Anatomía del pánico: la batalla de Huaqui, o la derrota de la Revolución (1811)
 9789500759861

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ALEJANDRO M. RABINOVICH

ANATOMIA PAN CO LA BATALLA DE HUAQUI, O LA DERROTA DELA ¿EVOLUCIÓN (x8n) SUDAMERICANA

ALEJANDRO M. R A B IN O V IC H

Anatomía del pánico La batalla de H uaqui, o la derrota de la Revolución

(Í8ÍÍ)

SUDAMERICANA

Rabinovich, Alejandro M. Anatomía del pánico / Alejandro M. Rabinovich. - Ia ed. Ciudad Autónoma de Buenos Aires, Sudamericana, 2017. 288 p .; 23 x 16 cm. (Historia) ISBN 978-950-07-5986-1 1. Ensayo Histórico. I. Título, CDD 982

Fotografías: Alejandro M. Rabinovich Croquis elaborados por el autor. Diseño gráfico de Mabel Fernández (Ciañc-Conicet; UNlPam; UNLu) y Edgardo Adrián Riera (Instituto Ravignani). Imagen satelital: U.S. Geological Survey. Landsat/ Copernicus. Google Earth. © 2017, Penguin Random House Grupo Editorial, S.A. Humberto l 555, Buenos Aires www.megustaleer.com.ar

Printed in Argentina - Impreso en la Argentina ISBN: 978-950-07-5986' 1 Queda hecho el depósito que previene la ley 11.723. Esta edición de 1500 ejemplares se terminó de imprimir en Printing Books S.A., Mario Bravo 835, Avellaneda, Buenos Aires, en el mes de septiembre de 2017.

Penguin Random House Grupo Editorial

A Juan Carlos Garavaglia (í 944-2017), director, maestro y amigo

IN TRO DU CCIÓ N

Es una fría noche de ju n io en la m argen occidental del inm enso lago Titicaca. El año es 1811 y nada hace presagiar el desastre in ­ m inente. El Ejército A uxiliar del Perú — el prim ero y más p o d e­ roso ejército de la R ev olución rioplatense— descansa confiado a pocos kilóm etros del río Desaguadero, el lím ite físico entre las Provincias U nidas del R ío de la Plata y el V irreinato del Perú. Es una fuerza invicta, que viene cosechando laureles desde su partida de B uenos Aires, hace ya casi un año. En su arrolladora m archa hacia el norte, en sólo nueve meses, reco rrió 3.000 ki­ lóm etros de cam inos escabrosos, derrotó a la C ontrarrevolución en C órdoba, destrozó a las fuerzas realistas en Suipacha y ocupó las riquísimas provincias del Alto Perú. La tropa, anim ada p o r el fuego sagrado de la libertad, desprecia a u n enem igo al que ya ha visto correr varias veces. A ntonio G onzález Balcarce y Juan José Castelli, los jefes patriotas, descuentan la victoria final sobre el ejército de milicias peruanas que José M anuel de G oyeneche ha organizado a su frente. Ya hacen planes para su entrada co n ­ quistadora en Lima, para la liberación defim tiva del continente y, sin poder confesarlo, para su regreso triunfal a B uenos Aires, donde los espera un futuro político más que prom isorio. Son 11

tiem pos gloriosos para los revolucionarios. A m érica va a dar al m undo un espectáculo capaz de hacer em palidecer a la R ev o lu ­ ción Francesa. D oce horas más tarde, de ese Ejército A uxiliar del Perú no queda nada. La tropa realista se ha apoderado de sus dos campa­ m entos y bebe su aguardiente, com e sus provisiones y se reparte sus caudales. Los cañones, los fusiles, las m uniciones, todo ha caído en manos del enemigo. Sin embargo, esos seis mil hijos de las P ro­ vincias Unidas que hasta ayer eran los defensores de la patria no han m uerto.V iven, respiran, pero huyen despavoridos. C orre cada hombre por su lado, enloquecido de sueño y de hambre, desesperado de miedo, quebrándose de cansancio. Castelli y Balcarce también huyen solos por entre los cerros, com o vulgares dispersos, sin p o ­ der conseguir un mísero fusilero que se dígne a escoltarlos. Nadie cumple^ órdenes, nadie se ocupa más que de sobrevivir. N o hay más ejército, no hay regim ientos, no hay ni jefes ni soldados. El Alto Perú está perdido para siempre. La R ev o lu ció n tiembla. ¿Qué ha ocurrido? ¿Cóm o se explica un vuelco semejante de las circunstancias? Todos los protagonistas, todos los testigos, concuerdan en un punto sorprendente de su diagnóstico: los batallones revolucio­ narios no fueron deshechos por la superioridad del enemigo, por el número de bajas sufndo ni p o r la imposibilidad de seguir combatien­ do. Simplemente* en un m om ento dado, se desató una fulgurante ola de pánico que recorrió las filas del ejército hasta deshacerlas por com­ pleto. Los efectos de este pánico fueron tan devastadores que, incluso varios días después d e la batalla, a decenas de kilómetros del enemigo y cuando ya no corrían ningún peligro, las tropas seguían huyendo sin que los oficiales ni las autoridades locales lograran detenerlas. ¿En qué consistía esa fuerza misteriosa que los contemporáneos llamaban “pánico” , capaz de desintegrar en un m inuto a un ejército, cambiar el desarrollo de una campaña y modificar tal vez el destino de un continente? ¿Cuáles eran sus factores desencadenantes, sus 12

efectos, sus dinámicas de propagación? ¿Se trataba, com o preten­ den algunas fuentes, de un fenóm eno azaroso e impredecible que escapaba a toda capacidad de previsión humana, o bien respondía a determinadas condiciones que eran pasibles de ser conjuradas? Este libro intenta dar respuesta a estos interrogantes a partir de una reconstrucción minuciosa de los acontecimientos ocurridos antes, durante y después de lo que los contemporáneos identificaron como el gran pánico de la batalla de Huaqui. Gracias a un nutrido núm ero de testimonios de combatientes de aquella jornada, podrem os restituir los gestos y las acciones de los jefes, oficiales y soldados que protagonizaron la catastrófica des­ bandada. El análisis de los hechos nos perm itirá mostrar, con una precisión inédita, el funcionam iento interno de esa compleja y pe­ ligrosa máquina que eran los ejércitos revolucionarios. Al conocer mejor sus engranajes y sus resortes, podremos contem plar desde una perspectiva original el terrible espectáculo de una batalla campal, donde varios miles de hombres se jugaban la propia vida y la suerte última de una causa. Al mismo tiempo, el hecho de com prender el rol desempeñado por el pánico en los combates de la época, nos ayudará a echar nueva luz sobre las características del esfuerzo de guerra em prendido po r la R evolución de Mayo, sobre sus limita­ ciones inherentes y sus horizontes posibles.

Para una nuetm historia del combate El objeto de estudio de este libro — una gran batalla del siglo X IX — no es habitual dentro de la historiografía hispanoamericana1. Es cier­ to que los historiadores que trabajan en el ám bito de las fuerzas

! C om ienzan a aparecer, sin em bargo, algunas notables excepciones. Por ejemplo, M atthew Brown, 2015.

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armadas siguen prestando atención al estudio de los combates, pero su objetivo, más allá de la reconstrucción em pírica, es ante todo utilitario: ilustrar principios tácticos generales que puedan servir a la educación de los militares en ejercicio. Para la historia académica, en cambio, las batallas son prácticam ente invisibles. Existe un profundo y renovado interés por la conformación de los ejércitos del siglo XIX, por sus métodos de reclutamiento, p o r su peso fiscal y económ ico o por el desempeño político de sus oficiales. Sin embargo, lo que sucede una vez que com ienzan los tiros y los sablazos no se estudia, com o si esas pocas horas de brutalidad que representaban las batallas no hubieran tenido verdadera incidencia sobre los grandes procesos históricos y sociales. El com bate se nos presenta así com o un acci­ dente, un simple dato de la realidad con consecuencias favorables o funestas para tal o cual bando en disputa, pero que no nos enseña nada relevante sobre la sociedad en cuestión. Esta forma de concebir el fenómeno de la batalla, más o menos in­ consciente, tiene profundas raíces en la manera en que se conformó el campo histórico académico moderno. U no de los hitos fundamentales de esta disciplina lo constituyó, en la década de 1930, la llamada escuela francesa de los Amales, de larga influencia en lá manera de hacer historia en las universidades de Europa y Latinoamérica. Esta escuela, que proponía centrarse en los procesos sociales y económicos de largo plazo, re­ accionaba contra la manera tradicional de entender el pasado a partir de los grandes acontecimientos políticos y bélicos: el nacimiento y muerte de los reyes, la firma de tratados diplomáticos, Lis campañas militares. A esa vieja historiografía la llamaron, despectivamente, rhistoire-bataille, la historia-batalla preocupada por lo que hizo o dejó de hacer tal día un general, en vez de ocuparse de los modos de producción económica, la evolución demográfica o las creencias profundas de un pueblo. Para la década de 1970, la propuesta original de los Anuales ya había pasado de moda y Georges Duby podía publicar El domingo de Bouvines, un verdadero alegato por la potencialidad del estudio antropológico de la 14

batalla2. Su llamada, sin embargo, cayó en saco roto. Ejemplo perfecto del acontecimiento inútil, el combate siguió siendo poco menos que igno­ rado en todos los grandes campos historiográficos. Con una excepción importante: la nueva historia militar anglosajona. Ajenos en buena medida a la influencia francesa, los historiadores británicos continuaron prestando atención a las cuestiones militares y uno de ellos J o h n Keegan, escribió en 1976 un libro que revoluciona­ ría la manera de estudiar el combate. En El rostro de la batalla, Keegan propuso un m étodo que haría escuela: dejar de centrarse en la estra­ tegia y las maniobras concebidas por los generales y pasar a ocuparse de las prácticas concretas de los combatientes3. Su libro despliega así, con maestría, a través de los siglos, lo que hacían los infantes británicos para sobrevivir una carga de la caballería pesada francesa en tiempos medievales, lo que se esperaba de un artillero en Waterloo o lo que implicaba atacar una trinchera durante la Primera Guerra Mundial. Aunque con varios años de retraso, desde la primera década de este siglo la historiografía francesa se hizo eco de los avances realizados por Keegan y el estudio de las batallas volvió al ámbito académico general con una metodología renovada. Se organizaron así congresos y publi­ caciones especiales dedicadas a la “nueva historia-batalla5'y se propuso un enfoque integral a partir de la “antropología histórica del combate”4. Existen* entonces; herramientas académicas modernas para “hacer hablar” a las batallas. A hora bien, ¿qué es lo que los combates del pasado tienen para enseñarnos? A nte todo, es necesario entender que la experiencia de la batalla marcó siempre a friego la vida de aquellos hombres y mujeres a los que les tocó vivir en tiempos de guerra. En las numerosas autobiografías escritas por europeos y americanos

2 Georges Duby, 1973. 3Jo h n Keegan, 2013. 4 Ver «Nouvelle histoire bataiüe», 1999. Sobre la antropología histórica deí com bate, Stéphane A udoin-R ouzeau, 2008.

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de principios del siglo X IX, por ejemplo, la participación en alguna batalla de la época suele ocupar un rol decisivo en la historia de vida del autor. Es que los hombres de todas las clases sociales debían prepararse durante años — en m uchos casos desde la infancia— para afrontar lo que se consideraba com o “la hora de la verdad”, y luego debían vivir el resto de sus días con el recuerdo, las secuelas y las consecuencias, buenas o malas, de lo que hubieran hecho durante esas pocas jornadas de lucha. Más. aún, en un espacio, dominado por un estado de guerra! cuasi perm anente, como el d el R io de la Plata de la prim era mitad del siglo X IX, los combates tenían una presencia tan abrumadora que se transformaban en una parte constitutiva d e la vida social. Consi­ deremos que, durante los 46 años transcurridos entre las invasiones británicas de 1806 y la derrota de Juan M anuel de Rosas en 1852, se produjeron allí nadam enos que 65 batallas generales y 191 combates parciales, sin contar las innumerables guerrillas y escaramuzas que tenían lugar casi a diario en algún punto del territorio,: Esto quiere decir que, en promedio, a lo largo del medio siglo fundacional de lo que sería luego la Argentina, cada dos meses ocurrió un enfrenta­ m iento que involucró a varios cientos de combatientes, y que una o dos veces por año se enfrentaron los ejércitos principales de las partes en pugna, con miles de hombres en las filas y decenas o centenares de m uertos de cada lado5. Se entiende que, en contextos como, éste, estudiar la experiencia de la batalla es un requisito indispensable para com prender el espacio de vida de los hombres y mujeres que lo habitaban.

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Por otro lado, los grandes combates no son nunca tan sólo una experiencia personal. Los Estados, las sociedades y los pueblos en guerra se juegan su supervivencia en algunas batallas particularmente

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D esarro llam o s e n p ro fu n d id a d estos a rg u m e n to s en A lejan d ro M.

R a b in o v ic h , 2013a, pp. 253-261.

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cruciales. Dedican, por ende, los mayores esfuerzos y buena parte de sus recursos a todo lo que les perm ita prevalecer en ellas. Es así que, en tiempos de movilización militar, los demás aspectos de la vida social han tendido siempre a ser subordinados a las necesidades bélicas. Las formas de organizar la educación de los niños, el m un­ do del trabajo, la producción de bienes, la fiscalidad, el desarrollo tecnológico y hasta el régim en político suelen guardar una estrecha relación con el tipo de fuerza militar que se pretende conform ar y su capacidad de obtener la victoria a la hora del combate. Los discursos, los valores sociales, incluso las maneras cotidianas de relacionarse con la gente tam bién son profundam ente influen­ ciados por la “ cultura de guerra” dominante. Existe, pués, una fuerte relación de determinación mutua entre los modos de funcionamien­ to generales de una sociedad y su manera de combatir. Cada pueblo lucha de la manera que le corresponde y, si desea cambiar su forma de combatir, deberá transformarse a su vez. Las batallas nos ofrecen, así,una ventana privilegiada, no sólo sobre los aspectos militares de un Estado del pasado, sino sobre la sociedad en su conjunto: : í Esta ventana, sin em bargo, sólo se puede aprovechar a co n ­ dición de renovar m eto dológicam ente el estudio del com bate. Basta de relatos heroicos, de ejem plos edificantes y de elogios prefabricados para el genio estratégico de los padres de la patria. El com bate ha sido siem pre — y sigue, siendo hoy—- un asunto sucio y m iserable que escapa m ayorm ente al co ntrol olím pico de los com andantes. Si querem os co m p ren d er lo que sucedía realm ente en una batalla hay que recuperar, ante todo, la mirada desde el llano, a la escala de la com pañía y del pelotón, al nivel del soldado de infantería que clava la bayoneta y del auxiliar de caballería que saquéa los bagajes. Por otra parte, el com bate n o puede ser nunca un objeto de estudio que se agote en sí mismo. Es necesario inscribirlo en una historia social de la guerra que nos perm ita entender cóm o se 17

recluta y entrena a la tropa, cóm o se la moviliza y se la hace pasar de sus tareas económicas norm ales a sus tareas militares, cóm o se la arma, se la paga y se la alimenta. Se hace indispensable, a su vez, conocer lo que m antiene unido a un batallón, las identidades polí­ ticas y nacionales en pugna, la relación con la causa que se defiende y el trato que se establece entre la tropa, los oficiales y los jefes. Es menester, por último, com prender la relación que tiene una fuerza militar con la topografía y el clima de la región en la que actúa, con el arm am ento que utiliza y con el animal que m onta, con la ropa que viste y con los pueblos que ocupa o que la sostienen. Sólo a condición de reunir estos elem entos, podrem os desanclar a la batalla de los estudios puram ente militares y reanudar el lazo entre el com bate y lo social. U na vez que se reform ula en estos térm inos el cam po de los estudios del com bate, aparecen nuevos problemas específicos que antes no registrábamos o no sabíamos abordar. Por ejemplo, los tes­ tim onios de los com batientes señalan constantem ente la existencia de fenóm enos “extraños” que recorren las filas de los regim ientos: olas de entusiasmo, ataques de furor o explosiones de terror que desem peñan un rol principal en el desenlace de las confrontacio­ nes armadas. Tradicionalm ente, esas fluctuaciones repentinas en la m oral de los ejércitos se atribuían al azar de la guerra* a la cobardía natural de la tropa o al ejem plo heroico de u n general. G uando re­ integramos las batallas a una historia social de la guerra, en cambio, se com ienzan a delinear regularidades, relaciones de determ ina­ ción, dinámicas características de cóm o y por qué ciertas fuerzas de com bate son más cohesivas que otras, más o m enos proclives a un determ inado tipo de entusiasmo, co n un punto de ruptura elevado o bajo. Los azares de la guerra no son tales, sino que están dominados p o r un saber em pírico que los hom bres de armas de la época cultivaban con gran esmero, y que los historiadores tenemos que aprender a interpretar. 18

En este libro, pensado como prim er paso en la dirección m etodo­ lógica recién descripta, nos ocuparemos de uno de estos fenómenos. El que más fascinaba e intrigaba a los militares decimonónicos, el que no dejaba dorm ir a los generales en la víspera de la batalla, el que hacía que hasta los más ateos creyeran en Dios. Nos referimos al pánico.Veamos de qué se trata.

