atrofia, de acuerdo con la cual la salud se presenta sobre todo como un estado de ‘no-enfermedad’»22. El malestar que se detecta en la medicina actual —y, quizá de una manera más acusada todavía, en la psiquiatría— puede comprobarse muy fácilmente por el hecho de la gran afluencia de pacientes a todo tipo de medicinas alternativas, las cuales, con los conocidos abusos que a menudo generan, ejemplifican claramente el foso cada vez más profundo que existe entre el enfermo y la medicina convencional23. De esta manera se pone de manifiesto que la actual praxis médica, naturalmente con algunas excepciones muy loables, olvida que el hombre es un ser logomítico y relacional, cuya relacionalidad tiene como punto de partida su innata capacidad simbólica más que las «estrecheces geométricas», unívocas e «in-transcendentes», de su configuración lógica24. Para reencontrar, personal y comunitariamente, la verdadera significación del ser humano como unidad en la diferencia (coincidentia oppositorum) es preciso deshacerse de la concepción 20. Véase U. Galimberti, Orme del sacro. Il cristianesimo e la desacralizzazione del sacro, Milano, Feltrinelli, 2000, pp. 284-285, 289. Cf., además, íd., Gli equivoci dell’anima, Milano, Feltrinelli, 2001, pp. 68-74, 170-171. 21. Véase Galimberti, Orme del sacro, cit., p. 287; Le Breton, o.c., pp. 13-14. 22. Waldenfels, Die Grenzen der Normalisierung, cit., pp. 117-118. 23. Es posible que el éxito actual de las medicinas alternativas, en las que se mezcla ciencia, magia y religión, deba considerarse como la señal de una rebelión generalizada contra la «mirada médica» de la medicina convencional, la cual, en nombre de la objetividad de la ciencia, produce al mismo tiempo la despersonalización del paciente, del médico y del conjunto de la medicina (cf. Galimberti, Orme del sacro, cit., p. 287). Los análisis pioneros de Erving Goffman y Michel Foucault sobre los hospitales psiquiátricos como «instituciones totales» continúan teniendo validez en la actualidad a pesar de los numerosos años que han transcurrido desde entonces. Véase E. Goffman, Internados. Ensayo sobre la situación social de los enfermos mentales, Buenos Aires, Amorrortu, 51994. 24. Véase Le Breton, Anthropologie du corps, cit., p. 190.

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atomística del hombre cartesiano y recuperar una concepción holística de carácter hipocrático. En el momento actual, aquí y allá, esta concepción vuelve a resurgir en gran medida gracias a las aportaciones de las teorías sistémicas, en las que el ser humano no es alguien que «declama» el papel de su rol en un escenario vacío, sino que lo hace en medio de un conjunto de actores y actrices cuya identidad va perfilándose —jamás de manera definitiva— por mediación de las relaciones que mantienen los unos con los otros25. A pesar de todo creemos que Bernhard Waldenfels tiene razón cuando, en relación con el cuerpo humano (y, seguramente, no sólo en relación con él), afirma que, de alguna manera, Descartes es nuestro destino (Schicksal) [...] En la actualidad, el repensar y revalorizar el cuerpo presupone un cierto cartesianismo que pertenece a nuestra cultura. Por eso, como si nunca hubiéramos oído hablar de Descartes, no podemos convertirnos simplemente en asiáticos y actuar como ellos. Una teoría de la corporeidad no puede formularse como si Descartes jamás hubiera existido26.

El poeta inglés William Blake decía que «todo lo que vive, no vive solamente para él mismo». Por eso la «mirada médica» no debería limitarse a observar un organismo humano férreamente recluido en su aislamiento, sino que, desechando las concepciones abstractas y matematizadas del cuerpo humano, tendría que abrirse al orden de las relaciones simbólicas, las cuales constituyen el auténtico imperio del ser humano. A pesar de que pueda parecer paradójico, la comprensión del cuerpo como «máquina corporal» ha conducido a una separación, a menudo tajante, entre la medicina convencional y las formas alternativas de curación, dando lugar entonces a nuevas manifestaciones de dualismo e, incluso, de gnosis27. Con frecuencia, en la medicina actual el cuerpo se disocia del hombre y se le considera como un «en-sí» autónomo con unos rasgos muy acusados de carácter maquinal, que pueden ser completamente objetivados. Al mismo tiempo, como consecuencia inevitable, el cuerpo cesa de ser el fundamento imprescindible de la identidad humana. Entonces, como apunta David Le Breton, el resultado al que se llega es «una versión moderna del dualismo, que opone el hombre a su cuerpo, y no, tal como sucedía en el pasado, el

25. Véase Galimberti, o.c., p. 288. 26. Waldenfels, Das leibliche Selbst, cit., p. 112. 27. Véase Le Breton, L’Adieu au corps, cit., cap. V.

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alma a un cuerpo»28. Paradójicamente, en la actualidad pueden detectarse diversos avatares de religiosidad gnóstica como, por ejemplo, en el mito de la «salud perfecta» tal como ha sido analizado por Lucien Sfez en relación con diferentes formas de tecnociencia: se trata de reencontrar un cuerpo como el de Adán antes del pecado original; un cuerpo de Adán sin Eva, sin sexualidad, sin enfermedades, sin muerte, sin pecado; en realidad, un cuerpo perfecto, un «cuerpo sin cuerpo»29. Se ha escrito que, «en el mundo gnóstico del odio al cuerpo que constituye ahora mismo una parte de la cultura virtual, el paraíso es necesariamente un mundo sin cuerpo repleto de artefactos electrónicos y de modificaciones genéticas o morfológicas»30. 4.2. REFERENCIAS MODERNAS DE LA REFLEXIÓN SOBRE EL CUERPO

4.2.1. Introducción En este parágrafo nos limitamos a diseñar esquemáticamente las aportaciones de cuatro autores modernos cuyas reflexiones sobre el cuerpo humano han significado un hito importante en el discurso antropológico del momento actual. 4.2.2. Friedrich Nietzsche Es innegable que Friedrich Nietzsche (1844-1900), en tantos aspectos innovador y, al mismo tiempo, crítico radical de la cultura occidental moderna, gracias a la mediación del pensamiento romántico, también hizo algunas aportaciones significativas a la reflexión sobre el cuerpo humano. Sobre todo en su obra Así habló Zaratustra acusa a los pensadores idealistas de hacer del cuerpo una especie de sirviente automatizado del propio yo, marginando completamente entonces las auténticas dimensiones y la verdadera función de la corporeidad del ser humano. «Cuerpo soy yo y alma» —así hablaba el niño. ¿Y por qué no hablar como los niños? Pero el despierto, el sapiente, dice: cuerpo soy yo íntegramente, y ninguna otra cosa; y alma es sólo una palabra para designar algo en el cuerpo. El cuerpo es una gran razón, una plurali28. Le Breton, Anthropologie du corps, cit., p. 229. 29. Véase L. Sfez, La Santé parfaite. Critique d’une nouvelle utopie, Paris, Seuil, 1995, pp. 371-372. 30. Le Breton, L’Adieu au corps, cit., p. 221.

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dad dotada de un único sentido, una guerra y una paz, un rebaño y un pastor. Instrumento de tu cuerpo es también tu pequeña razón, hermano mío, a la que llamas «espíritu», un pequeño instrumento y un pequeño juguete de tu gran razón. Dices «yo» y estás orgulloso de esa palabra. Pero esa cosa más grande aún, en la que tú no quieres creer —tu cuerpo y su gran razón: ésa no dice yo, pero hace yo31.

Con su reflexión sobre el cuerpo, Nietzsche planteó una incisiva y original crítica a las filosofías modernas que se habían propuesto hacer de la «autoconciencia» la expresión por excelencia de lo humano y el objeto exclusivo de la reflexión filosófica. Él, en cambio, la considera no como una «cosa en sí», autónoma y con un estatuto privilegiado, sino como una simple herramienta al servicio del cuerpo. En relación con el alma, el pensador alemán, corrigiendo de alguna manera la doctrina cartesiana de la total interioridad del alma en oposición a la mera exterioridad del cuerpo, se decanta por el paso de una comprensión del alma entendida como substancia espiritual y fundamento esencial de la subjetividad individual a una comprensión del alma entendida como acto del pensamiento puro. En efecto, el sujeto humano ya no existe en y por sí mismo como una especie de mónada aislada de las influencias externas, sino que se configura por mediación de numerosos procesos discursivos que hablan, argumentan y reflexionan sobre todo lo que, de una manera u otra, se refiere, se relaciona o se distancia de él. Nietzsche se mostró convencido de que todo a lo que la tradición filosófica y religiosa occidental había atribuido una categoría «espiritual», ahora era necesario considerarlo no como algo «en sí», con un conjunto de actividades discernibles e independientes, sino que, simplemente, debía ser ponderado como un lenguaje propio del cuerpo humano. No cabe la menor duda por tanto de que, más allá de la polémica que mantuvo con los cristianos de su tiempo como «despreciadores del cuerpo», Nietzsche anticipa lúcidamente algunos aspectos muy importantes de la reflexión fenomenológica sobre el cuerpo humano que alcanzará su plenitud en el siglo XX gracias a los análisis de algunos filósofos y antropólogos como, por ejemplo, Bergson, Husserl, Scheler, Merleau-Ponty, Gabriel Marcel, Plessner, etc., los cuales, con acentos y modalidades muy variados, se harán eco de las grandes intuiciones nietzscheanas relativas al cuerpo humano.

31. Fr. Nietzsche, Así habló Zaratustra. Un libro para todos y para nadie, introducción, traducción y notas de A. Sánchez Pascual, Madrid, Alianza, 1972, p. 60. El fragmento entero («De los despreciadores del cuerpo»), en las pp. 60-62.

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4.2.3. Edmund Husserl Edmund Husserl (1859-1938) colocó en el centro de su reflexión filosófica un conjunto de temas relacionados con la vida. Subraya con insistencia el hecho de que un mundo precategorial y prelógico comanda todos los desarrollos filosóficos. Cree que es una evidencia que es en medio de ese mundo precategorial en donde la conciencia humana viene a la existencia. En el interior de este marco, el cuerpo es presentado como el «objeto intencional» que el ego trascendental alcanza a constituir, produciéndose entonces, no sin conflictos, una implicación recíproca entre el sujeto/conciencia y el objeto. En el segundo libro de las Ideas para una fenomenología pura y para una filosofía fenomenológica Husserl dedicó una atención muy especial al cuerpo humano. Como portador de sensaciones localizadas, de voliciones y de movimientos libres, el propio cuerpo —el cuerpo (Leib) vivido por la conciencia— constituye la realidad psíquica (seelisch) determinante, porque manifiesta algunas propiedades que no pueden ser deducidas directamente de las cosas. Propiamente, Husserl caracteriza al cuerpo humano como el «lugar de intercambio» (Umschlagstelle) entre la naturaleza y la cultura en el sentido de que, para el ser humano, nunca es posible la una sin la otra32. En este contexto, «lugar de intercambio» significa que siempre nos movemos activamente, es decir, históricamente, entre las dos mencionadas esferas, y, por eso mismo, el filósofo habla de una naturaleza que actúa (fungiert). La naturaleza no es sólo la naturaleza en sí, sino que toma parte activamente, actúa, en el seno de la cultura. Los momentos naturales de mi cuerpo son comparables a los de los cuerpos animales y vegetales: en el cuerpo humano, por ejemplo, también hay electricidad (los impulsos nerviosos) o procesos metabólicos, etc., de una manera semejante a como se da en los restantes seres vivos. Además de todo eso, Husserl pone de relieve que, a diferencia de lo que sucede en los cuerpos no humanos, la naturaleza también actúa en las experiencias y los comportamientos humanos como «mi naturaleza», es decir, como algo que, por un lado, humaniza y, por el otro, se encuentra sometido a los procesos de humanización. Resulta harto evidente que a eso a lo que tan sumariamente nos hemos referido, Husserl añade algo que es de capital importancia. El cuerpo humano está dotado con una indudable capacidad orientativa, de un saber moverse hacia finalidades concretas y establecidas con antelación. Por eso, el filósofo judío alemán considera que el cuerpo 32. Véase Waldenfels, Das leibliche Selbst, cit., pp. 253-254.

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es el mediador y el mensajero imprescindibles de la existencia humana, ya que posibilita su instalación espaciotemporal en el cosmos. «Para el propio yo, el cuerpo tiene una función privilegiada, determinada por el hecho de significar el punto cero de todas las orientaciones (proximidad, altura, profundidad, etc.» (§ 41). Ahora bien, para que la orientación sea realmente efectiva, es esencial descubrir en el horizonte del propio yo otra forma de conciencia, la cual constituye por ella misma la objetividad social: la intersubjetividad. Ésta, sin embargo, no se da si no es a través de una especie de entropía y se realiza conjuntamente con la experiencia originaria del propio cuerpo (cf. § 51). Husserl mantiene que esta experiencia es originaria porque es el punto de partida para alcanzar el conocimiento del propio cuerpo (Leib) como diferente de cualquier otro cuerpo (Körper) que se encuentre en el mundo. En este contexto resulta pertinente la acotación que hace el filósofo: «Los conceptos yo-nosotros son relativos: el yo exige el tú, el nosotros, el ‘otro’. Además, el yo (el yo como persona) exige una relación con un mundo de cosas. Eso significa que yo, nosotros, el mundo estamos en una situación de pertinencia recíproca: el mundo como mundo ambiental transporta consigo la marca de la subjetividad» (§ 62, nota). Sin encontrarse contrapuestos de manera dualista, Husserl pone de manifiesto que el cuerpo y el alma constituyen dos estratos de la naturaleza animal, configurando una íntima «unidad sensorial». Aplicando su teoría de la intencionalidad, el filósofo manifiesta que el alma, al mismo tiempo, como estrato fundamental y determinado depende del estrato que la fundamenta, es decir, el cuerpo. Por su parte, el cuerpo recibe del alma la orientación de sentido. La vida del yo y los estados psíquicos tienen como componentes las sensaciones materiales y las experiencias del cuerpo, el cual es apto para localizar en el espacio y el tiempo aquellas sensaciones materiales que serán orientadas (interpretadas) por el alma. El concepto fundamental de la fenomenología husserliana, el «mundo de vida» (Lebenswelt), que se encuentra íntimamente relacionado con la corporeidad humana, también ha de interpretarse como el ámbito de la experiencia precientífica del mundo en oposición a la experiencia (experimentum) de la ciencia, la cual siempre se halla mediatizada por el conocimiento científico ya constituido o en vías de constitución. 4.2.4. Gabriel Marcel El filósofo francés Gabriel Marcel (1889-1973) mantiene que, en el ámbito mundano, todo existente me aparece como una prolongación 143

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y, de alguna manera, como una ratificación de «mi cuerpo» en múltiples y, con una cierta frecuencia, divergentes direcciones. Este cuerpo es designado con la expresión «cuerpo vivido» (corps vécu), es decir, el «cuerpo sujeto» de la misma vida. A partir de estas consideraciones, el filósofo afirma que «la encarnación es el dato central de la metafísica. La encarnación es la situación de un ser que se presenta ligado a un cuerpo»33. «Mi cuerpo» es algo radicalmente mío y en ningún caso una entidad «objetiva» que pueda diseccionarse de mi supuesto «yo ideal». Por eso puede afirmarse que el cuerpo humano es la gran «mediación social» de que dispone el ser humano para hacerse presente en su mundo cotidiano. En esta línea Marcel subraya que el cuerpo humano es el «existente tipo» y el «jalón principal de los existentes». En definitiva, porque soy mi cuerpo, «no puedo tratarme como si fuera un término diferente de mi cuerpo, como algo que mostrase respecto a él una relación determinada»34. El propio cuerpo, por tanto, es alguna cosa completamente diferente de un «cuerpo ligado a otros cuerpos». Respecto a él, no se da una relacionalidad por vía de diferenciación, sino de coimplicación armoniosa. Por ello resulta comprensible que Gabriel Marcel manifieste que la relación con el propio cuerpo es algo absolutamente singular y, en realidad, en cada caso señaliza la humanidad (o la inhumanidad) de tal ser humano concreto. También apunta con fuerza que el cuerpo humano como objeto del conocimiento médico y científico ya no es mi cuerpo, sino que, entonces, se trata de un mero ente «objetivo» y «objetivado» que, de hecho, no pertenece a nadie, porque se mueve en el campo de la abstracción y de la indeterminación espaciotemporal. 4.2.5. Maurice Merleau-Ponty En pleno siglo XX Maurice Merleau-Ponty (1908-1961) —desde una perspectiva fenomenológica, siguiendo y completando algunas ideas expuestas en el primer tercio del siglo por Edmund Husserl, sobre todo las relacionadas con el «mundo de vida»— ha hecho aportaciones fundamentales a la comprensión del cuerpo humano que, en el momento presente, aún poseen plena vigencia, ya que lo sitúa en el centro 33. G. Marcel, Diario metafísico. 1928-1933, Madrid, Guadarrama, 1969, p. 15. Sobre la encarnación, cf. la interesante reflexión de H. Rombach, El hombre humanizado. Antropología estructural, Barcelona, Herder, 2004, pp. 304-306. 34. Marcel, o.c., p. 16; cf. íd., Le mystère de l’être, I, Paris, Aubier, 1951, pp. 119-120.

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de sus análisis sobre la percepción35. Con mucha finura, Bernhard Waldenfels ha puesto de manifiesto que Merleau-Ponty buscó con toda la intensidad posible tomar distancia respecto a la concepción del cuerpo que, en la cultura occidental, ha tenido vigencia a partir de Descartes; concepción que, con mucha frecuencia, también se encuentra en la base de la física moderna y de algunas corrientes psicológicas de nuestros días36. Adoptando la distinción de la fenomenología clásica entre el «cuerpo-objeto», estudiado por la física, la medicina, etc., y el «cuerpo-sujeto» (también denominado «cuerpo-propio»), este pensador presenta el cuerpo humano como aquel «punto de vista» inmediato sobre el mundo que, en el transcurso de su existencia, va adquiriendo el ser humano. En efecto, el cuerpo constituye el origen radical o «punto cero» de mi percepción para definir y concretar mi propia «finitud» y para articular mi «ser-y-estar-en-el-mundo». Por eso Merleau-Ponty afirma que el cuerpo humano es el anclaje (ancrage) de mi subjetividad en el mundo cotidiano, la cual, en un espacio y tiempo concretos, determina decisivamente mi situación en la trama de las relaciones sociales, en el alcance de mis proyectos, en la realidad concreta de mis inacabables y, a menudo, contradictorios procesos para comprender el mundo que me rodea37. Para el filósofo francés es una evidencia incontestable que la mente se encuentra en el cuerpo y que alcanza el conocimiento por mediación de lo que Merleau-Ponty designa con la expresión «esquema postural o corpóreo». En toda su obra pone de manifiesto que la capacidad del ser humano como agente se encuentra esencialmente «encarnada». También pre35. La obra fundamental es M. Merleau-Ponty, Fenomenología de la percepción, Barcelona, Península, 1975. Sobre la comprensión del cuerpo de este filósofo, cf. X. Tilliette, Merleau-Ponty ou la mesure de l’homme, Paris, Seghers, 1970, pp. 51-85; Bernard, Le corps, cit., pp. 62-64; J.-P. Wils, «Ästhetische Güte». Philosophisch-theologische Studien zu Mythos und Leiblichkeit im Verhältnis von Ethik und Ästhetik, München, Fink, 1990, pp. 67-74; F. Boburg, Encarnación y fenómeno. La ontología de Merleau-Ponty, México, Universidad Iberoamericana, 1996; C. Taylor, Argumentos filosóficos. Ensayos sobre el conocimiento, el lenguaje y la modernidad, Barcelona/ Buenos Aires/México, Paidós, 1997, pp. 43-58; sobre todo, Waldenfels, Das leibliche Selbst, cit., passim; Entwistle, o.c., pp. 45-52. 36. Véase Waldenfels, o.c., p. 15; Wils, o.c., p. 67. Según Waldenfels, las aportaciones de Merleau-Ponty son excepcionales porque, «en relación con el tema ‘corporeidad’ (Leiblichkeit), no piensa en un ámbito meramente fisiológico, sino que, propiamente, se trata de lo que constituye la vida en el mundo» (ibid., p. 16). 37. «La ambición —y el incontestable éxito— de Merleau-Ponty es haber subrayado la importancia del cuerpo fenoménico o vivido, el cual, sin dejar de ser un objeto extraño, se comporta a la manera de un sujeto, como una subjetividad, que es un cuasisujeto, un Yo (Moi) natural» (Tilliette, o.c., p. 59).

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cisó que el cuerpo humano es el lugar de las direcciones de la acción y del deseo que el hombre o la mujer concretos nunca están en disposición de captar o de controlar totalmente mediante decisiones personales38. Su adhesión a la fenomenología le permitió llevar a cabo fecundos análisis de la experiencia corpórea, superando de esta manera las pretensiones de los estructuralismos, que acostumbran a considerar el cuerpo humano como un objeto socialmente constituido y contextualizado. Como es harto conocido, la percepción es el centro cabal de la reflexión filosófica de Merleau-Ponty, y el cuerpo es el agente que la hace posible, la orienta y le suministra las necesarias pautas expresivas. Con su ayuda, todo lo que piensa, hace y siente el ser humano posee un arraigo imprescriptible, un anclaje inalienable, una capacidad para habitar el espacio y el tiempo, los cuales entonces realmente se convierten en mi espacio y mi tiempo. Nuestro acceso al mundo es a través de las percepciones que nos habilitan los sentidos corporales. Por eso el filósofo se refiere al cuerpo con la expresión «lieu de l’appropiation». El agente encarnado, que es todo hombre y toda mujer, es y percibe justamente porque es (llega a ser) consciente del mundo, de tener «un» mundo, pacíficamente o en conflicto con él o estableciendo con él una serie de compromisos. Ahora bien, la única forma de tenerlo consiste en percibirlo no genéricamente, en abstracto, sino desde el lugar en el que me encuentro situado con la colaboración indispensable de los sentidos corporales. Creemos que puede establecerse un estrecho paralelismo entre el hecho de «tener un mundo», de «percibir un mundo», y la «condición adverbial» del ser humano. Y, como apunta Taylor, siguiendo la reflexión de Merleau-Ponty, «percibimos el mundo o tomamos parte en él a través de nuestras capacidades para actuar sobre él»39. El hecho de poseer un cuerpo con capacidades perceptivas es una muestra evidente de la radical abertura del ser humano al mundo. Sin cesar, nuestras percepciones se encuentran, al mismo tiempo, orientadas hacia la realidad mundana que nos rodea e íntimamente vinculadas con ella. Esa realidad, 38. Véase Taylor, o.c., p. 45. Entwistle, o.c., pp. 39-45, 46, contrapone el pensamiento abstracto sobre el cuerpo propio de Foucault al realismo antropológico de Merleau-Ponty. «La obra de Foucault carece por completo de explicación alguna acerca de cómo las personas experimentan el espacio, cómo lo usan y cómo se mueven en él; esto podemos hallarlo en la fenomenología. Para Merleau-Ponty, siempre somos sujetos en el espacio, pero nuestra experiencia acerca del mismo procede de nuestro movimiento alrededor del mundo y depende de nuestra comprensión de los objetos en ese espacio gracias a nuestra conciencia sensorial» (ibid.., p. 46). 39. Taylor, o.c., p. 47.

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desde las coordenadas de nuestra condición adverbial, se nos hace presente y, en un segundo movimiento, nos es posible incorporárnosla. Con firmeza, Merleau-Ponty se opuso tanto al empirismo como al idealismo. Por un lado, es contrario a los postulados empiristas, que se hacen la ilusión de poderse acercar y adueñar de unos objetos científicos con total claridad y eficiencia científica, es decir, sin los condicionamientos que siempre, de una manera u otra, impone la subjetividad. Por otro lado, también disiente de aquella ilusión idealista de poder alcanzar una transparencia cognoscitiva y experiencial, que sería propia de una conciencia totalmente presente a sí misma y, en el fondo, completamente ahistórica. El filósofo francés no se cansa de afirmar que, para no malbaratar la riqueza del movimiento perceptivo inicial, debe evitarse la contraposición excluyente del «en-sí» (lo conocido) y del «para-sí» (la conciencia), porque es un dato elemental que toda experiencia natural se realiza de tal manera que nunca puede eliminarse el «estar-en-el-mundo» del preceptor, sino que, antes bien, siempre debe suponerse esa presencia. En la filosofía de Merleau-Ponty el cuerpo constituye el «vehículo del estar en el mundo», ya que establece el modo de acceso obligado e inevitable de cualquier tipo de percepción. A través del cuerpo, la conciencia está en el mundo, pero, al mismo tiempo, el mundo se muestra a través de la conciencia. Debe advertirse, sin embargo, que el cuerpo no puede ser considerado como una simple «cosa», a la que se añadiría como complemento una «conciencia». Nuestro autor manifiesta la sutileza de su pensamiento cuando escribe: «Decir que yo tengo un cuerpo es una manera de decir que puedo ser visto como objeto y que trato de ser visto como sujeto». El cuerpo, a diferencia de todos los otros objetos que pueden hallarse ausentes o medio olvidados en el cajón de sastre de la memoria humana, es percibido sin interrupción: siempre contamos con él; nunca dejamos de estar presentes en el mundo a través de él; mejor aún: constantemente, en todo lo que pensamos, hacemos y sentimos, somos presencia corporal. Los finos análisis fenomenológicos sobre el cuerpo que realizó Merleau-Ponty culminan en la descripción de la espacialidad, la movilidad, la expresividad y el carácter sexuado, que son algunos de los atributos más característicos del cuerpo humano. Reconocemos al cuerpo una unidad distinta de la del objeto científico. Hemos descubierto hasta en su «función sexual» una intencionalidad y un poder de significación. Tratando de describir el fenómeno de la palabra y el acto expreso de significación, tendremos una opor-

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tunidad para superar definitivamente la dicotomía clásica del sujeto y el objeto40.

Un poco más adelante escribe: Soy mi cuerpo, por lo menos en toda la medida en que tengo un capital de experiencia y, recíprocamente, mi cuerpo es como un sujeto natural, como un bosquejo provisional de mi ser total. Así la experiencia del propio cuerpo se opone al movimiento reflexivo que separa al objeto del sujeto y al sujeto del objeto, y que solamente nos da el pensamiento del cuerpo o el cuerpo en realidad [...] El cuerpo propio no es solamente un objeto entre todos los demás que resiste a la reflexión y permanece, por así decir, pegado al sujeto41.

No puede olvidarse que, desde los lejanos días de Platón, en epistemología, el debate sobre el complejo «alma-cuerpo» se ha situado en el interior de la controversia en torno al estatuto ideal del conocimiento humano. En medio de unas discusiones inacabables y sin resultados apreciables, Merleau-Ponty aporta algunos datos de carácter evolutivo-psicológico que él toma de las formas perceptivas del niño. A partir de aquí pone de manifiesto que, en el niño, el cuerpo está presente al alma como lo son las cosas externas. En ambas esferas no hay ningún tipo de relación causal. La unidad del hombre todavía no ha sido destruida. Aún no se ha privado al cuerpo humano de los atributos humanos y, por eso mismo, aún no se ha convertido en una mera máquina. Por su parte, el alma todavía no ha sido definida como una existencia autónoma respecto al cuerpo. Siguiendo a su manera las huellas de la fenomenología clásica, el filósofo francés subraya que la «intencionalidad» como polo subjetivo del conocimiento y el «mundo de las cosas» como polo de lo ya conocido se encuentran estrechamente interrelacionados en el cuerpo mediante una «dialéctica vivida». 40. Merleau-Ponty, o.c., I, VI, p. 191. 41. Ibid., pp. 215, 216. Creemos que son muy importantes las aportaciones de este pensador para superar todo tipo de «objetivismos» en la praxis antropológica. Escribe: «La existencia del otro constituye una dificultad y un escándalo para el pensamiento objetivo [...] Hay dos modos de ser y sólo dos: el ser en sí, que es el de los objetos expuestos en el espacio, y el ser para sí, que es el de la conciencia. Pues bien, el Otro sería delante de mí un en-sí y, como todo, existiría para sí, exigiría de mí, para ser percibido, una operación contradictoria, dado que yo tendría que distinguirlo de mí mismo, eso es situarlo en el mundo de los objetos, y a la vez pensarlo como conciencia, o sea como esta especie de ser sin exterior y sin partes al que nada más tengo acceso porque es yo mismo y porque el que piensa y el pensado se confunden en él. No hay, pues, cabida para el otro y para una pluralidad de las conciencias en el pensamiento objetivo» (ibid., pp. 360, 361).

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Para Merleau-Ponty el «espacio corporal» no es una entidad neutra, sino que, sin cesar, aparece revestido con diferentes «valores» o significaciones que el cuerpo, en las sucesivas situaciones en las que se halla implicado, trata de transparentar y expresar. Por eso puede afirmarse que «el cuerpo es eminentemente un espacio expresivo», que da origen a los restantes espacios que permiten la configuración de la presencia del hombre en el mundo. En realidad, nuestro cuerpo es el encargado de diseñar y dar vida a un mundo, es «nuestro medio general para poseer un mundo». En este contexto creemos que es pertinente señalar la relación del pensamiento espacio-corporal de Merleau-Ponty, por un lado, con la proxemística, tal como fue desarrollada por Edward T. Hall42, y, por el otro, con la exposición de Michel de Certeau sobre el «espacio practicado»43. En la mente de Hall la proxemística expresa «las observaciones, las interrelaciones y las teorías referidas al uso que el hombre hace del espacio como efecto de una elaboración especializada de la cultura a la que pertenece»44. Uno de los grandes méritos de la reflexión de Merleau-Ponty sobre el cuerpo consiste en el hecho de haber otorgado una importancia excepcional a las expresividades del cuerpo, es decir, a su «capacidad reveladora» sobre el escenario del mundo en interacción constante con los demás actores y actrices humanos. Por eso mismo no puede sorprender que su reflexión sobre el lenguaje constituya uno de los aspectos fundamentales de su fenomenología de la percepción, en la que ocupan un lugar relevante sus penetrantes análisis sobre la presencia corporal del ser humano en su mundo cotidiano. Como dice nuestro autor, «mi cuerpo y el mundo no son meros objetos coordinados el uno con el otro por mediación de relaciones funcionales del tipo de las que la física establece»45. Para establecer la singularidad del cuerpo humano como corporeidad se impone la necesidad de mantener constantes relaciones con el otro. En realidad, el otro nunca tendría que ser una «categoría» o un «sistema», sino que, como en otro contexto lo pone de relieve Levinas, el otro, la corporeidad del 42. Véase nuestra exposición del pensamiento de Hall en L. Duch, Llums i ombres de la ciutat. Antropologia de la vida quotidiana 3, Montserrat, Publicacions de l’Abadia de Montserrat, 2000, pp. 311-315. El libro de referencia de E. T. Hall es La dimensión oculta. Enfoque antropológico del uso del espacio, Madrid, Instituto de Estudios de Administración Local, 1973. 43. Sobre el «espacio practicado» de Michel de Certeau, véase L. Duch, Antropología de la vida cotidiana, cit., pp. 127-129. El libro de referencia de M. de Certeau es L’invention du quotidien. 1. Arts de faire [1980], Paris, Gallimard, 1990, pp. 172-175. 44. Hall, o.c., p. 15. 45. Merleau-Ponty, o.c., p. 361.

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otro, es una revelación. Y lo que es propio de toda revelación es que toma como centro de lo esencial lo que se acostumbra a presentar como inesencial y, a menudo incluso, como superfluo. Frecuentemente, como algo «inesencial», el cuerpo del otro me resulta más que conocido e incluso puede provocarme náuseas, tedio y aburrimiento. Ahora bien, como «cuerpo esencial» para mí, el otro es siempre nuevo, inédito, misterioso. Da lugar a constantes revelaciones, su rostro renueva sin cesar mi propia mirada, continuamente me abre nuevos horizontes y perspectivas. Además, «si el cuerpo del otro no es un objeto para mí, ni el mío para él, si ambos son comportamientos, la posición del otro no me reduce a la condición de objeto en su campo, mi percepción del otro no lo reduce a la condición de objeto en el mío»46. Por eso, puede hablarse de una auténtica «intercorporeidad» en relación con la concepción dialogal de los cuerpos que es propia de este pensador. El lenguaje posee una importancia excepcional en la percepción del otro, porque, ya sea por vía empirista o por vía idealista, no actúa de manera reduccionista de su originalidad humana. En la experiencia del diálogo, se constituye entre el otro y yo un terreno común, mi pensamiento y el suyo no forman más que un solo tejido, mis frases y las del interlocutor vienen suscitadas por el estado de la discusión, se insertan en una operación común de la que ninguno de nosotros es el creador. Se da ahí un ser a dos, y el otro no es para mí un simple comportamiento en mi campo trascendental, ni tampoco yo en el suyo; somos, el uno para el otro, colaboradores en una reciprocidad perfecta, nuestras perspectivas se deslizan una dentro de la otra, coexistimos a través de un mismo mundo47.

El lenguaje no constituye una función aislada del ser humano, sino que, a través de lo vivido por el cuerpo propio, es al mismo tiempo la afirmación del mundo de los objetos —y, evidentemente y por encima de todo, del otro— y la afirmación de uno mismo en relación con ellos. Esta posición intelectual, que es central en el pensamiento antropológico de Merleau-Ponty, fue corroborada, al menos indirectamente, por las investigaciones sobre la «antropología del gesto» de Marcel Jousse. De acuerdo con la opinión de este autor, los 46. Ibid., p. 364; cf. Wils, o.c., pp. 70-71. 47. Merleau-Ponty, o.c., p. 366. «La percepción del otro y el mundo intersubjetivo sólo constituyen problema para los adultos. El niño vive en un mundo que cree accesible a todos cuantos lo rodean, no tiene ninguna conciencia de sí mismo, ni tampoco de los demás, como subjetividades privadas, no sospecha que todos estemos, y lo está él, limitados a un cierto punto de vista acerca del mundo» (ibid., p. 366).

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lenguajes gestuales, orales y escritos tienen el mismo y único origen: la interacción universal entre el agente y aquello sobre lo que el agente actúa (agent et agi). A través de su presencia en el mundo, el ser humano recibe y registra todo lo que le viene de fuera, y, si es posible, lo «vuelve a jugar» (rejoue), lo mima (lo somete a la mímesis), primero, con sus propios gestos; después, por mediación de articulaciones sonoras; y, finalmente, con sus propios grafismos. Por eso, para Jousse, el ser humano, fundamentalmente, es un «anthropos mímico» (anthropos mimeur), que se caracteriza por ser sin solución de continuidad un «quinomimador» (mimetismo gestual), un «fonomimador» (mimetismo sonoro) y un «mimógrafo» (mimetismo escrito)48. Los análisis antropológicos sobre el cuerpo humano de MerleauPonty permiten alcanzar aquella «ósmosis entre corporeidad y existencia humana» (V. Melchiorre) que funda nuestra realidad originaria y permanente como seres que disponemos tan sólo de una determinada cantidad de espacio y de tiempo. No hay duda de que el filósofo francés, por el hecho de unificar el cuerpo y el yo y también como consecuencia de centrar la experiencia humana en el cuerpo, hace ostensible que éste no es una simple realidad textual (como, seguramente, sucede en la reflexión antropológica de Michel Foucault) producida por las prácticas discursivas y sus intereses creados, sino que constituye el vehículo activo y perceptivo de la existencia humana (Entwistle).

48. En la actualidad, la obra de Marcel Jousse tiene una presencia bastante restringida en los estudios antropológicos. Creemos que su Anthropologie du geste, Paris, Gallimard, 21974, constituye una excelente base para la antropología del cuerpo. Sobre el pensamiento de Jousse, cf. M. Houis, «Une lecture introductive à l’anthropologie de Marcel Jousse», en C. Kannengiesser y Y. Marchasson (eds.), Humanisme et foi chrétienne. Mélanges scientifiques du centenaire de l’Institut Catholique de Paris, Paris, Beauchesne, 1976, pp. 145-156.

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5 EL CUERPO Y LAS «ESTRUCTURAS DE ACOGIDA»

5.1. INTRODUCCIÓN

Es pertinente que en este capítulo nos refiramos a algunos aspectos directamente relacionados con la interacción del cuerpo humano con las «estructuras de acogida»1. Para llevar a cabo nuestro propósito nos parece que, introductoriamente, resulta muy oportuno poner de relieve algunas de las afinidades y de las diferencias que pueden observarse entre el hombre y el animal; diferencias que, en resumen, se concretan en la presencia corporal del cuerpo humano y del cuerpo animal. A partir de esta reflexión introductoria, estaremos en condiciones de poder abordar con más garantías el tema central de este capítulo, el cual, en realidad, puede ser considerado como uno de los centros organizadores de toda nuestra reflexión antropológica. Desde el último tercio del siglo XIX hasta ahora, el desarrollo de la antropología ha 1. Es de una clara evidencia que, siempre y en todo lugar, referirse al cuerpo humano también implica necesariamente referirse al vestido. Puesto que de algún modo u otro, siempre nos topamos con el «cuerpo vestido». En esta exposición no abordaremos la antropología del vestido, pero debemos tener presente que, como escribe Entwistle, o.c., p. 21, «el vestido es una experiencia íntima del cuerpo y su presentación pública». El hecho de vestirse pone en relieve claramente el carácter cultural y también cultural de la construcción del cuerpo humano y de todo aquello que piensa, actúa y siente. Por este motivo puede afirmar que «los cuerpos humanos son el producto de una dialéctica entre la naturaleza y la cultura» (ibid., p. 44). Sobre esta problemática, la obra de Joanne Entwistle constituye una presentación y una actualización muy interesante de las teorías sobre el vestido y la moda en relación muy directa con el «cuerpo vestido» y el «cuerpo que sigue la moda». En este estudio se encuentra la bibliografía más importante, en especial la producida en el ámbito anglosajón, sobre esta cuestión.

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puesto de relieve que el acercamiento antropológico al ser humano ya no podía llevarse a cabo mediante una metafísica del espíritu, sino que era necesario tener muy presente que el fundamento y el ámbito privilegiados de las ciencias humanas son la experiencia. En especial se trata de las diversas experiencias que, en su espacio y en su tiempo, realizan los seres humanos entre ellos mismos, aspecto que tiene como premisa el hecho de poner a prueba su propia «constitución como yo en el mundo», la Ichhaftigkeit, para utilizar el lenguaje de Helmuth Plessner. 5.2. EL CUERPO DEL HOMBRE Y EL CUERPO DEL ANIMAL

5.2.1. «Cuerpo» y cuerpo Prosiguiendo el impulso inicial que proviene de la reflexión antropológica y filosófica de Max Scheler2 a partir de las posibilidades expresivas que le confería la lengua alemana, el pensamiento antropológico de Helmuth Plessner se caracterizó por el hecho de que establecía una distinción muy clara y rotunda entre el «cuerpo» (Körper) y el cuerpo (Leib)3. El ser humano puede ser descrito e interpretado a partir de las 2. No hay duda alguna de que Max Scheler es el representante más destacado de esa corriente filosófica europea que se propuso como labor fundamental la reflexión sobre la naturaleza corporal propia del ser humano. Con toda seguridad su reflexión constituyó un tipo de respuesta a las antropologías británicas de aquella época, las cuales, ciertamente con formas y fórmulas muy diversas, estaban profundamente influenciadas por el «darwinismo social», es decir, por la recepción antropológica que, en especial por parte de Herbert Spencer, se había hecho de las doctrinas biológicas de Charles Darwin (sobre esta problemática, ver Duch, Armes espirituals i material: Religió, cit., pp. 140-174). En su aproximación antropológica Scheler defiende la unidad del ser humano contra todo tipo de dualismo según «mente/cuerpo». Subraya el hecho de que el hombre se diferencia de los animales porque, al mismo tiempo, es un cuerpo y tiene un cuerpo. Esto le permite distanciarse subjetivamente de su cuerpo y aplicar su capacidad crítica, irónica, afectiva, etc., sobre la realidad. Ver, en especial, de M. Scheler, El puesto del hombre en el cosmos, Buenos Aires, Losada, 1971, que, desde una perspectiva antropológica, es su obra de referencia. Sobre la excepcional importancia de este escrito de Scheler para la antropología, ver Schulz, Philosophie in der veränderten Welt, cit., pp. 421-432. 3. Esta distinción resulta bastante común en algunas de las direcciones más significativas del pensamiento antropológico alemán marcadas por la fenomenología (ver Waldenfels, Grenzen der Normalisierung, cit., pp. 186-195). Obras de H. Plessner: La risa y el llanto, Madrid, Revista de Occidente, 1960, esp. pp. 52-62; Die Stufen des Organischen und der Mensch. Einleitung in die Philosophische Anthropologie, Frankfurt a. M., W. de Gruyter, 1975, pp. 230-231, 237-238, 294-295. Sobre la antropología de Plessner, ver Schulz, Philosophie in der veränderten Welt, cit., pp. 59-67; en especial, S. Pietrowicz, Helmuth Plessner, Genese und System seines philosophisch-anthro-

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dos formas de presencia en el mundo de su cuerpo, prácticamente como si se tratase de dos cuerpos. Como «cuerpo» (Körper), no es más que una «cosa (Ding) entre las cosas, que se encuentra en un lugar cualquiera del continuum espaciotemporal». Sin embargo, como cuerpo (Leib), el hombre es «un sistema concéntricamente cerrado en torno a un centro absoluto (absolute Mitte), en un espacio y un tiempo con direcciones absolutas (absolute Richtungen)»4. Aunque, en el ser humano, el «cuerpo» y el cuerpo no constituyan unos sistemas que puedan separarse porque constituyen «una y la misma cosa», pese a ello no son exactamente coincidentes: el cuerpo (Leib) es la unidad, siempre móvil, de reflexión y de «cuerpo» (Körper). El hombre, «contemporáneamente, siempre es cuerpo (Leib) [...] y tiene este cuerpo como este «cuerpo» (Körper)». Del mismo modo no resulta adecuado situar el «cuerpo» en el ámbito de la «naturaleza» y el cuerpo en el de la «cultura». Más bien, debemos resaltar que el cuerpo (Leib) ejerce la función de «lugar de intercambio» (Umschlagstelle) entre el espíritu y la naturaleza, entre la cultura y la naturaleza, entre los hechos y su recepción, entre el sentido y la causalidad5. Esta duplicidad —Körper y Leib— inherente a la existencia humana hace posibles auténticas rupturas y hiatos muy significativos en la forma histórica de la aparición del ser humano en su mundo, los cuales solamente podrán ser comprendidos correctamente si tenemos en cuenta la movilidad —paso incesante de la «naturaleza» a la «cultura»— a que constantemente se encuentra sometida la existencia humana. En un pequeño escrito de los años sesenta del siglo XX Plessner afirma: La conjunción de cuerpo y de figura corporal como un entrelazamiento de estos dos modelos físicos de existencia puede designarse bien con expresiones de «ser», o bien con expresiones de «tener» y «ser tenido», sin perder nunca, no obstante, la unidad continua del entrelazamiento de la acción y de lo que es material6. pologischen Denkens, Freiburg/München, Karl Alber, 1992; Duch, Antropología de la vida cotidiana, cit., pp. 67-73. 4. H. Plessner, cit. Pietrowicz, o.c., p. 427. Es necesario señalar que la antropología de Plessner pretende superar la clásica oposición en el pensamiento moderno alemán entre «ciencias de la naturaleza» y «ciencias del espíritu». El antropólogo debe preocuparse por conseguir un punto de vista unitario, desde el que los diversos niveles (Stufungen) del mundo orgánico resulten comprensibles (cf. Schulz, o.c., p. 433). 5. Consúltese Waldenfels, Grenzen der Normalisierung, cit., pp. 186-187. Debemos advertir que la expresión «lugar de intercambio» procede de la reflexión fenomenológica de Edmund Husserl. 6. H. Plessner, «Sobre la cuestión de la comparabilidad de la conducta animal y humana», en Más allá de la utopía, Buenos Aires, Alfa, 1978, p. 201.

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El animal también posee su «cuerpo» (Körper) como un cuerpo (Leib). Pero a diferencia del animal, el hombre, como consecuencia de su posición excéntrica, constantemente se ve obligado a encontrar un equilibrio, a menudo extraordinariamente inestable y precario, entre las dos formas de su existencia física de «ser-cuerpo» (Körper) y de «tener-cuerpo» (Leib). Así pues, el cuerpo es al mismo tiempo una condición y un objeto. Por esto, en relación con el cuerpo humano, Plessner utiliza la expresión no traducible al castellano de Leibkörper: quiere expresar la singularidad de lo humano, su destino en tanto que complexio oppositorum, que participa de una manera sui generis de la naturaleza y de la cultura cuando no es, en realidad, ni completamente la una ni la otra. Utilizando las cosas del mundo, sabiendo —inclusive en la oscuridad— lo que hace, conocedor de la distancia que hay entre él mismo y el mundo, no encontrándose nunca por completo al margen de la naturaleza y de lo biológico, el ser humano tiene la posibilidad de desligarse progresivamente del cerco que le impone el mundo; un cerco procedente de mil direcciones, que le llama por medio de innombrables gritos y seducciones, pero al que puede resistirse, cambiarle el sentido, la forma y la fisonomía7. Para habitar humanamente su mundo, debe de evitar la determinación a la que constantemente se ve sometido por todo lo que le conduce (o puede conducirle) a reaccionar «automáticamente» —como una especie de «segundo instinto»— ante las diversas incitaciones de su entorno. Es en relación con esta problemática como encuentra su lugar natural uno de los conceptos antropológicos más importantes del pensamiento de Plessner: la excentricidad en tanto que concreción de la racionalidad asimétrica entre el cuerpo humano y el mundo8. La posición excéntrica del hombre «es la que le permite percibir al mismo tiempo el mundo como determinante abierto, como familiar y extraño, como significativo y absurdo»9. Como consecuencia de su excentricidad característi7. Plessner analizó la risa y el llanto como dos situaciones extremas en las cuales el hombre pierde el control habitual de su cuerpo. Casi podría decirse que, en el llanto o en la risa, «cae» o tropieza (véase P. L. Berger, La rialla que salva. La dimensió còmica de l’experiència humana, Barcelona, La Campana, 1997, p. 103). Pero incluso entonces se diferencia radicalmente del animal porque sabe por qué ríe o por qué llora. En relación con esto, véase J. Ritter, «Sobre la risa» (1940), en Subjetividad. Seis ensayos, Barcelona/Caracas, Alfa, 1986, pp. 53-79. 8. Sobre la «excentricidad» en tanto que característica típica del ser humano en el pensamiento antropológico de Helmut Plessner, véase Plessner, Die Stufen des Organischen, cit., pp. 288-308; Pietrowicz, o.c., pp. 419-435; Galimberti, Psiche e techne, cit., pp. 202-203; Duch, Antropología de la vida cotidiana, cit., pp. 68-69. 9. Berger, o.c., p. 104. Georg Simmel, por medio de las imágenes del «puente» y de la «puerta», respectivamente, en términos de «ligar» y «desligar», también puso de

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ca, el ser humano puede reunir en un todo creador la continuidad y el cambio, la tradición y su obligada recreación. En este sentido la conciencia humana no es nada más que la extensa gama de posibilidades de correr incesantemente fuera de y mucho más allá de sí mismo: intencionalidad, «existencia», «ex-periencia», «trans-cendencia», «proyectar», son nombres diversos para concretar mínimamente la forma característica de estar en el mundo del ser humano. De ahí que sea pertinente afirmar, tal y como lo propone Scheler, que el hombre es el único ser que «es capaz de saltar fuera de sí». Además, la posición excéntrica le otorga la posibilidad de una «reflexión total» que, en cada aquí y ahora, le permite tomar conciencia, en un tipo de circularidad «afuera-dentro», de su original situación corporal, buscando, constantemente, el equilibrio entre el «cuerpo» (Körper), que, «naturalmente», nunca puede dejar de ser, y el cuerpo (Leib), que, «culturalmente», se convierte en su espacio y tiempo. Con motivo de su disposición excéntrica, constantemente, se ve obligado a buscar la distancia entre «él» y «sí mismo» —«puede ser autocrítico, ya que toda crítica, toda búsqueda de criterios, implica, necesariamente, distanciamiento—. Entonces, por esto mismo, se impone un fenómeno muy elocuente: por medio de la instrumentalidad de su cuerpo, el ser humano constantemente se presenta y se representa como un ser expresivo y dramático que actúa sobre el escenario del gran teatro del mundo respondiendo, cotidianamente, a las preguntas, los retos y las novedades que se le presentan como consecuencia de su radical no finitud constitutiva, que es inherente a su condición espaciotemporal10. «Y es representación la vida humana» (Pedro Calderón de la Barca). En este contexto puede ser interesante que hagamos una breve alusión a la concepción del «rol humano» tal y como, en su día, lo relieve la realidad dinámica del ser humano. Afirma que «el hombre es el ser que liga (mediante el puente), que siempre tiene que separar (mediante la puerta), porque sin separar no puede ligar» (G. Simmel, «Puente y puerta», en El individuo y la libertad. Ensayos de crítica de la cultura, Barcelona, Península, 2001, p. 53). Asociación y disociación son elementos co-extensivos del ser humano: puente y puerta. Evidentemente, esta cuestión permite un replanteamiento, en términos simmelianos, de la problemática en torno a «naturaleza-cultura», que se resume en lo que constituye lo propio del ser humano: la espaciotemporalidad al mismo tiempo abierta y cerrada. «Es esencial para el hombre, en lo más profundo, el hecho de que él mismo se ponga una frontera, pero con libertad, es decir, de tal modo que también pueda superar nuevamente esta frontera, situarse más allá» (ibid., p. 49). 10. Creemos que sería muy interesante buscar vinculaciones entre la excentricidad del ser humano, tal y como lo propone Helmut Plessner, y la dramaticidad del ser humano, tal y como expone J. Tischner, Das menschliche Drama. Phänomenologische Studien zur Philosophie des Dramas, München, W. Fink, 1989.

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expuso Helmuth Plessner11. Esta concepción tiene unos precedentes muy interesantes en la reflexión antropológica de Georg Simmel12. En los primeros decenios del siglo XX, Plessner, si bien oponiéndose al marxismo y a los existencialismos, propuso su teoría del ser humano como un ser teatral que, interactivamente junto al resto de hombres y mujeres, se expresaba y, por eso mismo, impresionaba y al mismo tiempo se dejaba impresionar13. Los marxistas y los existencialistas —según la interpretación que hace Plessner— comprendían la libertad humana en el sentido de unas posibilidades universales, que se originaban, para los primeros, a partir de la huida a la acción revolucionaria y, para los segundos, en los «espacios vacíos de la interioridad» (Hohlräume der Innerlichkeit). Ni los unos ni los otros llegan a dilucidar lo que verdaderamente es la libertad humana. En oposición a estas dos direcciones de pensamiento, Plessner manifiesta que el hecho de vivir y expresarse por medio de un rol significa que «los hombres pueden vivir en contacto constante los unos con los otros» o, dicho de otra manera, que los hombres, propiamente hablando, no «existen», sino que «co-existen»14. En 1928, en una de sus obras más conocidas 11. En relación con esto, ver T. Kobusch, Die Entdeckung der Person. Metaphysik der Freihheit und modernes Menschenbild, Darmstadt, Wissenschaftliche Buchgesellschaft, 1997, pp. 248-253. Sobre la historia del concepto «rol», ver T. Sachsse, «Rolle. II», en Historisches Wörterbuch der Philosophie, VIII, Basel, Schwabe, 1992, cols. 10671070. Sobre las mises en scène del cuerpo humano, ver J.-J. Wunenburger, La vie des images, Grenoble, Presses Universitaires de Grenoble, 2002, cap. VI (pp. 241-251). 12. Simmel afirma que «el fenómeno humano es el escenario sobre el que luchan los impulsos anímico-psicológicos con la gravedad física, y la forma de conducir esta batalla y de tomar a cada instante nuevas decisiones es determinante para el estilo en el que se representan el individuo y los tipos» (G. Simmel, «La significación estética del rostro» (1901), en íd., El individuo y la libertad, cit., p. 286). Sobre el estatuto sagrado del rostro humano, ver el magnífico trabajo de D. Le Breton «Le visage et le sacré: quelques jalons d’analyse»: Religiologiques 12 (1995), pp. 49-64. 13. Debemos señalar que esta idea posee una larguísima historia en el pensamiento occidental. Basta pensar en Platón, quien consideraba que todo ser viviente era una marioneta de los dioses. En el mundo antiguo, la tradición estoica y un largo etcétera están es esta línea. Juan de Salisbury, Policraticus (1159), fue el creador de la expresión theatrum mundi para poner de relieve la condición teatral del ser humano (ver J. M. González y R. Konersmann, «Theatrum mundi», en Historisches Wöterbuch der Philosophie, X, Basel, Schwabe, 1998, cols. 1051-1054; J. M. González García, Metáforas del poder, Madrid, Alianza, 1998, cap. IV, pp. 97-142). No se puede olvidar la importancia que esta forma de ver las cosas tuvo en el pensamiento europeo del Renacimiento (por ejemplo, Erasmo de Rotterdam, El elogio de la locura), en el Barroco con autores tan significativos como Shakespeare, Calderón de la Barca, Gracián, hasta llegar a los tiempos modernos (D. C. von Lohenstein, Rousseau, Kant, Diderot, Schelling, Nietzsche, Simmel, Goffman, Geertz, Turner, etc.). 14. Lo que Plessner reprocha al existencialismo es que no haya tenido en cuenta ni el aspecto corporal del ser humano ni sus lazos con la naturaleza. Por otro lado, la

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(Die Stufen des Organischen), ya dejaba claro que el papel del actor (Schauspieler) era algo que pertenecía en exclusiva al ser humano (y que, por esto mismo y parafraseando a Pascal, «no era ni ángel ni bestia»). Ahora bien, tan sólo un ser que vive en un desdoblamiento o en una escisión germinal (keimhafte Spaltung) respecto a sí mismo, que es excéntrico por consiguiente, puede representar («jugar») un papel. Posee la libertad para tomar distancia y, desde ella, incorporar el rol que, en cada momento, crea más oportuno y conveniente15. Para el ser humano, la actividad de actor o de actriz, bien se trate de un anónimo portador de una máscara o del protagonista del film, no le sería posible si «por naturaleza no tuviese en él mismo ‘algo’ de actor». Por ello, Plessner afirma con decisión que todos los seres humanos son actores o actrices. Todo aquello que, en las relaciones (la distancia) del actor con los espectadores, acontece sobre el escenario del teatro, no es nada más que la repetición del «distanciamiento de los hombres respecto de sí mismos y de los unos respecto a los otros, que se encuentra continuamente presente en su vida cotidiana». Plessner observa que el ser humano, en tanto que puede tomar distancia respecto de sí mismo y puede «retirarse» de sí mismo, es un «doble de sí mismo» (Dopelgänger seiner selbst). De aquí que sea necesario distinguir como mínimo dos significaciones del término «rol». Indica, en primer lugar, el ser de la persona como persona, es decir, una existencia «in-corporada», frecuentemente enmascarada, en un cuerpo, la cual posee un nombre como señal de su individualidad (identidad) y un determinado estatus en la sociedad. En este sentido, en base al posicionamiento de Plessner, ser persona significa llevar una máscara que, al mismo tiempo, la manifiesta y la oculta16. Evidentemente, esta máscara es el cuerpo (Leib), que permite que el ser humaargumentación de Plessner suscita la sospecha de que sus análisis sobre la existencia humana se basan en la biología. Esta última le parece una de las bases más seguras, e incluso la única que es apropiada para la praxis antropológica (cf. Schulz, o.c., p. 435). 15. En sus estudios sobre la relación entre el actor (el «portador del rol») y el «rol», Erving Goffman puso en circulación la expresión «distancia del rol», que, a partir del modelo del teatro, describe microsociológicamente cómo el individuo trabaja en su rol (ver Sachse, o.c., cols. 1068-1069). Otro antropólogo que trabajó con la noción de «rol» fue Ralph Linton, quien puso de relieve que un rol siempre se encuentra vinculante con un estatus. De hecho, el rol es el aspecto dinámico del estatus. Ver también G. Simmel, «El actor y la realidad» (1912), en íd., El individuo y la libertad, cit., pp. 305-316. 16. El vestido constituye un aspecto omnipresente del enmascaramiento humano. «El vestir enmarca el yo encarnado y sirve como metáfora visual para la identidad [...] El vestir es una dimensión esencial en la expresión de la identidad personal» (Entwistle, o.c., p. 53; véanse las interesantes reflexiones sobre esta temática ibid., cap. IV).

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no, motivado por su posición excéntrica, pueda expresarse y darse a conocer como alguien que, puesto que es «doble», es capaz de emitir juicios críticos, estéticos y morales sobre él mismo. De este modo, mediante un movimiento a la vez de interiorización y de exteriorización, este pensador concreta la función constitutiva que ejerce el cuerpo humano para su ser-en-el-mundo. El hombre y la mujer concretos, tanto en un sentido real como metafórico, «in-corporan» realmente unos roles como actores y actrices que «representan» y «se representan» (figurieren) en el mismo centro de un determinado contexto social (el theatrum mundi, para utilizar una expresión clásica). Por eso Plessner considera el rol como «una estructura categorial fundamental (grundkategoriale Struktur) que justamente tiene su base en la situación de incorporación (Verkörperungssituation) del ser humano». Además, tal y como se deduce de lo anterior, el concepto «rol» también sirve para designar el lugar social ocupado, «teatralizado» por la persona concreta. En segundo lugar, a partir de 1948, Plessner concretó otra significación del concepto «rol»17. En efecto, la acción teatral contiene algunas condiciones muy singulares del ser-hombre-enel-mundo. Una de las más importantes es la posibilidad de distanciamiento del ser humano respecto de sí mismo, la distinción entre «él» y «él mismo», obviamente, la distinción entre él mismo y todos los demás seres. Según nuestra opinión, la reflexión sobre la teatralidad constitutiva del ser humano pone de relieve el hecho de que, narrativa y espectacularmente, siempre se encuentra «en camino», representando (y representándose) una retahíla de «situaciones» y de «historias» que le permiten, en la provisionalidad de los tiempos y de los espacios, encontrarse a sí mismo (identificarse) en la medida en que encuentra (responde) al otro18. Por otro lado, esta concepción teatral del ser humano (el «doble teatral») ayuda a comprender que, a pesar de su finitud constitutiva, el hombre es alguien que nunca se agota en ningún momento, que la creatividad humana es posible. Por otro lado, en cada momento, su presentación mediante un rol concreto no 17. A comienzos del siglo XX, esta segunda significación ya había sido puesta de manifiesto por Georg Simmel (ver Kobusch, o.c., pp. 223-233, 250). En efecto, Simmel había manifestado que la vida es «una forma preliminar del arte teatral». H. Blumenberg, «Una aproximación antropológica a la actualidad de la retórica», en íd., Las realidades en que vivimos, Barcelona/Buenos Aires/México, Paidós, 1999, p. 127, señala que la «vida» de la que habla Simmel «no es una ‘forma preliminar’ del arte escénico de un modo incidental y episódico, sino que el poder-vivir y el definirse-unpapel son dos cosas idénticas». 18. Aquí debemos tener en cuenta lo que expondremos más adelante sobre el «cuerpo situado» en conexión con el pensamiento de Heinrich Rombach.

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significa, como parecería dar a entender tomando alguna interpretación del pensamiento de Marx, ningún tipo de alineación, sino que «bajo las condiciones actuales de un mundo de trabajo (Arbeitswelt) sumamente diferenciado, el rol le ofrece la posibilidad de ser totalmente él mismo». Por nuestra parte opinamos que el ser humano, justamente por culpa de su inacabamiento constitutivo, se ve forzado a ser actor o actriz. Desde el nacimiento hasta la muerte, el máximo de su existencia es desentrañar pensamientos, acciones y sentimientos de naturaleza diversa, los cuales, cada uno de ellos en concreto, tienen su espacio y su tiempo. Humanamente hablando, vivir consiste en el hecho de acomodar, día a día y momento a momento, pensamientos, acciones y sentimientos al ritmo de la acción escénica que impone la convivencia (a menudo, el malvivir) cotidiana. En nuestras vidas hay una especie de «necesidad teatral» impuesta por el «argumento» de nuestras vidas; un argumento, por otro lado, que, cotidianamente, con gusto o desagrado, vamos contextualizando y adecuando a las insospechadas tramas teatrales que nos impone la insoslayable presencia de la contingencia. 5.2.2. Cuerpo y conciencia Admitido el carácter «ex-céntrico» del ser humano, la conciencia no es la duplicación material de aquel centro que es nuestro cuerpo, sino la misma posibilidad de separación, de distanciamiento, de superación de sí mismo en relación con aquellos objetivos (reales o soñados) hacia los que se encamina porque los anhela, teme, ama u odia. En último término, bajo el impulso del deseo, la nostalgia o la curiosidad, la conciencia no es sino la capacidad para «salir de sí mismo» de que dispone el ser humano a fin de poder alcanzar horizontes hasta entonces inéditos y desconocidos, que le permitan concretar nuevas realizaciones (síntesis), siempre provisionales e históricamente condicionadas. Seguramente tomando como punto de partida el escrito de Max Scheler Esencia y formas de la simpatía (1922), Plessner, a diferencia de la fijación instintiva del animal en su entorno (Umwelt), especifica la posibilidad de «salir de sí mismo» del hombre como consecuencia directa de su excentricidad en una triple dirección: hacia el mundo «exterior» (Aussenwelt), hacia el mundo «interior» (Innenwelt) y hacia el mundo «compartido» (Mitwelt)19. El antropólogo alemán, a partir 19. Véase Pietrowicz, o.c., pp. 429-435. El «mundo compartido» (Mitwelt) es para el hombre «la aprehensión de la forma de la propia posición como esfera compar-

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de esta triple dirección de salida, subraya con fuerza que la conciencia humana tan sólo puede existir en la realización de sus actos, es decir, en la misma acción que posibilita que el hombre salga de sí mismo para reencontrarse enriquecido y reintegrado en una unidad más polifacética, más complementaria, con un grado más elevado de humanidad e, incluso con cierta frecuencia, con más incertidumbres. Si la vida del animal siempre se halla centrada, la vida del hombre, que sin embargo nunca puede infringir una especie u otra de centralidad, se encuentra contemporáneamente fuera del centro, es excéntrica. La excentricidad es la forma, característica para el hombre, de su disposición frontal en las confrontaciones con el ambiente20.

Según la interpretación que Galimberti hace del pensamiento de Plessner, la excentricidad del ser humano custodia el secreto de lo que nuestra tradición cultural ha designado con el nombre de «conciencia»21. Para el pensador italiano, en realidad, la conciencia no es sino otra denominación de la excentricidad. En efecto, para Galimberti, que se hace eco del «psicologismo» tan típico de la hora presente, la conciencia emerge en la tensión dialéctica entre la pulsión y la satisfacción, en medio de la turbación producida por la misma motricidad humana, ya que, como apuntaba Heinrich von Kleist (Über das Marionettentheater), a diferencia de la motricidad animal que siempre es «segura y adecuada», la motricidad humana, constantemente, se ve «turbada y conmovida por la conciencia»22. En la segunda Consideración intempestiva (1874) Nietzsche describió magníficamente la envidia del equilibrio del animal que el hombre siempre, de una manera u otra, ha experimentado. En efecto, el ser humano desearía poseer la seguridad y la firmeza que el animal recibe de su centro y que se tida con los otros hombres. En consecuencia ha de decirse que el ‘mundo compartido’ se constituye por mediación de la forma posicional excéntrica, la cual, al mismo tiempo, garantiza su realidad» (H. Plessner, cit. Pietrowicz, o.c., p. 433). 20. H. Plessner, cit. Galimberti, o.c., p. 203. «La vida del animal, dispuesta en su medio, se mueve a partir de un centro que constituye el sostenimiento de su existencia, pero este sostenimiento, por su parte, no se halla en conexión con él, no le es dada [...]: tal posibilidad permanece reservada al hombre» (Plessner, o.c., 196). Para Plessner, el animal es un simple preludio, porque es en el ser humano donde se alcanza la dimensión de «tenerse-a-sí-mismo» (Sichhaben). Con el hombre la vida ha conseguido la posibilidad de comprenderse a sí misma y de comprender el entorno, y, al mismo tiempo, de poner en relación estos dos términos. Sin embargo, eso sólo es posible a causa de la capacidad reflexiva de los humanos, la cual les permite decirse «yo» a ellos mismos (cf. Schulz, o.c., pp. 434-435). 21. Galimberti, o.c., p. 196. 22. Cf. ibid., pp. 197-199.

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concreta en su inmovilidad «satisfecha» y en la certeza inconmovible de vivir en un mundo fiable y sin sorpresas: Observa el rebaño que ante ti se apacienta. No sabe lo que es ayer ni lo que es hoy; corre de aquí allá, come, descansa y vuelve a correr, y así desde la mañana hasta la noche, un día y otro, ligado inmediatamente a sus placeres y dolores, clavado al momento presente, sin demostrar ni melancolía ni aburrimiento. El hombre observa con tristeza semejante espectáculo, porque se considera superior a la bestia, y, sin embargo, envidia su felicidad. Esto es lo que él querría: no sentir, como la bestia, ni disgusto ni sufrimiento, y, sin embargo, lo quiere de otra manera, porque no puede querer como la bestia23.

Seguramente que lo que nuestra tradición ha designado con el término «conciencia» no es propiamente un objeto, sino la tensión hacia las cosas o, como prefieren los fenomenólogos, la pura intencionalidad. El hecho de encontrarse expuesto a una tensión insuprimible es uno de los rasgos más característicos del cuerpo humano, el cual, a diferencia del del animal, siempre está poseído por un desasosiego insaciable que lo conduce por caminos imprevisibles por adelantado. Galimberti advierte que el cuerpo humano no es erecto a causa de la mecánica del esqueleto o por la fuerza de su regulación nerviosa, sino porque se encuentra «situado en un mundo que no abarca y que no posee, pero hacia el cual, incesantemente, está dirigido y proyectado»24. En efecto, nuestra reflexión puede emitir juicios sobre las cosas del mundo, puede objetivarlas y tematizarlas, porque estas cosas, previamente, han sido expuestas delante de los sentidos de un cuerpo que las ha visto, sentido, palpado y, a menudo incluso, ha sido irresistiblemente tentado por ellas. El animal jamás puede ser tentado porque, desde siempre, ya se halla predeterminado por su instintividad. El hombre, porque es un «ser de lo posible» que, continuamente, ha de hacer frente a las «heridas de la posibilidad» (Kierkegaard), es puesto a prueba en cada instante de su vida, nunca puede abstenerse de la agotadora tarea de descodificarse a sí mismo y a su entorno; la tentación es para él como una suerte de «estado natural»25. La tentación es consecuen23. Fr. Nietzsche, «De la utilidad de los estudios históricos», en Consideraciones intempestivas, Madrid, Aguilar, 1932, p. 73. En la octava elegía de Duino, en la contraposición entre el hombre y el animal, Rainer Maria Rilke se expresa de forma muy parecida a la de Nietzsche. Véase lo que exponemos más adelante en este capítulo sobre «el hombre y los sentidos». 24. Galimberti, o.c., p. 199. Sobre lo que sigue, véase ibid., pp. 199-201. 25. Creemos que tiene razón J.-J. Wunenburger, «Déclin et renaissance de l’imagination symbolique»: Sociologie et sociétés 17 (1985), p. 45, cuando manifiesta que

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cia de nuestra situación móvil (histórica) en el espacio y el tiempo, y también de nuestra finitud consciente y, por eso mismo, no asumida o, tal vez mejor, que debemos ir asumiendo en el transcurso de los procesos de identificación que configuran nuestros «trayectos biográficos y hermenéuticos». Eso significa que los humanos, a la inversa de los animales, habitamos nuestro cuerpo en la «no identidad» con nosotros mismos, lo cual implica que, sin cesar, a menudo incluso de manera obsesiva y enfermiza, anhelemos encontrar nuestra identificación —que es una identidad imposible— en medio de las peripecias y contradicciones de nuestros trayectos biográficos. Otro aspecto que nos diferencia profundamente de los animales es que, en el ser humano, la tentación se halla íntimamente vinculada con la imaginación, que es fuente de rupturas, deseos, curiosidad y contestación26. Conviene no olvidar que el mundo ya está aquí, ofrecido al cuerpo, con antelación a cualquier tipo de reflexión y juicio personales, de la misma manera que nuestro cuerpo ya se encuentra expuesto al mundo antes del inicio de nuestras reflexiones e interpretaciones. Por eso, «reflexionar» no es, por mediación una forma u otra de interiorización, descubrir y «reflejar» la interioridad de la conciencia, sino que es acoger mediante la propia mirada las impresiones fugaces y las percepciones inadvertidas con cuyo concurso, en un incesante movimiento de ida y vuelta, el mundo se me ofrece a mí y yo me ofrezco al mundo. De ahí que, a pesar de todos mis esfuerzos, por más intensidad con que reflexione sobre el sentido del mundo, de la existencia, del tiempo, de la muerte, nunca llegaré a encontrar algo parecido a mi auténtica «interioridad», sino que sólo «chocaré» con mi propia exposición («presentación» y «representación») en el mundo, con el conflicto inaugurado y siempre reactivado de nuevo que se instituye a causa de mis inevitables relaciones con él. Como dato primordial, como situación insuperable e infranqueable, antes de cualquier afirmación a priori sobre la conciencia o la interioridad personal, deberá tenerse en cuenta la representación que hace al mundo el cuerpo humano sobre el escenario que es la vida cotidiana. puede atribuirse el deseo insaciable de Occidente por el cambio permanente a «la interacción inédita entre una razón organizadora y una imaginación creadora, desvinculada desde los griegos de su función mítica conservadora [...] De esta manera nuestra cultura da testimonio de un deseo insaciable de apropiación de lo posible». 26. En este contexto merece tener en cuenta los iluminadores análisis de Hans Blumenberg sobre la «curiosidad» (curiositas, Neugierde) tanto en los tiempos en que fue condenada por la Iglesia como causa del pecado de soberbia como también en las épocas (la Modernidad) en las que ha sido considerada como el punto de partida del progreso y de la ciencia moderna.

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5.2.3. Cuerpo humano y cuerpo animal En nuestro tiempo, desde ópticas antropológicas y metodológicas diferentes, vuelve a discutirse intensamente sobre una cuestión que en el pasado dio lugar a enormes riadas de tinta: la relación entre el hombre y el animal27. Continuidad o discontinuidad: éste es el dilema capital. Es innegable que esta problemática adquiere un interés especial en relación con el cuerpo humano28. Desde nuestra perspectiva, la diferencia entre el hombre y el animal no puede establecerse, por ejemplo, a partir de la presencia o de la ausencia de alma, ni a partir del grado de especialización corporal, sino como consecuencia de las diferentes y contrastadas formas de relación que el hombre y el animal mantienen con su entorno29. Como señala Arnold Gehlen, las formas de relación propias del ser humano son, al mismo tiempo, causa y consecuencia de que «en el hombre nos encontramos con un proyecto absolutamente único de la naturaleza, que no ha sido intentado por ésta en ningún otro lugar»30. Bernhard Waldenfels escribe:

27. Como ejemplo, véase P. Singer, Ética práctica, New York, Cambridge University Press, 21995, pp. 90-98 y passim. Creemos que no tendría que banalizarse el hecho de que tanto el hombre como el animal pueden ser el objeto de sufrimiento, del natural y del infligido por agentes externos. Esta posibilidad dolorosa compartida por hombres y animales establece un innegable parentesco entre todos ellos. Y, desde este punto de vista de los humanos, debería implicar una exigencia ética respecto al trato de los animales. Sin embargo mantenemos la opinión de que esta constatación, sumamente importante en ella misma, no es suficiente para anular las diferencias entre el hombre y el animal. No se da, por decirlo brevemente, una «circularidad relacional» entre el hombre y el animal: el hombre puede ser (o sentirse) responsable de los animales, pero es bastante problemático que se dé el caso inverso. Aún debe tenerse en cuenta otra posibilidad: la perversión del ser humano. En relación con el dolor, eso significa que el hombre o la mujer concretos, consciente y libremente, pueden infligir sufrimiento a hombres y animales. Aquí también se detecta una evidente diferencia o, tal vez aún mejor, una interrupción entre la mera animalidad y la humanidad. El sufrimiento que puede causar el animal se mantiene en el ámbito de la instintividad, mientras que el provocado por el ser humano tiene un fundamento completamente diferente: el hecho de ser humano con libertad y posibilidad de convertirse en inhumano. 28. En relación con los que afirman la simple continuidad entre el animal y el hombre, A. Gehlen, El hombre. Su naturaleza y su lugar en el mundo, Salamanca, Sígueme, 1980, pp. 12, 18, hace notar que a menudo el concepto «evolución» se transforma de un concepto hipotético en uno metafísico. 29. El punto de partida de esta reflexión es Galimberti, o.c., p. 102. Sobre esta problemática, cf. H. Plessner, «L’uomo come essere biologico», en A. Babolin (ed.), Filosofi tedeschi d’oggi, Bologna, Il Mulino, 1967, pp. 360-376, esp. pp. 368-374; H. Jonas, «Homo pictor: la libertad de la imagen», en El principio vida, cit., pp. 217-245. 30. Gehlen, o.c., p. 15; cf. ibid., pp. 19, 22-35.

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El discurso sobre el hombre como toolmaker animal (Franklin) no significa solamente que el hombre en cada situación concreta sabe encontrar una salida, sino que, sobre todo, remite a la invención y creación de herramientas como herramientas teniendo en cuenta su uso potencial31.

Lo que acostumbra a caracterizar las relaciones del animal con su entorno es o la adaptación o la desaparición. Por el contrario, en la diversidad y en el cambio de las condiciones geohistóricas, el ser humano, en y a través de las relaciones con su entorno, «en constante polémica con el mundo» (Gehlen), puede trascenderse y trascenderlo. La expresión de Nietzsche: «El hombre es el animal aún no fijado», creemos que debe entenderse en el sentido que acabamos de exponer, es decir, como resumen de lo que es la presencia sobre el escenario del mundo de un ser cuya característica fundamental es la autotrascendencia, a partir paradójicamente de su innegable y comprobable finitud. Eso significa que el ser humano no sólo es capaz de superar el entorno «natural» para crear uno «virtual» y desiderativamente soñado, sino que es humano justamente porque su existencia, desde los mismos orígenes de la especie humana, ha sido un continuado ejercicio de superación de la naturalidad que le era propia. Es en este sentido como adquiere toda su fuerza la conocida expresión de Ernst Bloch: para el hombre, «toda auténtica realidad se encuentra precedida por un sueño»32. Expresándolo de otra manera: el animal es el ser de la «facticidad»; el hombre es el ser de «lo posible», del «deseo mimético» (Girard), porque tenga conciencia o no, la interpretación de su propia existencia, es decir, la capacidad para tomar distancia respecto a él mismo, es la tarea fundamental que le viene impuesta por su paso por este mundo33. Porque es radicalmente incompleto, se impone la obligación de buscar complementariedades y compensaciones respecto a sí mismo, jamás cesa de plantearse —a menudo, con dosis inquietantes de impaciencia enfermiza— tareas y ejercicios variados respecto a sí mismo34. «Todas las deficiencias de la constitución 31. Waldenfels, Das leibliche Selbst, cit., p. 101. 32. R. Girard, Je vois Satan tomber comme l’éclair, Paris, Grasset, 1999, p. 35, afirma: «El hombre es aquella criatura que ha perdido una parte de su instinto animal por el hecho de acceder a lo que se llama deseo». De esta obra hay traducción castellana (Barcelona, Anagrama, 2002). 33. A. Gehlen, Antropología filosófica. Del encuentro y descubrimiento del hombre por sí mismo, Barcelona/Buenos Aires/México, Paidós, 1993, pp. 63-66, considera que el hombre es, al mismo tiempo, un ser con limitaciones («orgánicamente desvalido») y Prometeo. 34. Véase Gehlen, El hombre, cit., pp. 35-40, que aporta sobre esta cuestión

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humana [...] son transformadas por el hombre, por sí mismo y con su acción, en medios de su existencia, conjugándose así en última instancia el destino del hombre hacia la acción con su incomparable ubicación espacial»35. En el primer volumen de esta Antropología de la vida cotidiana ya nos referimos a la cuestión de la «transanimalidad», tal como había sido planteada por Hans Jonas, con la finalidad de poner de manifiesto lo que era específicamente humano en contraposición con el animal36. A continuación, nos referiremos brevemente a una reflexión posterior de este autor sobre la misma temática, pero tomando como centro de su pensamiento el hecho que el hombre es, fundamentalmente, un «ser de imágenes»37. En contra de la opinión de un gran número de antropólogos, Jonas, para ejemplificar la transanimalidad del hombre, no adopta como punto de partida de su reflexión el homo loquens, sino el homo pictor. A partir de aquí afirma que el dibujo más tosco o infantil tendría el mismo valor probatorio que el arte de Miguel Ángel. ¿Probatorio de qué? De la naturaleza más que animal de su creador, y de que se trata de un ser potencialmente algunos ejemplos de la tradición filosófica alemana, sobre todo de Schiller y Herder. Waldenfels, Das leibliche Selbst, cit., pp. 162-163, 196, analiza las profundas diferencias que hay entre el aprendizaje del niño y el del animal. El animal no puede separarse del caso concreto, mientras que el niño es capaz de aprender a solucionar las variables que se le irán presentando en su vida cotidiana. El niño, porque dispone del «momento de la libertad» (Merleau-Ponty), tiene a su disposición una instancia que es capaz de dar órdenes y establecer metas. Expresándolo de otra manera: en el aprendizaje del niño, de una manera u otra, también se incluye «la argumentación contra el sistema», la desobediencia que, como consecuencia de la ambigüedad inherente a la condición humana, puede ser correcta o incorrecta, es decir, éticamente ponderable. 35. Gehlen, o.c.., p. 41. 36. Véase la aproximación al pensamiento de Hans Jonas en Duch, Antropología de la vida cotidiana, cit., pp. 73-88, en donde nos referimos a la cuestión de la «transanimalidad». Hay otra diferencia importante entre el hombre y el animal. Nos referimos a la alimentación. El hombre come, el animal zampa. Y es evidente, como lo ponen de relieve innumerables ejemplos históricos, que los procesos de deshumanización del ser humano hacen que éste deje de «comer» como hombre y pase a «zampar» como los animales. O, lo que aún es peor, pase a una situación de «exhumanidad». En el estudio que dedicaremos a la familia (2.2), ofreceremos una aproximación a la comida humana, porque creemos que la educación del «comer como seres humanos» es una tarea prioritaria de la codescendencia como «estructura de acogida». 37. Véase Jonas, «Homo pictor: la libertad de la imagen», en El principio vida, cit., passim. Debe completarse esta perspectiva con la que Jonas expone en «La nobleza de la vista. Una investigación de la fenomenología de los sentidos», en El principio vida, cit., pp. 191-216, que es una aproximación antropológica a los sentidos humanos, sobre todo a la vista como sentido primordial. Véase lo que diremos más adelante sobre los sentidos corporales del ser humano.

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hablante, pensante, dotado de inventiva, en suma: de un ser simbólico38.

Parece harto evidente que un ser que se dedica a hacer imágenes, o bien se propone producir cosas inútiles o bien posee finalidades diferentes de las meramente biológicas o bien pretende conseguir estas últimas de una manera que no se limita al uso instrumental de las cosas. La capacidad de hacer imágenes implica que el ser humano dispone, por un lado, de un «control eidético de la motilidad», es decir, de actividad muscular, regida no por los esquemas fijos de estímulo y respuesta, sino por una forma libremente elegida, imaginada interiormente y proyectada por propia voluntad. Y, por el otro, dispone de un «control eidético de la imaginación», es decir, de la libertad para la creación interna, para el planteamiento de alternativas, para los «sueños despiertos» (Bloch). Estos dos controles posibilitan la libertad del ser humano. «La noción de homo pictor, que expresa ambos controles en una misma evidencia intuitiva e indivisible, indica el punto en el que las nociones de homo faber y de homo sapiens no sólo se unen, sino que se revelan como una y la misma noción»39. Desde una perspectiva histórica algo diferente, pero con una visión antropológica bastante semejante, Waldenfels subraya con rotundidad el hecho de que, en relación con el animal, la capacidad específica del ser humano consiste en multiplicar los puntos de vista y, ante las estructuras predadas de la realidad, en tener en cuenta y operar con diferentes posibilidades de estructuración [de la realidad]. De esta manera se pone de manifiesto la capacidad del ser humano para superar las ambigüedades y los dobles sentidos, o, diciéndolo de otra forma, es capaz de desarrollar el sentido de lo posible40.

Según Galimberti, en la abertura relacional del cuerpo humano que constituye su exposición más significativa y específicamente humana es donde se encuentra el sentido primigenio del mundo, su aparecer inmotivado y sin explicación, al que el cuerpo intenta darle 38. Jonas, Homo pictor, cit., p. 219. No hay duda de que otro rasgo distintivo total entre el hombre y el animal es la muerte, la conciencia de la propia mortalidad. Sobre esta problemática, cf. L.-V. Thomas, Anthropologie de la mort, Paris, Payot, 1980, cap. III (pp. 69-100), y también E. Morin, El hombre y la muerte, Barcelona, Kairós, 1974, esp. pp. 32-37. 39. Jonas, o.c., p. 234. 40. Waldenfels, Das leibliche Selbst, cit., pp. 197-198.