D el pánico y las desbandadas En nuestro siglo X X I, el pánico pertenece ante todo al registro psiquiátrico. El térm ino evoca enseguida u n trastorno psicológico sufrido por un porcentaje cada vez más alto de la población urbana. La persona afectada po r un “ataque de pánico” experim enta, sin que m edien causas externas aparentes, todas las reacciones fisioló­ gicas desencadenadas por un miedo intenso: taquicardia, hiperventilación, temblores, sudoración, contracciones musculares. Es decir que el cuerpo se prepara para hacer frente a u n peligro inm inente, sólo que en este caso no suele existir ninguna amenaza real. Esta forma contem poránea del pánico — individual, patológica, medicalizada— e:s la que se corresponde con el estado de desarrollo actual de nuestra civilización. Lo que la mayoría de la gente ignora es que, de hecho, el terror pánico tiene una larga y riquísima historia en O ccidente. La palabra “ p ánico” proviene del vocablo griego “ Panikós” (naviKÓg), que quiere decir, literalmente^ “referente al dios Pan”. Para los antiguos griegos, Pan era un dios arcaico y rústico, nacido entre los habitantes rurales de Arcadia6. Su imagen clásica nos es bien conocida: representado com o un hom bre con cuernos y ex­ tremidades inferiores de carnero, es la fuente de inspiración de la 6 Philippe B orgeaud, 1988.

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iconografía cristiana del diablo. Pero el Pan de los antiguos no tenía nada de necesariamente maligno y estaba asociado a la fertilidad, la naturaleza y la animalidad. Eso sí, no había que hacerlo enojar, porque cuando los pastores de ovejas lo despertaban de la siesta en alguna cueva entre las montañas, Pan se vengaba aterrorizando a sus rebaños con gritos repentinos. Conviene retener algunos elementos de este registro mitológico del pánico. N o es nada extraño que fueran pastores los prim eros en descubrir, en sus ovejas, esas estampidas inexplicables capaces de dispersar a los animales por toda la región. Tampoco extraña que su origen provenga de una región m ontañosa y despoblada, donde los ecos, los ruidos producidos po r las caídas de piedras y la visibilidad entrecortada favorecen los accesos de m iedo irracional. En una segunda instancia, el traslado de esa fuerza registrada en los animales hacia el ám bito de lo hum ano no era difícil de hacer: bastaba con observar la reacción de las personas ante un incen­ dio, un terrem oto o un naufragio. Ahora bien, hay una diferencia esencial entre ese pánico prim itivo y el que describen los manuales de psiquiatría de hoy: el pánico de los antiguos griegos no era un fenóm eno individual sino colectivo. El agente del pánico no era una persona aislada sino la masa, la m ultitud, la m uchedum bre. C om o veremos, los rioplatenses de principios del siglo X IX esta­ ban m ucho más cerca de la concepción antigua del pánico que de la de nuestros días. La asociación de la potencia pánica al fenóm eno de la guerra fue también muy temprana. De hecho, la adopción del culto de Pan en Atenas se debe a que los griegos le atribuyeron un papel clave en la huida final de los persas, durante la trascendental batalla de M aratón (490 a.G.). Según H eródoto, mientras que el correo Filípides trotaba hacia Lacedemonia para inform ar a los espartanos del desembarco persa (esta famosa carrera es el origen de la “m aratón” m oderna), se le apareció en la m ontaña el dios Pan, quien le dijo que sentía gran 20

afecto por los atenienses y que los protegería en futuras batallas si com enzaban a honrarlo. Desde ese m om ento le consagraron una gruta en la vertiente norte de la Acrópolis y le dedicaron sacrificios anuales7. Nacía así,para la tradición occidental,la noción del “pánico militar” . En el ám bito de la guerra, podem os definir al pánico com o un repentino brote de terror que recorre las filas de un ejército y lo pone en fuga, precipitando su derrota. D e M aratón en adelante, a lo largo de los siglos, ha sido^objeto de profunda reflexión por parte de jefes y estrategas militares, que vieron en él a una de las fuerzas más misteriosas del artei militan C om o puede imaginarse, una vez que se identificó al pánico com o un fenóm eno capaz de desintegrar en un instante a un ejército, la cuestión de cóm o pro­ vocarlo en el enem igo, y de cóm o evitarlo en la tropa propia, se volvió fundam ental8. M auricio de Sajoniav uno de los generales más brillantes del siglo X V III, estaba fascinado p o r los fenóm enos de pánico, que habían desbaratado a algunos de los m ejores ejércitos durante el reinado de Luis XIV. E n la batalla de Friedlingen (1702), po r ejem plo, la infantería francesa había cargado sobre la im perial hasta desalojarla del cam po en d o n d e se batían. Sin em bargo, en ese m om ento, cuando la contienda ya estaba prácticam ente gana­ da, alguien en la retaguardia francesa, confundiendo la llegada de un refuerzo de dos escuadrones franceses co n un ataque alemán, g ritó ‘‘estam os co rta d o s” , y la in fan tería se retiró aterrorizada perdiendo todas las posiciones tomadas. ¿C óm o era posible que la mism a tropa, que cinco m inutos antes se com portaba con el m ayor heroísm o, se hubiera convertido de repente en una fuerza

7 H eródoto, 2000, p. 354. 8 El que es considerado com o el prim er tratado militar de O ccidente, La Po~ liorcética, de Eneas el Táctico, le dedica al tema del pánico una atención considerable.

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tan cobarde? M auricio de Sajonia lo atribuía a la “ variabilidad del corazón h u m an o ” , y declaraba que su estudio era la m ateria más im portante si se quería com prender la naturaleza profunda de la guerra9. D e la acumulación secular de aportes de este tipo, realizados por hombres de armas que compensaban su falta de formación teórica con un gran poder de observación, se fue generando una especie de corpus de conocimientos prácticos referidos al pánico. Estos sa­ beres sorprenden por su relativa invariabilidad histórica, ya que se aplican a los ejércitos de la antigua Grecia com o a los de la Europa napoleónica, aunque probablemente se hayan vuelto obsoletos tras la industrialización definitiva de la guerra durante la Primera Guerra M undial. En todo caso, ese corpus es m uy consistente al describir las situaciones típicas en que se producían los pánicos: ataques noc­ turnos a campamentos, apariciones repentinas de tropas enemigas en la retaguardia y operaciones de m ontaña favorables a las sorpresas y emboscadas. Ciertas características de los pánicos militares atraviesan: tam ­ bién los siglos10. Por ejemplo, se destaca siempre la naturaleza contagiosa o infecciosa del pánico, que se genera en un individuo o un pequeño grupo, para expandirse luego de m anera m uy rápida a la totalidad de la tropa, siendo m uy difícil detener su progresión. Por otro lado, a diferencia del miedo, que constituye una reacción proporcionada a la existencia de una am enaza, el pánico suele deberse a un peligro puram ente im aginario, o a la magnificación exagerada de un peligro real. Es por eso que, com o en el ejemplo de Friedlingen, en el origen de cada pánico suele haber un malen­ tendido (el pensar que un escuadrón francés era alemán) o una estratagema (simular un ataque n o ctu rn o con toques de trompetas

9 M auricio de Sajonia, 2002, pp. 90-91. 10 Fernand Gambiez, 1973, pp. 153-168.

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y tambores). En ambos casos, los gritos, los ruidos y los sucesos inesperados desem peñan un rol principal. En la misma línea, así com o los griegos distinguían al dios Pan del dios del tem or, llamado Fobos, los estrategas militares distin­ guen claramente al pánico del miedo. M ientras que el m iedo es una parte constitutiva de todo com bate — y el coraje se define en realidad por la capacidad de com batir a pesar de él— , el pánico es una fuerza que anula la capacidad de seguir luchando y que señala el final catastrófico de la batalla. El pánico no es, así, una simple huida para escapar dé un peligro de m uerte, sino que constituye un fenóm eno co n com ponentes irracionales que suele generar com portam ientos contrarios a los que perm itirían que la víctim a sobreviva. D e este m odo, encontram os ejemplos en que los com ­ batientes, presas del pánico, se arrojan de un acantilado, se exponen al fuego enemigo, se ahogan en el mar, se m utilan a sí mismos o se matan entre ellos. En otros casos más comunes, los soldados arrojan sus armas cuando aún podrían defenderse, se dejan degollar com o ovejas mientras podrían huir, o bien huyen despavoridos cuando no hay quién los persiga en kilómetros a la redonda. E n definitiva, durante un pánico se pierde la cabeza y no es poco frecuente que los afectados vuelvan en sí algunas horas o incluso días más tarde, sin saber m uy bien lo que hicieron ni cóm o llegaron hasta donde se encuentran. Dados los trem endos gastos y sacrificios requeridos para for­ m ar un ejército, la posibilidad de perderlo-de la n oche a la m aña­ na p o r u n grito in o p o rtu n o conllevó siem pre una inusitada gra­ vedad institucional. Es posible afirmar, de hecho, que los enorm es esfuerzos realizados p o r los Estados m odernos para disciplinar a sus ejércitos, instruir a la tropa, educar a sus oficiales y regular cada segundo de la vida del regim iento, no constituyen sino un intento de conjurar la posibilidad de que estalle u n pánico a la hora de la batalla. 23

En este sentido, basta con revisar las ordenanzas y leyes militares para ver lo específicas que podían ser las inquietudes de los jefes y las medidas tomadas para aliviarlas. Para dar un ejemplo cercano a nuestro objeto de estudio, las leyes penales que José de San M artín redactó para el Ejército de los Andes preveían la pena de m uerte inmediata para cualquiera que gritara, en combate, la frase “que nos cortan” , que éra la voz universal para designar un ataque po r la re­ taguardia y que desencadenaba inevitablemente una fuga en masa11. Estudiar los fenómenos de pánico es: así., también, estudiar los límites encontrados por el Estado en una determ inada fase de su desarrollo, en su esfuerzo por controlar a la sociedad, disciplinar los cuerpos y extender su poder.

Viejos problemas, miradas renovadas U n fenóm eno com o el del pánico en com bate es ideal para ser abordado desde un enfoque m ultidisciplinario lo más am plio posible; D esde las distintas ramas de la psicología y la m edicina militar, po r ejemplo, los aportes sobre los efectos psicológicos y fisiológicos de las situaciones de violencia extrem a son de una re­ levancia evidente12. En las últimas dos décadas, en particular, ante la masificación del “ trastorno po r estrés postraum ático’Ventre los com batientes de los ejércitos de las potencias centrales — en los que, por prim era vez en la historia, las bajas psiquiátricas son más numerosas que las producidas p ó r el enem igo— , se han realizado estudios cuantitativos de una am plitud nunca antes vista. U n o de los frutos más llamativos de este nuevo cam po es lo que sus cul­

n “Leyes penales del E jército de los Andes, sept. 1816” , en J.J. Biedm a (dir.), 1914, pp. 442-443.

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12 Ciaude Barrois, 1993. R ichard H olm es, 1989.W illiam ían MiUer, 2000.

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tores llaman “Killology” (traducimos “Asesinología”), es decir, el estudio sistemático de los efectos concretos de afrontar y dar la m uerte en com bate13. Según estos especialistas, durante una situación de agresión per­ sonal armada a corta distancia, cuando el cerebro percibe una ame­ naza directa a la supervivencia, se produce una descarga masiva de Hormonas que preparan al cuerpo para luchar o escapar. A medida que el organismo asigna la totalidad de los recursos fisiológicos dis­ ponibles al sistema nervioso simpático, aumenta la presión arterial, la ¿ángre fluye a la masa muscular, se dilata la pupila y cesan los procesos digestivos. La sensación provocada por esta oleada de adrenalina es lo que conocemos com únm ente com o ' ‘m iedo” : una reacción per­ fectamente norm al del cuerpo hum ano ante un peligro de muerte inminente. A hora bien, gracias al entrenam iento, la experiencia previa y la anticipación del com bate, los soldados veteranos que m archan a la batalla logran que el sistema nervioso simpático se vaya activando parcialm ente antes de que el choque se produzca, lo que les per­ mite com batir con eficiencia pese al “m iedo” experim entado. En estos casos, la frecuencia cardíaca sube gradualm ente de 60-80 a 115-145 latidos por m inuto, lo que se considera el nivel óptim o para, el desem peño en com bate, ya que m ejoran notablem ente las destrezas motoras; complejas y el tiem po de reacción visual y eognitiva)4. V. En cambio, cuando los com batientes se enfrentan a una am e­ naza inm ediata inesperada (una emboscada, un ataque nocturno, la llegada del enemigo por la retaguardia), la activación instantánea de las reacciones fisiológicas antes descriptas puede tener un efecto abrumador. Estudios de laboratorio muestran que en estos casos el

13 D avid Grossman, 1995. Más inform ación en http ://w w w .k illo lo g y .co m / !4 D avid Grossman y B. K. Siddle, 2000.

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ritm o cardíaco subirá, en menos de un segundo, de 70 a más de 200 latidos por minuto. Algunos de los efectos de este shock fisiológico son el deterioro del proceso cognitivo o la pérdida de la visión pe­ riférica y cercana. En casos extremos, la persona puede quedar pa­ ralizada, perder el control de esfínteres o tener un com portam iento de agresividad irracional. Se produce entonces una falla catastrófica del sistema visual, cognitivo y de control motor. La relación del mecanismo fisiológico que describen los “killólogos” con el fenómeno de pánico militar que nos ocupa es clara: el pánico sería la propagación a un gran núm ero de combatientes del cuadro clínico extremo provocado por la aparición, real o imagina­ ria, de un peligro de m uerte inm ediato e inesperado. En este punto, sin embargo, el pánico en com bate adquiere una dimensión social y colectiva que le es específica y que la “asesinología” no explora. Afortunadamente, para avanzar en este aspecto esencial de nuestro objeto de estudio, nos podem os apoyar en los aportes considerables de la sociología de la guerra, o lo que sus autores han venido a llamar la “polemología” . ; > C uando los polemólogos intentan realizar una “sociología del pánico” se basan, ante todo, en los estudios de psicología social que abordan las relaciones sociales y los valores com partidos que ligan a los miem bros de un ejército entre ellos, tanto a nivel horizontal com o vertical!5. Entre los factores que explican la “ cohesión” de un ejército enum eran: el prestigio de los jefes, la aceptación de la jerarquía, el sentim iento del honor, el patriotism o, el espíritu de cuerpo o la em ulación; El pánico, desde esta perspectiva, no sería más que la desagregación instantánea de todos esos lazos sociales hasta que el individuo se encuentre, de pronto, aislado. D e ese m odo, el com batiente, que en los ejércitos m odernos está com ple­ tam ente “socializado” po r la institución m ilitar hasta transformarse 15 Gastón B outhoul, 1991, pp. 154-157.

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en el engranaje de un mecanismo colectivo, de repente se ve des­ ligado de todo y de todos, se “ despierta” o se “ desem briaga” de aquello que lo hacía un soldado y se reconoce, simplemente, como un hom bre aterrorizado por la perspectiva de la m uerte individual. En palabras de Gastón B outhoul, para el hom bre presa del pánico “ya no hay ni jerarquía, ni prestigio, ni disciplina ni valores. Es una disolución total” . u: ¿C óm o explicar, sociológicam ente, esta disolución de los lazos sociales? La polem ología otorga u n gran peso a la constatación de. pérdidas severas entre las propias filas, aunque no tanto po r su núm ero (com o veremos, estas bajas p u ed en ser de hecho cuan­ titativam ente insignificantes) sino p o r el efecto subjetivo p ro d u ­ cido p o r el espectáculo de la sangre, las visceras y los m iem bros cercenados de los caídos alrededor de uno. Llegaría así un punto en, que el soldado no puede sino obsesionarse con el pensam ien­ to de J a propia m uerte hasta rom per todos los autom atism os del entrenam iento militar, ¿Se trata entonces, sim plem ente, de una exasperación del instinto de conservación? N o del todo, ya que ocurre, com o señalamos co n anterioridad, que los com batientes presas del pánico se suiciden o se dejen matar. Más bien, para la polemología* lo que sucede durante el pánico es que, dándose ya por m uerto, el soldado se siente liberado de todas las restriccio­ nes sociales que afectan a los vivos, pudiendo entonces actuar de maneras por demás imprevisibles. Desde el ámbito de la antropología social, quien ha estudiado con mayor atención la disolución de los lazos colectivos al ocurrir un pánico, es el notable ensayista búlgaro Elias C anetti, premio N obel de Literatura y autor de Masa y Poder16. Para Canetti, el pánico es justam ente “una desintegración de la masa” , y lo analiza concienzu­ damente en casos concretos: un incendio en un teatro, una estampida 16 Elias Canetti, 1981, pp. 19-21, 55-58.

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durante una gran manifestación urbana o una población presa de un cataclismo natural. D e interés particular para nuestro estudio sobre el com bate de H uaqui es el apartado que C anetti dedica a lo que llama la “Masa de fuga” . Este tipo específico de conglom erado hum ano se produce ante la presencia de una am enaza cuando predom ina la búsqueda com ún de la supervivencia y la m u ltitu d huye en una única dirección. En ese caso el individuo se sum erge en la masa y la huida es colectiva; es decir que se puede em pujar a los demás hacia adelante, pero nunca para los costados. G uando algo bloquea el fluir natural del escape, en cam bio, la masa de fuga se transform a en su contrario: el pánico, donde todos los demás pasan a representar u n obstáculo para la huida individual;, unos simples enem igos a los que hay que destruir. Este fenóm eno es claramente observable en los incendios en lugares cerrados, en los que la gente que cinco m inutos antes disfrutaba tranquilam ente de un co n cierto ,d e repente se golpea y pisotea brutalm ente para salvar la vida. Pero C anetti piensa tam bién en fenóm enos m ili­ tares com o la retirada de la Grande Armée de N ap o leó n tras su derrota en M oscú. Su aporte nos será m uy útil cuando tengam os que analizar la form a en que los com batientes de H uaqui, presas del pánico, se com portaron cada vez que u n oficial in ten tó de­ tenerlos en su fuga. E n el ám bito de la h isto ria social; el gran referente para el estudio del pánico lo co n stitu y e G eorges Lefebvre, au to r de un m agistral análisis de las olas de m iedo que sacudieron a la Francia rural duran te los prim ero s estadios de la R ev o lu ció n . Al no tratarse de un pánico de com bate, su objeto de estudio es diferente: desplegado en un am plio te rrito rio , conoce m últiples focos independientes que se propagan a través del ru m o r hasta crear un fenóm eno general de proporciones descom unales. Su enfoque — basado en la identificación de “pánicos prim itivos” , 28

que form an “ co rrie n tes” y confluyen en el “ gran p án ico ”— nos servirá poco para el estudio de lo o cu rrid o en la batalla, pero nos será de una utilidad inestim able en el ú ltim o capítulo de este libro, cuando estudiem os, no ya el pánico de H uaqui en sí mismo, sino su propagación en los días subsiguientes hacia todo el Alto P erú 17. Por últim o, si bien ya nos hem os ocupado de lo que la his­ toriografía tiene para decir respecto de la m anera de estudiar el com bate, no podem os concluir esta sección m etodológica sin un brevísim o m uestreo de lo que los historiadores militares pueden enseñarnos específicam ente acerca del pánico. E xisten dos tra­ bajos franceses m uy interesantes sobre los desbandes ocurridos en las batallas de M alplaquet (1709)18 y D ettin g en (1743)19. Lo que resaltan estos estudios de caso es la irracionalidad que puede llegar a caracterizar a ciertos pánicos: los Guardias Franceses de D ettingen, al m om ento de darse a la fuga bajo el efecto del ataque austríaco, tenían sus espaldas com pletam ente cortadas p o r un río caudaloso, y los puentes que existían estaban cubiertos por otras unidades francesas que, según la ordenanza, los iban a recibir con fusilería y metralla. Es decir que no trocaban, fruto de u n cálculo de probabilidades, la m u erte en com bate p o r la vida, sino que cam biaban una m uerte posible bajo el fuego del enem igo por una m uerte segura, ahogados o a m anos de sus propios com pañeros de armas. .

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Más allá del estallido de pánico en sí mismo, un objeto de interés central para este libro es lo que sucede inm ediatam ente después. E ntender de qué manera el pánico se corta, en qué condiciones deja a los individuos y a las unidades militares que lo han padecido,

17 Georges Lefebvre, 1986. 18 A ndré Corvisier, 1977, pp. 7-32. 19Jean Chagniot, 1977, pp. 78-95.

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así com o cuáles son las secuelas de mediano y largo plazo que éstos han de sufrir, es tan im portante com o lo que ocurre durante la ba­ talla misma. Para ello, nos apoyaremos en uno de los mejores libros escritos sobre los ejércitos del período revolucionario, Las tácticas y la experiencia del combate en la era de Napoleón, del australiano R o ry M uir20. En este estudio extraordinariam ente bien docum entado, M uir avanza la hipótesis de que todas las unidades podían ser presas de un pánico, pero que los efectos de éste dependían del nivel de co­ hesión inicial de la unidad. Así^ en batallones m uy bien instruidos y disciplinados, algunos pánicos podían ser reversibles si los jefes lograban contener a sus hom bres en el m om ento justo, es decir, ya fuera del rango de fuego enem igo, pero antes de que abandonaran las armas y se dispersaran po r com pleto. El tipo de unidad tam ­ bién implicaba diferencias: la caballería estaba más acostum brada a rom perse y volverse a reunir varias veces; la infantería, en cambio, era m uy difícil de reorganizar una vez que se perdía la estructura de: las .filas.i:¡

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En este último caso, las consecuencias sobre la moral de un re­ gim iento que se dispersaba en com bate podían ser duraderas. La experiencia de sucesivos pánicos podía rom per la fibra moral de una unidad hasta el punto de volverla no apta para el servicio. En esas circunstancias, no quedaba a las autoridades más alternativa que la de disolver al batallón derrotado, com o si se tratara de un animal malherido, o de repartir sus elementos entre otras unidades con m a­ yor nivel de cohesión. C om o veremos, todo esto nos será de utilidad al m om ento de sacar conclusiones generales respecto del Ejército Auxiliar del Perú.Volvamos ahora al caso que nos ocupa.

20 R ory Muir, 1998. 30

Un tesoro de fuentes La de H uaqui no fue una derrota más de las m uchas que sufrió la R evolución. En ella el ejército no fue sim plem ente vencido, sino que se disgregó de tal manera que durante varios días, semanas y hasta meses, resultó im posible reconstruir unidades operativas a partir de sus restos. Para los estándares de la época, era frecuente que una fuerza derrotada sufriera un 15 a 30 % de bajas, pero que el principal ejército de un país se desintegrase hasta sus m í­ nim os com ponentes constituía una ocurrencia claram ente anor­ mal. La necesidad de com prender las causas de la derrota y de asignar responsabilidades se presentó enseguida com o una razón de Estado de p rim er orden. El com portam iento de los oficiales, en particular, fue expuesto al escrutinio público de una manera nunca antes vista. E n efecto, que unos cuantos soldados con sus suboficiales de­ sertaran era algo que en el R ío de la Plata de aquella época podía darse p o r descontado. Pero cuando el G obierno publicó en la Gaceta una lista de nada menos que diez capitanes, cinco tenientes, ocho subtenientes y tres alféreces que en la batalla de H uaqui “se retiraron por cobardía” , la conm oción fue significativa. Estos oficiales pro­ venían de los cuerpos de línea que habían salido de Buenos Aires. Eran hombres reconocidos, varios de ellos pertenecían a las mejores familias. Si los capitanes mismos huían del campo de batalla presas del pánico, ¿qué se podía esperar del resto? Si éstos eran los militares que la defendían, ¿qué futuro podía tener la Revolución? Se abrió así, bajo grandes presiones y en m edio de turbulencias políticas, el llamado Proceso del Desaguadero, destinado a juzgar el desempeño de los jefes y oficiales derrotados en Huaqui. D urante dos años, una comisión especial de oficiales y fiscales asumió la tarea de tom ar declaración a decenas de combatientes de la jornada. La causa term inó contando con tres cuerpos de los que el segundo, 31

de 167 folios, lamentablem ente no se conserva en el archivo y se considera perdido25. Este proceso no sólo fue trascendental por la cantidad de oficiales juzgados. En Huaqui combatieron varios de quienes ya eran, desde esos tempranos años, miembros destacados de la política revolucio­ naria. La trascendencia de em itir un juicio de valor sobre la labor de hombres com o Juan José Castelli, A ntonio González Balcarce, Eusta­ quio DíazVélez o Juan José Viamonte, era ;algo que no podía escapar a la sagacidad del Gobierno.Visto desde nuestra perspectiva histórica, por otro lado, también despierta interés la participación en la causa de muchos hombres que habrían de.ejercer, varios años más tarde, un papel central en el devenir de las provincias rioplatenses: Alejandro Heredia, Juan Felipe Ibarra, Apolinario Saravia,Toribio de Luzuriaga y muchos otros que hicieron en H uaqui sus primeras armas. Com o si la Causa del Desaguadero no constituyera ya un reservorio extraordinario de testimonios, mientras ella se tramitaba el Gobier­ no decidió emprender un proceso paralelo juzgando a Castelli — el representante de la Junta en el ejército— por su tarea políticay militar en el Alto Perú. Se llamó así a nuevos testigos de lo ocurrido en H ua­ qui para que respondieran a un segundo cuestionario. D e este modo, entre las dos causas hemos podido consultar nada menos que sesenta declaraciones de hombres que participaron activamente en la batalla. Todo esto, unido a los partes, oficios y memorias producidas por los jefes y oficiales de la acción, constituye un corpus de documentos que para el contexto rioplatense del siglo X IX es, sin duda, excepcional. En efecto, mientras que pueden consultarse decenas de testimo­ nios de cada gran batalla europea de la época, gracias a la cantidad de soldados alfabetizados, de los combates rioplatenses del siglo X IX no nos llega por lo general más que uno o dos partes oficiales y al~

21 Archivo G eneral de la N ación [de ahora en adelante A G N ], X , 29-11-1. U n análisis de la Causa del D esaguadero en Irina Polastrelli, 2016, pp. 194-217.

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guna m ención en las autobiografías de los jefes que los comandaron. Incluso para las batallas más grandes y célebres de la época, como Chacabuco o M aipú, sólo contamos con un puñado de informes sobre lo actuado por los jefes de división. Resulta entonces inédito, para toda la guerra de independencia, que podamos contar con re­ latos que nos cuenten exactamente cóm o se desarrolló una batalla a nivel de las compañías y a veces incluso al de secciones o pelotones. El caso de la batalla de H uaqui constituye, así, la m ejor oportunidad que nos depara el archivo para conocer lo que vieron y lo que hi­ cieron los combatientes de las guerras revolucionarias de principios del siglo X IX en nuestra región. Hay que tener én cuenta, sin embargo, una salvedad im portante: los que declaran en la Causa del Desaguadero son todos, invaria­ blemente, oficiales. La tropa no tenía voz en un consejo de guerra y no hemos podido hallar otros sumarios militares que hablen de Huaqui. Tampoco ha sobrevivido ningún testimonio escrito por un soldado raso de aquella jornada. D e manera que las fuentes en las que nos basamos están inevitablemente sesgadas; ¿Los soldados veían lo mismo que sus tenientes y capitanes? ¿Interpretaban de la misma manera los peligros que los rodeaban? Por cóm o está constituido el archivólas respuestas a esas preguntas nos están vedadas. Debemos tener, entonces, precaución. Cuando los oficiales subal­ ternos nos cuentan lo que hacían sus hombres, les creemos, porque ellos se batían en el llano codo a codo con sus compañías. N o obs­ tante, su descripción de la experiencia de la tropa no deja nunca de ser externa e indirecta. D icen que los soldados empalidecieron, que temblaron, que arrojaron las armas. Sobre lo que éstos pensaron o sintieron realmente, en cambio, no nos pueden decir nada. D e la misma manera, en los relatos de la batalla el pánico es algo que le ocurre siempre a los demás. Los testigos nos describen sus efectos en el prójimo, pero nadie se atreve a confesarle a un juez que perdió la cabeza y salió corriendo. ¿Acaso el pánico discriminaba? De ninguna 33