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un sentido mediante el proceso histórico de habitarlo41. Conociendo las cosas del mundo, el cuerpo se conoce a sí mismo como un conjunto de posibilidades que, constantemente, se pueden verificar por mediación de las mismas cosas del mundo. Por eso puede afirmarse que el sentido de las cosas del mundo nace contemporáneamente con la verificación de las posibilidades del cuerpo, porque, como escribe Galimberti, las cosas y los acontecimientos del mundo se revisten con las posibilidades y los modelos de acción del cuerpo. Las relaciones que despliega mi cuerpo abierto al mundo se encuentran en el origen de toda trascendencia, y, precisamente, de este origen mana aquel saber que precede y condiciona todas las relaciones lógico-objetivas que un cogito abstracto es capaz de desplegar42. Sólo a través de mi adhesión a un mundo ya predado y constituido mediante mi realidad corporal, tiene razón de ser el «yo pienso»: lo que ha de ser no es una especie de precedente, anterior a la misma vida, sino que viene a la existencia a partir de la dimensión originaria de la realidad, la cual no es sino mi exposición corporal al mundo. «Tener un mundo es muy diferente que estar en el mundo. Todos los vivientes están en el mundo, pero el hombre está en el mundo como aquel que tiene un mundo, como aquel para el cual el mundo no es tanto la casa, el lugar en el que se hospeda, como el proyecto para su construcción»43. Incluso podría afirmarse que el hombre en el mundo, a causa de su disposición cultural, mantiene el decidido propósito de alterar la disposición «natural» de las cosas, las cuales, tal como se le presentan en cada hic et nunc, nunca responden enteramente a sus expectativas, nunca se acomodan a sus proyectos, siempre son causa de insatisfacción y perplejidad44. De ahí procede la inacceptabilidad del mundo que se le ofrece ante los ojos, la cual ha sido uno de los motores que, desde que hay vida humana en la tierra, ha puesto en movimiento la realidad corporal del ser humano como una aventura histórica en el marco de la espaciotemporalidad que le es propia45. Éste es el fundamento del inacabable y, a menudo, doloroso éxodo 41. Cf. Galimberti, o.c., p. 200. 42. Cf. ibid., pp. 200-201. 43. ibid., pp. 201-202. 44. Gehlen, El hombre, cit., p. 43, afirma que, «exactamente, en el lugar que ocupa el medio ambiente para los animales, se encuentra para el hombre el mundo cultural, es decir, el fragmento de naturaleza sometido por él y transformado en ayuda para su vida». Sobre la «naturalidad» de lo cultural para el ser humano, cf. Gehlen, Antropología filosófica, cit., pp. 97-100. 45. Véase el interesante ensayo de G. Simmel «La aventura», en Sobre la aventura. Ensayos de estética, Barcelona, Península, 2002, pp. 17-41.

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que, desde los orígenes más remotos, jamás ha cesado de acompañar al hombre: el paso de la naturaleza a la cultura46; un paso que, continuamente, pone de manifiesto que el hecho de «estar en el mundo» implica necesariamente el hecho de «tener un mundo» marcado por la provisionalidad y los restantes riesgos que son inherentes a esa posesión —que siempre tendría que implicar al mismo tiempo una cierta «desposesión»— y que son completamente ajenos al animal. «Si se quisiese definir muy sencillamente la diferencia entre el hombre y el animal, podría concretarse así esta diferencia: Si un león pudiese decir: ‘Yo soy un león, y, además estoy muy orgulloso de serlo’, o bien decir: ‘Por desgracia mía, sólo soy un león’, entonces, este león sería un hombre. Justamente eso es lo que hace el hombre. Dice: ‘Soy un hombre, tengo la piel de este color, nací aquí o allá’. Sobre todas estas circunstancias puede lamentarse, alegrarse, considerarlas irónicamente. En él, todo son tomas de distancia. El animal, en cambio, no puede tomar distancia de sí mismo»47.

5.3. EL CUERPO HUMANO Y LOS SENTIDOS

5.3.1. Introducción Desde los griegos, con frecuencia, se ha puesto de relieve la importancia de los sentidos corporales para la plasmación de la existencia no sólo del ser humano tomado individualmente, sino para el conjunto del cuerpo social y de sus instituciones48. Como escribe Emilio Lledó, 46. Es importante tener en cuenta la advertencia de Plessner: «Para comprender al hombre como ser biológico, hemos de superar sus propiedades biológicas [...] El hombre es por naturaleza no natural» (Plessner, «L’uomo come essere biologico», cit., p. 360). 47. Waldenfels, Das leibliche Selbst, cit., p. 200. 48. Parece que fue Demócrito el primero que mencionó como nombres y como verbos los cinco sentidos corporales clásicos (vista, oído, olfato, gusto y tacto) (cf. E. Scheerer, «Sinne, die», en Historisches Wörterbuch der Philosophie, IX, Basel, Schwabe, 1995, cols. 824-869). Fue, sobre todo, Aristóteles el que procedió a la clasificación definitiva de los sentidos corporales que, desde entonces, ha tenido vigencia en la cultura occidental (cf. L. Konecyn, «Los cinco sentidos desde Aristóteles hasta Constantin Brancusi», en AA. VV., Los cinco sentidos y el arte, Madrid, Museo del Prado, s.a., pp. 29-54, con unas notables ilustraciones). Desde una perspectiva religiosa, los sentidos corporales, sobre todo la vista y el oído, también han merecido la atención de los estudiosos (cf. K. A. H. Hidding, «Sehen und Hören», en AA. VV., Liber amicorum. Studies in Honour of Prof. Dr. C. J. Bleeker, Leiden, E. J. Brill, 1969, pp. 69-79). Sobre los sentidos corporales, véase la amplia bibliografía que se ofrece en AA. VV., Los cinco sentidos, cit., 379-397.

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el sentir que sentimos ha sido, quizá, el primer paso con el que el ser humano empezó a tomar conciencia de sí mismo y de su lugar en el mundo. Los sentidos que abren nuestro cuerpo han sido, paradójicamente, el principio de nuestra reflexión. [...] A partir de las sutiles aberturas de las sensaciones se va construyendo el mundo de la intimidad. Un mundo cuyas fronteras oscilan entre la realidad en la que estamos y la idealidad, la teoría, el río de palabras que somos49.

La metáfora «cuerpo social» posee una larga y fecunda historia en la cultura occidental. Esta metáfora no hace sino subrayar un conjunto de semblanzas y correspondencias de carácter corporal, por un lado, entre interioridad y exterioridad en el mismo ser humano y, por el otro, entre el ser humano y la entera realidad considerada como un organismo corporal vivo y activo50. Desde múltiples perspectivas (religiosa, social, política), las referencias a los sentidos corporales no sólo han sido altamente valoradas en el seno de nuestra cultura, sino que, en muchas ocasiones, se han considerado imprescindibles para expresar determinados aspectos de la vida psíquica y espiritual del ser humano. Véase, por ejemplo, el siguiente texto, sacado del capítulo sobre la «consideración del infierno» de los conocidos Ejercicios espirituales de san Ignacio de Loyola: El primer punto será ver con la vista de la imaginación los grandes fuegos, y las almas como cuerpos ardientes. El segundo, escuchar con las orejas lloros, chillidos, griterío, blasfemias contra Cristo nuestro Señor y contra todos sus santos. El tercero, oler con el olfato humo, azufre, sentina y cosas pútridas. El cuarto, gustar con el gusto cosas amargas, así como lágrimas, tristeza y el gusano de la conciencia. El quinto, tocar con el tacto, a saber, como los fuegos tocan y abrasan las almas51.

5.3.2. La vista, el oído y el tacto Mas adelante ofreceremos un par de reflexiones sobre la función humanizadora de la mano. Ahora, a continuación, sólo nos referiremos muy esquemáticamente a tres sentidos corporales: la vista, el oído y el tacto, porque creemos que ellos, organizados de una manera

49. E. Lledó, «Sentir que sentimos», en AA. VV., Los cinco sentidos, cit., p. 17. 50. Aún sería posible considerar un tercer tipo de correspondencias de carácter corporal entre el ser humano, el conjunto de la realidad humana (la humanidad) y el cosmos. 51. Ignacio de Loyola, Ejercicios espirituales, 1.ª semana, quinto ejercicio.

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casi sinóptica, son los encargados de hacer operativa la presencia del ser humano en su mundo. Es algo fácilmente comprobable que, en las diversas etapas de la cultura occidental, casi siempre la vista ha ocupado el lugar más destacado y, a menudo, también ha sido considerado como el sentido más noble52. Desde la época de Homero, la temática en torno a lo visible ha estado constantemente presente en Occidente. Lo visible entró en la reflexión filosófica como representante privilegiada de lo sensible en un doble sentido: como índice ontológico y como paradigma epistemológico. Platón —y, después de él, toda la tradición occidental posterior— describe la actividad más excelsa del espíritu humano, la theoria, con metáforas tomadas de la visión: se acostumbra a hablar de los «ojos del alma» o de la «luz de la razón». Para este pensador griego, lo visible es la copia o la imagen de lo inteligible, lo cual, desde la perspectiva platónica, implica que lo visible, sea cual sea su dignidad, siempre debe considerarse como una especie de vasallo de lo invisible. Al mismo tiempo, aún debe añadirse a esta reflexión otro aspecto: la vista no sólo ha servido de modelo para la percepción, sino que, históricamente —tal vez con la excepción de Johann Gottfried Herder— ha sido utilizada como criterio para la evaluación de los otros sentidos. En las diferentes fases de nuestra cultura, por regla general, se ha acostumbrado a otorgar una suerte de «autonomía» a las aportaciones perceptivas de la vista, con la finalidad de subrayar su excelencia en relación con las aportaciones perceptivas de los otros sentidos corporales del ser humano. Sin embargo hubiera sido mucho más realista considerar la actividad de los sentidos humanos no de manera aislada, sino como un conjunto de funciones realizadas armónicamente entre todos ellos a favor del único cuerpo humano. Así se hubiera manifestado el carácter concertado y sinfónico del trabajo de los sentidos53. Como coincidentia oppositorum que es, es el cuerpo entero que ve, oye, gusta en definitiva, el que «sintetiza» y coordina el trabajo mancomunado de los sentidos humanos54. Es indiscutible que 52. Véase Jonas, «La nobleza de la vista», cit., pp. 191-216. 53. En su Ensayo sobre el origen del lenguaje, Herder ofreció una interesante visión sinóptica y complementaria del trabajo de los sentidos humanos. A pesar de todo, en oposición a la supremacía que el pensamiento griego otorgaba a la vista, él, siguiendo de cerca la tradición semita, la confería al oído. 54. Tal como lo analiza Georg Simmel, el rostro constituye la expresión de la conjunción perfecta de la coincidentia oppositorum que es el ser humano. «En el marco del mundo visible no hay ninguna figura que permita confluir una multiplicidad tan grande de formas y planos en una unidad de sentido tan incondicionada, como lo

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los sentidos humanos son los fautores de la plasticidad que es una característica destacada del ser humano, la cual, sobre todo en la cultura occidental, tal vez como consecuencia de la herencia cristiana, se concreta en el rostro. De hecho, los sentidos son los responsables de su «no fijación» dentro de los límites impuestos por la mera instintividad. A causa de la plasticidad a la que hemos aludido, el rostro se convierte, por así decirlo, en lugar geométrico de la personalidad interna en tanto que ésta es visible, y también en esta medida, el cristianismo, cuyas tendencias al encubrimiento sólo permiten representar el fenómeno del hombre por medio de su rostro, se ha convertido en escuela de la conciencia de la individualidad55.

Creemos que las reflexiones que tan sumariamente hemos expuesto evidencian que el polifacetismo propio del ser humano encuentra su fundamento corporal en el trabajo múltiple en vistas a la unidad de sus sentidos. Desde antiguo, la vista ha sido considerada como el sentido de la simultaneidad o de la coordinación instantánea de los datos percibidos, y por eso mismo, tal como indica Hans Jonas, es el sentido que pone de manifiesto la extensión como «dato global»56. «La vista nos lo presenta todo de golpe», decía Herder. Los otros sentidos, en cambio, construyen perceptivamente las «unidades de lo que es múltiple» a medida que van captando las diferentes etapas de una secuencia temporal de sensaciones. De esta manera, consiguen unas determinadas «síntesis provisionales» que se caracterizan por el hecho de permanecer siempre incompletas y dependientes del ritmo impuesto por la memoria y por la trayectoria histórica propia del mismo vivir y convivir. Desde una situación determinada en el espacio y en el tiempo, la vista, en cambio, siempre capta un campo visual completo, simultáneamente percibe la totalidad del ámbito visual considerado. En un aquí y ahora concretos, la visión, juntamente con las impresiones táctiles, permite al ser humano un acceso inmediato al mundo en su espacialidad tridimensional. No se trata, sin embargo, permite el rostro humano. El ideal de interacción humana: que la más extrema individualización de los elementos pase a formar parte de una unidad extrema que, ciertamente existiendo a partir de los elementos, resida, sin embargo, más allá de cada uno de ellos en particular y resida sólo en su interacción; esta fundamentalísima fórmula de la vida ha alcanzado en el semblante humano su realidad más acabada en el marco de lo visible» (Simmel, «La significación estética del rostro», cit., p. 285). 55. Ibid., pp. 288. 56. Véase Jonas, o.c., pp. 192-193.

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de una mera mirada superficial sobre el entorno, sino que, como consecuencia de la capacidad simbólica que es inherente a la condición humana, la mirada exterior puede conducirle a la interior. En la imagen vista se da a conocer la realidad escondida. Porque la imagen que se ve, como el mismo ser humano, posee una dimensión abscondita y otra de revelata. O, expresándolo de otra manera, porque «todo lo que es pasajero es sólo una parábola» (Goethe), el ser humano, por mediación del sentido corporal de la vista, tiene la posibilidad de recorrer el trayecto que hay entre «lo que es pasajero» y «lo que nos incumbe incondicionalmente», por utilizar una expresión de Paul Tillich. Se trata, en definitiva, de ir, visualmente, del «problema» del mundo (y del hombre) al misterio del mundo (y del hombre). El oído, porque tiene el sonido como objeto perceptible, siempre se constituye a través de un dinamismo continuado, incesantemente in fieri57. Si se pretende continuar escuchando, no es posible el estacionamiento o el permanecer inactivo en la escucha. «Lo que el sonido desvela directamente no es un objeto, sino un suceso dinámico que se produce en el lugar que ocupa el objeto y, por ello, indirectamente, el estado en que se encuentra el objeto en el instante en que se produce el suceso en cuestión. El crujir de la hojarasca cuando avanza sobre ella un animal, los pasos de una persona o el ruido de un coche al pasar delatan la presencia de esas cosas a través de la acción de las mismas»58. Aún debe señalarse otro aspecto interesante, que es característico del oído. Es, en el sentido más amplio del término, el «sentido de la sustitución»: cuando, por ejemplo, oigo trinar a un pájaro, puedo decir que oigo a un pájaro, pero en realidad lo que oigo es su canto. Cuando cesa el canto, de alguna manera, el sujeto cantor desaparece porque, en aquel aquí y ahora concretos, su presencia corporal para mí equivalía fundamentalmente a su «presencia acústica». Por eso es adecuado mencionar aquí el viejo adagio: «Las palabras se las lleva el viento». Obviamente, se lleva la presencia que se nos había actualizado a través del sonido de los vocablos, del canto, del ruido. Hidding hace notar que la vista es, principalmente, el sentido del espacio, en el que, en un momento determinado, el mismo ser humano se encuentra

57. Herder, en su importante e influyente Ensayo sobre el origen del lenguaje (1771), entre los sentidos humanos otorga la primacía al oído, que es «el primer maestro del lenguaje» y «el mediador entre los sentidos humanos en la esfera de la sensibilidad externa». Véase J. G. Herder, Ensayo sobre el origen del lenguaje, en Obra selecta, prólogo, traducción y notas de P. Ribas, Madrid, Alfaguara, 1982, pp. 131-232, esp. pp. 166-195, en relación directa con la problemática sobre el oído. 58. Jonas, o.c., p. 193.

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situado. El oído, en cambio, es el sentido del tiempo, que transcurre y fluye sin cesar59. A partir de lo expuesto, pueden detectarse las «diferencias sensitivas» que hay entre la vista y el oído60. En efecto, con la vista puedo «pasar revista» a un determinado campo visual, poseo la posibilidad de fijarme en este o en aquel detalle, soy capaz de afinar mi información visual mediante una atención más esmerada en este o en aquel objeto, puedo «recomponer» el campo visual con nuevos detalles que antes me habían pasado desapercibidos. En definitiva: la visión parte de mí mismo, me constituye en el centro de la observación visual, dispongo de la capacidad para determinar el tempo de la visión y de su duración. Casi podría afirmarse que ver es un movimiento dirigido por mi voluntad, que va de «dentro a fuera». Con el oído se da una situación muy diferente. Se trata de un movimiento que va de «fuera hacia dentro». Por eso mismo, escuchar implica siempre una completa y atenta dependencia respecto al mundo exterior, en el que se originan los sonidos que serán el objeto de mi audición y, por lo tanto, de la construcción de mi «objeto auditivo». En relación con la vista, soy un sujeto activo, con un cierto grado de autonomía, mientras que en la audición, forzosamente, tengo que mantenerme en una obligada pasividad, soy determinado por los sonidos que provienen de una fuente exterior y ajena a mi voluntad. El sujeto que oye se encuentra en manos de su universo sonoro. Por el contrario, en el hecho de fijar la vista en este o en aquel objeto la iniciativa corresponde al sujeto humano; en el hecho de escuchar se exige la constante predisposición y atención de un sujeto que quiere hacerse cargo de un mensaje para estar de acuerdo con él, disentir, rechazarlo, odiarlo, olvidarlo. Hans Jonas afirma que «la razón más profunda de esta fundamental contingencia del oído es el hecho de que es relativo a acontecimientos y no a existencias, al acontecer y no al ser. De esta manera, vinculado a la sucesión e incapaz de ofrecernos una pluralidad coordinada y simultánea de objetos, el sentido del oído es inferior a la vista en lo que se refiere a la libertad que proporciona a quien la posee»61. Como ya lo hemos indicado, el oído es primordialmente el sentido del tiempo, es decir, de la procesualidad auditiva con las correspondientes fases, aceleraciones, pausas, intensificaciones, imperativos, ruegos, enamoramientos y maldiciones62. 59. 60. 61. 62.

Véase Hidding, «Sehen und Hören», cit., pp. 70-74. Véase Jonas, o.c., pp. 195-196. Ibid., p. 196. Cf. Hidding, o.c., pp. 74-75.

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La espaciotemporalidad constitutiva del ser humano, con todas las contradicciones internas que implica, se construye y se expresa por mediación de las oposiciones y complementariedades de los sentidos corporales humanos de la vista y del oído, es decir, a través de la imagen y de la palabra. De esta manera puede constituirse y expresarse el poliglotismo característico de los humanos, al que nos hemos referido en otros trabajos y que concretamos mediante el término logomítica63. Posiblemente, el estudio del tacto constituye la parte más difícil y compleja de los análisis fenomenológicos de la percepción sensible (Jonas)64. La primera característica que debe indicarse es que el tacto comparte con el oído la sucesión temporal y, por encima de todo, espacial de la percepción sensitiva. Tiene en común con la vista la síntesis de sus datos para la construcción de una presencia estática del objeto. Al contrario de lo que sucede con la vista que se caracteriza por la instantaneidad, la sensación táctil no se obtiene de manera instantánea, sino que se precisan una serie de sensaciones cambiantes, obtenidas por presión o roce, a fin de alcanzar una especie de síntesis que, propiamente, constituye la sensación táctil. Eso significa que, en el ejercicio del tacto, se da un movimiento, algo parecido a un avanzar y recorrer un espacio, lo cual equivale a decir que las cualidades táctiles percibidas poseen un indudable carácter procesual. En este sentido, existe una coincidencia notable entre el tacto y el oído, siendo el primero más bien un elemento activo, mientras que el oído muestra preponderantemente una disposición pasiva. Con razón Hans Jonas manifiesta que «existe una diferencia fundamental entre el sencillo contacto y la capacidad táctil de otro cuerpo»65. El simple contacto puede ser equiparado a un elemento atómico dentro de la totalidad compleja que siempre es la captación táctil de un cuerpo. Ahora bien, debe precisarse que esta captación nunca es la simple suma de múltiples contactos, sino que introduce un conjunto de «propiedades espaciales» que no se encontraban contenidas en las unidades táctiles elementales. Es entonces cuando puede producirse la captación táctil de una superficie como tal, que es el punto de partida de la forma de los cuerpos percibidos táctilmente66. 63. Véase L. Duch, Mito, interpretación cultura. Aproximación a la logomítica, Barcelona, Herder, 22002, pp. 456-502. 64. Véase Jonas, o.c., pp. 196-198. En este contexto, consideramos el tacto como sentido corporal, mientras que en el apartado «Estructuras de acogida y tacto» nos referiremos a él en un sentido más metafórico. 65. Ibid., p. 197. 66. Véase ibid., p. 198.

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5.3.2.1. La mano humana En estrecha relación con el tacto, es oportuno referirse brevemente a la mano humana, que, como es sabido, constituye una suerte de «supersentido» del ser humano y la suprema expresión del constitutivo «carácter técnico» que es coextensivo al hecho de existir como hombre o como mujer. «Técnicamente», la mano acostumbra a adscribirse al tacto, pero es, en realidad, una especie de prolongación y complemento no sólo de los sentidos corporales humanos tomados de manera individualizada, sino del conjunto de la «sensibilidad corporal» del ser humano. Por eso puede afirmarse que la mano es el único órgano capaz de notar realmente las formas [...] porque es un órgano táctil capaz de asumir algunas de las actividades diferenciadoras que generalmente realizan los ojos [...] Sólo una criatura que posea la capacidad visual característica del hombre puede «ver» tocando [...] Los ciegos pueden «ver» mediante sus manos, no porque no dispongan de ojos, sino porque son seres dotados con la facultad general de la «visión» y están privados del órgano primario de la vista meramente per accidens67.

Sea cual sea la posición antropológica que se adopte, siempre se pone de relieve la humanidad de la mano humana y su intervención decisiva en los procesos de humanización68. La mano constituye el símbolo más excelente de una civilización a la medida del hombre (Jean Gabus)69. Por mediación de la mano, es decir, a través de una «operación técnica», el hombre transmite a las cosas un sentido del 67. Ibid., p. 198. A diferencia del animal, el ser humano, una vez clausurada la evolución biológica, se encuentra determinado, en positivo y en negativo, por la evolución técnica y por la selección que ésta impone en los componentes de la especie humana, la cual ya no tiene nada que ver con la animalidad en un sentido estricto y limitado. Se trata de la transanimalidad característica del ser humano como elemento diferenciador —sin excluir las evidentes continuidades— entre el animal y el hombre. Es indiscutible que la mano humana ha sido un factor decisivo en la evolución técnica de los humanos. 68. Sobre la problemática antropológica en torno a la mano humana, cf. el estudio ya antiguo, pero aún muy útil, de N. Vaschide, Essais sur la Psychologie de la main, Paris, Marcel Rivière, 1909. Además: R. Hertz, «La préeminence de la main droite: Étude sur la polarité religieuse» [1909], en Sociologie religieuse et folklore. Avantpropos de M. Mauss, Paris, PUF, 1970, pp. 84-109; J. Brun, La main et l’esprit, Paris, PUF, 1963; G. Journet, La main et le langage. La dyslatéralisation, Paris, Éditions Universitaires, 1972; F. M. Denny, «Hands», en M. Eliade (ed.), The Encyclopedia of Religion, VI, New York/London, Macmillan, 1987, pp. 188-191. 69. Sobre la historia de la interpretación de la mano, véase Brun, o.c., pp. 18-47.

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que es depositario, aunque no sea el creador de él. A menudo se ha subrayado el carácter explorador de la mano humana, sobre todo en relación con su capacidad táctil, porque «la mano que toca aspira a llegar a conocer»70. De lo expuesto se desprende que la mano es un factor determinante para dilucidar qué significa ser (convertirse en) humano, ya que interactúa con la inteligencia y los sentimientos para llevar a cabo las transformaciones culturales que permiten la instalación del ser humano en su mundo. Es una evidencia incontestable que la mano es el miembro más expresivo y más versátil del cuerpo humano. A menudo es una especie de «doble» del rostro y participa directamente en todo tipo de operaciones simbólicas y materiales. Al mismo tiempo, diseña la presencia del cuerpo humano en la vida cotidiana como compendio de la sensibilidad corpórea del hombre. La mano puede ser considerada como el ámbito en el que se encuentran la interioridad del ser humano con las estructuras del mundo y con la historia: «presenta el mismo rostro del Tiempo en el que el hombre y el mundo viven conjuntamente»71. Además, como veremos más adelante cuando nos refiramos a las «técnicas del cuerpo», la mano ha sido el elemento esencial para la instalación del hombre en el mundo justamente porque es la punta de lanza de su capacidad técnica, es decir, cultural. La mano humana, a causa de su enorme plasticidad, es decir, como consecuencia de su «no especialización», constituye el aspecto fundamental del ser humano como homo technicus y, al mismo tiempo, puede ser la expresión suprema de la distancia infinita que le separa del homo technologicus. Históricamente, la mano ha sido la herramienta decisiva para que los humanos pudiesen conseguir lo que son (que tendrían que ser): seres con finalidades. Con el concurso de la mano que, de hecho, es una especie de «supersentido corporal», la artificiosidad («el cultivo») del hombre se ha convertido en su forma característica de construir y de habitar el mundo. Por eso resulta adecuado afirmar que el hombre piensa con la mano (Denis de Rougemont) porque la pareja «cerebromano» preside el conjunto de sus relaciones con el entorno. Paul 70. Sobre esta problemática, cf. las interesantes reflexiones de Brun, o.c., cap. VIII, p. 103 (cita), que toma como punto de partida la obra de Maine de Biran Mémoire sur la décomposition de la pensée. «La mano que toca constituye, con el lenguaje, la suprema tentativa de todo ser para suprimir la separación espacial físicamente vivida por cada yo que encarna siempre un aquí, del cual no puede despojarse. Por mediación de la mano que toca o que quiere tocar, el hombre explora el campo de aquel mundo que despliega la diáspora de los seres en cuyo interior se mueve» (Brun, o.c., p. 102) 71. Brun, o.c., p. 68.

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Broca (1869) reconocía que «el hombre, que es el único mamífero absolutamente bípedo, es también el único cuya mano es perfecta»72. La imaginación creadora del hombre, servida y promovida por la mano, instrumento maravilloso de información y ejecución, ha engendrado sus extraordinarias realizaciones en los ámbitos más diversos, desde los «trabajos manuales», pasando por la precisión de la microcirugía, hasta llegar a la belleza de las obras artísticas. Tomando como referencia la reflexión filosófica de Emmanuel Levinas, Marc-Alain Ouaknin ha señalado otra expresión extraordinariamente importante de la mano humana: la caricia73. En 1945, en el exilio mexicano, José Gaos escribía: «No es simplemente que la mano pueda acariciar, sino que es la posibilidad de acariciar lo que crea la mano»74. Sin embargo fue Levinas el que, en 1947, introdujo la caricia en la reflexión filosófica. En realidad, la caricia es un «anticoncepto» porque se opone a la violencia del «zarpazo» (Griff) y todavía se encuentra en la indeterminación de la imagen y en el imaginario del mito (Ouaknin)75. En efecto, la mano que, vistas las cosas «instintivamente», acostumbra a tener la función de «coger» o de «constreñir», en la caricia, como «movimiento expresivo» (Gaos) que es, se abre a la experiencia (de experior = salir [ex] de uno mismo, descentrarse) del otro, va a su encuentro, abandona las certidumbres y la seguridad que proporciona la mera instintividad y se descubre delante del otro. Debe quedar claro que, en el movimiento de dentro hacia fuera de la mano, no se trata de la búsqueda de fusión, sino de la constitución de relaciones, lo cual pone de manifiesto que la mano humana, por el hecho de ser el órgano de la caricia, también es creadora de relacionalidad como la forma de presencia característica de los humanos en su vida cotidiana. Ha de tenerse presente que la caricia no es el encuen72. P. Broca, cit. Brun, o.c., p. 2. Brun comenta: «Es el hombre entero que hace la mano, y no la mano al hombre […] porque, como decía Aristóteles criticando a Anaxágoras, ‘no es porque tenga manos que el hombre es el más inteligente de los seres, sino que, porque es el más inteligente de los seres, tiene manos» (ibid., pp. 2, 3). A pesar de los numerosos años transcurridos desde la publicación del libro de Brun, continúa en la actualidad poseyendo una enorme actualidad. 73. Véase M.-A. Ouaknin, Lire aux éclats. Éloge de la caresse, Paris, Quai Voltaire, 31992, pp. 257-261 y passim [próxima publicación en esta Editorial]; íd., Méditations érotiques. Essai sur Emmanuel Levinas, Paris, Payot, 1998, pp. 83-177. Cf. además Brun, o.c., pp. 131-139; J. Gaos, «La caricia» [1945], en íd., La filosofía de la filosofía. Antología y presentación de A. Rossi, Barcelona, Crítica, 1989, pp. 124-150. 74. Gaos, o.c., p. 128. 75. Puede hablarse de «anticoncepto», de «antilogos», si se tiene en cuenta que «concepto» en alemán es Be-griff. Indica la acción de «coger», «apresar», «atrapar». De aquí se deriva Griff («zarpa», «garra», y también «agarrador», «mango»).

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tro o el simple contacto de un sujeto con un objeto, sino que, propiamente, es el encuentro libre y gratuito de dos sujetos76: expresa maravillosamente la voluntad de conseguir una unión «sim-pática» con el otro, que no busca ni la competición ni el dominio. Al mismo tiempo manifiesta la voluntad de consolación, de tomar sobre sí el destino (a menudo, el callejón sin salida) del otro77. Para concluir este apartado querríamos indicar que la irrupción de la mano humana en el ámbito de este mundo puede ser considerada como aquel momento auroral y decisivo en el que la evolución orgánica, comandada por la instintividad, pudo transformarse en historia o, tal vez mejor, en un abanico de historias personales, en las que el tacto y el contacto, la caricia y la simpatía, el amor y el odio, abren horizontes hasta entonces inéditos para la vida sobre esta tierra. Jean Brun ha podido escribir que una cultura es una cultura de la mano, no porque sea hecha por la mano que actuaría, por decirlo de alguna manera, completamente sola, sino porque ella es antes que nada una educación de la mano hecha por el hombre78.

Sin embargo no debería olvidarse que la mano, porque es una de las expresiones más genuinas de la humanidad (o de la inhumanidad) del ser humano, también representa (da a conocer) una de las formas más elocuentes de la ambigüedad como forma de existencia de los humanos sobre esta tierra: castiga y acaricia, construye y destruye, santifica y denigra, abre y cierra79. 5.3.3. La complementariedad de los sentidos corporales humanos En un mismo movimiento, mediante una dinámica simultánea de ida y vuelta, de fuera hacia dentro y de dentro hacia fuera, entre la exterioridad y la interioridad por tanto, los sentidos corporales huma76. Véase Brun, o.c., p. 131. 77. Véase el excursus que en el próximo capítulo dedicamos al consuelo y a la consolación. 78. Brun, o.c., p. 159. 79. Creemos que puede afirmarse que toda la historia de la humanidad es una constante lucha contra la ambigüedad característica del ser humano mediante el establecimiento del «reino de la univocidad» como marco único de la existencia humana. En una conversación con Keith Tester, Z. Bauman, La ambivalencia de la modernidad y otras conversaciones, Barcelona/Buenos Aires/México, Paidós, 2002, p. 111, manifiesta que «el propósito de la ordenación [jurídica, económica, religiosa, etc.] es la eliminación de la ambigüedad situacional y de la ambivalencia conductual [del ser humano]».

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nos se presentan al mismo tiempo como independientes y cooperativos, singulares y coimplicados, autónomos y solidarios. Actúan polifacética y políglotamente porque, en última instancia, la misma realidad —y el ser humano en ella— lo es. En relación con los tres sentidos corporales a los que nos hemos referido, Jonas ofrece una fórmula que esquemáticamente los distingue e identifica: «Oído = representación de la secuencia mediante la secuencia; tacto = representación de la simultaneidad mediante la secuencia; vista = representación de la simultaneidad mediante la simultaneidad»80. La comprensión del ser humano como coincidentia oppositorum se concreta y expresa muy adecuadamente por mediación del «trabajo» diferenciado y complementario de los sentidos corporales. En efecto, no sólo cada uno de ellos tomado aisladamente posee, al menos metafóricamente hablando, una «interioridad» y una «exterioridad» que, a primera vista, parece difícil de conciliar, sino que, en el cuerpo humano, el conjunto de todos ellos, con sus operaciones específicas, también ofrece dificultades de armonización y equilibrio. La armonía y la conciliación —o, tal vez mejor, los anhelos de armonía y conciliación— nunca son datos positivos obtenidos mediante la aplicación de una ley o de una fórmula magistral (magisterial). Es harto evidente que el hombre es un ser «desequilibrado» y falible que, constantemente, busca, a menudo con rasgos enfermizos, equilibrio y pacificación a partir del trabajo de sus sentidos corporales: percepciones, relaciones sensoriales, sentimientos y acciones sumamente heterogéneas y de naturaleza muy diversa. En el ser humano, el «ser de lo posible», el sentido y la armonía sólo pueden ser búsqueda de sentido y armonía en medio de un mundo con rasgos y situaciones jamás definidos a priori e incluso, con frecuencia, con características caóticas: el status patriae sólo puede tener la forma del status viae. Los sentidos corporales nos manifiestan que la realidad, simbólica y socialmente construida por el ser humano, es una parábola del propio ser humano y, al mismo tiempo, el hombre y la mujer concretos son parábolas de la realidad. Pero las parábolas, a causa justamente de su fijación narrativa, son entidades eminentemente móviles, con un apreciable carácter vehicular, porque son los «transportes» (metaphoroi) de las experiencias y de la acción humanas81. En la octava elegía de Duino, Rainer Maria Rilke escribe:

80. Jonas, o.c., p. 199. 81. Véase sobre esta problemática el estudio ejemplar de P. Boitani La sombra de Ulises. Imágenes de un mito en la literatura occidental, Barcelona, Península, 2001.

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Y donde nosotros vemos porvenir él [el animal] ve totalidad, y a sí mismo en ella y a salvo para siempre.

Y en los últimos versos de esta elegía: Como quien sobre la última colina que una vez más le muestra todo el valle se gira y se detiene, se demora, así vivimos nosotros, siempre en despedida82.

A diferencia del animal, el ser humano siempre tiene la actitud del que parte (o está a punto de partir); nuestro destino, dirá Rilke, es de «estar enfrente (gegenüber) y nada más, siempre enfrente». Con frecuencia, las bellas metáforas del río que corre sin pausa hacia el mar, del caminante que, como el «holandés errante», sólo tiene como meta el mismo caminar, han sido utilizadas para describir la movilidad característica del ser humano, es decir, con toda propiedad: su vida. Porque siempre se halla «en camino», la existencia humana constantemente permanece en estado de metamorfosis, despidiéndose sin cesar por tanto. Por eso mismo es una existencia fundamentalmente ambigua. Su ambigüedad proviene de la mezcla sorprendente y heteróclita que hay en ella de libertad (posibilidad), finitud (cantidad determinada de espacio y de tiempo, incertidumbre) y movilidad (no fijación en el marco de la instintividad). A partir de su naturaleza itinerante como caminantes, el hombre y la mujer concretos pueden edificar su humanidad: no disponen de ninguna otra alternativa. Somos ambiguos porque en el camino (de retorno a la patria o de huida del infierno), disponemos de la capacidad de probar, planificar, errar, rectificar, dudar, confirmar, creer, amar, desdecirnos; es decir, porque somos, evidentemente de una manera limitada y desconocida por anticipado, «seres de lo posible», nuestra existencia constituye un interrogante nunca resuelto definitivamente, un reto, una continuada situación de hipótesis, una indeterminación que podemos resolver con respuestas muy diferentes y siempre provisionales. En esta situación abierta e indecisa que, de una manera u otra, siempre se muestra presente y efectiva en toda vida de hombre y de mujer, los sentidos corporales son los administradores de la ambigüedad83. En efecto, administran la ambigüedad porque actúan como 82. R. M. Rilke, Elegías de Duino, edición y traducción de J. Talens, Madrid, Hiperión, 1999, pp. 87, 91. 83. Debería tenerse en cuenta que, en pleno siglo XX, los campos de concentración y, sobre todo, los campos de exterminio fueron ámbitos «no humanos» en los que

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traductores entre la interioridad y la exterioridad, entre el yo y el tú, entre nuestra esfera íntima y el entorno, entre el bien y el mal, entre la mística y la política84. De esta manera, en cada aquí y ahora, nos resulta posible resolver —eso sí en la provisionalidad y, a menudo también, en la duda— nuestra ambigüedad porque podemos articular sucesivas «composiciones de lugar» en la marcha sin pausa ni respiro que es nuestra vida de «espíritus encarnados». Eso significa que nuestros sentidos corporales han de ser los medios de que disponemos para situarnos y tomar posición, para proyectarnos hacia delante y para intentar retroceder hacia atrás, para instalarnos en nuestro espacio y tiempo, ya que son los artífices, por un lado, de la recepción de las transmisiones que nos proporcionan (o que nos tendrían que proporcionar) las «estructuras de acogida» y, por el otro, de nosotros mismos como emisores de transmisiones a nuestros hijos, compañeros, alumnos, conciudadanos85. Lo que acabamos de exponer podría resumirse diciendo que el ser humano, fundamentalmente, es ambiguo porque, con la ayuda de los sentidos corporales, en medio de una realidad, simbólica y socialmente «construible» de múltiples maneras y con matices muy diferenciados, puede «argumentar contra el sistema», puede alejarse —se trata de la «posición excéntrica» del hombre, de acuerdo con la terminología de Plessner— de los imperativos impuestos por la mera instintividad, puede acercarse, llegar a ser próximo, prójimo, del alejado, del diferente, del extraño, del otro. En la cultura occidental, el pluralismo como rasgo característico de los tiempos modernos y postmodernos pone de manifiesto, si cabe, de manera aún más explícita la condición ambigua de los humanos en su paso por este mundo; ambigüedad que, en el momento presente, se caracteriza por «la relativización de todos los contenidos normativos de la conciencia»86. se pretendió que millones de personas resolvieran definitiva e inapelablemente su ambigüedad. Eso significó reducirlos a «exhombres» y a «exmujeres», justamente porque la ambigüedad con las manifestaciones que siempre la acompañan (decisión, deseo, pasión, responsabilidad, etc.) fueron liquidadas antes de que, por mediación de las cámaras de gas, por ejemplo, fuesen liquidados físicamente aquellos que habían sido hombres o mujeres. 84. Sobre la traducción como categoría antropológica, cf. L. Duch, «Antropología y traducción»: Debats, núm. 75, invierno 2001-2002, pp. 79-93. Creemos que la inevitabilidad de traducir y traducirse constantemente es una manera muy interesante para abordar la ambigüedad congénita del ser humano. 85. Para completar este apartado, véase lo que exponemos más adelante sobre las «técnicas del cuerpo» y el «cuerpo situado». 86. P. L. Berger, Una gloria lejana. La búsqueda de la fe en época de credulidad, Barcelona, Herder, 1994, p. 92; cf. ibid., pp. 86-103.

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5.3.4. Sentidos corporales e «historias» En las diferentes épocas históricas los sentidos corporales del ser humano se han comportado de maneras harto distintas y le han hecho presente en el mundo con formas y fórmulas sumamente variadas. Porque son, por un lado, testimonios de la continuidad de la presencia de lo biológico en el ser humano y, por el otro, porque también son movilizadores de su inserción en el tiempo y el espacio, presentan al mismo tiempo una extraña y, a menudo, explosiva mezcla de recurrencias instintivas y de recreaciones culturales (adaptación histórica). No cabe la menor duda de que esta mezcla de lo biológico y de lo histórico se encuentra en la base de la existencia eminentemente ambigua de los humanos en su paso por este mundo. Ambigüedad que es provocada, resuelta y administrada por los sentidos corporales, los cuales, por eso mismo, tienen el encargo de concretar y articular el periplo histórico del hombre. Creemos que los procesos educativos podrían beneficiarse muy positivamente de los resultados de una antropología que investigase en profundidad las aportaciones de los sentidos corporales a la constitución espaciotemporal del ser humano como aprendiz87. En la actualidad, en un momento marcado por la crisis de la razón y de la historia, resultaría muy instructivo analizar la función y la contribución concretas de los sentidos corporales humanos en la constitución del «cuerpo postmoderno» como realidad histórica sui generis, que se diferencia en algunos aspectos importantes del «cuerpo moderno»88. Resulta innegable que, para la interpretación de la cultura occidental, los dos sentidos corporales que, prioritariamente, deben tenerse en cuenta son la vista y el oído, los cuales, comportándose a menudo como «hermanos enemigos»89, no sólo han tenido una enorme 87. Próximamente nos referiremos a las «técnicas corporales» en relación con las praxis pedagógicas. Sobre la cuestión del aprendizaje, cf. L. Duch, La educación y la crisis de la modernidad, Barcelona/Buenos Aires/México, Paidós, 22003, pp. 87-142. 88. Cf. los análisis que haremos en el capítulo siguiente sobre el «cuerpo postmoderno». 89. No es necesario referirse aquí a las agudas controversias que secularmente han enfrentado a católicos y protestantes para ejemplificar, en clave religiosa, política, «imaginal» y cultural, la incompatibilidad entre la vista y el oído. En el momento presente, creemos, esta oposición que, de alguna manera, se encuentra en los mismos orígenes de la Modernidad, está casi completamente superada porque, de hecho, nos encontramos en una época «postconfesional»; «postconfesional» en relación con la división confesional, es decir, política y religiosa, que se impuso a partir del primer tercio del siglo XVI y que ha sido determinante para la constitución de la Modernidad (en los países protestantes) y de la antimodernidad (en los países católicos). Sobre esta

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importancia cultural, filosófica, política y antropológica, sino que, desde los mismos orígenes del periplo histórico de Occidente (Grecia e Israel) también han desarrollado una eminente función religiosa. San Buenaventura afirmaba que «lo que vemos suscita mucho más nuestros afectos que lo que escuchamos»90. Comentando este texto, Besançon afirma que parece sugerir que «si la fe viene por el oído, el fervor, por los ojos». Parece indiscutible que las diferentes épocas de la cultura occidental pueden ser consideradas como un inmenso campo de batalla entre esos dos sentidos corporales del ser humano y entre las respectivas visiones del mundo y personificaciones, actitudes éticas y procesos de identificación a que han dado lugar a lo largo y ancho de su milenaria historia91. No sólo en determinadas fases de la historia se ha privilegiado uno u otro sentido, sino que también, vistas las cosas geográficamente, se ha otorgado en los diferentes territorios europeos la primacía a la vista o al oído. Sería un ejercicio antropológico extraordinariamente interesante y fructífero investigar las cultu-

cuestión, véase L. Duch, Jesucrist, el nostre contemporani, Montserrat, Publicacions de l’Abadia de Montserrat, 2001, esp. pp. 47-52. 90. San Buenvantura, cit. A. Besançon, L’image interdite. Une histoire intellectuelle de l’iconoclasme, Paris, Fayard, 1994, p. 227. El estudio de Alain Besançon es una referencia obligada para quienes, desde la perspectiva de la cultura occidental, quieran profundizar en la problemática de la imagen, es decir, de la vista in actu exercito, y en oposición al concepto como «artefacto verbal». Son interesantes también los siguientes estudios: J. A. Maravall, La cultura del Barroco. Análisis de una estructura histórica, Barcelona, Ariel, 31983; Galimberti, La terra senza il male, cit.; D. Freedberg, El poder de las imágenes. Estudios sobre la historia y la teoría de la respuesta, Madrid, Cátedra, 1992; M. Halbertal y A. Margalit, Idolatry, Cambridge et al., Harvard University Press, 1992; S. Gruzinski, La guerra de las imágenes. De Cristóbal Colón a «Blade Runner» (1492-2019), México, Fondo de Cultura Económica, 1994; M. Augé, La guerra de los sueños. Ejercicios de etno-ficción, Barcelona, Gedisa, 21998; íd., El viaje imposible. El turismo y sus imágenes, Barcelona, Gedisa, 1998; M. Barasch, Das Gottesbild. Studien zur Darstellung des Unsichtbaren, München, Fink, 1998; González García, Metáforas del poder, cit., esp. cap. II-IV; A. Vega, Zen, mística y abstracción. Ensayos sobre el nihilismo religioso, Madrid, Trotta, 2002. 91. Un aspecto de la problemática que aquí no podemos tener en cuenta es cómo se hace visible lo invisible. Es un tema directamente relacionado con la preeminencia que, según los casos, se otorga a la vista o al oído. Y, evidentemente, todo eso se halla estrechamente vinculado con la relación «idolatría-iconoclastia», la cual es determinante para comprender, en positivo y en negativo, algunos de los aspectos más relevantes de nuestra cultura. Desde la perspectiva de la historia del arte religioso, el estudio de Barasch Das Gottesbild, cit., ofrece una sugestiva aproximación a la problemática, ya que pone de relieve que «la experiencia del ojo trasplanta la trascendencia en el mundo humano [...] Pero no hay duda de que, al mismo tiempo, todo acto de hacer-visible es también una proyección de lo humano en lo invisible, en el más allá (Jenseitige)» (ibid., p. 8).

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ras, las religiones, las relaciones interpersonales, la política, los roles sociales, la función del arte y, en el fondo, las restantes manifestaciones culturales del ser humano desde la óptica de la «visibilización» y/o de la «audición», teniendo muy en cuenta las connotaciones de todo tipo que siempre se hallan presentes en el hecho de ver y de escuchar. En este estudio, a partir de unos casos históricos concretos, sólo podremos realizar una reflexión muy elemental sobre esta problemática que merece un tratamiento detallado y bien contextualizado92. Desde el mismo momento de su constitución a partir de los precedentes helenos y semitas, en las diferentes fases de nuestra cultura se ha dado, a nivel cultural, religioso y político, una innegable contraposición entre la vista (imagen) y el oído (palabra). Un ejemplo muy significativo de esa radical contraposición sensorial se dio en el siglo XVI le siècle heroïque, como lo denomina Lucien Febvre, sobre todo a raíz de la «aventura americana» y de las querellas religioso-políticas (Reformas protestantes y Contrarreforma católica). Entonces tuvo lugar un giro decisivo en la cultura occidental que ha sido determinante para toda su historia futura; giro decisivo que también puede ser descrito e interpretado en función de los dos sentidos corporales mencionados93. Siguiendo algunas pautas de la tradición nominalista, los protestantismos ponen todo el énfasis en el oído (extrinsecismo, proclamación de la Palabra, justificación o predestinación, primacía del tiempo), mientras que la Contrarreforma católica continúa manteniendo la prioridad de la vista (intrinsecismo, sacramentalidad, primacía del espacio). Estas dos líneas religiosas, políticas, geográficas y culturales originarán dos «visiones del mundo» totalmente opuestas y basadas, respectivamente, en el oído o en la vista, en la importancia concedida a la palabra o a la imagen. Ambas direcciones, con los inevitables altibajos, se mostrarán efectivas al menos hasta los inicios del siglo XX94. 92. Creemos que el estudio de S. Buck-Morss Dialéctica de la mirada. Walter Benjamin y el proyecto de los Pasajes, Madrid, Visor, 1995, a partir de la obra de Benjamin (con el importantísimo precedente de Georg Simmel), constituye una interesante aproximación a la «vista», precisamente en un momento en que la «imagen» y la «mirada» que suscita empezaban a adquirir una enorme importancia en el mundo occidental en detrimento del oído (la palabra). 93. Desde la perspectiva antropológica que adoptamos, nos hemos aproximado a esta temática en L. Duch, «Reformas y ortodoxias protestantes: siglos XVI y XVII»: Historia de la teología cristiana. II. Prerreforma, Reformas y Contrarreforma, Barcelona, Herder, 1987, pp. 197-517; íd., La memòria dels sants. El projecte dels franciscans a Mèxic, Montserrat, Publicacions de l’Abadia de Montserrat, 1992. 94. En este contexto, sería interesante establecer la significación de la Primera Guerra Mundial (1914-1918) para el destino de la cultura occidental en su conjunto,

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Se ha insistido en que el Barroco es sobre todo una cultura de la vista. En su importante estudio sobre el Barroco, ya convertido en clásico, José Antonio Maravall pone de manifiesto que en él «la función óptica tiene un papel preponderante [...] Además, es propio de las sociedades en las que se desarrolla una cultura masiva de carácter dirigido, apelar a la eficacia de la imagen visual»95. No resulta sorprendente que la cultura barroca se asentara preponderantemente en los países que habían rechazado las Reformas protestantes (primacía del oído) y se habían mantenido en el seno del catolicismo (primacía de la vista)96. Desde una perspectiva estética, que es aplicable, sin embargo, a todos los restantes segmentos de la existencia humana (religión, cultura, ciencia, política), puede afirmarse que «el Barroco es el arte típico de la Contrarreforma»97. En la Edad Media se planteó el interrogante sobre la excelencia de la vista o del oído para alcanzar el conocimiento. Por regla general, se convino en que el oído tenía la prioridad. Con el impacto del Renacimiento, sin embargo, se produjo un cambio de perspectiva, que todavía se radicalizará más en la época barroca. Entonces, en los países católicos, la vista se constituye en el sentido corporal humano más importante. Maravall cita unos versos de Calderón que confirman la precedente afirmación: Y pues lo caduco no puede comprehender lo eterno y es necesario que para venir en conocimiento suyo, haya un medio visible...98.

Podría decirse que el hombre del Barroco quiere tener constancia de las cosas «de vista no de oídas».

aludiendo, por ejemplo, al finis Europae de la tradición austriaca. Hemos analizado algunos aspectos de esta problemática en L. Duch, «Literatura i crisi», en íd., L’enigma del temps. Assaigs sobre la inconsistència del temps present, Montserrat, Publicacions de l’Abadia de Montserrat 1997, pp. 135-158. 95. Maravall, o.c., p. 501. J.-J. Wunenburger, La vie des images, cit., cap. V (pp. 229-240) («Dissémination et Barroque»), ofrece una reflexión antropológica sobre la función político-religiosa de la imagen barroca. 96. No debe simplificarse excesivamente. Ya en el siglo XV se había iniciado un cambio de centralidad del mundo de aquel entonces. El centro del mundo se había trasladado desde el Mediterráneo a la horizontal del mar del Norte y a la vertical del valle del Rin. 97. Véase en este sentido la obra ya clásica de W. Weisbach El Barroco, arte de la Contrarreforma [1921], Madrid, Espasa-Calpe, 1942. 98. P. Calderón de la Barca, Sueños hay que verdad son, cit. Maravall, o.c., p. 503.

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No tiene el oírlo la fuerza que tendrá el verlo99.

Ante la Europa nórdica, que, desde la religión hasta las formas de pensamiento, centra la atención en las diversas formas de articulación de la palabra, la barroca Europa mediterránea, en todas las parcelas de la existencia humana, pone todo el énfasis en la visualización100. Incluso la poesía se halla sometido al imperio de la vista y de la teatralización, es decir, a una suerte de objetivación visual y espacial101. En la práctica, sin embargo, la preeminencia de la vista en los países católicos implicó «un retorno al aristocratismo. En oposición a lo que significa la etapa renacentista, democrática y comunal, se constató un retorno a la autoridad, a las estructuras aristocráticas de los vínculos de dependencia y al régimen de poderes privilegiados»102. En el Barroco, «todo el mundo es una inmensa representación teatral en la que cada uno disfrazado hace su papel»103. Porque el espacio tiene preeminencia sobre el tiempo, el Barroco es una sociedad teatralizada, que participa de un «imaginario lunar de transformaciones y metamorfosis» (Wunenburger), en el que el tema del theatrum mundi consigue su máxima perfección. En relación con el Barroco mexicano del siglo XVII, Serge Gruzinski habla de «imagenespectáculo»104. El teatro y la máscara son propuestos como principios de la vida pública y privada. Retomando el título de un libro de Georges Balandier, puede afirmarse que, en la sociedad barroca, en los diferentes ámbitos de la convivencia humana, «el poder se esceni-

99. P. Calderón de la Barca, cit. E. Orozco Díaz, «Sobre la teatralización y comunicación de masas en el Barroco», en AA. VV., Homenaje a J. M. Blecua ofrecido por sus discípulos, colegas y amigos, Madrid, Gredos, 1983, p. 511. 100. Un aspecto de esta temática que aquí nos limitamos a señalar es el frecuente uso de la emblemática como arma política, la cual consiste en «la conjunción del Barroco de la imagen y del Barroco de la palabra» (véase González García, o.c., pp. 4373, 77). Sin duda, en el México colonial del siglo XVII la obra de Sor Juana Inés de la Cruz puede considerarse como la máxima expresión de la emblemática barroca (véase el exhaustivo estudio de O. Paz Sor Juana Inés de la Cruz o Las Trampas de la Fe, México, Fondo de Cultura Económica, 1982). 101. Véase Orozco Díaz, o.c., pp. 498-499, 500. «En el Barroco, se produce con frecuencia el poema no pensado para el libro, ni tampoco para ser recitado o cantado, sino para ser visto grabado en un gran cartel o lápida» (ibid., p. 500). 102. Maravall, o.c., pp. 72-73. 103. González García, o.c., p. 45. Sobre la teatralización de la sociedad barroca, véase Orozco Díaz, o.c., pp. 497-512; González García, o.c., pp. 107-116; Paz, o.c., passim. 104. Véase Gruzinski, o.c.., pp. 90-100.

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fica»105. Maravall mantiene la opinión de que «todo el arte barroco [...] viene a ser un drama estamental: la gesticulante sumisión del individuo al marco del orden social»106. Ha de tenerse en cuenta que la sociedad barroca, ante la triunfante Europa nórdica, se caracteriza por el desencanto y el pesimismo colectivos. La melancolía ocupa el centro de la visión barroca del mundo, que contrasta vivamente con el optimismo racionalista que, después de la paz de Westfalia (1648), se instalará en los países de la Europa nórdica107. Evidentemente, la idea del «gran teatro del mundo», del theatrum mundi, debe ponerse en relación con un conjunto de temas como, por ejemplo, los de la «locura del mundo», el «mundo al revés», el «mundo como laberinto», etc., los cuales subrayan las falacias y los engaños que siempre afloran en las «relaciones teatrales», es decir, en todo lo que observamos y vivimos en las representaciones escénicas de la vida cotidiana. Maravall ha puntualizado que el hombre del Barroco es una máscara en medio de una sociedad profundamente enmascarada, que cree que sólo alcanzará a descubrirse a sí misma mediante el disfraz, el antifaz y la ocultación108. En definitiva: el hombre y la mujer concretos, más que «personas», son «personajes» con roles bien acotados sobre el escenario de este mundo; personajes cuya visión del mundo puede resumirse perfectamente mediante el título de las dos grandes obras de Pedro Calderón de la Barca: El gran teatro del mundo y La vida es sueño109. Ahora, damos un gran salto hacia delante y nos trasladamos al momento presente110. Se ha escrito:

105. Véase G. Balandier, El poder en escenas. De la representación del poder al poder de la representación, Barcelona/Buenos Aires/México, Paidós, 1994. 106. Maravall, o.c., p. 90. 107. No puede olvidarse el impacto del libro Anatomía de la melancolía [London, 1615] de R. Burton, Buenos Aires/México, Espasa-Calpe Argentina, 21947 (selección), en la sociedad barroca, aunque esa obra se publicase por vez primera en Inglaterra. No nos ha sido posible consultar el libro de H. Schulte El desengaño. Wort und Thema in der spanischen Literatur des Goldenen Zeitalters, München, Fink, 1969. 108. Véase González García, o.c., p. 109, que sigue de cerca la exposición de Maravall. 109. Véase ibid., p. 111. 110. Expresamente queremos recomendar la lectura que propone José M. González García sobre «la mascarada austriaca de finales del siglo XIX», concretada sobre todo en la teatralización de la vida cotidiana que, con registros diferentes, llevaron a cabo Robert Musil y Karl Kraus (cf. González García, o.c., pp. 123-131). El estudio de J. Le Rider Modernité viennoise et crises d’identité, Paris, PUF, 2000, aunque no se refiera directamente a la teatralización, indirectamente, porque trata de la crisis identitaria de la sociedad austriaca, alude al fenómeno de la teatralización en el universo

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Vivimos en una época que pone la historia en escena, que hace de ella un espectáculo y, en ese sentido, desrealiza la realidad, ya se trate de la guerra del Golfo, de los castillos del Loira o de las cataratas del Niágara111.

Seguramente que la actual precariedad de la Modernidad puede ser considerada como la crisis del oído y el auge de la vista112. Por eso una antropología adecuada al momento presente tendría que reactualizar los análisis sobre la función de los sentidos corporales humanos en el contexto religioso, social, político y económico de los inicios del siglo XXI. Los sentidos corporales también son históricos, y, en cada situación concreta, son elementos imprescindibles para la construcción de la espaciotemporalidad del ser humano. De la misma manera que, en el Barroco, las diversas formas de la imagen y de la teatralización fueron utilizadas para la consolidación de un determinado imaginario colectivo y para la legitimación del poder establecido, también hoy la imagen lleva a cabo una indiscutible función «política». Sin embargo, ha habido un cambio significativo: el paso de la imagen tradicional a la imagen electrónica, lo cual comporta diferencias notables en el ejercicio del ver y del escuchar. Una de esas diferencias se detecta en el cambio de las formas de consumo de imágenes que, posiblemente, se halla en continuidad con las tendencias del «individualismo consumista» tan característico de la hora presente. Gruzinski ha escrito que «la imagen contemporánea instaura una presencia que satura la vida cotidiana y se impone como realidad única y obsesionante»113. Siguiendo una intuición de Hannah Arendt, cuando aludimos a la «sociedad de consumo» nos referimos a una sociedad con necesidades creadas artificialmente, a una sociedad de quincallería, con deseos «fabricados» por la propaganda y técnicas de lavado de cerebro. En esa sociedad todos los objetos, todas las danubiano. La historia por excelencia de Viena se debe al historiador C. E. Schorske, Pensar con la historia. Ensayo sobre la transición a la modernidad, Madrid, Taurus, 2001, que es una excelente reflexión sobre la «barroquización» («teatralización») que tuvo lugar, a nivel arquitectónico, musical, social y político, en la Viena de las últimas décadas del siglo XIX y la primera del siglo XX. 111. Augé, El viaje imposible, cit., p. 31. 112. Aquí debería debatirse la situación de la lectura en la sociedad occidental moderna. En primer lugar, tendría que considerarse la cuestión de la lectura «en sí» casi como una especie de estructura recurrente del ser humano. Y, después, desde una perspectiva histórica, debería abordarse la lectura como factor constitutivo de la cultura occidental, la cual tiene su momento inicial en la amplia difusión del libro, como consecuencia de la invención de la imprenta en el siglo XV (cf. Duch, «Lectura i societat», en La substància de l’efímer, cit., pp. 199-215). 113. Gruzinski, o.c., p. 213.

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realizaciones materiales e intelectuales, son consumibles, se agotan totalmente en el momento de ser consumidos. «Una sociedad de consumo es una sociedad que, de alguna manera, transforma todas las obras, todo lo que ha de durar más tiempo que nosotros, en objetos de uso, e incluso los objetos de arte y de pensamiento los convierte en comestibles»114. Resulta evidente que, cada vez más, la civilización actual se encuentra determinada por el «consumo visual», por la visualidad en detrimento de la crítica. Puede hablarse de una visualidad con rasgos claramente «cloroformizadores», que alejan al ser humano de la realidad, que le arrebatan su capacidad para emitir juicios y ponderar las situaciones de injusticia y barbarie. Por eso, contra lo que a menudo se piensa, la «credulidad» es una de las características más evidentes del momento presente (Berger). Una credulidad que, evidentemente, muestra síntomas muy inquietantes de aburrimiento, apatía, indiferencia y, en algunos casos incluso, de cinismo. Queremos concluir este apartado refiriéndonos a un dilema que, tal vez, nos ocupará intensamente en los próximos años. Parece harto evidente que la incidencia de los sentidos corporales en la plasmación de las formas y expresiones de la existencia concreta de los seres humanos es una cuestión histórica, epocal, dependiente de los variables contextos en los que se desarrolla el pensamiento, la acción y los sentimientos de los humanos. A pesar de la coincidencia de contrarios que, en todo momento, es el ser humano, sobre todo la vista y el oído han desarrollado trayectorias culturales, religiosas y políticas peculiares que, con cierta frecuencia, se han presentado como excluyentes. Hoy también somos espectadores de una amplia confrontación entre esos dos sentidos. Todos los indicios apunta a que la vista (la imagen) se está imponiendo con fuerza en todas las culturas actuales. En detrimento del oído (la palabra), en todo el mundo, la «globalización» significa no exclusivamente, pero sí de manera muy importante, la «imposición-aceptación» de un imaginario colectivo («multinacionalización de la imagen») generada y sustentada por «lo económico». «Lo económico» actual ofrece unas características que lo diferencian muy claramente del que tuvo vigencia, por ejemplo, en la Revolución industrial o en la sociedad industrializada de las primeras décadas del siglo XX. «Lo económico» actual ha asumido casi todas las atribuciones que antaño tenían la política, la guerra, la cultura, la religión, la educación115. En el fondo se trata de una reconfiguración del campo 114. A. Finkielkraut, «Hannah Arendt i la crisi de la cultura», en La crisi de la cultura, Barcelona, Pòrtic, 1989, 11.º. 115. En relación con la religión, resulta patente que el interés (a menudo enfer-

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político, religioso y social que se aprovecha intensamente (y, a menudo, perversamente) de las nuevas «posibilidades visuales» que ahora están a disposición del hombre. Casi podría hablarse de una equiparación entre «lo económico» y «lo visual». Por eso, en la actualidad, asistimos, tal como sucedió en el Barroco, a una «guerra de las imágenes» protagonizada por los poderes fácticos económicos. La salud física, psíquica y espiritual del ser humano depende en gran medida de la acción complementaria de sus sentidos corporales. Se trata, en realidad, de la praxis logomítica aplicada al trabajo perceptivo de los sentidos. Cuando afirmamos que, para transitar por caminos de humanización, el hombre y la mujer concretos necesitan de la imagen y del concepto, de la concreción y de la abstracción, también queremos expresar que nunca deberíamos renunciar al trabajo complementario —y, ciertamente, en tensión— de la vista y el oído. De hecho, el trabajo de los sentidos corporales humanos pone de manifiesto que la logomiticidad es la forma genuina que ha de tener la presencia del ser humano en su mundo cotidiano. 5.4. «TÉCNICAS DEL CUERPO»

Después de haber aludido al «cuerpo humano y los sentidos», podemos iniciar la reflexión en torno a las «técnicas del cuerpo». Debe advertirse que ambas temáticas —juntamente con la del «cuerpo situado»— se encuentran estrechamente unidas. Sólo pedagógicamente pueden considerarse de manera aislada. Desde sus mismos orígenes, el hombre, por mediación de las aportaciones de los sentidos corporales, ha sido un ser técnico. La historia de la humanidad confirma de mil maneras la aseveración precedente. Creemos, sin embargo, que es necesario distinguir entre el «uso técnico del cuerpo» y la «servidumbre tecnológica del cuerpo»116. Por eso, en ese contexto, ni que sea esquemáticamente, resulta oportuno referirse a las «técnicas del cuerpo» tal como en 1934 las mizo) de tantos líderes religiosos actuales por estar presentes en los mass media implica —lo reconozcan o no— una indiscutible sujeción al poder económico de los medios. De esta manera, tiene lugar una innegable degradación de lo religioso, y se convierte en un simple «bien cultural» (cf. Duch, Jesucrist, el nostre contemporani, Montserrat, Publicacions de l’Abadia de Montserrat, 2001, pp. 65-69). 116. Véase la distinción tajante que hacemos entre «técnica» y «tecnología» en L. Duch, Armes espirituals i materials: Política, cit., pp. 283-319, con las consecuencias que se derivan de centrar la problemática en el homo technicus o en el homo technologicus.

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presentó Marcel Mauss, discípulo de Émile Durkheim117. «Entiendo por este vocablo [técnicas del cuerpo] las maneras (façons) como, en todas las sociedades, los hombres, de manera tradicional, saben servirse de su cuerpo»118. Referirse a las «técnicas corporales» da por supuesta toda la problemática en torno a las transmisiones y al aprendizaje del ser humano como categorías antropológicas fundamentales119. El punto de partida es que los hábitos del cuerpo son de naturaleza social e histórica. Varían no tanto a causa de los comportamientos aislados de los individuos y de las imitaciones que llevan a cabo en el transcurso de su vida cotidiana, sino sobre todo como consecuencia del mismo desarrollo de las formas educativas, de la moda, de la búsqueda de prestigio, etc. De ahí que pueda afirmarse que, en los hábitos del ser humano, con el impacto socializador que siempre poseen, se muestren operativas, en un mismo movimiento, las técnicas del cuerpo y la razón práctica colectiva120. Para expresarlo de 117. Véase M. Mauss, «Les techniques du corps», en Anthropologie et Sociologie. Introduction de C. Lévi-Strauss, Paris, PUF, 41968, pp. 363-368. Actualmente, el pensamiento de Mauss es objeto de una importante rehabilitación. Sobre las «técnicas del cuerpo», cf. Bernard, o.c., pp. 123-129; sobre todo C. Tarot, De Durkheim à Mauss, l’invention symbolique. Sociologie et sciences des religions, Paris, La Découverte, 1999, que ofrece una visión exhaustiva del pensamiento de Mauss en el contexto de las ciencias humanas de finales del siglo XIX y las primeras décadas del XX. En una entrevista en relación con las excelencias del pensamiento de Mauss, J. Taubes, «Intervista», en Messianismo e Cultura. Saggi di politica, teologia e storia, Milano, Garzanti, 2000, p. 395, afirma: «Creo que el ensayo sobre el don de Marcel Mauss es infinitamente más importante que todos los tratados filosóficos escritos después de Sein und Zeit (Heidegger) y de las Philosophische Untersuchungen (Wittgenstein). Mauss es una mina que todavía ha de explotar, porque, a la luz de su teoría, resulta ridículo todo lo que, en la ética de los discursos prácticos, se presenta más bien como propaganda de un ideologema de la sociedad pequeñoburguesa o, incluso, se formula como derecho natural de tipo católico». 118. Maus, o.c., p. 365; cf. ibid., p. 367. La ubicación histórica del cuerpo Mauss la pone de manifiesto mediante el ejemplo de la natación. «Sé muy bien que los polinesios no nadan como nosotros, que mi generación no nadaba como nada la generación actual» (ibid., p. 366). Es evidente que podría ejemplificarse de mil maneras distintas: las formas de caminar, las fórmulas de cortesía, las costumbres de mesa, la colocación del cuerpo para escuchar, aprender, dialogar, etc. Michel Bernard, aunque acepta la terminología de Mauss, cree que la expresión «técnicas del cuerpo» es equívoca e impropia justamente a causa del carácter nunca enteramente fijado de lo que es el cuerpo humano. Bernard propone sustituir la expresión de Mauss por otra que manifieste claramente el carácter lingüístico del cuerpo humano (Bernard, o.c., p. 127). 119. Sobre esta cuestión, cf. Duch, La educación y la crisis de la modernidad, cit., pp. 87-113; F. Bárcena y J.-C. Mèlich, La educación como acontecimiento ético. Natalidad, narración y hospitalidad, Barcelona/Buenos Aires/México, Paidós, 2000, pp. 149-190. 120. Véase Mauss, o.c., pp. 368-369.

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forma resumida: la cultura concreta da forma al cuerpo, es decir, lo adiestra para que el hombre sepa utilizarlo de acuerdo con los modelos que le ofrece, en cada momento concreto, la sociedad121. En las «técnicas del cuerpo, tal como las describió Marcel Mauss, la interacción entre «lo biológico» y «lo sociológico» se ve constantemente modificada y rectificada por «lo psicológico». La coimplicación, siempre en tensión, de esos tres términos —que pueden ser considerados como tres «puntos de vista» que expresan, al mismo tiempo, las diferencias y las complementariedades de lo humano— es imprescindible para alcanzar, ni que sea de forma tentativa, el conocimiento del «hombre total»122. La estructura social del cuerpo se manifiesta, por un lado, en toda nuestra actividad más inmediata y, aparentemente, más «natural», en nuestras posturas y actitudes, en nuestros movimientos más espontáneos y, por el otro, la estructura social del cuerpo «se edifica» no sólo mediante la educación en un sentido estricto, sino también a través de la imitación y la adaptación123. Debe tenerse presente que Mauss, como buen discípulo de Durkheim, es heredero de una tradición intelectual procedente de Comte, que negaba cualquier tipo de especificidad a la psicología individual. Por eso, en los inicios de su carrera, prolongando y enriqueciendo la tradición durkheimiana, lo que Mauss hará será reivindicar todo el espacio de lo humano para la psicología colectiva, entendida como el ámbito de investigación que es propio de la sociología como disciplina académica. Poco a poco, sin embargo, en su reflexión, introducirá al individuo y, por lo tanto, lo psicológico, gracias a su conocida idea de totalidad, 121. Entwistle, o.c., p. 28, pone de relieve que las «técnicas corporales» tienen género porque hombres y mujeres aprenden a hablar, caminar, correr, luchar, dialogar, etc., de forma diferente. Este estudio ofrece una perspectiva muy interesante sobre las «técnicas corporales», porque las sitúa en el marco de los sistemas de la moda. 122. Véase Mauss, o.c., p. 369. Tarot, o.c., p. 646, apunta que, en el pensamiento de Mauss, «la idea del hombre total se apoya en la cuestión particularmente delicada de las relaciones entre la sociología y la psicología». 123. Véase Bernard, o.c., pp. 123-124. En las sociedades concretas los movimientos corporales no se encuentran fijados definitivamente. Pueden modificarse y cambiar en función de los cambios ocurridos en los modelos culturales como, por ejemplo, la moda o el prestigio de un hombre o de una mujer concretos (star system). «El andar de las mujeres ha evolucionado sensiblemente en función del de las estrellas del cine o de las modelos: hacia 1930, las mujeres francesas habían adoptado la manera de caminar balanceante de las estrellas norteamericanas de Hollywood; actualmente, las chicas tienden a caminar o bien según el estereotipo de la moda, el vientre hacia delante, el busto hacia atrás, o bien tienden a adoptar inconscientemente el paso firme y viril (o, más bien, el que creen tal) de los chicos para afirmar mejor su igualdad, y que les es permitido por los zapatos sin tacón» (Bernard, o.c., p. 125). Debe tenerse en cuenta que el libro de Michel Bernard fue publicado, segunda edición, en 1976.

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la cual le permitirá comprender cómo cada disciplina concreta puede tener una comprensión propia, por un lado, del ser humano y, por el otro, de la sociedad en su conjunto, sin que nunca sea posible alcanzar un conocimiento exhaustivo y definitivo del hombre y de la sociedad124. Seguramente que el aspecto más interesante de las reflexiones de Marcel Mauss sobre las técnicas del cuerpo deba buscarse en la misma «comprensión técnica» del cuerpo humano que propuso. De entrada, con énfasis, manifiesta que debe evitarse un error antropológico fundamental: considerar que sólo hay técnica cuando hay instrumentos. Denomino técnica un acto tradicional eficaz (ved que eso no es muy diferente del acto mágico, religioso, simbólico). No hay técnica y no hay transmisión si no hay tradición. En eso, sobre todo, el hombre se distingue de los animales: por la transmisión de sus técnicas y muy probablemente por su transmisión oral125.

Para Mauss, el cuerpo es «el instrumento primero y más natural del hombre. O más exactamente, sin hablar de instrumento, el primer objeto técnico y el más natural»126. Con anterioridad a la presencia de las técnicas ejecutadas con el concurso de instrumentos artificiales, existe el conjunto de técnicas corporales o, tal vez mejor, el cuerpo como objeto técnico. Las técnicas corporales, mediante un trabajo de taxonomía psico-sociológica, posibilitan la ordenación de las ideas y actividades de la conciencia como un sistema de montaje simbólico127. Es la «comprensión técnica» del cuerpo humano lo que fundamenta el 124. Véase Tarot, o.c., p. 647. «Lo que encontramos es un hombre que, en una sociedad determinada, vive en carne y espíritu en un punto determinado del tiempo y del espacio [...] La mayoría de fenómenos que considera el sociólogo, en la medida que no es un morfologista, exige precisamente esa consideración de la totalidad psicológica del individuo» (Mauss, cit. Tarot, o.c., p. 647). 125. Mauss, o.c., p. 371. 126. Ibid., p. 372. 127. No entraremos en la cuestión de los criterios clasificatorios de las técnicas corporales que propone Mauss (cf. Mauss, o.c., pp. 373-375), que distingue: 1) división de las técnicas corporales entre sexos; 2) variaciones de las técnicas del cuerpo en función de la edad; 3) clasificación de las técnicas corporales en relación con el rendimiento; 4) transmisión de las técnicas corporales. Propone también otra clasificación que denomina «énumération biographique» o de las «edades del hombre» (cf. Mauss, o.c., pp. 376-383), que son: 1) técnicas de nacimiento; 2) técnicas de la infancia; 3) técnicas de la adolescencia; 4) técnicas de la edad adulta. Es verosímil que esta última forma de clasificación de Mauss se relacione de alguna manera con los «ritos de paso», tal como, en 1909, los había concretado Arnold van Gennep (cf. Duch, Antropología de la vida cotidiana, cit., pp. 204-208).

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enorme alcance antropológico de las técnicas corporales, tal como en su día las describió e interpretó Mauss. La conclusión a la que llegó este autor es que, durante todo su trayecto biográfico, el ser humano, con la imprescindible ayuda del cuerpo, se encuentra en presencia de diferentes «montajes físicopsico-sociológicos» de series de actos muy diferentes. «Una de las razones por la cual estas series pueden ser montadas más fácilmente en el individuo es precisamente porque son montadas por y para la autoridad social»128. Ahora bien, todos esos movimientos del cuerpo tienen como base un enorme aparato biológico y psicológico, lo cual permite a Mauss afirmar que «lo psicológico» puede ser considerado como una suerte de «engranaje» entre lo biológico y lo social. De acuerdo con su opinión, el ser humano, en todas las etapas y circunstancias de su vida, se halla en presencia de numerosos dilemas y retos de carácter biológico-sociológico que, inevitablemente, se origina como consecuencia de ser alguien que, social, política y religiosamente, convive (y, en múltiples ocasiones, «malvive»). Para resolverlos con ciertas garantías de éxito, precisa de una adecuada acción educativa, de transmisiones eficientes, de acogimiento auténtico que, en espacios y tiempos concretos, le permitan adaptar su cuerpo a un uso verdaderamente humano y humanizador. Mauss escribe: «La educación del cuerpo es uno de los momentos fundamentales de la historia humana: educación de la vista, educación del caminar «subir, bajar, correr»129. El antropólogo francés concibe el cuerpo humano como una potencialidad fisiológica que se realiza social y colectivamente por mediación de un conjunto de praxis corporales que, a partir de un buen número de transmisiones (incluyendo también las imitaciones), comparten, a menudo en medio de fuertes tensiones, los miembros de una determinada sociedad. Existe, por consiguiente, en cada sociedad un «ideario común» —una suerte de «ideología compartida»— sobre el cuerpo, el cual, en la actual mundialización de la cultura, parece que tiende a abarcar, al menos teóricamente, la totalidad de la humanidad y a disolver las especificidades de las técnicas corporales de cada lugar. En este estudio no nos resulta posible adentrarnos con la amplitud que sería necesaria en el análisis de las variadas relaciones entre «técnicas corporales», «trabajo» y «simbolismo», que son los elementos que establecen (o deberían establecer) el marco del pensamiento y 128. Mauss, o.c., p. 384. 129. Ibid., p. 385. Creemos que con razón P. Meirieu afirma que educar es desarrollar «una inteligencia histórica capaz de discernir en qué herencia cultural uno está inscrito» (P. Meirieu, cit. Bárcena y Mèlich, o.c., p. 101).

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la acción de los seres humanos en esta tierra130. Es sabido que, por ejemplo, las «cadenas de montaje» como modelo laboral de nuestro tiempo provocan graves disfunciones en las personas a causa precisamente de unas relaciones perversas entre los tres elementos a los que hemos aludido (técnicas corporales, trabajo y simbolismo). Hace ya algunos años, André Leroi-Gourhan puso de manifiesto que en los artefactos técnicos creados por el ser humano se combinan íntimamente una «lógica funcional» y una «función simbólica». De esta manera, todo objeto técnico podía convertirse en signo cultural131. La evolución del trabajo en la era industrial condujo a una recesión de sustrato onírico y simbólico, produciendo entonces no sólo, como quería Marx, alineación social, sino una terrible «desestructuración simbólica» del trabajo, la cual se encuentra en la base de la «anemia simbólica» y de la «desnutrición psíquica» de la hora presente. Wunenburger ha señalado que las actividades simbólicas abandonan el teatro social de los trabajos y los días, y se encuentran recluidas en unos espacio-tiempos improductivos y devaluados. Toda la ideología prometeica y burguesa va a la caza de la imaginación, de lo estético y de la sociabilidad convivencial. El campo social del juego sólo es permitido en el exterior del mundo de la producción132.

En los años treinta del siglo XX la reflexión de Marcel Mauss sobre el cuerpo representó la rehabilitación de una temática muy importante, pero que hasta entonces, en los estudios antropológicos, había sido prácticamente marginada. En efecto, en la visión del cuerpo del «primitivo» que tenía la cultura occidental sólo se veía desnudez y «naturalidad» como irrefutables expresiones de salvajismo y barbarie. Entonces, la conclusión que acostumbraban a extraer los antropólogos era que el «primitivo» estaba totalmente privado de civilización, cultura, técnica, educación, urbanidad; era exclusivamente un «pre»: prehombre, prefilósofo, pretécnico, prerreligioso, etcétera133. Sin embargo Mauss, en todas las culturas humanas, supo 130. Véase sobre esta cuestión Wunenburger, «Déclin et renaissance de l’imagination symbolique», cit., pp. 44-46. 131. Véase A. Leroi-Gourhan, Le geste et la parole. II. La Mémoire et le rythme, Paris, Albin Michel, 1965, pp. 125-128. 132. Wunenburger, o.c., p. 46. «La sobredeterminación del artista, que se reviste con una dimensión visionaria de genio, tal vez no es sino la compensación patética del rechazo del imaginario fuera del trabajo cotidiano» (ibid.). 133. En este contexto no pueden olvidarse las consecuencias de las antropologías del siglo XIX y comienzos del XX, basadas como estaban en el «darwinismo social». Sobre esta problemática, Duch, Armes espirituals i materials: Religió, cit., pp. 122-174.

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descubrir y leer, en las emociones, la sonrisa, las posturas corporales, la forma de andar y las costumbres de mesa, toda una gama de sentimientos complejos, de razonamientos propiamente humanos y de adquisiciones culturales trabajosamente adquiridas, configuradas y transmitidas. De esa manera, en su aproximación antropológica, el cuerpo humano se convertía en la materia prima de lo social, el lugar en el que se inscribía y que, con la eficaz ayuda de las «estructuras de acogida», era necesario aprender a descifrar, organizar y activar la existencia humana. A través de las técnicas corporales, Mauss nos enseña a vincular el cuerpo humano con la conciencia, la sociedad, la herramienta, el conjunto de simbolismos que, individual y colectivamente, legitiman y regulan la vida de los humanos. Por eso, en su estudio pionero sobre las técnicas corporales, otorga la primacía a los montajes físico-psico-sociológicos. La risa, el llanto y los gritos no son exclusivamente expresiones «naturales» de los sentimientos puestos en marcha por la simple instintividad. Antropológicamente hablando, son, al mismo tiempo y de una manera rigurosa, signos y símbolos colectivos; son —y en eso se manifiesta un buen discípulo de Durkheim— ideas y sentimientos socializados que no sólo expresan «estados de ánimo» individuales, sino que también son absolutamente imprescindibles para el mantenimiento del vínculo social134. La sociedad, por mediación de diversos montajes complejos de signos y símbolos, selecciona los comportamientos deseables, los cuales, entonces, son «in-corporados» por los individuos con la ayuda de una adecuada educación de los sentidos (la vista, la forma de andar, las posturas, las reacciones ante la muerte y el dolor, la cortesía, las diversiones, etc.). De esa manera, las sociedades humanas pueden controlar los sentimientos y orientarlos hacia aquellas finalidades que se consideran deseables y colectivamente productivas135. En el contexto de la reflexión sobre las «técnicas corporales», George H. Mead también posee una decisiva importancia porque fue el introductor en las ciencias humanas del término «gesto» para indicar el uso social del cuerpo, lo cual significaba una aproximación al «gesto» como técnica corporal136. Este investigador se preguntó cuál era el mecanismo básico que permitía el proceso de creación y forta134. Véase Tarot, o.c., p. 647. 135. Waldenfels, Das leibliche Selbst, cit., pp. 259-260, manifiesta que, en el ser humano, el uso de los sentidos también se incluye en el ámbito del aprendizaje, a lo que Merleau-Ponty designaba con la expresión «reflexión sensible». «El niño ha de aprender en primer lugar a verse como él mismo en el espejo». 136. G. H. Mead, Espíritu, persona y sociedad. Desde el punto de vista del conductismo social [1930], México, Paidós, 21993, pp. 85-93 y passim.

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lecimiento sociales que, de una manera u otra, tenía lugar en todas las sociedades humanas. La respuesta que da a este interrogante, aunque sea indirectamente, se encuentra emparentada con la que había dado Marcel Mauss: Es el mecanismo del gesto el que hace posible las reacciones adecuadas para la conducta mutua, por parte de los distintos organismos individuales involucrados en el proceso social. Dentro de cualquier acto social dado se efectúa una adaptación, por medio de gestos, de las acciones de uno de los organismos involucrados a las acciones de otro; los gestos son movimientos del primer organismo, y actúan como estímulos específicos, provocando reacciones (socialmente) adecuadas del segundo organismo137.

Según Norbert Elias, en el largo y conflictivo «proceso de las civilizaciones», con bastante frecuencia, se ha recurrido al cuerpo como generador potencial de gestos y, en función de la misma gestualidad, se le ha definido y contextualizado de nuevo138. La gestualidad, como forma de lenguaje y como «técnica del cuerpo», es un dato imprescindible para que los procesos de transmisión adquieran relevancia en las sociedades humanas. Inevitablemente, participa de manera directa en la socialización del ser humano, la cual, como es comprensible, está encomendada a las «estructuras de acogida» y, muy especialmente, a la «codescendencia» (familia). La gestualidad humana, que siempre es «una» determinada gestualidad que se halla situada en «un» tiempo y «un» espacio concretos, pone de manifiesto la constitución rítmica y cultual del ser humano, de todo ser humano. En su recomendable estudio sobre la teoría ritual, Catherine Bell ha indicado que el actual interés por el cuerpo humano se debe a diferentes razones, que se han comportado entre sí de forma interactiva. En primer lugar, ha de destacarse la rica tradición de estudios antropológicos que se iniciaron en el siglo XIX. Una segunda razón es la crítica que, ahora mismo, se hace del objetivismo tradicional y de su «mentalidad» centrada en una noción de conocimiento que no tiene suficientemente en cuenta

137. Mead, o.c., p. 60, nota 9; cf. ibid., pp. 88-89, 95. Sobre la relación entre «gesto» y «sentido», cf. ibid., pp. 177-178. 138. Véase N. Elias, Über den Prozess der Zivilisation. Soziogenetische und psychogenetische Untersuchungen. I: Wandlungen des Verhaltens in den weltlichen Oberschichten des Abendlandes; II: Wandlungen der Gesellschaft. Entwurf zu einer Theorie der Moderne, Frankfurt a. M., Suhrkamp, 1977, que ofrece una gran cantidad de ejemplos de configuraciones de la gestualidad corporal en el transcurso de la historia de la cultura occidental.

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la condición logomítica del ser humano. Y, en tercer lugar, el poderoso impacto de los feminismos y de los estudios de género que, al menos en algunos círculos, han inspirado una nueva «erótica» de las interpretaciones prácticas del cuerpo139. Oponiéndose a la argumentación tradicional de Darwin según la cual las expresiones corporales, especialmente las de carácter facial, se encontraban prácticamente determinadas y eran al mismo tiempo naturales y universales, una larga serie de estudios realizados en las primeras décadas del siglo XX por parte de Durkheim, Mauss y Hertz pusieron de relieve que todas las expresiones corporales poseían un carácter marcadamente social, transmitidas por las «estructuras de acogida». Dicho de otra manera: el cuerpo humano, por mediación de sus expresiones rítmicas y rituales, también es una construcción simbólica y social; en realidad, siempre ha sido —y es— una imagen concreta y activa de la sociedad y un microcosmos del universo140. La antropóloga británica Mary Douglas exploró el «cuerpo social» cuya parábola más efectiva y más afectiva es el «cuerpo humano», como «un medio de expresión muy especializado», el cual constituye una de las claves más importantes para hacerse cargo de la multiplicidad de relaciones entre el propio yo, la sociedad y el cosmos141. Desde otra perspectiva, Victor Turner, contra el «centralismo» atribuido a la sociedad y a las funciones sociales por parte de la escuela de Durkheim, señaló que no era la sociedad como tal la fons et origo de las clasificaciones y los roles sociales, sino el organismo corporal humano142. Muchos otros estudiosos han visto en el cuerpo humano la metáfora más importante para la construcción y organización de la sociedad humana. En este contexto, ni que sea muy brevemente, no podemos dejar de mencionar las aportaciones que han hecho los estudios sobre el género para conseguir una reorganización

139. Véase C. Bell, Ritual Theory, Ritual Practice, New York/Oxford, Oxford University Press, 1992, cap. V. 140. Véase ibid., p. 90. 141. Véase el importante estudio de M. Douglas Símbolos naturales. Exploraciones en cosmología, Madrid, Alianza, 1978. Esta antropóloga distingue en el cuerpo humano entre el «cuerpo físico» y el «cuerpo social». «El cuerpo social restringe el modo en que se percibe el cuerpo físico. La experiencia física del cuerpo, siempre modificada por las categorías sociales mediante las cuales es conocido, mantiene una particular visión de la sociedad. Existe un continuo intercambio de significados entre los dos tipos de experiencia corporal, de modo que cada una de ellas refuerza la categoría de la otra» (M. Douglas, cit. Entwistle, o.c., p. 29). 142. Véase V. Turner, La selva de los símbolos. Aspectos del ritual ndembu, Madrid, Siglo XXI, 1980, p. 100.

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del cuerpo humano y de sus relaciones con el lenguaje, los procesos de identificación y el poder143. En las diferentes culturas humanas las «técnicas del cuerpo» ponen de manifiesto que el hombre, aunque sea un ser nunca definitivamente fijado por la mera instintividad, siempre ha mostrado un interés ilimitado en la búsqueda de constantes de diferentes tipos. En efecto, como apunta Galimberti, las constantes constituyen la base de su acción técnica sobre la cual podrá edificarse una «razón» «como lugar idealizado de las regularidades conocidas y adquiridas. Por tanto: no es la técnica el producto de la razón, sino que es la razón el producto de la técnica, sin la cual el cuerpo no codificado del hombre jamás habría podido sobrevivir»144. En el ser humano la acción técnica suple las deficiencias del instinto porque le permite el descubrimiento de las múltiples regularidades y ritmos que hacen posible su instalación en el mundo con ciertas garantías de seguridad física y emocional. Al mismo tiempo, sin embargo «y completamente a la inversa de lo que sucede con el animal», estas regularidades pueden ser —y harto a menudo lo son— el punto de partida para encontrar nuevos puntos de vista, innovaciones, argumentaciones contra el sistema, heterodoxia. En lo humano, aunque pueda parecer paradójico, son imprescindibles el ritmo, las regularidades y las «técnicas corporales» para que sean posibles la invención y reconfiguración del espacio y del tiempo antropológicos. O expresándolo de otra manera: es imprescindible la tradición (como depósito de la memoria que nunca deja de ser) para la recreación, para ir más allá de los marcos y ritmos impuestos por los hábitos y por todo tipo de «intereses creados». Debe añadirse que, sin hábitos, sin costumbres, no resulta posible «cosmizar» sin interrupción la espaciotemporalidad que es propia del ser humano. De acuerdo con la opinión de Galimberti, en la dicotomía clásica «alma-cuerpo», el alma no era sino la memoria de las operaciones técnicas de un «animal» cuya característica más relevante consiste, como quería Nietzsche, en el hecho de no encontrarse definitivamente estabilizado (ein noch nicht festgestelltes Tier); de un animal, en consecuencia, que, a diferencia de las otras especies animales que están recluidas en sí mismas, ha de estar abierto, capacitado para contextualizarse en función de las numerosas e imprevisibles variaciones (las «historias») que 143. Cf. Las interesantes reflexiones sobre esta temática en Bell, o.c., pp. 95-96. P. Bourdieu, Ce que parler veut dire. L’économie des échanges linguistiques, Paris, Fayard, 1982, pp. 89-91, lleva a cabo unos sugestivos análisis del lenguaje y de la competencia lingüística como «técnicas corporales», refiriéndose a los estudios de Pierre Guiraud sobre «le style global des usages de la bouche». 144. Galimberti, Psiche e techne, cit., p. 93; cf. ibid., p. 94.

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acontecen en él mismo y en su entorno145. En este contexto resulta especialmente significativa la reflexión de Elias Canetti sobre el «cambio» como «metamorfosis» (Verwandlung)146. Este pensador judío opina que, en medio de un mundo situado bajo el imperio de lo económico y totalmente consagrado a la especialización, el ser humano (él lo concreta en el «escritor») ha de ser el «custodio de la metamorfosis». Para el animal, el «cambio» es el enemigo insuperable; para el hombre, por el contrario, las metamorfosis, si de verdad se halla implicado en un proceso de aprendizaje y contextualización, constituyen la auténtica posibilidad de salvación. Está claro que puede objetarse al pensamiento de Mauss, como miembro que es de la escuela durkheimiana, una cierta represión de lo que es personal a favor de una exaltación de la sociedad como organismo. Sin embargo, en cualquier caso, su reflexión sobre las técnicas corporales ayuda a entender mejor la indudable relación (a menudo, en evidente tensión) que mantiene el ser humano con el «nosotros comunitario». Tanto la supresión de lo individual como la de lo social provoca graves y profundos desajustes e, incluso, perversiones de la humanidad del hombre. El ejercicio del oficio de hombre o de mujer, mediante el adiestramiento del cuerpo, consiste justamente en el mantenimiento creador de esta tensión, que jamás podrá ser definitivamente «solucionada». En la actualidad, cuando con gravedad creciente se considera la crisis de la pedagogía «que, sin duda, es muy aguda y con imprevisibles consecuencias para el futuro de nuestra sociedad», de hecho se está hablando de la desestructuración e, incluso en algunos casos, de la destrucción total de las «técnicas del cuerpo» que, antaño, permitieron —ni que fuera muy imperfectamente— las transmisiones en todos los niveles de la vida cotidiana (sobre todo en la familia, la escuela, la ciudad y la religión)147. La ausencia o el deterioro de unas adecuadas técnicas corporales actúan negativamente en todo lo que lleva a cabo el ser humano en el ámbito del pensamiento, la acción y los sentimientos. Creemos que, en el momento presente, el tan frecuente y 145. Véase Galimberti, o.c., pp. 89-92. Según Gehlen, El hombre, cit., pp. 10-11, la fórmula de Nietzsche significa que no hay ninguna explicación convincente que diga lo que es el hombre y, en segundo lugar, que el hombre es «naturalmente» un ser inacabado. 146. Véase E. Canetti, «La profesión de escritor», en La conciencia de las palabras, México, Fondo de Cultura Económica, 21994, pp. 349-363; íd., Masa y poder, Barcelona, Galaxia Gutenberg, 2002. 147. Véase lo que exponemos en el apartado «Estructuras de acogida» y transmisiones.

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lamentable «fracaso escolar» se debe en gran medida —evidentemente, no de manera exclusiva— a la inoperancia en términos sociales y pedagógicos de las «técnicas corporales». Si realmente se deseara superar la actual crisis pedagógica de nuestra sociedad, especialmente en el ámbito escolar, sería imprescindibles recomponerlas, es decir, tendría que darse nueva vida a las formas concretas y cotidianas de escuchar, hablar, sentarse, relacionarse, andar, dialogar, etc., de padres, alumnos y maestros148. Es un dato incuestionable que los aprendizajes se hallan directamente relacionados con las técnicas corporales, las cuales permiten establecer correctas relaciones entre la interioridad y la exterioridad humanas. Sin unas determinadas técnicas del cuerpo no hay posibilidad de enseñar y aprender algo. El ser humano es, como manifiesta un reconocido aforismo de nuestra tradición, un espíritu encarnado, es decir, alguien que, para alcanzar la humanización, ha de armonizar y conjugar un principio corporal y un principio espiritual. Otro tema que aquí sólo insinuamos de manera sumamente esquemática es la relación entre la fractura de las «técnicas corporales» y el menosprecio. O, expresándolo de otra manera: la abolición del respeto como una de las consecuencias de la pérdida de vigencia de las «técnicas corporales»149. Alain Thomasset afirma: Cuando las sociedades tradicionales se hunden, y con ellas las jerarquías y los lugares sociales, los ritos codificados, los roles tradicionales y las verdades inmutables, también se desvanece el antiguo sentido del respeto. Con la Modernidad, aparece el individuo considerado en él mismo, el cual ya no se encuentra definido a partir de su lugar o de su función en el orden social150. 148. Creemos que, con frecuencia, la disolución de las «técnicas corporales» ya se inicia en la familia, en la que los padres, que también tienen la misión de educar corporalmente a sus hijos, se comportan a menudo como verdaderos «salvajes» (en el sentido más deshumanizador del vocablo). 149. El respeto es la consideración de la excelencia de alguna persona o de alguna cosa que nos conduce a comportarnos correctamente con ella. Resulta muy actual el artículo de J. Arènes «Le mépris comme un brouillard»: Christus, núm. 195, 2002, pp. 273-279. Este autor pone de manifiesto que el siglo XX ha sido el «siglo del menosprecio» porque ha sido el siglo que más profundamente ha experimentado la fascinación por la nada: «la nada como figura ontológica, pero también como paradigma del vacío depresivo, la nada insinuándose en las relaciones con la alteridad» (ibid., p. 276). En este contexto, es adecuado referirse a la conocida novela de Alberto Moravia El desprecio. 150. A. Thomasset, «Les metamorphoses du respect»: Christus, cit., p. 265. Todo ese número de la revista Christus está dedicado a la problemática en torno al respeto. No pueden olvidarse las sospechas, a menudo con toda la razón del mundo que, en la

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Hacer posible el reconocimiento del otro, por mediación de las distintas «técnicas corporales», es la finalidad de las transmisiones que tienen a su cargo las «estructuras de acogida». El respeto corrige desde dentro los excesos del sentimiento de simpatía, salvaguardando al otro, como escribe Ricoeur, de «las intrusiones de mi sensibilidad indiscreta». Y continúa así: «La simpatía toca y devora el corazón. El respeto mira de lejos». De esta manera revela la verdad de la simpatía protegiéndola de sus demonios familiares, es decir, de la tentación de tomar posesión del otro. La fractura de las «técnicas corporales» está acompañada por la pérdida de la referencialidad de los unos respecto a los otros, lo cual, en medio de un mundo marcado por un creciente individualismo (a menudo, francamente, compulsivo), provoca, casi necesariamente, una atmósfera de menosprecio (que no debe confundirse con el odio). Ahora bien, «y eso constituye una de las notas características de nuestro tiempo como tiempo de la depresión y la desconsideración», el menosprecio del otro acostumbra a ir precedido del menosprecio de uno mismo. En el fondo, en el ritmo vertiginoso del sujeto menospreciador de los otros, éste descubre en las honduras de su corazón «la mascarada del sujeto supuestamente autofundado» (Pierre Lagarde). 5.4.1. «Técnicas corporales» y ritualidad Una cuestión implícita, pero indudablemente de excepcional importancia en la reflexión de Marcel Mauss, es que la regularidad de los ritmos corporales es la matriz para la orientación del ser humano en su mundo. Esos ritmos pueden concretarse en torno de la amplia temática sobre el cuerpo humano y el ritual. Nunca debería olvidarse la enorme incidencia que posee la ritualidad en todo lo que se refiere a la relacionalidad humana y a la instalación del ser humano en su mundo (habitar)151. En el animal las regularidades de su comportamiento vienen garantizadas sobre todo por el instinto. En cambio, el ser humano, que basa los procesos de humanización en la transanimalidad, descubre la regularidad rítmica, a menudo de manera irregular y precaria, como constante en la reiteración de las acciones que ha de realizar. Por ejemplo, Carlo Sini ha indicado que la proyección en el Modernidad, ha provocado el respeto, sobre todo cuando se le ha confundido con la «obediencia acrítica» a cualquier forma de «legalidad» establecida por el poder de turno (cf. ibid., pp. 267-268). 151. Véase Galimberti, Psiche e techne, cit., pp. 93-94; y, sobre todo, Bell, o.c., esp. cap. V.

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mundo de las condiciones corporales del ser humano se refleja mediante una cadencia constante en la respiración y en los latidos del corazón152. Por eso no puede causar extrañeza que en las simbologías de la mayoría de culturas la respiración y el ritmo cardíaco, con un parecido notable con lo que, de hecho, lleva a cabo la acción ritual, ocupen un lugar preeminente. «La regularidad del ritmo corporal produce una orientación en el mundo que va en busca de regularidades»153. Ni que sea de forma alusiva, en todas las culturas humanas la fuerza desorganizadora y aniquiladora del caos, que constituye una constante amenaza, se domina, siempre de forma provisional, mediante el retorno periódico al kosmos, al ritmo, al orden, a la belleza. Consciente o inconscientemente, la ritualidad es un aspecto imprescindible de todas las actividades humanas, incluso de las realizadas al margen o en contra de las normativas y costumbres de una determinada sociedad154. La razón de ello es que, en la multiplicidad de intervenciones sobre la realidad que lleva a cabo el ser humano, hay, implícita o explícitamente, una «praxis de dominación de la contingencia», es decir, de recurso a lo conocido para oponerse a las incertidumbres, a los horrores (reales o imaginarios) y a la angustia ante lo desconocido e imprevisible. La ritmicidad propia de la cultualidad nos introduce (puede introducirnos) en un ámbito de seguridades cordiales, de bases firmes, ante la inconsistencia de cualquier tiempo presente y de relaciones humanas que ya han mostrado su eficacia sanadora en nuestra historia personal y colectiva. Junto a los aspectos positivos de la ritualidad que acabamos de esbozar, no puede ignorarse la presencia inquietante y perturbadora de otros, que también se muestran activos en nuestra existencia. Michel Foucault fue el primero que puso en correlación los diversos «rituales» de la disciplina penal con las «economías del poder» y la «construcción» de la persona humana155. Este autor cree que, en sentido moderno, el cuerpo emergió en las últimas décadas del siglo XVII como aquel escenario sobre el que la gran mayoría de las praxis sociales mostraban indiscutiblemente su vinculación y sujeción al poder. Fue entonces cuando empezaron a implantarse los «rituales del 152. Véase C. Sini, L’incanto del ritmo, Milano, Tranchida, 1993. 153. Galimberti, o.c., p. 93. Este autor manifiesta que «los dioses han sido inventados no tanto para explicar los fenómenos naturales como para justificar las excepciones de su regularidad [de los fenómenos naturales], casi como un intento extremo para incluir en lo que es regular lo que es excepcional» (ibid.). 154. Véase Bell, o.c., pp. 70-72. 155. Véase M. Foucault, Vigilar y castigar. Nacimiento de la prisión, Madrid, Siglo XXI, 281998.

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poder», los cuales son el fundamento de una «tecnología del cuerpo». Como medio para la escenificación del poder, el cuerpo humano empieza entonces a relacionarse con una nueva racionalidad política que se encuentra enraizada en el «biopoder», por utilizar una expresión de ese pensador francés156. Según la opinión de Foucault, la emergencia histórica del cuerpo ayudó a constituir un nuevo nivel de análisis, desconocido en el pasado, que se situaba entre la biología y los vehículos institucionales encargados de administrar las medidas coercitivas y punitivas de la nueva sociedad. Al mismo tiempo, para lograr una forma u otra de «legitimación científica», se impulsó el desarrollo de las ciencias humanas como reflejos y productos típicos de la nueva racionalidad que empezaba a imponerse en la cultura occidental157. La teoría de la construcción ritual del cuerpo propuesta por Foucault y, con algunas correcciones, la diseñada por Pierre Bourdieu poseen un gran interés para el análisis del cuerpo en la Modernidad, pero no hay duda de que, como lo manifiesta Bell, han derivado desde una discusión sobre las prácticas sociales a una discusión en torno a los rituales sin profundizar demasiado en el análisis de las relaciones de las prácticas rituales con las prácticas sociales en general158. Esta autora manifiesta que «la dinámica implícita y la finalidad de la ritualización es la producción de un ‘cuerpo ritualizado’. De hecho, un cuerpo ritualizado es un cuerpo investido con un ‘sentido’ del ritual»159. Debe añadirse que este «sentido» no es una cuestión que pueda incluirse en el ámbito del llamado conocimiento autoconsciente ni de ninguna regla explícita del ritual, sino que es una «disposición implícita cultivada». Aludiendo a la reflexión de Bourdieu sobre el 156. Sobre el «biopoder», cf. M. Foucault, La voluntad de saber. Historia de la sexualidad 1, Madrid, Siglo XXI, 261998, pp. 163-176. Una interesante actualización de este pensamiento la ofrece G. Agamben, Homo sacer. El poder soberano y la nuda vida, Valencia, Pre-Textos, 1998. En general, la obra de Agamben es un intento encaminado a poner en relación el pensamiento de Foucault con el de Hannah Arendt a partir de la cuestión del «biopoder». La conclusión a la que llega Agamben es que el «campo de exterminio se convierte en el paradigma biopolítico de la Modernidad (véase Duch, Armes espirituals i materials: Religió, cit., pp. 73-136). 157. Creemos que, además del factor indicado por Foucault, en la implantación de las ciencias humanas intervinieron otros factores (véase Duch, Armes espirituals i materials: Religió, cit., passim). 158. Véase Bell, o.c., p. 98. Sobre el pensamiento de Bourdieu en torno a esta temática, cf. lo que apuntamos en el apartado «Estructuras de acogida y transmisiones» en este mismo capítulo. 159. Sobre el sentido y alcance que Catherine Bell otorga al término «ritualización», cf. Bell, o.c., pp. 88-93.

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habitus, Bell manifiesta que la ritualización produce el cuerpo ritualizado mediante la interacción, sobre todo de carácter simbólico, del cuerpo con un entorno social ya estructurado y que posee (y se le reconoce) una capacidad estructuradora. De ahí que, a través de series de movimientos físicos, espacial y temporalmente, las prácticas rituales permitan la construcción de un entorno organizado y clasificado de acuerdo con los esquematismos socialmente sancionados en una determinada sociedad, que dejan su impronta, con rasgos positivos y negativos al mismo tiempo, en la carne de los cuerpos de los miembros de la sociedad160. Por eso mismo, el cuerpo humano siempre está condicionado por el hecho de que ha de responder a su entorno ya estructurado de una determinada manera que, en el fondo, constituye una secuencia ritual. De ahí que pueda afirmarse que «es a partir de un contexto histórico y ético específico que el individuo hace derivar las posibilidades expresivas de su cuerpo»161. La consecuencia que extrae Catherine Bell de todo eso es que «la ritualización como producción de un agente ritualizado por la vía de la interacción de un cuerpo con un entorno estructurado y estructurador siempre tiene lugar en el interior de una situación sociocultural amplia e inmediata»162. Las «técnicas del cuerpo» basan su eficacia en el hecho de que el ser humano es estructuralmente un ser rítmico, que casi siempre se comunica mediante secuencias rituales. Hace ya algunos años, Mary Douglas apuntaba que, «primordialmente, el ritual es una forma de comunicación» compuesta por actos culturalmente normales que se han convertido en distintivos a causa de que han derivado hacia unas funciones especiales con una eficacia extranormal (mágica)163. Ahora bien, la «ritmicidad cultual» que es propia de cada ser humano no es un «atributo» genérico, sino que se muestra activa y se expresa en un contexto histórico peculiar164. Porque, en último término y contra lo que a menudo se cree, no ha de olvidarse que el orden social no se mantiene mediante la ley, sino por mediación del ritual165.

160. Véase Bell, o.c., pp. 98-99. El estudio de Sennett Carne y piedra, cit., passim, es una excelente ejemplificación de lo que hemos apuntado en el texto. 161. J. Blacking, cit. Bell, o.c., p. 100. 162. Bell, o.c., p. 100; cf. ibid., pp. 107-108. 163. Douglas, Símbolos naturales, cit., pp. 41, 90, 135. 164. Véase lo que decimos en el apartado siguiente sobre «el cuerpo situado». 165. Véase Bell, o.c., p. 195.

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5.5. EL «CUERPO SITUADO»

El ser humano siempre se encuentra situado166. Nunca puede eludir la «condición adverbial» como expresión concreta y práctica de la espaciotemporalidad que es coextensiva a su corporeidad167. La situación es la base ineludible, sobre y a partir de la cual pensamos, sentimos, vivimos, actuamos, nos relacionamos y nos experimentamos a nosotros mismos como «espíritus encarnados». Del mundo que nos rodea, siempre tenemos una experiencia de unas situaciones histórica y culturalmente determinadas (edad, sexo, formación, pasado, etc.), las cuales, en cada momento de mi periplo vital, configuran «mi» situación actual. No resulta posible leer e interpretar las dimensiones del «yo» al margen del cúmulo de situaciones en las que, día a día, va encontrándose «situado». Eso significa que la situación «en general» o «en abstracto» jamás puede existir168. Por su parte y en relación con la «condición adverbial» del ser humano (entendida sobre todo en términos de «identidad»), Charles Taylor ha escrito: Yo defino quién soy al definir el sitio desde donde hablo, sea en el árbol genealógico, en el espacio social, en la geografía de los estatus y las funciones sociales, en mis relaciones íntimas con aquellos a quienes amo, y también, esencialmente, en el espacio de la orientación moral y espiritual dentro de la cual existen mis relaciones definidoras más importantes169.

Debe añadirse que la situación no es algo exterior a mí, ajeno a mi presencia en el mundo, sino que se trata de alguna cosa que, de arriba abajo, interior y exteriormente, atañe a todas y cada una de las parcelas de mi ser, precede, determina y sigue a todos mis comportamientos y decisiones. Porque no existe alguna cosa parecida a un «yo puro», nunca tengo acceso inmediato a mí mismo, sino que siempre lo hago a partir de la situación en la que me encuentro en un determinado momento de mi periplo existencial. La llamada «autoconciencia» sólo puede adquirirse en y a partir de las situaciones en las que, a 166. Véase Rombach, El hombre humanizado, cit., pp. 135-325. Sobre el rico pensamiento antropológico de Rombach, cf. G. Stenger y M. Röhrig (eds.), Philosophie der Struktur. «Fahrzeug» der Zukunft?, Freiburg/München, Karl Alber, 1995. 167. La expresión «condición adverbial» del ser humano nos la sugirió la afirmación de Levinas «El cuerpo aparece más bien como un verbo que como un sustantivo». Sobre esta problemática, cf. Duch, La substància de l’efímer, cit., pp. 217-244. 168. Véase Rombach, o.c., pp. 138-139. 169. C. Taylor, Fuentes del yo. La construcción de la identidad moderna, Barcelona/Buenos Aires/México, Paidós, p. 51; cf. ibid., pp. 52-57.

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gusto o a disgusto, se halla situado el ser humano170. Separar analíticamente el «yo» de las situaciones puede ser una operación filosóficamente posible; sin embargo, desde una óptica antropológica, constituye una inmensa aberración, un sin sentido flagrante porque, de hecho, se trata siempre de dos términos no sólo autorreferidos, sino propiamente «fundidos» en los diferentes momentos de la biografía de las personas y de sus trayectos a través del espacio y del tiempo. De acuerdo con la opinión de Heinrich Rombach, lo que llamamos «cuerpo» (Leib) es simplemente una situación171. En cada momento, el cuerpo me es dado en la forma de ser de la situación. Que el propio cuerpo sea situación significa que sin cesar permanece sometido, por un lado, a la necesidad de un proceso de constitución y, por el otro, a un permanente trabajo de interpretación172. El hecho de que el cuerpo sea interpretación comporta que no puede ser reducido a su mera estructura biológica, sino que es preciso realizar en él, con él y a través de él un trabajo paciente que durará toda la vida y que, día a día, me permitirá irlo comprendiendo como mi cuerpo. Es a partir de aquí como, paulatinamente, se irán manifestando mi identidad (o, tal vez aún mejor, mi identificación), mi situación social y las restantes determinaciones que, para bien y para mal, configuran mi existencia individual y colectiva173. Debe tenerse en cuenta que la identidad del ser humano —sería más adecuado hablar de «procesos de identificación»— «se constituye» en la situación. Ahora bien, de la misma manera que la situación posee una pluralidad de gradaciones, también las tiene la identidad de cada persona concreta174. Resumiendo: el cuerpo como situación que ha de ser construida e interpretada me permite recorrer mi propio camino por las sendas —a menudo peligrosos «caminos de bosque»— de mi trayecto biográfico. El cuerpo humano no es, con palabras de Rombach, un «dato masivo» (massive Gegebenheit), indemne a las metamorfosis que tienen lugar en él y en su entorno, sino que es, con toda propiedad, una «situación viva» (lebendige Situation)175. Como entidad organizativa e 170. Véase Rombach, o.c., pp. 140-141. 171. Véase ibid., pp. 288-318. 172. Sobre el cuerpo como artefacto interpretativo, cf. Rombach, o.c., pp. 294296, en donde este pensador desarrolla una reflexión de gran finura y calado. 173. «La relación entre la identidad como yo y la identidad como nosotros que posee cada persona singular no se establece de una vez para siempre, sino que se halla sometida a transformaciones muy específicas» (N. Elias, La sociedad de los individuos, Barcelona, Península, 2000, p. 14). 174. Véase Rombach, o.c., pp. 244-245. 175. Ibid., pp. 295-298.

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interpretativa, el cuerpo humano, siempre en la provisionalidad, ha de esforzarse por armonizar los fragmentos dispersos y, a menudo, irreconciliables entre sí de nuestra existencia. Eso implica que, porque es imposible vivir sin rememoración y anticipación, ha de buscar incansablemente vínculos entre la interioridad y la exterioridad. De esa manera será factible la contextualización de lo que nos viene del pasado y de lo que, entre la duda y la confianza, conjeturamos del futuro. En última instancia: sin cesar, ha de afanarse para establecer «praxis de dominación de la contingencia». El hecho de que el cuerpo humano se encuentre siempre situado tiene como correlato lógico que el ser humano, a través de su cuerpo, sin interrupción se halla expuesto a la contingencia, o tal vez fuera más adecuado afirmar que «situación» y «contingencia» son términos intercambiables entre sí, que expresan el estatuto del cuerpo de un ser finito que, sin embargo, posee deseos y esperanzas de infinitud. No debería olvidarse que, en medio de las situaciones de todo tipo que «in-corpora» el cuerpo humano, es donde se muestra que la contingencia constituye el «estado natural» del ser humano. Porque sin interrupción se mueve de situación en situación, resulta obvio que el cuerpo humano, con toda propiedad, es un «organismo de organismos». De ahí resulta que, si pensásemos y actuásemos con cierto rigor, nunca deberíamos hablar genéricamente del cuerpo o del yo, ya que tanto el uno como el otro se constituyen mediante procesos de identificación en esta o en aquella situación, a partir de «pasados» familiares, grupales y personales muy diferentes y con expectativas de futuro también muy diferenciadas. Rombach escribe que, «tal como se debe tomar el cuerpo como situación, también debe tomarse la situación como cuerpo»176. Cada situación con la que nos identificamos aparece, de una manera u otra, como cuerpo: reaccionamos ante ella como tal, la percibimos como tal, la soportamos como tal. De ahí que no sea posible una mera comprensión substancialista y prefijada de antemano de las grandes realidades antropológicas: desde el nacimiento hasta la muerte, no sólo «nos movemos» incansablemente de situación en situación, sino que, en un perpetuum mobile, nos convertimos, en la medida en que las interpretamos, en esta o en aquella situación. En cada instante de nuestra existencia, 176. Ibid., p. 298. «El cuerpo no es ‘dado’ ni tampoco ‘entregado’; el cuerpo ‘es’ aquello a lo que todo lo que se da le es dado. Sólo cuando se ve esta identificación se puede comprender que, puesto que la identificación es posible con todos los círculos situacionales, todos los círculos situacionales pueden ser ‘cuerpo’ para mí de una manera auténtica. Sólo así puede empezar una fenomenología de la corporalidad» (ibid., p. 302, nota 61).

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somos lo que somos capaces de expresar mediante el pensamiento, la acción y los sentimientos. Es en este contexto donde muestra su extraordinaria importancia antropológica la relacionalidad. En las variadísimas peripecias de nuestra existencia cotidiana, mediante los circuitos relacionales que establecemos con nosotros mismos, con los otros, con la naturaleza y con Dios, concretamos aquí y ahora la situación de nuestro cuerpo, nos colocamos relativamente, es decir, relacionalmente, en nuestro mundo cotidiano. Nunca podemos dejar de ser, positiva y negativamente, referencia a. Por eso la irreemplazable función de la simbolización en todas las etapas del trayecto humano. Hablando con propiedad, ella es el motor incansable del perpetuo movimiento interrogativo y responsorial de nuestro cuerpo a causa justamente de la inaceptabilidad del mundo tal como, aquí y ahora, se nos presenta ante los ojos. De esta manera podemos diseñar no sólo la posición de nuestro propio cuerpo respondiendo así a la pregunta: aquí y ahora, ¿quién soy yo?, sino que, en ese mismo movimiento responsorial, también respondemos a la «pregunta-respuesta»: ¿quién es el otro para mí? Y tenemos que responder en términos de relación concreta (aceptación o rechazo) a su «presencia-pregunta» en un mundo que debería ser compartido y cohabitado, pero que, por desgracia, con harta frecuencia, pretendemos, competitiva y compulsivamente, que nos sea exclusivo y privado. La reflexión de Rombach sobre el cuerpo humano es particularmente interesante sobre todo en relación con el yo y su identificación177. En realidad, debe hablarse de una multiplicidad de yos y de una multiplicidad de identidades, lo cual pone de manifiesto que en cada ser humano, en cada cuerpo humano, se reúne una multipersonalidad. En la variedad de espacios y tiempos, la persona ha de «ganar» la identidad que corresponde a la variedad de situaciones en las que se encuentra ubicado178. En realidad, el yo se constituye en y a través de las situaciones que lo «visitan» y que él mismo «va visitando». El Ulises de James Joyce ofrece una excelente ejemplificación literaria de este hecho. Por ningún lado se presenta al actor o «sujeto» 177. Véase especialmente ibid., pp. 239-306. 178. Rombach ejemplifica todo eso mediante el mito de Ulises en su retorno a Ítaca. La situación final (Ítaca) siempre se mantiene como horizonte del héroe, pero mientras tanto se dan una serie de situaciones y de identificaciones intermedias, las cuales, justamente a causa de su carácter de mediación, permitirán que, finalmente, llegue a la patria deseada. De alguna manera, la «situación lejana» se encuentra condicionada por las «situaciones próximas» que, en cada aquí y ahora, van situando el cuerpo de Ulises (cf. ibid., pp. 245-246).

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de las vivencias y acciones de la novela, que «resulta» a partir de las descripciones de las distintas situaciones por las que atraviesa. Eso significa que el lector, mediante su «acto lector» a través del laberinto físico y mental de Dublín, va constituyéndose en el «constructor» del personaje central de la novela. El lector no comprende lo que piensa y hace el protagonista, sino que él mismo lo piensa y lo hace por el hecho de que la persona del protagonista es exactamente el punto de confluencia y concentración de las diferentes situaciones (y las consiguientes identificaciones) por las que va pasando en su «periplo situacional» dublinés179. A partir del proceso de «situaciones identificatorias» que propone, la reflexión sobre el cuerpo humano de Rombach nos parece muy sugestiva, sobre todo porque subraya intensamente la importancia del contexto humano como aquella movilidad que es necesario no sólo constituir, sino también expresar, traducir e interpretar. Este pensador se toma seriamente la existencia humana como trayecto histórico, el cual jamás puede ser «capturado» ni expresado por ningún pensamiento de carácter esencialista y apriorístico, formulado desde unos «grandes principios», reductor de la singularidad de cada mujer y de cada hombre a la falacia de unas «ideas claras y distintas» que, a causa de su misma generalización y abstracción, no pertenecen a ningún rostro humano de carne y hueso. Sólo nos permitimos apuntar que Rombach, en su interpretación del cuerpo humano (por otro lado, tan innovadora y atractiva), no otorga suficiente consistencia a las continuidades, es decir, a aquel «sustrato» que hace posibles los cambios y el incesante carrusel de situaciones en que se halla implicado el ser humano. En este sentido, la referencia a las «técnicas del cuerpo» en lo que tienen de «tradicional», tal como las proponía Marcel Mauss, puede constituir un correctivo imprescindible para la descripción e interpretación del cuerpo humano tal como lo presenta Heinrich Rombach180. En el momento presente, por obra y gracia de las diversas formas de virtualidad y comunicación total, la situación del cuerpo humano (su espaciotemporalidad característica) experimenta mutaciones que podemos cualificar de radicales. El cuerpo humano nunca habita el mundo, sino exclusivamente un ámbito geográficamente limitado, físicamente condicionado y culturalmente restringido. Por eso, desde Platón hasta nuestros días, todas las instancias antiguas y modernas 179. Véase ibid., pp. 247-248. 180. Creemos que lo que venimos diciendo quedará más claro en el apartado dedicado al cuerpo y las «estructuras de acogida».

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que han propuesto un tipo u otro de «tras-cendencia» han menospreciado el cuerpo y sus límites, han intentado superar las fronteras de su espaciotemporalidad por mediación de una forma u otra de gnosis. Si, en los siglos pasados, se inmolaba, martirizaba el cuerpo a causa de «lo espiritual», ahora, a menudo, sorprendentemente se hace a causa de «lo virtual». «El ciberespacio quizá se convertirá un día en el paraíso gnóstico de un mundo sin cuerpo y sin límites»181. Tanto en un caso como en el otro, se ponen de relieve las dificultades de los humanos para admitir las condiciones impuestas (la «situación» en términos de Rombach) por el hecho de que disponemos tan sólo de una determinada cantidad de espacio y de tiempo182. Como ya lo hemos expuesto en otros escritos, antropológicamente hablando y ante los cambios profundos que tienen lugar en nuestra sociedad, la gran cuestión que hoy tendríamos que replantear es la de la insuperable constitución espaciotemporal del ser humano, es decir, del cuerpo humano183. La calidad del espacio y del tiempo humanos no sólo es un factor determinante en la existencia de los hombres y mujeres concretos, sino que, además, en cada aquí y ahora, interviene decisivamente para alcanzar, evidentemente en la provisionalidad, la respuesta al interrogante antropológico por antonomasia: ¿Quién soy (voy siendo) aquí y ahora?

5.6. EL CUERPO Y LAS «ESTRUCTURAS DE ACOGIDA»

En el volumen introductorio de esta Antropología de la vida cotidiana ya expusimos los aspectos más importantes relacionados con las «estructuras de acogida»184. Ahora, tomando como punto de partida aquella exposición y la presentación que hemos llevado a cabo de las «técnicas corporales» (Mauss) y del «cuerpo situado» (Rombach), nos referiremos brevemente a algunos aspectos de las relaciones entre el cuerpo y las «estructuras de acogida». Esta temática nos parece singularmente interesante porque permite establecer un diagnóstico bastante fiable de la situación de nuestra sociedad y, de manera aún más explícita, del estado en que se encuentran la familia y la escuela como entidades eminentemente transmisoras.

181. Le Breton, L’Adieu au corps, cit., p. 152. 182. Véase Galimberti, Orme del sacro, cit., pp. 207-211. Sobre el «cuerpo supernumerario» del ciberespacio, cf. Le Breton, o.c., pp. 139-159. 183. Véase Duch, «Cultura i societat tecnológica. l’Espai i el Temps», en La substància de l’efímer, cit., pp. 226-241. 184. Véase Duch, Antropología de la vida cotidiana, cit., pp. 11-34.

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5.6.1. «Estructuras de acogida» y transmisiones Es un dato evidente que las «estructuras de acogida» acogen en la medida que transmiten, ya que la comunicación —que es necesario diferenciar de la mera «información» y que incluye en un mismo movimiento la comunión y la comunidad— constituye el centro neurálgico de las auténticas transmisiones. Eso significa que, básicamente, las «estructuras de acogida» son configuraciones pedagógicas (educativas) que posibilitan (deberían posibilitar) el paso progresivo de la «aculturalidad» y del mutismo propios del infans al despliegue de su capacidad de empalabrar la realidad. Expresándolo de otra manera: las «estructuras de acogida» tienen como misión fundamental que el ser humano llegue a ser apto para instalarse armónicamente —siempre de manera provisional y en constante proceso de contextualización— en la espaciotemporalidad que le es propia. Para llevar a cabo esta misión, las «estructuras de acogida» tienen que facilitar que el hombre o la mujer concretos, en todos los momentos de sus trayectos biográficos, puedan establecer un sano equilibrio, por otro lado, siempre inestable entre diversos términos «lógicamente» irreconciliables entre sí como, por ejemplo, interioridad y exterioridad, mythos y logos, lo masculino y lo femenino, imagen y concepto, afecto y efecto, etc. En eso consiste el «arte de habitar» que, en sus rasgos más característicos, es el despliegue, en cada aquí y ahora, de la constitución espaciotemporal de los humanos, dando lugar entonces a su progresiva humanización, es decir, al correcto ejercicio del «oficio de hombre o de mujer». En sentido estricto, el hombre es el único ser de la creación que posee, si recibe y acoge las transmisiones adecuadas para hacerlo, la capacidad de habitar, es decir, el don de establecer, en espacios y tiempos comunicativamente configurados, vínculos afectivos y efectivos de comunión y comunicación con él mismo, con los otros, con la naturaleza y con Dios. De hecho el «arte de habitar» no es sino la forma genuina de presencia de la vida humana en esta tierra, la cual se resume en la empresa humanizadora que mujeres y hombres deberían llevar a cabo como cuerpos que han aprendido a transformar la limitada cantidad de espacio y de tiempo de que disponen en tiempos y espacios de la solidaridad, la misericordia, la fruición estética, la capacidad para el humor, la responsabilidad y el gozo corporal185. De ahí se sigue que las relaciones 185. En la experiencia cotidiana del arte de habitar se halla implícitamente el convencimiento de que hay futuro, porque «nuestra parte humana consiste en mantener siempre abierto el futuro y admitir nuevas posibilidades» (Gadamer, El estado oculto de la salud, cit., p. 98).

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entre el cuerpo y la casa posean una íntima y decisiva correlación: el cuerpo es una casa, y la casa, un cuerpo186. Unas adecuadas relaciones entre el cuerpo y la casa son imprescindibles para el mantenimiento de la salud física, psíquica y espiritual del ser humano187. Son, además, determinantes para que el «estar-aquí» de la mujer y del hombre concretos sea de verdad un habitar mediante la comunicación, la comunión y la comunidad, las cuales son factores indispensables para la constitución del habitar humano en el sentido antropológico fuerte del término. Resulta harto evidente que la actual destrucción del medio natural que se experimenta, casi sin excepciones, en todo el planeta incide muy negativamente en la desestructuración del cuerpo humano: el entorno natural ya no remite a un kosmos de armonía y belleza, sino que, propiamente, se ha convertido en la imagen inquietante del caos; de un caos que resulta amenazador y «caotizador» de la misma corporeidad humana porque no sólo facilita, sino que positivamente promueve la incomunicación, es decir, sirve de válvula de escape a la violencia con todas las posibles «estrategias del mal» que siempre comporta. En efecto, a la «caotización» del entorno natural corresponde la «caotización» de la espaciotemporalidad del ser humano («desestructuración simbólica») porque, de una manera u otra y sean las que sean las correspondencias entre microcosmos y macrocosmos, el hombre ha sido, es y será siempre un ser que vive, siente y actúa a partir de parábolas y correspondencias entre él mismo y el entorno macrocósmico que le rodea. Entre otras muchas cosas, la actual crisis ecológica es un grito de alarma ante el posible trastrocamiento e, incluso, destrucción del cuerpo humano en medio de una sociedad que ha aplicado hasta el paroxismo el mortal esquema economicista —también aplicado al cuerpo humano— de la «oferta y la demanda». Tanto si por «sentido» se entiende la orientación intencional como la significación, no hay duda de que el cuerpo humano siempre se halla en el centro de la articulación entre lo sensible y el sentido. Rodeado por el «mundo de la palabra», el cuerpo recibe significaciones que resuenan en el «silencio de la carne» (Vasse). Ahora bien, al mismo tiempo no puede olvidarse que el mismo cuerpo es un «emisor» de sentido, lo cual significa que, interpretando sin cesar las 186. Véase sobre este tema X. Lacroix, «‘L’Acte d’habiter’: Loger ou habiter?»: Cahiers de l’Institut Catholique de Lyon 20 (1988), pp. 15-22. 187. Es evidente que aquí deberíamos referirnos a las nefastas consecuencias que se derivan de la destrucción del espacio y de la inhabitabilidad de la vivienda para la presencia corporal del ser humano en su mundo cotidiano.

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sensaciones que provienen del exterior, éstas se convierten en mensajes, articulaciones psíquicas, entendiendo por «psiquismo» el poder de interpretación que es coextensivo al cuerpo humano188. De una manera u otra, el sentido, que siempre es una forma de relación, es el efecto (a menudo también el afecto) de la «legibilidad» teo-antropocósmica que los «sentidos» ofrecen al cuerpo humano. Bellamente, Italo Calvino expresa la «legibilidad del mundo» que llevan a cabo los sentidos corporales del ser humano: Tu cuerpo está sometido a una lectura sistemática [...] No sólo el cuerpo es objeto de lectura en ti; el cuerpo cuenta como parte de un conjunto de elementos complicados, no todos visibles, pero que se manifiestan en acontecimientos visibles e inmediatos; la nubosidad de tus ojos, tu sonrisa, las palabras que dices, la manera de recoger y esparcir los cabellos, la forma de tomar la iniciativa y de abandonarla, y todas las señales que están en el límite entre ti y los usos, las costumbres, la memoria, la prehistoria y la moda, todos los códigos, todos los pobres alfabetos a través de los cuales un ser humano cree en ciertos momentos leer a otro ser humano189.

Hace ya algunos años, Pierre Bourdieu señalaba que el trabajo pedagógico tenía como función primordial la sustitución del «cuerpo salvaje» y, muy particularmente, del «eros asocial» que demanda satisfacción al margen de cualquier ritmo y de cualquier normatividad, por un «cuerpo habituado» (habitué), es decir, temporal y espacialmente estructurado y orientado190. Por otro lado y desde su óptica intelectual, Niklas Luhmann afirma que «el entorno especifica el comportamiento del cuerpo, porque el entorno se encuentra especificado»191. A 188. Véase Lacroix, Le corps de chair, cit., p. 127. 189. I. Calvino, Si una nit d’hivern un viatger, Barcelona, Ed. 62, 1987, p. 132. Queremos subrayar la cuestión del sentido como relacionalidad, ya que es así como comprendemos al ser humano. El sentido no es una «cosa», sino que, por encima de todo, es relación, la forma de relación que es inherente a la condición humana en un momento histórico y biográfico determinado. 190. Véase P. Bourdieu, Esquisse d’une théorie de la pratique, cit., pp. 196-197; íd., Choses dites, Paris, Minuit, 1987, pp. 94-105 («La codification»). Sobre el pensamiento de este autor, cf. D. Martuccelli, Sociologie de la modernité. L’itinéraire du XXe siècle, Paris, Gallimard, 1999, pp. 109-141; J. López Santamaría, «In memoriam. Pierre Bourdieu o la sociología de combate»: Estudios Filosóficos 51 (2002), pp. 287-293. 191. Luhmann, Sistemas sociales, cit., p. 228. Este autor pone de relieve que la especificación respecto al entorno no es suficiente cuando surgen niveles más elevados de la formación de sistemas. Con su finura habitual, Hugo von Hofmannsthal afirmaba que «las maneras [técnicas corporales] tienen un doble fundamento: mostrar a los otros toda la atención sin abrumarse uno mismo».

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pesar de las innegables diferencias intelectuales entre estos dos pensadores, creemos que ambos por igual buscan la socialización de la fisiología «transformando los acontecimientos fisiológicos en acontecimientos simbólicos»192. El término habitus posee un papel central en el pensamiento de Bourdieu, ya que es el mecanismo que permite que los cuerpos individuales se orienten a través del cuerpo social, superando así el carácter disyuntivo del objetivismo y del subjetivismo193. En efecto, el habitus permite la articulación de lo individual y lo social, es decir, posibilita la coimplicación de las estructuras internas de la subjetividad y de las estructuras sociales externas194. En la obra de Bourdieu el habitus es una cualidad que no determina al sujeto en sí mismo, sino en los otros sujetos. A causa de su finalidad práctica y estratégica, puede ser considerado como un esquema de percepción, apreciación y acción que se halla inscrito en el cuerpo como consecuencia de sus experiencias pasadas. De esta manera, el cuerpo humano —porque es un «cuerpo habituado»— adquiere la capacidad para producir actos de conocimiento práctico o, lo que viene a ser lo mismo, un sistema (duradero) de esquemas de producción de prácticas simbólicas, el cual es, al mismo tiempo, un sistema apto para la percepción y apropia192. En su estudio Pureza y peligro. Un análisis de los conceptos de contaminación y tabú, Madrid, Siglo XXI, 1973, M. Douglas ofrece un buen ejemplo, sobre todo a partir de los conceptos «contaminación» y «tabú», de los procesos de simbolización social de la fisiología humana. Esta misma investigadora en el estudio Símbolos naturales, cit., esp. cap. IX, también subraya las coimplicaciones afectivas y efectivas de lo fisiológico y de lo simbólico. En la obra de Mary Douglas el cuerpo humano es una fuente muy importante de metáforas sobre la organización y la desorganización de la sociedad. Los cuerpos desorganizados —por ejemplo, en los ataques de la magia contra el cuerpo— son manifestaciones de la desorganización social (cf. Turner, o.c., pp. 26-27). 193. Bourdieu utiliza el término «cultura» con poca frecuencia. Cuando trata de la cultura en sentido antropológico acostumbra a usar el término habitus, que indica un sistema de disposiciones durables y móviles; principio generador y organizador de prácticas y representaciones, que pueden ser adoptadas objetivamente sin que, con necesidad, se imponga la conciencia reflexiva de los individuos (véase D. Cuche, La notion de culture dans les sciences sociales, Paris, La Découverte, 1996, pp. 81-82; Entwistle, o.c., pp. 54-57). 194. Véase Martuccelli, o.c., pp. 118-122. Según Entwistle, o.c., p. 55, «Bourdieu proporciona un análisis más complejo y matizado del cuerpo que Foucault, cuyo ‘cuerpo pasivo’ está inscrito en el poder y es una consecuencia del mismo. El potencial del habitus como concepto para pensar desde la óptica de la corporeidad es que proporciona un vínculo entre el individuo y lo social: el modo en que llegamos a vivir en nuestros cuerpos está estructurado por nuestra posición social en el mundo, pero estas estructuras son reproducidas únicamente mediante las acciones materializadas de los individuos. Una vez adquirido el habitus, éste permite la generación de prácticas que siempre se pueden adaptar a las condiciones en las que se encuentra».

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ción de prácticas. Por eso mismo, el habitus consiste en la incorporación de un espacio social estructurado gracias al cual la historia y la acción de cada agente no es sino una especificación de la historia y de las estructuras colectivas de clase195. Debe tenerse en cuenta que, por encima de todo, el sentido de la práctica es la aptitud para moverse, actuar y orientarse de acuerdo con la disposición que el cuerpo de cada sujeto humano ocupa en el espacio social; es decir, el habitus implica en y por el mismo la idea de «posicionamiento social». Eso significa que este término, en el sistema de Bourdieu, pone de manifiesto la idea de un acuerdo preestablecido entre las esperanzas subjetivas y las posibilidades objetivas de individuos y grupos humanos. Gracias al habitus, el mundo social no se presenta como un caos informe, sino como un cosmos habitado y habituado. Normalmente, junto a este concepto aparece el de campo, que instituye, a nivel individual y colectivo, una gama de interacciones múltiples entre los actores sociales. Ambos conceptos, por tanto, expresan los modos de existencia de los seres humanos: el campo se refiere a lo social, mientras que el habitus alude a la acción individual. Tal vez podría afirmarse que, porque se da la coimplicación entre el habitus y el campo, el habitar y la habitación, como interacción de lo psicológico y de lo sociológico, diseñan la forma específica de presencia en el mundo del ser humano; un habitar y una habitación que también revelan el salto cualitativo que hay entre el animal y el hombre. Norbert Elias señaló que «el conjunto de modelos de autorregulación social que el ser humano particular ha de aprender y desarrollar dentro de sí mismo durante su formación como individuo único es específico de cada generación y, por tanto, en un sentido más amplio, es específico de cada sociedad»196. En el entramado de la vida cotidiana, la habitud, «hasta cierto punto como el inconsciente freudiano» (Bourdieu), hace posible que, en el marco de un espacio y tiempo concretos, el cuerpo adquiera y administre un determinado «capital cultural», el cual se expresa por mediación de las diferentes praxis corporales como exteriorizaciones en constante tensión dialéctica con el propio agente humano en tanto que sin cesar bascula entre interioridad y exterioridad. En relación con los pequeños detalles del comportamiento cotidiano de hombres y mujeres, Bourdieu señala que las sociedades «tratan el cuerpo como una memoria», es decir, como una «praxis mnemotécnica», que se actualiza por mediación de «la persuasión clandestina de una pedagogía implícita, capaz de inculcar toda 195. Véase Martuccelli, o.c., p. 120. 196. Elias, La sociedad de los individuos, cit., p. 12.

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una cosmología, una ética, una metafísica, una política a través de injunciones tan insignificantes como ‘¡ponte bien derecho!’ o ‘¡no cojas el cuchillo con la mano izquierda!’»197 El cuerpo humano es un cuerpo habituado, es decir, regularizado de acuerdo con los parámetros socioculturales y con la «racionalidad» que tienen vigencia en una determinada sociedad, los cuales han sido transmitidos por las «estructuras de acogida». «La armonización objetiva de los hábitos de grupo o clase es lo que hace posible que las prácticas puedan ser objetivamente acordadas en la ausencia de toda interacción directa y, a fortiori, de toda concertación explícita»198. A partir de aquí afirma: La habitud no es sino la ley inmanente, lex insita, depuesta en cada agente por la primera educación, la cual es la condición no sólo de la concertación de las prácticas, sino también de las prácticas de concertación. En efecto, los enderezamientos y ajustes operados conscientemente por los agentes [sociales] suponen el dominio de un código común. Al mismo tiempo, las empresas de movilización colectiva no pueden tener éxito sin un mínimo de concordancia entre la habitud de los agentes movilizadores (por ejemplo, profeta, jefe de partido, etc.) y las disposiciones de quienes los agentes se esfuerzan por expresar sus aspiraciones199.

La reflexión de Bourdieu nos permite concluir que las transmisiones que llevan a cabo las «estructuras de acogida» —muy especialmente las que tienen lugar en el ámbito familiar— se presentan bajo dos modalidades que, al menos teóricamente, pueden distinguirse con claridad mediante determinados modelos pedagógicos formales, programas escolares, normativas legales, etc. Debe añadirse que la base antropológica de esta diferenciación en el seno de las mismas transmisiones se origina como consecuencia del polifacetismo y el poliglotismo como formas de presencia y expresión del ser humano. Creemos que deben distinguirse, por un lado, las transmisiones en sentido estricto, realizadas por agentes especializados y concretadas por mediación de códigos legales, historias ejemplares, regulaciones específicas de los diferentes grupos sociales, catecismos religiosos, etc. Y, por el otro, aquellas transmisiones que se producen en un 197. Bourdieu, o.c., p. 197. «Toda la astucia de la razón pedagógica reside precisamente en el hecho de extorsionar lo esencial bajo la apariencia de exigir lo que es insignificante» (ibid.). 198. Ibid., p. 181. 199. Ibid.

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entorno simbólicamente homogéneo y estructurado, preocupado más por los afectos que no por los efectos, sin agentes profesionalmente especializados, instituyen acciones pedagógicas anónimas y difusas, que no se basan en la simple reproducción y copia mecánicas de «modelos», sino en la imitación de la acción de los otros, es decir, en la ejemplaridad200 y en el testimonio201. Es evidente que la segunda modalidad pedagógica, que se extiende desde la forma concreta de andar o de comer hasta la interiorización de valores, creencias y gusto estético, es la que realmente configura, en la vida cotidiana, el «arte de vivir» propio de cada persona, el ejercicio práctico, aquí y ahora, del «oficio de hombre y de mujer». Es una obviedad afirmar que, aunque no sea de manera exclusiva, es en el marco familiar donde este segundo modelo alcanza la máxima importancia y significación. No puede olvidarse, sin embargo, que esas dos modalidades de transmisión son complementarias y, al mismo tiempo, absolutamente necesarias para la constitución del cuerpo humano, es decir, para su progresiva encarnación en el espacio y el tiempo. En efecto, deberían relacionarse entre sí no por vía de oposición o, aún peor, de exclusión, sino por vía de complementariedad armónica, a la manera, por ejemplo, como en el pensamiento medieval se comportaban entre sí la sapientia y la scientia, sin que entre ellas haya de excluirse de antemano una cierta tensión creadora. La primera modalidad transmisiva pone el acento —evidentemente, no de forma exclusiva— en el «discurso científico» (deductivo e inductivo) (la scientia de los medievales), mientras que la segunda modalidad —tampoco de manera exclusiva— se fundamenta sobre todo en el «discurso sapiencial y testimonial» (la sapientia de los medievales). No es necesario insistir en el hecho de que estas dos formas de transmisión, tan diferentes y, 200. «Imitación, un concepto amplio, muy amplio, que abarca desde la copia hasta el hecho de seguir un ejemplo, tiene una larga historia y, desde siempre, ha tenido un papel importante en las ciencias del hombre» (Plessner, «El acto imitativo», en Más acá de la utopía, cit., p. 186). Sobre la imitación humana, cf. ibid., pp. 185-193. Las reflexiones pioneras de Georg Simmel han sido decisivas para posteriores análisis sobre la imitación (cf., por ejemplo, Simmel, «La moda», en Sobre la aventura, cit., esp. pp. 42-45). En este contexto, no pueden olvidarse las reflexiones de René Girard sobre el «deseo mimético». Según este autor, «la única cultura verdaderamente nuestra no es la cultura en cuyo interior hemos nacido, sino que es la cultura de la cual imitamos los modelos en el tiempo en que nuestra potencia de asimilación mimética es más grande [...] Si el deseo no fuera mimético, no nos hallaríamos abiertos ni a lo humano ni a lo divino» (Girard, Je vois Satan tomber comme l’éclair, cit., p. 36). 201. Véase el volumen editado por E. Castelli, La Testimonianza, Padova, CEDAM, 1972, en el que se recogen algunas excelentes aportaciones sobre el testimonio de Ricoeur, Levinas, Tilliette, Rahner, Gadamer, etc. Véase, además, Mèlich, Filosofía de la finitud, cit., pp. 107-122.

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al mismo tiempo, tan imprescindibles, se encuentran directamente implicadas en la constitución histórica del cuerpo humano, en su afectiva y efectiva «in-corporación» espaciotemporal, a fin de estar en condiciones para proceder al empalabramiento de la realidad. Tiene razón Hans-Georg Gadamer cuando apunta que el problema más grave de nuestro tiempo es el intento de aplicar en exclusiva la «razón instrumental» a todos los ámbitos de la existencia y la experiencia humanas y, en consecuencia, a la misión transmisora de las «estructuras de acogida». Escribe: Hoy veo el problema de la razón instrumental moderna sobre todo en su aplicación a cosas con las cuales todos tenemos que ver como educadores, o dentro de la familia, en la escuela y en todas las instancias de la vida pública. No podemos ni debemos engañar a la juventud con la promesa de un futuro de espléndido confort y de creciente comodidad. Debemos educarla, en cambio, en el placer de la responsabilidad compartida, de la auténtica convivencia y de la recíproca entrega de los seres humanos. Esto es lo que falta en nuestra sociedad y en la convivencia de muchos. La juventud es la que más lo advierte. Recordemos el antiquísimo dicho: «La juventud tiene razón»202.

5.6.2. «Estructuras de acogida» y tacto Creemos que, en relación con la naturaleza corporal de las transmisiones que deberían efectuar las «estructuras de acogida», sería muy interesante referirse explícitamente al tacto, tal como lo hace, por ejemplo, el pedagogo holandés Max van Manen203. Aunque su reflexión se centre en la escuela, es plenamente aplicable al conjunto de la problemática de los procesos de transmisión y, de manera muy especial, a lo que, directa o indirectamente, se relaciona con la «codescendencia» (familia). Para empezar es necesario distinguir claramente entre «tacto» y «táctica». Una táctica es simplemente un conjunto de estrategias para alcanzar un determinado objetivo. Interviene en ella un elemento calculador y planificador, una ponderación, por consiguiente, de las relaciones entre medios y objetivo final. «Tacto», en cambio, que no se encuentra emparentado etimológicamente con «táctica», proviene del latín tactus, y significa «tocar», «realizar», del verbo tangere204. «Te202. Gadamer, El estado oculto de la salud, cit., p. 100. 203. Véase M. van Manen, El tacto en la enseñanza. El significado de la sensibilidad pedagógica, Barcelona/Buenos Aires/México, Paidós, 1998, esp. pp. 137-158. 204. «Táctica» deriva del griego antiguo (taktikè) y se refiere a la estrategia militar, al talento de un general que mueve convenientemente sus tropas para la batalla.

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ner tacto es ser solícito, sensible, perceptible, discreto, consciente, prudente, sagaz, perspicaz, cortés, considerado, providente y cuidadoso»205. Al mismo tiempo, debe consignarse que «tacto» también se encuentra relacionado con «contacto» (de contingere), que significa estar conectado, en conexión, manteniendo vínculos de simpatía con el otro. Por eso «contacto» tiene el mismo sentido que «tacto», pero intensificado y realzado, ya que, en realidad, se refiere a una relación humana íntima, a las corrientes de empatía entre personas, a las conexiones de tipo sentimental, a la auténtica comunicación, a menudo incluso sin palabras. A menudo se confunden «tacto» y «táctica» porque se reduce la genuina cualidad táctil, que siempre deberían tener las relaciones humanas, a una estrategia («táctica») diseñada en términos de productividad, incluso, como sucede con cierta frecuencia, de «productividad emocional». Sin embargo el tacto, ubicado como se encuentra en el ámbito de la gratuidad, no es sino una sensibilidad muy particular que tienen algunas personas, la cual les permite adoptar comportamientos en relación con los otros que, como afirma Gadamer, no se fundamentan en «ningún tipo de conocimiento de los principios generales» de la productividad económica, de la estrategia amorosa o de la búsqueda compulsiva de determinados objetivos206. Por consiguiente, una persona trata con tacto a otra cuando, prácticamente, la considera única, con un rostro totalmente personal, al margen de las «direcciones» marcadas por unos principios generales o por unas normativas aplicables sin restricciones. Con un alcance muy cercano al tacto, Friedrich D. E. Schleiermacher utilizaba el término «tono» para describir las cualidades concretas que debería tener la interacción humana. El tono hace posible que una persona se comporte con sensibilidad y flexibilidad con los otros, es decir, que sea capaz de ponerse en su lugar (simpatía en el sentido de Max Scheler)207. «Tacto» y «tono» tienen conexiones internas muy estrechas y, además, estos dos términos se hallan vinculados con el mundo de la música, es decir, con el ritmo, la armonía y la cadencia. Takt es el vocablo alemán que sirve para designar la unidad de tiempo musical (compás). La batuta recibe el nombre de Taktstock («bastón de compás»), el cual posiblemente posee alguna relación con el término 205. Van Manen, o.c., p. 138. 206. Véase H.-G. Gadamer, Verdad y método. Fundamentos de una hermenéutica filosófica, Salamanca, Sígueme, 1977, pp. 33-34, 44-45, que sigue algunas intuiciones de Hermann Helmholtz. 207. Véase Van Manen, o.c., p. 143.

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latino tactus que, entre los siglos XVI-XVIII indicaba los «golpes» que daba el director con la batuta para mantener el ritmo y la cohesión de los ejecutantes de una partitura musical. Se cree que fue Voltaire el que, a mediados del siglo XVIII, trasladó la noción de tacto de la esfera musical al campo social208. En relación con las «estructuras de acogida», tener tacto —los alemanes utilizan la expresión Taktgefühl («sentimiento de tacto»)— equivale a poseer el talento para escuchar, sentir y respetar la singularidad propia de las personas a las que se ha de transmitir alguna cosa. Max van Manen subraya el hecho de que «para ejercer el tacto uno ha de ser capaz de superar una forma de ver el mundo que parece natural en los seres humanos: la actitud de considerarse a sí mismo el centro de todas las cosas»209. Una persona con tacto es la que practica el ejercicio de la orientación hacia el otro y la recepción del otro, justamente porque está dispuesta a responder a los interrogantes —formulados y, lo que resulta mucho más problemático, no formulados— que (me) plantea el otro210. Esta orientación hacia el otro que es el tacto es un tocar físico y/o psíquico que no es ni agresivo ni intrusivo ni manipulador, sino que, a causa de una suerte de connaturalidad con el otro, intuye, experimenta, en cada momento, lo que le es más conveniente y necesario. A menudo, el verdadero tacto exige, por ejemplo, mantenerse firme en una determinada posición porque justamente el tacto permite captar, experiencialmente, casi por connaturalidad, lo que, aquí y ahora, necesita el otro. Posee una indudable carga de profundidad la siguiente afirmación de Van Manen: «El tacto se encuentra gobernado por ideas pero depende del sentimiento»211. En relación con las transmisiones propias de las «estructuras de acogida», creemos que la afortunada expresión precedente resume muy bien lo que es el tacto como ingrediente imprescindible, con rasgos casi inefables, de todos las figuras y modalidades de la relacionalidad humana. La posición del pedagogo holandés traduce en términos educativos lo que, en otros contextos, hemos designado con el nombre de logomítica. El tacto como atmósfera vital de la auténtica comunicabilidad humana es la expresión de una solicitud y, al mismo tiempo, de una reflexión que abarca al ser humano en todo su polifacetismo y poli208. Véase ibid., pp. 143-144. 209. Ibid., p. 150. Sobre lo que sigue, cf. ibid., 153-154. 210. Véase ibid., pp. 162-163. Este autor pone de manifiesto que el tacto trabaja con el silencio, el gesto y la mirada (cf. ibid., 183-189). Creemos que sería sumamente interesante poner en relación la tesis de Van Manen con lo que Levinas expone en la cuarta parte de Totalidad e infinito a raíz de la caricia. 211. Van Manen, o.c., p. 156.

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glotismo míticos y lógicos212. La persona con tacto es, en un mismo movimiento, sensible y crítica. Sabe conjugar armónicamente la relación de empatía con el otro y el juicio crítico que siempre ha de acompañar el paso del ser humano por el mundo y las relaciones que este paso instituye. La reducción del tacto a una constelación de técnicas y estrategias es una auténtica aberración. Tampoco debería confundirse con las costumbres sociales o con los buenos modales. En él mismo, el tacto es indefinible, «ilegalizable» e irreductible a unas meras abstracciones teóricas. Sin embargo siempre tendría que hallarse presente en todas las formas realmente humanas y humanizadoras de interacción entre los seres humanos (familia, escuela, política, religión, etc.) a fin de que la existencia humana no se convierta en un infierno. «El tacto gobierna la práctica, aunque el tacto no pueda reducirse a reglas»213. Resulta obvio que el tacto comporta una dosis notable de capacidad de improvisación: sabe responder al otro más allá de las normativas y programas establecidos214. Por eso mismo se detecta en la misma órbita de la sabiduría (sapientia). Resulta imprescindible para que las «estructuras de acogida» realicen con provecho su cometido. El otro, en su alteridad, que demanda ser acogida y reconocida, siempre es (nos tendría que ser) sorprendente, inefable, indefinible a priori (y, obviamente también, a posteriori). A causa de su capacidad para establecer puentes con lo que de sorprendente hay en el otro, el tacto es un imprescindible factor de comunicación, comunión y comunidad, es decir, para concretar lo que constituye la finalidad última y la razón más profunda de la existencia de las «estructuras de acogida», muy especialmente, de la familia. Sapiencialmente, las personas con tacto, conscientes que son de la enorme vulnerabilidad del ser humano, saben dejarle el espacio que necesita para crecer y convivir y, al mismo tiempo, abriéndole el horizonte de la confianza, saben reconocer y aceptar el ritmo (el tiempo) que es propio de cada hombre y de cada mujer215. En realidad, la persona con tacto es un testimonio, se convierte sin buscarlo en un ser ejemplar. ¿Acaso no se deberá a la carencia de testimonios y a la ausencia de ejemplaridad, es decir, a la anulación del tacto (que, decididamente, no debe confundirse con la «estrategia táctica»), lo que ahora mismo provoca la falta creciente de relevancia de las transmisiones familiares, ciudadanas y religiosas? 212. 213. 214. 215.

Sobre las características de una «pedagogía de la solicitud», cf. ibid., pp. 17-28. Ibid., p. 158. Véase ibid., pp. 168-169. Véase ibid., pp. 170-173.

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Creemos que el tacto es una expresión valiosísima de la capacidad ética del ser humano concreto. En contra del pensamiento con «regulación ortodoxa», sostenemos que la ética no se expresa en la obediencia o en las leyes incondicionales establecidas a priori (Kant), sino que la ética se constituye y constituye una relación con el otro, una relación con tacto que es solícita, gratuita, asentada en la confianza y el testimonio. Las «estructuras de acogida» deberían ser el lugar privilegiado del tacto, sobre todo en relación con la codescendencia. 5.6.3. Conclusión En el espacio y el tiempo, la constitución del cuerpo humano tendría que ser el objetivo prioritario de las «estructuras de acogida». Esta constitución consiste en la progresiva «incorporación» en la espaciotemporalidad de un ser que, si es acogido y reconocido como se merece, será cada vez más polifacético y polifónico. Es así que podrá emprender la construcción simbólico-social de la realidad o, lo que es lo mismo, el «empalabramiento de su mundo» que, propiamente, no es sino el ejercicio del «oficio de hombre o de mujer»216. Se trata, de hecho, de una empresa logomítica, que tiene como misión irrenunciable la coimplicación armoniosa de este ser paradójico que son todo hombre y toda mujer —«espíritu encarnado», coincidentia oppositorum»— entre concepto e imagen, scientia y sapientia, deducción e inducción. En el ser humano el cuerpo, en el paso que necesariamente ha de realizar de la naturaleza (in-fans) a la cultura (capacidad de empalabramiento de la realidad), con la imprescindible ayuda de los sentidos corporales, ha de aprender a adquirir la flexibilidad para construirse por mediación de la imagen y del concepto, del símbolo y de la crítica, es decir, ha de alcanzar aquella sabiduría que, en cada aquí y ahora, reclama la integración de la igualdad en la diferencia y de la diferencia en la igualdad. Así podrá convertirse en un ser comunicativamente responsable, con tacto y capacidad de admiración, con recursos para «dominar (provisionalmente) la contingencia» que jamás deja de asediar su vida. Hoy y siempre, el indicador más eficiente de la situación de una determinada sociedad es la capacidad transmisora de sus «estructuras de acogida».

216. Sobre esta cuestión, cf. Duch, Mito, interpretación y cultura, cit., pp. 456502.

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6.1. INTRODUCCIÓN: EL ÁMBITO MODERNO DEL ESTUDIO DEL CUERPO HUMANO

En la Modernidad, la reflexión sobre el cuerpo humano, más que enmarcarse en un «ámbito de creación», tal como sucedió en el pasado de la cultura occidental, acostumbra a situarse en un contexto cosmológico, ya que se intenta considerar al ser humano en relación con el conjunto de los otros seres vivos, sobre todo de los animales superiores, los cuales, como es sabido, comparativamente y morfológicamente, poseen un cierto parecido con el hombre1. Desde la perspectiva ideológica y metodológica que le es propia y siguiendo algunas intuiciones ya avanzadas por Ludwig von Bertalanffy, Niklas Luhmann ha puesto de relieve que ya no resulta posible explicar la semántica moderna del cuerpo a partir de la serie de oposiciones clásicas como son, por ejemplo, «res corporales-res incorporales» o «cuerpo (mortal)-alma (inmortal)»2. De una manera taxativa afirma 1. Es indudable que aquí haría falta desarrollar ampliamente la temática sobre la etología y la sociobiología. Véanse algunos estudios indicativos: E. O. Wilson, Sociobiología, Barcelona, Omega, 1980; K. Lorenz, La etología. Fundamentos y método, Barcelona/Buenos Aires/México, Paidós, 1986; C. J. Cela Conde, «El naturalismo contemporáneo de Darwin a la sociobiología», en V. Camps (ed.), Historia de la ética, III, Barcelona, Crítica, 1989, pp. 601-634. 2. Véase Luhmann, Sistemas sociales, cit., p. 232. El punto de partida sistémico de Luhmann lo describe él mismo de una manera muy resumida: «Los seres humanos se presuponen los unos a los otros como habitantes de un cuerpo; en caso contrario, no podrían localizarse mutuamente ni percibirse. La corporeidad es y permanece como premisa general de la vida social (y, en este sentido, es teóricamente prescindible); es

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que, en relación con el cuerpo humano, «tan sólo nos interesa el uso cotidiano de los cuerpos en los sistemas corporales»3. Según su opinión, el cuerpo humano no es ni una simple instancia (que sería portadora de unas determinadas capacidades) ni un simple instrumento de uso social, sino que es una entidad que interviene decisivamente en la «interpenetración entre el ser humano y el sistema social». De hecho, el cuerpo es un objeto por medio del cual se articulan las expectativas morales, sociales y culturales de una determinada sociedad. Joanne Entwistle pone de relieve que resulta bastante evidente que el cuerpo es nuestra posesión más íntima, pero, al mismo tiempo, también constituye una parte de nuestro patrimonio sociocultural4. Por su lado, y de una manera bastante explícita, Niklas Luhmann afirma: Como conglomerado de sistemas altamente complejos y, por eso mismo, condicionables, el cuerpo como algo disponible adquiere un sentido que hace aparecer la complejidad de los sistemas sociales. Entonces, se le percibe, se le tiene en cuenta, se espera que pueda comportarse de esta o de otra manera. Pero esta unidad de complejidad y esta inminencia de la orientación de acuerdo con la complejidad no son el mismo cuerpo: solamente acontecen unidad e inminencia en el esquema de las diferencias que resultan de la interpretación5.

Desde otra perspectiva, en su importante estudio sobre «el cuerpo y la sociedad» en la actualidad, Bryan S. Turner ha escrito: El estudio del cuerpo ha implicado un proceso de secularización que ha transferido al cuerpo desde un ámbito de fuerzas sagradas a la realidad mundana de la dieta, los cosméticos, el ejercicio y la medicina preventiva. Por ejemplo, la dieta era tan sólo un aspecto de un régimen religioso de las pasiones y la finalidad del ascetismo era la de librar al alma de las distracciones enojosas del deseo. En una sociedad en la que el consumo se ha convertido en una virtud, la dieta es un método para promocionar la capacidad de los regocijos seculares6. decir, la diferencia entre corporeidad y no corporeidad no tiene ninguna relevancia social (al menos para nuestro sistema social actual)» (ibid., p. 228, subr. nuestro). 3. Ibid., p. 227. 4. Ibid., p. 233. La antropóloga británica Mary Douglas hacía notar que, en todas las culturas humanas, el cuerpo «sostiene una visión particular de la sociedad» (cit. J. Entwistle, «La cultura del cuerpo de la cultura»: La Vanguardia, 27 de octubre 2002, p.26). 5. Luhmann, o.c., p. 233; cf. ibid., p. 227. 6. Turner, The Body & Society, cit., p. 206; cf. ibid., p. 22. En otro lugar afirma: «La división entre enfermedad y pecado puede ser tratada como una manifesta-

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Muy a menudo, en el estudio del cuerpo humano todo el mundo adopta una perspectiva paralela a la de Charles Darwin: el postulado metodológico de la continuidad entre el mundo de los animales y el del hombre. De esta manera es posible escamotear la especificidad del ser humano con la pretensión de formular un discurso holístico y orgánico que, sin fisuras, dé la razón al conjunto de seres vivos (animados e inanimados). El hombre —este «ser deficiente», como lo califica Arnold Gehlen— se encuentra carente de las condiciones vitales que son propias del animal, pero, como contrapartida, aparece equipado con todas las potencialidades de la «interioridad» (pensamientos y lenguaje, fantasía, pulsiones y motricidad distintiva)7. En el primer volumen de esta Antropología de la vida cotidiana ya manifestamos nuestra posición sobre esto: afirmábamos enérgicamente que aquello que caracteriza al hombre como un ser cultural que naturalmente es, es la capacidad para ir más allá de las posibilidades ofertadas por la simple instintividad8. Asumíamos plenamente los análisis de Hans Jonas sobre la «transanimalidad» porque nos permitían afirmar, por un lado, «el aire de familia» entre el ser humano y el resto de seres vivos y, por otra, aquello que constituye la especificidad de la presencia del hombre en el espacio y en el tiempo mundanos, históricos9. En el siglo XIX, entre muchos otros, por ejemplo Heine, con su «comunismo cultural», o Feuerbach, maestro indiscutible de jóvenes filósofos revolucionarios, se propusieron la abolición de la dualidad cristiana tradicional «alma-cuerpo», porque creían que entonces sería posible el nacimiento de la famosa «libertad de los modernos». Para conseguirla, todos insistían con fuerza en la liberación del cuerpo como una de las tareas prioritarias de los nuevos tiempos y de la praxis social, cultural y política que debería instituirse de tal manera que, finalmente, el anhelado reino de la libertad pudiera regular las relaciones humanas. No entraremos aquí en la exposición de la posición intelectual que, en un sentido contrario, adoptó Hegel, sino que nos limitaremos a observar que, en la práctica, no ha tenido lugar este pretendido alejamiento del alma como límite y limitación que, con frecuencia, ción de intelectualismo secular que ha rescatado el cuerpo de sus amarras sacrales. El cuerpo ya no es un drama sagrado que comporta rituales sacramentales; se ha convertido en el objeto de un profesionalismo secular bajo la supervisión del Estado» (ibid.). No hay duda de que el estudio de la historia de la «dieta» también constituye una manera muy sugestiva de acercarse a la reflexión antropológica sobre el cuerpo humano (véase Turner, o.c., pp. 22-23, 165-176). 7. Véase Gehlen, El hombre, cit., pp. 17-18. 8. Véase también la exposición que hemos hecho sobre «el cuerpo humano y el cuerpo animal», en el cap. 5 de este estudio. 9. Véase Duch, Simbolismo y salud, cit., pp. 73-88.

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de una manera casi obsesiva, ha constituido el «destino» del cuerpo en muchos momentos de la cultura occidental10. Por su lado, Michel Foucault puso de relieve que la presencia del «alma» —ciertamente, no entendida de manera clásica— continuaba siendo decisiva para la «política del cuerpo», es decir, para la conquista y, sobre todo, para el ejercicio del poder. Escribía: Realidad histórica de esta alma, que a diferencia del alma representada por la teología cristiana, no nace culpable y castigable, sino que nace más bien a partir de los procedimientos de castigo, de vigilancia, de pena y de coacción. Esta alma real e incorpórea no es en absoluto una sustancia; es el elemento en el cual se articulan los efectos de un determinado tipo de poder y la referencia de un saber, el engranaje por el que las relaciones del saber dan lugar a un saber posible, y el saber alarga y refuerza los efectos del poder […] No se ha sustituido el alma, ilusión de los teólogos, por un hombre real, objeto del saber, de la reflexión filosófica o de la intervención técnica […] El alma ha llegado a ser el efecto y el instrumento de una anatomía política; el alma ha llegado a ser la prisión del cuerpo11.

Como punto final del recorrido histórico de la pareja «cuerpoalma» que propone Foucault, la «biopolítica» no consiste en otra cosa que en el hecho de poner de nuevo el cuerpo en la prisión del alma, evidentemente, del alma tal como ha estado formulada a partir del siglo XVII12. En cualquier caso, hay que subrayar el hecho de que la liberación del cuerpo que había prometido la Modernidad no se ha cumplido. Quizás los campos de exterminio constituyen, más bien, una prueba de servidumbre y humillación del cuerpo humano totalmente desconocidas en la historia pasada de la humanidad. Creemos que, con razón, Heller y Fehér ponen de relieve que, en la Modernidad europea, se rechaza el viejo dualismo cristiano «almacuerpo», y aparece como sustitución un término, «el espiritual», el cual ha adquirido una enorme importancia en nuestra cultura y, además, «nunca ha roto del todo el cordón umbilical con la tradición cristiana»13. La diferencia entre «lo espiritual» y «el alma» es bastante signi10. Véase Heller y Fehér, Biopolítica, cit., pp. 9-21. 11. Foucault, Vigilar y castigar, cit., p. 36. 12. Véase, por ejemplo, Foucault, Historia de la sexualidad. 1. La Voluntad del saber, cit., pp. 168-169, donde describe las dos etapas de este nuevo sometimiento del cuerpo al alma: 1) la anatomopolítica del cuerpo humano (a partir del siglo XVII); y 2) biopolítica de la población (a partir del siglo XVIII). 13. Heller y Fehér, o.c., p. 13. Estos autores ponen de relieve que la mayoría de los humanistas del Renacimiento, que tenían todos juntos una visión bastante crítica

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ficativa. En la tradición occidental clásica este último término estuvo considerado como complemento opuesto al cuerpo, sin que fuera posible ningún tipo de mediación o de puente entre el cuerpo y el alma, ya que constituían dos «principios» radicalmente opuestos. En cambio, en la Modernidad, con una frecuencia sorprendente y tal vez como una forma de rehabilitación del cuerpo, se propagó la idea de que el cuerpo era un digno hogar de lo espiritual, ya que la estructura corporal humana poseía el rango más elevado entre todas las «formas naturales» y, además, era la sede por excelencia de la belleza14. Por otro lado, no hay duda, como lo subrayaba ya hace algunos años J. M. Brohm, de que, cada vez más, en todos los ámbitos de la vida social, el cuerpo ha resultado el objeto y el centro de muchas preocupaciones tecnológicas e ideológicas. En la producción, en el consumo, en el ocio, en los espectáculos, en la publicidad, etc., el cuerpo se ha convertido en un objeto de tratamiento, de manipulación, de mise-en-scène, de mercadeo. Es sobre el cuerpo donde convergen toda una retahíla de intereses sociales y políticos en la actual «civilización tecnológica»15.