manera: en H uaqui afectó por igual a la tropa y a la oficialidad. Lam entablemente, incluso en aquellos casos en que sabemos que determinados oficiales huyeron del combate, sus declaraciones nos brindan tan sólo explicaciones de lo más banales. Más allá de estas falencias de origen, las numerosas descripciones de ila batalla son de por sí difíciles de articular, pues presentan muchas veces informaciones contradictorias. N o sólo porque testimonian en función de un interés individual y parcial, que busca resguardar el nom bre propio y salvarse de toda responsabilidad, sino porque las condiciones mismas del combate hacían que los combatientes tuvie­ ran una visión muy localizada y fragmentaria; de lo que sucedía en la batalla. Sus ideas de lo que podía estar ocurriendo a algunos cientos de metros, tras la humareda de la fusilería o de u n cerro adyacente, podían estar alejadas de la realidad. Se añade a esto la cuestión muy problemática de la noción del paso del tiempo, puesto que, durante el combate, en condiciones de estrés y peligro inm inente, el tiempo transcurría para cada persona de manera muy variable y los oficiales no podían darse el lujo de andar averiguando la hora. De esta forma, si nos basamos exclusivamente en los testimonios, se hace siempre m uy difícil saber dónde sucedió cada cosa, o cuánto duraron las acciones que refieren los combatientes. Para subsanar estas dificultades, hemos recurrido a tres tipos de estrategias. Por un lado, realizamos un intenso trabajo de campo en el sitio mismo donde se desarrolló la batalla, recorriendo y estudian­ do la zona desde el pueblo actual de Guaqui hasta el Desaguadero. Basándonos en croquis dibujados en 1811 por los mismos protago­ nistas, y con la ayuda invaluable de guías y colegas locales, pudimos identificar los puntos en que se desarrollaron las principales acciones de la jornada, los cerros donde se combatió y los caminos seguidos por quienes fugaron. Además del corpus fotográfico que acompaña a este libro, el trabajo de campo nos sirvió para com prender mejor la topografía del terreno, la vegetación que lo cubre y la aspereza de 34

los senderos de m ontaña que lo recorren. En un registro más perso­ nal, le sirvió al autor para com probar en carne propia algo que los soldados de H uaqui señalaban com o fundamental en el desarrollo de la batalla, pero que es muy difícil de experim entar en otro sitio, cual es la dificultad extraordinaria, para una persona nacida casi al nivel del mar, de trepar un cerro del altiplano, por más leve que sea su cuesta, cuando se está partiendo en la base de una altitud de casi 4.000 metros. En segundo lugar, hem os recu rrid o a un conjunto de fuentes provenientes del Ejército R eal del Perú que se batió en H uaqui. La prim era im presión al recorrerlas es desconcertante, p orque parece que se estuvieran refiriendo a una batalla com pletam ente diferente de la que cuentan los revolucionarios. El ejercicio de la com paración es útil, de po r sí, para hacerse una idea de cuán equivocada podía ser la percepción que se form aba un co n ten ­ diente1de lo que estaba haciendo el enem igo que tenía enfrente. Incluso en partes escritos con calma, varios días después de que la batalla hubo concluido, los com andantes de ambas fuerzas siguen estando- totalm ente confundidos respecto del dispositivo inicial de sus contrarios, de cóm o estaban com puestas sus divisiones y de cuál era su estrategia general. Justam ente por este motivo, para p o d e r com prender quiénes tenían enfrente los revolucionarios en cada p u n to de la batalla, se hace indispensable co n tar con descripciones de prim era m ano de lo actuado p o r el ejército peruano. E n este sentido, nos ha resultado de gran valor el tener acceso a los m anuscritos del archivo'personal de José M anuel de G oyeneche (Archivo C onde de G uaqui)22.

; 22 Este archivo privado pertenece al actual C onde de H uaqui, Javier de G o­ yeneche, que tuvo la amabilidad de hacerlo accesible a los historiadores. A grade­ cemos ¿ Natalia Sobrevilla Perea y a G abriel Servetto por facilitarnos su copia digital.

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Por último, hemos intentado explotar todo un acervo de fuen­ tes que suelen ser dejadas de lado p o r la historiografía académica, pero que con un enfoque m etodológico adecuado aportan un caudal inform ativo incomparable. En particular, hem os prestado gran atención al tratamiento,..sistemático de lo que los ejércitos de la época llamaban “Listas de R evista” , Este docum ento, elabora­ do todos los meses por el com isario de guerra que autorizaba el pago de los sueldos a cada com pañía, consistía básicamente, com o su nom bre lo indica, en una lista con los nom bres y apellidos de todos los oficiales y soldados de una com pañía presentes frente al com isario en el día indicado. Desde ya, el procesam iento de estos docum entos, de los cuales se conservan varios miles en el Archivo General de la N ación, es extrem adam ente engorroso, pero cuan­ do se logra reunir las listas de revista de una parte significativa de las compañías que com ponían u n ejército antes de una!batalla, se adquiere un tipo de conocim iento im posible de adquirir de otro

modo.

.

.

Gracias a estas listas, en efecto, hem os podido estudiar al ejér­ cito con un nivel de detalle sin precedentes, ya que nos inform an individualm ente, con nom bre y apellido, acerca de 3.136 hombres de tropa y 190 oficiales que, el 20 de ju n io de 1811, se batieron en H uaqui. Podemos así determ inar el punto del cam po de batalla en el que se encontró cada uno de ellos. C ruzando esta inform a­ ción con los testim onios vertidos p o r los oficiales e n la Causa del Desaguadero y con sus fojas d e servicio, disponibles en el Archivo H istórico del Ejército, hem os elaborado una base de datos que nos perm itirá describir cóm o el gran pánico de la jo rn ad a se de­ sató y se propagó de un pu n to a otro hasta desintegrar a todo el Ejército Auxiliar del Perú. Es más, podrem os com parar las listas de revista inm ediatam ente previas a la batalla con las elaboradas dos meses después, una vez que los efectos del pánico se Hubieron disipado, para constatar, nom bre po r nom bre, las bajas sufridas por 36

cada com pañía y las consecuencias concretas ocasionadas por la desbandada general. D el cruce de estas estrategias com plem entarias em erge una visión de la batalla de H u aq u i que es infin itam en te más rica, com pleja y ajustada que lo poco y muchas veces errado que nos contaban de ella los libros de historia o los anales militares. Al m ism o tiem po, se nos vuelve visible e inteligible, por prim era vez, un inm enso drama en el que se expresan com o en ningún otro lado las potencialidades, las contradicciones y las lim ita­ ciones de esa sociedad nueva que pretendía nacer de la fragua revolucionaria.

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C A P ÍT U L O 1

U n ejército revolucionario

“Somos los oradores sin fíeles, ideólogos sin discípulos, predicadores en el desierto. N o hay nada detrás de nosotros, que nos sostenga. Revolucionarios sin revolución: eso somos. Para decirlo todo: muertos con perm iso” A n d r é s R i v e r a , 1987

¿C óm o era u n ejército de principios del siglo X IX ? Según el m odelo europeo, que se estaba volviendo p red o m in an te en p o r­ ciones cada vez más amplias del globo, se trataba de un orga­ nismo: com plejo, regulado p o r una serie de leyes y ordenanzas m eticulosas y conform ado p o r hom bres que hacían del servicio m ilitar su profesión. Por más que se tratara de una época de transición, donde abundaban los ex p erim en to s y los híbridos, com enzam os a recono cer aquello que a lo largo del siglo se p er­ filaría claramente: com o el m odelo de los “ ejércitos nacionales” : una fuerza arm ada cuya creación es sancionada p o r un gob iern o soberano, en n o m b re ;de u n Estado y en representación de un pueblo. E n este m odelo, es el g o b iern o de tu rn o el que nom bra a los generales en jefe, que d eterm in a la estrategia general que han de seguir sus m ilitares y que sum inistra todos ios recursos necesarios para el funcionam iento del ejército. D ado que esta­ mos, hablando de fuerzas de varios miles de com batientes, una condición necesaria para la existencia de este tipo de unidades es

el desarrollo, por parte del Estado, de una cierta capacidad burocrática y fiscal23. La clave de la subordinación del ejército al Estado provenía de un dispositivo organizacional inventado en el siglo XVII y per­ feccionado desde entonces: el regim iento. Esta institución militar perm anente y estrictam ente disciplinada había venido a subsanar la dependencia que tenían los antiguos monarcas respecto de las compañías suministradas po r los señores feudales o los condotieros. E n su interior, la estructuración del regim iento respondía a una rigurosa jerarquía: el gobierno nom braba al coronel, que a su vez tenía distintas prerrogativas para proponer o nom brar directamente a sus oficiales,desde los capitanes hasta los subtenientes. Estos oficiales hacían carrera en el seno del regim iento, obtenían la titularidad de sus empleos y solían dedicar la totalidad de su vida activa al servicio. Conform aban, propiam ente hablando, el estamento militar24. Por debajo de ellos estaba la tropa: la masa del ejército, desde el soldado raso hasta los sargentos (pese a que hoy distinguiríamos a estos últimos y a los cabos com o suboficiales). Estos hombres tenían sus derechos civiles severamente restringidos y llevaban una vida llena de penalidades, a cambio de la cual recibían un magro sueldo, un vestuario, techo y comida. E ran incorporados al ejército por dos vías principales: com o voluntarios, cuando el recluta firmaba librem ente un contrato de servicio po r un núm ero determ inado de años, o como reclutas forzados (en el R ío de la Plata se los llamaba “destinados”) que habían sido condenados a llevar las armas, ya sea para expiar un crim en o po r haber sido elegidos p o r las autoridades en el marco de una leva forzosa. En el m undo hispánico era también muy im portante una tercera vía: la del m odelo miliciano, según el cual los vecinos brindaban un servicio militar interm itente que no

23 Geoñirey Parker, 1996. 24 John Keegan, 2014.

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les im pedía continuar con sus actividades económicas habituales. En principio, se suponía que estas milicias eran simples auxiliares de los ejércitos permanentes o de línea, pero en contextos com o el revolucionario se volverían muy importantes. La táctica m oderna para los ejércitos de tierra implicaba la dis­ tinción de tres armas: infantería, caballería y artillería. La prim era era la principal y debía constituir entre el 60 y el 90 % del efectivo total de la fuerza. Para el siglo X IX , los regim ientos de infantería solían contar con unos 1.500 hombres divididos en dos batallones, que eran a su vez subdivididos en seis o más compañías, lideradas cada una por un capitán. La mayoría de los infantes iban armados con fusiles de chispa que se cargaban po r la boca del cañón mediante una engorrosa manipulación en doce tiempos. Estas armas, pesadas e incómodas, les perm itían hacer fuego una o dos veces por minuto, con un alcance máximo de unos 300 metros, aunque con una uti­ lidad real para ofender al enemigo m ucho menor. ■ La form ación de batalla más usual para la infantería era en dos filas de profundidad, con los soldados de la segunda fila disparando por Sobre el hom bro de los de la prim era. Se com batía de pie, a pecho descubierto, y los soldados se tocaban prácticam ente codo con codo con quienes tenían a derecha e izquierda. Dado que los fusiles disponibles no perm itían apuntar con eficacia a un blanco individual, se utilizaba la fusilería com o u n arm a colectiva en la que com pañías enteras disparaban al unísono en una dirección general señalada p o r los oficiales. Es po r esto que la instrucción resultaba fundam ental y req u ería num erosos meses de intenso entrenam iento hasta que cada hom bre del batallón funcionara en sincronía con los demás. A lo largo de los siglos XVII y XVIII, con la masificación de las armas de fuego, la caballería pesada había caído en desgracia* pero las unidades de caballería ligera desempeñaban aún un rol conside­ rable com o auxiliares de la infantería. Estas unidades se organizaban 43

en regimientos de unos 700 hombres subdivididos en tres o cuatro escuadrones. En cuanto a su táctica, tras largos siglos de frustraciones intentando reformular su rol con el uso de pistolas y carabinas, los escuadrones napoleónicos habían tenido gran éxito cargando direc­ tamente al arma blanca, con sables y lanzas. Este ajuste decisivo, sin embargo, no se aplicaría en el R ío de la Plata sino hasta la creación de los Granaderos a Caballo, en 1812. Por lo tanto, para 1811, los regimientos de caballería eran todavía de “dragones” : una verdade­ ra infantería montada cuyos hombres eran entrenados para batirse tanto a caballo como a pie, en función de la situación, pero privile­ giando siempre el uso del fuego. Si bien esta circunstancia limitaba su .impacto en el combate, dada la inmensa extensión de los teatros de guerra americanos, el papel de la caballería no haría sino crecer. La artillería, p o r su lado, constituía un arma de especialistas. A unque era num éricam ente inferior a las demás, en Europa se había vuelto determ inante en el desenlace de las acciones militares. Existía una artillería de sitio o de plaza, com puesta de los calibres mayores, una artillería volante com puesta de piezas capaces de ser arrastradas hasta la batalla y una artillería de m ontaña que utilizaba cañones de calibre menor. Ahora bien, durante las primeras décadas del siglo X IX , la utilización de la artillería volante y de m ontaña en el R ío de la Plata fue siempre problem ática, por una variedad de razones: no existía un núm ero suficiente de oficiales versa­ dos en matemática y geom etría, las piezas disponibles se rompían constantem ente y se hacía necesario un núm ero m uy im portante de caballos o muías para trasladarlas. Peor aún, com o no se las agrupaba en grandes baterías, sino que se las desperdigaba entre las filas de la infantería, su efecto sobre el adversario solía ser más psicológico que real. C om o vemos, el modelo táctico y organizacional délos ejércitos europeos, y más específicamente el del ejército francés, que durante la prim era década del siglo X IX estaba en boga, no llegaba intacto 44

a las costas rioplatenses. ¿Esto se debía a que los militares locales se apoyaran en un m odelo alternativo? En absoluto. Buena parte de los reglamentos españoles que se aplicaban en las colonias estaban inspirados, cuando no calcados, de los últimos documentos franceses, y los oficiales de nuestra región leían de prim era m ano a G uibert y a los demás referentes de la nueva escuela táctica25. El problema radicaba en que las pautas militares europeas eran de m uy difícil aplicación en el contexto local. El clima, la geografía, la población, el régim en político y la escasez de recursos im ponían, con una lógica inapelable, una form a de hacer la guerra que se oponía en m uchos puntos a lo que se enseñaba en las academias. Esto, a los militares rioplatenses les tom aría largos años y numerosos desencantos hasta poder com prenderlo cabalmente. En 1811, ese proceso de aprendizaje por ensayo y error recién estaba com enzan­ do, por lo que percibiremos una gran distancia entre los modelos militares que se pretendía aplicar y las condiciones concretas en que se realizaban las operaciones. En definitiva, com o ya hemos dicho, cada pueblo hace la guerra de la form a que le corresponde, y no £uede cambiar esta manera de com batir sin cambiarse a sí mismo en el proceso. Veamos entonces cuál era la situación del R ío de la Plata a principios del siglo X IX y cóm o ésta afectaba su organiza­ ción militar.

D el virreinato a la Revolución de M ayo El R ío de la Plata constituía un territorio marginal del Im perio es­ pañol en América, lo que lo había m antenido relativamente ajeno a las grandes operaciones militares durante buena parte de su existencia. Esta margínalidad comenzó a cambiar durante el siglo XVIII, debido 25 Jacques-A ntoine-H ippolyte de G uibert, 1773.