No hay que olvidar que la civilización —quizás fuera mucho más exacto afirmar: algunos círculos sociales, religiosos y culturales—, que hasta bien entrado el siglo XIX se sustentaba sobre una forma u otra de demonización del «cuerpo», con la consiguiente glorificación del «alma», parece que, ahora mismo, lo sitúa en el mismo centro de la vida cultural, social, económica, mediática y política. «La cultura que se había edificado gracias a la renuncia al cuerpo, al alejamiento de la satisfacción de las pulsiones, sobre todo sexuales, parece transformada en una cultura del cuerpo, en una glorificación del cuerpo erótico, en una cultura erótica, por lo tanto»16. En una relación muy directa con la «antipatía» que en torno al cuerpo mostró la primera Modernidad, hay que tener muy en cuenta las agudas reflexiones que formula Stephen Toulmin sobre la demonización y el distanciamiento de los afectos que se impusieron en la cultura occidental, sobre todo desde el siglo XVII (a partir, especialmente, de la paz de Westfalia, 1648), después de la sangrienta guerra de los treinta años (1618-1648). En esta nueva situación, los sentimientos se convirtieron en unos elementos del cristianismo, no pertenecían a los liberadores del cuerpo. Al contrario, creían en la fusión de lo corporal y de lo espiritual bajo la guía de este último (cf. ibid., pp. 12-13). 14. Véase Heller y Fehér, o.c., pp. 13-14. 15. J. M. Brohm, cit. Bernard, Le corps, cit., p.13. 16. Bernard, o.c., p. 13.

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«apátridas» (heimatlos) que no tenían ningún lugar en una sociedad que, en todos los ámbitos de lo humano, buscaba la racionalidad y la objetividad. Como consecuencia del proceso de modernización, en el marco de la vida cotidiana los sentimientos —sobre todo los referidos al dolor y a la muerte— se volvieron invisibles e imperceptibles17. Por su parte, Toulmin escribe: Un hecho socialmente trascendental de la nueva cosmovisión [a partir de Descartes] fue la separación radical entre la razón y los sentimientos […] De la misma manera que en algunos otros elementos del andamiaje de la Modernidad, esta discrepancia con frecuencia «se daba por supuesta» como algo connatural a la vida social cotidiana de la nación-estado […] En un sentido social, la «emoción» se convirtió en un recurso eufemístico para referirse al sexo: para los que valoraban un sistema de clases estable, la atracción sexual era la principal fuente de desbarajustes sociales […] La oleada de ansiedad puritana contra la sexualidad subió como la espuma a mitad del siglo XVII. Así, las inhibiciones de las cuales Freud intentó liberar a la gente a finales del siglo XIX no se perdían en la noche de los tiempos: eran el fruto de unos temores que habían surgido en la existencia de novo, cuando se concibió el estado clasista como una solución para los problemas planteados al comienzo del siglo XVII18.

A partir de un punto de partida bastante diferente del de Toulmin, Norbert Elias, que ha sido uno de los mejores analistas del llamado «proceso civilizador» que se produjo en la cultura occidental, ha puesto de relieve que una de las características de la Modernidad fue la tendencia a expulsar el cuerpo de la vida social19. De un modo 17. Véase J.-P. Wils, Die grosse Erschöpfung. Kulturethische Probleme vor der Jahrtausendwende, Paderborn, F. Schöningt, 1994, pp. 111-112. 18. S. Toulmin, Cosmópolis. El trasfondo de la modernidad, Barcelona, Península, 2001, pp. 191, 192. Antonio R. Damasio, profesor de neurología de la universidad norteamericana de Iowa, ha escrito que el error fundamental de Descartes fue «la separación categórica entre el cuerpo, hecho de materia, dotado de dimensiones, movido por mecanismos, por un lado, y el espíritu, no material, sin dimensiones y exento de todo mecanismo, por el otro. Sugirió que la razón y el juicio moral, así como también un trasiego emocional o un sufrimiento provocado por un dolor físico, podían existir independientemente del cuerpo. Y específicamente afirmó que las más delicadas operaciones del espíritu no tenían nada que ver con la organización y el funcionamiento de un organismo biológico» (A. R. Damasio, L’erreur de Descartes. La raison des émotions, Paris, Odile Jacob, 1995, p. 312). 19. Véase Elias, Über den Prozess der Zivilisation, cit. Creemos que merecen una especial atención el cap. II del primer volumen, sobre todo los siguientes apartados: 5) «Cambios en la actitud respecto a las necesidades naturales»; 6) «Sobre el sonarse» (Schneuzen); 7) «Sobre el escupir» (Spucken); 8) «Sobre el comportarse en el dormitorio».

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muy convincente, este pensador analiza el hecho de que el hogar moderno comenzó a organizarse de tal manera que, intencionadamente, se buscaba la ocultación de la presencia del cuerpo, el cual, de esta manera, se vio reducido al nivel de aquello que, porque poseía una cierta obscenidad intrínseca, no podía ni tenía que ser presentado en público. En efecto, poco a poco, las funciones del cuerpo, antes realizadas con toda publicidad, pasaban a ser no sólo privadas, sino que de hecho entraban en la esfera de aquellos comportamientos que, socialmente, convenía mantener en secreto, al margen de la mirada de los otros. Norbert Elias hace notar que el «proceso civilizador» se propuso dos objetivos prioritarios: la higiene y la ética. Con la acentuación cada vez más intensa de la higiene, todo el mundo quería hacer frente a los nuevos peligros que se detectaban en la vida pública a causa del aumento de la población y de las nuevas formas de urbanización que ésta había provocado20. La preocupación ética, por su lado, era la consecuencia directa de la preferencia que, tradicionalmente, se había otorgado a lo espiritual sobre la naturaleza corporal. Más adelante, ya en pleno siglo XIX, aparecerá la coalición del higienismo y de la ética como la razón de ser fundamental del proceso civilizador. De todas maneras, pese a que las tendencias principales de la Modernidad tienden a desvalorar el cuerpo, fue esta Modernidad la que emancipó legalmente el cuerpo por el hecho de ampliar la ley del habeas corpus, antes un privilegio exclusivo de los nobles, en el conjunto de la población. Heller y Fehér subrayan el hecho de que, paradójicamente, esta estrategia sirvió para establecer y legitimar la tutela de lo espiritual sobre lo corporal. Nadie que sea un simple cuerpo, dice el razonamiento del habeas corpus, puede convertirse en una persona política y racional. Para 20. El énfasis sobre la higiene no es una cuestión tan aséptica y de carácter meramente instrumental como pueda parecer a primera vista. No sólo se propugnaba la higiene corporal, sino que también se acostumbraba a incluir la «higiene mental». Más adelante, sin duda con la contribución de las ideas darwinianas tal como fueron asimiladas por algunas corrientes antropológicas, se añadirá incluso la «higiene racial». Conviene no olvidar que, de acuerdo con su propaganda, el nacionalsocialismo era un programa higiénico, que aplicaba medidas higiénicas (campos de concentración y de exterminio, supresión de las vidas humanas inútiles, etc.). Creemos que sería sumamente interesante analizar las conexiones del higienismo nazi con el programa, también nazi, del «espacio vital» (Lebensraum) propugnado por Carl Schimitt, como se sabe, por convicción o por oportunismo, uno de los máximos ideólogos del régimen nacionalsocialista. Con una cierta amplitud, nos hemos ocupado del pensamiento schmittiano en Duch, Armes espirituals i materials: Política, cit., pp. 137-211.

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conseguir esto segundo, debe liberarse el simple «cuerpo» […] Lo que resultó irónico en este proceso moderno fue que este acto de liberación, cuyo objetivo proclamado era acabar con la corporeidad abstracta, preparara el camino para la biopolítica21.

La concepción meramente mecanicista y «matematizable» de la realidad que es propia del cartesianismo empobreció significativamente el conjunto de la realidad humana, privándola, por ejemplo, del «trabajo del símbolo» o, expresándolo de otra manera, reduciéndola a la univocidad del signo22. Cuando el símbolo se vuelve rígido, unilateral, unívoco, entonces se extravía la conciencia simbólica, y su lugar es ocupado por lo que podríamos llamar conciencia dogmática, la cual se aísla en y sobre ella misma, se cierra a la verdad (que siempre se encuentra in fieri) y, aquello que todavía resulta mucho más peligroso, ella misma —la conciencia dogmática— pretende ocupar el lugar de la verdad, constituirse en verdad exclusiva. Por decirlo brevemente: entonces, la «voluntad de verdad» es sustituida por la «voluntad de poder», la cual se atribuye, a partir del símbolo —previamente— «solidificado», un poder absoluto en el mundo y sobre las conciencias. La cultura postmoderna, con todas las ambigüedades y los malentendidos que indudablemente posee, puede ser considerada como una toma de posición contra el pensamiento político, religioso y sentimental que, directa o indirectamente, procede del cartesianismo23. La epistemología postmoderna, poniendo el énfasis en el carácter narrativo del conocimiento humano y con una notable dependencia respecto de las innumerables reiteraciones de la herencia intelectual de Nietzsche, adopta, en relación con las exigencias del conocimiento racional, un perspectivismo radical y, además, pone de relieve que en 21. Heller y Fehér, o.c., pp. 18-19. 22. Véase L. Dupré, Simbolismo religioso, Barcelona, Herder, 1999, cap. I; Galimberti, La terra senza il male, cit., cap. III y passim. Mientras que el concepto se encuentra substraído en la ambivalencia (y, en este sentido, es un signo), el símbolo es fluctuante, «está por muchos», las cosas aparecen «con-fusas» (sym-ballo). No hay duda de que, en Occidente, el «monoteísmo de la razón» se ha fundamentado en el uso indiscriminado del concepto o, lo que aún es peor, en la reducción de los símbolos (imágenes) a conceptos (signos). Resulta bastante evidente que aquí debería retomarse toda la discusión sobre el poder, su conquista y su ejercicio, en la historia de la cultura occidental. 23. Véase Turner, o.c., pp. 17-20. Conviene no olvidar que Husserl, por el hecho de privilegiar la vida cotidiana, ya representó una fuerte crítica a los postulados del cartesianismo. En pleno siglo XIX Ludwig Feuerbach (La esencia del cristianismo, 1841) también intentó establecer el sensualismo como principio para atacar el legado racionalista de la tradición filosófica alemana.

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ningún ámbito de las existencia humana existe una autoridad única y exclusiva de carácter religioso o laico para interpretar el mundo, lo que equivale a deshacerse del «pensamiento con regulación ortodoxa» (J.-P. Deconchy) y de la «conciencia dogmática». Como es sabido, en la mitología cartesiana la imagen ideal del ser humano se caracteriza por un estricto y total control racional, para la exhaustiva planificación de todos los pensamientos y de todas las actividades de la existencia humana y por la expulsión de los sentimientos. En cambio, en la mitología postcartesiana y postmoderna, la imagen del hombre se distingue por una aguda conciencia de finitud y por la búsqueda, a menudo entre angustiada y narcisista, de satisfacciones personales mediante unas nuevas formas de intimidad y unas nuevas «técnicas» para acceder a las «vivencias»24. Desde el siglo XVII en adelante, el cartesianismo como trasfondo ideológico del Occidente moderno impuso una drástica separación entre la mente y el cuerpo y, al mismo tiempo y continuando a la inversa el dualismo platónico, trasladó el ámbito del alma de la interioridad a la exterioridad25. Es una evidencia incontestable que la combinación de tradicional menosprecio cristiano del mundo con el dualismo cartesiano provocó que, durante algunos siglos, el cuerpo humano fuera considerado como un simple «objeto» que se debía ocultar, silenciar e ignorar. En el momento presente, en cambio, a nivel filosófico, social y convivencial, por medio de los feminismos, las innumerables tendencias y sensibilidades de la postmodernidad y la teoría crítica, se está dando un vuelco muy significativo respecto al camino que había seguido la tradición occidental moderna. Uno de los aspectos más señalables de este giro es la profunda revisión de la teoría y de la praxis sobre el cuerpo humano que habían sido normativas hasta hace muy pocos años. Bryan S. Turner apunta que, en el contexto cultural postmoderno en el cual se desarrolla el yo, sus fronteras han acabado siendo inciertas y problemáticas. Con los cam24. Sobre la cuestión de las «técnicas de las vivencias» en la sociedad actual, véase sobre todo G. Schulze, Die Erlebnisgesellschaft, Kultursoziologie der Gegenwart, Frankfurt a. M./New York, Campus, 71997; Duch, Armes espirituals i materials: Política, cit., pp. 251-256. 25. Véase Galimberti, Psiche e techne, cit., p. 645. El magnífico libro de Toulmin Cosmópolis, cit., passim, posee la enorme virtud de poner de relieve cuáles fueron los auténticos orígenes de la Modernidad occidental. Al mismo tiempo, da una respuesta histórica y cultural —creemos que muy convincente— a por qué se produjo la Modernidad de la manera que la conocemos. También pone sobre la mesa las consecuencias políticas, religiosas, culturales, sociales y sexuales de esta Modernidad, el punto de partida de la cual no hay duda que es la filosofía de Descartes.

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bios tecnológicos en las ciencias médicas, el cuerpo ciertamente puede ser reestructurado y reconfigurado de una manera tal que llegan a producirse unos cambios muy profundos en su identidad, incluidos los cambios de sexo. Por eso, más que pensar el cuerpo como un tópico bien regularizado, tendríamos que conceptualizarlo de una manera más fluida con el fin de que fueran posibles unos cambios sociales importantes en el mismo centro de un amplio contexto social26.

Resulta bastante evidente que, ahora y siempre, la corporeidad humana se configura enlazando una síntesis de elementos contrarios (complexio oppositorum), siempre problemática, continuamente deshaciéndose y rehaciéndose, en la que lo finito y lo infinito, el azar y la necesidad, el deseo y la norma, el mal y el gozo, la vida y la muerte, llevan a término un combate inacabable que, en el fondo, constituye la trama narrativa de la biografía de cada ser humano27. La corporeidad no es nada más que un «espacio de vida móvil», en y sobre el cual se concreta, se salva o se pierde, se «fisionomiza» la limitada cantidad de espacio y de tiempo del que dispone cada individuo humano. Es de esta manera como la persona se descubre a sí misma entre la exterioridad de su cuerpo y la interioridad de su vivencia, entre la objetividad del aparecer y la subjetividad del mostrarse, entre la ejecución de sus actos y la intencionalidad de su voluntad y, en definitiva, radicalmente, entre los dos grandes actos de su vida: el nacer y el morir28.

Debería evitarse que se considerara el cuerpo humano como un simple «objeto» con la disponibilidad y la capacidad de manipulación que son propias de los meros objetos. El cuerpo humano ciertamente no es una mera exterioridad objetiva y objetivada, como puede ser la materia prima para la manipulación por parte de uno mismo o de los otros, sino que se trata de la genuina forma de presencia en el mundo que corresponde a los humanos como seres corporales singulares que, de dos mundos aparentemente irreconciliables, hacen uno solo: el mundo humano. Pero aquí conviene proceder con mucha finura: en efecto, al contrario de lo que sucede con la simple objetivación de las cosas y del mismo ser humano cuando es tratado como cosa, el 26. Turner, o.c., 21; cf. ibid., pp. 22-24. 27. Sobre la cuestión de la determinación del hombre como organismo natural, véanse las instructivas reflexiones de Tinland, La différence anthropologique, cit., pp. 18-78. 28. M. J. López Pérez, «Cuerpo, sexo y mujer en la perspectiva de las antropologías», en Navarro (ed.), El cuerpo de la mujer, cit., p. 17.

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«mundo humano» es, al mismo tiempo, un mundo compartido (mediante las transmisiones de las «estructuras de acogida») y un mundo singular (a causa de la recepción personal de aquellas transmisiones). O, por decirlo mejor: el mundo de cada ser humano solamente podrá ser singular, personal y genuino en la medida en que sea al mismo tiempo un mundo compartido. Y este último sólo será realmente compartido en la medida en que propicie, que sea el autor (de augeo, de auctoritas), que haga crecer, que envigorice la diferencia, que libere el mundo singular de cada mujer y cada hombre. De hecho, el cuerpo humano constituye la «manifestación» del rostro único y singular de cada ser humano en medio de la exterioridad, lo que significa que tendría que permanecer completamente ajeno a cualquier tipo de cosificación y de integración en el esquema que, mal que nos pese, ha sido determinante en la cultura occidental moderna: la «oferta-demanda». Por otro lado, la exterioridad humana nunca debería reducirse a la materialidad «contable» de las relaciones inmanentes propias de los artefactos físicos y químicos, sino que siempre tendría que ser la expresión de una trascendencia que sobrepasa infinitamente cualquier cuantificación o reducción al esquematismo «oferta-demanda» y que tan sólo puede ser expresada por aproximación y siempre provisionalmente. Por ejemplo, este reduccionismo se produce cuando el cuerpo humano se reduce a una mera exhibición del éxito social, o cuando es utilizado como medio de fuerza en la concurrencia económica, deportiva y política, o cuando, como sucede tan frecuentemente con el cuerpo de la mujer o de los infantes, es secuestrado, humillado y manipulado por intereses bastardos, o cuando, como tan a menudo pasa en la actualidad con los «niños soldados», se utilizan como carne de cañón en mil conflictos armados alrededor del mundo. El carácter inmanipulable e intangible del cuerpo humano se fundamenta, por hablar con los términos de Gabriel Marcel, en el hecho de que nunca se le puede incluir en el ámbito de los «problemas» sino que, constitutivamente, es un misterio, porque, pese a todas las abyecciones y las bajezas de las que puede ser objeto, puede convertirse en la epifanía histórica y concreta de la cumbre de la creación. En todos los momentos de la historia de la humanidad, el cuerpo ha permitido que el hombre mantuviera unas relaciones ininterrumpidas con la naturaleza por el hecho de que él mismo también es, de una manera ciertamente original, «naturaleza». Ahora bien, hay que tener bien presente que siempre, desde el nacimiento hasta la muerte, no se trata de unas relaciones naturales como las que, por ejemplo, puede mantener una corriente de agua con su entorno, sino que se trata de unas relaciones artificiales, culturales, situadas en los más diversos y, 237

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al menos aparentemente, irreconciliables contextos. De hecho, no son sólo las relaciones que poseen un carácter artificial o cultural, sino que es la misma naturaleza la que ha sido «artificializada», «culturalizada». Porque desde que el ser humano es humano, ya no hay más naturaleza «natural», sino tan sólo naturaleza «artificial o cultural», o quizás, fuera más adecuado hablar de «naturaleza plástica» como consecuencia de la «metamorfosización» a la que constantemente el hombre somete a su entorno y a él mismo. Estas consideraciones nos permiten concluir que, de una manera bastante explícita, el cuerpo humano puede ser llamado el «órgano de lo posible» (Michel Bernard) y la concreción, en la variedad de espacios y de tiempos, del trabajo de la imaginación. Asimismo, conviene no olvidar que el cuerpo no es solamente aquello que el hombre tiene delante suyo, sino que es sobre todo aquello que es él mismo en la multiplicidad de sus relaciones históricas. Por otro lado, el mundo no es una cosa, definida y objetivada, que se encuentra fuera o delante del cuerpo, sino que, en realidad, es su «prolongación» y, por tanto, es nuestra prolongación que, para bien o para mal, vamos actualizando en todos los instantes de nuestro trayecto biográfico29. Todo, desde una simple piedra hasta el cuerpo del otro, tan solo existe en la medida en que nosotros lo percibimos y lo «habitamos» (Merleau-Ponty), los «co-situamos» en el entretejido de las variadas y variables situaciones de nuestra existencia, es decir, en nuestra espaciotemporalidad. Y justamente en la medida en que lo «co-situamos», nos «co-constituimos» en un conjunto de relaciones, contraposiciones y movilidades existenciales. Por eso mismo, sin restricciones, puede afirmarse que el ser humano es totalmente corpóreo en relación con todo aquello que piensa, hace, siente y desea, es decir, en el todo de su existencia. Porque el hombre es un ser deficiente, también es, fundamentalmente, un ser cinético que siempre se encuentra en la búsqueda de una experiencia de equilibrio para su «corazón inquieto» (san Agustín), o tal vez sería más congruente con nuestra exposición referirse aquí a su «cuerpo inquieto». Ahora bien, el equilibrio buscado no será nunca plenamente conseguido, siempre se verá movido, promovido y conmovido por el deseo, es decir, por la carencia y las ansias de alguien que es finito y contingente, pero que, paradójicamente, nunca deja de manifestar unas aspiraciones y unos anhelos de infinitud. La tradición occidental acostumbra a designar esta situación de movilidad estructural del ser humano, que nunca llega a 29. Sobre el cuerpo como «realidad relacional», véase Bernard, Le corps, cit., pp. 35-71.

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apaciguarse en la variedad de peripecias históricas, mediante la expresión in statu viae. El cuerpo humano es una suprema epifanía, una epifanía que, pese a todo, apunta, más o menos a tientas, al status patriae, al sosiego del «séptimo día», para continuar hablando como san Agustín. A partir de lo que hemos expuesto hasta ahora se puede resolver que el cuerpo subraya, por un lado, la pertinencia —como hemos apuntado, original— del ser humano a la naturaleza y, por otro, manifiesta —casi como una epifanía— la presencia en el mundo que le es «connatural», la cual, siempre y en todo lugar, posee como marca característica el hecho de estar ordenada y conformada por medio de artificios, de «estrategias transanimales», de reelaboraciones interesadas y, con una cierta frecuencia, hasta interesantes. En efecto, el cuerpo humano —configurado, vivido y experimentado a través de las mil formas adoptadas por la «geografía corporal» (Melanie Klein) de las diversas culturas— constituye el gran «laboratorio» donde se superan las meras relaciones de exterioridad instintiva y se establecen las que son propias de este paradójico «espíritu encarnado» que es todo ser humano, el cual, incesantemente, se encuentra enredado en mil peripecias históricas y, además, con mucha frecuencia, se ve abrazado y desasosegado por los incombustibles enigmas insolubles que le plantean su origen y su término. Y es que la extraordinaria y maravillosa paradoja que caracteriza al cuerpo humano es que es una carne que segrega pensamiento (Jean Poirier). Por eso, parafraseando de alguna forma una afirmación de Ernst Bloch, podemos afirmar que el cuerpo humano, como microcosmos compendiado del macrocosmos que es, es el laboratorium possibilis salutis del ser humano. 6.2. CUERPO Y CORPOREIDAD

Encabezamos este párrafo con unas palabras del poeta W. B. Yeats: «sólo podemos creer en aquellos pensamientos que no han estado concebidos en el cerebro sino en todo el cuerpo»30. Por eso mismo, creemos que posee una importancia crucial distinguir con mucho cuidado entre cuerpo y corporeidad. No hay duda de que el cuerpo humano es un objeto como lo son el vaso, el árbol, el ordenador, la mesa, etc. Ahora bien, el cuerpo humano nunca puede limitarse a ser un simple cuerpo, un objeto entre objetos, cuantificable en una serie 30. «We only believe those thoughts which have been conceived not in the brain but in whole body».

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aritmética, disponible y manipulable bajo determinadas condiciones. Cuando afirmamos que el cuerpo humano es corporeidad queremos señalar que es alguien que posee conciencia de su propia «vivacidad», de su presencia aquí y ahora, de su procedencia del pasado y de su orientación hacia el futuro, de sus anhelos de infinito a pesar de su congénita finitud. Por otro lado conviene añadir que la corporeidad constituye la concreción propia, identificante e identificadora, de la presencia corporal del ser humano en su mundo, la cual, constantemente, se ve constreñida al uso y al «trabajo» con símbolos31. De esta manera, en todas las etapas de su trayecto desde el nacimiento hasta la muerte, se ve capaz de dar forma y vida a las diversas «escenificaciones» (su «darse a conocer») que le son imprescindibles para construir significativamente su espacio y su tiempo. Mediante el «trabajo del símbolo», basado en todo un conjunto de inacabables operaciones de «remisión a», el cuerpo humano lleva a cabo su misión de «incorporación» físico-psico-social, que sitúa al ser humano más allá de la mera instintividad y pone de relieve los aspectos más humanos de su «transanimalidad» constitutiva, por hablar como Hans Jonas. La corporeidad como «escenario» sobre el cual se desarrolla la relacionalidad humana constituye una complejidad armónica de tiempo y espacio, de reflexión y de acción, de pasión y de emotividad, de intereses diversos y de responsabilidad. Esta complejidad armónica —evidentemente, siempre en tensión, nunca sin conflictos, continuamente en medio de tramas históricas— tiene lugar, a través de las peripecias de la vida cotidiana, la manifestación plástica e histórica de la espaciotemporalidad, la cual, como ya hemos apuntado en muchos otros rincones de esta Antropología de la vida cotidiana, es el distintivo más característico de los seres humanos32. Con cierta frecuencia, justamente porque no se tiene muy en cuenta la tensa complejidad armónica del tiempo y el espacio humanos, se habla del espacio del cuerpo, como si el cuerpo humano fuera en exclusiva una manera y masiva espacialidad material sin dimensiones temporales, como si el 31. Sobre la ineludible necesidad que tiene el ser humano de utilizar símbolos en todo aquello que piensa, hace y siente, véase Duch, Simbolismo y salud, cit., passim. Entwistle, El cuerpo y la moda, cit., pp. 88-89, pone de relieve que «la [ineludible] necesidad humana de comunicarse por medio de símbolos» constituye aquella irrenunciable disposición del cuerpo humano que se concreta en el vestido y los diversos tipos de ornamentos, es decir, la moda. En este sentido, la moda también forma parte del «trabajo con símbolos» que, culturalmente determinado, desde el nacimiento hasta la muerte, llevan a término los seres humanos. 32. Sobre la espaciotemporalidad característica de los humanos remitimos a Duch, Llums i ombres de la ciutat, cit., pp. 287-382.

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«estar-ahora-aquí» del cuerpo no incluyera como momento imprescindible el «trayecto», el «suceder», la «metamorfosis», por hablar como Elias Canetti. Dicho de otra manera: consciente o inconscientemente, se produce una objetivación del cuerpo humano, es decir, en el peor de los casos, se le reduce a una pesada «cantidad de materia viva» y con unas exigencias desmesuradas, y, en el mejor, a un artefacto que puede tener alguna utilidad en las «operaciones espirituales» del ser humano. Desde los griegos hasta ahora, esta manera de ver las cosas, con variaciones más o menos significativas, ha poseído una indiscutible vigencia en la cultura occidental, la cual casi llega hasta nuestros días. De esta manera, se pierde de vista que el cuerpo es verdaderamente aquello que es porque es capax symbolorum; es aquí donde reside justamente la especificidad del cuerpo humano como corporeidad sui generis33. Siguiendo el hilo conductor que hemos expuesto en otro volumen de esta Antropología de la vida cotidiana34, podemos afirmar que la corporeidad humana permite avanzar a lo largo de una ruta frente al desconocido que, en su vida cotidiana, con ritmos e intensidades muy diversas, todo ser humano concreta a través de la coimplicación de su tiempo y de su espacio. Esto supone entender la corporeidad como un escenario en movimiento en y sobre el cual el tiempo pasa y deja sus profundas huellas, entre las cuales figuran en primer término la enfermedad, el envejecimiento y la muerte35. 6.2.1. Corporeidad y simbolismo Aquí, en relación con la problemática en el entorno de la corporeidad, hemos de tener muy presente la cuestión de la imprescriptible 33. Este objetivismo reduccionista del cuerpo humano puede observarse en innumerables aspectos de la sociedad actual. Es, sin embargo, en la medicina donde alcanza un grado de deshumanización más elevado. «El malestar actual de la medicina, más aún, de la psiquiatría, y la afluencia de enfermos que van a sanadores y a las praxis médicas llamadas alternativas, atestiguan bien a las claras la extensión del foso que se ha abierto entre el enfermo y el médico. La medicina paga así su desconocimiento de los datos antropológicos elementales. Olvida que el hombre es un ser de relación y de símbolo, y que el enfermo no es solamente un cuerpo que hay que reparar» (Le Breton, Anthropologie du corps, cit., p. 190; cf. ibid., p. 193). Algunos métodos pedagógicos actuales —con su afán por ser «científicos», cuantificables y «modernos»— también se precipitan en la trampa de la objetivación del cuerpo humano, es decir, en la reducción de la presencia corporal del ser humano a los parámetros, casi siempre con matices «economicistas», impuestos por el circuito «oferta-demanda». 34. Véase Duch, Llums i ombres de la ciutat, cit., passim. 35. Véase lo que exponemos más adelante sobre estas tres realidades antropológicas.

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necesidad de símbolos, los cuales han acompañado todos los momentos de la presencia del ser humano en el mundo. Con una cierta amplitud, abordamos esta importantísima problemática en el volumen primero de esta Antropología de la vida cotidiana36. En el día a día de individuos y grupos humanos, desde los comportamientos más sublimes hasta los más triviales, desde el nacimiento hasta la muerte, todo aquello que piensa, hace y siente el ser humano exige una mediación simbólica: el simbolismo es propiamente el ámbito de lo humano; en él y a través de él, el ser humano se humaniza o, por el contrario, se deshumaniza37. En medio de la realidad mundana, el «trabajo del símbolo» constituye el síntoma más elocuente del estatuto singular de lo humano y de sus formas peculiares de comunicación38. Resulta bastante claro que la capacidad simbólica constituye la señal diáfana de la presencia en este mundo de un ens finitum capax infiniti, el cual, sin cesar, ya que nunca deja de ser una coincidentia oppositorum, se ve apremiado a armonizar en él mismo términos aparentemente irreconciliables: interioridad y exterioridad, libertad y necesidad, espíritu y materia, mythos y logos, femenino y masculino, etc. Por eso el símbolo, como subraya Galimberti, es una expresión que manifiesta que lo humano es la unidad de distancias remotas, la tensión frente a una totalidad ausente que viene reclamada por lo incompleto de todo momento presente, el deseo de una reconciliación siempre querida pero nunca conseguida realmente del todo39. Creemos que es importante tener siempre muy presente la siguiente puntualización de Paul Tillich: El ser humano es una unidad pluridimensional; todas las dimensiones que podemos distinguir en el mundo de la experiencia, se encuentran juntas en el hombre. En cada dimensión de la vida, se encuentran presentes todas las otras dimensiones de una manera potencial o real. En el átomo, es actual tan sólo una dimensión; en el hombre, están todas presentes y activas porque no constan de estratos (Schichten) diversos, sino que constituyen una unidad, en la cual aparecen 36. Véase Duch, Simbolismo y salud, cit., pp. 103-311; B. Lincoln, «Human Body. Myths and Symbolism», en M. Eliade (ed.), The Encyclopedia of Religion, VI, New York/London, Macmillan, 1987, pp. 499-505. Sobre la salud y la enfermedad corporales como metáforas simbolicopolíticas, véase Heller y Fehér, Biopolítica, cit., pp. 69-82. 37. Véanse las agudas reflexiones de N. Luhmann, El amor como pasión. La codificación de la intimidad, Barcelona, Península, 1985, cap. II, donde se estudia el amor como medio de comunicación simbólicamente regularizado. 38. Véase Galimberti, La terra senza il male, cit., cap. IX. 39. Véase ibid., p. 184.

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recogidas todas las dimensiones. Esta doctrina del hombre se encuentra en oposición a la comprensión dualista que lo comprende como un compuesto de cuerpo y espíritu, de cuerpo y de alma o de cuerpo, alma y espíritu40.

No hay ningún tipo de duda de que, en todas las áreas culturales, el cuerpo humano siempre se ha comportado como un «objeto semiótico», es decir, como un texto que se escribe con muchos lenguajes, [como son] sus gestos, sus palabras, sus posturas, sus movimientos, es decir, el cuerpo como representación. Hay cuerpos de difícil lectura, silenciosos, remotos o inexpresivos, aunque hoy en día abundan los cuerpos que despliegan abiertamente, a menudo, casi agresivamente, un lenguaje gestual propio que desborda sus escasas palabras; hay cuerpos con «vocación de desnudo» (J. Hierro) y cuerpos que exhiben, además, en su superficie corporal toda una serie de textos como si fueran grafitis, en los que se combinan el tatuaje, el piercing, el dibujo y la pintura: son cuerpos «textualizados» o cuerpos utilizados como soportes físicos de un denominado «arte corporal»41.

Cualquier reflexión sobre el símbolo —y, de una manera muy particular, la que busca las fluidas y plurales relaciones entre símbolo y corporeidad— tiene que tener muy en cuenta que aquello que es completamente «antisimbólico» es la pretensión de encerrarlo en aquel ámbito que de su significado se da «un único» «significante» concretado en un espacio y en un tiempo determinados (con los «intereses creados» que nunca dejan de tener). Nunca toda la colección de significantes posibles llegará a agotar el dinamismo y la capacidad evocadora e invocadora del símbolo como saeta que apunta a un más allá, el cual siempre permanecerá inalcanzable en él mismo (significado) o, para expresarse más correctamente, tan sólo será alcanzable, por hablar como Ernst Bloch, por mediación del «sueño despierto» del deseo. Por ello importa «trabajar con el símbolo» con el fin de que nos ofrezca una intuición, una pregustación, de su sentido. El significado, muy a menudo, se reduce a un dato —a menudo petrificado— obtenido por medio del intelecto; el sentido, en cambio, es abierto 40. P. Tillich, «Die Bedeutung der Gesundheit», en Die religiöse Substanz der Kultur. Schriften zur Theologie der Kultur (GW IX), Stuttgart, Evangelisches Verlagswerk, 1967, p. 290. 41. Pera, «La omnipresencia del cuerpo en la cultura actual», cit., p. 173. Sobre el alcance y el sentido de las modificaciones corporales actual, véase Le Breton, Signes d’identité, cit., passim.

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procesualmente como consecuencia del carácter de «remisión a» que constituye la firma específica del símbolo auténtico. En la diferencia propuesta por Frege entre significado (Bedeutung) y sentido (Sinn) se concreta la distancia que separa la «mirada racional» de la «mirada simbólica»42. La primera promueve la fijación, la intransitividad, las «ideas claras y distintas»; la segunda, en cambio, se centra en la ulteridad, la remisión, la excedencia, la «transgresión»43. Porque, como ya hemos señalado con anterioridad, en la provisionalidad de los espacios y de los tiempos, si el hombre es el «ser de lo posible», le es necesario, justamente para que lo «posible» ocurra, sea «real», que el símbolo sea la conjunción de realidad y de irrealidad. Si solamente fuera «real», entonces prácticamente no se distinguiría del concepto. Si solamente fuera «irreal», entonces no sería nada más que una imaginación vacía. La «mirada simbólica», al contrario que «la mirada racional» que se da por satisfecha con el hic et nunc y se limita a su tangibilidad, alcanza en un mismo movimiento, en una especie de perpetuum mobile, el ahora y el mañana, el aquí y el allí, la facticidad y el deseo, la vida y la muerte, el tiempo y la eternidad. Como dice Galimberti, «el símbolo puede ser aquello que en lo uno incluye también lo otro»44, y osaríamos añadir: todo otro, mundano y supramundano, conocido y desconocido, pasado, presente y futuro. Cada una a su manera, las «estructuras de acogida», porque son oficinas donde el ser humano aprende a articular el trabajo del símbolo, también son los ámbitos relacionales en los cuales puede llegar a adquirir una cultura de la relación con aquello que es indisponible, trascendente e inefable. De esta manera puede hacer frente al trabajo disolvente de la contingencia sin que, así mismo, nunca llegue a suprimirla. Conviene que quede claro que, de hecho, no se trata de aniquilar o de superar la contingencia, lo que es completamente imposible, sino de cambiar nuestra posición, siempre condicionada por la movilidad de nuestra espaciotemporalidad característica, respecto a ella. Por eso mantenemos la opinión de que «las estructuras de acogida», o bien se constituyen como «praxis, siempre provisionales, de domina42. Resulta oportuno subrayar que esta diferencia es de máxima importancia en relación con la problemática en torno a la imagen (véase J.-J. Wunenburger, Philosophie des images, Paris, PUF, 22001; íd., La vie des images, cit., passim). 43. Evidentemente, si hiciéramos una exposición mínimamente exhaustiva de esta problemática, aquí nos tendríamos que referir a la fantasía, la cual, según Jung, «aparece como el símbolo que intenta, con la ayuda de los materiales ya existentes, caracterizar o individualizar un determinado objetivo o, más bien, una determinada línea futura de desarrollo» (C. G. Jung, cit. Galimberti, La terra senza il male, cit., p. 93). 44. Galimberti, o.c., p. 93.

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ción de la contingencia», o bien se convierten en unos artefactos absolutamente prescindibles y causantes de profundas patologías que, tal como lo pone de relieve la experiencia cotidiana, conducen al ser humano a la desorientación, la angustia y el hundimiento total. Por su parte, Hans Jonas ve concretado en el cuerpo vivo la coincidencia simbólica entre la interioridad y la exterioridad de los humanos. De esta manera el cuerpo humano pone en cuestión los mismos principios de la interpretación idealista (solamente tiene valor la conciencia: la interioridad) y también los de la interpretación materialista (solamente vale el mundo de la extensión: la exterioridad)45. Aquí se encuentra el centro neurálgico de esta realidad paradojal y sorprendente, capaz de lo mejor y de lo peor, activa y contemplativa al mismo tiempo, que es el ser humano: espíritu encarnado, porque es, de una manera indistinguible, espíritu carnal y carne espiritual. La capacidad simbólica «sobre todo a través del polimorfismo de las imágenes» constituye su firma específica, la testificación suprema que, para el ser humano, siempre hay un «más allá» de cualquier «más allá», siempre el ausente pasado y futuro abre al presente horizontes con evocaciones constantemente nuevas e innovadoras. Muy a menudo, en el ámbito individual y en el colectivo, el simbolismo corporal ha servido para estudiar y legitimar las concreciones religiosas, políticas y sociales que ha hecho el ser humano. Así, por ejemplo, en el himno del Rigveda (10, 90, esp. vv. 11-12) se afirma que los sacerdotes fueron creados de la boca del primer hombre; los reyes y los guerreros, de sus brazos; los productores de alimentos y los mercaderes, de sus piernas; los servidores y los eslavos, de sus pies. Esta manera de ver las cosas también se encuentra en algunos textos eslavos («Poema sobre el rey paloma») y griegos (Platón, Timeo, 69 d-70 a; República, 431 a-d). De esta manera, mediante el uso de la imaginería corporal, el orden social es representado, sancionado y legitimado como si fuera un orden natural, inviolable, estático y eterno46. En un estudio notable, publicado el año 1957, Ernst H. Kantorowicz retomaba una metáfora muy presente en la cultura occidental, particularmente en la Edad Media: el doble cuerpo (al mismo tiempo, mortal y divino) del rey como metáfora política del poder real47. Resulta algo incuestionable, además, que la transpo45. Véase Jonas, «El problema de la vida y del cuerpo en la doctrina del ser», cit., pp. 32-34. 46. Véase Lincoln, o.c., p. 503. 47. Véase Kantorowicz, Los dos cuerpos del rey, cit., sobre todo el epílogo (pp. 462-471). Sobre esta obra, véase J. M. González García, Metáforas del poder, Madrid, Alianza, 1998, pp. 80-91.

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sición metafórica de fenómenos de naturaleza orgánica al análisis de la sociedad ha sido una constante en todos los tiempos48. Por ejemplo, con cierta frecuencia, en diversas sociedades antiguas, la polaridad «mano derecha-mano izquierda», además de constituir una señal muy evidente de la naturaleza asimétrica de la existencia humana, fue una simbología utilizada para legitimar la subordinación de la mujer respecto del hombre. Esta distinción también fue utilizada, a partir del siglo XI, en el sur de la India para la organización del sistema de castas. Por otro lado, las denominaciones de «derechas» y de «izquierdas» relacionadas con la política también son de naturaleza corporal49. González García pone de relieve la importancia excepcional que han tenido en la larga trayectoria de la cultura occidental el «cuerpo» y el «oído» como metáforas del poder político. Escribe: La idea de los funcionarios como ojos y oídos del cuerpo del rey ya aparece en Jenofonte y es ampliada por Aristóteles en la Política (1287 b), en la cual los órganos del Estado aparecen como extensión de los órganos corporales del gobernante […] Por otro lado, la metáfora de la ciudad-Estado griega como un cuerpo humano con sus diversos órganos y la correspondiente homología entre aquello que es colectivo y lo que es individual parece ser una constante del pensamiento conservador desde Platón y Aristóteles hasta nuestros días, pasando, claro está, por Hegel50.

Desde una perspectiva propiamente antropológica, ya hace unos cuantos años que Mary Douglas hacía notar que «el cuerpo es un símbolo de la sociedad y [conviene relacionar] los poderes y los peligros que se le atribuyen con la estructura social como si los reprodujera a pequeña escala»51. Hay que advertir, además, que el cuerpo 48. Véase el notable estudio de González García, o.c., esp. cap. III. 49. Véase Lincoln, o.c., pp. 503-504; Turner, o.c., pp. 30-31. Sobre la simbolización corporal —en este caso, de la mano—, véase el estudio ya clásico de Hertz, «La préeminence de la main droite», cit., pp. 84-109. «La mano derecha es el símbolo y el modelo de todas las aristocracias; la mano izquierda, de todas las plebes» (ibid., p. 84). 50. González García, o.c., p. 79. Recordemos que la metáfora del organismo humano ha sido ampliamente utilizada por los regímenes totalitarios como, por ejemplo, el «Estado corporativo fascista» de Mussolini o la «democracia orgánica» franquista (cf. ibid., p. 89). Tampoco puede olvidarse que muchos políticos románticos, sobre todo de carácter conservador y, en algunos casos, hasta reaccionarios, querían comprender la política orgánicamente, es decir, en relación directa con la perfección y, por encima de todo, con la jerarquización de órganos que todos atribuían al cuerpo humano. 51. Douglas, Pureza y peligro, cit., p. 156. Más adelante, esta autora, subrayando la íntima relación del cuerpo humano con la cultualidad y la vida pública, afirma que «los ritos actúan sobre el cuerpo político mediante el instrumento del cuerpo físico»

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humano es «poroso a la acción del símbolo»; es una metáfora y una ficción operativa52. Jacques Lacan decía que «el hombre hablaba porque el símbolo le había hecho hombre». De esta manera se confirma y se completa una idea muy presente en el pensamiento antropológico de Maurice Merleau-Ponty: «nuestro cuerpo es la simbólica general del mundo». No solamente porque en todas sus partes recapitula las significaciones de las cosas y de los seres que percibe y sobre los cuales actúa, sino sobre todo porque el simbolismo corporal se encuentra en el origen de todos los otros simbolismos, es su referente permanente; es, en definitiva, el símbolo de todos los símbolos existentes o posibles; todos los mitos, de una manera u otra, permanecen vinculados a la realidad corporal del ser humano y dependen de él53. David Le Breton ha subrayado el hecho de que el cuerpo humano no es una realidad inmutable54, sino que, constantemente, se ve obligado a interpretarse porque, de una manera radical, es, y nunca puede dejar de serlo, capax symbolorum. A partir de esta disposición simbólica (interpretativa) se ve interpelado a interactuar incesantemente con las construcciones sociales, religiosas, políticas y culturales que imperan en una determinada sociedad. No tendría que olvidarse que allí donde el símbolo es reconocido como tal —y eso es un atributo exclusivo del ser humano— hay cambio, metamorfosis, trayecto. Por eso resulta evidente que, sin respiro, hay un movimiento de vaivén entre el cuerpo humano y el hábitat donde éste se despliega. De aquí se deduce que «el cuerpo humano no es una mera colección de órganos y de funciones dispuestas de acuerdo con las leyes de la anatomía y de la fisiología, sino que por encima de todo es una estructura simbólica», es decir, un ente en un continuado estadio de metamorfosis55. Porque la corporeidad es una apelación constante al trabajo del símbolo, es decir, a incesantes procesos de interpretación y de contex(ibid., p. 173). Sobre el simbolismo del cuerpo en diversas culturas, véase B. Lincoln, «Human Body. Myth and Symbolism», en M. Eliade (ed.), The Encyclopedia of History of Religion, VI, New York/London, Macmillan, 1987, pp. 499-505; R. Lipsey, «Human Body. The Human figure as a Religious Sign», en Eliade (ed.), o.c., VI, pp. 505-511; C. Pont-Humbert, Dictionaire des symboles, des rites et des croyances, Paris, J. C. Lattès, 1995, pp. 118-126. 52. Le Breton, o.c., p. 193. «El simbolismo social es la meditación a través de la cual el mundo se humaniza, se nutre de sentido y de valores y se hace accesible a la acción colectiva» (ibid., p. 190). 53. Véase Bernard, o.c., pp. 134-135. 54. Le Breton, Antropología del dolor, cit., p. 67; íd., Anthropologie du corps, cit., pp. 190-192. 55. Le Breton, Antropología del dolor, cit., p. 71. Sobre las dimensiones simbólicas del dolor, véase ibid., pp. 81-95.

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tualización, el cuerpo humano, con el paso del tiempo, se construye, adquiere nuevas valencias y pierde otras. Además, en términos generales, no cuesta nada constatar que posee fisionomías bien diferenciadas en las diferentes culturas porque cada cultura, con las posibilidades y los límites expresivos y axiológicos que le son inherentes, se edifica diferentemente y, entonces, diferentemente también edifica la fisonomía del cuerpo humano. El cuerpo humano —el «gardien du questionnement»— es por encima de todo, como ya lo hemos señalado con anterioridad, una «estructura simbólica» que, desde el nacimiento hasta la muerte, tiene como marca propiamente humana el hecho de ser una «obertura interrogativa»56. Por esta razón, nunca podrá recibir respuestas definitivas e incuestionables porque, como escribía Edmond Jabès, «le salut de la question est celui de l’homme»57. Algunos se vanaglorian de tener «pensamiento propio» —cosa que sería admirable si fuera verdad—. De todas maneras, aquello que es verdaderamente significativo es tener «preguntas propias» —y, en contra de todos los elitismos al uso, todo hombre y toda mujer las tienen—. Aquello que establece la cualidad de la diferencia antropológica entre los seres humanos es si las quieren consentir o no como preguntas, es decir, si se es o no se es éticamente responsable. Al fin y al cabo, la pretensión de tener «pensamiento propio» —en la mayoría de los casos no es más que una aburrida proclamación retórica, vana y autoglorificadora— se reduce a ser un simple y descomprometido flatus vocis sin ningún tipo de eco en la realidad. Tener «preguntas propias», en cambio, implica una actitud ética porque, en la aceptación de toda pregunta —sobre todo si nunca llega a extinguirse en una académica y soberbia «respuesta de libro»—, siempre hay un intento de respuesta al otro y de res-ponsabilidad por el otro. Los escenarios sobre los cuales se despliega la corporeidad son «escenarios simbólicos» e «imaginativamente configurados», que se mantienen en una constante situación de «remisión a»58; escenarios 56. Véase M.-A. Ouaknin, C’est pour cela qu’on aime les libellules, Paris, Calmann-Lévy, 1998, pp. 87-102. 57. Sobre la «pregunta» como «respuesta», véanse las excelentes páginas de Ouaknin, C’est pour cela qu’on aime les libellules, cit., pp. 51-74; íd., Méditations érotiques, cit., pp. 71-79. Maurice Blanchot escribe que «la verdadera cuestión no espera respuesta. Y si la hay, ésta no agota nunca la cuestión; incluso si le pone fin, no pone fin a la espera (attente) que es la cuestión de la cuestión. Toda respuesta tiene que retomar en ella la esencia de la cuestión, la cual nunca se extingue con aquello que se responde» (M. Blanchot, cit. Ouaknin, o.c., p. 77). 58. En nuestro estudio Simbolismo y salud, cit., passim, hemos presentado el símbolo como un inacabable proceso de continuadas «remisiones a».

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que, de otro lado, nunca llegan a poder concretarse del todo al margen del imaginario colectivo de una determinada época, con los simbolismos de tiempo y de espacio que lo articulan y le dan vida59. Placer y dolor, bien y mal, alegría y tristeza, nunca consiguen adquirir densidad humana sin la mediación de unos simbolismos concretos que configuran y «fisionomizan» el cuerpo en el tejido de la vida cotidiana, a través del trabajo de los sentidos corporales. Esto significa que mientras que el cuerpo se limita a ser una cabeza, unas manos o un hígado, la corporeidad, en cambio, significa, y su significado depende muy directamente del contexto cultural, de la relación de fuerzas sociales, de la traducción simbólica —de las transmisiones— en las cuales se inscribe una determinada corporeidad, se la educa y se la apalabra. No hay duda de que, como lo subraya Michel Bernard, el cuerpo también sirve para expresar los «fantasmas» y los «demonios» propios de cada sociedad60. Está claro, pues, que la corporeidad se constituye mediante los diferentes significantes que va adoptando el cuerpo en la pluralidad de contextos sociales, históricos y culturales, masculinos o femeninos, abiertos o cerrados, en los cuales se forma, transforma o deforma, se pierde o se encuentra, vive o muere. En definitiva, la corporeidad como máxima relación humana es el «producto» privilegiado del empalabramiento de la realidad que, incesantemente, en la variedad de los espacios y de los tiempos, permite que el ser humano, más o menos borrosamente, a gusto o a disgusto, se identifique y responda de la manera que sea, aunque siempre provisionalmente, al interrogante antropológico por excelencia: ¿quién soy yo? En cada contexto histórico, de acuerdo con los cambios de toda clase que, social e individualmente, intervienen en la plasmación de la vida cotidiana, los seres humanos configuran simbólicamente una imagen de su cuerpo; una imagen que sin cesar conviene corregir y rectificar, pero que, pese a todo, siempre se hace eco de la «proyección» —de la «remisión a»— que nunca deja de acompañarlos como empalabradores de la realidad que son. La íntima connaturalidad entre lo simbólico y el cuerpo humano proviene del hecho de que los dos, intrínsecamente, son «remisión a», relacionalidad, como forma de presencia en el mundo, el cual «es in-corporado» a través de los sentidos corporales61. De esta manera puede irse con-figurando un ser que, en cada aquí y ahora, vive las relaciones con él mismo, con los 59. Sobre simbolismo y cuerpo humano, véase especialmente el libro de Betz Der Leib als sichtbare Seele, cit., passim. 60. Véase Bernard, o.c., p. 134. 61. Véase Wils, «Ästhetische Güte», cit., pp. 174-175.

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otros, con la naturaleza y con Dios en estado de éxodo, es decir, en una plena situación de ambigüedad que le es propia62. Sin la «eficacia simbólica», en muchos momentos, el cuerpo se convertiría en una carga insoportable porque encerraría definitivamente al hombre o la mujer concretos dentro de una jaula de acero de una simple facticidad opaca que habría abandonado la dinámica del deseo, de aquel deseo que, por hablar como Ernst Bloch, permanece siempre deseo, ya que, sin parar, se encuentra in statu viae. «El deseo mimético nos ha hecho salir de la animalidad. Es responsable en nosotros de lo mejor y también de lo peor, de aquello que nos rebaja por debajo de lo animal y también de aquello que nos levanta por encima de él»63. Por eso mismo, los símbolos, en lo concreto de la vida cotidiana, son artefactos que permiten que el cuerpo humano y sus transformaciones —el envejecimiento, el dolor, la alegría, la muerte, la sexualidad— instituyan, colapsen y articulen las dimensiones del sentido a través de la construcción simbólicosocial de la realidad; un sentido, conviene añadir, siempre provisional, revocable y ambiguo, que reclama un incansable y renovador empalabramiento de la realidad; un sentido, además, que nunca puede darse por satisfecho con las respuestas que ofrecen los «sistemas» porque, de una manera o de otra, anhela el «cielo nuevo y la tierra nueva», es decir, todo aquello que nunca pueden ofrecer los «sistemas», que, casi siempre, se limitan a proponer su «reproducción». Por el hecho de dar sentido al cuerpo e, incluso, a las mismas manifestaciones del desorden corporal, el universo simbólico tiene que ser considerado como una auténtica «praxis de dominación de la contingencia». A partir de la «plenitud significativa» que es propia de los universos simbólicos, la cual, por otro lado, nunca puede ser completamente actualizada por el ser humano, éste, siempre de una manera coyuntural, se convierte en apto para llevar a la práctica «praxis de dominación de la contingencia», en las cuales las polivalentes figuras simbólicas de la corporeidad poseen una función determinante e insustituible. Esto significa que todo símbolo —articulado en un determinado contexto espaciotemporal, por medio de las posibilidades expresivas de una cultura concretamente, experimentado, además, por individuos o colectividades que viven unas «historias» en constante mutación— nunca se agota en una sola articulación o en una única referencia, nunca puede ser agarrado por una univocidad canónicamente estabili62. Véase ibid., pp. 173-174. Véase lo que ya hemos expuesto en el parágrafo«El cuerpo humano y los sentidos» (5.3). 63. Girard, o.c., p. 36.

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zada («final de trayecto canónico»), sino que, constantemente, impone la equivocidad (el hecho de encontrarse siempre in fieri) como su forma genuina de estar en el mundo. Incesantemente, para continuar siendo un ser auténtico, el símbolo, como «categoría del deseo y de la crítica»64 que es, posee la íntima exigencia de ir más allá de cualquier más allá. Históricamente, la corporeidad, que es el «escenario simbólico» por excelencia del ser humano, siempre ha exhibido unas innegables marcas equívocas, las cuales, a nuestro modo de entender, son la expresión del deseo humano, el cual constituye la forma genuina de expresar su finitud y su inacabamiento. Si el cuerpo, hipotéticamente, pudiera dejar de lado el «trabajo del símbolo», entonces tan sólo restaría un conjunto de miembros dispares, de mecanismos y de funciones fácilmente sustituibles65. En ese momento, aquello que estructuraría la existencia del cuerpo ya no sería la irreductibilidad del deseo y de la creatividad de la imaginación, sino un mero intercambio de elementos automáticos y burocráticos y de funciones que asegurarían su rendimiento mecánico. El cuerpo, cuando abandona las referencias simbólicas, entra de lleno en una «sociedad serial», se convierte en una pieza más de una «cadena de montaje», en la cual el mismo individuo y las «piezas» constitutivas de su organismo son, en un mundo comandado por la fuerza insuperable del «mercado», perfectamente intercambiables y sustituibles. Ciertamente que entonces, como lo subraya David Le Breton, el cuerpo humano también se inscribe en la «época de la reproductividad técnica» (W. Benjamin)66. La corporeidad constituye el escenario privilegiado del drama humano porque, constitutivamente, los hombres y las mujeres son actores y actrices67. Desde una perspectiva fenomenológica, Jozsef 64. Desarrollamos la cuestión del símbolo —concretada en «lo utópico»— como una categoría del deseo y de la crítica en L. Duch, La memòria dels sants. El projecte dels franciscans a Mèxic, Montserrat, Publicaciones de l’Abadia de Montserrat, 1992, pp. 266-283. Sobre la distinción entre «trayecto hermenéutico» y «final de trayecto canónico», véase L. Duch, Mito, interpretación y cultura, Barcelona, Herder, 22002, pp. 29-33. 65. Véase lo que diremos más adelante sobre la muerte en el momento presente. 66. Le Breton, Anthropologie du corps, cit., p. 231; cf. ibid., pp. 231-239. En las sociedades occidentales de tipo individualista, el cuerpo funciona como interruptor de la energía social; en las sociedades tradicionales, en cambio, es el religador (relieur) de la energía comunitaria. Por medio del cuerpo, el ser humano entra en comunicación con los diferentes campos simbólicos que dan un sentido a la existencia colectiva (ibid., p. 26). 67. Es evidente que aquí convendría que nos refiriéramos con cierto detalle a la cuestión de la teatralidad como categoría antropológica, y, a partir de aquí, podría considerarse la importante problemática en el entorno de la representación. Conven-

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Tischner ha puesto de relieve que el ser humano, de una manera decididamente intersubjetiva, es un ser dramático68. Esto quiere decir que, en su vida cotidiana, hombres y mujeres se presentan y se representan sobre los diversos escenarios del «gran teatro del mundo» a través de relaciones de proximidad, de oposición, de rechazo o de indiferencia con todos los otros hombres y mujeres, lo que significa que, de una manera o de otra, «recitan» el «papel» de su rol en la vida sobre el común escenario del mundo. Podría decirse que la representación, la teatralidad, es consecutiva al hecho de que el ser humano se ve constreñido a utilizar lenguajes simbólicos que «digan, pero que sobre todo quieran decir» (Bloch). Muy a menudo, en medio de la vida cotidiana, «nos representamos» con el fin de no ser «presentes» y, de esta manera, podemos enmascararnos detrás de las palabras, gestos, engaños, promesas, etcétera69. En el escenario que es la vida cotidiana, el drama del ser humano acostumbra a desarrollarse en tres «direcciones» bien concretas: 1) apertura frente a los otros; 2) apertura frente al tiempo que pasa; 3) apertura frente al lugar donde se desarrolla la acción70. En las tres, obligatoriamente, nos expresamos por medio de los símbolos corporales. De aquí que, propiamente, tengamos que hablar de la corporeidad como de un «escenario simbólico»: la corporeidad es el espacio en y sobre el cual «pasa» el tiempo de la «acción dramática» de los humanos, la cual siempre sucede en la cuerda floja «entre la pregunta y la respuesta». La afirmación precedente implica que nunca puede dejarse de lado la relevancia ética dría referirse en primer término a los trabajos ya clásicos de E. Goffman, Internados. Ensayos sobre la situación social de los enfermos mentales [1961], Buenos Aires, Amorrortu, 51994, y, sobre todo, íd., La presentación de la persona en la vida cotidiana [1959], Buenos Aires, Amorrortu, 31997. Sobre Goffman, véase Martuccelli, Sociologies de la modernité, cit., pp. 437-473. Otras perspectivas sobre la representación se presentan en los estudios de J. Goody, Representaciones y contradicciones. La ambivalencia hacia las imágenes, el teatro, la ficción, las reliquias y la sexualidad, Barcelona/ Buenos Aires/México, Paidós, 1999; C. Enaudeau, La paradoja de la representación, Buenos Aires/Barcelona/México, 1999. 68. J. Tischner, Das menschliche Drama, München, Fink, 1989. No hay duda de que en la obra de este filósofo polaco puede detectarse claramente la influencia de Scheler (estudios sobre la simpatía), Plessner (cuestión de excentricidad del ser humano), Zniniecki (trabajos sobre «man of Knowledge»), Levinas (problemática en torno al «rostro», la «mirada», «el otro», etc.). 69. Véanse los finos análisis de Tischner, o.c., pp. 75-80, sobre la diferenciación entre el «velo» y la «máscara». El velo se limita a ocultar el rostro; la máscara, en cambio, sencillamente miente. 70. Véase Tischner. o.c., pp. 22-25. Tischner ofrece los conceptos clave que acostumbran a intervenir en el desarrollo del drama humano: el rostro del otro, el ojo en el ojo, el encuentro, la mentira, la máscara, la exigencia, etc. (cf. ibid., pp. 35-83).

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(responsabilidad) de la presencia del ser humano sobre el escenario del mundo (de su mundo)71. A menudo en términos meramente volumétricos, nos referimos al espacio del cuerpo. Ahora bien, la corporeidad nunca es un mero espacio en tres dimensiones sino que, de hecho, es «espacio temporalizado y teatralizado», porque es un mundo simbólico en acción. De ahí que pueda afirmarse que la corporeidad constituye el escenario simbólico que corresponde a la relacionalidad humana, donde «se juegan» los inacabables diálogos —a menudo, meros «diálogos de sordos»— del drama humano. Siempre que entremos en contacto con los otros y con nosotros mismos lo hacemos corpóreamente, es decir, a través de todo un continuo de «relaciones escénicas», teatralmente. Es aquí donde, en un mismo movimiento, se expresa la condición finita y contingente del ser humano, es decir, su «condición adverbial» y también su búsqueda constante de superación de los límites. En la novela de novelas Sefarad, Antonio Muñoz Molina ha descrito de esta manera los cambios incesantes de decorado, actualizados casi como una forma de «movimiento escénico», a los que se encuentra sometido el ser humano precisamente a causa de su corporeidad: No eres una sola persona y no tienes una sola historia, y ni tu cara ni tu oficio ni las demás circunstancias de tu vida pasada o presente permanecen invariables. El pasado se mueve y los espejos son imprevisibles. Cada mañana despiertas creyendo ser el mismo que la noche anterior y reconociendo en el espejo una cara idéntica, pero a veces en el sueño te han trastornado jirones crueles de dolor o de pasiones antiguas que dan a la mañana una luz ligeramente turbia, y esa cara que parece la misma está cambiando siempre, modificada a cada minuto por el tiempo, como una concha por el roce de la arena y los golpes y las sales del mar72.

Y el poeta de las mil metamorfosis, Fernando Pessoa, escribió: Viven en nosotros innumerables; si pienso o siento, ignoro quién es el que piensa o siente. Soy tan sólo el lugar donde se siente o se piensa. Tengo más almas que una, hay más juegos que yo mismo. 71. Véanse las extraordinarias páginas que Tischner, o.c., pp. 84-100, dedica a esta problemática. 72. A. Muñoz Molina, Sefarad. Una novela de novelas, Madrid, Alfaguara, 2001, p. 443. José Luis Borges dice: «Pienso probar que la personalidad es una trasoñación, consentida por el engreimiento y el hálito, mas sin estribaderos metafísicos ni realidad entrañal» (cit. González García, Metáforas del poder, cit., p. 245).

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Con todo, existo. Indiferente a todos. Los hago callar: yo hablo. Los impulsos cruzados de todo aquello que siento o no siento disputan en quien soy. Los ignoro. No dictan nada. A quien yo sé: yo escribo.

No sin razón, Marc-Alain Ouaknin ha puesto de relieve que el hombre es, en cada momento, otro hombre, otra vida, otra experiencia. El hombre no es, sino que acontece. Esto significa que hay que existir en estado de emergencia de figuras nuevas, otras, de todo aquello que se puede pensar y hacer. Propiamente, el hombre existe en su alteración incesante73.

Creemos que el ser humano porque aparece sobre el escenario del gran teatro del mundo como persona, enmascarado, es este homo duplex al que se refería Émile Durkheim. Sin embargo, aquí conviene introducir una nota crítica. Ciertamente, innumerables son nuestras máscaras, nuestras peripecias históricas, los trayectos recorridos por nuestras percepciones visuales, auditivas y táctiles. Pero estamos convencidos de que en cada hombre y en cada mujer hay algo que se mantiene, que es inmune a la sucesión y a las transformaciones, que hay que buscar insistentemente como la perla fina de la que habla el Evangelio. En el lenguaje de Emmanuel Levinas es el rostro (visage), el cual, en palabras de Ouaknin que lo comenta, es aquello que marca [cada ser humano] en su singularidad, en su unicidad, en la posibilidad de intercambiarlo con otro rostro. El rostro es el contrario de la «persona», de la «máscara que disimula». El rostro es el mismo hombre que se hace encontradizo, pero que no se «conoce»74.

Toda la aventura humana no es más que la búsqueda, siempre comenzada de nuevo, del rostro del otro a través de las mil máscaras del otro y de nosotros mismos75. Fundamentalmente somos ambiguos porque, sobre el escenario de la vida cotidiana, siempre aparecemos como seres enmascarados que, con deleite, tendríamos que preocuparnos por llegar a nuestra «tierra prometida». Y nuestra «tierra prometida» es el rostro del otro, el cual, para nosotros, tan sólo puede existir como promesa, como «cumplimiento siempre incompleto», como esperanza, como respuesta que hay que rehacer un día tras 73. Ouaknin, Méditations érotiques, cit., p. 133. 74. Ibid., p. 165. 75. Con razón apuntaba Hugo von Hofmannsthal que «lo antropocéntrico es una especie de chovinismo».

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otro. Pese a las máscaras, las del otro y las nuestras, tendríamos que atrevernos a divisar más allá de las neblinas y descubrir el rostro del otro mediante la relacionalidad que nos constituye como mujeres y hombres concretos76. Y «esta relación con el rostro, como dice Levinas, es la bondad». Porque la bondad no es la deducción que cualquiera puede hacer a partir de un principio general, abstracta y con pretensiones de validez universal (al margen, por tanto, de la espaciotemporalidad distintiva de este hombre o de aquella mujer), sino que es «un encuentro, una relación con el rostro, con la percepción de lo que es único en el otro. No soy bueno porque posea la bondad, sino porque encuentro al otro en su singularidad»77. La corporeidad, como construcción simbólica del cuerpo humano que es, rompe las cadenas inexorables de la lógica binaria (tertium non datur) propia del signo al que, al menos desde Aristóteles, nos han acostumbrado muchas de las manifestaciones de la cultura occidental: «dentro-fuera», «alto-bajo», «verdad-falsedad», «bueno-malo», «nosotros-los otros», «cuerpo-alma»78. La corporeidad, como ya lo hemos expresado en otros lugares, permite la epifanía de un «espíritu encarnado» que, como «lo sagrado» en el esquema de Rudolf Otto, puede ser, al mismo tiempo, atractivo y repulsivo, amable y pavoroso, angélico y demoníaco. Es un hecho bastante evidente que, en casi todas las épocas de la cultura occidental, se ha impuesto una forma u otra de dualismo. Casi podría afirmarse que, para nuestra cultura, el dualismo ha constituido —y constituye aún— una forma de «destino» insuperable. Creemos que, ahora mismo, el dualismo postmoderno ya no se expresa como lo hicieron los antiguos mediante la cortante contraposición entre el «cuerpo» y el «alma» o el «espíritu», sino a través de la oposición del hombre con su propio cuerpo, la cual cosa equivale, de hecho, a una especie de nueva configuración del «cartesianismo»79. 76. Lo mejor y también lo peor que hay en nosotros se articulan y se actualizan en el aquí y en el ahora concretos mediante las relaciones como forma de hacernos presentes en el mundo. De aquí la importancia de la palabra en lo que tiene de dinámico y provisionalidad. 77. Ouaknin, Méditations érotiques, cit., p. 166. 78. Hay que tener presente que, adoptando una terminología propuesta por Paul Ricoeur, el símbolo es «retroprogresivo». Por un lado, el símbolo repite nuestra infancia, es decir, nos devuelve a los dioses de las significaciones arcaicas que pertenecen a la infancia de la humanidad y del individuo, pero, por otro lado, nos remite a una exploración del futuro, concretando, aquí y ahora, en imágenes indirectas, la dinámica del deseo. De esta manera el símbolo establece una tensión creadora entre el origen y el término, entre protología y escatología. 79. Creemos que la misma «condición adverbial» del ser humano lleva incluida una forma no sólo de pensamiento, sino propiamente de ser y de estar que nunca

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Los escenarios de la corporeidad son caleidoscopios, con metamorfosis siempre renovadas y en constante «estado de ebullición». De hecho, estos escenarios son dioses inagotables que emergen de repente en medio de los desiertos de la vida y que constituyen, por emplear una expresión de Heinrich Rombach, el marco de la concreatividad del ser humano, el cual es el verdadero factor de la «génesis social»80. Metamorfosis no sólo en una «problematización de las formas», sino como «estados fluidos» hechos de curiosidad, de «regímenes de encrucijada y de frontera», de interrogación, de admiración, que nunca llegan a consolidarse definitivamente. Metamorfosis por el hecho de encontrarse, sin parar, expuesto a las interpelaciones de los otros, a su olvido e incluso a su incomprensión. Por eso, de una manera iluminada, la corporeidad constituye el «ámbito del cuestionamiento» (Jabès) y de las «rupturas instauradoras» (M. de Certeau), allí donde lo humano se manifiesta, al mismo tiempo, en su fuerza relampagueante y en su irremediable fragilidad. En un estudio notable Heinrich Rombach se ha referido a las «identidades múltiples» que adopta el cuerpo humano en lo concreto de la vida cotidiana a causa de su «multipersonalidad» y también como consecuencia de la «multi-veracidad» de la misma realidad81. Es aquí donde se inscribe la amplia problemática alrededor de la ambigüedad humana82. En el seno de la familia, darse cuenta del carácter múltiple y contradictorio de la corporeidad posee una importancia decisiva tanto en las relaciones de padres e hijos como en las relaciones de pareja. A menudo la educación se impone como primer deber una supuesta coherencia «lógica» que, en el fondo, no es nada más que una uniformidad aburrida, la cual tiene como finalidad la lucha a muerte contra la imaginación y la interpretación, con la pretensión sobreañadida de disponer de las respuestas antes de que se hayan

puede evitar el pensar, el actuar y el sentir de una manera más o menos dual. Porque nunca estamos completamente aquí, el allá constituye un hecho insuprimible del mismo aquí y ahora. Porque nunca somos suficientemente poderosos, la desazón de conseguir una potestas que abarque todo lo otro —y todo lo otro posible y pensable— nunca nos deja tranquilos. Porque nunca llegamos a responder exhaustivamente al otro, siempre el deseo de alcanzar una respuesta total e insuperable nos atormenta. Y así sucesivamente… 80. Véase Rombach, El hombre humanizado, cit., pp. 130-134, 212-213, 403405, 441-442; íd., Phänomenologie des sozialen Lebens. Grundzüge einer Phänomenologischen Soziologie, Freiburg/München, Karl Alber, 1994, pp. 153-162. 81. Véase Rombach, El hombre humanizado, cit., pp. 239-259. 82. Véase lo que con anterioridad hemos expuesto sobre esta cuestión en el párrafo sobre el «cuerpo humano y los sentidos» (5.3).

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formulado las preguntas83. En la educación actual, «herida como se encuentra por los crecientes y frenéticos impulsos de la tecnologización de todos los ámbitos de la existencia humana, por el control panóptico de todas las esferas de la vida y por la domesticación de la espaciotemporalidad humana», hay una tendencia muy arraigada que consiste en pensar que nos encontramos delante de «cuerpos burocráticamente administrables» y no de «corporeidades radicalmente simbólicas». Creemos que algunos de los aspectos más relevantes de la actual crisis familiar —y, en el fondo, de las otras dos «estructuras de acogida»— tienen su origen en la «sociedad informáticamente administrada» de nuestros días. Se pretende «solucionar» el incesante cuestionamiento que impone la convivencia humana en la relacionalidad familiar, política o religiosa por medio de soluciones «técnicas», ya sean de carácter policiaco, psicológico, social, económico, religioso o sentimental84. La consecuencia que se desprende de este estado de cosas no es otra que la «desestructuración simbólica» de los individuos y de los grupos humanos85. Como realidad simbólica que es, convendría tener muy en cuenta que la corporeidad posee una irrenunciable dimensión narrativa. El narrar y el narrarnos son dos formas expresivas que son imprescindibles para la salud física, psíquica y espiritual del ser humano: «narrare necesse est»86. El hecho de que la corporeidad sea «narrativa» pone sobre la mesa una cuestión de una enorme importancia: en ningún momento somos del todo nosotros mismos, porque en las diversas narraciones que hacemos (y nos hacemos) de nuestra biografía (de nuestras «historias»), «y el hecho de vivir constituye, en realidad, un ininterrumpido ejercicio de «narrarnos» a nosotros mismos en la diversidad de espacios y de tiempos que nos toca vivir», nunca se da una exacta equivalencia entre nuestro discurso narrativo, siempre móvil y 83. Un ejemplo literario magnífico de esta coherencia educativa nos lo ofrece críticamente Charles Dickens en su extraordinaria novela Tiempos difíciles. Véase C. Dickens, Temps difícils, Barcelona, Edicions 62, 1996. Traducción al catalán de Ramón Folch i Camarasa. Prólogo de Joan Triadú. 84. Un buen ejemplo literario podría ser el mito de Frankenstein (véase P. Meirieu, Frankenstein educador, Barcelona, Laertes, 1998). 85. Analizamos la problemática en el entorno de la «desestructuración simbólica» en Duch, Religión y mundo moderno. Introducción al estudio de los fenómenos religiosos, Madrid, PPC, 1995, pp. 300-305. 86. Véase el singular texto de O. Marquard «Narrare necesse est», en Filosofía de la compensación. Escritos sobre antropología filosófica, Barcelona/Buenos Aires/México, Paidós, 2001, pp. 63-67. Sobre la narración, véase L. Duch, «Mito y narración», en Estaciones del laberinto. Ensayos de antropología, Barcelona, Herder, 2004, pp. 223259.

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determinado por las peripecias del día a día de nuestro «trayecto antropológico», y la pretendida objetividad que desde los «sistemas sociales» se quiere conferir y a menudo hasta exigir a la existencia humana. Nunca somos exactamente nosotros mismos. Podríamos decir, por tanto, que disponemos de diversas corporeidades o que la corporeidad, por el hecho de ser expresión idónea de nuestras variadas y no siempre coordinadas «historias», nunca es «única» ni definitiva. Nuestra presencia en el mundo siempre posee una gran variedad de fisionomías, siempre se encontraba in fieri, es plural, como plural es nuestra capacidad empalabradora de la realidad, si realmente aprendemos los lenguajes adecuados para expresarla. Esto equivale a decir que, en el transcurso de nuestro trayecto vital, nos «inventamos» diversas narraciones simbólicas de nosotros mismos, casi como «autobiografías» diversas, las cuales, día a día, a través de los sucesivos «retoques», nos actualizan, en forma de innombrables «representaciones» (que a menudo nos sirven para ocultar nuestra «presencia real»), en los diversos escenarios en los cuales va situándose nuestro cuerpo. Inventamos, entonces, las narraciones de nuestras vidas y, a su vez, las narraciones nos inventan a nosotros mismos. Por ello resulta obvio que referirse a la corporeidad supone introducir una noción altamente «problemática» y que, cuando la queremos «capturar», como el agua corriente, se nos desliza entre los dedos; se trata, por lo tanto, de una categoría historicosimbólica que incesantemente hay que contextualizar e interpretar. El cuerpo, en cambio, puede ser considerado como un objeto perfectamente acotado y definido, objeto de estudio de los manuales de medicina, del cual —así lo han pensado algunos— hasta se podría prescindir87. 6.3. EL CUERPO POSTMODERNO

De entrada quisiéramos poner de relieve que nos referimos al «cuerpo postmoderno» porque estamos plenamente convencidos del hecho de que la comprensión «moderna» del cuerpo (y del conjunto de la realidad humana) que se inició en la primera Modernidad, concretamente a partir de Descartes, en el momento presente, se encuentra en crisis. La crisis del proyecto de la Modernidad puede ser entendida en términos de transición en una situación postindustrial o postfordista

87. Evidentemente el ejemplo más claro es el de Descartes, parte IV del Discurso del método, así como también la Segunda Meditación. Sobre la crítica a la posición de Descartes desde una perspectiva neurológica, véase Damasio, o.c., esp. pp. 310-315.

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o, por decirlo con otros términos, postmoderna. Estas transformaciones han sido acompañadas por una crítica creciente de la asunción ingenua y simplista del cartesianismo racionalista y de su herencia como factores dominantes de aquello que Max Weber denominó el «capitalismo ascético»88. No hay duda de que, desde hace unos treinta o cuarenta años, son muy diversos los síntomas que permiten detectar un cambio radical de orientación de nuestra sociedad89. Creemos que la configuración postmoderna del cuerpo constituye uno de los más evidentes y rotundos. En efecto, la ideología cartesiana del control ascético del cuerpo humano en el interior del capitalismo urbano, que daba por supuesta la separación del alma y del cuerpo y la supeditación de éste a aquélla, ha estado directamente puesta en cuestión por los feminismos (y el «regreso a la naturaleza»), la postmodernidad, las numerosas «culturas del yo» y la teoría crítica90. La Modernidad en un sentido estricto otorgó un lugar preferente a la mente, sobre todo como medio de control y de regulación del cuerpo humano. En la actualidad —en la postmodernidad— el cuerpo se ha convertido en un territorio de conflicto, de controversia y de consumo. Por otra parte, es bastante evidente que cada día resultan más fáciles y más frecuentes las intervenciones tecnológicas sobre el cuerpo, lo que significa que el sujeto moderno que, por encima de todo, es un «consumidor» puede participar activamente en el diseño y la construcción de un «cuerpo ideal», el cual, por otro lado, se convertirá en la manifestación externa más importante de la identidad personal. Es un dato incuestionable que, en las sociedades de nuestros días, el gasto nervioso (stress) de los individuos acostumbra a ser más elevado que el gasto de energía física (corporal)91. Ya hace algunos años (1976), por poner de relieve la pérdida de la movilidad física del hombre actual, Paul Virilio señalaba que «la actual humanidad urbanizada se había convertido en una humanidad sentada»92. Por su parte, David Le Breton subraya el hecho de que «la dimensión sensible y física de la existencia humana tiende a restar en barbecho a 88. Véase Turner, Body & Society, cit., pp. 10, 14. 89. Analizamos con cierto detalle la crisis de la razón y de la historia como síntomas muy significativos del cambio de dirección que, desde hace algún tiempo, puede verificarse en nuestra sociedad (véase Duch, Armes espirituals i materials: Religió, cit., pp. 233-308). 90. Véase Turner, o.c., p. 20. 91. Vale la pena recordar que, en los últimos años del siglo XIX, Georg Simmel ponía de relieve que el «nerviosismo» era la característica del hombre moderno (¡a finales de aquella centuria!) (véase Simmel, Sobre la aventura, cit., pp. 239-264, en el ensayo dedicado a Rodin). 92. P. Virilio, cit. Le Breton, Anthropologie du corps, cit., p. 170.

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medida que se amplía el medio técnico»93. Muy a menudo, el hombre y la mujer de nuestros días se comportan en la vida cotidiana con un «absentismo físico» como si fueran una especie de «miembros supernumerarios» (Le Breton) de la familia humana. De todas maneras hay que tener bien presente que, actualmente, las diversas prótesis técnicas del cuerpo (televisión, automóvil, escaleras mecánicas, ascensores, aparatos diversos, etc.) todavía no han conseguido sustituirlo totalmente, pero es un dato muy evidente que la Modernidad ha reducido drásticamente el continente «cuerpo» (Le Breton). JeanJacques Wurnenburger ha puesto de manifiesto que, a partir de la segunda mitad del siglo XX, el automóvil y la televisión, haciendo efectiva la descarga de energía muscular sobre la máquina, han contribuido a la desactivación del sistema sensomotor de los humanos94. Actualmente y con una cierta frecuencia, el cuerpo es vivido como un simple «accesorio de la presencia» y, con cierta frecuencia también, se ha convertido en una especie de material de bricolaje puesto a disposición de la voluntad manipuladora del individuo. De ahí el éxito de las numerosas variedades de la cirugía estética: se supone que con un cambio de la fisonomía del cuerpo tendrá lugar un cambio de la propia vida95. Esto que acabamos de exponer no significa de ninguna manera que, en el momento presente, el cuerpo haya dejado de interesar. Ciertamente se ha cambiado el uso, pero el «cuidado del cuerpo» continúa siendo una de las preocupaciones —a menudo con un carácter indudablemente «obsesivo»— más apremiantes de una gran mayoría de nuestros contemporáneos96. Creemos que no es exagerado 93. Le Breton, o.c., p. 169. 94. Véase J.-J. Wunenburger, L’homme à l’âge de la television, Paris, 2000, p. 30. Sobre todo la televisión y los utensilios informáticos son los causantes de la actual «inercia anatómica» del ser humano. «Detrás de la revolución tecnológica, se juega el destino de la especie humana en su capacidad de preservar la movilidad y la vitalidad. La servitud a la pantalla, en particular a la de la televisión, da lugar a una mutación antropológica» (ibid., p. 31). 95. Véase la interesante entrevista a D. Le Breton reproducida en Construire, núm. 19, 9 de mayo de 2000, y, sobre todo, Le Breton, Signes d’identité, cit., passim. No hay duda de que las prácticas de los tatuajes —antes limitada casi sin excepción a personas jóvenes surgidas de ambientes populares (marineros, soldados, obreros, gente de mala vida, etc.)— y del piercing constituyen, actualmente, una praxis social relativamente importante en nuestra sociedad para expresar las nuevas identidades, sobre todo las que tienen como trasfondo una u otra «cultura del yo». 96. Incluso la religión de muchas formas del actual y ambiguo «regreso de lo religioso» poseen un acusado carácter terapéutico, atendida la circunstancia de que la pregunta «¿cómo me encuentro?» constituye, en nuestros días, un dato antropológico fundamental.

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hablar de «narcisismo» en relación con el tratamiento que actualmente se acostumbra a dar al cuerpo en nuestras sociedades97. Bryan B. Morris incluso llega a hablar de una total «reinvención» del cuerpo en la postmodernidad98. Según este autor, que integra algunos de los análisis que formuló Michel Foucault en los años sesenta y setenta del siglo XX de una manera muy parecida a lo que sucedió en el pasado, también los analistas del momento presente ven en el cuerpo un espacio abierto para la inscripción de las modalidades actuales del poder social y político. En efecto, como no podía ser de otra manera, sobre la superficie del cuerpo postmoderno aparecen «inscritas» las significaciones, las configuraciones y los constreñimientos impuestos por el discurso social dominante99. Esto es así por la sencilla razón de que el cuerpo humano es el escenario privilegiado y más accesible para todo tipo de peripecias, desdichas, alegrías e «historias» de los humanos. En cada momento histórico, el cuerpo humano, como escribió Merleau-Ponty, es un «proyecto de mundo». En una sociedad con un incesante aumento de la complejidad, ante la imposibilidad de hacerse cargo de la realidad en su conjunto, se intenta al menos controlar las manifestaciones del propio cuerpo. Ésta es una operación simbólica que es adoptada por muchos con tal de no renunciar totalmente a su presencia en el tejido del mundo, y de esta manera, al menos a los propios ojos, se hacen la ilusión de dar y de adquirir, de mantener sentido, valor, proyectos, influencia, etcétera. El interés postmoderno del cuerpo posee frentes muy diversos. Desde la perspectiva de los sistemas de la moda, por ejemplo, cada vez resulta más fácil intervenir en el cuerpo y modificarlo de acuerdo con el énfasis competitivo y consumista (el llamado «individualismo consumista» de nuestros días) impuesto por las propagandas de toda clase a las que, actualmente, nos encontramos sometidos hombres y mujeres100. No hay ninguna duda de que estas intervenciones en el cuerpo 97. En diversos lugares de esta Antropología de la vida cotidiana ya nos hemos referido a la «cultura del yo» (Béjar) y a la «sociedad de vivencia» (Schulze) como hechos característicos de la sociedad de nuestros días en relación con el propio cuerpo. 98. Morris, Illness and Culture in the Postmodern Age, cit., p. 145. 99. Véase ibid., pp. 145-146. 100. En los años treinta del siglo XX Walter Benjamin, con el importante precedente de Georg Simmel, ya percibió lúcidamente que las modas no son nada más que el progresivo aumento del fetichismo de la mercadería en la Modernidad, pero, al mismo tiempo «y, desde una perspectiva antropológica, aquí encuentra su valor», son síntomas ideológicos y culturales que permiten unos adecuados análisis de la sociedad. Véase sobre toda esta problemática el interesante estudio de J. Entwistle El cuerpo y la moda. Una visión sociológica, Barcelona/Buenos Aires/México, Paidós, 2002, en el cual analiza diversos aspectos relacionados con la moda y el cuerpo, es decir, el «cuer-

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humano se vinculan directamente con la cuestión de la identidad personal, la cual, desde los preservativos hasta la clonación, se convierte en tema de agudas controversias. De todas maneras, en relación directa con la realidad corporal humana, hay que tener en cuenta un cambio radical acontecido en la postmodernidad, que la diferencia de la Modernidad en un sentido estricto. En efecto, la Modernidad otorgó un lugar privilegiado a la mente, que era la encargada de la regulación y del control del cuerpo. En la postmodernidad, en cambio, el cuerpo en sí mismo se ha convertido en un territorio de consumo, de controversia y de conflicto porque, con mucha frecuencia, se cree que la «apariencia» exterior del cuerpo es la persona como tal, es su carta de identidad y de identificación más importante: ya no lo es el rostro, como afirma el viejo adagio, que es el espejo del alma, sino que lo es el cuerpo en su conjunto; eso sí, un cuerpo «reconstruido» y puesto al día101. Prácticamente desde la Ilustración, el cuerpo «moderno» (con la ayuda evidente de la praxis médica), con unos indudables rasgos mecanicistas, ha sido considerado como un reloj o como un organismo biológico (mecánico) que cabía mantener en buena forma, bien engrasado, para poder dar una respuesta conveniente y convincente a la competición y a los retos propios de los tiempos modernos. Desde un punto de vista postmoderno, en cambio, los cuerpos ya no acostumbran a ser considerados exclusivamente como unas entidades biológicas que constituyen «la parte material del hombre», por utilizar la descripción del Stedman’s Medical Dictionary (art. «Body»), sino que, en primerísimo lugar, son vistos como construcciones culturales y espacios sociales sobre los cuales se puede observar y «dibujar» los signos complejos de la fantasía y de las transgresiones humanas102. Con las excepciones de rigor, es algo indiscutible que los «dictados» —a menudo, tiránicos— de las modas culturales actuales son asumidos por una gran mayoría de hombres y mujeres de una manera incondicional, acomodando la propia conducta y, sobre todo, la misma carne humana. En una sociedad francamente individualista, en medio de un proceso de defunción del otro, Morris comenta que la

po vestido», como pueden ser, por ejemplo, moda y cambio social, moda e identidad, moda y género, moda y sexualidad. 101. No hay duda de que las «enfermedades modernas» tienen aquí una incidencia muy considerable. Véase la exposición que hacemos sobre el «cuerpo atlético», el «cuerpo anoréxico» y la vigorexia. 102. Véase en este sentido el interesante estudio de Le Breton Signes d’identité, cit., passim.

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actual «medicina es una de las fuerzas culturales disciplinarias más poderosas, la cual, por medio de aquello que Michel Foucault designó con el nombre de ‘mirada’ clínica, transforma el cuerpo en un objeto del escrutinio científico […] No se trata de loar o de censurar al poder implícito de la medicina, sino más bien de reconocer su impacto en el cambio que han experimentado la comprensión y la experiencia de nuestros cuerpos»103. Por su lado, Heinrich Schipperges pone de relieve que da mucho que pensar el hecho de que cada día más seres humanos mueran de un número cada vez más pequeño de enfermedades. Sobre todo se trata de aquellas enfermedades propias de la civilización actual, las cuales, exclusivamente, están condicionadas por factores medioambientales (Umweltfaktoren) o por normas de comportamiento (Verhaltensnormen), es decir, se trata de aquellas enfermedades que solamente podrían retenerse o protegerse a través de nuestra propia manera de vivir (Lebensführung)104.

Al lado de la cirugía estética, uno de los factores que han contribuido más intensamente al diseño postmoderno del cuerpo ha sido la «medicina deportiva» y el «culto rendido a los deportistas de élite». Creemos que, con toda la razón del mundo, Morris afirma que «el atleta postmoderno tiene un propósito indirecto, pero irresistible: persuadirnos de que ahora ya no hay límites naturales para las posibilidades del cuerpo humano»105. Por otro lado, hay que tener en cuenta que, en la actual «sociedad del espectáculo», las estrellas de la pantalla, los cantantes y las modelos han de mostrar sus cuerpos competitivamente, como si se tratara de un «tipo de subtexto sexual» («a kind of sexual subtext») (Morris), que, «dogmáticamente», con una especie de drástica «regulación ortodoxa corporal», marcará las pautas corporales y mentales de un enorme contingente de admiradores y admiradoras o, quizás mejor, de «idólatras» —porque nuestro momento, a pesar de lo que se pueda decir en un sentido contrario, se muestra sumamente «crédulo» (Berger)— obcecados y a menudo hasta totalmente «drogados» por la imagen corporal de sus ídolos, los cuales —aludiendo a una vieja idea de Hobbes— vienen a ser para ellos una especie de dii 103. Morris, o.c., pp. 146, 147. 104. H. Schipperges, Medizin an der Jahrtausendwende. Fakten, Trends, Optionen, Frankfurt a. M., Josef Knecht, 1991, p. 41. Sobre las enfermedades del siglo XXI, véase ibid., pp. 39-49 105. Morris, o.c., p. 147; cf. Le Breton, L’Adieu au corps, cit., p. 26. Véase lo que expondremos más adelante sobre el «cuerpo deportivo».

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mortales. Por otro lado, resulta bastante evidente que en un tiempo donde, competitivamente, se impone la «autopromoción» de los individuos, el cuerpo sexual puede hacer el servicio de un «cartel anunciador» (sandwich board) para un ego disminuido y empobrecido, y, con mucha frecuencia, desprovisto de todos los recursos lingüístico-simbólicos y morales que le permitan tomar actitudes y comportamientos críticos. Incluso ejerciendo una función canónica y de censura, los mass media actuales proyectan delante de nuestros ojos, casi litúrgicamente, una exhibición de cuerpos masculinos y femeninos a causa de sus supuestas cualidades fotogénicas; cuerpos que, por otro lado, explícitamente exigen «adoración» e «imitación» incondicional por parte de las masas. Para un número importante de personas de los dos sexos —jóvenes y no tan jóvenes— estas «canonicidades corporales» constituyen verdaderos dogmas, que hay que aceptar con todo el entusiasmo posible y, evidentemente, con el mínimo (por no decir nulo) espíritu crítico. Un cocktail de nuevas drogas y de hormonas sexuales, que eran inasequibles hace tan sólo unos pocos años, ahora ofrecen a los cuerpos postmodernos una plasticidad que les permite esconder las heridas ocasionadas por la edad, afinar las cinturas consideradas como improcedentes, poner remedio a la impotencia masculina y a la falta de fertilidad femenina106. A menudo, el actual cuerpo paradigmático —tanto en el ámbito de las canonicidades estéticas como en la de las deportivas— es meramente un «cuerpo drogado». Un «cuerpo exaltado», como puso de relieve David Le Breton, que, en realidad, no es el cuerpo con el cual hemos nacido, sino que se trata de un cuerpo redefinido, rectificado, reactualizado, reconvertido a través de unas continuadas intervenciones sobre todo, aunque no exclusivamente, de carácter médico y farmacológico. Por eso puede afirmarse que, actualmente, el cuerpo es un alter ego, un doble, otro «yo mismo», que se encuentra disponible para todas las modificaciones y experimentaciones imaginables porque, en el fondo, el cuerpo humano se ha convertido en algo provisional107. 6.3.1. El «cuerpo anoréxico» Los cambios sucedidos en la dieta alimenticia han provocado alteraciones muy importantes en la constitución del cuerpo postmoderno. En este ámbito, la anorexia y la bulimia son unas disfunciones altamente significativas. Hay que referirse con un énfasis muy especial a 106. Véase Morris, o.c., p. 150. 107. Véase Le Breton, o.c., pp. 23-24.

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lo que denomina David B. Morris como «cuerpo anoréxico»108. La emergencia de la anorexia como enfermedad diagnosticada data de los últimos decenios del siglo XX109. La «American Anorexia and Bulimia Association» fue fundada en 1978, que es cuando los mass media comenzaron a hacerse eco del rechazo de algunas mujeres jóvenes a tomar alimentos. Es entonces cuando se toma conciencia de la presencia de una nueva clase de enfermedad (bulimia) relacionada con algunos desórdenes de la nutrición, aunque haya que tener en bien presente que, con mucha frecuencia, el desencadenamiento real de la disfunción es de carácter emocional y psicológico más que de carácter fisiológico en un sentido estricto. La manifestación de la enfermedad consiste en el hecho de que, en los pacientes, se da una profunda distorsión en la percepción de su «imagen corporal»110: el propio cuerpo se convierte en delictivo111. Según David B. Morris, en los Estados Unidos, inicialmente, este tipo de enfermedad afecta a entre el 1% y el 4% de la población femenina de los institutos de segunda enseñanza y de las universidades. De manera alarmante, a partir del decenio de los años setenta del siglo XX este porcentaje se había cuadriplicado112. 108. Véase sobre lo que sigue Morris, o.c., pp. 151-156. Unas buenas descripciones de la anorexia son ofrecidas por B. Brusset, «Anoréxie», en Encyclopaedia Universalis, II, Paris, 1990, pp. 470-472; C. Adell et al., Medicina Integral 34/2 (junio 1999), pp. 21-26; R. M. Ortega et al., «Anorexia y bulimia: imagen corporal e imagen social»: Alimentación, nutrición, salud 7/3 (2000), pp. 67-75, con una importante bibliografía sobre esta problemática (pp. 74-75). Estas referencias nos han sido facilitadas por el doctor Jaume Vizcarra. 109. Sobre esta problemática, véase T. Miron, «L’anoréxie: violence du désir et mort psychique»: Religiologiques 6 (1992), pp. 1-21; J. J. Brumberg, Fasting Girls: The Emergence of Anorexia Nervosa as a Modern Disease, Cambridge, Harvard University Press, 1988. No hemos tenido la oportunidad de consultar esta obra. Según Ortega et al., o.c., p. 68, el problema de la anorexia acostumbra a afectar a nueve mujeres por cada hombre; esta proporción se ha mantenido en estos últimos decenios y tiende a cambiar muy lentamente. Sobre la «anorexia nerviosa», véase H. Bruch, La jaula dorada. El enigma de la anorexia nerviosa, Barcelona/Buenos Aires/México, Paidós, 2002. 110. Véase Turner, Body & Society, cit., p. 180, el cual pone de relieve que la anorexia plantea la cuestión de si el cuerpo humano —su peso, altura, gestos, gesticulación— se encuentra de acuerdo con los criterios culturales vigentes. La anorexia puede ser considerada, en parte, como disease y, en parte, como illness (véase aquello que expondremos más adelante sobre esta problemática). 111. Véase J. Toro, El cuerpo como delito. Anorexia, bulimia, cultura y sociedad, Barcelona, Ariel, 1996. 112. Véase Morris, o.c., p. 153. Muy recientemente se ha puesto de relieve que, en relación con la comida, puede detectarse todavía otra patología de carácter somáticopsicológico: la ortorexia. Mientras la anorexia y la bulimia se centran en la cantidad de comida, la ortorexia se preocupa por su calidad. Jeshua Bratman, que fue uno de los

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La anorexia es una enfermedad que, por regla general, acostumbra a afectar a jóvenes mujeres acomodadas de las modernas sociedades occidentales. Raramente se detecta entre los hombres y las mujeres negros, lo que significa que género, estatus económico y cultura se encuentran profundamente implicados. Algunos investigadores han puesto de relieve que el origen de la anorexia es una consecuencia del mejoramiento de las condiciones generales de vida de los años posteriores al fin de la Segunda Guerra Mundial (1945). Antes, cuando la comida era escasa, los desórdenes alimenticios eran prácticamente desconocidos. Parece, pues, que la anorexia tan sólo se presenta en sociedades y clases sociales en las cuales el alimento se encuentra bien asegurado y, por lo tanto, aquello que entonces, al menos para los grupos sociales más favorecidos, se ha convertido en un motivo de inquietud y de angustia no es de ninguna manera el hambre, sino la obesidad113. Según Morris, a causa de las implicaciones psicosomáticas que nunca dejan de tener, las causas concretas de esta enfermedad son difíciles de precisar y el tratamiento siempre resulta sumamente complicado y, en muchos casos, francamente problemático. Sin embargo, no hay duda de que el entorno familiar posee una decisiva importancia hasta el punto de que algunos especialistas han llegado a establecer como causa principal de esta enfermedad el impacto del «incesto psíquico» (psychic incest) de algunas adolescentes con su padre. La maduración sexual dificulta las cosas porque algunas anoréxicas acostumbran a rechazar totalmente su feminidad emergente, casi siempre asociada con los tejidos grasos que acompañan a la pubertad y, entonces, buscan aproximarse a la supuesta esbeltez del cuerpo masculino, concretada, con mucha frecuencia, en la figura del padre114. Miron destaca el hecho de que muchas anoréxicas se rebelan contra el cuerpo y el alimento que les ha dado —y les da— su madre. En cualquier caso, sin embargo, el medio familiar posee una enorme importancia. En relación con el «cuerpo anoréxico», conviene no olvidar el impacto, a menudo irresistible y determinante, de la propaganda y de primeros médicos que se ocupó de esta enfermedad, afirma que los afectados tienen «un menú en lugar de una vida» (véase J. Bratman, «Orthorexia Essay»: www.orthorexia.com/ Essay.htm). Debemos esta información al doctor Jaume Vizcarra. 113. Ortega et al., o.c., pp. 72-73, subrayamos la importancia excepcional de los medios de comunicación en la proliferación actual de la anorexia, porque «la delgadez representa el arquetipo estético y el cuerpo se convierte en la expresión de la sociedad». 114. ¿Qué sucede, sin embargo, cuando el «padre», como pasa con bastante frecuencia en nuestros días, también se muestra un decidido participante de la «cultura adolescente»?

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los intereses económicos de las sociedades capitalistas tardías, las cuales con criterios exclusivamente economicistas establecen de una manera dogmática los cánones del cuerpo perfecto de la mujer y de la belleza femenina. El hombre o la mujer que buscan compulsivamente y neuróticamente la delgadez creen que dominan su cuerpo, pero, en el fondo, se encuentran secuestrados por las férreas leyes del mercado expresadas por la propaganda de las «marcas» y de los productos dietéticos. Después de un largo período de discreción, en la actualidad el cuerpo se impone como un lugar predilecto del discurso y de la praxis sociales115. En este contexto no puede olvidarse el hecho de que la imitación, para bien y para mal, constituye una dimensión antropológica fundamental de todo ser humano. «La imitación, imitatio, en el sentido de repetir espiritual, está reservada al ser humano»116. Las fantasías del ideal estético del cuerpo femenino se imponen en un contingente importante de mujeres jóvenes que, siguiendo acríticamente los dictados impuestos por la propaganda y sus intereses, no sólo «odian» los kilos de más, sino que sobre todo se «odian» a sí mismas y se niegan a aceptarse tal como son. De esta manera, muchas mujeres jóvenes se imponen una verdadera «disciplina» de campo de concentración con la intención de construir un cuerpo que se adapte a los imperativos (a menudo, con rasgos claramente «machistas») de la moda. Convendría no perder de vista la aguda cita de Molière: «Tous les vices à la mode passent pour vertus»117. No hay duda de que resulta muy adecuada la siguiente afirmación de Helmuth Plessner: «Imitar y disimular tienen que ser vistos desde la situación corporal del ser humano, desde su relación con el propio cuerpo, con sí mismo y con los otros. En tanto que esta situación se caracteriza por el distanciamiento interior y por la posibilidad en principio de retirada, convierte cada individuo en un doble de sí mismo»118. Hay que tener en cuenta, sin embargo, como oportunamente señala Morris, que «los ideales postmodernos de la belleza no circulan en un reino inocente de fantasía, sino que son propuestos y promovidos por la economía consumista»119. En la edad de la electrónica, para un número importante de hombres y mujeres, la imagen «y, particularmente, la imagen de la mujer», es el mejor medio para crear nuevas 115. Véase Le Breton, o.c., p. 49. 116. Plessner, «El acto imitativo», cit., p. 187. 117. «Une chose folle et qui découvre bien notre petitesse, c’est l’assujetissement aux modes quand on l’étend à ce qui concerne le goût, le vivre, la santé et la conscience» (La Bruyère). 118. Plessner, o.c., p. 189; cf. ibid., pp. 190-191. 119. Morris, o.c., p. 154.

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necesidades. No puede olvidarse que las entidades propagandísticas, que tienen muy en cuenta el poder adquisitivo y la independencia respecto al entorno familiar de las mujeres y de los adolescentes, solicitan la satisfacción de sus deseos a través de imágenes de cuerpos masculinos y femeninos perfectos y semidesnudos. En ambos casos, la fórmula «el sexo vende» (sex sells) resulta aplicada ampliamente en muchos sectores de la cultura postmoderna. «La marca más característica de la sexualidad postmoderna es su promesa —por medio de imágenes de cuerpos sexuales— de una huida frente a un placer puro y desencarnado»120. En su notable estudio Morris pone de relieve que el sexo postmoderno ha dejado atrás el tradicional círculo burgués de alumbramiento y familia. Con la píldora contraceptiva oral, introducida en 1960, se inició una nueva época, que el historiador Donald W. Lowe designa con el nombre de «estilo de vida sexual» (sexual lifestyle)121. Este autor hace notar que, a partir de entonces, ha tenido lugar una reestructuración (remaking) del cuerpo de la mujer, en la cual participan, con intereses crematísticos muy concretos, algunas revistas particularmente dirigidas a mujeres, como, por ejemplo, Cosmopolitan. Esta reestructuración tiene lugar a través de la «sexualización de ojos, labios, orejas, muñecas, piernas, pies, bocas, dedos, olfato, piel, etc. No se trata de explotar un cuerpo preexistente, naturalmente sensible, sino de la construcción actual de ciertas partes del cuerpo como sensibles y sexuales, como capaces de estímulo y de excitación, y, por eso mismo, exigen cura y atención si es que las mujeres tienen que ser sexuales y sexualmente deseables por los hombres»122. Según Lowe, la reconstrucción de un cuerpo de mujer «supersexual», que se encuentre plenamente de acuerdo con los cánones de la «belleza moderna», constituye una de las causas más importantes del origen de la anorexia. A muchas mujeres, especialmente las jóvenes, les resulta imposible de realizar en su cuerpo este ideal; por eso mismo y por expresarlo de una manera más drástica puede afirmarse: el nuevo contexto cultural crea la anorexia. Este investigador está convencido del hecho de 120. Ibid.. p. 155. Sobre la sexualidad como lugar de la experiencia postmoderna de lo sagrado véase G. Ménard, «La sexualité comme lieu de l’expérience contemporaine du sacré», en C. Rivière y A. Piette (eds.), Nouvelles idoles, nouveaux cultes. Dérives de la sacralité, Paris, L’Harmattan, 1990, pp. 159-178. 121. Véase Morris, o.c., p. 155. Véanse las interesantes reflexiones de Le Breton, o.c., pp. 161-177, esp. pp. 168-174, sobre la «cibersexualidad o el erotismo sin cuerpo». 122. R. Coward, cit. Morris, o.c., p. 155. Sobre el body building, véase Le Breton, o.c., pp. 36-40. Sobre la «producción farmacológica» del propio cuerpo, cf. ibid., pp. 660-662.

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que esta enfermedad tiene que ser considerada mucho menos como una psicopatología que como una alarmante sociopatología del capitalismo tardío. Resulta bastante evidente que la presencia del cuerpo anoréxico en nuestra sociedad no hace nada más que poner de relieve una realidad antropológica cabal: el ser humano nunca puede eludir su determinación cultural. El cuerpo humano, que, para bien o para mal, siempre tiene encargada la misión de expresar su «transanimalidad» característica, también es una construcción cultural, que se encuentra ubicada en un tiempo y un espacio concretos. Eso nos permite afirmar que existen unas relaciones muy concretas y reales entre el cuerpo anoréxico y la sociedad en la cual este cuerpo se construye y se desarrolla. En el fondo, es indudable que las patologías del cuerpo humano son unos síntomas muy elocuentes de las patologías del cuerpo social. Tiene razón Bryan S. Turner cuando afirma que lo que es indudable en relación con la anorexia es que es imposible separarla de la etiología social, de los criterios de desviación social y del simbolismo social. Algunas de las interpretaciones de la anorexia la ven en términos de lucha en el interior de las familias de clase media, en las que las sobreprotegidas hijas buscan un control más grande de sus cuerpos y, por eso mismo, de sus vidas123.

La anorexia, entre otras cosas, recalca la insuperable dificultad que experimentan muchos (muchas) para aceptar su cuerpo. François Coupry lo expresa muy bien: [En el momento presente], hablo de «no-cuerpo» en relación ciertamente con una convención tradicional del cuerpo. Hablo sobre todo de «no-cuerpo» porque este objeto que ya nadie osa llamar carne, hoy en día es «colectivo y angélico» —una especie de trascendencia casi inmaterial […] Adelgazar significa desear (o tener la necesidad) de perder esta consistencia aguda, inquietante. El ideal médico y social de nuestra sociedad sería, en realidad, una ausencia utópica de toda preocupación por el cuerpo124.

123. Turner, o.c., pp. 180-181. Este autor, haciéndose eco de una idea de Lukács, pone de relieve que la anorexia reproduce las antinomias del pensamiento burgués. Se trata de la búsqueda de la libertad individual que quiere salir de la jaula de oro de la superprotectora familia de clase media. También implica la búsqueda, a través de un ascetismo sexual religioso, de perfección personal (cf. ibid., pp. 181-182). 124. F. Coupry, cit. Miron, «L’anoréxie: violence du désir et mort psychique», cit., pp. 18-19.

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Vistas las cosas desde esta perspectiva, la violencia contra el cuerpo que el/la anoréxico/a se esfuerza por perpetuar es una manera de formular un «no-dicho» que no llega a acceder al lenguaje y que ni tan sólo puede simbolizarse. Con mucha frecuencia, este «no-dicho», como señala Miron, es la hostilidad contra la familia y, en términos más generales, contra la sociedad. «Esta autoagresión constituye el contrapeso de una heteroagresión que no llega a expresarse de una manera sana […] Se asiste, en definitiva, a una autoagresión de defensa contra un dolor intrapsíquico insoportable»125. No hay duda de que, sean cuales sean la descripción y la interpretación que se haga, la anorexia no es nada más que la manifestación —evidentemente, como unos rasgos muy especiales y, sin duda, sumamente peligrosos— «moderna» de una cuestión de siempre: las problemáticas relaciones del ser humano con su cuerpo. 6.3.2. La vigorexia La anorexia es una de las caras de la moneda. La vigorexia o síndrome de Adonis es la otra; constituye el triste reverso de la anorexia. El año 1993 la vigorexia o la dismorfia muscular fue descrita por Harrison G. Pope, profesor de medicina del hospital McLean (universidad de Harvard), después de analizar una muestra significativa de los nueve millones de norteamericanos que visitan con cierta regularidad el gimnasio126. Afecta de una manera muy directa a los adictos a la musculatura, que hacen del gimnasio su segundo hogar. Para éstos el gimnasio se convierte en una verdadera y peligrosa adicción. Mientras que la anorexia acostumbra a aparecer en las mujeres jóvenes, la vigorexia afecta, también casi en exclusiva, a aquellos hombres jóvenes que quieren poseer un cuerpo fornido con un constante aumento de masa muscular. Se trata también de una grave distorsión patológica de la «imagen corporal» que convierte el deporte en una auténtica obsesión compulsiva. El perfil de los vigoréxicos es: personas —sobre 125. Miron, o.c., p. 19. La solución que propone esta autora es: «Para salir de esto que se podría llamar el ‘fatalismo trágico’ de la anorexia, hay que crear puentes entre las aproximaciones de orientación psicoanalítica, por un lado, y las que se interesan sobre todo por el aspecto somático o bioquímico del ser humano, por otro» (ibid., pp. 20-21). 126. El 1886 el médico italiano Morselli introdujo la expresión «dismorfia corporal». Se trataba de pacientes que sufrían obsesiones con una parte de su cuerpo, lo que les impedía llevar una vida normal. Las partes del cuerpo que más a menudo se convierten en el objeto de obsesión son la nariz, la piel, los ojos, los labios o cualquier otra parte del cuerpo como, por ejemplo, el pecho, los genitales e, incluso, las rodillas.

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todo hombres jóvenes— inmaduras, introvertidas, con problemas de integración, baja autoestima y rechazo de la propia «imagen corporal». Todo esto puede ir acompañado de síntomas de ansiedad, depresión y problemas de carácter obsesivo. La «obsesión muscular» de los vigoréxicos les lleva a tomar, de una manera totalmente descontrolada, unas enormes cantidades de hormonas, anabolizantes y esteroides, lo que, en un lapso de poco tiempo, acostumbra a tener fatales consecuencias para su salud física y mental. Parece evidente que entre el «cuerpo anoréxico» y el «cuerpo vigoréxico» hay unos innegables paralelismos. Tienen que haberlos porque ambas patologías acostumbran a tener como punto de partida la sociedad de nuestros días y los modelos culturales y sociales que predominan. Tanto la una como la otra son productos del individualismo consumista de nuestros días y de los modelos sociales que instaura. Creemos que no es aventurado afirmar que tanto los anoréxicos como los vigoréxicos son los representantes genuinos de la actual «cultura del yo». Se trata de una extraña cultura porque, por un lado, se encuentra totalmente centrada en el propio yo, al margen de cualquier sensibilidad social o comunitaria, pero, por otro lado y al mismo tiempo, depende, también totalmente, de unos determinados modelos sociales impuestos económicamente por las «marcas», las stars cinematográficas, deportivas, televisivas, musicales127. 6.3.3. El cuerpo atlético: el deporte Creemos que, en el momento presente, cualquier aproximación al cuerpo humano no puede eludir, aunque sea de una manera muy esquemática, una reflexión sobre el deporte128. Reflexión que, eviden127. Véanse las reflexiones de J. C. Pérez Gaulí, El cuerpo en venta. Relación entre arte y publicidad, Madrid, Cátedra, 2000, y de A. J. Navarro (ed.), La nueva carne: una estética perversa del cuerpo, Madrid, Valdemar, 2002. 128. El término «deporte» deriva del viejo francés (siglo XIII) desport, que designaba el conjunto de medios gracias a los cuales el tiempo transcurre agradablemente: conversación, distracciones, juego. Por ejemplo, para Rabelais desporter significaba s’amuser. En el siglo XIV el nombre pasó a Inglaterra con la misma significación, aunque dando origen a una terminología más británica (to sport, disporter, disporteress). Los primeros sporters fueron los nobles dedicados a las ocupaciones agradables de su casta. Sport indicaba entonces la manera de vivir de las clases económicamente privilegiadas. En el siglo XIX Thomas Arnold confirió al término sport la fisonomía propia que no siempre, como puede comprobarse fácilmente, ha mantenido hasta el día de hoy: competición lúdica, formación corporal y moral (véase D. Sansone, Greek Athletics and The Genesis of Sport, Berkeley/Los Ángeles/London, California University Press, 1988, pp. 4-6). En este sentido, propiamente, el deporte tenía que ser una for-

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temente, debería integrar un aspecto esencial del deporte y, en el fondo, de cualquier realidad humana: el tratamiento del tiempo y del espacio129. Resulta bastante evidente que el adiestramiento del cuerpo humano no es cosa de hoy; sólo hay que pensar en el caso ejemplar de los Juegos Olímpicos de Grecia o en los espectáculos, a menudo cargados de crueldad y fanatismo, del circo romano130. Ya hace muchos años Jean Giraudoux decía que «el deporte consiste en delegar en el cuerpo humano algunas de las virtudes más fuertes del alma: la energía, la audacia, la paciencia»131. Algunos autores creen que, en términos generales, la génesis y la evolución del deporte se encuenmación moral mediante una formación corporal. Ofrecemos una breve bibliografía sobre este tema: J. Huizinga, Homo ludens [1954], Madrid, Alianza, 51995; H. Plessner, «Juego y deporte», en Más acá de la utopía, cit., pp. 171-183; J. Le Floc’hmoan, La génesis de los deportes, Barcelona, Labor, 1965; G. Magnane, Sociologie du sport. Situation du loisir sportif dans la culture contemporaine, Paris, Gallimard, 1964; B. Gillet, «Le spectacle sportif contemporain», en G. Dumur (ed.), Histoire des spectacles, Paris, Gallimard, 1965, pp. 328-339; J. Meynaud, El deporte y la política, Barcelona, Hispano Europea, 1972; W. Kuchler, «Deporte», en Sacramentum Mundi, II, Barcelona, Herder, 1972, pp. 149-153; E. Bloch, El principio esperanza, II, Madrid, Aguilar, 1979, § 34, pp. 12-14 («Ejercicio corporal, ‘tout va bien’») [también en Madrid, Trotta, 2005]; V. Frankl, El hombre doliente. Fundamentos antropológicos de la psicoterapia, Barcelona, Herder, 1987, pp. 51-57; Sansone, o.c., passim; J. B. Pluckhahn, «Sports», en The New Encyclopaedia Británica, XXVIII, Chicago et al., 1993, pp. 100-165; R. Parienté, «Sport. A. Histoire du sport», en Encyclopaedia Universalis, XXI, Paris, 1990, pp. 498-511; M. Bernard, «Sport. B. Le phénomène sportif», ibid., pp. 511-515; P. Sansot, «Quel salut attendre du sport?», en C. Rivière y A. Piette, Nouvelles idoles, nouveaux cultes. Dérives de la sacralité, Paris, L’Harmattan, 1990, pp. 59-75; V. Caysa (ed.), Sportphilosophie, Leipzig, Reclam, 1997; M. A. Betancor et al., De spectaculis. Ayer y hoy del espectáculo deportivo, Madrid, Ediciones Clásicas, 2001. 129. No podemos considerar aquí esta interesante e ineludible problemática porque el ser humano vivo estima, odia, sufre, disfruta, etc., en el marco del espacio y del tiempo de que dispone. Por las mismas razones por las que no le es posible una situación «supracultural», tampoco puede situarse al margen de su espaciotemporalidad. El lector interesado encontrará unas indicaciones muy adecuadas en H. Nowotny, Eigenzeit. Entstehung und Strukturierung eines Zeitgefühls, Frankfurt a. M., Suhrkamp, 21995, esp. cap. V; K. Weis, «Zeitbild und Menschenbild. Der Mensch als Schöpfer und Opfer seiner Vorstellungen von Zeit», en íd. (ed.), Was ist Zeit? Zeit und Verantwortung in Wissenschaft, Technik und Religion, München, DTV, 21996, pp. 45-48. Nos hemos preocupado de esta problemática en L. Duch, «Cultura i societat tecnològica: l’Espai i el Temps», en La substància de l’efímer. Assaigs d’antropologia, Montserrat, Publicacions de l’Abadia de Montserrat, 2002, pp. 217-244. 130. Véase el amplio estudio de las fuentes grecolatinas de los Juegos Olímpicos de P. Villalba, Olímpia. Orígens dels Jocs Olímpics, Barcelona, Universitat de Barcelona/Universitat Autònoma de Barcelona, 1994. También puede consultarse el estudio de Sansone, o.c., passim; y Betancor et al., o.c., sobre todo el cap. I. 131. J. Giraudoux, cit. Parienté, o.c., p. 498.

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tran íntimamente asociadas con la historia de la civilización clásica en oposición a la manera de vivir que tenía vigencia, tanto desde una perspectiva religiosa como social y cultural, en el pueblo de Israel. Como expresión de la radical oposición de los judíos a la mentalidad helenística, concretada en el deporte y el gimnasio, resultan muy significativos los llamados «Libros de los Macabeos». Se dice de los judíos apóstatas de la religión de los padres que «edificaron un gimnasio en Jerusalén, al estilo de los paganos» (1 Mac 1, 14). En este sentido, Betancor ha subrayado el hecho de que la consolidación del deporte y del mismo olimpismo, así como también la educación física cultivada en las palestras y en los gimnasios, constituye una aportación típicamente griega que, además de ser impugnada por los amplios sectores del pueblo de Israel, fue igualmente infamada por el cristianismo [primitivo], hasta el extremo que, después de toda una serie de controversias y prohibiciones, se consumó la definitiva desaparición de los Juegos Olímpicos a finales del siglo IV132.

No hay duda de que muchos animales participan en rituales nupciales o de aparejamiento, pero el homo sapiens es el único que, porque la cultura es su naturaleza, ha inventado los deportes, los cuales, evidentemente, constituyen mucho más un aspecto de la cultura que no de la natura. En todo lugar y tiempo, hombres y mujeres han corrido, saltado, escalado, lanzado artefactos, pero no siempre estas actividades han sido «deportivamente» significativas133. De una manera o de otra, en todas las sociedades con escritura se encuentran referencias bastante numerosas de habilidades físicas y contiendas competitivas de naturaleza muy diversa realizadas por hombres y, en una medida infinitamente menor, por mujeres, pero no parece que, en la Antigüedad, estas actividades se llevaran a cabo por ellas mismas o con una finalidad que no fuera externa. Se buscaba, en el ejercicio físico, resultados de tipo social y/o religioso fuera de él mismo. Hay que consignar que algunos de los investigadores modernos del depor132. Betancor et al., o.c., p. 15. Hay que tener en cuenta que en el cristianismo primitivo, siguiendo las pisadas de los judíos, los juegos (ludi), en especial por Tertuliano, eran considerados como una poderosa manifestación de la pompa diaboli (cf. ibid., pp. 28-37). Así mismo hay que subrayar que, con cierta frecuencia, en el corpus de san Pablo aparecen metáforas deportivas (cf. A. Ortega, «Metáforas del deporte griego en san Pablo»: Helmántica 15 (1964), pp. 71-105; Betancor et al., o.c., pp. 24-28). 133. No deja de tener interés el interrogante: ¿desde cuándo se puede hablar propiamente de deporte en lugar de referirse a un simple juego?, ¿qué condiciones sociales tuvieron que darse para que este cambio fuera posible?

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te (Mandell, Guttmann) sostienen la opinión de que el deporte es un fenómeno que no posee ninguna especie de paralelismo en el pasado de la humanidad, sino que fue en Inglaterra donde se practicó por primera vez en el tiempo de la Revolución Industrial y, con posterioridad, en todos los otros rincones del mundo134. Inicialmente, el deporte, al menos en el sentido que ahora se acostumbra a dar a este término, sería un producto típico del liberalismo occidental y de las nuevas relaciones sociales y económicas que instituyó. David Sansone, en cambio, es de la opinión de que la praxis deportiva moderna tiene numerosos precedentes en Grecia, donde los juegos olímpicos se encuentran fundamentalmente vinculados con la cultualidad sacrificial propia de la religión de la polis135. Resulta una evidencia histórica indiscutible que, en la cultura occidental, a partir del segundo tercio del siglo XIX, el deporte, sobre todo en los países más industrializados, adquiere un estatus que nunca con anterioridad había poseído. Este movimiento había tenido un impulso en el inicio del siglo XVIII, en el que se había comenzado a reivindicar el sentido lúdico de la existencia humana, puede ser que como contrapeso a las exigencias cada vez más agobiantes que imponía la sociedad industrial en la vida cotidiana de individuos y colectividades; sociedad que se caracterizaba por una férrea y creciente burocratización y «maquinización» de todas las esferas de la existencia humana. Allen Guttmann ha escrito: El deporte moderno, una forma omnipresente y única de competición (contest) física no utilitaria, se configuró en un período de aproximadamente 150 años, desde los comienzos del siglo XVIII hasta las postrimerías del siglo XIX. Históricamente hablando, podemos precisar el lugar y el tiempo de sus inicios. El deporte moderno nació en Inglaterra y, desde allí, se extendió a los Estados Unidos, a Europa occidental y al resto del mundo136.

134. Véase Sansone, o.c., p. 6. Guttmann, por ejemplo, sitúa la diferencia fundamental entre el deporte moderno y la praxis atlética de los antiguos en la secularización, lo que, a contrario, viene a indicar que, en la Antigüedad, la conexión de deporte y religión es fundamental (cf. ibid., pp. 9-10). También K. Jaspers, La situation spirituelle de nostre époque, Paris/Louvain, Desclée de Brouwer/Nauwelaerts, 41966, p. 78, mantiene la opinión de que no hay ningún nexo entre los juegos atléticos de los griegos y el deporte moderno. 135. Véase Sansone, o.c., passim, sobre todo la segunda parte de su estudio («The Nature of Greek Athletics»). 136. A. Guttmann, From Ritual to Record, cit. Sansone, o.c., p. 5. En 1899 T. Veblen, Teoría de la clase ociosa, México/Buenos Aires, Fondo de Cultura Económica, 2 1951, refiriéndose a las «supervivencias modernas de las proezas», mantiene una po-

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Desde el comienzo del siglo XX el deporte, cada vez más intensamente, se ha convertido en una «ideología popular» que abarca todos los sectores de la existencia humana; casi osaríamos hablar de una especie de «religión civil», que tiene como objeto de culto público el cuerpo humano (y, a menudo también, la misma sociedad) justo en medio de la sociedad de masas de nuestro tiempo137. No puede olvidarse que, al menos en parte, en el contexto del siglo XIX, el auge del deporte fue una reacción contra el olvido y la marginación del cuerpo por parte de la sociedad burguesa de entonces, la cual privilegiaba una cultura de tipo intelectualista y mentalista (tal como Nietzsche, por ejemplo, puso de relieve, con la pasión y el arrebato que le caracterizaban)138. Puede que tuviera razón E. J. J. Buytendijk cuando hace más de medio siglo afirmaba que «el individualismo del siglo XIX encontró en el espíritu [deportivo] de club algo que le compensaba de su soledad»139. Por su parte, no hace mucho, Volker Caysa ha escrito que, en pleno siglo XIX, el contencioso entre trabajadores y burgueses encontró en el deporte un nuevo campo de batalla para canalizar y dirimir sus enfrentamientos. De alguna manera, «el deporte se convirtió en arma en la lucha cultural y de clases. El cuerpo del deportista con éxito se convirtió no sólo en un medio de la lucha entre las culturas, sino también en un arma de la emancipación social»140. Esta situación se agudizó aún más como consecuencia de la «guerra fría», después del fin de la Segunda Guerra Mundial, mediante la llamada «política nacional deportiva»: entonces el deporte comenzó a ser considerado como un «medio político», que proclamaba al mundo entero, de un lado en los países de órbita socialista, y de otro en los de órbita capitalista, las excelsas virtudes de sus respectivas opciones políticosociales. sición bastante negativa respecto al deporte, el cual es considerado como una expresión, por parte de los atletas, de «una extremada astucia» propia de una «cultura bárbara», regresiva, opresiva, violenta y llena de codicia. T. W. Adorno, «El ataque de Veblen a la cultura», en Prismas. La crítica de la cultura y la sociedad, Barcelona, Ariel, 1962, pp. 80-81, acusa a Veblen de poseer «una mirada perversa (böser Blick)». Esto no significa que Adorno mantenga una opinión positiva respecto al deporte. 137. Véase V. Caysa, «Zivilisierung durch Sport und historische Gewaltapriori», en íd. (ed.), Sportphilosophie, cit., pp. 128-139. 138. Véase, en 5.2.1., lo que hemos expuesto sobre la interpretación del cuerpo por parte de Nietzsche. 139. E. J. J. Buytendijk, El fútbol. Estudio psicológico, Madrid/Buenos Aires, Studium, 1955, p. 54. Este pequeño opúsculo del reconocido psicólogo holandés resulta hoy en día casi completamente superado. Eso sí, como muestra de su preocupación por las diversas facetas de lo humano, continúa siendo ejemplar. 140. Caysa, o.c., p. 129.

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En nuestros días, y aunque sea muy superficial, cualquier mirada sobre el deporte pone de relieve que se trata de un fenómeno que posee un número importante de rostros y facetas de carácter muy diverso y, a menudo, francamente irreconciliables entre sí. Incluso, con cierta frecuencia, ha llegado a ser una de las «visiones del mundo» dominantes (Jaspers). La mirada que ofrece Pierre Sansot pone de relieve que, muy a menudo, las gestas deportivas de nuestros días muy bien pueden ser consideradas como expresiones del «sobrenatural moderno». Hoy en día, lo sobrenatural no consiste en la intrusión de una trascendencia [en la vida cotidiana], sino en la sedimentación de una memoria colectiva, en la capacidad de los hombres para fabular, es decir, para expresar y producir lo extraordinario […] No hablamos de lo sagrado, sino de la emergencia de un calendario y de unos espacios específicos, de unos rituales estrictamente observados, de momentos de inmensa emoción, de reuniones comunitarias, de heroización de algunos seres […] Parodiando a Hegel, podríamos decir que «L’Équipe constituye la plegaria cotidiana del hombre moderno». Presente en los vagones del metro, en las estaciones del ferrocarril, en las mesas de los bares, esta «plegaria» asegura al deporte una «presencia perpetua» (para retomar una expresión de la liturgia católica) que supera los límites estrechos de los estadios141.

Muy a menudo, sobre el cuerpo deportivo se acumulan y se concretan las prácticas ascéticas y los sacrificios que, antes, los dioses de las antiguas religiones exigían a sus fieles142. No hay duda de que, idealmente, tal como lo señala Daniel Innerarity, «el deporte es una celebración de la incapacidad humana para hacerse físicamente señor de sí mismo. En el deporte, con sus capacidades físicas, el hombre también festeja los límites de estas capacidades y, de esta manera, los límites de su poder sobre él mismo y sobre el mundo»143. Aceptando todos los riesgos y penalidades, se trata de alcanzar una perfección sin tara ni mácula mediante la superación impuesta por los límites naturales del cuerpo humano. «Toda actividad física o deportiva que vaya más allá de los esfuerzos habituales exige una negociación personal con la mediación del dolor soportable […] El rendimiento es un ob141. Sansot, o.c., pp. 60-61. Conviene hacer notar que Hegel, cuando habla de la plegaria cotidiana del hombre moderno, se refiere a la «lectura del diario». En este caso, del periódico deportivo francés L’Équipe. 142. Sobre el dolor consentido en la cultura deportiva, véanse las agudas reflexiones de Le Breton, Antropología del dolor, cit., pp. 256-261. 143. D. Innerarity, Ética de la hospitalidad, Barcelona, Península, 2001, p. 35.

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jetivo en el continente del dolor. Y éste nos pone cara a cara con una experiencia en los límites»144. En un tiempo en el cual triunfa el individualismo a pedir de boca, no hay ningún tipo de duda de que los «fieles» se reúnen en las inmensas catedrales de cemento armado que son los modernos estadios, donde renuncian a la individualidad de cada uno para vincularse emocionalmente por medio de un grito de fervor religioso, profiriendo, con pasión y unánimemente, todo un continuo de «aclamaciones litúrgicas»145. Incluso, tal como sucedía en algunos cultos antiguos (y calificados de supersticiones y de irracionalidades arcaicas), los «fieles» pueden sentirse «poseídos» y lanzarse con una «santa rabia» contra los enemigos de la fe, es decir, contra los seguidores del equipo contrario. Tiene razón Pierre Bourdieu cuando manifiesta que algunas prácticas deportivas de nuestros días (fútbol, baloncesto, tenis, golf, etc.), como tantas otras actividades humanas de ámbitos muy diversos, han entrado en el circuito «oferta-demanda», lo que significa que, en la sociedad actual, se da algo parecido a una «producción deportiva»146. Porque, ahora mismo, apenas cuesta comprobar que el deporte, particularmente a nivel profesional, es un «producto» —por no hablar de «excrecencia»— del liberalismo tardío y de sus intereses económicos147. A menudo, al menos desde una visión panorámica, resulta paradójica la rara combinación que se da en el actual deporte profe144. Le Breton, o.c., pp. 256-257. «Lejos de rehuirlo como hacen los hombres corrientes, los deportistas se relacionan con el dolor como una materia prima de la obra que realizan con su cuerpo» (ibid., p. 258) 145. Véase Sansot, o.c., pp. 65-66. Jaspers, o.c., p. 77, pone de relieve que, de la misma manera como sucedía en Roma con los espectáculos del circo, en la actualidad, son muchos los que buscan, en los espectáculos deportivos, el placer de ver los enormes peligros que corren los otros e, incluso, su muerte, ante la que ellos son completamente extraños e indiferentes. 146. Véase P. Bourdieu, «Historiesche und soziale Voraussetzungen modernen Sports», en Caysa (ed.), Sportphilosophie, cit., pp. 101-102. Sobre la producción de la «oferta deportiva» y su «circulación», véase ibid., pp. 102-119. Innerarity, o.c., p. 35, afirma que, actualmente, «el deporte se hace valer como la máxima expresión de una sociedad de producción enamorada de sí misma». 147. Recientemente, por medio de un amplio estudio sobre los boxeadores profesionales, Loïc Wacquant ha puesto de relieve cómo los cuerpos pueden ser configurados y manipulados por medio del entrenamiento. Este autor, haciéndose eco de la reflexión de Bourdieu sobre el habitus y la práctica, hace ver cómo, históricamente, tomando el deporte (boxeo) como punto de partida de los análisis, los intereses económicos, las aficiones y la moda pueden reconfigurar y administrar el cuerpo humano (véase L. Wacquant, «Pugs at Work: Bodily Capital and Bodily Labour among Profesional Boxers»: Body and Society 1 [1995], pp. 65-93).

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sional entre un máximo de sentimentalismo y fervor por unos determinados «colores» y un máximo de intereses económicos148. A menudo, la «parcela deporte» constituye un área más entre las «divisiones» de las que disponen las grandes empresas (multinacionales, en primer lugar) de nuestros días. Después de reconocer los graves abusos a los que puede dar lugar la praxis deportiva, Victor Frankl mantiene la opinión de que el hombre actual vive en una situación de menor tensión que en el pasado, lo cual le obliga a crearse tensiones artificiales. Porque el ser humano no tiende naturalmente a la homeostasis, sino que constantemente se encuentra volcado sobre las cosas, el mundo exterior y su prójimo, esta necesidad la satisface actualmente mediante el deporte149. No hay duda de que el deporte, al menos vistas las cosas desde una perspectiva optimista y, en el fondo, idealista, también puede considerarse como una manifestación del «principio esperanza». Ernst Bloch lo recuerda de esta manera: También el deporte es desiderativo, animado de esperanza. El deporte no sólo quiere dominar el cuerpo, de tal manera que en él no haya ni un gramo de grasa y todo movimiento tenga lugar de una manera agradable y suave, sino que con el cuerpo quiere hacer mucho más de lo que a éste se le cantó en la cuna150.

Con una visión de la realidad muy diferente de la de Bloch, Theodor W. Adorno se manifestó sumamente contrario a la «realidad deportiva» del momento presente. Por eso escribió que, con mucha frecuencia, el deporte moderno intenta devolver al cuerpo una parte de las funciones que le ha arrebatado la máquina. Pero lo hace más con la finalidad de educar despiadadamente a los hombres para ponerlos al servicio de la máquina. Por eso pertenece el deporte moderno al reino de la «ilibertad» (Unfreiheit), sea cual sea la manera como se organice151. 148. Convendría analizar aquí la significación del dopaje en el ámbito del deporte. «El dopaje es una expresión plenamente consecuente de aquella ideología del deporte que tan sólo celebra en él la voluntad de poder, pero no la experiencia de su superación» (Innerarity, o.c., p. 35). 149. Véase Frankl, El hombre doliente, cit., pp. 52-53, 57. Creemos que habría que distinguir drásticamente entre el deporte practicado y los espectáculos deportivos, porque, de hecho, se trata de dos «lógicas» bien diferentes, que, en muchos casos, se encuentran francamente contrapuestas. 150. Bloch, o.c., p. 13. 151. Adorno, «El ataque de Veblen a la cultura», cit., p. 81.

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Otros autores como, por ejemplo, Volker Caysa, quizás con un exagerado optimismo, mantienen una valoración muy positiva e incluso muy humanizadora del deporte, el cual no sólo es un medio para la emancipación de los hasta ahora desposeídos, sino que, en el interior del proceso de autodeterminación y de liberación por medio del deporte, éste es cada vez más civilizado, e incluso él mismo se ha convertido en un medio de civilización152.

Esta valoración positiva de la actividad deportiva se debe a la autodisciplina que, al menos idealmente, debería imponerse entre los competidores deportivos, la cual va acompañada de unos innegables procesos de racionalización del esfuerzo humano. También se ha puesto de relieve que el deporte puede constituir un medio importante para la dominación de la fuerza bruta. Finalmente, el deporte es considerado como expresión y medio de compensación, ya que viene a ser una especie de actualización de la «presencia natural» del ser humano, perdida o, al menos, descolocada mediante los procesos de civilización153. No puede negarse que el deporte constituye una «presencia ubicua» en la sociedad actual154. Pero con la misma fuerza hay que afirmar que, a todos los niveles, se trata de una «presencia sumamente ambigua». Eso se desprende directamente de nuestra concepción del ser humano. En efecto, en todo espacio y tiempo la ambigüedad ha sido lo que ha caracterizado fundamentalmente la presencia del ser humano en el mundo. Porque es un asunto humano de carácter cultural, el deporte necesariamente participará de la ambigüedad que siempre acompaña a los variados trayectos de mujeres y hombres en su paso por este mundo. Además, en una sociedad como la actual, tan profundamente preocupada por una «apariencia corporal» promovida y sancionada por los sistemas de moda, las praxis deportivas —pensamos, por ejemplo, en el golf o el tenis—, como lo señala

152. Caysa, o.c., p. 131. 153. Véase ibid., pp. 131-133. Desde la perspectiva de la logoterapia, Frankl, El hombre doliente, cit., pp. 53-54, ha puesto de relieve que el ser humano necesita competir, pero sobre todo competir con él mismo. Tanto la «hiperintención» («hipercompetición») como la «hiperreflexión» conducen a resultados catastróficos, entre los cuales hay que destacar la derrota del ser humano. 154. Creemos que hay que distinguir muy radicalmente entre el deporte profesional y las numerosas prácticas deportivas de carácter no profesional (amateur). Pese al uso del mismo término (deporte), se trata de dos actividades complementarias diferentes.

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Pierre Bourdieu, han entrado de lleno en el ámbito de aquel éxito y notabilidad personal que pueden adquirirse pagando un precio y que, en consecuencia, dan prestigio al individuo al incluirlo en el grupo de los humana y físicamente «destacados». El «cuerpo atlético» es uno de los productos culturales más sofisticados y característicos de nuestros días, el cual, con mucha frecuencia, se convierte en un producto cultual que, a menudo, sobre todo en el deporte de alta competición y profesional, posee una estructura francamente «idolátrica» y da lugar, como consecuencia, a comportamientos «idolátricos», acríticos, supersticiosos. A menudo se establecen unas estrechas relaciones entre el «cuerpo anoréxico» y el «cuerpo atlético»: ambas formas son «productos» sobreimpuestos por un «canon» en el cual el trasfondo económico acostumbra a ser la cuestión central155. A menudo el disfrute de una buena salud física, psíquica y espiritual, que tendría que ser el objetivo esencial de las actividades deportivas, se convierte en lo contrario156. No cuesta nada comprobar que, en la actualidad, con una relativa frecuencia, los ejercicios deportivos —sobre todo a nivel profesional, pero también a nivel amateur— no hacen posible la configuración de un cuerpo saludable, sino que —de la misma manera que pasa con las «dietas», que, para el «cuerpo anoréxico», ya no son ningún tipo de alimento— son la causa de graves distorsiones y padecimientos del propio cuerpo no sólo en el plano fisiológico, sino sobre todo en el plano psicológico. Con estas reflexiones no pretendemos de ninguna manera demonizar el deporte. Al contrario, creemos que, ahora mismo, hay que rehabilitarlo y otorgarle, sobre todo en las praxis educativas, el lugar que le corresponde justamente porque posee una relación muy directa con la formación integral del ser humano.

155. No puede olvidarse la precisión de Le Breton, Signes d’identité, cit., p. 18: «Si, en los años sesenta [del siglo XX], el cuerpo todavía encarnaba la verdad del sujeto, su estar en el mundo, hoy en día no es nada más que un artificio sometido al diseño permanente de la medicina o de la informática. En otro tiempo era el soporte de identidad personal; ahora, su estatuto acostumbra a ser el de un simple accesorio». 156. Luhmann, Sistemas sociales, cit., p. 230, mantiene la neutralidad ideológica del deporte. «El deporte no necesita ni soporta ninguna ideología (lo que, sin embargo, no excluye el que se abuse de él políticamente). Presenta al cuerpo de una manera totalmente inédita y legitima el comportamiento respecto del propio cuerpo mediante el sentido del cuerpo mismo».

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6.3.4. El cuerpo y el ruido «El silencio eterno de estos espacios infinitos me espanta» (B. Pascal). «El espacio del espíritu, allí donde puede abrir sus alas, es el silencio» (A. de Saint-Exupéry).

No hay duda de que el ruido se ha convertido en uno de los mayores problemas de la sociedad de nuestros días. «La historia de la Modernidad, e incluso tal vez de toda la civilización, podría ser interpretada como la historia de la propagación apasionada y sin pausa de ruido»157. O, diciéndolo de otra manera: el silencio se ha convertido en un bien sumamente escaso y precario. Osaríamos decir que el silencio es una de aquellas realidades que, como una especie gravemente amenazada de extinción, casi se ha esfumado del todo de la parte habitada del planeta Tierra158. Es posible constatar que el único silencio que conoce la «ciudad comunicacional» es el de la avería, el fallo mecánico de los sofisticados instrumentos utilizados para la información o el colapso, por aumento del ruido, de las vías de comunicación. Casi como si se tratara de un «destino», la Modernidad lleva con ella el ruido (Le Breton). Según nuestra opinión, la ubicua presencia del ruido en nuestra sociedad posee una excepcional importancia antropológica, que afecta de una manera muy profunda y negativa al cuerpo humano, a su calidad de vida, al equilibrio crítico y emocional que debería tener su paso por este mundo159. Para muchos, por ejemplo, la «música ambiental» de los lugares públicos y de las pausas telefónicas se han convertido en una especie de arma eficaz contra ciertas fobias desencadenadas por el silencio, contra la inquietante ausencia de la falta de ruido. Cada día son más los que encuentran insoportable el 157. Wils, Die grosse Erschöpfung, cit., p. 49. 158. Véase M. Picard, Die Welt des Schweigens [1948], München/Zürich, Piper, 1988; L. Jiménez, «Pedagogía del silencio», en Homenaje a Pedro Sainz Rodríguez, I, Madrid, Fundación Universitaria Española, 1986, pp. 581-582; M. Baldini, Le parole del silenzio, Torino, Paoline, 31989 (con una interesante antología de textos sobre el silencio); Wils, o.c., pp. 49-53; D. Le Breton, El silencio, Madrid, Sequitur, 2001, pp. 116-120. 159. Sobre el cuerpo y el silencio, véase A. Neher, L’exil de la parole. Du silence biblique au silence d’Auschwitz, Paris, Seuil, 1970; N. Luhmann y P. Fuchs, Reden und Schweigen, Frankfurt a. M., Suhrkamp, 1992; Jiménez, o.c., pp. 579-596; Le Breton, Anthropologie du corps, cit., pp. 110-114; íd., El silencio, cit., passim; F. Bárcena, La esfinge muda. El aprendizaje del dolor después de Auschwitz, Barcelona, Anthropos, 2001, esp. pp. 181-191.

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«reposo sonoro»: no pueden privarse de una intensiva invasión ruidosa seguramente con la intención de no escucharse a sí mismos, de silenciar los interrogantes decisivos de la existencia humana, de confundir y de fundir las demandas del otro con los ruidos crepitantes de un entorno que ya no «canta la gloria del Señor». Se ha señalado que, actualmente, una de las causas más corrientes de estrés es el «descontrol sonoro» que, de una manera creciente, se experimenta en nuestras ciudades y pueblos. A menudo, todo ofrece la impresión de que la realidad se está deshaciendo en un acervo de deshilachados fragmentos visuales y auditivos, los cuales, a causa de la sobreaceleración temporal a la que se encuentran sometidos, resulta imposible armonizarlos y, mucho menos aún, interpretarlos como un todo coherente y con algún tipo de finalidad160. Entonces, como consecuencia inevitable, la capacidad sintética de los sentidos humanos de la mujer o del hombre concretos se desintegra de una manera fatal e irreparable161. Fácilmente puede observarse que la actual vida social posee un trasfondo sonoro que acompaña constantemente no sólo a la actividad cotidiana del ser humano, sino incluso a su descanso (?) nocturno. Sobre todo en las grandes ciudades, muy a menudo, las mismas viviendas se han convertido en unas meras cajas de resonancia del ensordecedor ruido de plazas y calles. En cualquier caso, convendría fijarse en el hecho de que, a la inversa de lo que acontece con la vista, el ser humano nunca puede llegar a cerrar completamente el oído. En efecto, la oreja no conoce límites, la oreja piensa en sonidos, la oreja piensa en rimas, la oreja piensa en espacios lingüísticos, se piensa ella misma por medio de espacios intermedios, de espacios de movimiento, se imagina espacios libres, abre espacios del mundo, la oreja emite, la oreja recibe162.

160. «El silencio es actualmente el único fenómeno que es ‘sin utilidad’. No es acomodable al mundo de la utilidad de hoy, sencillamente está aquí, no parece que tenga ningún otro objetivo, nadie puede servirse de él» (Picard, o.c., p. 12). 161. Véase lo que hemos expuesto sobre el cuerpo humano y la capacidad sintética de los sentidos corporales del ser humano en 5.3. Habría que tener bien presente que, de acuerdo con la opinión de Maurice Merleau-Ponty, «toda la filosofía es lenguaje, pero consiste en el reencuentro del silencio» (cit. Baldini, o.c., p. 8). «El silencio se impone por él mismo en el centro de la reflexión filosófica como la condición, el sometimiento y el alma del pensamiento que se interioriza […] Todo proyecto filosófico podría ser apreciado en función del lugar que, implícita o explícitamente, se concede al silencio» (J. Rassm, cit. Baldini, o.c., p. 356). 162. P. Weber, Der Wettermacher, cit. Wils, o.c., p. 50.

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A comienzos del siglo XX Rainer Maria Rilke, con su innegable sagacidad, ya se hacía eco de los insoportables ruidos nocturnos de París: ¡Mira que no poder dormirme con la ventana abierta! Los tranvías atraviesan, ruidosos, mi habitación. Me pasan automóviles por encima. Se cierra una puerta. En un lugar u otro un cristal cae al suelo: siento las risotadas de los trozos, la sonrisa bajo la nariz de las astillas. De pronto, un ruido sordo, ahogado, que viene de la otra parte, dentro de la casa. Alguien sube las escaleras. Se acerca, se acerca cada vez más. Está aquí, está aquí un momento, se va. Y otra vez la calle. Una chica grita: «Ah, tais-toi, je ne veux plus». El tranvía corre alborotado, pasa de largo, más allá de todas las cosas. Alguien grita. La gente corre, se tropiezan entre sí. Un perro ladra. Qué respiro: un perro. Hacia la mañana hay incluso un gallo que canta, y es un bienestar infinito. Entonces me duermo, todo de una»163.

También en la Praga de los primeros años del siglo XX, en una ciudad que comenzaba a ser invadida por el ruido del tránsito y del rugir ciudadano, Franz Kafka manifestaba su profunda fascinación por el silencio: Ahora, las sirenas tienen un arma aún más temible que el canto, a saber, su silencio. No se ha dado ciertamente nunca el caso, quizás imaginable, no obstante, de que alguien se salvase de su canto; de su silencio, sin embargo, seguro que no se ha salvado nunca nadie164.

En el momento presente, prácticamente, no hay lugares inmunes al ruido, el cual se ha convertido en una de las formas de polución más insidiosas engendradas por la Modernidad. El actual destierro del silencio no tendría que sentirse como un acontecimiento pasajero que afecta al ser humano tan sólo superficialmente, sino como algo que mina radicalmente su misma humanidad y amenaza de una manera drástica la cualidad de su presencia en el mundo165. No hay duda de 163. R. M. Rilke, Els quaderns de Malte Laurids Brigge, traducción y prólogo de J. Llovet, Barcelona, 21991, pp. 17-18. 164. F. Kafka, Narracions completes, II, traducción de J. Murgades, Barcelona, Quaderns Crema, 1982, p. 321. No hay que olvidar que Kafka puede ser considerado una de las grandes víctimas del ruido del primer tercio del siglo XX. «Estoy sentado en mi habitación, que es el cuartel general del ruido de toda la casa» (F. Kafka, cit. Le Breton, El silencio, cit., p. 116). 165. «El silencio interior significa que cada cosa se encuentra en su lugar, toda cosa está en la escucha. El silencio varía de intensidad y el silencio completo dura poco porque sería la muerte. Dura poco, pero ¡qué joya en estos momentos en los cuales todo se encuentra en la escucha!» (I. Silone, cit. Baldini, o.c., p. 126).

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que la falta de silencio constituye un grave obstáculo (a menudo equivalente a la misma imposibilidad) para acoger al otro, para establecer vínculos de comunión, para actualizar con él la praxis de la simpatía, para conectar dialogalmente, porque el auténtico diálogo se afirma sobre la base del silencio. En el fondo, el cuerpo «determinado» por el ruido es un cuerpo alienado, «fuera de sí», el cual, utilizando el lenguaje de Gabriel Marcel, se muestra entonces totalmente «vacío» de contenidos humanos y, por eso mismo, completamente insensible al misterio del otro166. Para el filósofo francés, puesto que el ruido acostumbra a ser la disonancia en estado puro, el silencio es la clave imprescindible para que el ser humano llegue a una reconciliación entre la «exterioridad» y la «interioridad», que sin cesar hay que rehacer. De esta manera puede alcanzar la consonancia armónica con el objeto de su deseo y de su búsqueda. En 1948 Max Picard ponía de relieve que «el silencio es una estructura fundamental del hombre», absolutamente imprescindible para su salud física, psíquica y espiritual167. Así mismo no hay duda de que hay que distinguir cuidadosamente entre el «mundo del silencio» y el «mundo del mutismo»168. Este último es el ámbito de la reclusión del yo en el ámbito de la dispersión, de la insignificancia y la banalidad, mientras que el «mundo del silencio» es el verdadero «inter-mundo» de la responsabilidad ética y de la intersubjetividad comunicativa, las cuales son las auténticas creadoras de comunidad y de comunión entre los seres humanos. Evidentemente, el silencio nunca debería ser una finalidad en sí, ya que el silencio, como apuntaba Léon Bloy, es la «verdadera patria de la palabra», que configura el marco pertinente del decir y del decirse del ser humano169. Aunque la ideología moderna de la comu166. Queremos insistir en el término «misterio» tal como lo utiliza Gabriel Marcel. No se trata de una referencia dogmática o teológica, sino de aquel «más allá» que se encuentra al margen de la problematización y la objetivación habituales, es decir, que nos es trascendente. 167. Picard, o.c., p. 9. 168. Véase Le Breton, El silencio, cit., pp. 70-73, 113-115. «Si el silencio ayuda a comprender cuando nutre una reflexión personal que acaba revirtiendo en el discurrir de la conversación, el silencio impuesto por la violencia suspende los significados, rompe el vínculo social. Si la dictadura aplasta la palabra en su origen, la Modernidad la hace proliferar en medio de la indiferencia después de haberla vaciado de todo significado» (ibid., p. 5). 169. Hace unos pocos años, Jacques Ellul, siguiendo algunas intuiciones de Kierkegaard, ponía de relieve que, en nuestra sociedad, a causa del vertiginoso aumento de los ruidos de toda clase, se estaba produciendo una profunda desarticulación y un envilecimiento casi irreversible de la palabra humana, la cual, como consecuencia de todo eso, se convertía en una palabra cautiva y humillada (véase J. Ellul, La parole humiliée, Paris, Seuil, 1981).

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nicación acostumbra a rechazar sin contemplaciones el silencio como si se tratara de una falta o de un desconocimiento imperdonables y fatales, no hay auténtica palabra sin silencio, porque el silencio constituye justamente el imprescindible incremento humano y humanizador de la comunicación humana, lo que le confiere cualidad y la mantiene en el ámbito de la auténtica comunión170. El silencio, por tanto, es un aspecto fundamental e irrenunciable del ser humano como homo loquens. «La palabra es como un hilo muy fino que vibra en la inmensidad del silencio»171. O, como lo expresa Fernando Bárcena, «el silencio es, en parte, una preparación de otra cosa que vendrá después […] es tutear al mundo sin palabras»172. Porque son «espíritus encarnados», el hombre o la mujer concretos han de buscar incansablemente la armonía entre la interioridad y la exterioridad, entre el silencio y la palabra, entre la contemplación y la acción (de acuerdo con una expresión recurrente en nuestra tradición). Y de ahí se deduce la urgencia actual de una adecuada pedagogía del silencio y de la palabra que amaestre al ser humano a fundamentar la palabra en el silencio y el silencio en la palabra. 6.3.5. El cuerpo envejecido «Un presentimiento de dolor y de fugacidad que surge de mi sangre» (Hermann Hesse, 1920).

Un viejo adagio medieval castellano expresaba la innegable caducidad del ser humano de una manera insuperable: «Lo nuestro es pasar»173. Para todas las «estructuras de acogida» de una manera aún mucho más decisiva para la codescendencia (la familia)», la inevitabilidad del envejecimiento del cuerpo humano, es decir, su progresiva decaden170. Véase Le Breton, El silencio, cit., pp. 11-13. 171. Le Breton, o.c., p. 7. «Tenemos que considerar que la palabra antes de ser pronunciada, este fondo de silencio que siempre la rodea y sin la cual no diría nada; tenemos que desvelar los hilos del silencio que se entrelazan con ella» (M. MerleauPonty, cit. Le Breton, o.c., p. 11). Creemos muy sugerente la afirmación de Bárcena, o.c., pp. 182-183: «Si el silencio fuera el callar absoluto no sería ni tan sólo pensable; es este momento que viene después de todos los momentos, este acontecimiento posterior a todos los acontecimientos y del cual ni tan sólo tenemos conciencia ni podemos aspirar a tenerla, excepto de imaginárnosla: el momento o el suceso de la muerte como silencio absoluto o final, como callar eterno, como mutismo permanente, más allá de la vida humana». 172. Bárcena, o.c., pp. 182-183. 173. Sobre el envejecimiento, véanse las importantes reflexiones de V. Jankélévitch, La muerte, Valencia, Pre-Textos, 2002, cap. IV.

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cia, posee una indudable importancia, ya que, con mucha frecuencia, es en el hogar donde este «cuerpo-envejecido-a-causa-del-paso-deltiempo» se muestra con toda su complejidad, e incluso muy a menudo con un indudable dramatismo. Creemos que una reflexión sobre la brevedad del tiempo del que dispone el ser humano, tal y como, por ejemplo, la propone Daniel Innerarity, puede ayudar a instituir algunos criterios que hacen posible un aumento de calidad en las relaciones humanas174. En efecto, el ser humano siempre es un huésped, que ha de vivir con las condiciones impuestas a los huéspedes: provisionalidad, éxodo, el «día a día», nostalgia. «El hombre es un animal provisional, que acaba antes de tiempo de la misma manera que había comenzado muy tarde»175. Hay que tener muy en cuenta aquello que, en la obra de Hermann Kasack Die Stadt hinter dem Strom, el secretario del reino de los muertos, con una leve sonrisa, le dice al archivero de la ciudad: «En vida, usted no es otra cosa que un muerto de vacaciones». A menudo, la ruptura de la convivencia de muchas familias tiene como fundamento la incapacidad de aceptar plenamente la corporeidad de sus miembros. En el seno familiar, aceptar cotidianamente la corporeidad del otro significa acoger su cuerpo en la continua movilidad espacial y temporal a la que se encuentra sometido. Significa, en último término, acoger un cuerpo que indefectiblemente envejece y se prepara, o se tendría que preparar, para la muerte. La espaciotemporalidad del ser humano impone una ley inexorable y sin excepciones: el envejecimiento, el pasar, la pérdida de la «flexibilidad vital», un progresivo estado de dependencia, el olvido176. El cuerpo, a causa de las múltiples historias y peripecias de nuestra biografía, se encuentra expuesto al «desgaste» que inevitablemente provoca el paso del tiempo, el cual tiene a la muerte como la última estación de su peregrinaje177. De hecho, el envejecimiento no es nada más que una «muerte diluida» (Jankélévitch). De una manera o de otra, la muerte se hace presente en todas las etapas de la vida humana por medio del inexorable paso del tiempo, el 174. Véase Innerarity, Ética de la hospitalidad, cit., pp. 99-115 («Homo brevis. Ética de la duración, el cansancio y el fin»). 175. Ibid., p. 105. 176. Hermann Hesse ve un aspecto muy positivo en el olvido de los ancianos. «La vejez tiene muchos pesares; pero también sus gracias, y una es esta capa protectora del olvido, de cansancio, de liberación, que crece entre nosotros y nuestros problemas y sufrimientos. Puede ser inercia, esclerosis, desagradable indiferencia, pero también puede ser, iluminada de una manera un poco diferente por el instante de lucidez, serenidad, paciencia, humor, alta sabiduría y tao» (Hesse, o.c., p. 59). 177. Véase lo que exponemos más adelante sobre la muerte.

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envejecimiento. Ahora bien, el envejecimiento, como todo aquello que hace referencia a la existencia humana, es una realidad marcada por la ambigüedad. Siempre y en todas partes, como ha escrito Jean Améry, sea hombre o sea mujer, la relación del individuo que envejece con su propio cuerpo es ambigua, siempre cabe concretarla y contextualizarla de nuevo porque siempre somos, al mismo tiempo, los que ya hemos sido y los que vamos siendo. Eso, como es suficientemente conocido, nos causa perplejidad y angustia. Nadie acepta el envejecimiento como una «condición normal» de la existencia humana. Nadie quiere ser viejo, nadie quiere morir. Muy a menudo, más allá de la evidencia cotidiana, estamos existencialmente convencidos de que envejecer y morir sólo son cosas de los otros178. Cada vez más intensamente, el ser humano que envejece, continúa diciendo Jean Améry, experimenta su propio cuerpo como una masa amorfa, y menos como energía y dinamismo creadores, con flexibilidad física y mental para adaptarse a las nuevas novedades y a las sorpresas del tiempo presente179. La persona que envejece percibe cada vez más intensamente su cuerpo como una carga, como una funda que, poco a poco, se va convirtiendo en superflua, como un continuo de férreas imposiciones restrictivas que le vienen marcadas desde el exterior como una especie de destino ineludible y que, muy a menudo, la limitan de una manera inexplicable y, a menudo incluso, angustiosa y deprimente. En el envejecimiento, como consecuencia de un proceso de progresiva inmovilización, el cuerpo puede convertirse en una temible y oscura prisión: reumatismo, artritis, dificultades respiratorias y cardiacas, cansancio, pérdida de la agilidad mental, pesadez al caminar: todo un conjunto de obstáculos insuperables y de dolencias con las que, por regla general, nunca contamos por anticipado. Jean Améry, utilizando un lenguaje científico, un lenguaje, como él mismo dice, «alegórico» para describir el envejecimiento del cuerpo humano, escribe: En el envejecimiento yo soy mediante mi cuerpo, y en contra de él; en la juventud, yo estaba sin mi cuerpo y con él. Cuando supere el estado del envejecimiento y entre a formar parte del ejército de los viejos, 178. Véase J. Améry, Revuelta y resignación. Acerca del envejecer, Valencia, PreTextos, 2001, pp. 48-49. En un sentido bastante diferente, véase H. Hesse, Elogi de la vellesa [1952], edición de V. Michels, traducción de M. Ollé, Barcelona, Empúries, 2001. Hay que tener presente que lo que se detecta a través de la lectura del libro de Hesse expresa más concretamente una situación ideal, ciertamente deseable, que, desgraciadamente, no acostumbra a ser frecuente en los cada vez más numerosos ancianos de nuestra sociedad. 179. Améry, o.c., p. 55.

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seré tan sólo cuerpo y nada más, cuerpo como progresiva pérdida de energía y como aumento de sustancia: hasta que, en el momento en el cual incluso la sustancia llegue a descomponerse en sus elementos, yo ya no seré yo ni ninguna otra cosa180.

En el envejecimiento vamos convirtiéndonos en unos extraños de nuestro propio cuerpo y, en nuestra casa, entre los de nuestra propia parentela; parece como si ya no nos reconociésemos a nosotros mismos porque nos hemos quedado estancados en nuestra imagen corporal del tiempo en el que éramos jóvenes y las limitaciones de la vida no eran nada más que unas meras palabras vacías. «La edad se apodera de nosotros por sorpresa», manifestaba Goethe. Y, por su parte, Louis Aragon escribía: «¿Pero qué ha pasado?: la vida, y soy viejo». Ciertamente, envejecer es un arte muy difícil, porque, como apunta Hesse, «casi siempre tenemos el alma demasiado avanzada o atrasada en relación con el cuerpo, y para corregir estas diferencias son necesarias aquellas sacudidas de nuestro ánimo vital más íntimo, aquel temblor y aquella angustia en las raíces que nos sobrevienen de vez en cuando en forma de momentos clave de la vida y de enfermedades»181. Cuando envejecemos de una manera que no tiene parangón con la juventud, hemos de convivir día a día con la presencia de la muerte, y eso, no hay duda, en las actuales circunstancias, acostumbra a resultar enormemente difícil de aceptar porque, como decíamos antes, ahora mismo, en términos generales, las «estructuras de acogida» —y más concretamente la «condescendencia» (familia)— se encuentran en un momento de desestructuración simbólica y axiológica y de pérdida de la eficacia de su capacidad acogedora, lo que implica que, con mucha frecuencia, se mueven en un mundo que ha perdido, al menos ha olvidado, de un lado, las referencias simbólicas y, de otro, las dimensiones sapienciales de la existencia humana. El poeta Pere March apuntaba que «en el momento que se nace se empieza a morir…». La tangibilidad del morir irrumpe con una evidencia sin paliativos cuando justo el ser humano comienza a tomar conciencia de su envejecimiento, es decir, cuando, para él, las posibilidades de futuro se vuelven cada vez más migradas, restringidas y problemáticas. Entonces, ciertamente, algunos fragmentos del pasado se 180. Ibid., p. 56. A menudo con la vejez sucede aquello mismo que nos pasa con relación con el morir: los vemos como algo que afecta exclusivamente a los otros, lo cual significa que, durante la vida, no se realiza (además, no está nada bien visto) un aprendizaje para superar estas dos inevitables etapas de la existencia humana de una manera humana y humanizadora. 181. Hesse, Elogi de la vellesa, cit., p. 67.

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le hacen presentes «a veces, obsesivamente presentes», pero, al mismo tiempo, también acostumbra a interrumpir una especie de desazón aguda por un pasado perdido (Proust), cuya memoria resta definitivamente irrecuperable, clausurada y sin referencias al presente de la propia existencia. En cualquier caso, sin embargo, pese a todos los esfuerzos, a aquel pasado que ha ornado con todos los oropeles de la «edad de oro» ya no le es posible regresar, porque la auténtica recuperación del pasado siempre es una función del presente. El hoy parece lejos del ayer, y aquello olvidado hace mucho tiempo parece cercano, el mundo primigenio y el tiempo de los cuentos son un jardín abierto, allá182.

Difícilmente el ser humano puede «hacer marcha atrás». Siempre, de una manera o de otra, se ve constreñido a «dar marcha hacia delante». El pasado inaccesible e inmune a los estragos del tiempo, sin embargo, acostumbra a ser el lugar donde el que envejece sitúa el «paraíso», su paraíso, cerrado y clausurado por siempre, con el «ángel de la muerte» por guardián, de tal manera que entonces empieza a experimentar como una realidad cada día más cercana y palpable las palabras del poeta Jorge Manrique: A nuestro parecer cualquiera tiempo pasado fue mejor.

Por eso, con algunas excepciones ciertamente ejemplares, el envejecimiento consiste en contar exclusivamente con «el día a día» («mañana será otro día*»), porque del pasado sólo se acostumbra a retener los restos inconexos de un naufragio demoledor, y del futuro, ya se ha perdido la esperanza de protagonizarlo de una manera o de otra. En su pesado «día a día», el que envejece puede sentir la tentación de encontrarse trágicamente desgarrado entre la nostalgia de un pasado, definitivamente perdido y anclado «antes del tiempo», y la angustia de un futuro, totalmente inabarcable y «sin tiempo»183. No cuesta nada ver que, muy a menudo, el anciano lleva su cuer182. Hesse, «Agusar l’oïda», en Elogi de la vellesa, cit., p. 8. * En el original catalán: «qui dia passa, any empeny» (N. del T.). 183. A menudo, nos hemos hecho eco de la sobreaceleración del tiempo como de una de las características antropológicas más notables del momento presente. Creemos, como escribe Hesse, que «para que la historia mantenga islas de paz y sea soportable, conviene siempre, como fuerza contraria, el retraso y la conservación; este deber recae sobre los eruditos y los viejos» (Hesse, Elogi de la vellesa, cit., p. 38).

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po como un estigmatizado. Ante el ineludible y reversible envejecimiento que experimenta el ser humano, todas las sociedades, antiguas y modernas, con unos tonos más o menos angustiosos, han manifestado una enorme perplejidad. Ahora bien, en las sociedades premodernas la vejez, considerada como la sede privilegiada de la sabiduría y del conocimiento de las verdaderas dimensiones de la vida, acostumbraba a disfrutar de una especial consideración y de un respeto ilimitado184. La vejez era la edad de la ejemplaridad. En cambio, en la Modernidad, que se ha entendido a sí misma como «categoría de futuro y de cambio», la vejez (como la misma muerte), cada vez más intensamente, se considera como «algo» definitivamente «caducado», ineficaz y sin sentido, como un estorbo que hay que esconder de la vida pública porque no constituye ningún tipo de modelo o de ejemplo para la vida cotidiana. Por eso no puede causar extrañeza que muchos vean la vejez como un «continente gris», desorientado y perdido en medio de una Modernidad obsesionada por todo aquello que posee una apariencia juvenil y una especie u otra de tensión frente al futuro. En nuestras sociedades el viejo, poco a poco, se ve constreñido a abandonar (convirtiéndose, entonces de verdad, en un «de-functus») el campo simbólico, hecho de rememoraciones y de anticipaciones, que es lo que, en realidad, hace posible que el ser humano se instale significativamente en su espacio y en su tiempo185. No puede olvidarse, como lo pone de relieve David Le Breton, que, en una sociedad obsesionada por el futuro, la vejez manifiesta la precariedad y la fragilidad de la condición humana; es el rostro de la alteridad absoluta. También es la imagen intolerable de un envejecimiento que se apodera de toda cosa en una

184. Véase Le Breton, o.c., pp. 147-148. Este autor afirma, contra el parecer de muchos, que, actualmente, la vejez y la muerte no son dos tabúes. Un tabú posee sentido social porque remite a algo situado más allá del orden ordinario de las cosas. Actualmente, tanto la vejez como la muerte constituyen propiamente el campo de la «anormalidad» social, de todo aquello que debe ser ignorado, escondido, porque no posee ninguna clase de valor para la sociedad (cf. ibid., p. 146). 185. La pérdida de la habilidad simbólica se encuentra acompañada por la debilidad de la memoria. No sólo ni primordialmente por el hecho de que el olvido que es característico de muchos ancianos, sino por el hecho de que no hay memoria anticipadora del futuro (eliminación del «ausente futuro»). Muy a menudo, el anciano se limita a recordar no creativa, sino mecánicamente —popularmente decimos «como un disco rayado»— algunos hechos de su vida. Entonces, a la «defunción» de la capacidad simbólica y de la creatividad de la memoria se le añade la defunción de la tradición como creación. Debería tenerse en cuenta aquella precisión de Marcel Lágaut: «Sólo el recuerdo permite que el ser humano entre en la comprensión de su existencia».

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sociedad que practica el culto de la juventud y que ya no sabe simbolizar el hecho del envejecimiento186.

Pese al descrédito de la vejez en la sociedad actual, la cual acostumbra a ir acompañada de una profunda desconfianza delante de la sabiduría como factor determinante para la vida humana, creemos que ser viejo es una tarea igual de bella y sagrada que la de ser joven, aprender a morir y morir son funciones tan valiosas como cualquier otra —suponiendo que se hayan llevado a término con gran respeto para con el sentido y carácter sagrado de toda vida—187.