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a la mayor conflictividad con los vecinos portugueses que buscaban extender su dom inio sobre la Banda O riental y las misiones guara­ níes. El conflicto secular tuvo su punto álgido en 1776, cuando la Corona española decidió em prender una campaña punitiva decisiva y envió a tal efecto, desde la Península, u n ejército com pleto de 10.500 hombres26. C o n esta fuerza nunca antes vista en la zona, Pedro de Cevallos abrumó alas tropas portuguesas y retom ó Colonia del Sacramento. El ejército peninsular pronto volvió a marcharse, pero la campaña dejaría una consecuencia duradera: para garantizar a Cevallos los recursos necesarios se creó el Virreinato del R ío de la Plata, con capital en Buenos Aires y con jurisdicción sobre las ri­ quísimas minas altoperuanas, lo que señaló el inicio de un marcado crecim iento para la ciudad porteña, en desmedro de los intereses de Lima. Tras el ajuste de cuentas con los portugueses, la preocupación de las autoridades virreinales fue rápidamente trasladada al Perú, donde a partir de 1780 se desataron grandes rebeliones indígenas lideradas por Túpac Arnaru II y Túpac Katari27. Estos levantamientos masivos desestabilizaron a una amplia región que incluía a buena parte del nuevo virreinato. En una prim era instancia, los sublevados desbor­ daron la capacidad de resp uesta del sistema militar colonial, lo qu e forzó la toma de medidas extraordinarias. Además de movilizar todas las milicias posibles en las provincias afectadas, el virrey Juan José de Vértiz se vio obligado a desprenderse de las pocas tropas veteranas de las que disponía en Buenos Aires para destacarlas al Alto Perú. U na vez pasada esta crisis, el R ío de la Plata entró en un período de relativa calma que duraría hasta las guerras desatadas en Europa po r la R evolución Francesa. En este conflicto, que rápidamente se globalizaría, España empezó jugando com o aliada de Francia, lo que

26 Pablo Birolo, 2014. 27 Sergio Serulnikov, 2012.

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la oponía a la principal potencia naval de la época, Gran Bretaña. La posibilidad de un desembarco británico mantuvo en constante alarma a las autoridades virreinales, pero el dispositivo militar del que disponían no se desarrolló a la altura de las nuevas amenazas. Para los prim eros años del siglo X IX , las fuerzas de guerra lo ­ cales estaban organizadas a partir de tres elementos: las unidades de línea o veteranas, acantonadas principalm ente en Buenos Aires y M ontevideo; un cuerpo de frontera hom ologado con los cuerpos veteranos (el regim iento de Blandengues) y una variedad de milicias distribuidas por todo el territorio. Los dos regimientos de línea que existían en el virreinato (el Fijo de Infantería de Buenos Aires y el Fijo de Dragones de Buenos Aires) tenían u n bajo nivel de prepara­ ción para el combate y el número de sus efectivos se había reducido dramáticamente por la falta de relevos peninsulares y la insuficiencia del reclutam iento local28. ; En cambio, los Blandengues, que habían surgido com o una sim­ ple milicia para proteger las fronteras amenazadas por los indígenas, se revelaron com o un tipo de unidad de caballería bien adaptada ai terreno y al medio rural locales. Pese a los problemas con la in­ disciplina y las deserciones, su versatilidad, que no tenían los Fijos, les valió transformarse en unidades perm anentes con una variedad de misiones cada vez más amplia29. Estaban lejos, de todos modos, de poder Suplir las falencias que presentaban los demás cuerpos de línea. Es p or eso que buena parte de la defensa debía recaer, teóricam ente, en las milicias. Según el ambicioso reglam ento de milicias de 1801, se debía avanzar en la creación de un núm ero im portante de unidades disci­ plinadas* con oficiales veteranos y arm am ento adecuado, capaces de asegurar la defensa de las principales plazas. Sin embargo, a diferencia

28Juan Beverma, 1935, p. 206. 29 M aría Eugenia Alem ano, 2016.

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de otras regiones de América, en el R ío de la Plata los diversos in­ tentos por generar una organización miliciana sólida chocaron una y otra vez con la resistencia de la población local, la crónica insuficien­ cia de recursos y la falta de constancia de las autoridades encargadas de aplicar las reformas. Gran parte de los objetivos estipulados en el reglamento no pasaron de ser buenas intenciones plasmadas sobre un papel30. Así, para principios de 1806, se daba una situación peligrosa: mientras que Buenos Aires era una capital en franca expansión, con más de 40.000 habitantes y con considerables remesasde: metálico potosino en espera de su embarque hacia la Península, se hallaba res­ guardada apenas por unos pocos centenares de tropas m al dispuestas y poco instruidas. Esa contradicción no dejó de ser evaluada com o una debilidad por los estrategas británicos y, a mediados del año, llegó la prim era invasión naval. C uando 1.600 hombres destacados desde Ciudad del Cabo desembarcaron en Quilines, la conm oción fue total. La movilización apresurada de las milicias fracasó y los bri­ tánicos entraron en Buenos Aires con muy poca resistencia. El virrey huía, las autoridades civiles juraban lealtad a; su Majestad Británica* los oficiales de línea prisioneros daban su palabra de no participar en la guerra a cambio de no ser enviados a Gran Bretaña. Los fundamentos del dom inio español en la región se veían sacudidos hasta el hueso. La reacción, sin embargo, no se hizo esperar. Santiago de Liniers reunió a las tropas d é la guarnición de M ontevideo, a los Blanden­ gues y a cientos de milicianos y voluntarios locales que le perm itie­ ron reconquistar la ciudad tras un mes y medio de ocupación. Desde entonces se le quitaron sus atribuciones; militares al virrey Rafael de Sobremonte y se inició un proceso que; cambiaría ¡parasiem pre la relación de fuerzas en el virreinato. Había que prepararse de inm e­ diato para repeler una segunda invasión que se anunciaba diez veces 30 Bárbara Calctti, 201 6.

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más numerosa que la anterior; la capital se lanzó de cabeza hacia la militarización total. Sólo que esta militarización no se realizó siguiendo el reglamen­ to de milicias vigente, sino que com binó elementos de las antiguas milicias urbanas con algunas innovaciones poco menos que revo­ lucionarias31. Así, las nuevas unidades urbanas se organizaron según un criterio de origen geográfico: los porteños en los regimientos de Patricios, los provincianos en los Arribeños, los peninsulares dividi­ dos en Catalanes, Andaluces, Gallegos y demás procedencias. Estas unidades no respondían a un plan general sino que iban surgiendo en función de la iniciativa de las distintas comunidades, que vestían y armaban a sus tropas, y sólo en segunda instancia se presentaban a pedir la autorización oficial. Eran, en un principio, voluntarias (con el correr de los meses se term inaría forzando a quienes no querían participar de ellas) y, en vez de contar con oficiales veteranos, elegían a sus propios mandos por votación de la tropa. En fin, durante los diez meses que duró la espera por la segunda expedición, estuvieron movilizadas de manera perm anente, a sueldo, dedicando las horas de cada día a la instrucción. Se conform ó así un ejército miliciano urbano de 8.000 hombres, equivalente a la totalidad de la población masculina y adulta de la ciudad. Cuando esta fuerza derrotó en un com bate casa por casa a los invasores británicos, en julio de 1807, las milicias pasaron a ser el principal factor de poder en Buenos Aires. La gran preocupación de las nuevas autoridades virreinales fue, desde entonces, qué hacer con estas fuerzas, cóm o controlarlas y cóm o pagarlas. En un princi­ pio su m antenim iento;era indispensable por el tem or a una tercera expedición británica, perp la situación cambió radicalmente a me­ diados de 1808, cuando N apoleón forzó la abdicación de Carlos IV y decidió ocupar militarmente la Península. C on el comienzo de la r‘ R aúl O. Fradkin, 2009.

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resistencia popular contra el Em perador, España pasó a ser aliada de Gran Bretaña. Las costas rioplatenses ya no tenían nada que temer. Lo que sí causaba inquietud, en cambio, era la suerte de la propia metrópoli, que caía palmo a palmo en manos de los franceses, con consecuencias absolutamente imprevisibles para las colonias am eri­ canas. En efecto, ante la ausencia del R ey prisionero, en España los pueblos estaban conform ando juntas para autogobernarse y orga­ nizar la resistencia. ¿Hispanoamérica seguiría ese camino juntista o m antendría la subordinación a sus autoridades virreinales? El in­ terrogante era particularm ente grave en el R ío de la Plata, donde el virrey Liniers, francés de nacimiento, había llegado al poder de la m ano de un m ovim iento del pueblo poco m enos que sedicioso. Esta tensión hizo eclosión, por primera vez, en septiembre de 1808, cuando en M ontevideo se form ó una Junta de gobierno que no reconocía la autoridad del virrey. La inestabilidad juntista se trasla­ dó a la capital el 1 de enero de 1809, al producirse una asonada en contra de Liniers. La dirigían algunos de los peninsulares más pro­ minentes del virreinato, com o M artín de Alzaga, y contaba con el apoyo de algunas de las milicias voluntarias de peninsulares creadas durante la crisis de 1806. El m ovim iento fue rápidamente sofocado, gracias a que los demás cuerpos de milicias volcaron su superioridad num érica a favor del virrey, pero este prim er choque tuvo algunas consecuencias relevantes para nuestro objeto de estudio. Ante todo, tras la asonada se disolvieron los tercios rebeldes de Vizcaínos, Gallegos y Catalanes, con lo que el equilibrio de poder se volcó decididam ente hacia los cuerpos conform ados p o r espa­ ñoles americanos, Se profundizaba, de esta manera, una tendencia iniciada ya en 1807. En efecto, tras el gran com bate urbano que term inó con la segunda invasión británica, mientras que la mayoría de los milicianos peninsulares habían vuelto a la normalidad, reto­ m ando sus empleos y entrenándose tan sólo los domingos, algunos cuerpos americanos, com o el de Patricios o el de Húsares, se habían 50

mantenido movilizados, acuartelados y a sueldo. Se encontraban, de ese modo, en una situación ambigua: estas unidades militares tenían un origen miliciano y voluntario del cual estaban orgullosas, pero estaban cumpliendo, en la práctica, un tipo de servicio perm anente más propio de las unidades veteranas. C on el correr de los meses y los años, este tipo de contradicciones se volverían realmente pro­ blemáticas. Al intento fallido de Alzaga siguieron dos movimientos muy im ­ portantes para nuestro tema: la revolución de Chuquisaca, en mayo de 1809, y la de La Paz, en julio del mismo año. Al igual que en los sucesos previos de M ontevideo y Buenos Aires, los levantamientos altoperuanos no fueron, en un principio, separatistas respecto de España, sino que pretendían resguardar la lealtad al hijo de Carlos IV, Fernando VII, en un espacio amenazado por la supuesta traición de las autoridades virreinales. En el caso de La Paz, no obstante, los; revolucionarios fueron bastante más lejos que sus predecesores: conform aron una Junta, levantaron un gran ejército miliciano y, ante los movimientos intimida torios de las autoridades peruanas, le declararon la guerra al virrey del Perú, José Fernando de Abascal32. Estos movimientos juntistas altoperuanos nos resultan relevantes por dos motivos. Por un lado, com o veremos más adelante, buena parte de la fuerza que se desbandó en la batalla de H uaqui estaba conformada por paceños que habían ejercido un rol activo en los sucesos de 1809, operando en el mism o terreno y com batiendo contra el propio José M anuel de Goyeneche, que com andaba las fuerzas del Perú. Por otro lado, una parte considerable de las tropas destinadas a reprim ir a los revolucionarios de C huquisaca fue­ ron enviadas desde Buenos Aires: los veteranos del Fijo y algunas compañías de Patricios, A rribeños y M ontañeses, bajo el m ando de V icente N ieto. Estas fuerzas perm anecerían en la región hasta 32 Rossana Barragán, 1996 y 2012. Sergio Serulnikov, 2016, pp. 95-123.

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sumarse al ejército de Balcarce y Castelli. D e m odo que la campaña de 1809 constituyó una experiencia previa de m ucho peso para un núm ero considerable de los combatientes de 1811. Si bien las revoluciones altoperuanas pudieron ser ahogadas en sangre por las fuerzas combinadas del Perú y el R ío de la Plata, las noticias que llegaban de Europa eran tan graves que a las au­ toridades virreinales les resultó im posible im pedir el estallido de una crisis general. Cuando se supo en Buenos Aires que las tropas francesas habían tomado Sevilla, sede de la Junta Suprema Central que gobernaba España en ausencia del Rey, se convocó a un Ca­ bildo abierto que desembocó en la revolución del 25 de mayo. En ésta desempeñaron un rol principal los comandantes de los cuerpos milicianos de la ciudad, que eran los verdaderos poseedores de la fuerza. Es por esto que la presidencia de la Primera junta, nombrada en reemplazo del virrey, recayó en el com andante del cuerpo de Patricios, Cornelio Saavedra. El carácter político-m ilitar del movi­ m iento revolucionario quedaba subrayado además po r otro hecho elocuente: el mismo 25 de mayo, en la petición surgida del Pueblo para conform ar el nuevo gobierno* figuraba com o prim era misión de éste el armar una expedición destinada a las provincias interiores. Esta expedición partiría a inicios de julio* bajo el m ando del coronel Francisco O rtiz de O cam po, con unos 1.150 hombres. Era nada menos que el nacimiento del que sería el Ejército Auxiliar del Perú.

La expedición a los pueblos interiores Eos cuerpos milicianos de una ciudad no podían ser enviados, sin más, a operar militarmente en provincias lejanas. Es por eso que el G obierno había procedido, desde el 29 de mayo, a reformar las mi­ licias heredadas de las invasiones inglesas en regimientos veteranos, sujetos en todo punto a la ordenanza militar española vigente. Para 52

esto, los antiguos batallones de milicianos eran entonces engrosados con el afluente de soldados voluntarios y con una rigurosa leva de “vagos y m alentretenidos”, hasta llenar el número de 1.116 plazas cada uno. De ese modo, los batallones de Patricios se transformaron en los R egim ientos n °l y n°2 de infantería, los Arribeños en el R egim iento n°3, y así sucesivamente. ¿Bastaba con cambiar la no­ minación para que las unidades se volvieran verdaderos regimientos de línea? Difícilmente. El disciplinamiento de la tropa revolucionaria bajo el modelo veterano sería un proceso largo, arduo, conflictivo y en buena m e­ dida infructuoso33. Pese a todos los esfuerzos de las autoridades, estas unidades guardarían durante años su marca de origen miliciano, la vocación de incidir en la elección de sus oficiales y él continuo estado de deliberación política que habían desplegado tanto en la asonada de 1809 com o en la semana de mayo de 1810. Es sobre la base de estos nuevos cuerpos de línea tan peculiares que se conformó la expedición al interior. Además de; su politización temprana, el prim er ejército patrio presentaba otras particularidades. D ado que la expedición al in­ terior se estaba perfilando com o u n ataque frontal a la contrarre­ volución que Liniers acaudillaba en C órdoba, la Junta quiso que todas las unidades de la capital estuviesen representadas. Por eso, en vez de enviar a uno de los nuevos regim ientos com pletos, el ejército expedicionario se com puso de dos com pañías de cada regim iento de infantería (n °l, 2, 3, 4, 5, Pardos y M orenos) y de piquetes de dragones, húsares y artilleros.Tratándose de un ejército relativamente improvisado, que iba incorporando voluntarios en cada pueblo de su tránsito; esta com posición por compañías sueltas daba a la fuerza un carácter variopinto qué debería ser corregido más tem prano que tarde. 33 Profundizamos el tema en Alejandro M . R abinovich, 2013b.