Es un dato muy elocuente por sí solo el que el anciano se ve reducido exclusivamente sólo a su cuerpo, un cuerpo inútil, que se ha convertido en un «no-sujeto», materia prima de geriátrico, en total dependencia de otros. En un primer momento, este «paso» a la vejez resulta, al menos para uno mismo, casi insensible, como algo que no puede ser, que nos sume en la perplejidad. «La vejez —escribe Simone de Beauvoir— es parcialmente difícil de asumir porque la hemos considerado siempre como una especie de extranjera: yo me he convertido en otro, mientras me mantengo yo mismo»188. Nuestra sociedad, tan preocupada por desactivar la vejez de la vida cotidiana, no sabe educar a sus miembros a convertirse en ancianos, es decir, a integrar existencialmente el hecho de que somos seres finitos y contingentes; esta educación implicaría, ciertamente, el descubrimiento de las fuentes de la sabiduría en la naturaleza, en uno mismo y en los otros189. En nuestra sociedad, sin embargo, la sabiduría, de la misma manera que el silencio, es un bien sumamente escaso. A menudo —y esto es paradójico en una sociedad en la cual ha aumentado vertigino186. Le Breton, Anthropologie du corps, cit., p. 146; cf. ibid., cap. VII. Véase, además de este libro de David Le Breton, V. Madoz, 10 palabras claves sobre los miedos del hombre moderno, Estella (Navarra), Verbo Divino, 1998, pp. 153-182. 187. Hesse, Elogi de la vellesa, cit., p. 52. 188. S. de Beauvoir, La vejez, Buenos Aires, Sudamericana, 1970, p. 339. 189. Conviene no olvidar la advertencia de Simone de Beauvoir: «Actualmente los adultos se interesan por los viejos de otra manera: es un objeto de explotación. En los Estados Unidos sobre todo, pero también en Francia, se multiplican las clínicas, pensiones de ancianos, casas de reposo, residencias, incluso ciudades y pueblos donde se hace pagar lo más caro posible a las personas de edad que tienen los medios necesarios para un confort y una atención que muy a menudo dejan mucho que desear» (Beauvoir, o.c., p. 262). Creemos que esta observación, hecha hace más de cincuenta años, constituye actualmente una desoladora realidad en nuestro país. Para darse cuenta de ello sólo hay que lanzar una mirada superficial a una gran mayoría de geriátricos y de residencias de la tercera edad.

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samente la esperanza de vida— parece como si la vida se acabara con la pérdida de las energías juveniles. No hay duda de que, en el momento presente y sobre todo en el ámbito familiar, una de las causas más importantes de los conflictos y de las desavenencias es que todo el mundo (abuelos, padres e hijos) quieren mantener actitudes y formas de vida de carácter francamente adolescente porque, en el mundo de nuestros días, la adolescencia ha sido elevada a la categoría de paradigma supremo de lo humano190. Entonces, la vejez acostumbra a incluirse en una situación que casi es de «prehumanidad» o, tal vez mejor, de «posthumanidad». A partir de aquí, salvando todas las distancias y con las numerosas excepciones de rigor, el anciano —pensemos, por ejemplo, en tantos y tantos centros geriátricos de nuestros días— es asimilado al encierro de los campos de concentración nazis, en los cuales se había programado detalladamente el paso del hombre al «ex hombre». Quizás sea un poco exagerado, pero parece un acontecimiento bastante evidente que, ahora mismo, muchos ancianos son considerados y tratados, de hecho, como «ex hombres» y «ex mujeres». En nuestra sociedad, otra situación que, sin duda, adquirirá unas repercusiones humanas y sociales cada vez más agudas y, casi siempre, con unas marcas francamente deshumanizadoras, será la jubilación. No puede olvidarse que la sociedad europea se encuentra fuertemente marcada y determinada por el envejecimiento general de la población. En el lejano 1680 Saint-Évremont ya escribía: «No hay nada más corriente que ver a los viejos suspirar por retirarse, y nada es tan raro entre los que se han retirado como que se arrepientan»191. David Le Breton ha puesto de relieve que «el sentimiento de envejecer proviene siempre de fuera, es la marca en uno mismo de la interiorización de la mirada del otro»192. Revisar el viejo archivo de fotografías que nos muestran un rostro que ya no es el nuestro, evocar este o aquel otro momento de nuestra juventud, comprobar las marcas que el paso del tiempo ha dejado sobre el cuerpo de los conocidos, volver a ver a alguien después de un alargada ausencia, constituyen el índice infalible que nos informa de nuestro propio envejecimiento. Porque la vejez, más que ser un dato objetivo, un número de años determinado, es por encima de todo un sentimiento, una especie de «reloj interior» que marca una hora que tan sólo conoce el hombre o la mujer que se han convertido en viejos. Otra característica suma190. En un pensamiento, Hugo von Hofmannsthal dice: «Hay algunas épocas en las cuales existen demasiados infantes y demasiados ancianos inmaduros». 191. Saint-Évremont, cit. Beauvoir, o.c., p. 316. 192. Le Breton, o.c., p. 154.

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mente negativa que pone de relieve el terrible estigma del envejecimiento es, como señala Simone de Beauvoir, la impotencia para modificarlo, para configurar alternativas realmente eficaces a la inexorable marcha del tiempo193. Actualmente, para un número importante de hombres y de mujeres, la vejez, habiendo dejado de ser la época de la sabiduría, se ha convertido en la época de la impotencia. Con la marginación y el olvido del envejecimiento y la muerte, el hombre y la mujer occidentales actuales no muestran su profunda reticencia a aceptar aquello que precisamente les ha hecho y les hace ser seres de carne; seres que nunca podrán renunciar a la espaciotemporalidad de su cuerpo. Quisiéramos acabar este apartado con un texto, que nos parece extraordinariamente evocador, de Hermann Hesse: Es propio de los más viejos actuar con más libertad, más lúdicamente, con más experiencia, más benevolencia de la que puedan hacer los jóvenes. La vejez encuentra fácilmente que los jóvenes son precoces. Pero a la misma vejez siempre le gusta imitar los posturas y las maneras de la juventud; ella misma es fanática, ella misma es injusta, ella misma se cree la única poseedora de la verdad y se ofende fácilmente. La vejez no es peor que la juventud, Lao Tsé no es peor que Buda. El azul no es peor que el rojo. La vejez se verá limitada sólo cuando se quiera hacer pasar por juventud194.

6.3.6. El cuerpo enfermo En todas las épocas las inevitables consecuencias de la finitud humana —y de eso la historia ha ofrecido pruebas concluyentes— se concretan en la posibilidad de enfermar195 y en la inevitabilidad del mo193. Véase Beauvoir, La vejez, cit., pp. 332-333. Aquí debería tenerse muy en cuenta la significación antropológica de las praxis médicas destinadas al enmascaramiento de la vejez corporal. 194. Hesse, Elogi de la vellesa, cit., pp. 36-37. 195. Sobre esta problemática, véase Tillich, «Die Bedeutung der Gesundheit», cit., pp. 287-296; P. Laín Entralgo, La relación médico-paciente, Madrid, Alianza, 1983; M. Augé, «Maladie (Anthropologie)», en Encyclopaedia Universalis, XIV, Paris, 1990, pp. 338-340; Le Breton, Anthropologie du corps, cit., cap. IX; E. M. Cioran, «Sobre la enfermedad», en La caída en el tiempo, Barcelona, Tusquets, 1993, pp. 107-122; íd., Antropología del dolor, cit., passim; Turner, The Body & Society, cit., pp. 197-214; Duch, Simbolismo y salud, cit., cap. V; Madoz, o.c., pp. 77-116; Morris, Illness and Culture in the Postmodern Age, cit., passim; F. Torralba, Antropología del cuidar, Madrid, Fundación Mapfre, 1998; F. Laplantine, Antropología de la enfermedad. Estudio etnológico de los sistemas de representaciones etiológicas y terapéuticas en la sociedad contemporánea, Buenos Aires, Ediciones del Sol, 1999; Waldenfels, Grenzen der Nor-

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rir196. Creemos que con cierta razón Cioran considera a los enfermos como «seres separados», una de cuyas características más relevantes es la «apostasía de los órganos» que experimentan, los cuales, entonces, constituyen una especie de carne que se emancipa de la «normalidad» de la vida cotidiana197. Por su parte, Jean-Jacques Wunenburger ha puesto de relieve que, en la Modernidad, «la enfermedad se convierte en el resumen patético y no teórico del nihilismo europeo»198. Resulta bastante evidente que la enfermedad, como el resto de factores de desequilibrio, «fustiga y aporta un elemento de tensión y de conflicto»199. Desde su peculiar perspectiva, el pensador rumano mantiene la opinión de que, mientras disfrutamos de buena salud, no existimos o, por decirlo más correctamente, no sabemos experimentalmente que existimos. «El enfermo suspira por la nada de salud, por la ignorancia de ser: se siente exasperado por saber en todo momento que tiene todo el universo enfrente de él, sin ningún tipo de medio de formar parte de él, de perderse en él»200. Por todo ello creemos que la tentación que constantemente asedia al enfermo es el llegar a creer que él mismo como enfermo es la enfermedad. No hay duda de que nunca tenemos plena conciencia de lo que es la salud si no es en relación con la enfermedad. «De la enfermedad tan sólo se puede hablar significativamente cuando se la comprende como ‘contracon-

malisierung, cit., pp. 116-149; J. Coderch, La relación paciente-terapeuta. El campo del psicoanálisis y la psicoterapia psicoanalítica, Barcelona/Buenos Aires/México, Paidós, 2001; Gadamer, El estado oculto de la salud, cit., esp. pp. 119-140. 196. «Al menos en parte, en los tiempos postmodernos la muerte es un escándalo porque desenmascara la ilusión que podemos vivir por siempre (ever)» (Morris, o.c., p. 15). 197. Véase Cioran, o.c., pp. 107-108. «Con tal de que la conciencia adquiera una cierta intensidad, conviene que el organismo sufra e, incluso, se disgregue: la conciencia en sus orígenes es conciencia de los órganos» (ibid., p. 108). 198. Wunenburger, La vie des images, cit., p. 248. Desde la perspectiva de las expresividades pictóricas, este estudio de Wunenburger lleva a término una aproximación muy interesante al cuerpo del enfermo (sufriente) en el arte moderno, el cual se ha convertido en el «tema mayor» del arte contemporáneo. Ha tenido lugar una especie de «idealización de lo feo (laid)»: «El cuerpo, incluso desfigurado por la violencia o la muerte, entra por medio de la representación artística en una nueva esfera, en la cual la brutalidad de los efectos cede paso a una sensibilidad, ciertamente contrastada e incluso ambivalente, pero siempre dominada y no convulsiva» (ibid., p. 246). 199. Cioran, o.c., p. 109; cf. ibid., pp. 110-111. No hay duda de que el pensamiento de Cioran nos resulta extraño y, en muchos aspectos, inaceptable. Como, por ejemplo, cuando afirma: «no hay que engañarse: la única igualdad que nos importa, la única de la cual somos capaces, es la igualdad en el infierno […] Todos los enfermos son sádicos, pero su sadismo es adquirido: ésta es su única excusa» (ibid., p. 112). 200. Ibid., p. 111.

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cepto’ (Gegenbegriff) de la enfermedad; y la enfermedad significa una negación parcial de la naturaleza esencial del ser humano»201. Es una evidencia que el empalabramiento de la enfermedad —el cuerpo enfermo— es una construcción histórico-cultural202. La antropología médica anglosajona, para designar los diversos aspectos de la enfermedad, dispone de tres términos: disease, illness y sickness203. Disease acostumbra a expresar «las configuraciones de las anormalidades patológicas». Por el contrario, illness se refiere a las manifestaciones clínicas de la enfermedad (y del enfermar), que pueden ser observadas como síntomas (sensaciones subjetivas) o señales (hallazgos objetivos descubiertos por expertos). De aquí que illness tenga un irreductible componente social, el cual abarca al mismo tiempo las respuestas subjetivas del paciente y los diagnósticos de los profesionales de la medicina. En cualquier caso, sin embargo, la reflexión sobre el illness pone sobre la mesa tres importantes debates: 1) la relación entre naturaleza y cultura; 2) la relación entre el individuo y la sociedad; 3) la relación entre la mente y el cuerpo. Por su parte, sickness expresa un estado no muy grave y mucho más indeterminado que el que expresa illness, como, por ejemplo, los mareos, las náuseas y, más generalmente, el simple malestar. Según Jean Benoist, sickness vendría a expresar «el proceso de socialización de la disease y del illness»204. Dando un paso adelante, puede afirmarse que illness es un concepto evaluador de carácter enteramente social y práctico, mientras 201. Tillich, «Die Bedeutung der Gesundheit», cit., p. 287. La salud se encuentra en el equilibrio de aquello que Tillich llama el «proceso de la vida», el cual abarca a todo ser humano y a sus relaciones con el entorno. El problema que, en el comienzo de los años sesenta del siglo XX, tan agudamente planteó este autor es: cómo será posible la salud del individuo en el seno de una sociedad que no es precisamente una «sociedad saludable» (gesunde Gesellschaft) (Tillich, o.c., pp. 292, 294). 202. Sería conveniente referirse aquí al «cuerpo torturado», el cual también es una construcción históricocultural. Sobre esta problemática, tan trágicamente actual durante todo el siglo XX y también en este comienzo del siglo XXI, véase W. Sofsky, Traité de la violence, Paris, Gallimard, 1998; A. Glucksmann, Dostoievski en Manhattan, Madrid, Taurus, 2002. La tortura no es un duelo ni tampoco una prueba de voluntad, sino un método —a menudo, «científicamente» infalible— para gobernar cuerpos y almas, reduciendo, «desconstruyendo» a los seres humanos, que, de esta manera, se convierten en ex hombres o en ex mujeres (cf. Glucksmann, o.c., pp. 115-119). «Todo el que ha ejercido, aunque sea tan sólo una vez, un poder ilimitado sobre el cuerpo, la sangre y el alma de su semblante se vuelve incapaz de controlar sus sensaciones. La tiranía es un hábito dotado de extensión. Gracias al hábito, el mejor de los hombres puede endurecerse hasta convertirse en una bestia feroz» (F. Dostoievski, Los demonios, cit. Glucksmann, o.c., pp. 118-119). 203. Sobre esta problemática, véase Turner, Body & Society, cit., pp. 178-179, 198-201, 221-223; Laplantine, Antropología de la enfermedad, cit., pp. 18-22. 204. J. Benoist, cit. Laplantine, o.c., p. 20.

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que disease es un término neutro que se refiere a las distorsiones de un organismo o, más técnicamente, a algunas deficiencias atípicas en su funcionamiento tal como las describe y las interpreta el conocimiento médico. Vendría a ser, entonces, la «enfermedad-objeto» (Laplantine). Resulta bastante evidente, por tanto, que illness sirve para describir un fenómeno cultural desde la perspectiva subjetiva del ser humano, cuya naturaleza es su cultura propia. En cuanto a la disease, las cosas se complican porque no creemos que se trate de una «neutralidad» —un hecho plenamente «natural»— al margen de un tipo u otro de impronta cultural. En realidad, la disease no pertenece al orden de los facta bruta, sino que es la consecuencia de unas determinadas relaciones, y toda relación, como es bastante conocido, es el producto de unas clasificaciones bien concretas. No hay ningún tipo de duda de que en toda esta discusión podemos percibir con claridad las aportaciones que, en su día, hizo Michel Foucault. En su aproximación a la medicina, el mérito del pensador francés fue que reconociera que los cambios de las formas de conocimiento de la enfermedad (disease) son debidos a unos determinados usos del poder (nacimiento de la clínica moderna, por ejemplo). Según Bryan S. Turner, que adopta algunos aspectos de la reflexión foucaultiana, la debilidad de la filosofía de la medicina es que, muy frecuentemente y muy fácilmente, separa la cuestión «¿Qué es la enfermedad (disease)?» de la cuestión: «¿Cuál es la función del conocimiento médico en el contexto de la profesión médica?»205. En relación con la clásica dicotomía «disease-illness» puede afirmarse que el primer término expresa la «enfermedad de base», que es la enfermedad que, indiscutiblemente, comparten todos los seres humanos por el hecho de ser fenómenos localizados en el mundo natural, es decir, a causa de su condición finita y limitada. Toda enfermedad (disease) se origina a partir de una gramática orgánica que es común a todos los hombre y todas las mujeres. Ahora bien, el discurso sobre la enfermedad (illness) —sobre el enfermar concreto de la persona— y la experiencia que hace el paciente son altamente variables y dependen, por un lado, de las posibilidades y los límites expresivos de la cultura en la cual se encuentra situado y, por otro, de su idiosincrasia personal, de las variadas peripecias y experiencias de su vida. Por eso podemos afirmar que, mediante procesos de interiorización y de interpretación, la enfermedad «externa» (disease) se convierte en una parte de la cultura y de la personalidad de los individuos como ill-

205. Véase Turner, o.c., p. 200.

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ness206. Por eso mismo, las enfermedades concretas, a partir de la disposición universal a la enfermedad que, desde el nacimiento hasta la muerte, acompaña incesantemente a los seres humanos, son epocales y personales207. Cuando disponemos de buena salud, prácticamente somos inconscientes de ello, porque el bienestar no es nada más que un «no ocultarse ni esforzarse» por uno mismo; en el fondo, se trata de un «estado de desobjetivación», ya que, por ella misma, la salud no llama la atención, es una especie de equilibrio o de armonía indefinibles, se mantiene en la invisibilidad y, quizás, tan sólo da unas leves señales de vida a través de una cosa bien sutil, tan poco precisa y objetivable como es el bienestar208. En cambio, la enfermedad siempre procede de una especie de autoobjetivación, da lugar a unos inacabables procesos descriptivos con la finalidad de ceñirla, acotarla y, de esta manera, poder combatirla mejor en la imaginación y en la realidad. HansGeorg Gadamer escribe: «Casi me atrevería a afirmar que, en su esencia, la enfermedad constituye un ‘caso’», un azar imprevisto e imprevisible, una casualidad que irrumpe de repente en el entramado

206. Eso se aplica también a los profesionales de la medicina. «Cualquier médico, incluso en su práctica del diagnóstico, en el tratamiento que administra y obviamente en su propia experiencia de la enfermedad, posee también una comprensión no (bio)médica de la patología y de la terapia. Enfrentado día a día con la enfermedad, no puede tener acerca de ella un comportamiento estrictamente racional» (Laplantine, o.c., p. 21). 207. En su extraordinario estudio sobre la migraña O. Sacks, Emicrania, Milano, Adelphi, 1992, p. 347, pone claramente de relieve lo que hemos expresado en nuestro texto. Escribe: «Hemos supuesto que si la migraña se basara sobre reacciones de adaptación universales, cada paciente podría construir (y, seguramente, utilizar e interpretar) la propia superestructura de una manera diferente, de acuerdo con las propias necesidades y los propios símbolos. Ahora, en principio, podemos responder al dilema que nos habíamos planteado antes de si la migraña es un fenómeno innato o adquirido. Es las dos cosas a la vez: en sus atributos fijos y genéricos es innato; en sus atributos específicos y variables es adquirido. De la misma manera, es innata la ‘gramática profunda’ que es universal en todas las lenguas (Chomsky), pero todo lenguaje particular ha de ser aprendido. El moverse, en su nivel más elemental, es un reflejo espinal, pero es elaborado en niveles cada vez más elevados, de tal manera que, finalmente, podemos llegar a conocer a un individuo por su manera de caminar. De la misma manera, la migraña adquiere identidad de un estadio a otro, de tal manera que puede comenzar como un reflejo, pero puede convertirse en una creación». 208. Gadamer, o.c., pp. 130-131, cita el fragmento de Heráclito «La armonía oculta es siempre más fuerte que la evidente», con tal de poner de relieve la característica fundamental de la salud. En la vida, justamente la función del dolor es señalar que se ha producido una perturbación más o menos grave en el equilibrio del movimiento vital en el cual consiste la salud (véase ibid., p. 124).

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de la vida cotidiana209. Y este «caso» que es la enfermedad, localizada en un miembro concreto del cuerpo, acostumbra a «separarse», a desvincularse, de la persona concreta, y se trata como una pieza autónoma que hay que reparar, corregir o eliminar. Hay que tener en cuenta que, desde la Antigüedad, muy a menudo la enfermedad ha sido utilizada como metáfora politizada. Así mismo es innegable que, en el transcurso de los procesos culturales, ha cambiado el objetivo concreto de la metaforización210. Así, por ejemplo, la metáfora de la tuberculosis, la enfermedad elitista y a menudo con unas marcas poéticas de la época democrática (Heller y Fehér), ponía de relieve la existencia transitoria y vulnerable de una aristocracia cultural que tenía la desgracia de vivir en un «tiempo vulgar» y en un estado de progresiva masificación. En Thomas Mann (La montaña mágica) la tuberculosis es vista como un impulso espiritual que nos permite abandonar la mediocridad de la condición material y materialista del presente. En la novelista Katherine Mansfield la tuberculosis se convierte en el símbolo de un mal todavía más profundo que la misma enfermedad, el cual no se limita a destruir los pulmones, sino a todo el ser humano. En un segundo momento, en un mundo marcado por el materialismo, la tuberculosis fue considerada como el camino de huida que se abría ante los individuos que experimentaban una encendida pasión amorosa no correspondida211. Por medio de la peste Albert Camus evoca permanentemente en los lectores la ocupación nazi, el estado totalitario y las perspectivas de una tercera guerra mundial212. La metáfora del cáncer, en cambio, se originó en las profundidades de la democracia de masas y se refería a aquellas personas que habían estado «consumidas» por la tristeza y la crueldad de las anónimas y burocratizadas sociedades modernas. El cáncer también 209. Ibid., p. 123. Este autor pone de relieve que el término «caso» es aquello que le toca a uno por azar en los juegos de la vida. 210. No hay duda de que aquí debería tenerse muy en cuenta, como una especie de contrapartida, la cuestión de la higiene, es decir, la problemática en el entorno de la salud. Habría que referirse muy especialmente al nacionalsocialismo, que bien puede ser considerado como un «régimen higienista» de carácter naturista (véase Duch, Armes espirituals i materials: Política, cit., pp. 91-136). En la actual política higienista de los Estados Unidos «con el notable precedente de la legislación en el entorno de la «ley seca» de los años veinte del siglo XX (la llamada dry decade)», no resulta en absoluto desencaminado ver una «valoración moral histérica, una tentativa (bio)política de restablecer la ‘salud’ en su posición central normativa» (Heller y Fehér, o.c., p. 76). 211. Heller y Fehér, o.c., p. 71, ponen de relieve que el socialismo proletario del siglo XIX «robó» a los bohemios la imagen de la tuberculosis y la convirtió en una expresión de la condición de los trabajadores en el «capitalismo salvaje». 212. Véase Laplantine, Antropología de la enfermedad, cit., p. 33.

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puede ser la metáfora de los regímenes totalitarios y concentracionarios: así, llega a ser considerado como «enfermedad del alma»213. No puede olvidarse además que, en el lenguaje político y social, la metáfora de la enfermedad, «sobre todo la del cáncer», muy a menudo, aunque no exclusivamente, ha sido utilizada por parte de algunos regímenes dictatoriales de derecha e izquierda, los cuales han concretado el «enemigo absoluto» que debería erradicarse para recobrar la «salud pública». Escribe Sunsan Sontag: Decir de un fenómeno que es como un cáncer es incitar a la violencia. La utilización del cáncer en el lenguaje político promueve al fatalismo y justifica mesuras «duras» —además de acreditar la difusa idea que esta enfermedad es forzosamente mortal—. El concepto de enfermedad nunca es inocente, pero cuando se trata del cáncer se podría sostener que en sus metáforas se encuentra implícito todo un genocidio214.

La metáfora de la sífilis, tal y como se presenta en la conocida novela de Thomas Mann Doktor Faustus, fue interpretada como una sigla de la enfermedad físicomental que sufrían, a causa del impacto devastador de nacionalsocialismo, no sólo el protagonista, el compositor Adrian Leverkühn (con unas indudables referencias al «caso Nietzsche», por hablar como Karl Schlechta), sino también la gran mayoría de la población alemana de los años treinta del siglo XX. En el momento presente el sida acostumbra a aparecer como una metáfora compleja y polivalente. En los sectores reaccionarios de carácter supuestamente religioso, por ejemplo, se le presenta como castigo de Dios a causa de los excesos más repugnantes de una sociedad totalmente permisiva y sin ningún tipo de barrera moral. Desde una perspectiva muy diferente, el sida es entendido como la metáfora de una sociedad que ha confiado excesivamente en la ciencia y, ahora, se encuentra totalmente desvalida delante de ella y, de alguna manera, a merced de sus propios instrumentos tradicionales215. Eugène Ionesco (Rhinocéros) incluso crea el nombre de una nueva enfermedad —el «rinocerontismo»— con tal de dar fuerza a sus metáforas: se trata del 213. Véase F. Zorn, Bajo el sol de Marte, Barcelona, Anagrama, 1992. 214. S. Sontag, La enfermedad y sus metáforas, Madrid, Taurus, 1996, p. 82. En un escrito posterior, El sida y sus metáforas, editado conjuntamente con el escrito ahora mismo mencionado, Susan Sontag pone de relieve el uso que las ideologías políticas autoritarias (por ejemplo la de Jean-Marie Le Pen) hacen del sida (cf. ibid., p. 144). Sobre la metaforización de la salud y de la enfermedad, véase Heller y Fehér, o.c., pp. 69-82. 215. Véase Heller y Fehér, o.c., p. 70.

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símbolo de la barbarie moderna, caracterizada por la omnipotencia de la ideología y el conformismo y la apatía de la mayoría de la población216. Desde perspectivas diferentes se ha observado que la literatura es imprescindible para la praxis antropológica. De una manera aún mucho más evidente lo es para la aproximación antropológica a la salud y la enfermedad217. François Laplantine afirma que «le impresionó especialmente el rigor de la literatura en la descripción de las afecciones patológicas. Ya se trate de la uremia en Proust y Martin du Gard, de la crisis de la hemoptisis en Catherine Mansfield, de la migraña de Virginia Woolf, de la crisis asmática en Raymond Queneau y de las diferentes fases de la evolución de la tuberculosis y la sífilis en Thomas Mann, todos los autores muestran un interés por la precisión que no puede dejar indiferente ni al cínico ni al etnólogo»218. Estamos convencidos de que los textos literarios (novelística y teatro sobre todo) pueden ser unos elementos muy importantes para la constitución, la descripción y algún tipo de interpretación del imaginario colectivo de la salud y la enfermedad, ya que, de alguna manera, el escritor de ficción, evidentemente, con el concurso de su huella personal, de su subjetividad fabuladora, se hace eco de las representaciones populares de la salubridad y el enfermar —incluso con los ingredientes de irracionalismo y superstición que acostumbran a acompañar este tipo de representaciones— que tienen vigencia en su entorno. Entonces, como ya hemos señalado con anterioridad, en términos cotidianos y populares, la enfermedad (más que la salud), además de indicar un estado concreto de carencia y distorsión del sujeto humano (el enfermar), se constituye en metáfora que ilumina y da vida a algunos aspectos quizás no muy visibles, pero al mismo tiempo muy reales, de una determinada sociedad humana. Por lo que se refiere a esto, la obra de Marcel Proust es ejemplar y posee unas marcas sencillamente geniales, y François Laplantine pone de relieve que la originalidad de la comprensión literaria [para la praxis antropológica] es precisamente la de no ser la simple reproducción de las ideas médicas de una época dada […], sino que su interés reside en el hecho de que ella es susceptible de enseñarnos simultáneamente otra cosa que la que nos enseña el clínico y distinta de la que aprendemos habitualmente a partir de las entrevistas etnográficas o de las encuestas sociológicas […] Nos enseña las interpretaciones de la enferme216. E. Ionesco, El Rinoceronte, Buenos Aires, Losada, 1962. 217. Véase Laplantine, o.c., cap. II. 218. Ibid., pp. 28-29.

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dad del sujeto en lo que tienen de aparentemente irracional en el ámbito de la fantasía, del imaginario, del afecto y de las reacciones219.

Es un dato bastante evidente que, por acción o por reacción, en el enfermar del cuerpo humano siempre acostumbre a tener una decisiva importancia la situación real de las «estructuras de acogida». Eso es especialmente constatable en relación con la familia. En efecto, con mucha frecuencia, la enfermedad de una persona concreta no es solamente su enfermedad, sino que también es el fruto de las tensiones que se producen en el interior del grupo familiar. Éste muy bien puede ser considerado como un «tipo de engranaje afectivo» mediante el cual se satisfacen y se compensan un buen número de tensiones emocionales que se derivan tanto de la convivencia familiar como de las situaciones de conflicto que nunca deja de presentar, a nivel individual y colectivo, la existencia humana220. De una manera u otra, este «engranaje afectivo» que es sobre todo la familia y, más secundariamente, las otras dos «estructuras de acogida», interviene en todo lo que tiene algo que ver con la situación saludable y/o de caer enfermo del ser humano. Parece bastante indiscutible que, pese a todas las formas del individualismo que proliferan en la sociedad actual, la persona concreta se encuentra ubicada en una red de relaciones y en una textura social, política y religiosa con niveles muy diversos, que le permiten, si la salud de la familia, la ciudad o la religión se mantiene en términos aceptables, solucionar las tensiones y los conflictos que, desde del nacimiento hasta la muerte, siempre se hacen presentes en las diversas etapas de la existencia humana. Hay que añadir que la consideración del hombre o la mujer concretos vinculados con las «estructuras de acogida» como «engranajes afectivos» implica que, para bien o para mal, aquéllas no pueden ser imaginadas como meros «agentes externos» (nocivos o favorables), sino que, propiamente, forman parte del tejido más íntimo de la persona humana; su corporeidad es en primer lugar familiar, pero es también política y religiosa. Por eso resulta evidente que, pese a la enorme variedad de situaciones y de trayectos biográficos, para las personas concretas la ciudad, la religión y, mucho más decisivamente aún, la familia constituyen un «ámbito terapéutico» o, por el contrario, un «ámbito de enfermedad y desestructuración». Muy inteligentemente, Juan Rof Carballo habla de la «urdimbre afectiva» como núcleo central y determinante de todo grupo fami219. Ibid., pp. 32, 33. 220. Véase, sobre todo esto, J. Rof Carballo, Violencia y ternura, Madrid, EspasaCalpe, 21991, pp. 296-299.

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liar221. Justamente esta urdimbre, en el tiempo, es la que otorga a la familia y también, según nuestra opinión, a las otras dos «estructuras de acogida», su carácter transaccional, transgeneracional, no sólo en un sentido horizontal, sino también en dirección vertical. Es aquí, creemos, donde, pese a los abusos con que frecuentemente se encuentra acompañado, interviene un factor de una innegable importancia para la curación o la enfermedad de las personas. Nos referimos a la tradición como «memoria rememorativa y anticipadora» que, de una manera u otra, interviene en la configuración de la búsqueda de identidad por parte de los individuos y grupos humanos222. Es indudable que, en el interior de la «urdimbre afectiva» que son las diversas «estructuras de acogida», con aquellos «engranajes afectivos» que son propios de cada una de ellas, se da, en el transcurso de la vida cotidiana de individuos y grupos sociales, una tensión constante para la búsqueda de la identidad223. Una búsqueda de la identidad que no siendo (como creemos que no es) un dato a priori, esencialmente establecida, puede dar lugar a procesos de curación o, por el contrario, de profundos y, con cierta frecuencia, irreversibles enfermamientos. Porque el ser humano, tal y como hemos puesto de relieve en el capítulo anterior al comentar la octava elegía de Duino de Rilke, nunca deja de ser alguien que constantemente está despidiéndose, siempre se mantiene delante —gegenüber, dirá el poeta— de un horizonte que no hace nada más que retroceder sin respiro. La identidad del ser humano —tal vez fuera mejor referirse a «nuestra identificación»— es este horizonte móvil, en continuo estado de éxodo, que nunca llega a estabilizarse y a ofrecer una imagen bien acabada de él mismo. No hay duda, pues, de que toda existencia humana, desde el nacimiento hasta la muerte, es una lucha entre «procesos de identificación» y «procesos de desidentificación»; o, diciéndolo de otra manera, entre «cosmos» y «caos». Porque, como consecuencia de nuestra insuperable condición histórica, cinética y flexible, la pregunta «¿quién soy yo?» siempre está en el aire, nunca dejamos de experimentar la urgente necesidad de identificarnos, constantemente sentimos resonar dentro de nosotros el imperativo del oráculo de Delfos: «¡conócete a

221. Véase ibid., p. 298. Creemos que, con las oportunas correcciones, esta reflexión también puede aplicarse a la corresidencia y la cotranscendencia. 222. Nos hemos referido extensamente a la problemática en el entorno de la memoria en Duch, Simbolismo y salud, cit., pp. 108-224. 223. Sobre la cuestión de la identidad, nos ocupamos de ella con cierta extensión en Duch, Llums i ombres de la ciutat, cit., pp. 111-125, 154-165. Desde una perspectiva propiamente terapéutica, véase Rof Carballo, o.c., pp. 299-306.

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ti mismo!». Y seguramente porque un aspecto esencial del contenido de este «¡conócete!», de este llegar a «conocerse», es «guarécete tú mismo», vive en una trama familiar, política y religiosa configurada mediante relaciones saludables, que te ayudarán, pese a la imparable movilidad de la vida, a desactivar el conflicto y restablecer la salubridad en medio de la vida cotidiana. Desde los mismos orígenes de la humanidad, la enfermedad ha sido —y continúa siendo— un desafío y un misterio constantes para los seres humanos. Lawrence S. Sullivan lo expresa así: Los orígenes míticos de la enfermedad y de la curación indican hasta qué punto la experiencia de la enfermedad y de la curación penetran en las profundidades de la cultura y de la condición humana. Por eso mismo, no es nada sorprendente encontrar la imaginería de la enfermedad en todos los niveles de la vida personal y social. Estos símbolos, creencias y actos rituales sirven entonces como puntos de partida para la comprensión de las situaciones históricas particulares y para la reflexión sobre la naturaleza humana224.

6.3.6.1. El dolor «Los males de este mundo son más reales que sus bienes» (Bossuet).

Lo que más directa e implacablemente acostumbra a calificar el cuerpo enfermo es el dolor225. Ahora bien, es una constatación hecha mil veces que, históricamente, el dolor, a pesar de su indudable carácter escandaloso y provocador, casi nunca ha sido tomado seriamente en la reflexión antropológica226. 224. L. E. Sullivan, «Diseases and Cures», en M. Eliade (ed.), The Encyclopedia of History of Religion, IV, New York/London, Macmillan, 1987, pp. 366-371. 225. Se acostumbra a hacer una distinción, muy imprecisa y sumamente lábil, entre «dolor» y «sufrimiento». El primer término se refiere a la dolencia de un miembro concreto del ser humano, mientras que el segundo acostumbra a referirse a una situación global y, según cómo, indeterminada del ser humano, que le afecta física, psíquica y espiritualmente, y que puede ser causa de «angustia». Aún podemos añadir un tercer término, «padecimiento» (con su sujeto humano correspondiente, el «paciente»), que acostumbra a designar el estado doloroso del ser humano, tanto provocado por el dolor como por el sufrimiento. No puede olvidarse la vinculación de «padecimiento» (del verbo latino patior) con «patíbulo». En nuestra exposición emplearemos los dos términos sin seguir estrictamente la distinción citada. 226. Véase el estudio fundamental de J.-P. Wils Sterben. Zur Ethik der Euthanasie, Paderborn et al., Schöningh, 1999, esp. pp. 65-86. Véase, además, M. Scheler, Le sens de la souffrance, Suivi de deux autres essais, Paris, Aubier, s.a.; AA. VV., El dolor,

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Es una evidencia que se trata de un «dato universal», pero que, paradójicamente, sitúa al que sufre en un mundo cerrado, máximamente individualizado, extraño e inaccesible a los demás, y que invierte al mismo tiempo la escala de valores y las jerarquías sociales, políticas y religiosas que tienen vigencia en una determinada sociedad. El dolor delimita: constituye la señal inequívoca de la limitación, de la pasividad y de la vulnerabilidad que son inherentes a la condición humana. El sufrimiento manifiesta abiertamente la total incapacidad de la voluntad humana para ir más allá de ciertos límites, para «salir del dolor». El dolor, no hacen falta explicaciones, es un universal: desde el nacimiento hasta la muerte, acecha y acompaña al ser humano como su propia sombra. La innegable universalidad «estructural» del dolor no dejará nunca de ir acompañada de una inevitable particularidad «histórica»: cada sufriente es único en su experiencia del sufrimiento. Herman Hesse, refiriéndose a la manera de caminar de un grupo de enfermos de ciática, escribe que «cada uno de ellos tenía una especialidad, su propia manera de sufrir»227. Además —y esto posee una importancia capital— el dolor anticipa la experiencia de la muerte228. El hombre nacido de mujer vive corto tiempo, y está atestado de miserias. Sale como una flor, y es cortado; huye como sombra, y jamás permanece en un mismo estado (Job 14, 1-2).

Madrid/Buenos Aires, Studium, 1953; F. J. J. Buytendijk, El dolor. Psicología-Fenomenología-Metafísica, Madrid, Revista de Occidente, 1958; R. Russier, La souffrance, Paris, PUF, 21973; D. Bakan, Enfermedad, dolor, sacrificio. Hacia una psicología del sufrimiento, México, Fondo de Cultura Económica, 1979; AA. VV., Christlicher Glaube in moderner Gesellschaft, 10, Freiburg/Basel/Wien, Herder, 1980; E. Jünger, Sobre el dolor, Barcelona, Tusquets, 1995; F. Torralba, El sofriment un nou tabú, Barcelona, Claret, 1995; íd., Antropología del cuidar, cit., pp. 267-280 («Antropología del sufrimiento: el rostro amargo de la vida»); E. Ocaña, Duelo e Historia. Un ensayo sobre Ernst Jünger, València, Alfons el Magnànim, 1996; íd., Sobre el dolor, Valencia, PreTextos, 1997; Le Breton, Antropología del dolor, cit., passim; Bárcena, La esfinge muda, cit., esp. pp. 168-181; R. Argullol, Davalú o el dolor, Barcelona, Quaderns Crema, 2001; S. Natoli, L’esperienza del dolore. Le forme del patire nella cultura occidentale, Milano, Feltrinelli, 2002. 227. Hesse, Elogi de la vellesa, cit., p. 17. 228. La palabra griega pathos expresa perfectamente el alcance del dolor. Inicialmente, al margen de la valoración positiva que se le pudiera conferir, esta palabra significaba el hecho de ser golpeado desde el exterior; después, este término adquirió una valencia negativa y pasó a designar el sufrimiento, la desgracia, la pena. La desgracia y el sufrimiento son los golpeadores por excelencia. La virtud tradicional que hacía soportable el dolor era la paciencia, de patior, que proviene del verbo griego paskho.

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A menudo se olvida que la enfermedad, abiertamente o de forma oculta, está presente en todos los momentos de nuestra vida, hasta en aquellos momentos de euforia y visión ilusoria y optimista sobre nuestras posibilidades. Además, es una evidencia incontestable que, de una manera u otra, siempre se encuentra conectado con el misterio del mal229. Refiriéndose a su propia experiencia del dolor, Rafael Argullol escribe: Paradójicamente, somos mucho más cuerpo a través del dolor. Sin él, casi podríamos calificarnos de puro espíritu. Me hacen gracia aquellos que dicen que nunca han sentido el sufrimiento físico, porque realmente es como si hubiesen vivido un espíritu sin cuerpo230.

David Le Breton pone de relieve que «el dolor es una experiencia forzosa y violenta de los límites de la condición humana, inaugura un modo de vida, un encarcelamiento dentro de uno mismo que casi nunca da tregua»231. El hombre nunca se encuentra tan solo como cuando es presa del dolor. En relación a esto, Virginia Woolf escribía: Cuando se enamora, la más simple colegiala dispone de Shakespeare o de Keats para expresar sus turbaciones. Pero dejad a un hombre que sufre que intente describir su mal a un médico, y el lenguaje huye232.

Es algo incuestionable y, además, comprobado por cada ser humano de tantas y tan diversas maneras, que, «en esta cadena de exámenes que acostumbramos a llamar vida, el dolor es el examen más duro»233. En un contexto muy diferente Jean-Pierre Wils manifiesta: «En el dolor, el mundo llega a ser real, porque en él se manifiesta su 229. Véase Duch, «Símbol, salut, mal», en La substància de l’efímer, cit., pp. 71118. 230. Argullol, Davalú o el dolor, cit. p. 10. 231. Le Breton, Antropología del dolor, cit., p. 33. Creemos que el estudio de David Le Breton constituye la aproximación más exhaustiva no sólo al dolor, sino a los diversos ámbitos donde éste se manifiesta. Resultan especialmente interesantes los capítulos que dedica a la construcción social del dolor y a los usos sociales del dolor. 232. V. Woolf, cit. Le Breton, Antropología del dolor, cit., p. 48. No hay duda de que «el dolor acostumbra a ser un fracaso del lenguaje» (ibid., p. 43). Véanse los interesantes análisis literarios del dolor que presenta Wils, o.c., pp. 69-73. Desde la perspectiva de la psicofisiología, véase M. Fabré, «Una aproximación a la psicofisiología del dolor»: Aloma 3 (1998), pp. 23-32. 233. Jünger, Sobre el dolor, cit., p. 13. Sobre la relación entre el dolor y la conciencia, véase Cioran, o.c., pp. 114-115; Wils, o.c., pp. 75-76. Gadamer, El estado oculto de la salud, cit., p. 92, afirma que, en todas las culturas «se sabe algo acerca del recogimiento interior provocado por el sufrimiento y el padecimiento del dolor».

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dureza (Schwere)»234. No hay duda de que el dolor es el rasgo más aberrante de la sensibilidad, pero, al mismo tiempo, es su coronamiento (Leriche). A menudo, de repente, el dolor lanza el cuerpo sufriente sobre él mismo sin las «precauciones», las medidas de seguridad y los velos que establecen las proximidades y las distancias en la vida «normal» y, entonces, se pone en evidencia de manera ruda que el mundo se ha convertido para él en una magnitud perdida, problemática e inaccesible. Hace ya unos cuantos años, Buytendijk afirmaba que «sólo en el dolor experimentamos la escisión de las unidades orgánicas más originales: la escisión entre la unidad de nuestro ser personal y nuestro ser corporal»235. Al mismo tiempo, sin embargo, y como consecuencia de este haber sido lanzado sobre sí mismo, el sujeto doliente puede llevar a término una reflexión en profundidad, puede poner sobre la balanza las obviedades de la vida cotidiana y extraer de ellas consecuencias para el futuro, puede doblegarse sobre sí mismo de tal manera que, en último término, el sufrimiento puede convertirse en una nueva experiencia de su humanidad. El filósofo francés Louis Lavelle encontraba un aspecto positivo en el dolor: «El dolor —afirmaba— da profundidad a la conciencia vaciándola de golpe de todos los objetos de preocupación o de diversión que hasta entonces la llenaban»236. De todas maneras, para no caer en una perversa «hiperbolización del dolor», tan apreciada por algunas espiritualidades cristianas y no cristianas, hay que tener muy en cuenta la advertencia de Gabriel Marcel: «Vivo en una especie de tensión entre la voluntad que tengo de decir sí a mi sufrimiento y la impotencia en la que me encuentro de pronunciar este sí con una sinceridad total»237. No es discutible que el acceso del ser hu234. Wils, o.c., p. 75. «El dolor es también sombra y aviso de la muerte. En los límites de la experiencia aparece la muerte como el término absurdo que no puede ser pensado en consonancia con la vida […] El problema del dolor, como el de la muerte, es una cuestión de nuestra vida personal, que sólo en nuestra vida personal puede encontrar una respuesta» (Buytendijk, El dolor, cit., pp. 39-40; cf. Le Breton, Antropología del dolor, cit., p. 212). 235. Buytendijk, El dolor, cit., p. 37. «El sufrimiento transforma toda nuestra sensibilidad en vulnerabilidad, nos retrae, hace que se rompan nuestros vínculos con el mundo» (Bárcena, La esfinge muda, cit., pp. 169-170). 236. L. Lavalle, cit. Russier, La souffrance, cit., p. 89; cf. ibid., pp. 107-108. «Ciertamente, nadie podrá obligarme a dar un sentido a mi sufrimiento; nadie podrá enseñarme que tiene un sentido cualquiera […] Pero esta significación yo puedo, en el fondo de mí mismo, intentar reconocerla y crearla. Empleo aquí indistintamente estos dos términos [reconocimiento y creación] que en este caso coinciden» (G. Marcel, cit. Russier, o.c., p. 88; cf. ibid., pp. 93-94). 237. G. Marcel, cit. Russier, o.c., p. 90. En este contexto creemos oportuno referirnos a la actitud de Jesús de Nazaret ante el dolor, que no puede ser considerado un

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mano a la autoconciencia presupone la experiencia del dolor, pero no hay duda de que, cuando éste llega a superar ciertos límites, el sujeto humano puede desear ardientemente el retorno a la situación de sus ancestros preorgánicos, anhelando sumergirse en un estado preconsciente que le ahorre cualquier tipo de experiencia y de reflexión sobre su situación dolorosa238. Hay que ser conscientes de que los seres humanos, a pesar de estar constantemente sometidos a «exámenes de dolor», nunca saben con una total seguridad lo que es de verdad. La dificultad que hay para definir el dolor deriva, en parte solamente, de que este término corresponde a una multitud de situaciones y de matices cuyo nexo común se encuentra en la naturaleza subjetivamente desagradable de la sensopercepción particular a la que dan lugar y de la experiencia pática, emocional, vital, en la cual esta experiencia se encuentra sumergida239.

6.3.6.1.1. Dolor y tecnología A pesar de los enormes avances de la medicina, con la invención de poderosos analgésicos y de la «mecanización» y la «insensibilización» del morir, el dolor físico, psíquico y moral continúa siendo una manifestación rotunda de la contingencia, es decir, de aquel conjunto de acontecimientos a los cuales todo ser humano, inexorablemente, se encuentra sometido y que los «especialistas» nunca podrán llegar a desterrar del cuerpo y de la conciencia de los humanos240. El que el fondo irreducible del dolor humano tenga que ser incluido de pleno héroe de la impasibilidad. Cristo lloró la muerte del amigo Lázaro; se lamentó de la infidelidad de su Pueblo; antes de su propia Pasión se mostró afligido y dolorido hasta el extremo, a pesar de la aceptación de una voluntad que reconocía como gobernadora de la suya propia. 238. Véase Ocaña, Duelo e Historia, cit., p. 15. 239. L. Barraquer-Bordas y F. Jané Carrenca, El dolor. Anatomofisiología clínica y Terapéutica farmacológica, Madrid, Paz Montalvo, 1968, p. 14. Uno de los médicos que más intensamente se ocupó de la cuestión del dolor, René Leriche, afirma: «No sabemos qué es el dolor». Tan sólo podemos decir que «para el que sufre, el dolor físico es un precio (rançon) terrible para la perfección lentamente adquirida de uno de nuestros sentidos» (R. Leriche, cit. Russier, o.c., p. 25). Sobre la fisiología del dolor véase Buytendijk, o.c., pp. 51-104. 240. Jünger, o.c., p. 34, ya al principio de los años treinta del siglo XX ponía de relieve que «hay actitudes que capacitan al ser humano para distanciarse mucho de las esferas donde el dolor manda como amo absoluto. Tal distanciamiento se manifiesta en el hecho de que el ser humano es capaz de tratar al cuerpo —es decir, el espacio mediante el cual participa en el dolor— como un objeto». Véase también ibid., pp. 78-80.

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en el ámbito de la contingencia pone de relieve que «la moderna ciencia [médica] y su ideal de objetivación significan para todos —médicos, pacientes o simplemente ciudadanos alertas y preocupados— una tremenda alienación»241. En el pasado, como es bien conocido, con relativa frecuencia, el dolor fue trivializado y sometido a interpretaciones simplificadoras de carácter pretendidamente religioso o moral. Entonces, se acostumbraba a movilizar el pecado y la satisfacción de la culpa como explicaciones y legitimaciones del dolor. Por el contrario, tal como lo señala Buytendijk a partir de una perspectiva fenomenológica, uno de los dramas más punzantes de nuestro tiempo es que la problemática en torno al dolor humano se agota en el combate «mecanicista» contra sí mismo, sin entrar, por regla general, en la cuestión de la significación de la experiencia humana del dolor que, ya de entrada, se declara absurda242. En el pasado y en el presente no es infrecuente que el enigma —habría que hablar propiamente de misterio— del dolor haya sido «solucionado» a partir de unos «grandes principios» que daban la respuesta antes de tener la pregunta que, vistas las cosas más de cerca, es el mismo ser humano concreto que, al menos potencialmente, siempre se encuentra bajo el imperio del sufrimiento y del mal. Parece que debería ser un punto de partida indiscutible que, en relación con el sufrimiento humano, todas las regulaciones jurídicas, farmacológicas, terapéuticas y morales se tendrían que configurar a partir de una adecuada comprensión del propio dolor243. Este punto de partida «ideal», sin embargo, siempre se encuentra desmentido por aquella cruda realidad que, tanto en relación con nuestro propio dolor como en relación con el dolor de los otros, se expresa perfectamente por medio de las palabras de Henri Bergson: en último término, «toute douleur doit donc consister dans un effort impuissant»244. Sí, efectivamente todo dolor es un «esfuerzo impotente» y, por eso mismo, no hay «medidas objetivas» para calibrar y cuantificar el dolor porque no hay dos seres humanos idénticos, no hay dos casos «clónicamente» iguales. Hay que advertir que, por una parte, el dolor nunca es la propiedad de un «objeto», sino de un «ser irregular» como son el hombre o la mujer concretos y, por otra, la expresión del dolor de los seres humanos no es nada que se encuentre al margen de los parámetros culturales vigentes en un determinado lugar y de las vicisitudes 241. Gadamer, El estado oculto de la salud, cit., p. 87. 242. Véase Buytendijk, o.c., pp. 40-41. 243. Y, evidentemente, en esta comprensión siempre se planteará el dilema sobre si el dolor es sensación o sentimiento (cf. ibid., pp. 163-165). 244. H. Bergson, cit. Buytendijk, ibid., p. 161.

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históricas que han tenido que soportar sus habitantes. Jeanne Russier indica que la intensidad el dolor es una función del grado de la toma de conciencia, él mismo es solidario de las condiciones individuales o colectivas, vinculadas con el nivel de civilización, duraderas o pasajeras, según que la atención sea absorbida por el dolor o dirigida hacia otras representaciones. Por otra parte, esta intensidad es, cualitativamente e incluso cuantitativamente, modificada por la actitud de la conciencia245.

Por eso resulta tan decisiva la referencia al «trabajo lingüístico del dolor»: él nos permite acceder empáticamente, en algunos casos, al dolor de los demás y, en otros casos, experiencialmente a nuestro propio dolor. No hay que olvidar que el dolor (o, mejor, su expresión), tanto desde el punto de vista del paciente como del de la medicina, siempre se encuentra en el interior de un determinado paradigma cultural, que aporta interpretaciones y acciones terapéuticas concretas, sin que nunca sea posible la concreción de alguna cosa parecida a la «esencia» del dolor. Es una observación corriente que el dolor y las enfermedades nunca son unas disfunciones o unos desórdenes meramente fisiológicos, sino que siempre se encuentran profundamente arraigados en unos determinados contextos hermenéuticos que, tanto por parte de los pacientes como de los médicos, son movilizados para intentar comprender y remediar el dolor y las enfermedades concretas. Por eso no puede causar ningún tipo de extrañeza que, en relación con el dolor y las enfermedades, se origine un verdadero «conflicto de interpretaciones» (Ricoeur), porque nunca «disponemos» del dolor o la enfermedad «en sí», sino sólo de sus articulaciones simbolicolingüísticas246. En una carta el poeta Rainer Maria Rilke, que sufrió leucemia en los últimos años de su vida, muestra patentemente su perplejidad a causa de las contradictorias tomas de posición de los médicos que lo trataban: Es completamente nuevo para mí entrar seriamente (ernstlich) en relación con los médicos, es nuevo y desconcertante porque, desde hace veinte años, he estado de acuerdo con mi naturaleza sin ningún tipo de asistencia extraña. Y, de pronto, aparece este intérprete que se ha introducido entre nosotros, que lo traduce casi todo (das Meiste) 245. Russier, La souffrance, cit., p. 67. 246. Wils, Sterben, cit., p. 83. Aquí no podemos desarrollar la cuestión de la «mirada médica» tal como la propuso Foucault y que, recientemente, ha sido contextualizada en la sociedad actual por Jean-Pierre Wils (véase ibid., pp. 83-86).

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equivocadamente, y, además, es un cuerpo extraño en la antigua relación247.

En su estudio sobre «la crítica de la razón cínica», centrado histórica e ideológicamente en la saturación de Alemania posterior a la Primera Guerra Mundial (1914-1918), Peter Sloterdijk introdujo el término «algodicea». Este neologismo pretende sustituir al término tradicional «teodicea», y quiere ser entendido como una interpretación metafísica y donadora de sentido al dolor en régimen de Modernidad ilustrada o postilustrada. En la Modernidad la gran pregunta a la que quería responder la teodicea era: «¿Cómo se pueden conciliar el mal, el dolor, el sufrimiento y la injusticia con la existencia de un Dios bueno y compasivo? Ahora, en régimen de Modernidad, la pregunta viene a ser ésta: Si no hay Dios, si no hay un contexto de sentido superior, ¿cómo puede soportarse el dolor?»248. Con el progresivo desmantelamiento de las referencias sociales y culturales a Dios, con la pérdida del «lugar social» de Dios, el dolor —especialmente el dolor y la muerte de los inocentes— se convierte en el mayor desafío y en la base argumentativa contra la posibilidad de la existencia de un Dios misericordioso y justo, que cuida de los débiles y de los desdichados. «Lo que se vuelve contra el dolor —dirá Nietzsche— no es el dolor en sí, sino la falta de sentido (das Sinnlose) del dolor». Como pone de relieve David Le Breton, en la Modernidad, de una manera casi totalmente desconocida en la Antigüedad, el contexto personal y social del interior de la persona que experimenta el dolor es decisivo de cara a la fijación del posible sentido (y también en relación con la «resistencia al dolor») que pueda tener para el cuerpo humano sufriente. «El ambiente, el tono de un lugar determinado tiene un papel importante en la manera en la que el enfermo asume su condición»249. Es un dato incuestionable que, actualmente, la tecnología posee una enorme incidencia en todos los campos de la experiencia humana. Esta constatación es especialmente significativa en relación con el dolor y el morir, sobre todo porque las antiguas referencias que permiten la «colocación» del sufrimiento en una esfera de sentido se han echado a perder y en su lugar han aparecido el sufrimiento, la muerte y el nacimiento «mecánicamente asistidos»250. El conjunto de la expe247. R. M. Rilke, cit., Wils, o.c., p. 83. 248. P. Sloterdijk, Crítica de la razón cínica, II, Madrid, Taurus, 1989, p. 291. 249. Le Breton, Antropología del dolor, cit., 176; cf. ibid., pp. 174-178. 250. Véase especialmente Galimberti, Psiche e techne, cit., pp. 80-86, 595-497; Natoli, L’esperienza del dolore, cit., pp. 374-385. En relación directa con el morir actual, véase el párrafo que, en este mismo capítulo, dedicamos a la muerte.

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riencia humana se encuentra radicalmente puesto en cuestión por la tecnología y sus consecuencias como, por ejemplo, la tecnocracia, la «robotización» y la «impersonalización» de múltiples relaciones humanas. Estas consideraciones son especialmente importantes en relación con el dolor humano y, de una manera mucho más intensa, como lo veremos en el apartado siguiente, con el morir. Al lado de muchos aspectos positivos, evidentes y benefactores, tampoco puede negarse el impacto negativo de la tecnología sobre el padecimiento de los humanos, el cual se deja sentir con una fuerza inusitada e impensable en otros tiempos. Para la mentalidad griega el dolor era realmente él mismo cuando se apoderaba de la mente humana y le provocaba la locura. En pleno desencadenamiento de la locura no era posible ningún tipo de remedio contra el dolor. En griego, la «locura» (mate, palabra emparentada con el latín mentiri) es sencillamente el error, la «cosa vana», lo que es inútil. Por eso, el pensamiento griego subraya el hecho de que el dolor no consiste en nada más que en una agitación y en un movimiento completamente vano y desordenado de la mente. Esquilo afirmará que es suficiente recuperar «por completo la mente» «para deshacerse verdaderamente del peso inútil y vano del dolor» (Agamemnon). De esta manera habla la tragedia griega, que no duda en establecer una correlación exacta entre dolor y error de la mente, siendo suficiente desterrar el error de la mente para que pueda remediarse el dolor humano. En Occidente, desde los griegos hasta Schopenhauer, nunca han cesado las lamentaciones sobre la insensatez de la existencia humana y el dolor universal que nunca deja de afectarla radicalmente251. Al mismo tiempo, desde los griegos hasta Schopenhauer, se pensaba que el dolor del ser humano se originaba en el «choque» con un antagonista que, con los nombres de «naturaleza», «Dios» o «destino», reducía a la insignificancia más absoluta los objetivos que se proponían los hombres y el sentido que querían otorgarles252. Para los antiguos, la vida y el mundo no poseían sentido porque, en primer lugar, la naturaleza desplegaba una vida que se preocupaba tan sólo de la economía de la supervivencia de las especies, sin tener para nada en cuenta aquello que los seres humanos se habían propuesto; porque, en segundo lugar, el destino, instaurando una ruta inexorable para todo lo que existía, impedía la realización de los propósitos más o menos libres de los 251. Véase, sobre esta cuestión, el estudio fundamental de Natoli L’esperienza del dolore, cit., passim. 252. Véase Galimberti, Psiche e techne, cit., pp. 689-690.

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humanos; porque, en tercer lugar, Dios tenía unos objetivos completamente diferentes de los de los seres humanos que, además, eran completamente desconocidos para ellos. En la edad tecnológica la insensatez ya no nace a partir de un tipo u otro de «choque» con algún antagonista, sino que es la consecuencia necesaria de los propios «productos» humanos. Unos productos humanos que, por regla general, son meramente un conjunto inmenso de «medios» sin ningún tipo de finalidad. En esta nueva situación, una gran mayoría de seres humanos, a menudo de una manera totalmente inconsciente, viven en la insensatez porque sus propias vidas han sido fagocitadas completamente por las diversas funciones que les han sido impuestas por los aparatos tecnológicos. La «muerte tecnológica» del hombre consiste en la pérdida de su capacidad para establecer finalidades; consiste en la total inversión del dictum kantiano sapere aude. En el momento presente el peligro mortal que acecha al ser doloroso que nunca podrán dejar de ser el hombre y la mujer concretos no proviene del «dolor de la existencia» o del «dolor universal» como horizonte insoslayable de toda existencia humana concreta, sino que se origina en los «dolores históricos» producidos por las diversas formas de enfermedad que se encuentran bajo el imperio de la «tecnologización» general de la experiencia y de la convivencia humanas. Resulta harto evidente que, allí donde se manifiestan de una manera realmente más deshumanizadora los efectos perversos de la «sociedad de riesgo» (Beck) es en la realidad humana como realidad dolorosa y mortal. Según nuestra opinión, esto es así porque el dolor y el morir son los ámbitos de la experiencia humana en los que la «tecnologización» puede provocar de una manera más radical que los hombres y las mujeres se olviden de su humanidad, pierdan la conciencia de su dignidad, se abandonen y sean abandonados el destino de meros objetos: entren, en definitiva, en la dinámica del «usar y tirar». 6.3.6.1.2. Dolor y narración En su interesante estudio sobre el morir en la sociedad actual JeanPierre Wils, aludiendo directamente a la problemática en torno al dolor y la enfermedad, se refiere a la narración253. Durante toda su 253. Creemos que, con razón, Bárcena, o.c., pp. 170-174, insiste en que, en relación con el sujeto de la dolencia, hay dos maneras de afrontar el dolor: la relación técnica y la relación simbólica. «Estas dos actitudes o modos de relación con el dolor constituyen las dos actas de nacimiento del dolor occidental: el dolor como entidad curable gracias a la habilidad humana, en el primer caso, y el dolor como acceso al camino del saber, en el segundo» (ibid., p. 170).

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historia, los seres humanos han experimentado la necesidad de que les narrasen historias que, por otra parte, muy a menudo se han mostrado como antídotos muy eficaces —puede ser que los únicos realmente efectivos justamente porque eran afectivos— para dominar el miedo y, en el fondo, los mil rostros de la contingencia254. No hace falta insistir aquí en la extraordinaria importancia antropológica de la narración porque ya es bien conocido que, en sus entrañas más profundas, el hombre es un ser narrativo, ya que las experiencias fundamentales de su existencia tan sólo pueden expresarlas narrativamente. Después del descrédito que experimentó la narración por parte de la Ilustración y de su posteridad, del cual se hace eco Walter Benjamin en su conocido texto sobre «el narrador», no hay duda de que, en la actualidad y desde diversas perspectivas, la narración vuelve a ser considerada como un elemento imprescindible para la humanización del ser humano255. Max van Manen es de la opinión de que el interés actual por los relatos y la narrativa puede ser visto como la expresión de una actitud crítica ante el conocimiento como racionalidad técnica, como formalismo científico, y ante el conocimiento como información. El interés por la narrativa expresa el deseo de volver a las experiencias significativas que encontramos en la vida diaria, no como un rechazo de la ciencia, sino más bien como método que puede tratar las ocupaciones que normalmente quedan excluidas de la ciencia normal256.

Cuando hombres y mujeres pueden articular su dolor mediante secuencias narrativas, entonces su padecimiento puede abandonar el ámbito de lo difuso, abstracto, mecánico, lejano y angustiante y puede recibir una configuración mediante unas expresiones concretas con argumento y protagonistas. Justamente lo que más adecuadamente caracteriza a la narración es que ofrece una posibilidad de acerca-

254. Véase B. Bettelheim, Psicoanálisis de los cuentos de hadas, Barcelona, Crítica, 1994. 255. Es un hecho muy evidente que la mentalidad ilustrada y postilustrada tuvo una posición muy negativa ante la narración porque —se afirmaba— a lo que había que otorgar la primacía era a la historia entendida al modo «positivista». Cuando la herencia de la Ilustración entra en crisis, ésta se experimenta sobre todo a través de los dos artefactos que configuraron la mentalidad ilustrada: la razón y la historia. En este momento resulta comprensible que se proceda a la rehabilitación de la narración (del mito) y de unas formas transversales de razón (de ejercicio de la razón) en las que se da o puede darse una coimplicación creadora entre mythos y logos. 256. M. van Manen, cit. Bárcena y Mélich, La educación como acontecimiento ético, cit., p. 95.

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miento a los seres humanos que les es connatural con su propia manera de ser. De hecho, se trata de un acercamiento alejado de los «intereses» y que tiene como rasgos fundamentales la simpatía, la cordialidad, la compasión y la consolación. Con muy buen criterio, Jean-Pierre Wils ha puesto de relieve que no hay nada que sea más terrible y angustioso para el cuerpo humano sufriente que el no disponer de posibilidades para dar forma narrativa a su dolor. El mutismo (que hay que distinguir claramente del silencio) —y no sólo en relación con el dolor— constituye el punto de partida de la gran mayoría de trastornos y disfunciones que sufrimos los humanos. No hay duda de que, de una manera similar a lo que manifestaba la expresión medieval «anestesia espiritual», sería muy importante que actualmente fuésemos capaces de recomponer una «anestesia narrativa»257. De todas formas hay que advertir muy seriamente que la «narración-explicación» del dolor no necesariamente nos manifiesta su sentido, entendiendo por «sentido» el fundamento a partir del cual se intenta comprender el qué y el para qué de la propia existencia y de los diversos factores que, de una manera u otra, intervienen en ella. Creemos que hay que evitar muy decididamente que el paciente, en su experiencia actual del dolor, pueda llegar a la conclusión de que sus carencias, debilidades u omisiones del pasado tengan que ser identificadas como las causas psicofisiológicas de su padecimiento actual. Tampoco hace falta imponerse de una manera compulsiva la misión de adivinar la finalidad actual del sufrimiento porque, muy a menudo, «la descripción del dolor dice mucho más que su explicación biográfica»258. No puede olvidarse que, casi siempre, la experiencia del dolor ya es suficientemente impactante y trastornadora como para que se tengan que buscar causas religiosas o morales, que acostumbran a incrementar el dolor más que a paliarlo259. Esto no significa que la configuración narrativa del dolor no pueda tener algunos rasgos personales, y tampoco significa que la experiencia del dolor no permita el crecimiento espiritual y humano del paciente. Tan sólo

257. Wils, o.c., p. 85. Sobre una «antropología del cuidar», véase Torralba, Antropología del cuidar, cit., cap. XXI-XXV. 258. Wils, o.c., p. 85. «La fe incondicional en el sentido acostumbra a neutralizar la autenticidad de la descripción del dolor individual. Aún más: allí donde se niega el absurdo resulta legítimo ofrecer sacrificios» (Ocaña, Duelo e Historia, cit., p. 17). 259. Actualmente, disponemos de interesantes narraciones autobiográficas de la «obra del dolor». Véase, por ejemplo, Argullol, Davalú, cit.; H. Guibert, Al amigo que no me salvó la vida, Barcelona, Tusquets, 1998; H. Brodkey, Esa salvaje oscuridad, Barcelona, Anagrama, 2001.

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hace falta ponerse en guardia contra el sentido «fuerte» («teológico») del dolor, que, con mucha frecuencia, produciendo una suerte de traumatización innecesaria, no hace más que aumentar el sufrimiento e, incluso, la desesperación. El lecho de muerte no tendría que transformarse en un tribunal, sino en el definitivo y, creemos, consolador diálogo entre el moribundo y los que le rodean260. En un mundo en el que todo parece que debe tener un tipo u otro de sentido porque hace falta incluirlo todo en un tipo u otro de «lógica» (sobre todo de carácter utilitario y economicista), Hans Blumenberg argumenta así: Muy difícilmente se enfrenta uno a un sufrimiento visible sin exponerse uno mismo —y, más todavía, ante los demás—a esta reflexión: «Ahora, ¿por qué oculta infamia —en calidad de castigo— he sido flagelado?». Porque, cuando el mundo está ordenado por un sentido que lo abarca todo, los desgraciados no son solamente desgraciados, sino que, además, se les considera culpables de su desgracia261.

Por eso subrayamos con determinación que el «empalabramiento narrativo» que necesita el que sufre y, de manera aún mucho más rotunda, el moribundo, de ninguna manera debería convertirse en un juicio. Aquél, como es bien comprensible, tal vez nunca podrá evitar hacer un balance más o menos recriminador e implacable de las historias, los rodeos y las peripecias de todo color de su propia vida. En efecto, sin excepciones, toda existencia humana ha sido —y es— ambigua, lo cual significa que los reproches y rectificaciones son siempre posibles, aunque, «en aquella hora», sean humanamente innecesarios. No, por encima de todo, de lo que se trata en aquella hora suprema es del establecimiento de una «relacionalidad comunicativa» entre el moribundo y su entorno, sobre todo el familiar; relacionalidad que no tiene absolutamente nada que ver con un mero «estado de cuentas» de carácter informativo. Ahora bien, tal como lo analizaremos en el siguiente apartado, ¿cómo podrá darse esta comunicación y comunión relacional en medio de una sociedad que ha mecanizado el morir y ha exiliado al moribundo —el sufriente por excelencia— en un ámbito impersonal, apático y tecnológicamente configurado? Friedrich Nietzsche se ha referido al dolor de una manera totalmente directa y sin subterfugios, de tal manera que llegó a formular una «apología de la enfermedad», que constituye el origen de la 260. Véase el excursus sobre el consuelo y la consolación que ofrecemos al final de este capítulo. 261. H. Blumenberg, La inquietud que atraviesa el río. Un ensayo sobre la metáfora, Barcelona, Península, 1992, p. 66.

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condición excepcional del héroe262. Este pensador, tal como sostiene Bárcena, mantiene la opinión de que «toda la ciencia, todo el saber, vienen del dolor, porque el dolor busca sin tregua las causas de las cosas, mientras que el bienestar se inclina a la quietud y renuncia a mirar atrás […] Sólo quien se encuentra en una situación permanente de perder la vida, llega a conocerla profundamente»263. La vivencia personal que tuvo Nietzsche de la enfermedad le permite poner de relieve que la enfermedad es una perspectiva sobre la salud, de la misma manera que la salud debía ser un punto de vista sobre la enfermedad. Por eso en Ecce Homo se refiere a una salud que «no sólo se posee, sino que, además, se conquista y hay que conquistarla incesantemente». Desde una perspectiva ciertamente nietzscheana, ya hace algunos años, Canguilhem hacía notar que, en realidad, la salud no era la ausencia de la enfermedad, sino, propiamente, la capacidad de enfermar, es decir, de recorrer el ciclo, en los dos sentidos de la marcha, «enfermedad (caída)-salud (reposición)»264. Hoy en día, sin embargo, no hay duda de que, por una parte, estamos asistiendo a una profunda y extensa «medicalización» de la cotidianidad265. En efecto, ninguna cultura como la nuestra se había mostrado tan compulsivamente activa contra el dolor, de tal manera que, sin ningún tipo de exageración se puede hablar de una «sociedad medicalizada» que, en algunas ocasiones, posee los rasgos de una sociedad activa y conscientemente drogada. Con anterioridad ya hemos advertido que es un dato bien contrastado que la resistencia al dolor y su configuración expresiva presentan diferencias notables en las diversas culturas humanas. No hay duda de que, en este sentido, la sociedad de nuestros días, con las habituales excepciones, da muestras de una resistencia muy débil no sólo al sufrimiento, sino a la mera «idea» de sufrimiento. Por otra parte, sin embargo, se puede hacer una observación que, indudablemente, presenta unas características completamente opuestas. Es algo evidente que, para hacer frente a la cotidianidad actual, muchos individuos están convencidos de que han 262. Véase Bárcena, La esfinge muda, cit., pp. 17-172. De todas maneras, querríamos advertir que la «apología de la enfermedad» nunca se ha de confundir con el dolorismo espiritual o heroico, es decir, con una manera de convertir la «negatividad» del dolor en una necesaria y, a veces incluso, buscada «positividad». 263. Bárcena, o.c., pp. 172-173. 264. Esta idea de Canguilhem se inspira en la famosa tríada de la abadesa Hildegard von Bingen (homo constitutus, homo destitutus, homo restitutus) (véase la aproximación que hacemos a la obra de Hildegard en Duch, Simbolismo y salud, cit., pp. 373-377). 265. Véase Wils, o.c., pp. 67-68.

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de buscar un aumento artificial del dolor. Por ejemplo, los deportes de alto riesgo, las vacaciones de aventura, los entrenamientos para la supervivencia en condiciones límite y, también, la popularidad de ciertas prácticas sadomasoquistas, son algunas muestras actuales de «producción artificial» y, según cómo, «comercial» de dolor. Según Wils «En la propaganda del poder-padecer se cultiva el placer por el dolor»266. Con una gran inventiva, la hipótesis que propone este autor para explicar esta doble fisonomía del dolor en la sociedad de nuestros días es: porque la sociedad se ha extraviado de lo que podríamos designar con la expresión de «medida normal», nuestra cultura vacila pendularmente entre una abominación del dolor y una fascinación por el dolor. No deja de ser curioso que, al mismo tiempo, se le huya y se le busque. En el mismo centro neurálgico y pático del dolor, propone Wils, debe haber alguna cosa que dé razón de su doble carácter a la vez «fascinosum et tremendum», para emplear una expresión muy conocida de Rudolf Otto referida a la doble virtualidad de lo sagrado. Por lo tanto, de alguna manera, en la actualidad, el dolor puede considerarse con aquella doble cara que algunos antropólogos de las primeras épocas del siglo XX atribuyeron a lo sagrado como tal: repulsivo y fascinante (atractivo). Antropológicamente hablando, partimos de una constatación muy sencilla: el dolor no es tanto un hecho recluido dentro de los estrechos límites de la fisiología sino que es un hecho existencial que abarca todo el ser humano: no es meramente el cuerpo (entendido como una «máquina corporal») el que sufre, sino el individuo humano en todos sus niveles y esferas267. La realidad irrecusable del que sufre tan sólo puede expresarse simbólicamente mediante un lenguaje que siempre 266. Wils, o.c., p. 68. «Lejos de rehuirlo como los hombres corrientes, los deportistas se relacionan con el dolor como una materia prima de la obra que realizan con el cuerpo» (Le Breton, Antropología del dolor, cit., p. 258). Véase lo que hemos expuesto sobre el «cuerpo atlético». 267. Véase Le Breton, Antropología del dolor, cit., pp. 59-60. Véase la tipología del dolor que ofrece David Le Breton en ibid., pp. 215-274 («dolor para existir», «dolor educativo», «dolor infligido», «dolor consentido de la cultura deportiva», «dolor iniciático», «dolor como abertura al mundo»). Queremos subrayar expresamente la peligrosidad de las concepciones trágicas y heroicas del dolor. Como lo subraya Buytendijk, o.c., p. 22, «la ‘dolorosidad’ del dolor se disuelve en el sentimiento de su mismo valor que, a causa de su carácter positivo y activante, mitiga el sufrimiento y, a veces, hasta lo anula». A partir de aquí, sin embargo, «la actitud heroica [ante el dolor] no sólo comporta el peligro de orgullo y de asco (Nietzsche) sino también el del endurecimiento, la amargura, la irritación y la hostilidad que se decanta en misantropía y pesimismo que, según el descubrimiento de Max Scheler, son la consecuencia del heroísmo» (ibid., p. 223).

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se encuentra ubicado en el seno de una cultura concreta y, al mismo tiempo, determinado por las representaciones y los intereses de un determinado imaginario colectivo. Por eso es pertinente afirmar que «la relación del hombre con su cuerpo es una compleja trama de datos existenciales y fisiológicos», los cuales nunca son extrapolables a otro individuo ni a otra cultura268. En realidad, lo que cada individuo sufre es incognoscible para los otros. El dolor es siempre privado. De aquí que el sufrimiento de una persona nunca se encuentre en proporción directa con la gravedad de las lesiones que sufre. Le Breton ha escrito que «frente al dolor entran en juego tanto la concepción del mundo del individuo como sus valores religiosos y laicos y también su itinerario personal»269. Es aquí donde se encuentra el carácter paradójico e insondable del dolor humano: las únicas pruebas tangibles que proporciona, quizá mezcladas siempre con un embrollo inseparable de historias y de peripecias personales, son las palabras del que sufre, lo que implica que su evaluación tan sólo se apoya en las concreciones lingüísticas de su sufrimiento tal y como es subjetivamente percibido y experimentado. Esto explica con bastante claridad que el dolor no podrá nunca ser «probado» en términos cuantitativos y genéricos, sino que sólo puede sentirse, es decir, ser evaluado subjetivamente. Puede fácilmente constatarse que el dolor, con todas sus manifestaciones tan diversas y contrastadas, es una especie de caja de resonancia de las significaciones sociales y personales de cada uno270. Ahora bien, a pesar de que en su esencia el dolor es eminentemente solitario, puede darse la paradoja de que el grito de dolor de una persona que sufre desvele en otra el impulso de ayudarla y consolarla, originándose entonces una relacionalidad social basada en la misericordia, en el com-padecer. En aquel momento, de alguna manera, se «socializa» aquello que, de acuerdo con su naturaleza, tan sólo puede ser privado y ajeno a los circuitos «normales» de la comunicabilidad humana271. Porque, fundamentalmente, el ser humano es relacionali268. Le Breton, Antropología del dolor, cit., p. 67. 269. Ibid.., p. 137. Bakan, o.c., p. 103, manifiesta que «el mismo problema de cómo conceptuamos el dolor involucra el conflicto entre los puntos de vista físicos y existenciales». 270. Véase Le Breton, o.c., p. 90; Bakan, o.c., pp. 70-71, 73-74. «El dolor no puede ser definido de una manera satisfactoria, salvo cuando cada uno lo enuncia de manera introspectiva para sí mismo» (A. Beecher, cit. Bakan, o.c., p. 74). Las personas acostumbran a atribuir «a su dolor un sentido y un valor diferentes según las orientaciones colectivas propias del medio en el que viven» (Le Breton, o.c., p. 138). 271. Ésta es la regla de oro que ofrece san Pablo como respuesta a la pregunta «¿quién es cristiano?»: «gozaos con los que se gozan, llorad con los que lloran» (Rm

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dad, el dolor de una persona puede esbozar los estrechos límites corporales del propio sufrimiento y desvelar ecos de solidaridad, de com-pasión (de «sufrir con»), de simpatía, en el otro. Hay —puede haber— una dialógica del dolor, es decir, una «praxis simpática» (en el sentido con que Max Scheler entendía la simpatía) ante el sufrimiento del otro; se trata de una praxis basada en la desposesión y el descentramiento de uno mismo, a fin de alcanzar la posibilidad, «lógicamente» imposible e impensable, de ponerse en la piel del otro, de encontrarse afectado por la pasión del otro como si fuese mi propia pasión. Ésta es una forma de la «moral de los afectos» que, hace ya bastantes años, contraponíamos a la «moral de los efectos», es decir, a las praxis que tienen como fundamento una forma u otra de «poder» y, como finalidad, una forma u otra de «utilidad o de beneficio»272. Sobre todo en relación con los enfermos no terminales, un aspecto que creemos particularmente relevante es la oferta de esperanza por parte de los que se encuentran a su lado. Concretamente «oferta de esperanza» significa abertura al futuro, sin el cual la existencia humana resulta prácticamente imposible. La esperanza es uno de los «factores de restitución» (Schipperges) o de los antídotos más potentes y efectivos de los que tendría que disponer el ser humano, que se encuentra instalado en una sociedad afectada por un número creciente de riesgos artificiosamente construidos (Beck). Ahora bien, la esperanza no es una «cuestión maquinal», neutra, sin rostro, sino que siempre se encuentra estrechamente enlazada con el «tú a tú» personal de la vida cotidiana, con el estar contento con quienes lo están y con el sufrir de quienes sufren. Resumidamente: la esperanza es exclusivamente una cuestión comunitaria —de los que están comprometidos en el mismo munus (com-munio)— o no es nada. ¿Cómo será entonces posible una oferta de esperanza al enfermo en una sociedad en la cual ha tenido lugar, tanto en la persona del paciente como en la del médico, una «despersonalización» («descomunicación») tan profunda y, a menudo, completamente irreversible? Porque no puede olvidarse que la auténtica esperanza humana «no hay que confundirla con la simple «espera»», o es una cuestión interpersonal, intercomunicacional, o, simplemente, no existe.

12, 15). En esto consiste precisamente «vivir y morir con los mismos sentimientos de Cristo Jesús» (Flp 2, 5). 272. Véase L. Duch, «Religió i consciència», en íd., Transparència del món i capacitat sacramental. Estudis sobre els fenòmens religiosos, Montserrat, Publicacions de l’Abadia de Montserrat, 1988, pp.175-189, sobre todo en relación con el comentario que hacemos de la novela de Graham Greene El factor humano.

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No hace falta insistir en que, de la misma manera que pasa en todas las demás realidades humanas, el simbolismo posee una insustituible importancia en la articulación y expresión del dolor humano273. Porque el ser humano no es puro espíritu, el dolor humano se expresa mediante el «órgano por excelencia de la expresividad» de los humanos, es decir, el cuerpo. Con razón ha sido observado que el dolor, a causa de su interacción constante con la corporeidad humana, constituye uno de los escenarios más característicos donde queda patente la inevitable e irrenunciable dimensión simbólica del ser humano. A pesar de su reconocida privacidad, no hay ninguna duda de que la comunicabilidad simbólica que es inherente a la condición humana permite que los que rodean al que sufre participen de alguna manera de su sufrimiento. La afirmación de que el ser humano es capax symbolorum también implica necesariamente que es un ser simpático. Como veíamos ante, esta simpatía significa que existe la posibilidad de tomar parte en comunión, efectiva y afectivamente por lo tanto, en aquello que más íntima y dolorosamente afecta a nuestro prójimo (aquel que se ha transformado en próximo mediante un movimiento afectivo de acercamiento). Aquí es donde se fundamenta nuestra capacidad para participar no sólo física, sino cordialmente, de una manera íntima, en los escenarios dolorosos de nuestro prójimo. Estamos convencidos de que las «estructuras de acogida», especialmente la condescendencia, deberían constituir el ámbito privilegiado de la simpatía, el lugar donde fuera posible compartir y compadecer* alegrías y penas, triunfos y fracasos, vida y muerte. No hay una objetividad del dolor, sino una subjetividad que concierne a la existencia entera del ser humano, sobre todo en sus relaciones con el inconsciente tal y como se han constituido, en el transcurso de la historia personal, las raíces sociales y culturales; una subjetividad también vinculada con la naturaleza de las relaciones entre el que sufre y los que le rodean274.

Es una obviedad afirmar que la familia es el lugar más idóneo para la socialización de las personas. No hace falta insistir más en que constituye y se constituye en el lugar donde se configuran las modalidades corporales y las formas de relación del niño con el mundo. Evidentemente, también es la espaciotemporalidad escénica donde se aprende 273. Véase sobre esta problemática la excelente exposición de Le Breton, o.c., pp. 81-95, de la que nos hacemos eco en este estudio. * En el original «compatir» («padecer con») (N. del T.). 274. Le Breton, Antropología del dolor, cit., pp. 94-95.

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a denominar, narrar y experimentar el dolor. El rostro de la madre como suprema «maestra de los lenguajes» posee aquí una importancia decisiva para el resto de la vida del niño: es ella la que tendría que adiestrar a empalabrar la realidad y, por lo tanto, las manifestaciones que nunca dejan de acompañarla: el dolor. «La madre nombra el dolor y contribuye a inscribirlo dentro de las redes de una trama simbólica. Su actividad anima o disuade, calma o alimenta el dolor»275. 6.3.7. El cuerpo mortal: la muerte «El conocimiento de la muerte es la tragedia específicamente humana» (Zygmunt Bauman). «Cada uno está solo sobre el corazón de la tierra traspasado por un rayo de sol: y de pronto viene la noche» (Salvatore Quasimodo). «La vida no es nada más que la muerte que vibra» (Edmond Jabès).