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En la misma línea, y pese a su apego a la ordenanza española en todo lo referido a la organización de los regim ientos, la Junta decidió que la expedición estuviese comandada al estilo de los ejér­ citos revolucionarios franceses. Es decir que, además del tradicional com andante en jefe de toda fuerza militar (en este caso, Ocampo), la expedición tenía a su frente a una especie de comisario político que representaba directamente a la autoridad de la Junta. Este cargo de “Representante” , que desempeñó brevemente.-Hipólito Viey tes y que luego asumió Juan José Castelli, generaría un problem a de “ doble com ando” que sería señalado por los contem poráneos como uno de los causantes principales de la derrota de Huaqui. D e hecho, durante los prim eros meses de la expedición, el pro­ blema fue aún más grave, porque las instrucciones del G obierno ordenaban que las decisiones im portantes fueran tomadas p o r una Junta de O bservación (a veces llamada Junta en Com isión), com ­ puesta por el com andante en jefe, su segundo, el representante de la Junta y el auditor de guerra, a pluralidad de sufragios. D e m odo que este ejército en cam paña tenía nada m enos que un cuerpo colegiado a su frente. C o n buen criterio, una de las prim eras cosas que haría Castelli al apoderarse del Alto Pérú sería derogar esta absurda institución. Pese a todo, la insistencia de la Junta en éste m ando políticom ilitar del ejército se debió a la naturaleza revolucionaria de su misión. La expedición a los pueblos interiores no estaba pensada para limitarse a encontrar al ejército enem igo y batirlo. Surgida de una petición popular, su función “auxiliar” consistía en realidad en expandir la R evolución al resto del virreinato. Esto implicaba identificar, capturar y ejecutar a los líderes contrarrevolucionarios, instalar gobiernos afines en las provincias del tránsito, hacer que se eligieran diputados, movilizar a los pueblos y transmitir, de manera más general, los principios del nuevo sistema. Desde ya, en esos primeros meses de la nueva era, definir esos principios resultaba pro­ 54

blemático34. Muchas de las posiciones políticas de los revolucionarios eran vacilantes, cuando no m utuam ente contradictorias, pero bajo el liderazgo de Castelli el ejército expedicionario iría adquiriendo la im pronta de una fuerza que se batía no sólo por un territorio o por un gobierno, sino por una causa: la de “la libertad”35. Vemos así que, desde sus primeros pasos, el ejército estaba marca­ do por una contradicción constitutiva entre dos tendencias: el inten­ to, p o r un lado, de crearlo como una fuerza profesional y permanente que respetase en todo la disciplina estipulada por la ordenanza; la voluntad; por el otro, de que canalizara el entusiasmo revolucionario propio de una fuerza de ciudadanos armados. Ignacio Núñez, un pu­ blicista im portante de aquellos años turbulentos, expresaba el doble filo de este carácter revolucionario cuando comparaba al ejército de Goyeneche, compuesto según él de “mercenarios” , con los soldados de la expedición al interior: U n ejército compuesto de hombres que tenían sentimientos, que tenían razón propia, pero que con el desconcierto de sus jefes, con las licencias de su disciplina militar y con sus disensiones o cuestiones de derechos y de soberanía, parecía colocado en una situación desesperada36. Si estas dos tendencias eran m utuam ente compatibles o no, y de qué manera podían arreglarse, era algo que todavía no estaba dem a­ siado claro. Por de pronto, la fuerza expedicionaria que partía de

34 Sobre la definición paulatina de los principios que guiarían a los revolu­ cionarios, véase N o em í G oldm an, 2016, pp. 144-156; 35 M arisa Davio, 2015, pp. 1 0 9 -1 2 4 .; 36 Ignacio N úñez, “ N oticias históricas de la R epública A rgentina” , en Saleño, N . M . (dir.), Biblioteca de Mayo, Colección de Obras y Documentos para la Historia Argentina, vol. 1, B uenos Aires, Senado de la N ación, 1960, p. 501. [De ahora en adelante, BM1

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Buenos Aires distaba aún bastante de poder llamarse un ejército. La mayoría de las unidades acababan de ser creadas de la nada o sobre fuerzas prexistentes muy dispares; una parte significativa de la tropa se había incorporado a las filas tan sólo unos días antes. Es decir que el procedim iento lógico para form ar un regim ien­ to (prim ero acuartelar la tropa, luego instruirla durante meses y recién salir a buscar al enem igo cuando ésta estuviera lista) no se respetaba en absoluto. Así, los jefes y oficiales tenían po r delante una tarea doblem ente difícil. N o sólo tenían que marchar hacia el ejército contrario tratando de evitar la deserción de tropas poco disciplinadas: si no querían: correr el riesgo de ser inm ediatam ente derrotados cuando llegara el m om ento de llegar a las manos, tenían que instruirlas a lo largo del camino, aprovechando cualquier alto en él. Las instrucciones del G obierno a Castelli eran en este punto muy claras: Desde que llegue a la expedición expedirá las órdenes más estre­ chas para establecer una rigurosa disciplina: repetirá los ejercicios doctrinales procurando tener al soldado en fatiga continuada y ponerlo en un estado de instrucción que cause a las gentes del Perú una verdadera sorpresa37. Los reportes sobre el grado de cu m plim iento de esta orden son divergentes. El G obierno, sobre la base de inform es que iba recibiendo, se m ostraba preocupado y dirigía a los jefes algunas críticas lapidarias. Por ejem plo, en un oficio a Castelli, cuando el ejército iniciaba el trayecto de C órdoba hacia el norte, la Junta se quejaba p o r la gran deserción sufrida, p orque los desertores habían quedado im punes y porque ignoraban “ el núm ero fijo de

37 p. 11764.

o6

“ Instrucciones de la Junta a Castelli, 12 de septiem bre de 1810” , B M , XIII,

soldados que com ponen ese ejército po r la om isión de los partes” . A gregaba saber del “ desgano en las marchas, que los soldados corren en desorden, sin guardar disciplina alguna; los oficiales a la distancia de su tropa” . En fin, que no hacían ejercicios y que, lejos de ganar en disciplina, estaban perdiendo la poca que te­ nían38. D esde entonces, sin em bargo, la actitud de la oficialidad superior respecto de la disciplina habría variado. Interrogados por los fiscales de la Causa del Desaguadero, la mayoría de los oficiales del ejército respondió que se había hecho cuanto se pudo por instruirlo, con asambleas de estudio para los oficiales e intensos ejercicios de instrucción para la tropa39.

Una marcha arrolladora Pese al muy deficiente nivel de disciplina con que se inició la expe­ dición, la suerte parecía sonreírle y reinaba el entusiasmo40. Las tropas partieron de R etiro el 6 de julio de 1810 por la tarde y, a pesar de la lluvia y las heladas, tuvieron una marcha sin mayores contratiempos hasta las inmediaciones de Córdoba. Sé esperaba que encontraran allí una dura resistencia por parte de Liniers, quien se había declarado en contra de la Junta. El héroe de la R econquista poseía una sólida reputación militar y no poco prestigio popular, pero los temores de

38 “ O ficio de la Junta a Castelli, B uenos Aires, 22 de septiem bre de 1810” , B M ,X III, p. 11481.

- :u

39 Véase p o r ejem plo “ D eclaración del A yudante M ayor A ntonio Vilialba” , BM , X III, p. 11575. - 40 Para lo que sigue nos basamos en un m anuscrito titulado “ Felipe Pereyra de Lucena, Extracto del diario de lo ocurrido en la E xpedición Auxiliadora” , Ar­ chivo General de la Provincia de C o rrien tes,“ Fondo M antilla” . A gradecem os al D irector jo rg e E nrique D eniri y al Dr. M iguel Á ngel D e M arco p o r facilitarnos la versión digital.

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los revolucionarios no se concretaron y las fuerzas reunidas por el ex virrey se desbandaron antes de combatir. U na avanzada del ejército ocupó Córdoba en los primeros días de agosto, se reemplazaron las autoridades com prom etidas con la Contrarrevolución y se envió una partida de caballería a perseguir a Liniers, que huía camino del Perú. Su rápida captura, ju n to con la del depuesto gobernador de Córdoba, el obispo Orellana y otros funcionarios virreinales prófugos* generó la prim era crisis d é la ex­ pedición. Las instrucciones reservadas que había recibido: Ocampo, redactadas por el secretario de la Junta M ariano M oreno, eran ter­ minantes: Liniers y los demás jefes contrarrevolucionarios; debían ser arcabuceados en el m om ento mismo de ser capturados. La Junta de Observación del ejército, empero, en lo que constituye el prim er desacato militar de la recién inaugurada historia rioplatense inde­ pendiente, decidió suspender el cum plim iento de la orden para “no chocar descubiertamente la opinión pública”41. La respuesta del G obierno fue fulminante. Juan José Castelli se desplazó inm ediatam ente a Córdoba, donde hizo cum plir la ejecución de todos los líderes prisioneros, con excepción del obispó. Satisfecha por su energía, la Junta nom bró a Castelli com o su R e ­ presentante en el ejército en reemplazo del más tímido Vieytes. Para no dejar más lugar a dudas, el nom bram iento, del 6 de septiembre de 1810, estipulaba que Castelli tendría las mismas prerrogativas que la Junta y que el ejército obedecería “ciegam ente a sus órdenes” com o si el propio G obierno se hallase presente42. A su vez, si bien O cam po seguiría form alm ente al frente del ejército durante unos 41 “ O cam po a la Junta, C órdoba, 10 de agosto de 1810” , en Carranza, Adolfo P., Archivo General de la:República Argentina, Segunda Serie,Tom o I, Buenos Aires, Ed. Kraft, 1894, p. 30.

.

,

42 “N om bram iento de Castelli com o Representante de la Junta Provisional gu­ bernativa de las provincias del R ío de la Plata, ó de septiembre de 1810” , BM , XIV, p. 12921.

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meses, el m ando militar real de las operaciones recaería en quien venía desempeñándose como su segundo jefe, el coronel A ntonio González Balcarce, quien reunía un perfil m ucho más adecuado para com andar una acción de guerra de grandes proporciones. N acido en Buenos Aires en 1775, en el seno de uno de los p rin­ cipales clanes militares de la región, Balcarce había iniciado su carrera con tan sólo trece años, cuando entró como cadete en él cuerpo de Blandengues que mandaba su padre. Tras largos años cuidando las fronteras coloniales, las invasiones británicas lo lanzaron com o a tan­ tos otros a una carrera militar-revolucionaria vertiginosa que poco antes hubiera resultado impensable. Así, tras haber caído prisionero de los británicos en 4807, fue trasladado a Inglaterra. Guando ésta firmó la paz con España, Balcarce pasó a la Península para combatir a Napoleón, adquiriendo una experiencia que, por el m om ento, lo destacaba de la mayoría de sus pares rioplatenses. Habiendo vuelto a Buenos Aires antes de los sucesos de mayo de 1810, su carrera en el Ejército Auxiliar del Perú lo proyectaría hasta los más altos mandos de la R evolución43. Bajo esta nueva conducción, el ejército inició el 1 de septiembre su marcha hacia el norte. E n esta etapa, la clave radicaba en avanzar con rapidez para ocupar la mayor cantidad de provincias posible, porque los opositores a la Junta ya se estaban organizando en el Alto Perú y amenazaban con cortar el acceso a sus muy ricos recursos. En efecto, al enterarse de lo ocurrido el 25 de mayo en Buenos Aires, el gobernador intendente de Potosí, Francisco de Paula Sanz, y el presidente de la Audiencia de Charcas,Vicente Nieto, se declararon rápidamente en contra de la Junta revolucionaria y solicitaron pro­ tección al virrey del Perú, quien respondió con la anexión de todo el Alto Perú a su virreinato. Nieto, recordemos, había llegado al Alto Perú en 1809, enviado po r Cisneros para reprim ir la revolución de 43V icente Osvaldo C utolo,vol. 1,1968, p. 303.

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Chuquisaca. Sus tropas estaban compuestas po r los veteranos del Fijo de Buenos Aires, pero tam bién po r compañías de Patricios y A rribeños. D esconfiando de la lealtad de estos milicianos, tom ó una medida brutal: sorteó a uno de cada cinco y los envió a m orir trabajando en los socavones de Potosí. A partir de ese m o m en to la guerra escalaba hacia una con­ frontación directa con el V irreinato del Perú. Los revolucionarios rioplatenses ya no se batían con los descontentos de su propio te rrito rio , sino con el orden virreinal en su conjunto. La escala de las operaciones era otra y no tardaría en volverse co n tin en ­ tal. Para evitar que N ieto y Sanz tuvieran tiem po de reunir las milicias altoperuanas, Balcarce avanzó a m archas forzadas, p o r la posta, logrando llegar a Jujuy con una parte de la vanguardia el 15 de septiem bre. C o m o la artillería y el grueso de la fuerza, en cam bio, tardarían aún varias semanas en llegar, y dado que la vanguardia de Sanz ya se estaba co ncentrando en Tupiza, en las prim eras operaciones de esta cam paña desem peñaron un rol preponderante las milicias movilizadas localm énté, com o las dé Salta, reunidas p o r M artín M iguel de G üem es, y las de Tarija, que presentó a más de 600 h om bres44. Es co n el agregado de estas fuerzas que la pequeña vanguardia pudo seguir avanzando, haciendo que las fuerzas de N ieto se atrincherasen a esperarlos en Cotagaita, bloqueando el acceso a Potosí. E n lo que constituyó el prim er com bate de alguna consecuen­ cia de la guerra, los revolucionarios atacaron estas posiciones el 27 de octubre de 1810. Se trató de u n ataque torpe, precipitado, con m uy pocas chances de éxito. Los revolucionarios avanzaron hasta

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Los partes oficiales de Castelli apenas si reconocían el rol ejercido por las

milicias norteñas. Además de irritar a G üem es y otros jefes milicianos, esta actitud generó una polém ica historiográfica. Véase M iguel O tero, Memorias: de Güemes a Rosas, Buenos Aires, Ed. Argentinas, 1946.

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ponerse a tiro de las trincheras, iniciaron el fuego sin demasiado efecto y, unas cuatro horas más tarde, tras haberse quedado sin m u­ niciones, iniciaron la retirada en busca de refuerzos. Este pequeño contraste, en donde se había sufrido apenas u n puñado de bajas ante un enem igo fortificado y más numeroso, no era en sí mismo preocupante. U n incidente m uy inquietante, sin embargo, señalaba las ende­ bles bases de la disciplina del ejército y preanunciaba de manera ominosa lo que ocurriría en H uaqui m enos de un año después. N ada m enos que el com andante de la artillería revolucionaria, el capitán Juan R am ón U rien, fue levem ente herido en m edio del com bate y entró en pánico, huyendo desaforadamente y generan­ do una reacción en cadena de peligrosas consecuencias. C om o denunciaba Balcarce: El atolondrado y cobarde com andante de Artillería D. Juan R am ón U rien, divulgando la voz de hallarse herido desam: paró la Pieza que mandaba en el medio de la acción, y sin darm e el más m ínim o conocim iento em prendió una vil y vergonzosa fuga, viniendo por toda la Carrera vociferando, que todo el ejército se había perdido, y que quedaba el río de Santiago cubierto de nuestros cadáveres. Son incalculables los males que ha traído este procedimiento a que no puedo encontrarle un principio45. M ovidos por los gritos agoreros de U rien, los habitantes de los pueblos vecinos huyeron, los refuerzos que se acercaban pegaron m edia vuelta y las m uniciones no llegaron. Felizm ente para los revolucionarios, los enemigos no salieron de sus trincheras a p er­

45

“ Parte del C om bate dé Cotagaita” , en Pardo, Agustín (dir.), Partes oficiales y

documentos relativos a la Guerra de la Independencia, vol. 1,1900, pp. 34-36.