6.3.7.1. Introducción En una antropología del cuerpo, centrada sobre todo en las funciones de transmisión de las «estructuras de acogida», resultan inevitables algunas referencias a la muerte o, quizá mejor, al morir del ser humano276. Rainer Maria Rilke, tan íntima y sensiblemente afectado por el morir de los humanos, no deja de manifestar que por el simple hecho de vivir «crece en mí la muerte» (wächst in mir der Tod)277. Marco 275. Le Breton, o.c., p. 140. Véase la interesante exposición que hace Le Breton, o.c., pp. 138-145, de las «coordenadas educativas del dolor». 276. Conviene precisar que entendemos por «morir» el hecho de «vivir» (de experimentar) el proceso del morir como algo que ya no admite dilaciones ni aplazamientos. 277. Sobre la muerte, desde el punto de vista de la historia de las religiones, véase T. P. Baaren, «Death», en M. Eliade (ed.), The Encyclopedia of Religion, IV, New York/London, Macmillan, 1987, pp. 251-259; G. Condrau, Der Mensch un sein Tod. Certa moriendi condicio, Zurich, Kreuz, ²1991, pp. 133-184; Wils, Die grosse Erschöpfung, cit., pp. 111-117; íd., Sterben, cit., passim; A. Hügli, «Tod», en J. Ritter y K. Gründer (eds.), Historisches Wörterbuch der Philosophie, Basel, Schwabe, 1998, cols. 1227-1242 (con importantes referencias bibliográficas). Sobre la historia cultural del morir, véase P. Ariès, Essais sur l’histoire de la mort en Occident. Du moyen Âge à nos jours, Paris, Seuil, 1975; íd., El hombre ante la muerte, Madrid, Taurus, 1983; Ziegler, Les vivants et la mort, cit.; J.-M. Larouche, «La mort et le mourir, d’hier à aujourd’hui»: Religiologiques 6 (1992), pp. 1-41; Thomas, Anthropologie de la mort, cit.; íd., «La mort aujourd’hui: de l’esquive au discours convenu»: Religiologiques 6 (1992). No hay duda de que, desde una perspectiva filosófica, el libro de Jankélévitch

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Aurelio, por su parte, proclamaba que, desde el mismo momento de nacer, «el hombre era un ser moribundo»278. Y Edgar Morin subraya que, entre todas y por encima de todas, «la idea de la muerte es la idea traumática por excelencia»279. En el año 1910 Georg Simmel comentaba: La vida exige desde sí a la muerte como su contrario, como «lo otro», hacia lo que se torna algo y sin lo cual la vida no tendría su sentido y su forma específicos. En esta medida, vida y muerte están sobre un escalón del ser como tesis y antítesis280.

En un libro de poesía que tiene como trasfondo omnipresente la muerte, Salvador Espriu escribe: Mira que passes sense saviesa pel vell camí fressat, tan sols un cop, i que la veu de sobte cridarà el secret nom que porta en tu la mort. No tornaràs. Recorda, no t’apartis, mentre fas via, del que tan senzill és d’estimar: aquest blat i la casa, el blanc senyal de la barca dins el mar, el lent or de l’hivern ajaçat a les vinyes, l’ombra d’un arbre damunt l’ample camp. Oh, sobretot estima la sagrada vida de l’arbre i la remor del vent a les branques que s’alcen vers la llum!281. La muerte, cit., passim, es una de las mejores aproximaciones a la problemática. Véase también J.-C. Mèlich, Situaciones-límite y educación, Barcelona, PPU, 1989. Desde una perspectiva teológica, véanse las excelentes obras de R. Mehl, Le vieillissement et la mort, Paris, PUF, 1956; E. Jüngel, Tod, Stuttgart, Kreuz, 1971; y H. Thielicke, Leben mit dem Tod, Tübingen, J. C. B. Mohr, 1980. Desde una perspectiva muy asequible, las obras de E. Kübler-Ross, La muerte: una aurora, Barcelona, Luciérnaga, 1992; e íd, La rueda de la vida, Barcelona, Editorial B, 41999, aportan algunos elementos interesantes. Véase también G. Simmel, «Para una metafísica de la muerte» [1910]: íd., El individuo y la libertad, cit., pp. 87-98; Morin, El hombre y la muerte, cit.; J. Ziegler, Les vivants et la mort. Essai de sociologie, Paris, Seuil, 1975; M. Trevi, Metáforas del símbolo, Barcelona, Anthropos, 1996, pp. 83-108. Sobre la presencia de la muerte en el pensamiento filosófico occidental, véase el estudio de J. Chorron La mort en la pensée occidentale, Paris, Payot, 1969, que es muy útil para el que desee, desde una perspectiva netamente filosófica, acercarse al tema; véase también L. Duch, Mort i esperança. La mort de Crist i del cristià, Montserrat, Publicaciones de l’Abadia de Montserrat, 1975. 278. Sobre la enorme influencia de Marco Aurelio en el pensamiento occidental, véase Chorron, o.c., pp. 63-67. 279. Morin, o.c., 32. 280. Simmel, «Para una metafísica de la muerte», cit., p. 93. 281. S. Espriu, «Llibre dels morts», en El caminant i el mur, Barcelona, Ed. 62, 1979, p. 62.

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En realidad, hablar de la muerte es otra manera de hablar de la vida, y a la inversa. Esta ecuación ha sido una evidencia incontestable en la gran mayoría de culturas humanas de todos los tiempos282. Estamos de acuerdo con Edgar Morin, Louis-Vincent Thomas y Philippe Ariès cuando afirman que, en todo lugar y tiempo, de una manera u otra, se ha dado una estrecha relación entre la actitud ante la muerte (el morir como tal) y la conciencia de uno mismo, de la propia personalidad. Como tendremos ocasión de ver más adelante, en los tiempos modernos la pertenencia de la muerte a la vida y de la vida a la muerte ha sido puesta en entredicho porque cada vez más se ha tendido a separar estos dos componentes esenciales de toda la existencia humana283. De aquí que, salvo las excepciones de rigor, quizás resulte más acorde a la realidad de los hechos referirse a que el morir y el moribundo han sido desconectados del mundo humano transfiriéndolos a unos espacios que, en muchos aspectos, pueden ser comparados con los inmensos depósitos de desechos y excrecencias que segregan las sociedades modernas. Es una constante, a pesar de que personalmente siempre nos produce perplejidad y angustia, que, justo en medio del júbilo, la felicidad, la salud y la despreocupación, justo en medio de la vida, irrumpe de repente la presencia inquietante y siniestra de la muerte; la muerte como el último futuro, como la angustia definitiva, como el camino sin retorno284. Por descontado: la muerte abarca todo el cuerpo humano, lo «des-funcionaliza» (le arrebata su función de viviente) de una manera completa e irreparable, lo sitúa fuera del tiempo y del espacio, es decir, le quita su condición fundamental de existencia y de presencia en el ámbito de este mundo: la espaciotemporalidad. La muerte como hecho radical (desde las mismas raíces) que es, se apode282. Vincent, Anthropologie de la mort, cit., p. 9, pone de relieve que los negros no ignoran la muerte, sino que, al contrario, la afirman con desmesura. Para ellos, la muerte es la vida mal vivida, perdedora. En cambio, la vida es la muerte domada no, evidentemente, a nivel biológico, sino social. 283. No puede ignorarse que, en la filosofía del siglo XX, tal vez a partir de la reflexión iniciada por Schopenhauer y Dilthey, la muerte ocupa un lugar central. Dos obras claves en este sentido son la Psicología de las concepciones del mundo (1920), de Karl Jaspers, y Ser y tiempo (1927), de Martin Heidegger. Trevi, Metáforas del símbolo, cit., p. 90, pone de relieve que, a partir de estos escritos, la muerte se convierte en el Vaterland de la filosofía. 284. Jankélévitch, La muerte, cit., p. 59. En el escrito De brevitate vitae Séneca rechazaba los lamentos de los que se quejaban de la brevedad de la vida y sostenía que, en realidad, nuestra vida no es breve, sino que la malgastamos ocupándonos de cosas que no merecen la pena, que son irrelevantes para nuestra verdadera construcción como seres humanos.

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ra íntegramente de la totalidad de nuestro ser, de nuestra interioridad y de nuestra exterioridad. Por eso mismo, resulta obvio que las actitudes ante el morir nunca deberían ser las mismas que se acostumbran a adoptar ante una enfermedad no mortal. Esto es así porque se tendría que tener muy en cuenta que la muerte nunca es «un» problema de la vida, sino, en el sentido pleno del término, es el misterio de la existencia humana. En este sentido el morir representa un salto cualitativo respecto al vivir. Estamos plenamente convencidos de que la presencia y la proximidad de la muerte sólo son soportables en un tiempo y en un espacio —sobre todo los familiares— de generosa acogida y de proximidad consoladora. De aquí que el acogimiento y la aproximación al moribundo tendrían que constituir una de las misiones más importantes de la familia como «estructura de acogida». Sin la mirada consoladora y reconfortante del entorno familiar, la presencia de la muerte acostumbra a introducir al moribundo en el reino sin retorno de la oscuridad, la fatalidad, la duda y la desesperación. Sencillamente, al lado del lecho de muerte, el moribundo debería experimentar que el amor de sus próximos es más fuerte que la muerte. Creemos que se impone por su propio peso que toda articulación cultural —antigua o moderna— es —o pretende ser— una superación de la muerte no porque la niegue, sino porque, en realidad, el ser humano, antiguo o moderno, hombre o mujer, no puede vivir sin haberla asumido, integrado e interpretado. En efecto, la muerte no es lo que hace fracasar a la cultura, sino que, propiamente, es lo que permite la irrupción de la cultura como «fracaso del fracaso», es decir, como afirmación de la vida a pesar de la muerte. Esto es así porque, muy verosímilmente, el ser humano, que tiene en su cultura su naturaleza, es alguien para la vida (o para el nacimiento, como quería Hannah Arendt) y no para la muerte (como pretende Martin Heidegger). Resulta bastante evidente que históricamente, en la variedad de culturas y de condiciones de vida, de geografías y de historias, de temperamentos y de talantes, la muerte ha obligado al ser humano a buscar razones para vivir a pesar de la precariedad y de las incertidumbres que constantemente acechan y desfiguran su existencia cotidiana. Tal y como se afirma en la introducción anónima del artículo «Muerte» de la Encyclopedia Universalis, ni la vida ni la muerte son para él [el hombre] «naturales». Porque su existencia sólo es humana allí donde nada se da por descontado (rien ne va de soi), donde todo se transforma en un problema o un valor, donde toda solución se adquiere mediante reflexión y decisión, es decir, en referencia a la práctica social, por la imposición de reglas,

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por la afirmación de actos y de ritos, por la superposición de creencias y de mitos285.

La muerte de tal ser humano concreto no puede reducirse ni a un simple hecho biológico ni al desmantelamiento de su maquinaria corporal provocada por la «erosión o el desgaste natural» que haya podido sufrir durante su vida. El morir histórico de los seres humanos, como las demás cuestiones que con él se relacionan, es una construcción cultural, un hecho histórico configurado y coloreado, en cada aquí y ahora, con los ingredientes, las peculiaridades y las posibilidades simbólico-lingüísticas de cada tradición cultural. Justamente por eso, el morir de las personas no es solamente la consecuencia de una mera disfunción fisiológica, sino que sobre todo se trata de un acontecimiento intracultural que atañe a todo el grupo social, movilizando los recursos propios de su «memoria colectiva». Por eso, no puede causar ningún tipo de extrañeza que, históricamente, en las diversas civilizaciones, el morir y el estatus del moribundo hayan presentado formas y fórmulas culturales y cultuales tan diferentes y contrastadas. No hay duda de que la ritualización de la muerte, como ha escrito Philippe Ariès, es un caso particular de la estrategia global del hombre contra la naturaleza, hecha de prohibiciones y de concesiones. Por eso, la muerte [en las sociedades premodernas] no fue abandonada a sí misma y a su desmesura, sino que, al contrario, fue aprisionada en unas ceremonias, transformada en espectáculo. Por eso mismo tampoco podía ser una aventura solitaria, sino un fenómeno público que comprometía a la comunidad entera286.

6.3.7.2. La muerte en las sociedades tradicionales Visto su carácter definitivo e inevitable, resulta muy comprensible que en todas las áreas culturales la idea de la muerte como tránsito hacia una «tierra ignota» haya capturado la imaginación y el pensamiento de los seres humanos. En un buen número de religiones y de culturas importantes (budismo, cristianismo, islam), la preocupación por la muerte ha conducido al convencimiento de que la vida después de la muerte tenía un importancia mucho más decisiva que la propia vida sobre la tierra287. Consciente o inconscientemente, estas tradicio285. 286. 287. pedia of

Artículo «Mort», en Encyclopedia Universalis, XV, Paris, 1990, p. 791. Ariès, El hombre ante la muerte, cit., p. 501. Véase J. I. Smith, «Afterlife. An overview», en M. Eliade (ed.), The EncycloReligions, I, New York/London, Macmillan, 1987, pp. 107-116, con impor-

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nes culturales y religiosas, a pesar de los innegables procesos de secularización que se han dado sobre todo en la cultura occidental, todavía continúan ejerciendo una gran influencia sobre numerosos hombres y mujeres de nuestro tiempo288. Uno de los primeros en intentar confeccionar una clasificación sobre el origen de la muerte en las culturas antiguas fue el antropólogo Andrew Lang (1886)289. Después de él, han sido numerosos los que se han esforzado en escribir una tipología de la muerte que clasificara las diversas narrativas míticas que han sido empleadas, sobre todo por las llamadas sociedades «primitivas», en las diversas áreas culturales y geográficas de nuestro mundo. Así mismo, no cabe duda de que la elección de un determinado origen mítico de la muerte pone de relieve la «ideología» de base que impera en un lugar determinado, porque resulta harto evidente que siempre concebimos la muerte en cierta continuidad con nuestra concepción de la vida, y a la inversa. Parece que, al menos etnológicamente, pueden distinguirse los siguientes orígenes de la muerte290: 1. La muerte como «destino natural» del ser humano o, al menos, como un acontecimiento que se encuentra de acuerdo con la voluntad original de los dioses. 2. A causa de la muerte (asesinato) de un dios, la muerte ha entrado en el mundo de los humanos y les afecta a todos indiscriminadamente. 3. La muerte del ser humano, aquí en la tierra, es la consecuencia, en el mundo supramundano, de los conflictos, los celos y los combates entre los seres divinos. tantes referencias bibliográficas. Véase también Larouche, «La mort et le mourir, d’hier à aujourd’hui», cit., pp. 3-11, que toma como base de sus análisis la sociedad del Quebec del siglo XIX y de las primeras décadas del siglo XX. 288. No es aquí el lugar oportuno para indagar hasta qué punto la secularización ha afectado al conjunto de la cultura occidental moderna e, incluso más, al morir de los occidentales. Sólo queríamos señalar que actualmente y desde diversas perspectivas ideológicas y metodológicas, se ponen en cuestión muchos de los teoremas que, a partir de la secularización, fueron propugnados y aceptados acríticamente, es decir, «mitológicamente», unos años antes. Sobre esta problemática, véase L. Duch, Sinfonía inacabada. La situación de la tradición cristiana, Madrid, Caparrós, 2002, esp. cap. I (2.ª parte); D. Lyon, Jesús en Disneylandia. La religión en la postmodernidad, Madrid, Cátedra, 2002. 289. Véase Van Baaren, o.c., p. 252. Sobre lo que sigue, cf. ibid., pp. 252-253. Una esquemática historia de la muerte en las diversas etapas de las culturas humanas la ofrece Hügli, «Tod», cit., passim. 290. Expresamente, queremos poner de relieve que aquí exponemos una serie de tipos más o menos «ideales» (à la Max Weber), que en la práctica, muy a menudo, se presentan combinados y mezclados.

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4. La muerte aparece como resultado de una carencia del ser humano que, a nuestros ojos actuales, puede parecer fútil o trivial. Se trata de la temática que, con innombrables variaciones contextuales y literarias, se ha constituido alrededor del llamado «pecado original». 5. La muerte es la consecuencia de un engaño que ha sufrido el hombre por parte de algún dios o de otro ser mítico; o bien una variante es que ha entrado en este mundo a causa de la estupidez y la irresponsabilidad de este mismo ser mítico. 6. La muerte es el fatal resultado de la falta de juicio o de una falsa elección por parte del ser humano. 7. A causa de un crimen, o de una trasgresión de los preceptos divinos cometida por los humanos, la muerte ha entrado en el mundo de los humanos. 8. El hombre muere porque, de una manera u otra, desea la muerte. Parece evidente que hay una radical diferencia entre el morir en la premodernidad (sobre todo en las llamadas culturas «primitivas») y el morir en los tiempos actuales. En las culturas sencillas la muerte no es concebida como «muerte de la vida», sino como un estadio social, religioso y cultural, entre muchos otros, que pueden adoptar y que, de hecho, adoptan los seres humanos. Por eso puede hablarse de la «vida del muerto» como una forma peculiar y característica de la vida del difunto. Para comprender esta mentalidad hay que tener en cuenta el movimiento circular (de la vida a la muerte — de la muerte a la vida) que acostumbra a ser la nota característica muy peculiar de las culturas sencillas. Lo que llamamos «vida» y lo que llamamos «muerte» son meramente unas «estaciones», unas etapas, en el movimiento sin término ni pausa de la naturaleza, la cual engendra para matar y mata para volver a engendrar291. Además, hay que tener en cuenta que en las culturas sencillas, en las que los procesos de individualización son completamente desconocidos, el sujeto verdaderamente inmortal es el grupo como tal («personalidad colectiva»): los individuos van y vienen con la misma regularidad con que se suceden los días y las noches, las estaciones del año y el curso de los astros en el firmamento. La posibilidad de desaparición y de aniquilamiento del grupo humano tan sólo puede tener lugar cuando este «macrosujeto» colectivo abandona el camino 291. Hay que tener en cuenta que el término griego phýsis designaba justamente este incesante «aparecer y desaparecer» de los seres humanos sobre el escenario del mundo (véase L. Duch, Llums i ombres de la ciutat. Antropologia de la vida quotidiana 3, Montserrat, Publicaciones de l’Abadia de Montserrat, 2000, pp. 44-50).

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religioso y moral que le han marcado los dioses y los héroes de los orígenes, es decir, olvida sus prescripciones inscritas en su acta fundacional. Para estas culturas constituye una evidencia que el olvido de la narración cultual de los acontecimientos que, en el origen, les dio vida mediante la intervención poderosa de un dios o un héroe cultural, eficiente y benéfico, acostumbra a ser considerado como la causa directa de la aparición de la muerte en este mundo. Incluso hay que tener en cuenta que, con intensidades y figuras muy diversas, en las sociedades premodernas, al contrario de lo que pasa en los universos culturales modernos, la muerte no es un drama personal que ataña al sujeto humano y provoque su extinción definitiva, sino que, más bien, mediante la «domesticación» de la misma muerte, constituye una prueba a la que ha de someterse la comunidad entera para que el grupo humano como sujeto colectivo pueda continuar en vida292. En las culturas sencillas la muerte no es un drama personal de la conciencia individual, sino una escenificación de la memoria colectiva de la comunidad que, a pesar de la desaparición de un miembro concreto, continúa existiendo como tal. 6.3.7.3. La comprensión histórica de la muerte en la cultura occidental En relación con el morir, a partir del siglo XI, de una manera casi exclusiva entre los monjes, los nobles, los ricos y los intelectuales, comienza a apreciarse el valor único de la identidad del individuo por encima de la sumisión al destino colectivo del grupo humano. Es entonces cuando se inicia, en palabras de Philippe Ariès, el tiempo de la «propia muerte»293. Expresamente, por medio, sobre todo, de la afirmación de las «últimas voluntades» (testamento), el moribundo da a conocer su identidad personal, a la cual se le reconoce, al mismo tiempo, una eficacia aquí, en la tierra, y, en el más allá, después del tránsito294. De esta manera, se niega a dejarse disolver en el anonimato

292. Véase Ariès, El hombre ante la muerte, cit., pp. 13-83, que ofrece un número muy importante de ejemplos extraídos de la historia medieval. 293. Véase ibid., pp. 85-243, 502-503. Este autor hace notar la importancia del «testamento» como afirmación de la individualidad del moribundo y también como vínculo de unión entre el más allá y el más acá. 294. Sobre el testamento medieval, sus orígenes y su progresiva implantación en ambientes cada vez más populares a causa, sobre todo, de la actuación de la Iglesia, véase M.-L. Lorcin, «Le testament», en D. Alexander-Bidon y C. Treffort (eds.), À réveiller les morts. Le mort au quotidien dans l’Occident médiéval, Lyon, Presses Universitaires, 1993, pp. 143-156.

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biológico o social del colectivo humano. No hay duda de que esta manera de enfocar las cosas tendrá profundas consecuencias en el desarrollo del individualismo cultural, religioso y económico característico del Occidente latino, que, de una manera cada vez más insistente, irá haciendo acto de presencia algunos siglos más tarde295. A partir de la Edad Media, en relación con la configuración social, religiosa y cultural del morir, se inicia una larga historia, cuyas etapas han sido minuciosamente estudiadas por Philippe Ariès296. Tan sólo querríamos hacer notar un hecho que nos parece extraordinariamente significativo. En pleno siglo XIX, en el morir, ya ha tomado carta de naturaleza un factor que se había mostrado inoperante en siglos anteriores. En efecto, entre el modelo arcaico de la muerte («todos hemos de morir» pero el grupo continúa en pie) y el modelo que comenzó a afirmarse en los inicios lejanos del individualismo europeo (la «muerte propia»), irrumpe la figura de la «muerte del otro». En el fondo, esta nueva comprensión de la muerte, que inicia tímidamente su camino en el final del siglo XVII, constituye un síntoma muy claro de la extraordinaria importancia de la afirmación de los lazos familiares como una «entidad emocional y sentimental» cada vez más reconocida y valorada. No hay duda de que comienza a manifestarse una nueva forma de relación en el seno de la sociedad que podríamos designar con la expresión de «revolución de los sentimientos». Ésta se concreta en el hecho de que el fallecimiento de algunos seres sentimentalmente cercanos desencadena una crisis dramática en los supervivientes; unos supervivientes —generalmente en el seno de la familia— que viven en la privacy, es decir, en un círculo afectivo entretejido con unas relaciones cordiales, que se diferencian profundamente tanto de las que eran propias de la comunidad de tipo primitivo como de las que, más adelante, se impusieron como consecuencia de la «revolución industrial» y que, de una manera u otra, se basaban en el individualismo en un sentido estricto. No hay duda de que esta nueva relación «difunto-superviviente» hay que situarla en el marco de una sociedad en la cual las creencias en el más allá han 295. Véase Ariès, o.c., p. 503. Sobre la problemática en torno al individualismo, véase el estudio ya clásico de L. Dumont Ensayos sobre el individualismo. Una perspectiva antropológica sobre la ideología moderna, Madrid, Alianza, 1987. 296. Sobre los diversos aspectos de la muerte en la Edad Media, completando los estudios pioneros de Philippe Ariès, véanse los interesantes trabajos del volumen editado por Alexandre-Bidon y Treffort À reveiller les morts, cit. M. Vovelle, Mourir autrefois. Attitudes devant la mort aux XVIIe et XVIIIe siècles, Paris, Gallimard/Julliard, 1974, que muestra las formas del morir, en el fondo aún premodernas, que tuvieron vigencia en los siglos XVII-XVIII, sobre todo en Francia.

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comenzado a debilitarse notablemente. Empieza a imponerse entonces el tiempo romántico de las «bellas muertes» y de los cultos privados rendidos en el marco de los cementerios297. No podemos dejar de citar un hecho que, sobre todo en el ámbito artístico y literario, tuvo una enorme importancia: a comienzos del siglo XIX, por obra y gracia de los románticos, se dio una fervorosa exaltación de la muerte, sobre todo de la muerte de los jóvenes como señal de un privilegio excepcional concedido por los dioses o por el «destino» a los mortales. En el siglo XIX se imponen, por lo tanto, unas formas y unas fórmulas peculiares de entender la muerte y de morir298. En este estudio no podremos referirnos a ellas de una manera detallada, sino que nos limitaremos tan sólo a ofrecer un par de pinceladas sobre algunos de estos modelos299. Uno de ellos queda muy bien expresado en la novela de Tolstoi La muerte de Ivan Illich. Piotr Ivánovich, que es en ella uno de los protagonistas, es el modelo de los que intentan, con todas sus fuerzas, desterrar el recuerdo y la presencia de la muerte de su vida cotidiana. Para estos individuos la muerte siempre es la muerte del otro; nunca es pensada como algo que, un día u otro, les atañerá de una manera inexorable en el momento más inesperado. Después de enterarse de los terribles sufrimientos que habían precedido a la muerte de Ivan Illich, Piotr Ivánovich piensa para sí mismo: «Tres días y tres noches enteras de horribles sufrimientos, y la muerte. Pero es que ahora, en cualquier momento, también me puede pasar a mí», pensó, y por un instante tuvo miedo. Justo después, sin embargo, sin saber cómo, le vino en su ayuda a la cabeza la acostumbrada idea de que aquello era una cosa que le había pasado a Ivan Illich, y no a él, y que ni le había pasado ni le podía pasar […] Una vez hecho este razonamiento, Piotr Ivánovich se tranquilizó y comenzó a indagar con interés los detalles del fallecimiento de Ivan Illich, como si la muerte fuera una aventura propia sólo de Ivan Illich y totalmente ajena a él300. 297. Véase la exposición de Ariès, o.c., pp. 339-462. Vista la filiación intelectual de Auguste Comte, un caso muy interesante y sorprendente de culto a los muertos es el de este filósofo en relación con Clotilde de Vaux (véase W. Lepenies, Las tres culturas. La sociología entre la literatura y la ciencia, México, Fondo de Cultura Económica, 1994, esp. pp. 20-28). 298. De todas maneras, no puede olvidarse, como oportunamente señala Larouche, o.c., p. 8, que, al menos hasta el siglo XIX, «la dialéctica entre el sufrimiento de aquí abajo y la felicidad celestial, para la que la muerte era el paso indispensable, constituye la característica del modelo cristiano y premoderno de la muerte». 299. Sobre lo que sigue, véase Thielicke, o.c., pp. 17-23. 300. L. Tolstoi, La mort d’Ivan Ilitx, traducción catalana d’Anna Estopà, Barcelona, Quaderns Crema, 2002, pp. 15-16.

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Otro modelo del morir con un carácter más existencial, muy arraigado en la tradición romántica de la muerte, nos lo ofrecen los versos de Hölderlin («Der Mensch») en los que se traza la diferencia fundamental entre el morir del hombre y del animal: Libres respiran los pájaros del bosque y aunque el pecho del hombre se levante más altivo y vea el oscuro futuro, también debe ver la muerte y temerla sólo a ella.

Hölderlin no fundamenta la diferencia entre el hombre y el animal, tal y como era común en la Antigüedad (Platón o Filón de Alejandría, por ejemplo), en que los animales no dispongan de alma, sino más bien en la forma específica de conocimiento del ser humano o, tal vez aún mejor, en la autoconciencia como atributo distintivo de los humanos. Los pájaros vuelan libremente sin conocimiento de la muerte, porque la dimensión temporal «futuro» no tiene ninguna incidencia en su conciencia. De acuerdo con esta manera de ver las cosas, no hay duda, entonces, de que la inmortalidad de los nohumanos consiste sencillamente en el desconocimiento de su mortalidad, que, a la inversa de lo que ocurre en los humanos, siempre se mantiene como algo «exterior» a su vida. En cambio, desde su nacimiento, el hombre soporta la pesada carga del conocimiento de que el «punto final» ya se encuentra irremediablemente incluido en las peripecias de todo tipo que tendrán lugar en el trayecto de su vida. El hombre, porque tiene el conocimiento o, al menos, una especie de intuición del futuro, «debe ver la muerte y temerla sólo a ella». El conocimiento y el reconocimiento de la muerte pertenecen constitutivamente al hecho de vivir. A partir de la segunda mitad del siglo XIX, este modelo hölderliniano poseerá unas amplias y, a menudo, trágicas resonancias en muchos poetas, novelistas y pensadores occidentales. Querríamos ahora referirnos muy brevemente a Sigmund Freud que, separándose de las tendencias dominantes de la «psicología científica» de su tiempo, volvió a recuperar la temática en torno a la muerte301. Según su parecer, el temor a la muerte como figura preemi301. Hay que tener en cuenta la opinión de Trevi, Metáforas del símbolo, cit., pp. 83-84, que hace notar que «con la llegada de la psicología científica, el alma se divorcia de la muerte y la propia psicología —dejando de ser ciencia del alma para convertirse en ciencia ocupada de un incierto territorio con unas funciones que difícilmente encuentran colocación en la fisiología— poda de sus intereses la consideración de la muerte» (véase, además, ibid., p. 85). Freud, en Más allá del principio del placer (1920), se vio obligado a admitir de nuevo la muerte, pero la obligó a vestir el «uniforme» del instinto.

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nente de la melancolía tan sólo permite una explicación. El yo se abandona en ella porque, en vez de sentirse querido y acogido, se siente odiado y perseguido por el «súper-yo» (Über-Ich), es decir, por las «múltiples figuras del temor» (el padre, la predestinación, el destino). Es a partir de aquí cuando se origina el «instinto de muerte», que procede de un instinto íntimo y máximamente personalizado que resulta completamente desconocido para el animal. Un conflicto que se centra en la confrontación del ser humano con un conjunto de fuerzas (el «súper-yo») con las que, forzosamente, ha de establecer vínculos relacionales, pero con las que, sin embargo, continuamente se siente puesto en cuestión e, incluso, agredido. Estas fuerzas le empujan, bien a afirmarse y encontrarse a sí mismo, o bien, por contra, a perderse y disolverse en la melancolía y, en algunas ocasiones, hasta en la más cruda desesperación. En algunos círculos más bien elitistas, ya en pleno siglo XX y continuando algunos impulsos del último tercio del siglo XIX, la muerte adquiere unas connotaciones completamente desconocidas en las sociedades europeas del pasado. A partir de la derrota del «cosmos sagrado» que, en las sociedades premodernas, había sido la referencia absoluta de todas las esferas de la existencia humana a nivel individual y colectivo, estableciendo entre ellas todo un aparato de nexos y puentes, se comienza a hacer la distinción radical entre la muerte y la vida como dos ámbitos incomunicados e incomunicables. Al mismo tiempo, no es infrecuente que en algunos espíritus se imponga la experiencia —a menudo, es cierto, con un cierto esnobismo— del patetismo de la finitud. Ciertamente en ambientes y círculos minoritarios adquiere fuerza una comprensión trágica del ser humano que, patéticamente, vive al «filo de la navaja» porque tan sólo dispone de una limitada cantidad de espacio y de tiempo. Entonces es cuando el hombre puede llegar a comprenderse a sí mismo como un «ser para la muerte» (zum Tode); una muerte que se asimila a una especie de «destino» a la griega, que posee la virtud de conferir al héroe mortal un halo de grandeza y de libertad a partir y más allá de su propia mortalidad. Muy brevemente en este contexto, a causa de la enorme repercusión que tuvo hace ahora unos treinta o cuarenta años, queremos hacernos eco de la comprensión del hombre como «ser para la muerte» que pusieron en circulación algunas corrientes existencialistas, muy especialmente Martin Heidegger302. De entrada hay que dejar bien claro 302. Véase Condrau, o.c., pp. 213-217; Chorron, La mort et la pensée occidentale, cit., pp. 200-210. Aquí no podemos entrar en la cuestión de si esta comprensión

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que la concepción heideggeriana del hombre como «ser para la muerte» no tiene nada que ver con la idea medieval de «omnis homo moriturus». El pensamiento medieval se limitaba a señalar que todo hombre ha de morir y que todo lo que es terrenal, irremediablemente, tiene sus días contados. En último término, esta visión del mundo tenía como trasfondo este interrogante: ¿cómo hay que comprender el ser-finito del ser humano? Por otra parte, conviene recordar que, a partir de los presocráticos (por ejemplo Heráclito y Parménides) la muerte es el fin de la vida, y, por lo tanto, no pertenece como tal a la propia vida. De todas formas, sería muy saludable para el ser humano que se impusieran la humildad y la sabiduría que se desprenden de la «hora incierta» de la muerte. Ésta, en efecto, puede llegar en cualquier momento, poniendo el punto final definitivo al trayecto humano: «media vita in morte sumus»303. De hecho, el sabio es el que vive sensatamente porque ha experimentado la vacuidad de todo lo que existe, justamente porque todo —y él mismo— tiene los días contados. Para Heidegger, seguramente bajo la influencia de Rilke y Tolstoi, el «ser para la muerte» es una expresión de reconocido carácter ontológico. No se trata por tanto ni de aprender a convivir con la muerte ni de vencerla, porque la muerte, como se observa en Sein und Zeit, es «en el sentido más amplio un fenómeno de la vida». Para este filósofo, vida y muerte son sólo formas de ser que son propias del hombre, pertenecen a su «ser-en-el-mundo» (In-der-Welt-Sein gehört)304. Tanto a nivel individual como colectivo, toda investigación sobre el comportamiento del hombre en relación con la cuestión de la muerte no da ningún tipo de información sobre el morir y la muerte en sí mismos, ni tampoco sobre la esencia de la muerte, sino tan sólo sobre la existencia del hombre como ser finito que es-en-el-mundo. Parece que Heidegger incorpora en su pensamiento una opinión bastante extendida en la antropología de los primeros decenios del siglo XX (sobre todo por parte de Scheler y Gehlen): el hombre es un ser heideggeriana del ser humano, de cerca o de lejos, se hace eco de la «mística de la muerte» tan apreciada por los nazis. Y no puede olvidarse que Heidegger (igual que Jünger y Carl Schmitt), indiscutiblemente, fue uno de ellos. 303. Este aforismo medieval ha sido atribuido a Notker el Tartamudo. A partir de su comprensión de la existencia humana, Lutero hizo un uso constante de él. 304. Como ya hemos apuntado, no tenemos la intención de hacer una larga exposición sobre esta problemática. Sólo querríamos insistir en el «carácter ontológico» de la muerte heideggerianamente comprendida. Los «aspectos» de la muerte del hombre como, por ejemplo, la vida del hombre en relación con la vida (animales y plantas), la cuestión de la reproducción, la duración de la vida, el establecimiento de datos y estadísticas, etc., son cuestiones ónticas, pertenecen a la investigación «óntico-biológica», y no son de ninguna manera centros de interés de este autor.

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incompleto, deficiente, un ser que siempre se encuentra en camino hacia nuevas posibilidades (Ausstand von Möglichkeiten) que, no necesariamente, llegarán a concretarse. De acuerdo con su parecer, el ser humano sólo es completo cuando es capaz de incorporar su final en el momento actual, cuando en libertad y plena conciencia lo anticipa y, de alguna manera, lo «pre-vive». Por otra parte, resulta muy evidente que, en el hombre, la seguridad y la indeterminación de la muerte le provoquen angustia (Angst), que no es más que el descubrimiento de que se ha perdido en la indeterminación (man) (y el man ciertamente no es ninguno), en la superficialidad, en las banales preocupaciones de la cotidianidad, en el bienestar ilusorio de la desjuiciada huida (Flucht) siempre más y más hacia delante. Por eso, para Heidegger, la muerte es la más radical posibilidad de autodeterminación del sujeto, ya que implica el retorno del hombre sobre sí mismo, abandonando ahora las falacias y las ilusiones de una existencia inauténtica, ilusoria y falaz. De todas maneras, como subraya Gion Condrau, «y esto es de la máxima importancia», lo que, entre muchas otras cosas, «es característico de la tanatología heideggeriana es la falta de respuesta a la pregunta ¿qué le ocurre al hombre después de la muerte?»305. Creemos que, con razón, también se ha hecho el reproche a Heidegger de que en su concepción de la muerte falta toda una referencia al otro, al amor al otro, lo que indica con mucha claridad que se trata de una comprensión que no posee sustancia ética. Su discípulo Eugen Fink ha puesto de relieve que, en la filosofía heideggeriana de la muerte, puede detectarse «un fatal solipsismo»306. En este sentido, el correctivo que hace Levinas al pensamiento sobre la muerte en Martin Heidegger es impresionante y, por encima de todo, éticamente significativo. «Lo que se denomina con un término un poco sofisticado (frelaté) amor es por excelencia el hecho de que la muerte del otro me afecta más que la mía. El amor al otro es la emoción de la muerte del otro. Es mi aceptación del otro, y no la angustia de la muerte que me espera, lo que es referencia de la muerte. Encontramos la muerte en el rostro (visage) del otro»307. La cumbre insuperable de la ética, es decir, la responsabilidad por el otro, se consigue precisamente en el momento de su total debilidad e 305. Condrau, o.c., p. 215. 306. E. Fink, cit. Hügli, o.c., col. 1238. 307. E. Levinas, Dieu, la Mort et le Temps. Établissement du texte, notes et postface de Rollant, Paris, Bernard Grasset, 1993, p. 122. Hay traducción castellana de esta obra: Dios, la muerte y el tiempo, Madrid, Cátedra, 1994.

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impotencia, en su muerte: «Soy responsable del otro en tanto que es mortal. La muerte del otro es la primera muerte»308. Levinas expresa aún con más claridad su rechazo de la ontología de la muerte de Heidegger en una entrevista recogida por R. Kearney. En ella dice: Ésta es la diferencia fundamental entre mi análisis ético de la muerte y el análisis ontológico heideggeriano. Mientras que para Heidegger la muerte es mi muerte, para mí la muerte es la muerte del otro309.

En el ámbito de la filosofía, Karl Jaspers (1883-1969), con su libro Psicología de las concepciones del mundo (1919), a pesar de su título, ha sido uno de los primeros pensadores que, en el siglo XX, concedió a la muerte humana una dignidad que muy pocas veces con anterioridad se había alcanzado en la historia del pensamiento occidental310. La muerte constituía una situación límite311. La muerte es considerada como «situación decisiva, esencial, vinculada con la naturaleza humana como tal y dada inevitablemente por el hecho de ser finita»312. Irreducible a la simple biología, la muerte del hombre, por lo tanto, se coloca justo en medio de la vida como una posibilidad específica de la existencia humana. Para Jaspers la muerte se convierte en la situación excepcional frente a la cual se constituye como tal la vida del ser humano313. Como es muy evidente, la comprensión de la muerte con rasgos existencialistas no es la más frecuente en nuestros días (y puede que nunca), en los que se da una amplia y creciente desconexión del hecho de morir del entramado de la vida cotidiana. Es aquí donde radica una de las diferencias más claras entre el morir de las sociedades premodernas y en la actual. En aquéllas la muerte y la vida formaban un continuum sin fisuras: tanto el vivir como el morir de las personas 308. Levinas, o.c., p. 54. 309. E. Levinas, cit. R. Kearney, La paradoja europea, Barcelona, Tusquets, 1999, p. 211. 310. Véase Chorron, o.c., pp. 196-200. No hay que olvidar que Jaspers, a causa de una enfermedad pulmonar complicada con una afección cardíaca, tenía conciencia de que moriría muy joven, lo que implica que tenía una conciencia muy clara de la fragilidad humana. 311. El hombre siempre se encuentra «en situación» (véase lo que hemos expuesto en 5.5. sobre el «cuerpo situado» en relación con el pensamiento de Heinrich Rombach), pero mientras que la gran mayoría de situaciones pueden cambiarse, modificarse, la muerte es inmodificable e inevitable. 312. K. Jaspers, cit. Trevi, Metáforas del símbolo, cit., p. 90. Sobre las «situaciones-límite» en el pensamiento de Karl Jaspers, véase Mèlich, Situaciones-límite y educación, cit., passim. 313. Véase Trevi, o.c., p. 92.

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eran acontecimientos públicos que se encontraban en continuidad. En la sociedad actual, tan permisiva en tantos aspectos, curiosamente, hay una fuerte tendencia a la privatización, a la censura o, quizá mejor, a la ocultación del morir (pero no de la muerte como espectáculo). Esto no debería sorprender. En efecto, como consecuencia de la desestructuración creciente de los sistemas sociales (familia, escuela, iglesia, política, etc.) —con el embotamiento de la confianza de la que antes disfrutaban— el individuo se encuentra completamente desprovisto de los «asideros» que antaño le proporcionaban estos sistemas ante pasos decisivos (entre los cuales la muerte ocupaba un lugar de excepcional importancia) que, inevitablemente, tiene que dar toda existencia humana. Entonces, la muerte como asunto que me atañe de una manera directa y sin concesiones es desterrada al país del olvido y de la inexistencia, ocupando su lugar la «muerte-espectáculo» cuyo sujeto, propiamente, no es un sujeto humano, sino un «él neutro», sin rostro, lejano (en el sentido de que nunca podrá llegar a ser próximo, prójimo). Como lo hemos expresado en el texto, ésta es la simple «muerte-informativa», que se manifiesta en la periferia de los sentimientos y de la compasión de unos seres humanos que ya no quieren saber nada ni de su morir ni del morir del otro. De una manera sumaria podríamos resumir así las características del morir premoderno y del morir moderno314: Morir premoderno

Morir moderno

1) nivel elemental de tecnología médica 2) detectación tardía de las enfermedades mortales 3) definición simple de la muerte 4) tasa elevada de mortalidad a causa de enfermedades agudas 5) tasa elevada de heridas mortales 6) no intervención, fatalismo ante la muerte

1) nivel sofisticado de tecnología médica 2) detectación rápida de las enfermedades mortales 3) definición compleja de la muerte 4) incidencia de enfermedades degenerativas 5) tasa reducida de heridas mortales 6) intervención, prolongación mecánica de la vida

Nos atreveríamos a afirmar que la actual «desestructuración simbólica» del morir no hace más que poner crudamente de relieve la «de-función» de la comunidad y, en consecuencia, la práctica inexistencia en nuestra sociedad de comunión y de comunicación.

314. Tomamos este esquema de Larouche, o.c., p. 18.

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6.3.7.4. Muerte y sociedad actual 6.3.7.4.1. Introducción Habitualmente, en el momento presente, la muerte es un «pasado mañana» sumamente borroso que tiene la virtud de no transformarse nunca en un «hoy concreto». Diciéndolo de otra manera: los seres humanos sabemos que hemos de morir, pero, para vivir con una cierta tranquilidad, nos hacemos la vana ilusión de que la muerte es un hecho que pertenece a un futuro completamente ausente, postergable y casi inexistente; un futuro que no será hoy ni mañana ni pasado mañana, es decir, que nunca será un «presente» operativo y concreto315. Desde la perspectiva más íntima del individuo, de la conciencia individual por lo tanto, la muerte acostumbra a ser considerada —a menudo en medio de indecisión y pasividad— como un «después» sin ningún tipo de relación causal con ningún «ahora». Por otra parte, la muerte, cuando casualmente pensamos en ella o cuando repentinamente nos sale al encuentro (y esto, inevitablemente, nos pasará tarde o temprano) es el «más allá» de la vida, la tierra ignota cuya geografía nos resulta completamente desconocida y, por eso mismo, desconcertante y a menudo hasta angustiante. En resumidas cuentas tiene razón Louis-Vincent Thomas cuando afirma que, para el hombre moderno, «los muertos nunca están en su sitio»316. La paradoja de la muerte consiste en lo siguiente: es el acontecimiento más indudable, la certeza más rotunda de nuestra vida (en realidad, la única cosa que sabemos con seguridad que nos sobrevendrá en un futuro más o menos lejano), pero, al mismo tiempo, es el hecho más imprevisible e incalculable. Tanto para los jóvenes como para los viejos, la muerte siempre acostumbra a llegar demasiado pronto; o, para decirlo de una manera tal vez más ajustada, porque nunca tenemos una experiencia inmediata del morir, nosotros los mortales, que acostumbramos a tener un tiempo para cada cosa y una cosa para cada tiempo, nunca llegaremos a disponer de una conciencia que, realmente asentada en el tiempo y en el espacio, haya situado correctamente a la muerte en el espacio y en el tiempo que le corresponden. La muerte siempre llega a destiempo, tanto a causa de su «certeza fáctica» (no reflexiva) como de su «incertidumbre existen315. En estas consideraciones, en parte, nos hemos inspirado en el importante libro de Jankélévitch La muerte, cit., passim, que, indudablemente, constituye una aportación fundamental a esta temática. Desde su publicación, el libro de Jankélévitch ha sido objeto de numerosas recepciones e interpretaciones. 316. Thomas, o.c., p. 8.

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cial»: mors certa, hora incerta, decía el viejo adagio latino. Sólo cuando descubrimos que la muerte no es sólo una desgracia que sucede «a los otros», sino que también al otro cercano (a un «tú», es decir, al padre o a la madre, al hijo, al amigo y, finalmente, a mí mismo), es entonces cuando se convierte en un acontecimiento serio y desafiador de todas nuestras seguridades y tranquilidades abúlicas. Porque hace falta no olvidar que siempre la muerte de alguno que de verdad nos es un «tú» significa un comienzo hasta entonces desconocido, una insinuación en profundidad, un gusto amargo y descorazonador, de la muerte del propio «yo». Esto, creemos, resulta comprensible por el hecho de que un «tú» auténtico constituye, de verdad, una parte insustituible de nuestro «nosotros», es decir, de la comunidad formada mediante la comunión de diversos «yo» que mantienen entre sí unas relaciones «tuísticas» propias de un «yo» que es, en el sentido más profundo de la expresión, un «tú». 6.3.7.4.2. El morir en la sociedad actual Según Philippe Ariès, entre 1930 y 1950 la imagen tradicional de la muerte comenzó a experimentar unas mutaciones muy profundas en casi todas las sociedades occidentales. Siguiendo la dinámica entonces iniciada, con las horrorosas experiencias de deshumanización que se han vivido en el siglo XX, ahora, cincuenta años más tarde, en la sociedad de comienzos del siglo XXI, el morir ha llegado a ser literalmente innombrable317. En la historia de Occidente, la sociedad actual es la primera que se fundamenta sobre la negación de la muerte. Por eso no es exagerado afirmar que, ahora mismo, el morir constituye un objeto privilegiado de la ocultación y de las prohibiciones sociales que, en el pasado, se atribuyeron a la sexualidad. Cada vez más, el morir se encuentra fuera del lenguaje, de las palabras y de la relacionalidad que, pretendidamente, tienen vigencia en la vida cotidiana. Tal vez por eso hablamos siempre de la muerte indirectamente, oblicuamente, con eufemismos, en la indeterminación de una tercera persona neutra («ni esto ni aquello»), intentando desarticular cualquier tipo de fisonomía personal, de rostro de un «tú» para un «yo», del moribundo. De la muerte, como de las «enfermedades feas», no se 317. Sobre la muerte y el morir en la sociedad moderna, véase L.-V. Thomas, «Mort. B. Les sociétés devant la mort», en Encyclopedia Universalis, XV, Paris, 1990, pp. 798-800; Condrau, o.c., passim. El libro de Condrau permite seguir de una manera muy interesante y completa la historia gráfica de la muerte y del morir en la cultura occidental desde los inicios de su periplo histórico.

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puede hablar abiertamente, se tienen que emplear circunloquios y referencias indirectas, y resulta muy evidente que de lo que no se puede hablar hay que guardar silencio (Wittgenstein). «Los moribundos ya no tienen estatus y, por eso mismo, no tienen dignidad. Son unos clandestinos, marginal men, de los cuales en ese momento se comienza a adivinar el sufrimiento»318. También conviene recordar que el morir no sólo se encuentra fuera del lenguaje, sino que también se encuentra separado de mí mismo como aquel acontecimiento que el tiempo que me queda de vida, «en vida» por lo tanto, nunca llegaré a abarcar. Se ha observado que, tal vez bajo el influjo de la sociedad hedonista de nuestros días, el antiguo tabú del sexo ha sido sustituido por el actual tabú de la muerte. Con una frecuencia creciente, el morir y el moribundo son evacuados —tal vez, mejor, exiliados— a una tierra de nadie, a un lugar anónimo, tecnológicamente administrado, sin nombres ni rostros ni gestos humanos. Con razón Jean-Pierre Wils escribe que las imágenes tradicionales de la vida y de la muerte son cada vez menos acomodables a los paradigmas de las nuevas y ‘triunfantes’ instituciones. Mientras que las antiguas representaciones mantenían que la vida y la muerte eran finalmente indisponibles, ahora, por medio de la ciencia y la técnica, penetran en unos horizontes desconocidos que parecen insinuar que la vida y la muerte sin ningún tipo de dificultad pueden introducirse en el ámbito de lo que es simplemente manufacturable (herstellbar)319.

Por regla general, las instituciones políticas y sociales tampoco se atreven a hablar abiertamente del morir320. Socialmente, como ha escrito Michel de Certeau, los moribundos, en el marco de unas instituciones que han sido creadas para conservar la vida y la produc318. Ariès, Essais sur l’histoire de la mort en Occident, cit., p. 217. Los moribundos no tienen estatus porque han perdido todo valor social y económico. Este autor pone de relieve que, muy a menudo, el rol del moribundo es el de «moribundo que da la impresión de no morir» (ibid., p. 219, subr. Ariès; cf. ibid., p. 172). En definitiva: el moribundo, como si se tratara de un «menor de edad», es privado del derecho de su muerte (cf. ibid., pp. 167-176). 319. Wils, Die grosse Erschöpfung, cit., p. 114. 320. Aunque tal vez siempre los empleemos indistintamente, creemos que hace falta distinguir atentamente entre «la muerte» y «el morir». «La muerte» como «resultado» del morir sí que es regulada y, con mucha frecuencia, incluso se hace económicamente rentable para las instituciones sociales y para las funerarias. «El morir» como acto personal del hombre o de la mujer concretos, en cambio, acostumbra a ocultarse, a disimularse y, hasta incluso, a negarse en la sociedad actual porque, sencillamente, ya no se lo considera como perteneciente a la propia vida.

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tividad, son unos proscritos porque son unos marginales, inútiles y perturbadores321. La mayoría de las instituciones son lugares donde se ejerce una competencia técnica, un «saber hacer» cada vez más técnico y eficaz, pero donde las cuestiones propias del sentido, las cuestiones que se refieren a la subjetividad de los cuidadores y de sus enfermos, generalmente, no tienen ningún lugar preciso. De aquí el sentimiento tan extendido en los enfermos de ser reducidos a un «cuerpo objeto», dejados en manos de la medicina, y de no ser reconocidos como «personas» con una memoria, una historia, uno sentimientos, miedos, un pensamiento que se interroga322.

En una sociedad en la que la «medicina de los órganos» ha suplantado a la «medicina de las relaciones» (Galimberti), los moribundos no pueden ser adaptados a la lógica triunfante de la productividad y, por eso mismo, se les coloca definitivamente en la «vía muerta», son material de desguace. Por todo esto resulta muy comprensible que, en la actualidad, en una sociedad que a causa de su envejecimiento galopante cada vez más se parece a un gigantesco geriátrico, el morir, la ayuda a los moribundos, la eutanasia, el suicidio y el alargamiento artificial de la vida se hayan convertido en temas candentes que dan lugar a las tomas de posición más radicales, opuestas y autoexcluyentes. No puede sorprender que en la sociedad actual se haya procedido, por emplear una expresión de David Morris, a «to deconstruct mortality», a deconstruir el escenario tradicional del morir, por medio de una drástica transformación y tecnologización de las secuencias que conducen a los seres humanos de la vida a la muerte. Hay que tener en cuenta que, en el pasado, cuando el médico ya había agotado todos los recursos médicos que se encontraban a su disposición, entonces se retiraba y el moribundo era entregado a la familia, que se hacía cargo de él hasta su último aliento. Actualmente, por contra, es la familia la que entrega al moribundo al sistema hospitalario, con su característica racionalidad técnico-científica (modelo biomédico), para que se haga cargo de él, cosa que implica, muy a menudo, que la familia se tenga

321. M. de Certau, La invención de lo cotidiano. 1. Artes de hacer, México, Universidad Iberoamericana, 2000, p. 207. Hay que tener presente que el morir en la sociedad actual no hace sino seguir el ritmo de burocratización que impera en el conjunto de la sociedad occidental, en la que las funciones sociales pasan de la familia a unas instituciones especializadas (véase Larouche, o.c., p. 10). 322. M. de Hennezel y J.-L. Leloup, L’art de mourir, Traditiones religieuses et spiritualité humaniste face à la mort aujourd’hui, Paris, Laffont, 1997, p. 14.

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que retirar y tenga que acomodar su contacto con el moribundo al «reglamento» que rige los hospitales323. Con mucha frecuencia, porque se está plenamente convencido de que la muerte es una magnitud abrumadora imposible de manejar y de pensar, ha sido reducida a toda una serie de pequeños problemas técnicos y biomédicos, que se creen fácilmente manejables y controlables: arritmia, respiración, tumores, virus, deficiencias circulatorias, etcétera324. Parece como si la praxis médica hubiese llegado a la conclusión de que por el simple hecho de la aplicación de los últimos avances tecnológicos de la medicina a las supuestas causas de una determinada enfermedad ya resultara posible el aniquilamiento definitivo de la misma muerte. Ahora bien, no hay duda de que, en este proceso moderno de continuada deconstrucción de la mortalidad, el mismo morir ha sido conducido a un callejón sin salida, en el que los moribundos se encuentran mortalmente atrapados, sin posibilidades de una muerte digna y humanamente significativa. Resulta muy evidente que se ha llegado a una situación verdaderamente paradójica: por una parte, la tecnología médica, con todas sus variadas y sofisticadas tecnologías a base de ventilaciones mecánicas, transplantes de órganos, uso de fármacos potentísimos y mil variadas cirugías que, «mecánicamente», pueden mantener en vida indefinidamente la máquina corporal; y, por otra, un comprensible, aunque, a menudo, imprudente clamor público a favor del suicidio (eutanasia) médicamente asistido como única alternativa a un sufrimiento ignominioso, también médicamente asistido. Porque el ser humano, como en diversas ocasiones se ha puesto de relieve en este estudio, profundamente, viene determinado por su espaciotemporalidad, no hay ningún tipo de duda de que la calidad del espacio actual donde se acostumbra a morir posee una importancia capital para hacerse cargo de la situación del morir en nuestro tiempo. El lugar actual del fallecimiento —casi siempre, los centros hospitalarios— acostumbra a tener las características que Marc Augé atribuye a los «no lugares» (aeropuertos, hospitales, supermercados, vías urbanas, etc.) de la sociedad actual325. «Si un lugar puede definir323. «La empresa del trabajo médico, del funcionamiento del hospital, viene a redoblar la ocultación de la muerte y a darle su forma específica. La inscripción de la muerte en el contexto del trabajo médico ya implica por sí misma un cambio de las representaciones: la muerte ya no se inscribe en las categorías de la fatalidad y de lo sagrado, sino en las del ‘hacer’, de la eficacia, por una parte, y de lo cotidiano, de la rutina, por otra» (C. Herzlich, «Le travail de la mort»: Annales 31 [1976], p. 200). 324. Morris, Illness and Culture in the Postmodern Age, cit., pp. 237-238. 325. Véase M. Augé, Los «no lugares» espacios del anonimato. Una antropología de la sobremodernidad, Barcelona, Gedisa, 21996, pp. 81-118. Véase la sutil distinción

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se como lugar de identidad, relacional e histórico, un espacio que no puede definirse ni como espacio de identidad ni como relacional ni como histórico, definirá un no lugar»326. El exilio y el extrañamiento de lo humano que actualmente experimentan tantos moribundos significan que, en realidad, mueren en un no lugar, es decir, en un ámbito «aséptico y neutral— al margen de la cordialidad y de la posibilidad humana de consolación; en un ámbito, además, que se encuentra completamente «desimbolizado» y «desritualizado», lo cual implica que se mantiene fuera de la relacionalidad constitutiva del ser humano como tal. En su incomparable Fenomenología de la percepción Maurice Merleau-Ponty distinguía claramente entre «espacio geométrico» y «espacio antropológico». El primero constituye el marco donde se configuran las relaciones unívocas, sígnicas, de dirección única, matematizables. El segundo, en cambio, es el constituido por el ser humano como capax symbolorum y, a la vez, el que lo constituye como tal: es el espacio existencial, donde se despliega libremente la ambigüedad humana como seña específica de un ser constantemente sometido a las imponderabilidades de la contingencia y, por lo tanto, de la muerte327. Es indudable que hace falta volver a hacer humanamente significativos, es decir, simbólicamente activos, los ámbitos donde se produce la muerte. Sin embargo, hay que tener muy en cuenta que esto no es una mera operación de planificación, sino que lo que hay que reconvertir es la geografía del «mundo íntimo» del ser humano. Y esta reconversión tan sólo será posible si las «estructuras de acogida» llegan a ser capaces de transmitir adecuadamente la «gramática de los sentimientos»; aquella gramática que posee la virtud de transformar los «no lugares» en espacios de consolación y de simpatía. Por todo esto pensamos que la reconquista humanista de la propia muerte se ha convertido en una de las tareas más urgentes y esenciales del momento presente, en torno a la cual girará una gran parte de la reflexión ética y religiosa de las próximas décadas328.

que hace Michel de Certeau entre «lugar» y «espacio» (cf. Duch, Simbolismo y salud, cit., pp. 127-129). 326. Augé, o.c., p. 83. 327. Sobre el «espacio antropológico» en el pensamiento de Merleau-Ponty, véase Duch, Llums i ombres de la ciutat, cit., pp. 315-323. 328. Véase Wils, Die grosse Erchöpfung, cit., p. 115; y, sobre todo, íd., Sterben, cit., passim.

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6.3.7.4.2.1. La situación del moribundo en la actualidad Actualmente, creemos, se plantea una cuestión que siempre ha ocupado y preocupado profundamente al ser humano, pero que, en la sociedad de nuestros días, haría falta contextualizar de nuevo en función de los factores —algunos de ellos inéditos— que intervienen en su nueva configuración. Nos referimos al ars moriendi329. Justamente porque la muerte es inseparable de la vida, Séneca, en un famoso aforismo, afirma: «Tota vita discendum est mori» («Ha de aprenderse a morir durante toda la vida»)330. Dejando de lado la larga historia del «arte del buen morir» en nuestra cultura, en el momento actual, tal vez como consecuencia de la desestructuración simbólica que ha experimentado nuestra sociedad, es importante volver a configurar este arte para que la vida humana se edifique sobre fundamentos realmente humanos y humanizadores. Para llevar a cabo esta tarea deberían intervenir de manera eficaz las «estructuras de acogida», que son aquellos organismos vivos que tienen la función de transmitir las respuestas existenciales, es decir, sapienciales, del ser humano a las cuestiones fundacionales que, de una u otra manera, nunca deja de plantearse (por qué la vida, la muerte, el mal, la beligerancia, etc.) y que nunca tienen una respuesta simplemente «técnica». La deshumanización que ahora amenaza la humanidad del hombre se concreta en la progresiva incapacidad para plantearse (ya no, en primer término, para responderlas) las citadas preguntas fundacionales, entre las que, como es obvio, la de la muerte como cuestión personal ocupa el lugar preeminente. Por otra parte, resulta evidente que el «ars bene vivendi» siempre tiene como complemento y contrapartida irrenunciable el «ars bene moriendi»331. 329. Sobre esta cuestión, véase R. Rudolf, Ars moriendi. Von der Kunst des heilsamen Lebens und Sterbens, Köln/Graz, Böhlau, 1957; íd., «Ars moriendi», en TRE IV, Berlin/New York, W. de Gruyter, 1979, pp. 143-149; Condrau, o.c., passim; F. Bayard, L’art du bien mourir au XV siècle, Paris, Presses de l’Université, 1989; Rolfes, o.c., passim; Hennezel y Leloup, L’art de mourir, cit., passim. 330. «Lo que caracteriza nuestro mundo moderno ante la muerte es la ausencia de sentido. Laico, secularizado, apoyándose en una ética inspirada por la Declaración de los derechos del hombre, éste se ha separado de la sabiduría de las grandes tradiciones» (Hennezel y Leloup, o.c., p. 15). 331. A pesar de la enorme crisis de credibilidad que afecta a casi todas las «estructuras de acogida» como iniciadoras del «arte del buen morir», no hay duda de que para un número importante de nuestros contemporáneos, determinados poetas (Ingeborg Bachmann, Salvador Espriu, Ernesto Cardenal, Paul Celan, Salvatore Quasimodo, etc.), algunos escritores (Albert Camus, Max Frisch, C. S. Lewis, etc.), algunos pintores (Georges Roualt, P. Picasso, Otto Dix, Otto, Pankok) y determinados teólogos (Karl

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La muerte, el morir y el moribundo constituyen para la mirada del saber, del conocimiento y de las instituciones un fracaso, el fracaso por excelencia. Tanto el saber como las instituciones sociales se niegan a aceptar el hecho de que haya determinados aspectos de la vida humana que no puedan definir, controlar o manipular. Por eso, ante esta incompetencia técnica y administrativa, se acostumbra a situar —propiamente, a exiliar— el morir y al moribundo en una situación de extraterritorialidad y de extratemporalidad respecto a la normalidad de la vida, es decir, al margen de los ámbitos sociales, políticos y económicos regulados y manipulados por las funciones y las competencias de las instituciones técnicas y sociales. Resulta comprensible, entonces, que las referencias al morir sean consideradas por muchos «bienpensantes» adeptos a las maravillas de la sociedad tecnológica como blasfemias y obscenidades que es obligado desterrar de inmediato para no «desmoralizar» a los próximos del moribundo. No deja de resultar paradójico que, en nuestro momento, con una cierta frecuencia, en el momento supremo de la muerte de un pariente o amigo, los prójimos se alejen o sean alejados o no tengan el coraje moral para consolar y asistir al pariente o al amigo que se debate entre la vida y la muerte. Hace ya algunos años, Michel Foucault puso de relieve que, en la sociedad actual, el moribundo se veía obligado a pasar de la vida a la muerte en unos «espacios-otros», ajenos a la vida cotidiana, es decir, en unos marcos espaciotemporales especialmente construidos para evitar que el espacio y el tiempo cotidianos —especialmente el hogar familiar— sufrieran la «contaminación» que se atribuye al morir. El moribundo se ve forzado a exiliarse durante las últimas horas de su vida y ha de acomodarse a las exigencias de los constructores de unos espacios diseñados y construidos por empresas especializadas en la muerte. Unos espacios, hay que añadir, donde impera, sobre la «vida desnuda» en la que se ha convertido el moribundo, el «estado de excepción», incluso en el perverso sentido que uno de los ideólogos más importantes del nacional-socialismo, Carl Schmitt, dio a esta pérfida expresión. Allí, de inmediato, el moribundo se transformará en un objeto científico y lingüístico completamente ajeno a la vida cotidiana normal y donde, progresivamente y de una manera que tiene ciertos paralelismos con lo que ocurría en los «campos de exterminio», será reducido y tratado como un «ex hombre» o como una Rahner, Eberhard Jüngel, Ladislaus Boros, Hermann Volk, Helmuth Thielicke, Robert Leuenberger, etc.) han sido reconocidos como verdaderos maestros del arte del buen morir.

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«ex mujer»332. Es un hecho ampliamente verificable que cada vez menos seres humanos mueren en sus casas, rodeados de los miembros de su familia, en una atmósfera donde se mezclan en un todo inconexo, pero humanamente significativo, acciones, sentimientos y reacciones de todo tipo. Actualmente se acostumbra a morir en hospitales, en salas especialmente destinadas a tratar este «accidente» llamado «muerte», donde la relacionalidad, la gratuidad y la proximidad, que son los signos distintivos de lo humano, prácticamente han desaparecido. De repente, el moribundo se encuentra sumergido en una gélida soledad mecánica construida mediante tubos, contadores, personal sanitario (a menudo, habría que llamarlo «impersonal» sanitario) y lejanía respecto de su mundo familiar y cotidiano. Es en este momento en el que tiene lugar, al mismo tiempo, la «conexión» con el anonimato y con la frialdad de los aparatos múltiples y la «desconexión» de la proximidad y la calidez de la relacionalidad tan propia de los humanos. Comienza a producirse, en palabras de Philippe Ariès, la «muerte prohibida», a la que se atribuye un carácter vergonzoso y obsceno, que hay que esconder de la mirada pública y, por encima de todo, hay que desvincularla del mundo de los afectos y de las solidaridades familiares333. De hecho, procediendo así, la muerte ha dejado de formar parte de la vida, porque, en realidad, «aquello» que muere, técnicamente, ya ha sido reducido previamente a una simple «objetividad maquinal», a un «ex hombre» o a una «ex mujer», sin rostro humano, sin pasiones humanas, sin deseos humanos. No hay duda de que, en relación con el morir y, de alguna manera también, en relación con el resto de las actividades humanas, el sujeto del progreso moderno se ha convertido en el mero objeto del progreso moderno334. En la sociedad moderna, evidentemente con las excepciones de rigor, el moribundo es lanzado fuera de lo que constituye el ámbito de lo pensable y de lo nombrable habitual y familiar, y se ve forzado a entrar de pleno en un terreno donde domina la censura más estricta y la desposesión más radical, lo que significa que se ve impelido a «sentir» a escondidas, clandestinamente335. «No se puede hacer nada», 332. Creemos que hay unas innegables afinidades entre el tratamiento que se daba a los reclusos de los «campos de la muerte» nazis o soviéticos y los que se dan en muchas instituciones para enfermos terminales en nuestros días. En los dos casos, tal vez por razones diferentes, se intenta que tenga lugar el paso del hombre o la mujer concretos a un «ex hombre» o una «ex mujer». 333. Véase Ariès, o.c., pp. 61-71. 334. Véase Wils, Die grosse Erschöpfung, cit., p. 116. 335. Certeau, o.c., p. 208. El moribundo es ciertamente el caso extremo de «exilio», pero no es único. Las «fabricaciones» antiguas y modernas de la locura, del hereje

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se acostumbra a decir explícitamente de los enfermos terminales. En términos implícitos, esta expresión significa: «Ya ha(n) dejado de ser hombres o mujeres». Por eso, en la Modernidad tardía, el moribundo ha dejado de ser, a ojos del saber y de las instituciones sociales, una corporeidad y se ha convertido en un «simple» cuerpo, un objeto que, en una sociedad donde todo se configura y se evalúa en términos de productividad, ha perdido la funcionalidad y la utilidad que antes, tal vez, había poseído. La consecuencia de todo lo anterior es que el moribundo se inscribe —o, mejor, es inscrito— de pleno en la lógica del biopoder. Se ha convertido en un objeto «puro», una neutralidad impersonal, una figura sin «rostro», abandonada como «carne de laboratorio» en manos de la ciencia y de la tecnología. Desde un punto de vista político y social, el moribundo ya no posee ningún tipo de «utilidad», y todo lo que es socialmente inútil llega a ser una carga molesta e improductiva para el resto de la sociedad. Como afirma Michel de Certeau, entre nosotros, en una cultura en la que todo gira en torno al «principio sagrado» de lo económico y de la utilidad», el moribundo es alguien que resulta no sólo improductivo, sino que, además, altera el «orden lógico y económico» de la vida cotidiana, y, por eso mismo, hay que eliminarlo de la manera menos molesta posible, hay que esconderlo, hay que disimularlo. No cabe duda de que para el «orden lógico del tener» el moribundo es una especie de penoso lapsus linguae en el discurso, en el conjunto de las actividades de las sociedades de nuestro tiempo. Como todas las actividades humanamente perversas y degradadoras, la agresión que actualmente sufre la corporeidad de un número muy importante de moribundos es una agresión a su espaciotemporalidad. En positivo y también en negativo, todo lo que experimenta el ser humano —este paradójico «espíritu encarnado»— lo experimenta a través de la mediación constitutiva de su corporeidad, es decir, de su espaciotemporalidad. Sin embargo no siempre ha sido así. En otras épocas la muerte había estado presente en la vida cotidiana, en el núcleo familiar, en el hogar, justo en el centro de la ciudad. El morir, en definitiva, poseía un lugar muy concreto en los procesos de socialización de los miembros de una sociedad. Pero en la Modernidad, sobre todo a partir del siglo XIX, todo cambia. La muerte se vuelve vergonzosa y casi obscena. La defunción se convierte en una especie de tabú que pone en cues-

y de todo tipo de diferentes son también ejemplos paradigmáticos (véase T. Szasz, La fabricación de la locura. Estudio comparativo de la Inquisición y el movimiento en defensa de la salud mental, Barcelona, Kairós, 1974).

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tión las pretendidas seguridades de la sociedad moderna336. Además, se impone un nuevo sentimiento. No sólo hay que ocultar la muerte al moribundo, sino también a toda la sociedad, sobre todo a los niños. Actualmente, constituye una evidencia que el morir —evidentemente no la «muerte-espectáculo» que ofrecen el cine, las revistas del corazón, la radio o la televisión— es para una gran mayoría de personas el desencadenante de unas emociones insoportables que «rompen» el supuesto equilibrio psicológico y social de la vida cotidiana. La creencia común, propagada por los mass media y aceptada acríticamente por una gran mayoría, es que vivir debe ser sinónimo de júbilo, comodidad y situaciones con un obligado happy end, y que el sufrimiento, el dolor, la enfermedad y todas las demás figuras de la contingencia no forman parte de la existencia humana, y, por lo tanto, hay que excluirlos completamente como acontecimientos personales y mantenerlos exclusivamente en el ámbito «neutral» de la espectacularidad, de la noticia. En relación con el morir (y, en el fondo, en relación con las demás cuestiones humanas), no hay duda de que, ahora mismo, se busca deliberadamente la «lejanía espectacular», que es considerada como el antídoto más eficaz contra cualquier forma de «proximidad emocional». Por regla general, la muerte hospitalaria, la muerte moderna, ha dejado de ser una muerte ritualizada. Ya no acostumbra a ser un «rito de paso», en el que el moribundo constituía el centro ritual de la asamblea de familiares, parientes y amigos. La muerte ha sido convertida en un fenómeno simplemente técnico, que a menudo se asimila a un mero «fallo mecánico». Sobre todo los más pequeños, los niños, han de ser protegidos del supuesto efecto perverso y traumatizador que la enfermedad y la muerte pueden tener para el futuro de sus vidas. Y si aún queda sitio para un tipo u otro de ceremonia fúnebre, tendrá que ser sumamente discreta y neutra: gafas oscuras para esconder las lágrimas, por ejemplo. No se puede mostrar excesivo dolor y, sobre todo, insistimos, hay que evitar el sufrimiento de los niños. Todo ha de ser muy aséptico y sin estridencias. Como ha escrito David Le Breton, nunca la anatomía ni la fisiología han sido capaces de explicar con unas ciertas garantías el sufrimiento y la muerte337. Ahora bien, conviene tener presente que, como todo lo que afecta al ser humano, también el sufrimiento y la muerte son hechos situacionales. Todo dolor es íntimo y personal, pero su expresión siempre se encuentra enmarcada en una determinada situa336. Véase Ariès, Essais sur l’histoire de la mort en Occident, cit., pp. 73-75. 337. Le Breton, Antropología del dolor, cit., p. 9.

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ción social, cultural, relacional, lo que significa que su concreción lingüística es el fruto de la educación y de las transmisiones que se han recibido en la familia y en la escuela. No hay dolor sin sufrimiento, es decir, sin significaciones más o menos objetivas que traducen, mediante los lenguajes que uno ha aprendido, el desplazamiento de un fenómeno que, de entrada, es meramente fisiológico en el centro de la conciencia moral de la persona338. Estamos completamente convencidos de que la enorme «crisis gramatical» actual, que afecta de una manera muy profunda a las transmisiones que tienen que llevar a término las «estructuras de acogida», también puede detectarse de una manera realmente intensa en relación con la muerte y el morir. Como todas las otras grandes cuestiones con las que se enfrenta el ser humano en su paso por este mundo, la muerte ha de ser empalabrada, tiene que recibir —por decirlo plásticamente— un acompañamiento simbólico, lo que es muy coherente con lo que fundamentalmente constituye al ser humano como tal: capax symbolorum. Sólo de esta manera el morir de los humanos podrá superar los dos grandes peligros que constantemente le acechan. De un lado, la banalización y, de otro, el posible carácter destructor de la misma humanidad del ser humano. Según nuestra opinión, el morir, que es realmente una de las mayores expresiones de seriedad de la existencia humana, puede contribuir a la humanización del hombre (a la visualización de sus actitudes piadosas, para emplear el lenguaje de Jan Patoka) si evita los dos escollos a los que, ahora mismo, acabamos de aludir. 6.3.7.4.3. Muerte y sentido La muerte constituye una evidencia, seguramente la más rotunda e inexorable de todas. Siempre aparece como algo inesperado, como un huésped que llega sin anunciarse; nunca nos encontramos del todo preparados para morir, de la misma forma que nunca vivimos con la intensidad, la alegría y la seriedad que deberíamos. No hay duda de que, en el momento actual, resulta sumamente difícil prepararse para morir bien: nuestra sociedad se distingue de todas las precedentes por que ninguna de ellas había experimentado tan intensamente como la 338. Aquí, evidentemente, se pone de relieve una cuestión neurálgica del momento presente. En efecto, ¿qué sucede en una sociedad como la nuestra en la que hay una gigantesca «crisis gramatical», es decir, una casi total falta de palabras para expresar las grandes preguntas del ser humano? Nos referimos a los interrogantes que en otro lugar hemos llamado «cuestiones fundacionales», sobre las que actúan las praxis teodiceicas que deberían ser promovidas por las transmisiones llevadas a cabo por las «estructuras de acogida».

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nuestra el inmenso poder de las innombrables figuras de la «distracción» sobre la vida de sus miembros. Ésta es una novedad antropológica que habría que analizar con mucho detalle, añadiéndole, al menos como hipótesis de trabajo, otro factor importante: tampoco ninguna sociedad como la nuestra había experimentado con tanta intensidad la fuerza destructora del «aburrimiento». Nos parece que hay una extraña relación, casi de causalidad, entre «distracción» y «aburrimiento» que, investigada cuidadosamente, tal vez nos permitiría conocer las auténticas dimensiones de la sociedad de nuestros días. Porque la relación de causalidad entre los dos términos que hemos citado pone de relieve la deficiente —tal vez, en algunos casos incluso, podría hablarse de perversa— constitución de la espaciotemporalidad humana. O diciéndolo de otra manera: el aburrimiento es la consecuencia directa de un ir a través (divertere) inconsistente, escaso y frívolo del ser humano a través de su espacio y de su tiempo. Al menos en la cultura occidental, la presencia de la muerte en el entramado de la vida cotidiana ha comportado un cuestionamiento radical del sentido último de la existencia y el conjunto de las relaciones que, positiva y negativamente, mantenemos con el mundo y con los otros. Ahora bien, no hay que olvidar que el sufrimiento y por encima de todo la muerte no son unos fenómenos puramente fisiológicos, sino sobre todo simbólicos339. Y, a continuación, hay que añadir que la muerte es una invencible potencia desarticuladora de cualquier tipo de sentido. Desarticula el sentido, «banaliza» el alcance de los símbolos porque subvierte desde las raíces la gramática, no creativamente, como lo hacen la poesía, el amor, el arte, sino por la vía del caos y de la «disfuncionalización» del cuerpo humano, dando lugar entonces, de una manera inevitable, a una mortal e irreparable desestructuración simbólica. Uno tiene una vida más o menos organizada, sostiene unas ideas más o menos claras sobre el mundo y sobre los demás, defiende, con más o menos buena fe, toda una retahíla de creencias o de increencias y, de repente, irrumpe la muerte, aniquilando implacablemente el sentido más o menos frágil, más o menos consolidado, de nuestro mundo cotidiano y del haz de relaciones que, mediante los sentidos corporales, hemos establecido. En este contexto, hay que tener presente que el ser humano se ha planteado la cuestión del sentido ante la inquietante experiencia de cualquiera de las numerosas formas que adopta la negatividad; y la muerte, ciertamente, es la manifestación suprema de ella. Tanto teísticamente como 339. Véase lo que hemos expuesto con anterioridad sobre «corporeidad y simbolismo».

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ateísticamente, la no aceptación de los propios límites y de la condicionalidad de todo lo que sucede en nuestra vida, es decir, de la finitud, provoca que los humanos, ininterrumpidamente, se hayan interrogado sobre la posibilidad de un sentido último de la propia existencia y, también, más allá de las tendencias caotizadoras que siempre pueden «leerse» en el mundo y en nosotros mismos, sobre la coherencia interna de todo lo que existe340. Es verdad que, históricamente, muchos han considerado que la muerte y el sufrimiento tenían un sentido más o menos escondido341. Entonces, la defunción podía integrarse en un imaginario simbólico (por ejemplo, en la forma de una «geografía del más allá») que otorgaba seguridad y coherencia al individuo y al grupo humano porque los incluía en un «universo continuo» que alcanzaba, en un mismo movimiento sin fisuras, el «más acá» y el «más allá». Esta manera de ver las cosas, sin embargo, resulta bastante problemática en un mundo «simbólicamente desestructurado» como es el actual. Y todo se complica aún mucho más si se tiene en cuenta que vivimos en una sociedad en la que el «absoluto tecnocientífico» (con el «más acá» y con el «más allá» que acostumbra a incluir) ha ocupado, tal vez del todo, el lugar atribuido antes al «absoluto religioso» (con el traslado del «más acá» en el «más allá» que, a menudo, incluía). Vistas las cosas superficialmente, la postmodernidad ha transformado la relación entre el individuo y su salud y/o enfermedad en un asunto puramente médico y técnico. En cualquier caso, en relación con esta problemática «y en el fondo en todo lo que de cerca o de lejos tiene alguna relación con el ser humano», no es nada sensato formular discursos y manifestaciones globales de carácter totalizador. Para un número importante de hombres y mujeres, como acertadamente lo ha puesto de relieve David Le Breton, la muerte, el sufrimiento y el dolor han perdido todo significado y se han visto reducidos a ser unas encarnaciones esperpénticas del espanto y del horror342. No hay duda, sin embargo, de que para mucha 340. Creemos que con razón Galimberti, Psiche e techne, cit., pp. 698-699, ha puesto de relieve que la noción de «sentido» posee claramente un origen judeocristiano, ya que sitúa el cumplimiento de todo aquello que existe en el eskhaton, siendo los acontecimientos y las peripecias de la vida cotidiana, es decir, la historia, caminos que conducen hacia aquella meta suprema y definitiva. Según este autor, la secularización implica una cierta cancelación del sentido de origen judeocristiano, constituyéndose entonces la tecnología en su sustituto. 341. De esta cuestión se ocupa Viktor Frankl en sus obras. Véase, por ejemplo, El hombre en busca de sentido, Barcelona, Herder, 111990; El hombre doliente. Fundamentos antropológicos de la psicoterapia, Barcelona, Herder, 1987; La voluntad de sentido, Barcelona, Herder, 1988. 342. Véase D. Le Breton, Antropología del dolor, cit., 202.

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gente lo que tal vez todavía resulte mucho más insoportable que el propio morir es el dolor, la agonía, el traspaso a una «tierra totalmente ignota». Tal vez, resignadamente, la muerte puede llegar a aceptarse. Lo que resulta inaceptable, horrible y escandaloso es el dolor —el dolor físico y psicológico—, que a menudo acompaña al morir. Casi siempre la muerte es inevitable, pero el dolor siempre tendría que se evitado porque, en la actualidad, es «un sinsentido absoluto, una tortura total»343. No se trata de buscar un sentido —una especie de relación «causaefecto»— a la muerte. Como ya hemos dicho, propiamente, la muerte es la desarticulación de todo sentido, es el sinsentido por antonomasia344. O, tal vez aún mejor, la muerte es el «más allá» de cualquier posible sentido que se pueda establecer en el ámbito de la espaciotemporalidad que es propia de los humanos. Incluso nos atreveríamos a decir que encontrarle un sentido a la muerte, especialmente a la muerte del otro, del «tú», puede resultar un ejercicio obsceno y, en la práctica, retóricamente irrelevante. Pedir a los familiares que se convenzan de que, por ejemplo, la muerte de su hijo tiene un sentido más o menos oculto que responde a una «lógica» superior de carácter divino, no sólo es absurdo, sino que, con cierta frecuencia, puede resultar claramente inmoral. En efecto, eso a lo que llamamos «sentido» siempre se encuentra incluido en una especie u otra de continuidad. La muerte, en cambio, es la radical discontinuidad, inaugura, justo en el medio de la cotidianidad de los individuos, una «ruptura de nivel» (Eliade) sin precedentes. Tal y como pone de relieve Vladimir Jankélévitch, la muerte es la representante más elocuente de la precariedad, de la fundamental inconsistencia de todo lo que es humano. La muerte, lejos de proporcionar a la vida humana un fundamento con sentido, acostumbra a ser la señal más radical e incuestionable de la falta de sentido345. Como mortalidad que es, la muerte es el fracaso por excelencia. La muerte es el más radical de los aniquilamientos, es, en sí mismo, lo «no Absoluto»346. Cada flor quiere hacerse fruto, cada mañana llegar a ser tarde, en la tierra no hay cosas eternas sólo cambio y huida. 343. Le Breton, o.c., p. 202. 344. Aquí, concretamente, nos separamos de la logoterapia de Viktor E. Frankl. 345. Jankélévitch, La muerte, cit., p. 75. 346. Ibid., p. 84. Somos plenamente conscientes de la imposibilidad que tiene el ser humano de hacer tanto afirmaciones «absolutas» como «no absolutas» (véase lo que exponemos en la conclusión de este párrafo).

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También algún día el verano más bello quiere sentir el otoño y el marchitar. Quédate, hoja, pacientemente quieta, cuando el viento se te quiera llevar. Juega tu juego y no te opongas, deja que pase quietamente, déjate llevar por el viento que te arranca deja que te lleve a casa347.

La única posibilidad humana que sitúa a la muerte —o mejor, al moribundo— dentro del ámbito de lo humano e, incluso, del sentido de lo humano es el consuelo348. En la muerte del otro es donde el hombre y la mujer concretos pueden llegar a ser de una manera más clara y rotunda prójimos, próximos, porque el verdadero consuelo es por encima de todo una aproximación, un acompañamiento, un ejercicio de simpatía. Cuando, en el morir, el sentido que bien o mal hemos construido con nuestras «lógicas» se deshace, delante de la desolación por tanto, lo único necesario es el acompañamiento, la consolación, la capacidad de ponernos en la piel del otro (simpatía). Es cierto que siempre morimos solos, que hemos de afrontar las incertidumbres del tránsito nosotros mismos, que nunca nada ni nadie nos podrá sustituir en aquella «hora de temor» (Maragall). Pero, los unos a los otros, nos podemos acompañar hasta el último momento. Aquí, el contacto corporal es fundamental. La mirada, las manos, las caricias, la palabra; una palabra que quizás no diga nada en concreto, pero que muestra, que le dice al moribundo, que les dice a los familiares, que no están solos. Un palabra ética, en definitiva, que consuela y que nos consuela porque da paso a unas formas de relacionalidad simpática basadas en la com-pasión, en el «com-padecimiento» y en aquel amor que es más fuerte que la misma muerte. Creemos que, de una manera muy lúcida, Jacques Derrida ha puesto de relieve que, rigurosamente hablando, la muerte es el «suceder ausente y el suceder inconsciente del ser humano». Por eso, continúa el pensador judío francés, la muerte es el «principio de la ruina» del ser humano349. La ausencia y la inconciencia son nombres —o mejor paráfrasis— de la falta de sentido. En este caso: la situación en la que se integra el que está a punto de fallecer, de hacer el tránsito. Para el moribundo, porque va siendo cada vez más ausente y más in347. Hesse, «Hoja marchita», en Elogi de la vellesa, cit., p. 42. 348. Véase el excursus sobre el consuelo. 349. Derrida, cit. Hügli, o.c., col. 1237.

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consciente, el sentido ya no posee ningún tipo de consistencia ni de presencia justamente porque como sujeto humano está arruinándose o ya se ha arruinado, está convirtiéndose o ya se ha convertido en alguien privado de la espaciotemporalidad que como ser humano le era propia y que, por otro lado, en cualquier espacio y tiempo, es el lugar histórico donde se manifiesta la finitud humana y, por lo tanto, el combate ético para la búsqueda de sentido. El moribundo se encuentra completamente entregado a los otros. Eso significa que el sentido de su propia vida también está en manos de los otros. En el lecho de muerte, el que está a punto de finar cada vez va siendo menos capaz de «responder», de balbucear expresivamente la situación en el espacio y en el tiempo porque su «condición adverbial» va dejando de ser la seña específica de su presencia en el mundo. Esto significa que el sentido ya no puede originarse en él mismo, sino que le ha de venir de fuera, tiene que nacer en el corazón de los otros y alcanzarlo a través del consuelo, la misericordia y el «com-padecer» de quienes le acompañen en los últimos instantes. Creemos que toda la reflexión sobre la trascendencia de la alteridad tiene su punto culminante alrededor del lecho del moribundo. El acercamiento, es decir, la progresiva «constitución del prójimo» en un espacio y un tiempo concretos, es el centro capital no sólo de la responsabilidad ética sino también del sentido (que es otra forma de ser responsables del otro). En la hora de la muerte, justamente a causa de la progresiva ausencia e inconsciencia del moribundo, es cuando se debería alcanzar el grado máximo de acercamiento al otro, cuando más decisivamente deberíamos aproximarnos para responder a sus interrogantes sin palabras y para convertirnos así en el lugarteniente de su sentido. El sentido no puede ser ninguna cosa estática ni impersonal, una especie de a priori o de «gran principio teológico» incluido como una dinámica inagotable en la gran máquina del cosmos o de la historia. De una manera contundente, la falacia de esta comprensión del sentido ha sido descubierta en este largo proceso histórico de la cultura occidental que acostumbramos a llamar «Modernidad». Entendemos el sentido como una «circularidad amorosa» que integra y armoniza, manteniendo las diferencias, a todos los alejados por las razones que sean, y la hora de la muerte es tal vez la más decisiva entre ellas. Siempre que se da esta «circularidad amorosa» hay un sentido porque el amor es el único antídoto eficaz contra la muerte. El gran desafío que actualmente plantea la «muerte tecnológica» es que acostumbra a implicar el alejamiento de los próximos respecto al moribundo. Entonces, el interrogante que irrumpe con una fuerza descomunal al 353

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lado del lecho de muerto del moribundo es: ¿quién le aportará el sentido si los lugartenientes de su sentido han huido? 6.3.7.4.4. Estrategias postmodernas contra la muerte Desde siempre, como lo señala el sociólogo Zygmunt Bauman, el conocimiento experiencial de la propia mortalidad ha implicado, mediante expresiones y actitudes muy diversas, el planteamiento de la posibilidad de la inmortalidad350. En una gran diversidad de culturas, antiguas y actuales, para mucha gente la vida humana llega a tener sentido porque se encuentra sostenida por el deseo de vida después de la muerte y por el firme convencimiento de que «ni el mal ni la muerte tendrán la última palabra» (Horkheimer). Históricamente, para mantener vivo el deseo de inmortalidad, los seres humanos se han referido, sobre todo, o bien a la memoria o bien a la narración. Mantener vivo el recuerdo de los difuntos, pensar que uno no muere si sigue vivo en el recuerdo de los otros, creer que uno sigue en vida en sus hijos o en sus nietos, es una estrategia que, con expresiones muy diversas, aparece en un número muy importante de culturas de todos los tiempos. Es la estrategia de la memoria, que acostumbra a circunscribirse en el entorno de la familia, pero que también puede extenderse más allá de los círculos familiares y alcanzar un espectro social y político mucho más amplio. Así, por ejemplo, algunos políticos creen que continuarán vivos en el Partido o en el Estado; algunos escritores o artistas mantienen el convencimiento de que se mantendrán en vida a través de su obra; algunos científicos se hacen la ilusión de que su presencia en el futuro será palpable a través del propio progreso de la humanidad, etcétera. Dejando a un lado las consideraciones anteriores, ahora querríamos referirnos brevemente a dos estrategias modernas de dominio de la contingencia y de la muerte. Tal vez será más adecuado hablar de 350. Véase el artículo de Z. Bauman «La versión postmoderna de la inmortalidad», en La postmodernidad y sus descontentos, Madrid, Akal, 2001, p. 190. Con su intuición genial, Simmel puso de relieve en 1910 que, para muchos seres humanos profundos, «la inmortalidad tiene el sentido de que el Yo pudiera consumar completamente su separación de la azarosidad de los contenidos particulares» (Simmel, «Para una metafísica de la muerte», cit., p. 97). En el fondo, esta manera de ver las cosas ha sido muy típica de las diversas configuraciones que, en la larga historia de la cultura occidental, ha recibido la visión gnóstica del mundo. Para obtener la inmortalidad hay que separar, mediante «conocimiento» o ascesis, el verdadero Yo de sus «contenidos particulares», es decir, de las limitaciones impuestas por la espaciotemporalidad propia del ser humano como «espíritu encarnado», cosa que equivale a deshacerse de la «carne» porque se cree que el «espíritu» entonces tendrá plena vigencia inmortal.

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las estrategias postmodernas contra la muerte. Son, por una parte, la «estrategia de la banalización de la muerte» y, por otra, la «estrategia de la profesionalización de la muerte y del morir» que, con mucha frecuencia, se presentan en un mismo y único movimiento. 6.3.7.4.4.1. La banalización de la muerte No se trata de dominar la muerte desde el punto de vista clásico de la inmortalidad351. Se trata más bien de denominarla desde dentro de la propia vida. ¿Cómo será esto posible? Respuesta: banalizándola, desproveyéndola de su carga humana, convirtiéndola en una simple avería mecánica de la «máquina corporal». Conviene hacerse cargo de que hoy vivimos en una sociedad, la postmoderna, en la que se da una proliferación de imágenes sobre la muerte y sobre los muertos como nunca se había conocido en el pasado. Estamos acostumbrados a que la muerte sea un espectáculo mediático cotidiano, cuyos innumerables protagonistas acostumbran a ser unos seres afectiva y efectivamente alejados de la propia vida cotidiana, sin nombre y sin ningún tipo de vinculación personal con los espectadores. En estos casos la muerte siempre es la muerte del otro, pero, evidentemente, de un otro lejano; diferente e in-diferente, al que resulta prácticamente imposible acercarse, de serle próximo, prójimo. Como hemos visto con anterioridad, con cierta frecuencia se evita que el moribundo —es decir, el protagonista del morir concreto y personal— muera en el hogar, en el entorno familiar, mientras que la muerte, entendida como espectáculo televisivo, se expone en la sala familiar, casi de manera obscena, a una mirada pública con rasgos impúdicos, que está de vuelta de todo y de todo el mundo352. Eso significaba que el morir de un ingente contingente de seres humanos se ve reducido a una simple broma televisiva interpretada en clave virtual porque, a los ojos de los espectadores, no se trata para nada del sufrimiento y la muerte reales de unos seres de carne y hueso, sino de unas «construc351. De todas maneras, creemos que hay que tener en cuenta la siguiente precisión de Morin, El hombre y la muerte, pp. 33, 34: «La inmortalidad no se basa en el desconocimiento de la realidad biológica, sino en su reconocimiento (funerales), no se basa en la ceguera, sino en la lucidez [...] El carácter categórico, universal, de la afirmación de la inmortalidad es de las mismas proporciones que el carácter categórico, universal, de la afirmación de la individualidad». 352. Creemos que, en una antropología del cuerpo mínimamente exhaustiva, habría que tratar con mucho detalle la cuestión el pudor. Una buena introducción a la temática la ofrece D. Bonhoeffer, Ética, edición y traducción de L. Duch, Madrid, Trotta, 2000, pp. 237-242.

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ciones» hechas para entretener y aportar un mínimo de morbosidad a los grises contornos de la cotidianidad. De esta manera, sin embargo, se le quita al morir su carácter misterioso, desvinculándolo de cualquier ritualidad sagrada y, al mismo tiempo, se le incluye entre los «servicios sociales e informativos» que nuestras sociedades prestan a los ciudadanos que pagan sus impuestos. La banalización del morir es, sencillamente, la «muerte informativa»: hoy se pueden ver guerras en directo, suicidios televisados, cadáveres en descomposición como consecuencia de asesinatos en masa, y nadie se horroriza excesivamente porque se trata de «meras informaciones» que comunicativamente no nos atañen en nada. Zygmunt Bauman ha insistido en que el horror a la muerte, la angustia ante la muerte, pueden exorcizarse mediante su omnipresencia. Si las estrategias clásicas de inmortalidad se encuentran en crisis, hay que inventar unas nuevas, y la banalización del morir, por medio de su omnipresencia mediática, es una estrategia muy eficaz. En resumen: el morir está ausente en la sociedad postmoderna gracias justamente al exceso de visibilidad de la muerte. Con el fin de exorcizarla, hay que hablar de ella de una manera prolija, eso sí, banalmente, incorporándola a la vida cotidiana como una especie de representación espectacular «fuera de los muros de la ciudad», que nunca me llegará a alcanzar personalmente. Por todo esto, la muerte se ha transformado en un hecho insignificante que, de una manera totalmente anónima y burocratizada, está, paradójicamente, ausente de manera omnipresente. El morir «se silencia mediante el ruido insoportable» de la muerte353. La proliferación informativa respecto a la muerte provoca lo que, hace ya unos pocos años, refería McLuhan en relación con el gigantesco caudal moderno de información: la misma información se convierte en un muro opaco para la comunicación; información que posee la virtud de insensibilizar a los individuos y adormecer las conciencias. Ya hemos señalado con anterioridad que, en la actualidad, la muerte se ha visto desnudada de su misterio y se ha convertido, casi exclusivamente, en un problema estadístico. Los accidentes mortales son cuantificados estadísticamente. La «condolencia» se ha convertido en un género literario que acostumbra a informar de la defunción de alguno con la misma frialdad y distancia que los boletines meteorológicos. Las víctimas del terrorismo (también del de Estado) son empleadas cínicamente como medio político, a menudo útil (o que se cree útil) para fundamentar nuevas acciones terroristas (también por 353. Véase Bauman, La postmodernidad y sus descontentos, cit., p. 198. Véase lo que en este estudio hemos expuesto acerca del «ruido» y del «silencio».

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parte del Estado). De todas maneras, creemos que hay una diferencia esencial —y no sólo en relación con esta problemática— entre la muerte como «cuestión informativa» y la muerte como «cuestión comunicativa». Es una evidencia que cae por su propio peso que, informativamente hablando, nunca como en la actualidad la muerte había estado tan presente en la cotidianidad. En todos los registros informativos posibles, diariamente, prensa, televisión, radio, etc., ofrecen una cantidad innumerable de muertes de niños, ancianos, mujeres, hombres, enfermos, etc. Pero, por regla general, se trata de muertes «objetivadas» y, muy a menudo, espectacularmente rentables, que pertenecen al ámbito del «se dice que…», y que no acostumbran a afectar apenas en profundidad a las conciencias y sentimientos de las personas que, en este caso, se limitan a ser «espectadores no participativos» del drama cotidiano de nuestro mundo, que se intenta por todos los medios reducir a una mera «comedia». Propiamente, la actual crisis de la muerte y del morir es la crisis de la comunicación y de aquello que la comunicación tiene que establecer: comunidad y comunión. No hay duda de que la crisis comunicativa de la muerte hay que situarla en el horizonte de la crisis global que experimentan las «estructuras de acogida» en la sociedad de principios del siglo XXI. Por eso pueden darse al mismo tiempo una extraordinaria proximidad informativa respecto a la muerte y un casi total alejamiento comunicativo respecto al morir (y al moribundo)354. 6.3.7.4.4.2. La profesionalización del morir Como todo o casi todo lo que tiene lugar en la sociedad postmoderna, también la muerte, el trato con el cadáver del difunto y el ritual de enterramiento se deja en manos de los expertos, de profesionales, es decir, de personal que trata asépticamente la «gestión» de los entierros. Se procede a la «invisibilización» del difunto, culminando así la tarea que se había comenzado en él por el hecho, como hemos expuesto anteriormente, de exiliarlo a una tierra de nadie al margen de las relaciones y de la vida del mundo cotidiano. El moribundo y el cadáver se colocan, para emplear la terminología de Michel Foucault, en unos «espacios otros» —otros respecto a los espacios familiares, políticos, sociales. Estos «espacios otros» también son designados con el neologismo 354. Hemos realizado una aproximación a la «antropología de la comunicación» en L. Duch, «Notas para una antropología de la comunicación», en íd., Estaciones del laberinto. Ensayos de antropología, Barcelona, Herder, 2004, 89-127.

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heterotopías355. En las sociedades llamadas «primitivas» existen también heterotopías, que eran, en palabras de Foucault, «heterotopías de crisis». Había unos determinados lugares privilegiados y/o prohibidos («sagrados» en definitiva) en cuyo interior los miembros de la sociedad, en un momento u otro de su vida, superaban un tipo u otro de límites críticos: adolescentes en ritos de paso, mujeres que menstrúan, personas poseídas por un espíritu, difuntos, etcétera356. Poco a poco, en la sociedad postmoderna, las «heterotopías de crisis» han tendido a desaparecer de la cotidianidad de las sociedades, dejando su lugar a las que Michel Foucault llama «heterotopías de desviación». Éstas son ocupadas por los individuos que, social y políticamente, son considerados «desviados» respecto a las normas vigentes y socialmente sancionadas. Diríamos que las «heterotopías de desviación» son las propias de los individuos «política y socialmente incorrectos». El pensador francés toma como ejemplo de las «heterotopías de desviación» el cementerio357. En la cultura occidental bien se puede decir que el cementerio ha existido prácticamente desde siempre, pero ha sufrido unos importantes cambios de emplazamiento: del centro de la ciudad a su periferia. Hasta el final del siglo XVIII, el cementerio al lado de la iglesia ocupaba el centro de la villa. De esta manera, plásticamente, sobre el paisaje urbano o rural era posible leer la communio sanctorum, la estrecha vinculación entre vivos y difuntos, entre el «más allá» y el «más acá», entre la vida y la muerte. El cementerio, además, estaba considerado como un lugar sagrado (relativamente separado), aunque fuese relativamente cercano a los habitantes de la ciudad o del pueblo. Resulta interesante comprobar que, a partir del siglo XIX, por diversas razones (entre las cuales, aunque no exclusivamente, son importantes las del carácter higiénico), empieza a ubicarse el cementerio en un emplazamiento cada vez más alejado de las poblaciones. Y escribe Michel Foucault: 355. M. Foucault, «Espacios diferentes», en Estética, ética y hermenéutica, Obras esenciales III, Barcelona, Paidós, 1999, p. 435. 356. Al respecto de esta problemática, no puede olvidarse la relación del pensamiento de Foucault con las exposiciones tradicionales de los «ritos de paso» tal y como, por ejemplo, fueron expuestos, inicialmente, por Arnold van Gennep y, mucho más recientemente, por Victor Turner. Véase sobre la problemática relacionada con los «ritos de paso» Duch, Simbolismo y salud, cit., pp. 204-208. 357. Foucault, o.c., p. 436. La denominación del cementerio en diferentes idiomas es un buen síntoma de la consideración de «lugar sagrado» que merecían: «campo santo», «Friedhof», «Gottesacker», «Totenhof», «Kirchhof», «camposanto», «champ de repos». Sobre las cuestiones relacionadas con el cementerio, véase H.-K. Boehlke y M. Belgrader, «Friedhof», en TRE XI, Berlin/New York, Walter de Gruyter, 1983, pp. 646-653.

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Correlativamente a esta individualización de la muerte y a la apropiación burguesa del cementerio nació una obsesión por la muerte como enfermedad. […] Por lo tanto, los cementerios ya no constituyen el viento sagrado e inmortal de la ciudad, sino la otra ciudad, donde cada familia posee su negra casa358.

Las heterotopías son controladas por expertos o, tal vez, resulte más adecuado hablar de técnicos, que saben hacer su trabajo profesionalmente, evitando cualquier contratiempo. En este sentido, los difuntos, de una manera parecida a como fueron tratados en su etapa de moribundos, también son abandonados completamente en manos de unos técnicos cuya misión consiste en «neutralizar» los sentimientos de los supervivientes respecto a los fallecidos. 6.3.7.5. Conclusión Tomo conciencia del paso del tiempo mediante las señales que el envejecimiento va dejando en mi cuerpo, que, por otra parte, muy bien pueden ser consideradas como unos heraldos que anuncian la proximidad de la muerte. Pero no sólo anuncian mi muerte, sino sobre todo —y éste es un elemento de una excepcional importancia— la muerte del otro. No resulta nada infrecuente que un buen número de personas llegue a aceptar más fácilmente la propia muerte que la muerte de una persona querida. El ser humano conoce bastante bien su propia mortalidad y experimenta, a menudo trágicamente, el deterioro que, en unos casos poco a poco, y en otros de una manera repentina, lo va marginando de la vida, quitándole los lazos efectivos y afectivos que le unen con los otros y con el mundo. Un aspecto muy angustioso del drama humano del morir acostumbra a concretarse en que conocemos el qué de la muerte, pero desconocemos el cuándo y el cómo (mors certa, hora incerta)359. El grado de aceptación de la muer358. Foucault, o.c., p. 437; cf. Améry, Revuelta y resignación, cit., p. 130. 359. Evidentemente, en este contexto no puede olvidarse que actualmente un contingente importante de defunciones se da entre los jóvenes a causa de los accidentes de circulación y algunas enfermedades como, por ejemplo, el sida y el alcoholismo. Es una cuestión abierta hasta qué punto estas formas modernas de mortalidad no se encuentran, consciente o inconscientemente, relacionadas con el deseo de «dejar de vivir» por aburrimiento, falta de perspectivas de futuro o agotamiento en unos pocos años del conjunto de las etapas de la existencia humana. La sobreaceleración del tiempo, a la que nos hemos referido en otros escritos nuestros, creemos que tiene una influencia muy fuerte sobre el tedio de un buen número de jóvenes de nuestros días. No se trata de unas actitudes con características trágicas o heroicas, sino de una «suave apatía», a menudo unida al conformismo burgués, que como un clima más bien templado invade las actitudes y los comportamientos de muchos jóvenes de hoy.

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te varía no sólo de cultura a cultura, sino también, como lo hemos señalado anteriormente, de época a época, porque el morir de los humanos también hay que incluirlo en la cultura como aquel horizonte lejano que alcanza todo aquello que piensa, hace y siente el ser humano. Esto ha provocado que, por una parte, algunas culturas se hayan preocupado sobre todo por la creación de artefactos simbólicos para acompañar al difunto en su tránsito de este mundo al otro y que, por otra, otras culturas, especialmente, se hayan decantado por instituir acciones culturales para hacer frente a la angustia que provoca en las comunidades humanas la presencia de la muerte de los otros. Diciéndolo de otra manera: hay culturas que se han dedicado de una manera prioritaria al acompañamiento del que se traslada de este mundo al otro, y otras, en cambio, que han centrado todos sus esfuerzos en los supervivientes como indiscutibles candidatos a morir. Por otra parte, no puede causar ningún tipo de extrañeza que, en casi todas las culturas, se encuentren «geografías del más allá», que acostumbran a ser configuraciones simbólicas que, con imágenes pertinentes, permiten la superación del carácter definitivo atribuido a la muerte, proyectando una forma u otra de continuidad espaciotemporal entre «este» mundo y el «otro». En el momento presente, muy a menudo, parece como si sólo hubiese un conocimiento «mecánico» de la propia finitud y mortalidad. En el pasado, por el contrario, la presencia difusa pero muy real de los difuntos y la visibilidad del moribundo en el entramado social obligaban al ser humano a tener memoria, a anticipar, aunque fuese a disgusto, su propia muerte y también a tener muy presente el carácter provisional y efímero de todos sus deseos, proyectos y realizaciones. Es cierto que, con una cierta frecuencia, esta presencia insidiosa de la muerte, a menudo acompañada de una conciencia enfermiza del pecado y de la culpabilización, desencadenaba numerosas patologías, pero, por otra parte, no hay duda de que esta memoria acostumbraba a evitar que los hombres y las mujeres se volviesen arrogantes y presuntuosos. En este sentido, B. Guggenberger ha escrito: La nueva mayoría de los vivientes ya no actúa con la conciencia de la propia finitud. Esto hace que todo lo que emprende parezca banal y facultativo. En cada momento, es la finitud conocida y afirmada de la existencia la que otorga a nuestros gestos y actuaciones peso y significación […] Cuando los muertos callan, los vivos se hacen desmesurados (masslos)360.

360. G. Guggenberger, cit. Wils, Die grosse Erschöpfung, cit., pp. 116-117.

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En todo lugar y época la muerte (o, mejor, el morir) ha sido el gran misterio al cual han debido hacer frente los hombres y las mujeres de todos los tiempos y todas las culturas. No hay duda de que la muerte es una estructura profunda y determinante de la existencia humana, pero al mismo tiempo hay que señalar que en su concreta realidad cotidiana de hombres y mujeres sólo existe históricamente. Dicho esto, hay que dejar bien claro que, propiamente hablando, en su núcleo más íntimo, la muerte no es un «problema» que pueda «ser resuelto» definitivamente en un sentido u otro, sino que pertenece a la categoría del misterio. Como misterio, su significación última permanece fuera de los «cálculos» que son posibles a partir de las «facticidades» físicas, biológicas y lógicas que se encuentran a nuestro alcance. Tiene razón Ludwig Wittgenstein cuando afirma: El sentido del mundo ha de encontrarse fuera de él. En el mundo todo es tal como es, y sucede tal como sucede; en él no hay ningún valor «y si lo hubiera, no valdría nada». Si hay un valor que sea valioso, ha de encontrarse fuera de todo suceso, y ser de esta manera (Sosein) es casual361.

Seguramente que lo que más positivamente ha contribuido a la banalización de la muerte en la cultura actual es su «problematización» en detrimento de la pérdida o, al menos, de la disolución de su calidad misteriosa. En su famosa carta a Meneceo, Epicuro escribe: Acostúmbrate a pensar que la muerte para nosotros no es nada, porque todo el bien y el mal residen en las sensaciones, y precisamente la muerte es la privación de los sentidos. Por lo tanto el recto conocimiento de que la muerte no es nada para nosotros nos hace agradable la mortalidad de la vida: no porque añada un tiempo indefinido, sino porque nos desembaraza de la añoranza desmesurada de la inmortalidad […] El más terrible de los males, la muerte, no significa nada para nosotros, porque mientras que estamos vivos, ella no existe; y cuando ella está presente, nosotros ya no existimos362. 361. L. Wittgenstein, Tractatus logico-philosophicus, 6.41. 362. Epicuro, Lletres, introducción y versión de M. Jufresa, Barcelona, Fundación Bernat Metge, 1975, p. 133. Sobre esta cuestión véase R. Rudolf, Ars moriendi. Von der Kunst des heilsamen Lebens und Sterbens, Koln/Graz, Böhlau, 1975; íd., «Ars moriendi», en TRE IV, Berlin/New York, Walter de Gruyter, 1979, pp. 143-149; Condrau, o.c., passim; Bayard, L’art du bien mourir au XV siècle, cit.; H. Rolfes, «Ars Moriendi», en E. Schillebeeckx (ed.), Mystik und Politik. Theologie im Ringen um Geschichte und Gegenwart. J. B. Metz zu Ehren, Mainz, Matthias Grunewald, 1988, pp. 235-245. Creemos que es algo indiscutible que la cultura actual, si de verdad

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Para nosotros, a pesar de todos los esfuerzos físicos, intelectuales y emocionales, la muerte no puede dejar de ser causa de inquietud por la sencilla razón de que es inseparable de la vida. La muerte es una parte fundamental del misterio de nuestra vida: vivir es morir, y, también, morir (aprender a morir) es vivir. Esto, sin embargo, no lo es todo. Con mil imágenes y simbolismos, muchas tradiciones de la humanidad han hablado de «cielo nuevo y de tierra nueva», o de la «tierra sin mal», o del «país de la transparencia total», o del «paraíso reencontrado». Evidentemente, se trata de una multitud de expresiones simbólicas propias del lenguaje del deseo. De hecho, el único lenguaje capaz de hacer frente, aquí y ahora, a la actual problematización tecnológica de la muerte y del morir de los humanos. Como decía con gran perspicacia Gaston Bachelard, «el hombre no es fruto de la necesidad sino del deseo». A nivel intelectual, atendida la circunstancia de que la muerte siempre se encuentra «más allá» de todo lo pensable y experimentable, nos resultan tan injustificados e injustificables los supuestos conocimientos sobre el «después de la muerte» como la simple negación de todo «más allá de la muerte»363. Hay que tomarse de manera seria la advertencia de Ludwig Wittgenstein que hemos citado: el sentido o la falta de sentido del «más allá» no son demostrables en ningún sentido (ni afirmativo ni negativo, por lo tanto) en el «más acá»: por eso, con anterioridad nos hemos referido muy brevemente al consuelo como actitud ante el moribundo y, en el fondo, como fundamento de las auténticas relaciones humanas364. Porque hay, por hablar plásticamente, una incompatibilidad geográfica entre el espacio y el tiempo del «más acá» y los del «más allá», no hay ningún lenguaje que sea capaz de alcanzar en un mismo movimiento expresivo el acá y el allá. Creemos que no cuesta apenas ver que, cuando hablamos de la muerte como final absoluto, al mismo tiempo podemos pesar y desear un «más allá» quiere superar la innegable crisis global que sufre, tendría que volver a articular un ars moriendi que se encontrara de acuerdo con la sensibilidad y los parámetros culturales del hombre y la mujer actuales. Evidentemente, esto es todavía mucho más urgente con relación al cristianismo, que, al menos en la Vieja Europa, parece encontrarse actualmente en una «tierra de nadie», en la que fracasan, por igual, la tradición y la Modernidad. 363. No hay duda de que el dogmatismo, el «pensamiento con regulación ortodoxa», tal y como lo llama Jean-Pierre Deconchy, se encuentra, indistintamente, tanto en el pensamiento «clerical» como en el «anticlerical», los cuales, como a menudo han sido puestos de relieve, poseen en común unas amplias y profundas «afinidades electivas». 364. En el excursus que dedicamos al consuelo, al final de este capítulo, complementamos las reflexiones que tan sumariamente hemos expuesto en nuestro texto.

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de la muerte, un impulso hacia adelante, una trascendencia vencedora de todos los constreñimientos y de todos los puntos finales impuestos al ser humano por su mortalidad. Siempre que piensa el límite, el ser humano posee no sólo la capacidad de pensar el «más allá» del límite, sino, sobre todo mediante los tiempos verbales del futuro, de expresarlo e, incluso, de experimentarlo simbólicamente365. Todo lo que ha sido expuesto en este texto no significa de ninguna manera un alegato contra el convencimiento de la fe. Siempre hay que tener bien presente, sin embargo, que creer no es saber. Creer que «ni el mal ni la muerte tendrán la última palabra» (Horkheimer), creer que «hay alguien que espera a la otra orilla» (Unamuno), pertenece de pleno a aquello que Pascal llamaba «razones del corazón». En la larga historia de la humanidad, las «razones del corazón» —preferimos llamarlas «razones intuitivas»— han sido siempre aportadas por aquellos que, en otros contextos, hemos designado con la expresión «maestros espirituales». Han intuido algo «más allá» de las facticidades y de las conclusiones conseguidas por vía deductiva o inductiva (siempre con sus inevitables «intereses creados», porque, de hecho, toda ratio es una conservatio sui). Al mismo tiempo, se han mostrado por algunos de sus coetáneos dignos de confianza a partir de su propia vida, es decir, han sido testimonios, han dado un testimonio de un «más allá» posible en el «más acá». Y algunos han creído en su testimonio y, a partir de aquí, también han intuido —aunque sea a tientas— algún tipo de fisonomía pacificadora y reconciliadora en el más allá de la oscuridad. Desde siempre, el interrogante que, en relación con la muerte y el morir, nos hemos planteado es: la persona que, éticamente, actúa correctamente; que, responsablemente, sabe apoyar al otro; que, sapiencialmente, sobre todo cuando las «legalidades» vigentes no orientan, sino que desorientan, aporta consejo a los que le rodean; que, valientemente, sabe perdonar las ofensas reales o supuestas del otro; que, pacíficamente, crea comunidad y comunión; que, atrevidamente, con peligro de su propia vida, sabe alzarse contra la injusticia y el desprecio del otro; que, consoladoramente, al lado del lecho del moribundo osa aportarle sentido, reconciliación y confianza; éste, por vía afirmativa o negativa, en la duda o en la euforia, en la palabra o en el silencio, entre el sí y el no, ¿no debe ser un testimonio vivo (seguramente, en la docta ignorantia) del más allá de la muerte? En el tiempo y el espacio, la sociedad, expresada y actualizada, 365. En este sentido, véase el libro de G. Steiner Presencias reales. ¿Hay algo en lo que decimos?, Barcelona, Destino, 1991.

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afirmada y negada, a través de los cuerpos de sus miembros en sus diversas dimensiones polifacéticas y polifónicas de tipo familiar (condescendencia), ciudadano (corresidencia) y religioso (cotranscendencia), tiene como razón fundamental de su existencia el acogimiento del ser humano, que es alguien que sólo puede hacerse presente en el mundo mediante su corporeidad. De una manera mucho más intensa que en las demás «estructuras de acogida», siempre y en todas partes, la familia, para bien y para mal, se ha visto íntimamente constituida, afectada y determinada por la realidad humana como relacionalidad corporal. En un tiempo de cambios profundos y de creciente falta de credibilidad de los sistemas sociales tradicionales, la relacionalidad corporal que se establece en el seno de la familia también experimenta numerosos trastrocamientos y fracturas. La mecanización de la medicina, las actuales actitudes ante el morir, el cambio de sentido y de duración del envejecimiento, la incidencia abrumadora de los medios de comunicación («sistemas de la moda» incluidos) sobre el entorno familiar, la preponderancia de la «cultura del yo», el crecimiento frenético del ruido en el día a día de nuestras ciudades, las nuevas enfermedades (sida, anorexia, vigorexia), etc., son intervenciones muy poderosas que, ahora mismo, afectan al cuerpo humano, que nunca deja de sentirse situado en un marco concreto de relacionalidad simbólico-corporal, con los peligros y las posibilidades que, inevitablemente, comporta. No hay duda de que, en este inicio del siglo XXI, desde múltiples perspectivas teóricas y prácticas, una de las cuestiones más urgentes y, con toda seguridad, más importantes para el futuro de nuestra sociedad es la configuración de «unas estructuras de acogida» que, a todos los niveles, respondan plenamente a lo que, íntimamente, es una realidad humana en camino de humanización: la coimplicación de lo masculino y de lo femenino, la igualdad en la diferencia366. En los próximos años creemos que es aquí donde habrá que ubicar la praxis antropológica como consecuencia de los cambios profundos y radicales que experimenta —y experimentará cada día de una manera más intensa y extensa— nuestra sociedad. Una aproximación a las «estructuras de acogida» que ya no podrá tener como trasfondo la configuración monocéntrica, machista, de la realidad humana, sino que, a partir de la coimplicación teórica, práctica y afectiva de lo masculino y lo femenino, tendrá que contextualizarlos y de darles vida. Esta nueva situación, sin embargo, exigirá un replanteamiento a fondo de 366. «L’hystérie d’autrefois traduisait une contestation de l’ordre bourgeois que passait par le corps des femmes» (E. Roudinesco, Pourquoi la psychanalyse, Paris, Fayard, 1999, p. 28).

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las transmisiones mediante las cuales se constituyen la condescendencia, la corresidencia y la cotranscendencia para configurar en la vida cotidiana la corporeidad como escenario simbólico-social. Evidentemente, en la diversidad de los espacios y tiempos este «sueño despierto» (Bloch) sólo podrá tener lugar si se da una recuperación de la confianza. En efecto, es ella que, sobre todo a nivel sapiencial, constituye el factor indispensable para que las orientaciones que, familiar, cívica y religiosamente, tienen que proporcionar las transmisiones sean aceptadas e incorporadas por hombres y mujeres a fin de estar en condiciones de hacer frente a los desafíos que, cotidianamente, les presentan el mal, la muerte y las restantes formas de la negatividad. El papel del cuerpo en toda la aventura humana tiene una importancia esencial e insustituible. De una manera radical, afecta al presente y al futuro de las tres «estructuras de acogida». Creemos, sin embargo, que es en la familia donde su formación posee una mayor e insustituible relevancia.

EXCURSUS: LA CONSOLACIÓN

«El hombre es un ser necesitado de consuelo»367. No hay ninguna duda de que esta rotunda afirmación de Hans Blumenberg ha constituido —y constituye todavía— una evidencia incontestable en la diversidad de espacios y de tiempos de la cultura occidental. Por otra parte, esta temática es especialmente relevante en relación con las «estructuras de acogida», que, como «teodiceas prácticas» que son (o que tendrían que ser), han de acoger y transmitir a unos seres constantemente acechados por todas las formas y fisonomías que adopta la contingencia en el transcurso de su vida cotidiana. El hecho de encontrarse, a través del cuerpo, «expuesto» a las movilidades e incertidumbres de la historia, acostumbra a someter al ser humano a la desolación, a los interrogantes sobre el futuro, al desasosiego, acentuado en los momentos críticos de la vida, de perder el suelo bajo los pies, y a las oscuridades provocadas por la inevitabilidad de la muerte. La consolación posee una larga y variada historia en nuestra cultura368.

367. H. Blumenberg, La inquietud que atraviesa el río. Un ensayo sobre la metáfora, Barcelona, Península, 1992, p. 128. De entrada ya queremos poner de relieve que la reflexión en torno al consuelo y la consolación nos parece especialmente importante y urgente en nuestros días. En este estudio tan sólo le podremos dedicar el breve espacio de un excurso. De todas maneras, tenemos la intención de ocuparnos de ello en un futuro más o menos próximo. 368. Sobre este tema véase la exposición esquemática, pero muy acertada, de F.-B. Stammköter, «Trost», en Historisches Wörtebuch der Philosophie, X, Basel, Schwabe, 1998, cols. 1524-1528.

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Aquí nos limitaremos a ofrecer unas someras pinceladas con la finalidad de poner de manifiesto que, fundamentalmente, el ser humano siempre se ha encontrado (y se ha sentido) expuesto a las inclemencias y a los desafíos de su clima habitual: la contingencia. Y también querríamos señalar que la consolación ha constituido el medio más efectivo —de hecho, puede ser el único medio real— para superarla humanamente, es decir, para «dominarla» justo en medio de las condiciones impuestas por la provisionalidad que es propia de la espaciotemporalidad característica del ser humano. Para Platón la consolación es una ayuda importante e imprescindible que permite que el hombre pueda soportar el dolor, que es inherente al vivir humano, con valor y decisión. Por su parte, Aristóteles ve en la capacidad de consolar la acción que es propia del verdadero amigo, que es capaz de aportar consuelo a quien sufre porque lo conoce de verdad, en profundidad, y, por eso mismo, empáticamente, puede hacerse cargo de las verdaderas dimensiones de su dolor. Cicerón designa la consolación con los términos medicina y curatio animae. Un rasgo distintivo que el pensador romano atribuye al auténtico filósofo es que está capacitado para ejercer el officium consolandi a favor de sus coetáneos. Por su parte Plutarco exige esta misión de aquel poeta que escribe poemas para la consolación de sí mismo y de sus coetáneos. Desde una perspectiva claramente estoica, Séneca cree que la conciencia de la propia mortalidad es el consuelo más importante que se encuentra al alcance del ser humano, ya que éste, a pesar de su caducidad, se encuentra íntimamente vinculado con todo el universo (kósmos). Propone, en consecuencia, una especie de consolación cósmica, de equilibrio armónico con la totalidad de la realidad. En relación con esta problemática, un escrito que ha tenido una importancia excepcional en nuestra cultura ha sido el De consolatione philosophiae de Boecio, en el que el autor, aunque era cristiano, busca consolarse más con el apoyo de pensamientos y reflexiones de origen neoplatónico que con la idea cristiana de la búsqueda de la bienaventuranza en Dios. En el Antiguo Testamento el opus proprium de Yahvé como Dios que interviene en la historia de los humanos es la consolación, ya que Él es el único que puede convertir el desconsuelo, el dolor, los estragos de la historia y las angustias del individuo y del pueblo en consuelo, paz, júbilo y bienaventuranza (véase Is 57, 18). Los numerosos textos de consolación de este profeta son extraordinariamente expresivos y poéticamente muy impactantes. Por otra parte, conviene precisar que, en comparación con el consuelo que otorga el Dios de Israel, las otras fuentes de consolación (dioses, poder, prestigio) son vagas y vanas ilusiones que no llevan a ninguna parte (véase Za 10, 2; Job 21, 34). En Israel la gran mayoría de las metáforas de la consolación se construyen con términos como, por ejemplo, «pastor», «madre», «sabiduría», «amamantamiento de lactantes», «profeta». A menudo se ha señalado que los cantos del «sirviente de Yahvé» del libro de Isaías constituyen el punto álgido de la expresión judía de la consolación. En efecto, el sirviente de Yahvé tiene

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como misión principal anunciar y llevar la consolación, la reconciliación y el júbilo a los pobres, a los desvalidos y a los abandonados (Is 61, 2), es decir, a todos los marginados y explotados de acuerdo con las relaciones de fuerza y de violencia que acostumbran a «regular» la vida religiosa, social y política de los pueblos y de los grupos humanos. Estas mismas ideas se expresan en algunos salmos, como por ejemplo: Aunque ande en valle de sombra de muerte, No temeré mal alguno, porque tú estarás conmigo; Tu vara y tu cayado me infundirán aliento (Sal 23, 4). En la multitud de mis pensamientos dentro de mí, Tus consolaciones alegraban mi alma (Sal 94, 19).

Para comprender debidamente el lugar central que ocupa el consuelo en los escritos del Antiguo Testamento, hay que tener bien presente que la segunda parte del libro del profeta Isaías, que es por antonomasia el profeta de la consolación, es llamada «libro de la consolación»: Consolaos, consolaos, pueblo mío, dice vuestro Dios. Hablad al corazón de Jerusalén; decidle a voces que su tiempo es ya cumplido, que su pecado es perdonado, que doble ha recibido de la mano de Yahvé por todos sus pecados (Is 40, 1-2). Ciertamente consolará Yahvé a Sión; consolará todas sus soledades, y cambiará su desierto en paraíso, y su soledad en huerto de Yahvé; se hallará en ella alegría y gozo, alabanza y voces de canto (Is 51, 3).

En el Nuevo Testamento, que se encuentra por completo íntimamente conectado con la visión del mundo de Israel (sobre todos con sus desarrollos proféticos y sapienciales), el consuelo es un tema fundamental porque, en realidad, se encuentra incluido en el cuerpo de la misma promesa evangélica: el evangelio, por el hecho de ser «buena nueva», ha de ser consuelo y ayuda para todos los que se encuentren cansados y angustiados (cf. Mt 11, 28); para todos aquellos para los que el peso de la propia biografía constituye un motivo no sólo de miedo y de intranquilidad, sino, incluso, de desesperación y de angustia. Resulta evidente que la carta magna de la consolación evangélica la constituyen las bienaventuranzas (véase Mt 5, 3-12). En el inicio de la segunda carta a los corintios san Pablo también expresa el contenido del evangelio en términos de consolación: Bendito sea el Dios y Padre de nuestro Señor Jesucristo, Padre de misericordias y Dios de toda consolación, el cual nos consuela en todas nuestras

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tribulaciones, para que podamos también nosotros consolar a los que están en cualquier tribulación, por medio de la consolación con que nosotros somos consolados por Dios (2 Co 1, 3-4)369.

De todos es bien conocida la importancia capital que tiene el Espíritu Santo en la predicación de Jesús de Nazaret. Propiamente, el Espíritu es el Paráclito, el Consolador, el Protector, el que suple con sus siete dones las deficiencias inherentes a la condición humana. Sobre todo en su discurso de despedida, tal y como lo reporta el evangelio de Juan, Jesús promete que enviará a los discípulos el Consolador: «Mas el Consolador, el Espíritu Santo, a quien el Padre enviará en mi nombre, él os enseñará todas las cosas, y os recordará todo lo que yo os he dicho» (Jn 14, 26; cf. Jn 15, 7-15). Para vencer el miedo hay que, en un mismo movimiento, aprender y recordar. La importancia excepcional que, de acuerdo con los escritos del Nuevo Testamento, el cristianismo primitivo otorgó a la acción consoladora del Espíritu es una muestra clara del realismo cristiano: a causa de su paradójica condición de «espíritu encarnado», el ser humano se encuentra constantemente en una situación crítica y, de alguna manera, mortal, de la que tan sólo puede salir por medio del consuelo aportado por el Espíritu de Jesús370. En esta línea, no puede sorprender tampoco la recurrente y consoladora expresión de Jesús en los cuatro Evangelios: «¡No tengáis miedo!». En efecto, tenga o no conciencia, el Consolador, como encarnación que, aquí y ahora, es del Espíritu, es alguien que ayuda a vencer el miedo porque establece en su entorno un clima de confianza, en el que y a partir del cual los consolados, más allá de las «lógicas» al uso, adquieren el inamovible convencimiento de que «ni el mal ni la muerte tendrán la última palabra» (Max Horkheimer). Hemos comenzado diciendo —aludiendo a una aguda referencia de Hans Blumenberg— que siempre y en todo lugar, perentoriamente, el ser humano había experimentado la necesidad de ser consolado. Desde sus mismos orígenes griegos y semitas, la cultura occidental, en las diversas etapas y peripecias de su larga historia, en términos cristianos o no cristianos, constituye una ejemplificación incuestionable y continuada, por un lado, del desconsuelo que siempre (al menos potencialmente) anida en el corazón del

369. Hay que recordar que, de la misma manera que en algunos sitios (por ejemplo, en el cap. VII de la carta a los Romanos), san Pablo, al hablar de las «posibilidades» del ser humano en su relación con Dios, se expresa de una manera ciertamente angustiada y casi desesperada en otros lugares (por ejemplo, en el texto que hemos citado) y muestra una total e indestructible confianza en el consuelo y la salvación que provienen del propter nos et propter nostram salutem de los acta et passa Christi. 370. Creemos que no hace falta insistir aquí, tal y como ha sido puesto de relieve en el capítulo dedicado al «cuerpo y el cristianismo», en la importancia decisiva de la encarnación de Jesucristo como centro decisivo del mensaje cristiano. De una manera muy consecuente, el cristianismo se centra y se afirma en el entorno de una antropodicea que posee, al mismo tiempo e inseparablemente, una vertiente personal y comunitaria.

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ser humano y, por otro, de los incesantes esfuerzos invertidos por hombres y mujeres en consolar a sus seres próximos. Porque, como lo muestra con rotundidad la vida cotidiana, todo el mundo tiene necesidad de consuelo y todos, de una manera u otra, pueden ser consuelo del otro. Ésta es una de las paradojas humanas más sorprendentes y, en el fondo, más alentadoras y consoladoras371. En un momento u otro de la existencia de todo hombre y de toda mujer, sobre todo en relación con la inevitabilidad del morir, la necesidad de consolación se hace algo inaplazable. Esta necesidad se origina porque los seres humanos somos cuerpo, y la corporeidad constituye nuestra forma de presencia en el mundo. Porque no somos ni ángeles ni bestias (Pascal), los humanos nunca dejamos de encontrarnos sometidos a las condiciones que se originan a partir de nuestra ineludible espaciotemporalidad como «espíritus encarnados». Tanto los ángeles, a causa de la inmediatez que es propia de su constitución, como los animales, a causa de los límites infranqueables que les impone su instintividad característica, nunca se encuentran en condiciones de experimentar las consecuencias positivas y negativas que se derivan de la «situación del hombre en el mundo» (Max Scheler). Poseer un cuerpo que, por una parte, va constituyéndose en el espacio y en el tiempo mediante las transmisiones y el «trabajo del símbolo» y que, por otra, es el constituyente imprescindible de la humanidad como tal, significa ser libre, aunque se trate tan sólo, tal y como, indudablemente, es el caso de los humanos, de una libertad condicional y condicionada, a la medida de la fragilidad y de la labilidad de la condición humana. Incesantemente, nuestra insuperable condicionalidad se expresa mediante el recurso que hemos de hacer, en todos los momentos de nuestra vida, a mediaciones, a transposiciones simbólicas y a traducciones que en cada aquí y ahora, y para hablar como Ernst Bloch, nos permiten confrontar —a menudo con ansiedad y desasosiego, pero también

371. La necesidad de consolación posee una especial incidencia en la cultura occidental, sobre todo si se acepta el modelo que propuso Arapura, Religion as Anxiety and Tranquillity, cit., passim. Estamos plenamente de acuerdo con este autor en que la religión cristiana, a la inversa de lo que pasa en el universo de la India, es una religión de la ansiedad. Ahora bien, no sólo la religión cristiana, sino toda la cultura occidental ofrece este rasgo porque, en realidad, toda religión no hace más que reflejar las condiciones efectivas y afectivas que imperan en un determinado lugar. La consolación, por lo tanto, no es exclusivamente un aspecto primordial del cristianismo como «religión de la ansiedad», sino que de hecho lo es (o debería serlo) de toda nuestra cultura, porque es toda ella la que, históricamente, ha sido una «cultura de la ansiedad». Aprovecho esta oportunidad para poner de relieve la continuidad que, necesariamente, existe entre las formas culturales, sociales, políticas y económicas de un determinado lugar y su religión. Para bien y para mal, toda religión no hace nada más que expresar —en la doble dirección de la perversión y de la santidad— los rasgos más característicos y fundamentales del ámbito geohistórico donde se ha originado y desarrollado. Aquí vale ilimitadamente el aforismo «La religión siempre da lugar a lo mejor y a lo peor».

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con el íntimo convencimiento de que las alternativas al «sistema» son posibles— las infinitas posibilidades del «reino de la libertad» en colisión con los estrechos y, muy a menudo, angustiantes límites impuestos por el «reino de la necesidad». Sobre todo en relación con el morir, aunque no exclusivamente en relación con él, el ser humano no tiene otro remedio que experimentar de una manera abrupta la total imposibilidad de la realización de su deseo. Además, comprueba sin paliativos la distancia infinita entre las direcciones que marcan las dos «lógicas» internas y, al menos hasta un cierto punto, divergentes, de su ser como «espíritu encarnado» (la «lógica del espíritu» y la «lógica de la carne»). Entonces, se le aparecen como completamente incompatibles entre sí y en veloz proceso de disociación, aunque nunca han dejado de acompañarlo durante todo el trayecto de su existencia. Siempre, pero sobre todo en el momento de la muerte, la vida humana, en sus concreciones cotidianas, nunca se encuentra a la altura del deseo humano porque la muerte y el mal constituyen, de una manera muy a menudo indignante y abrumadora, los síntomas más elocuentes e inapelables del abismo insondable que acostumbra a haber entre el querer y el poder de los humanos. Por todo esto, el hombre y la mujer concretos necesitan ser consolados, especialmente en aquellos momentos de su vida que pueden calificarse de máximamente críticos en los que se alcanza un punto sin retorno, una situación que excluye cualquier tipo de rectificación372. Resulta bastante evidente que el morir es su expresión suprema, el momento en que se manifiesta de una manera incomparable el carácter definitivo e inmodificable del «tránsito» (un «paso» definitivo, que de ninguna manera puede ser rehecho) de los humanos. Es entonces cuando el hombre o la mujer concretos se dan cuenta de que las diferentes «diversiones» —políticas, sexuales, religiosas, económicas, espectaculares, etc.— que, como si fuesen una especie de somnífero, les había permitido, en su normalidad cotidiana, una «praxis del olvido» de su situación real en el mundo como espíritus encarnados que son, no sólo se han hecho irrelevantes, sino que de hecho, ahora, aquellas «diversiones» de antaño son causa de incertidumbre, desconsuelo, angustia y desesperación. Sólo el consuelo puede ayudarnos. Sólo él puede mantener en pie la esperanza a pesar de la ubicua e inquietante presencia del mal y de la muerte en el entramado de nuestra vida cotidiana. Somos consolados en la medida en que nos hacemos (en que vamos haciéndonos) prójimos, próximos. El consolador consuela porque lleva a término una aproximación cordial (muy parecida a la del «buen samaritano» de la conocida parábola evangélica), ayudándonos, a partir de su testimonio, sin «pruebas» por lo tanto, a superar y a desactivar la carga de negatividad de la lejanía y de la separación, del miedo y de la incertidumbre ante el «más 372. En otros trabajos hemos puesto de relieve que el símbolo constituye, justamente, la señal característica del inagotable «querer y no poder» que es propio del ser humano en lo concreto de su vida cotidiana.

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allá». En nuestras sociedades hay una falta tan grande de consolación porque se vive y se muere en la lejanía, en la «tierra de nadie», que provoca el mutismo de los sentimientos, en la frialdad y la apatía respecto al otro, en la incapacidad de compadecer, en la indiferencia «apasional». La consolación siempre implica una actitud de capacidad para ponerse en la piel del otro: por eso mismo, es fuente de simpatía. Y además, cabe añadir, la simpatía como fundamento de la consolación casi siempre se establece en un «circuito narrativo», que permite, aunque sea a tientas, la configuración de la gramática del misterio, que es el ámbito de aquellas dicciones que son competentes para expresar la vida y la muerte del ser humano no demostrativamente, sino alusivamente, en la confidencia, en la seriedad y la paz de los últimos momentos. Pero, como hemos manifestado en muchas otras ocasiones, es un dato incontrovertible que la «crisis gramatical» de la sociedad actual —y la «desestructuración simbólica» que le sigue— constituye uno de los factores más profundamente inquietantes y potencialmente peligrosos de nuestros días. Muchas y muy profundas son las carencias de nuestra sociedad. Creemos que una de las más básicas consiste en la pérdida —o, al menos, en el profundo embotamiento— de la capacidad de consolar y de ser consolados que todos experimentamos. A menudo se pretende paliar este déficit mayor mediante los «recursos tecnológicos» de los numerosos especialistas y profesionales «psico» que operan en ellas. De ninguna manera queremos emitir un juicio desmesuradamente descalificador y negativo sobre ellos. En muchos casos, su trabajo es eficaz y necesario. Tan sólo intentamos poner de relieve que, desde la perspectiva de las «estructuras de acogida» —y, muy especialmente, desde la óptica familiar— la capacidad de dar consuelo, por otra parte, tan cercana a la compasión, que es otra virtud muy desprestigiada en nuestros días, constituye la única teodicea —propiamente, la auténtica antropodicea— que no admite contraprueba, porque apunta a un «más allá» que se encuentra más allá de todos los «más allá» pensables, posibles y deseables.

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CONCLUSIÓN

DE

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PRIMERA

PARTE

7 CONCLUSIÓN DE LA PRIMERA PARTE

Como ya lo hemos expresado en la introducción de este volumen, la aproximación al cuerpo humano ocupa una posición central en la economía de nuestra exposición sobre la segunda «estructura de acogida», es decir, la familia. La referencia primera y obligada a la corporeidad constituye un dato insustituible en cualquier tipo de praxis antropológica, pero no cabe la menor duda de que, en relación con la condescendencia, esta primacía es todavía más decisiva y determinante1. En efecto, la familia acostumbra a ser el lugar de la concepción, el nacimiento y el crecimiento del cuerpo humano, es decir, de la irrupción de vida humana en el mundo. Por eso mismo, casi sin excepciones, puede ser considerada como el marco fundamental e imprescindible donde el ser humano establecerá aquellas referencias y orientaciones que determinarán, positiva y/o negativamente, todos los aspectos fundamentales de su vida. La familia es —tendría que ser— la adiestradora, la educadora por excelencia de la corporeidad, es decir, el ámbito donde el hombre o la mujer concretos aprendiesen por medio del trabajo de las transmisiones a empalabrar la realidad; empalabramiento que, obviamente, nunca deja de implicar totalmente al mismo ser humano en su mismidad más profunda. Porque el cuerpo constituye la genuina forma de presencia del ser humano en el espacio y el tiempo, constituye el sujeto obligado y 1. El lector interesado tendrá que recurrir a los otros volúmenes de esta Antropología de la vida cotidiana para hacerse cargo de los diversos aspectos del método antropológico que empleamos y, sobre todo, de los puntos de partida ideológicos que lo determinan.

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ESCENARIOS

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central en torno al cual y en relación al cual se mueven las «estructuras de acogida» y sus acciones transmisoras. A causa de la condición responsorial del ser humano, su experiencia corporal —negativa o positivamente— siempre se encuentra mediatizada por su propio cuerpo y por el del otro. Nunca es posible la constitución de lo humano sin la intervención del otro como agente culturizador y transmisor de las pautas de relación y comportamiento que tienen vigencia en una determinada sociedad. Repetidamente, hemos puesto de relieve que la naturaleza del hombre es su cultura, pero «la» cultura en abstracto no existe. Esta toma de posición fundamental vale de manera ilimitada para el cuerpo humano. Ya que la «transanimalidad» constituye la seña específica de lo humano, siempre hace falta que, en un aquí y un ahora concretos, se den procesos de «transmisión-recepción» para que se vaya constituyendo una determinada cultura en el mismo movimiento en el que se constituye este o aquel «cuerpo» como cuerpo humano. Lo que llamamos «sociedad» no es sino, en un espacio y en un tiempo determinados, un proceso de constitución de cuerpos humanos. De alguna manera, como pone de relieve Michel Bernard, es la misma sociedad la que se observa, se pone a prueba y actúa mediante los cuerpos vivos de sus miembros2. La sociedad se expresa, se constituye y se actualiza a través de los cuerpos de sus miembros. La razón fundamental de las polifacéticas y polifónicas «estructuras de acogida» —familia (codescendencia), ciudad (corresidencia) y religión (cotranscendencia)— es el acogimiento de la corporeidad del hombre, que así se hace presente, se revela en el mundo cotidiano. Especialmente la familia, en la variedad de espacios y tiempos, se ha visto decisivamente afectada por la realidad humana como una relacionalidad corporal. En tiempos de cambios profundos y de falta de credibilidad de los sistemas sociales tradicionales, la relacionalidad corporal, que deberían establecer las «estructuras de acogida» (y, en primer lugar, la condescendencia), forzosamente ha de experimentar numerosos trastrocamientos y fracturas. En realidad, es la calidad de las transmisiones y de su recepción la que determina la situación real de una sociedad, el grado de conflictividad que en ella impera, el alcance de la responsabilidad pública (política) de los ciudadanos, la confianza (o la desconfianza) otorgada a los padres, maestros, políticos, educadores y sacerdotes. La mecanización de la medicina, las actitudes ante el morir, el cambio de sentido y de duración del envejecimiento, la «tecnologización» de la relacionalidad humana, 2. Véase Bernard, Le corps, cit., p. 139.

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CONCLUSIÓN

DE

LA

PRIMERA

PARTE

la incidencia devastadora de los medios de comunicación («sistemas de moda» incluidos) en el ámbito familiar, la preponderancia de la «cultura del yo», la sustitución de la comunicación por el creciente aluvión de informaciones, la suspensión de la buena vecindad, etc., son algunas intervenciones muy poderosas que afectan directamente a la articulación del cuerpo humano (corporeidad), que, para bien y para mal, nunca puede dejar de encontrarse situado en un marco de relacionalidad corporal. La familia, sea cual sea el modelo familiar que se adopte en un determinado lugar, siempre tendría que ser un «cuerpo de cuerpos», una corporeidad polifacética y polifónica, un nosotros relacional, un traductor eficaz que hiciera posible el paso de la aséptica y descontextualizada información a la verdadera y humanizadora comunión, comunicación, comunidad. No puede olvidarse que la familia experimenta en su carne todo lo bueno y lo malo, lo progresivo y regresivo, lo amable o desagradable que, en cada aquí y ahora, soporta el cuerpo humano. A partir de esta constatación, hemos creído que en la primera parte de la aproximación a la condescendencia teníamos que desarrollar una antropología del cuerpo humano que recogiera, aunque fuera esquemáticamente, algunos de los aspectos que lo caracterizan. Hay que dejar bien asentado, además, que el cuerpo humano es el compendio del cuerpo familiar que, por su parte y en un movimiento de vaivén, traduce la situación del cuerpo social3. «En las culturas primitivas, casi por definición, la diferencia de los sexos es la diferencia social primordial»4. Este juicio de Mary Douglas ha poseído plena vigencia no sólo en las sociedades llamadas —a menudo despectivamente— «primitivas», sino también en las sociedades occidentales de todos los tiempos. En muchos casos, la misma interpretación de la religión cristiana, a partir ciertamente de sus indiscutibles raíces antifemeninas de origen griego y semita, ha contribuido decisivamente al mantenimiento no sólo de la diferenciación entre los sexos, sino que, propiamente, a nivel familiar, religioso, cultural y político, ha sido un factor de legitimación de la total sumisión de la mujer por parte del hombre. Porque, como lo señala Mary Douglas, esta diferenciación radical entre los sexos tenía como objetivo el mantenimiento del statu quo que, casi siempre, comportaba la

3. No cabe duda de que las reflexiones que hemos hecho sobre el cuerpo humano también son de gran importancia para la reflexión que propondremos en los otros volúmenes de esta Antropología de la vida cotidiana. 4. Douglas, Pureza y peligro, cit., p. 189; cf. ibid., pp. 190-212.

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dominación del mundo y de las representaciones masculinas sobre las formas de vida y la presencia social, religiosa y cultural de las mujeres. Evidentemente, la separación a la que nos hemos referido tenía como punto de partida la «separación de los cuerpos», que, mediante este conocido paso antropológico de lo fisiológico a lo simbólico, llega a adquirir en muchas sociedades una especie de estatuto ontológico, sancionado con ayuda de la dialéctica «sagrado-profano» y de la distinción «puro-impuro». No cabe duda de que, en este comienzo del siglo XXI, desde múltiples perspectivas teóricas y prácticas, pero particularmente desde la antropología, una de las cuestiones más urgentes y, con toda seguridad, más importantes para el futuro de nuestra sociedad es la configuración de unas «estructuras de acogida» que respondan plenamente a todos los niveles a lo que es la realidad humana: la coimplicación de lo masculino y de lo femenino. En el capítulo sobre «el cuerpo y el cristianismo» hemos puesto de relieve que el mensaje evangélico (sobre todo de los evangelios sinópticos) considera que el trato dado al cuerpo del otro es el criterio decisivo para separar a los justos de los injustos. En el momento actual, por todo el mundo, el destino del cuerpo del otro también es un problema de candente actualidad. Hay que tener presente que muchos pensadores del siglo XX han visto que el cuerpo humano era el artefacto escogido para la toma y el ejercicio del poder. Un poder que, de una manera totalmente desconocida en el pasado, se fundamenta en «lo económico». En un sentido moderno, la reducción del conjunto de la realidad (el ser humano incluido) a lo económico, iniciada en Occidente después de la paz de Westfalia (1648) cuando las «guerras económicas» sustituyeron a la guerra en sentido convencional, plantea, en este comienzo de siglo XXI, toda una serie de interrogantes y desafíos que, de entrada, parecen de muy difícil solución. Con las oportunas excepciones, el desmantelamiento de las «estructuras de acogida» deja abandonado al cuerpo humano navegando a la deriva, justo en medio de una sociedad en la que el cuidado del otro se ha convertido en un bien sumamente escaso. En todos los ámbitos, desde que el ser humano apareció sobre esta tierra, la defensa del cuerpo humano, personal y comunitario al mismo tiempo, ha sido encargada a las «estructuras de acogida». Resulta harto evidente que, en la actualidad, la rearticulación de las «estructuras de acogida» constituye una necesidad inaplazable si el ser humano ha de continuar siendo la complexio oppositorum que desde siempre ha sido, es decir, el ser logomítico en el que se mezclan creativa y armoniosamente lo lógico y lo mítico, lo psicológico y lo social, lo activo y lo contemplativo, la necesidad y la libertad. 376

CONCLUSIÓN

DE

LA

PRIMERA

PARTE

En la segunda parte de este volumen, en estrecha relación con lo que hemos expuesto sobre el cuerpo humano y teniendo en cuenta, además, la reflexión que hemos propuesto en el volumen introductorio de esta antropología (Simbolismo y salud), desarrollaremos algunas cuestiones relacionadas con la condescendencia que nos parecen especialmente significativas.

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ESCENARIOS

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LA

CORPOREIDAD

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ESCENARIOS

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ÍNDICE DE AUTORES

ÍNDICE DE AUTORES

Agamben, G.: 94, 206 Agustín de Hipona: 106 Arapura, J. G.: 112s., 369 Arendt, H.: 128-130, 190s., 206, 324 Arènes, J.: 203 Ariès, P.: 29, 321, 323, 325, 328-330, 338s., 345, 347 Aristóteles: 48-50, 110, 123, 170, 179 Ashley, B.: 18 Augé, M.: 185, 190, 293, 341s. Aynard, L.: 70s., 77 Bachofen, J. J.: 125 Badiou, A.: 94 Balandier, G.: 188s. Balthasar, H. U. von: 88 Barasch, M.: 185 Bárcena, F.: 193, 196, 281, 285, 304, 306, 312s., 316 Barr, J.: 35 Barth, K.: 94 Barton, C.: 108 Basilio el Grande: 110 Béjar, H.: 129, 261 Bell, C.: 199-201, 204-207 Bellah, R. N.: 131 Berger, K.: 95-97, 99 Berger, P. L.: 30, 156, 183, 191, 263 Bergson, H.: 141, 308 Bernard, M.: 17, 31s., 135, 145, 193s., 231, 238, 247, 249, 272, 374 Bernos, M.: 90 Bertalanffy, L. von: 227 Besançon, A.: 185 Betz, O.: 18, 64, 96, 249 Bianchi, U.: 51, 53s. Blake, W.: 139

Blanchot, M.: 131, 248 Bloch, E.: 23s., 166, 168, 239, 243, 250, 252, 272, 278, 365, 369 Blumenberg, H.: 160, 164, 315, 365, 368 Boas, G.: 56 Boburg, F.: 145 Bonhoeffer, D.: 104, 355 Bonnefoy, Y.: 51 Bossuet, J.-B.: 124, 303 Bourdieu, P.: 17, 201, 206, 216-219, 277, 280 Bouttier, M.: 94s. Braus, H.: 132 Breton, S.: 94 Briend, J.: 64s., 73, 75 Broca, P.: 179 Brohm, J. M.: 231 Brown, P.: 80s., 93s., 96, 98-100, 105109, 114s., 120-122 Brun, J.: 177-180 Brundage, J.: 106, 110 Buck-Morss, S.: 186 Buenaventura: 185 Bultot, R.: 111 Burkert, W.: 51-53 Burton, R.: 189 Calderón de la Barca, P.: 157s., 187189 Calvino, I.: 216 Calvino, J.: 94 Camelot, P.-T.: 55, 110 Camps, V.: 227 Canetti, E.: 24, 202, 241 Cela Conde, C. J.: 227 Chirpaz, F.: 29, 136s.

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ESCENARIOS DE LA CORPOREIDAD

Cicerón: 45, 55, 366 Clément, O.: 122 Clemente de Alejandría: 55, 108 Colish, M. L.: 56 Courcelle, P.: 54 Cozzi, A.: 100 Cuche, D.: 217 Cugno, A.: 62, 87, 90-92 Culianu, P.: 57 Damasio, A. R.: 232, 258 Daraki, M.: 36, 43s., 54-57 Darwin, C.: 154, 200, 227, 229 Decharneux, B.: 78 Deforge, B.: 35 Delumeau, J.: 112 Descartes, R.: 136s., 139, 145, 232, 235, 258 Despland, M.: 89, 99, 110, 121 Detienne, M.: 36-38, 51, 54 Diderot, D.: 158 Dodds, E. R.: 43, 48, 52, 54s., 103 Dolto, F.: 29 Dostoievski, F.: 14, 295 Douglas, M.: 200, 207, 217, 228, 246, 375 Duch, L.: 27s., 36, 38, 41, 48, 54, 56, 65, 74, 76, 88, 113, 129, 149, 154156, 167, 176, 183-187, 190, 192s., 195, 197, 206, 208, 213, 225, 229, 233, 235, 240-242, 251, 257, 259, 272, 293, 298, 302, 305, 316, 319, 322, 326s., 342, 355, 357s. Duchemin, J.: 35 Dumont, L.: 131, 329 Durkheim, É.: 193s., 198, 200, 254 Ebeling, G.: 88 Eichrodt, W.: 68 Eliade, M.: 39, 51-53, 120, 177, 242, 303, 321, 325, 351 Elias, N.: 30, 199, 209, 218, 232s. Elorduy, E.: 55s. Empédocles: 41 Enaudeau, C.: 29, 252 Engels, F.: 123, 125s. Entwistle, J.: 133, 145s., 151, 153, 159, 194, 200, 217, 228, 240, 261 Erasmo de Rotterdam: 158 Febvre, L.: 186 Fehér, F.: 133, 230s., 233s., 242, 298s. Feiner, J.: 37 Feuerbach, L.: 229, 234 Février, P.-A.: 94

Filmer, R.: 123s., 127 Filón de Alejandría: 78, 80, 331 Finkielkraut, A.: 191 Fiorenza, F. P.: 37, 62, 64, 83, 86s., 94 Flavio Josefo: 80 Foessel, M.: 94 Fontaine, P.: 46s. Foucault, M.: 138, 146, 151, 205s., 217, 230, 261, 263, 296, 309, 344, 357-359 Freedberg, D.: 185 Freud, S.: 125, 232, 321 Gabus, J.: 177 Gadamer, H.-G.: 50, 135, 214, 220222, 294, 297, 305, 308 Gager, J. M.: 100 Galimberti, U.: 41s., 44, 46, 48s., 136, 138s., 156, 162s., 165, 168s., 185, 201s., 204s., 213, 234s., 242, 244, 310s., 340, 350 Gaos, J.: 179 Geertz, C. J.: 158 Gehlen, A.: 165-167, 169, 202, 229, 333 Gennep, A. van: 195, 358 Gernet, L.: 43 Girard, R.: 166, 220, 250 Glucksmann, A.: 14, 295 Goethe, J. W. von: 174, 288 Goffman, E.: 138, 158s., 252 González García, J. M.: 158, 185, 188s., 245s., 253 Goody, J.: 29, 252 Gracián, B.: 158 Gregorio de Nisa: 106 Gruzinski, S.: 185, 188, 190 Guénel, V.: 93-95 Guijon, J.: 90 Guthrie, W. K.: 50s., 53s. Haase, W.: 56 Halbertal, M.: 185 Hall, E. T.: 149 Harvey, W.: 132 Hegel, G. W. F.: 54, 229, 276 Heidegger, M.: 20, 27, 61, 94, 113, 193, 323s., 333-335 Heine, H.: 229 Heller, A.: 133, 230s., 233s., 242, 298s. Henry, M.: 101-103, 125 Herder, J. G.: 167, 172-174 Hesíodo: 53 Hidding, K. A. H.: 170, 174s. Hofmannsthal, H. von: 216, 254, 292

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ÍNDICE DE AUTORES

Homero: 53, 172 Horbury, W.: 78 Houis, M.: 151 Husserl, E.: 141-144, 155, 234

Lyotard, J.-F.: 94 Lys, D.: 94

Ignacio de Loyola: 171 Innerarity, D.: 104, 276-278, 286 Jabès, E.: 24, 66s., 88, 248, 256, 321 Jonas, H.: 59, 137, 165, 167s., 172-176, 181, 229, 240, 245 Jousse, M.: 150s. Joyce, J.: 211 Kannengiesser, C.: 151 Kant, I.: 20, 94, 158, 225 Käsemann, E.: 68, 95 Kaufmann, F. X.: 132 Kierkegaard: 94, 113, 163, 284 Kleist, H. von: 162 Kobusch, T.: 158, 160 Konecyn, L.: 170 Konersman, R.: 158 Kraus, K.: 189 Kristeva, J.: 128-130 Lacocque, A.: 78s., 81s. Lacroix, X.: 91, 215s. Lagarde, P.: 204 Laín Entralgo, P.: 17, 132, 293 Landmann, M.: 36, 40s., 47, 49, 55 Landsberger, B.: 63 Le Breton, D.: 17s., 24, 29-32, 65, 132135, 137-140, 158, 213, 241, 243, 247, 251, 259s., 262-264, 267s., 276s., 280s., 283-285, 290-293, 304-306, 310, 317s., 320s., 347, 350s. Le Goff, J.: 51 Le Rider, J.: 189 Lear, J.: 49 Lécrivain, P.: 90 Leroi-Gourhan, A.: 197 Levinas, E.: 72, 149, 179, 208, 220, 223, 252, 254s., 334s. Lichtblau, K.: 123s. Lincoln, B.: 39s., 242, 245-247 Linton, R.: 159 Lledó, E.: 170s. Locke, J.: 123s. Lohenstein, D. C. von: 158 Löhrer, M.: 37 López Santamaría, J.: 216 Lovejoy, A. O.: 56 Luhmann, N.: 132, 216, 227s., 242, 280s.

Maine, H. S.: 125, 178 Manemann, J.: 129 Manen, M. van: 221-223, 313 Maravall, J. A.: 185, 187-189 Marcel, G.: 27, 36, 141, 143s., 150s., 177, 193-195, 197, 199, 204, 212, 237, 284, 290, 300, 306 Marchasson, Y.: 151 Marco Aurelio: 54, 322 Margalit, A.: 185 Marquard, O.: 19, 257 Martino, E.: 49 Martuccelli, D.: 216-218, 252 Marx, K.: 69, 78, 161, 197 Mauss, M.: 27, 177, 193-200, 202, 204, 212s. McGinty, P.: 54 Mead, G. H.: 198s. Meeks, W. A.: 78, 85-87 Meirieu, P.: 196, 257 Melchiorre, V.: 151 Mèlich, J.-C.: 28, 108, 193, 196, 220, 322, 335 Merleau-Ponty, M.: 17, 30, 132, 141, 144-151, 167, 198, 238, 247, 261, 282, 285, 342 Metz, J. B.: 37, 62, 64, 83, 85-87, 94, 361 Mill, J. S.: 123 Mocket, R.: 124 Monod, J.-C.: 94 Montaigne, M.: 17, 45 Morgan, L. H.: 125 Morin, E.: 168, 322s., 357 Morris, D. B.: 135, 261-268, 293s., 340s. Mosès, S.: 64, 66, 71, 73s. Musil, R.: 189 Naipul, V. S.: 112 Navarro, M.: 68, 71, 76s., 117, 236, 271 Nietzsche, F.: 94, 140s., 158, 162s., 166, 201s., 234s., 299, 310, 315-317 Oetinger, F. C.: 103 Orozco Díaz, E.: 188 Ortega y Gasset, J.: 132 Ouaknin, M.-A.: 61, 72, 75, 179, 248, 254s. Pagels, E.: 99, 118-122 Paracelso: 18, 136 Parrinder, G.: 101

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ESCENARIOS DE LA CORPOREIDAD

Pascal, B.: 94, 103, 159, 281, 363, 369 Paz, O.: 188 Pero-Sanz, J. M.: 125 Pietrowicz, S.: 154-156, 161s. Pigeaud, J.: 36 Platón: 40-48, 52, 57, 106, 123, 148, 158, 172, 212, 245s., 331, 366 Plessner, H.: 18, 30, 88, 141, 154-162, 165, 170, 183, 220, 252, 267, 272 Plotino: 54 Prokes, M. T.: 18, 31, 109s. Pushkin, A.: 14 Rahner, K.: 220, 344 Renaut, A.: 131 Ricoeur, P.: 24, 51, 61, 94, 204, 220, 255, 309 Rilke, R. M.: 24s., 163, 181s., 283, 302, 309s., 321, 333 Robinson, H. W.: 70 Rogerson, J. W.: 70 Rohde, E.: 43, 51 Rombach, H.: 27, 92, 144, 160, 208213, 256, 335 Roncière, C. de la: 90 Rougemont, D. de: 178 Rousseau, J. J.: 123s., 158 Rousselle, A.: 107, 114, 116s., 119 Sachsse, T.: 158 Saint-Exupéry, A. de: 21, 281 Salisbury, J. de: 158 Sandbach, F. H.: 55 Sartre, J.-P.: 25 Scheit, H.: 50 Scheler, M.: 141, 154, 157, 161, 222, 252, 303, 317, 319, 333, 369 Schiller, J. C. F. von: 47, 167 Schleiermacher, F. D. E.: 222 Schmitt, C.: 94, 129, 333, 344 Schorske, C. E.: 190 Schrey, H.-H.: 64, 67s., 87, 90 Schröder, W. von: 124 Schulze, G.: 129, 235, 261 Schüssler-Fiorenza, E.: 116s. Sennett, R.: 108, 132, 207 Sfez, L.: 140 Shakespeare, W.: 158, 305 Simmel, G.: 156-160, 169, 172s., 186, 220, 259, 261, 322, 354 Sini, C.: 204s. Sissa, G.: 42, 106, 121s.

Ska, J. L.: 75 Sócrates: 43, 46 Solignac, A.: 55 Spanneut, M.: 55 Spencer, H.: 154 Stegemann, E. W.: 86, 114 Stegemann, H.: 80 Stegemann, W.: 86, 114 Tarot, C.: 193-195, 198 Taubes, J.: 85, 93s., 193 Taylor, C.: 145s., 208 Tertuliano: 105s., 120-122, 273 Thomas, L.-V.: 168, 321, 323, 337s. Thomasset, A.: 203 Tilliette, X.: 145, 220 Tindland, F.: 17 Tischner, J.: 21, 157, 252s. Toulmin, S.: 232, 235 Trautmann, T. R.: 125 Tresmontant, C.: 36, 48-50, 54, 63, 65 Trigano, S.: 14, 129 Tunc, S.: 116, 117 Turgueniev, I. S.: 14 Turner, B. S.: 17, 111, 115s., 121, 123125, 137, 158, 228s., 234-236, 246, 259, 265, 269, 293, 295s. Turner, V.: 200, 217s., 358 Valdés Gázquez, M.: 125 Vaschide, N.: 177 Vasse, D.: 215 Vega, A.: 185 Vernant, J.-P.: 38 Voltaire: 179, 223 Waldenfels, B.: 30, 132, 136, 138s., 142, 145, 154s., 165-168, 170, 198, 293 Weber, M.: 126s., 259, 282, 326 Weisbach, W.: 187 West, M. L.: 35 Westermann, C.: 63, 64, 66s. Wills, J. P.: 17 Wilson, E. O.: 227 Wolf, H. W.: 64 Wunenburger, J.-J.: 158, 163, 187s., 197, 244, 260, 294 Yourcenar, M.: 134 Zenón: 134s.

388

ÍNDICE

GENERAL

ÍNDICE GENERAL

....................................................................................

7

Introducción general al segundo volumen .......................................... Introducción a la primera parte: el Cuerpo .......................................

11 17

1. EL CUERPO EN GRECIA ..................................................................

35

1.1. Introducción .......................................................................... 1.2. Las dos representaciones primitivas del cuerpo ...................... 1.3. Platón .................................................................................... 1.4. Aristóteles ............................................................................. 1.5. El orfismo .............................................................................. 1.6. La tradición estoica ................................................................ 1.7. Conclusión ............................................................................

35 39 40 48 50 55 58

2. EL CUERPO EN ISRAEL ....................................................................

61

2.1. Introducción .......................................................................... 2.2. La creación del cuerpo humano en la tradición judía ............. 2.2.1. Hombre y mujer (Adán y Eva) ..................................... 2.2.1.1. La situación de la mujer en Israel .................... 2.3. Conclusión ............................................................................

61 64 70 76 82

3. EL CUERPO EN LA TRADICIÓN CRISTIANA ........................................

85

3.1. Introducción .......................................................................... 3.2. El cuerpo humano en el Nuevo Testamento .......................... 3.2.1. San Pablo .................................................................... 3.2.1.1. La comprensión del cuerpo de san Pablo ........ 3.2.2. Encarnación ................................................................

85 87 92 94 100

Contenido

389

ESCENARIOS

DE

LA

CORPOREIDAD

3.3. El cuerpo en la tradición cristiana .......................................... 3.3.1. La situación de la mujer en los siglos I-III d. C. ............ 3.3.1.1. La mujer en el Imperio Romano ..................... 3.3.1.2. La mujer en el cristianismo primitivo ............. Excursus: El patriarcalismo ........................................................... 1. Introducción: el mundo antiguo ........................................ 2. La reflexión de Robert Filmer ........................................... 3. El evolucionismo del siglo XIX ........................................... 4. Max Weber ....................................................................... 5. Teoría feminista ................................................................

105 114 114 115 123 123 123 125 126 127

4. BREVES PINCELADAS EN TORNO A LA REFLEXIÓN MODERNA SOBRE EL CUERPO .................................................................................... 131 4.1. Introducción ......................................................................... 4.2. Referencias modernas de la reflexión sobre el cuerpo ............ 4.2.1. Introducción ................................................................ 4.2.2. Friedrich Nietzsche ...................................................... 4.2.3. Edmund Husserl .......................................................... 4.2.4. Gabriel Marcel ............................................................ 4.2.5. Maurice Merleau-Ponty ...............................................

131 140 140 140 142 143 144

5. EL CUERPO Y LAS «ESTRUCTURAS DE ACOGIDA» ............................... 153 5.1. Introducción ......................................................................... 5.2. El cuerpo del hombre y el cuerpo del animal ......................... 5.2.1. «Cuerpo» y cuerpo ...................................................... 5.2.2. Cuerpo y conciencia .................................................... 5.2.3. Cuerpo humano y cuerpo animal ................................. 5.3. El cuerpo humano y los sentidos ........................................... 5.3.1. Introducción ................................................................ 5.3.2. La vista, el oído y el tacto ............................................ 5.3.2.1. La mano humana ............................................ 5.3.3. La complementariedad de los sentidos corporales humanos .......................................................................... 5.3.4. Sentidos corporales e «historias» .................................. 5.4. «Técnicas del cuerpo» ............................................................ 5.4.1. «Técnicas corporales» y ritualidad ............................... 5.5. El «cuerpo situado» ............................................................... 5.6. El cuerpo y las «estructuras de acogida» ................................ 5.6.1. «Estructuras de acogida» y transmisiones ..................... 5.6.2. «Estructuras de acogida» y tacto .................................. 5.6.3. Conclusión ..................................................................

390

153 154 154 161 165 170 170 171 177 180 184 192 204 208 213 214 221 225

ÍNDICE

GENERAL

6. LA REFLEXIÓN ANTROPOLÓGICA SOBRE EL CUERPO ........................ 227 6.1. Introducción: el ámbito moderno del estudio del cuerpo humano .................................................................................... 6.2. Cuerpo y corporeidad ........................................................... 6.2.1. Corporeidad y simbolismo .......................................... 6.3. El cuerpo postmoderno ......................................................... 6.3.1. El «cuerpo anoréxico» ................................................. 6.3.2. La vigorexia ................................................................. 6.3.3. El cuerpo atlético: el deporte ....................................... 6.3.4. El cuerpo y el ruido ..................................................... 6.3.5. El cuerpo envejecido ................................................... 6.3.6. El cuerpo enfermo ....................................................... 6.3.6.1. El dolor .......................................................... 6.3.6.1.1. Dolor y tecnología ......................... 6.3.6.1.2. Dolor y narración .......................... 6.3.7. El cuerpo mortal: la muerte ......................................... 6.3.7.1. Introducción .................................................. 6.3.7.2. La muerte en las sociedades tradicionales ....... 6.3.7.3. La comprensión histórica de la muerte en la cultura occidental .......................................... 6.3.7.4. Muerte y sociedad actual ............................... 6.3.7.4.1. Introducción .................................. 6.3.7.4.2. El morir en la sociedad actual ........ 6.3.7.4.3. Muerte y sentido ........................... 6.3.7.4.4. Estrategias postmodernas contra la muerte ........................................... 6.3.7.5. Conclusión .................................................... Excursus: La consolación ..............................................................

227 239 241 258 264 270 271 281 285 293 303 307 312 321 321 325 328 337 337 338 348 354 359 365

7. CONCLUSIÓN DE LA PRIMERA PARTE .............................................. 373 Bibliografía ....................................................................................... 379 Índice de nombres ............................................................................. 385 Índice general .................................................................................... 389

391