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seguirlos, por lo que Balcarce pudo reorganizar sus fuerzas cerca deTupiza, depuso a U rien de su m ando y se dispuso nuevam ente a combatir. N ieto, quien tras lo observado en Cotagaita subestimaba a las fuerzas de la Junta, lanzó a la vanguardia del ejército contra­ rrevolucionario en su búsqueda. Se llevaría una gran sorpresa el 7 de noviem bre dado que Balearce, que había recibido refuerzos el día anterior, los esperó a pie firm e en Suipacha, rechazándolos con grandes pérdidas. Los efectos de esta prim era victoria revolucionaria suelen ser sobrevaluados en las efemérides argentinas. E n definitiva* Suipacha no fue más que un com bate parcial entre dos pequeñas divisiones de vanguardia. Lo que ocurrió fue que, en paralelo al avance de las fuerzas rioplatenses, en Cochabam ba se produjo una modificación trascendental del escenario cuando, el 14 de septiembre de 1810, un grupo de revolucionarios depuso al gobernador y declaró su adhesión a la Junta de Buenos Aires. El jefe del levantamiento, el militar cochabambino Francisco del Rivero, movilizó las milicias y se preparó a combatir, cortando en consecuencia la comunicación entre N ieto y las fuerzas de Goyeneche en el Desaguadero. U na semana después de Suipacha, Rivero se enfrentó a la otra división contrarrevolucionaria existente en el Alto Perú y la derrotó por com pleto en la batalla de Aroma. Es el efecto reunido de ambas victorias lo que pulverizó el do­ m inio de Abascal sobre el Alto Perú. Bajo la influencia de noticias catastrofistas, N ieto perdió la cabeza y huyó, Potosí se rebeló, Sanz fue capturado y entregado a los revolucionarios. D e esta forma, en el espacio de pocos días se había producido un vuelco com pleto de la situación. Todos los cabildos se apuraban a reconocer a la Junta de Buenos Aires y a enviar ansiosas invitaciones a Castelli. Incluso el gobernador de La Paz, el arequipeño D om ingo Tristán (nada menos que el prim o de G oyeneche), declaraba su adhesión a la Junta. N ieto, Sanz y Córdoba, los principales cabecillas opositores 62

en la región, eran fusilados el 15 de diciem bre en la plaza mayor de Potosí.A ún no había concluido el año de 1810 y ese pequeño ejército auxiliar improvisado, que había salido de B uenos Aires cinco meses antes, ya había cum plido la parte principal de su m i­ sión, integrando las provincias interiores al orden revolucionario. El éxito superaba todas las expectativas y se volvía em briagador. El optimismo se iba trocando en un triunfalismo desenfrenado. C om o anunciaba el jefe de las tropas de Cochabam ba: Estos gloriosos acaecimientos han; puesto en tal efervescencia de valor y animosidad en nuestras tropas, que desean con impa- : ciencia presentarse a la frente del enemigo para devorar, y cortar las cabezas criminales. No dude un punto V. E., que la acción es nuestra, ya por la fuerza de nuestros ejércitos, como por la cons­ tante cobardía del enemigo, á esfuerzos de los repetidos golpes que ha experimentado viven anonadados, y exánimes, tal vez esperando los últimos momentos de su existencia46. La victoria final se daba así por adquirida y los festejos se m ulti­ plicaron por doquier.

L a situación política en el Alto Perú Para fines de diciem bre de 1810, entonces, el Alto Perú se había abierto p or completo a los revolucionarios. En las semanas siguientes, éstos ocuparon las principales plazas, nom braron autoridades afines

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“ Francisco del R iv ero a la Ju n ta, 21 de m ayo de 1811” , en Ju n ta de

h isto ria y num ism ática am ericana, Gaceta de Buenos Aires, reimpresión facsimilar. 1 8 W -1 8 2 Í , vol. 1, B uenos Aires, C o m p añ ía sud-am erican a de billetes de banco, 1910. [De ahora en adelante, La Gaceta]

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y empezaron a utilizar los abundantes recursos de la región. Cabe interrogarse, sin embargo, acerca del nivel y la naturaleza del apoyo que la población local brindó al Ejército Auxiliar y a la causa que representaba. Los posicionamientos, muy variados, tanto de los diver­ sos sectores de las élites como de los sectores populares, ¿respondían al convencimiento sincero o a. la necesidad surgida del resultado de las batallas de Suipacha y Aroma47? Hay suficientes testimonios respecto del entusiasmo significativo que despertó el discurso indigenista de Castelli entre la población indígena de vastas provincias altop emanas. En los alrededores rurales de Oruro, por ejemplo, algunas comunidades, que estaban movilizadas desde antes de la llegada de los rioplatenses, se plegaron inmediata­ m ente al esfuerzo general de los revolucionarios48. El ejército contó así con la escolta y asistencia de cientos y hasta miles de naturales que hicieron posible su avance y sustento. En palabras del segundo jefe del ejército, Juan José Viamonte, al llegar a O ruro tras una dura travesía, el apoyo indígena había sido sencillamente fundamental: Para superar lo ingrato y fragoso de estos terrenos i han abundado los brazos de sus naturales, y sin cuyo auxilio hubiera sido inútil cualquier esfuerzo, llenándome de admiración en cada tambo, o población del tránsito así sus demostraciones de obsequio, como la viva adhesión a la Exma. Junta49. Al mismo tiempo, ese-discurso indigenista, y su concreción en medidas com o la supresión del tributo, despertaba suspicacia en unas élites urbanas que veían amenazadas las bases de su posición

47 Sobre las posiciones políticas de los altoperuanos ante la coyuntura revolu­ cionaria, y sus raíces de largo de plazo, consúltese Sergio Serulnikóv, 2013. 48 M aría Luisa Soux, 2009, pp. 53-73. 49 “ V iam onte al G obierno, O ruro, 20 de enero 1 8 i r \ A G N , X , 3-10-2.

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económica y social50. Imaginemos po r un segundo lo que pensarían los empresarios mineros potosinos, cuando veían que Castelli recibía las quejas de los indios “con sumo cariño hasta levantarlos del suelo donde se postraban, abrazarlos y decirles que todo aquello se había acabado y que todos éramos iguales”51. D e ese m odo, si el representante de.la ju n ta era recibido con toda pom pa en las ciudades, cuando llegaba al m ando de su ejército, bastaba con que se marchara para que la adhesión a la R evolución fuese puesta en entredicho. En Potosí, p o r ejemplo, Castelli entró en triunfo un 25 de noviembre, aclamado po r el Cabildo y tratado poco m enos que com o u n rey. Sin embargo, cuando term inaron de retirarse las últimas tropas en marcha hacia el norte, el 20 de abril de 1811, estalló un intento de: contrarrevolución que contó con más de 400 conspiradores, controlado a duras penas por las autoridades leales a Buenos Aires. Esta oposición latente respondía, además de a la política indige­ nista de Castelli, a raíces de antigua data52. La conform ación misma del virreinato rioplatense, en 1776, había condenado a las provin­ cias mineras a sostener con. sus recursos a la corte virreinal de una capital lejana que no les entregaba nada a cambio. Ahora, con el gobierno directo del Alto P erú por parte de las autoridades venidas de Buenos Aires y las enormes sumas requeridas para financiar la guerra, la situación no hacía sino em peorar53. La casa de la moneda de Potosí, en particular, era tratada p or los revolucionarios com o un botín de: guerra que podía ser saqueado a voluntad. N o bien tom ó control sobre ella, Castelli ordenó el envío inopinado de cientos de miles de pesos fuertes en oro y plata hacia la capital, dando inicio

50Tulio H alperín D onghi, 1994, pp. 248-254. 51 “D eclaración de D om ingo A lbariño” , BM , X III, p. 11779. 52 José Luis R o c a , 2007, p. 199. 53 R aquel Gil M ontero, 2006, pp. 89-117.

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a un proceso de vaciamiento que no concluiría sino con la partida definitiva de los rioplatenses, tras la derrota de H uaqui, cuando Juan M artín de Pueyrredón huyó hacia el sur llevándose todo cuanto quedaba en el tesoro. O tro elem ento que generaba recelos era la presencia de lo que los altoperuanos no podían dejar de percibir com o un poderoso ejército foráneo,“auxiliador” en las formas pero de “ocupación” en los hechos. Estas inquietudes tenían una larga historia en la región, que había visto- instalarse guarniciones de línea (provenientes en m uchos casos de Buenos: Aires) en las urbes im portantes tras el som etim iento de las insurrecciones tupamaristas de 178154. Estas guarniciones habían com etido todo tipo de violencias sobre la población, cuya m em oria volvía ahora a aflorar en un contexto político m uy distinto. Si bien los nuevos jefes revolucionarios ha­ rían esfuerzos considerables por m antener la disciplina dé la tropa, de m anera de no indisponerse con los lugareños, la acum ulación de incidentes alim entó una desconfianza m utua que no haría sino agravarse. P or últim o, el clim a p o lítico en el cual actuaba el ejército com enzó a enrarecerse tam bién por la lucha facciosa cuyos ecos llegaban desde B uenos Aires55. Allí, en el seno de la Junta, se ve­ nían perfilando dos tendencias rivales, que si bien coincidían en no aceptar la legitim idad de las viejas autoridades virreinales ni de los nuevos órganos de gobierno m etropolitanos, se oponían e n al­ gunas cuestiones fundam entales. Los morenistas o radicales plan­ teaban la necesidad de asum ir plenam ente la soberanía, reuniendo un congreso constituyente que abriría, aunque no lo dijeran aún expresam ente, el cam ino hacia una verdadera independencia. Los saavedristas o m oderados, en cambio, entendían que la soberanía

54 Sergio Serulnikóv, 2009, pp. 439-469. 55 Marcela Ternavasio, 2007.

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sólo se asum iría a m odo de “resguardo” o “ d ep ó sito ” m ientras durase la ausencia del Rey, buscando la autonom ía política pero dentro de la m onarquía española. Tras meses de lucha subterrá­ nea, el triunfo de los saavedristas se plasmó en la constitución de la Ju n ta G rande en diciem bre, el destierro encubierto a Europa de M ariano M oreno y la purga de todos sus seguidores el 5 y 6 de abril de 1811. Castelli, que estaba claramente alineado con la facción derro­ tada, convocó a m uchos de los expatriados a sumarse a su fuerza y com enzó un tenaz tira y afloje con el G obierno respecto de cada cargo que debía cubrirse en el Alto Perú56. Era una ardua guerra de posiciones donde se jugaba m ucho más que la conducción de un ejército o el gobierno de una provincia. C o n todos los recursos de Potosí y una fuerza militar victoriosa, Castelli y su camarilla (donde se iban aglutinando otros radicales com o Bernardo de M onteagudo) representaban un contrapoder formidable* perfectam ente capaz de volverse contra B uenos Aires una vez que triunfase sobre el Perú.

^ ^

La; posibilidad ■de una tem prana guerra; civil entre facciones revolucionarias era m uy real. A lgunos publicistas, com o Ignacio N úñez, lo denunciaban al afirm ar que “ todas las clases del ejér­ cito clamaban por batir cuanto antes a los españoles para volver sus armas contra los traidores de la capital”57. Más grave aún'es que varios oficiales del E jército A uxiliar del Perú lo confirm aban plenam ente: De resultas de lo acaecido; en esta capital el 5 y 6 de abril del año antecedente se dijo entre los oficíales del ejército, que con­ cluida la función del Desaguadero, se había de atacar a Buenos

56 Fabio Wasserman, 20-11-, pp. 131-179. 57 Ignacio N úñez, op. cit., p. 497.

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Aires, las cuales especies se divulgaban por los edecanes del general Balcarce, y del doctor Castelli, y otros más allegados suyos58. En los hechos, el ejército comandado por Castelli se había trans­ formado en el último gran bastión de la facción morenista y de su visión de la R evolución. Esto no incluía, p o r supuesto, a todo el cuerpo de oficiales, pero sí a un g ru p a significativo que se permitía avanzar algunos posicionamientos políticos que resultaban disruptivos para la línea defendida por los saavedristas en el poder5?;Así, tras la de­ rrota de Huaqui, cuando el Gobierno sometió a Castelli a un proceso judicial por lo actuado en el Alto Perú, una de las preguntas que el fiscal dirigió a los testigos era “Si la fidelidad a nuestro excelentísimo soberano, el rey don Fernando séptimo fue atacada igualmente pro­ curando introducir el sistema de libertad, igualdad e independencia” . Las respuestas positivas de los oficiales fueron abrumadoras. G regorio Zevallos declaró que en el ejército se decía “ que lo que tratábamos era de establecer nuevo gobierno y ser independientes sin obedecer al señor Fernando V II”60. Sebastián de la Mella confirmaba “que oyó proposiciones entre la oficialidad relativas a independencia, libertad e igualdad”61. Eusebio Suárez, en privado, escuchó decir a Castelli “ que no se había de reconocer ninguna testa coronada”62. Esteban Figueroa iba más lejos: Los más de los oficiales del ejército aspiraban a la independen­ cia, despreciando a Fernando séptimo, pues aun se quitaban y arrojaban por el suelo su retrato puesto sobre la escarapela, 58 “Declaración de Esteban Figueroa” , BM , X III, p. 11812. 59V irginia M acchi, 2012, pp. 78-96. 60 “Declaración de G regorio Zeballos” , BM , X III, p. 11787. « “D eclaración de Sebastián d é la M ella” , B M , X III, p. 11783, f>2“D eclaración de Eusebio Suárez” , BM , X III, p. 11797.

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lo que sabía el doctor Castelli, pues lo oía, veía y aun se eje­ cutaban a su presencia, sin que hubiese tomado providencia contra ello. El único que no se mostraba apologético era, claro está, M o n ­ teagudo. Desafiante, el futuro secretario de San M artín declaraba “que se atacó form alm ente el dom inio ilegítim o de los reyes de España y procuró el doctor Castelli po r todos los medios directos e indirectos propagar el sistema de igualdad e in d ep en d en cia” . Y no eran sólo palabras. El plan, una vez derrotado el enem igo, era convocar a u n congreso que reuniera a todos los diputados altoperuanos en Potosí o en Charcas, oponiendo un contrapeso al gobierno de Saavedra63. Inquietos por esta situación, los saavedristas empezaron a explorar medidas para hacerse con el control del ejército64. Contaban con un apoyo im portante entre sus filas: el segundo jefe del Ejército Auxiliar, Juan José Viamonte. La posibilidad de realizar un m otín para depo­ ner a Castelli y a Balcarce en beneficio de éste fue abordada en una reunión secreta que tuvo lugar en O ruro a principios de marzo de 1811. De ella participaron algunos de los más prominentes oficiales del ejército: Luciano M ontes de O ca,Toribio de Luzuriaga, M atías, Balbastro y José León D om ínguez entre otros, aunque luego los dos primeros declararían que sólo participaron para hacer desistir a los demás. Finalmente, la conspiración no fructificó por la negativa a participar del propio Viamonte, pero Castelli estuvo al tanto de ella y desde entonces la desconfianza com enzó a m inar las relaciones entre la oficialidad65. 63 “ D eclaración de Bernardo de M onteagudo”, B M , X III, p. 11834. 64 Saavedra viviría convencido de que Castelli se precipitó a la batalla de H u aq u i para liberarse en ese frente y atacarlo a él. Véase C o rn elio Saavedra, Memoria Autógrafa, en BM , II, p. 1062. 65 Ignacio N úñez, op. cit., pp. 491-495.

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Así, pese a que en noviem bre de 1810 Castelli proponía avanzar directam ente hasta el Desaguadero para revolucionar el sur del Perú, la verdadera situación política, tanto en la región com o en la capital, le exigía consolidar prim ero sus posiciones altoperuanas, palm o a palmo, si no quería correr el riesgo de verse cortado y perdido por una contrarrevolución en su retaguardia. Se instaló pues en Chuquisaca, donde pasó dos meses reorganizando la ad­ m inistración y la econom ía, y se desplazó luego a Cochabam ba, donde com enzaban a manifestarse serias tiranteces con los líderes revolucionarios locales. En total,, el afianzam iento de su control sobre el A lto Perú le tom ó nada m enos que seis meses, lo que le valdría, retrospectivam ente, u n gran núm ero de críticas. Esas críticas asumen que de no haberse detenido a fines de 1810, los revolucionarios, po r la misma inercia que llevaban desde Suipacha, hubieran triunfado sobre G oyeneche66. U n somero análisis de las fuerzas militares con las que contaba el Perú, en cambio, perm ite dudar de semejante conclusión.

Conociendo al enemigo: el Ejército R eal A principios del siglo X IX , el virreinato peruano contaba apenas con 1.681 soldados de línea concentrados en Lima y una vasta pero indisciplinada red de milicias desplegadas p o r el territorio. ¿Cóm o es posible entonces que el Perú haya resistido durante tres lustros a los esfuerzos combinados de los revolucionarios rioplatenses^ chilenos y neogranadinos? La clave radica en la exitosa reorganización: militar del sur peruano emprendida en 1809 com o respuesta a las revolu­ ciones dé Chuquisaca y La Paz67. Erí ése m om ento, ante la amenaza

66 Por ejemplo, Dámaso de U rib u ru , Memorias, 1794-1857, en BM , I, p. 647. 67 Natalia Sobrevilla Perea, 2011, pp. 57-79.

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presentada especialmente por ios revolucionarios paceños, el virrey Abascal encargó la represión del movimiento a un criollo que habría de transformarse en la pesadilla de los generales rioplatenses: José M anuel de Goyeneche. Q u ien term inaría sus días llevando el glorioso título de C o n ­ de de H uaqui había nacido en 1776, en el seno de una familia acom odada de A requipa. Las élites de esta provincia, com o las de P uno y Cuzco, tenían la particularidad de que, habiendo sufrido de prim era m ano el levantam iento de Túpac A m aru, guardaban con las milicias regionales: un com prom iso m ucho más grande que el de sus pares de otras regiones. M ientras que en las demás ciudades am ericanas las familias poderosas destinaban a sus hijos al com ercio, al clero o al derecho, los niños acom odados de Are­ quipa entraban a servir com o cadetes en los regim ientos m ilicia­ nos (G oyeneche, p o r ejemplo, desde los ocho años), tras lo cual m uchos de ellos pasaban a la Península para seguir adiestrándose en la carrera de las armas. Se formó, así, una generación de militares americanos (el propio Goyeneche, sus tres prim os Tristán, Francisco de Picoaga y otros) con una inusual experiencia de prim era m ano en las guerras na­ poleónicas. Goyeneche;, en particular, había sido com isionado por el ministro español M anuel Godoy para elaborar u n inform e sobre las tácticas utilizadas en los principales ejércitos europeos. Esto le había valido la extraordinaria o p o rtunidad de visitar las capi­ tales de las distintas potencias para presenciar y estudiar a fondo las maniobras d élas fuerzas prusianas, francesas y austríacas, entre otras68. ¿Q uién más, en Am érica, podía pretender contar con un conocim iento de ese tipo? Es sobre la base de ésta form ación que Goyeneche, desempeñán­ dose com o intendente del Cuzco, movilizó en 1809 a las milicias de 68 Natalia Sobrevilla Perea, 2012, pp. 251-293.

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esa provincia, Arequipa y Puno, insistiendo en la rigurosidad de la disciplina y la capacidad táctica que pretendía im poner a su tropa. Su triunfo sobre los paceños fue aplastante, com o veremos en la sección siguiente, y lo dejó al frente de un ejército ciertam ente miliciano, pero ya aguerrido, victorioso y con una respetable experiencia de combate en la región. Cuando las noticias de la revolución rioplatense llegaron ai Perú, en julio de 1810, la misión de organizar la defensa recayó natural­ m ente en el arequipeño quien, casi sin solución de continuidad, volvió a situarse en su cam pam ento de Zepita, sobre el Desagua­ dero. Allí; mientras esperaba pacientem ente la llegada de los revo­ lucionarios, hizo levantar planos m uy detallados: del lago Titicaca, del camino que iba hacia H uaqui y de la región de La Paz, donde sabía que iba a tener que combatirlos. Fue tom ando sus posiciones cuidadosamente, instalando guardias y baterías, m idiendo alturas y ángulos de tiro, tejiendo com o una araña la tela en donde Castelli y Balcarce se iban a lanzar de cabeza. i

^

D e esta forma, al tiempo que las tropas salidas de Buenos Aires

marchaban incontables leguas y se deshacían en mil trabajos,; las milicias del sur peruano se instruían cada día, ejecutaban maniobras generales, se refundían en batallones y fortificaban sus posiciones. Bien aprovisionadas, descansadas, perfectamente adaptadas a la altura, conocedoras de cada palmo del campo de batalla donde habrían dé luchar, para principios de 1811 las fuerzas de Goyeneche, reforzadas por algunas compañías d e veteranos venidos de Lima, se elevaban a 6.000 hombres y se distinguían de los regimientos de línea sólo en el nom bre69. ¿Acaso ese rejunte de compañías sueltas que Castelli arrastraba desde C órdoba, y que superaba apenas los dos m il hombres, podía considerarse superior a esté Ejército del Desaguadero po r su nú­ 69Julio Luqui-Lagleyze, 1997, pp. 89-95.

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mero, su organización o su oficialidad? De ninguna manera. Si los revolucionarios querían batir a Goyeneche, prim ero iban a tener que construir un ejército de verdad. Ahora bien, los hom bres, el dinero, los vestuarios, todo el material necesario para esa form ida­ ble empresa, no iban a venir marchando desde la capital, que estaba concentrada en la tom a de la m ucho más próxim a M ontevideo, sino que iba a haber que procurárselos en la región. Más allá de sus bravuconadas públicas, Castelli y Balcarce tuvieron el m érito de com prenderlo. Por eso pasaron m edio año en el Alto Perú; no de juerga ni de vacaciones, com o los acusaron los m aledicentes, sino intentando form ar una fuerza de com bate con capacidad ope­ rativa real. Tratemos ahora de familiarizarnos co n el fruto de sus esfuerzos, para poder pasar luego, con conocim iento de causa, al estudio de la batalla.

E l Ejército A uxilia r y Combinado del Perú El pequeño ejército que se batió en Suipacha, el 7 de noviembre de 1810, no es el mismo que fue derrotado en H uaqui el 20 de junio de 1811. E n los meses transcurridos entre uno y otro combate las compañías provenientes de la capital fueron refundidas en verdade­ ras unidades de batalla, y el núm ero de sus efectivos fue triplicado por la afluencia de reclutas y la creación de batallones altoperuanos completos. Había nacido, así, el Ejército Auxiliar y Com binado del Perú, que se destruiría para siempre en el pánico de la batalla de H uaqui70. ¿Cóm o estaba; form ado?,

L

Ante todo, se subsanó el problema de las compañías sueltas reor­ ganizando a las tropas rioplatenses en dos grandes regimientos ajus­

70

Esta denom inación aparece por prim era vez en ''Castelli al Cabildo de

Lima, Laja, 13 de mayo de 1811” , B M ,X III,p . 11509.

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tados a la ordenanza: el n°6 de Infantería, que reunió a las compañías de infantería sacadas de Buenos Aires y engrosadas en el tránsito, y el R egim iento de Dragones Ligeros de la Patria, que incorporó a los piquetes de caballería que venían de la capital. La artillería rioplatense, por sú parte, fue reorganizada en dos compañías de artilleros más otra agregada de camineros, vaquéanos y zapadores. Por último, se reformaron las milicias altoperuanas hasta regularizarlas de manera similar a lo que se había realizado en Buenos Aires en mayo de 1810. Se crearon así dos regim ientos de infantería (uno con paceños y otro con cochabambinos), uno de caballería (cochabambinos) y un escuadrón de húsares voluntarios (paceños). A éstos se fueron agre­ gando compañías sueltas de milicias de otros puntos del territorio y una cantidad no especificada de indígenas que cumplían importantes funciones auxiliares. Si no es difícil conocer la estructura de este ejército, es m ucho más arduo saber con cierta precisión el núm ero de sus efectivos. N orm alm ente, esta cuestión no presenta problem as para los ejér­ citos de la época, ya que los com isarios elaboraban, y enviaban regularm ente al G o b iern o , u n d o cu m en to llam ado “Estado de F uerza” , que resum ía el resultado de todas las listas de revista del mes. Para el Ejército A uxiliar de 1811* sin em bargo, no hay ningún estado de fuerza disponible. Esto p u ed e deberse a que la burocracia m ilitar rioplatense recién sé estaba reorganizando tras la R evolución, o b ien los estados de fuerza sí existieron pero se perdieron con toda la secretaría d él ejército cuando el enem igo se apoderó de su cam pam ento tras la batalla de H uaqui. Lo cierto es que en el A rchivo G eneral de la N ació n sólo aparecen estados de fuerza desde el m o m en to en que llega a hacerse cargo del ejército el general M anuel B elgrano^eh 1812. La cuestión no se resuelve Con consultar en el reglam ento cuál era el núm ero de efectivos con que debía co n tar cada unidad, dado que en el R ío de la Plata, d el reglam ento a los hechos, ha­ 74

bía realm ente un largo trecho. Por ejemplo, según su decreto de creación, el R eg im ien to n°7 de C ochabam ba debía contar con 1.200 plazas divididas en 12 com pañías de 100 hom bres cada una71. En la revista realizada en Laja el 20 de mayo de 1811, no obstante, sólo encontram os datos para cinco compañías, que lejos de te n er 100 hom bres cada una, cuentan con un núm ero m uy variable que va de 46, en la más pequeña, a 68 efectivos, en la más poblada, para darnos un prom edio de 54 hom bres p o r unidad. Dadas estas dificultades, la aproximación m ediante las listas de revista es la única opción disponible. Es cierto que no se conservan las listas de todas las compañías que com ponían el ejército, y que algunas no son inmediatamente previas a la batalla, sino de mediados de marzo; sin embargo, en líneas generales, nos brindan uña visión bastante completa del ejército. Procederemos de la siguiente manera: regimiento por regimiento, sumaremos el efectivo que figura en las revistas de com pañía dis­ ponibles (efectivo parcial comprobado), calcularemos un promedio de éstas y lo atribuiremos com o efectivo a las que nos faltan hasta com pletar el núm ero de compañías previsto en el reglamento, lo que nos brindará una cifra (efectivo total estimado) que debería ser bástante cercana a la composición real de la unidad72.

71 “ La Junta a Castelli, Buenos Aíres, 21 de noviem bre de 1810” , BM , XIV, p. 12986. 72 S egún la ordenanza española, los regim ien to s de D ragones debían c o n ­ tar co n 12 com pañías. Los regim ien to s de In fan tería d eb ían te n e r 18, p ero el n °6 llegaba a 20. A su vez, e l reg im ien to n°7, en vez de seguir la o rdenanza, se fo rm ó según u n decreto especial de la Ju n ta , co n 12 com pañías. S uponem os, sin p o d e r com probarlo, que el n°8 siguió esta m ism a estru ctu ra. Los H úsares de la Paz n o p resentan una organización p o r com pañías en las revistas dis­ ponibles.

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EJÉRCITO AUXILIAR Y COMBINADO DEL PERÚ - 1811 PRINCIPALES UNIDADES DE BATALLA* Efectivo total estimado

Efectivo parcial comprobado Denominación

Procedencia Compañías

Hombres

Compañías

Hombres

19

1.258

20

1.324

Regimiento n°6 de Infantería

Río de la Plata

Regimiento n°7 de Inféntéría

Cochabamba

5

270

12

648

Regimiento n°8 de Infantería

La Paz

6

632

12

1,264

Regimiento de Dragones de la Patria

Río de la Plata

11

483

12

527

Regimiento de Voluntarios de Caballería

Cochabamba

5

266

12

636

-

227

-

227

46

3.136

Escuadrón de Húsares Voluntarios Total

La Paz

:

:

■■i;:.'

:

68

4.626

* Elaboración propia a partir de AGN, Sil, Listas de Revista, Cajas 1 3 ,1¿, 16, 22,24,32,33.

A los 4.626 hombres de tropa que reúnen los principales regi­ mientos del ejército, podem os sumarles con certeza los 190 oficiales de nuestra base de datos, elaborada igualmente sobre la base de las listas de revista. Debemos agregar tam bién a aquellas unidades suel­ tas de las que no tenemos listas, pero que son mencionadas en las declaraciones de los oficiales: las dos compañías de artillería, la de zapadores, dos de Pardos y M orenos, una de Pardos de Córdoba, otra de Granaderos de Chuquisaca y una suelta de Húsares de Buenos Aires, más unos 700 indios que traía M ontes de O ca com o reserva. Suponiendo un promedio de 50 efectivos por cada compañía faltante, el efectivo total del ejército debería situarse alrededor de los 5.900 hombres. Esta cifra es compatible con las pocas referencias al tema realizadas por los comandantes del ejército. Poco antes del combate, Castelli, hablando en números redondos, dijo de sus tropas que es76

taban “en núm ero mayor de 6.000 hom bres”. Interrogado sobre lo mismo después de la batalla, Balcarce declaró que en esa jornada el ejército “ constaría de muy cerca de ó.000 hom bres”73. H istoriográficam ente, en cambio, el núm ero de 5.900 efecti­ vos ños aleja de algunas de las estimaciones más fantasiosas, basa­ das en las operaciones de propaganda que se hacían de una parte y otra74. En esa línea, Vicente Fidel López llegó a especular con 14.000 combatientes75 y Díaz Venteo con 18.00076. Tales cifras sólo serían concebibles bajo la hipótesis de miles de auxiliares indígenas (alrededor de 8.000 y 12.000, respectivamente) que no hayan sido registrados dentro de las fuentes oficiales consultadas. Por las decla­ raciones, correspondencia y memorias de los oficiales del ejército, sabemos que había en efecto cientos de indígenas que brindaban servicios auxiliares clave como exploradores o portadores de bagajes. Existía también la división de reserva que ya hemos contabilizado, fuerte de 700 hombres, de la que no tenemos listas de revista pero de la que existen;cuatro descripciones sugerentes: “indios sin otra arma más que chuza”77, “gente que se había pedido y reunido de distintos partidos”78, “la gente más bisoña y mal armada que tenía el ejército”79 y “varias compañías sueltas que se habían reunido de varios pueblos, cuyo arm am ento en su mayor parte era lanza”80. 73“ D éclaración de A ntonio González Balcarce” , BM , X III, p. 11660. 74 El “D iario Secreto de Lim a” le atribuía al ejército 13.100 efectivos en fe­ brero. La Gaceta nada m enos que 22.000, “sin traer a cuenta a los indios” . Desde ya estas cifras no m erecen ser tomadas en serio. Véase “ Suplem ento a la Gazeta extraordinaria de Buenos-Ayres, 26 de ju n io 1811” , en La Gaceta, p. 539. 75V icente Fidel López, vol. 3, 1913, p. 495. : 7(' Fernando Díaz Venteo, 1948, p. 89. 77 “ D eclaración de Luciano M ontes de O ca” , BM , X ÍÍÍ, p. 11.617. 78 “D eclaración deT oribio de Luzuriaga” , B M , X I I I ,p ;l 1633. 79 “D eclaración de A ntonio González Balcarce” , B M , X III, p. 11661, ' 80“ A ntonio González Balcarce al G obierno, La Plata,31 de julio de Í 8 1 Í ” , AGN, X, 3-10-2.

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R especto de la posibilidad de que. haya habido miles de com ­ batientes indígenas en H uaqui, en cambio, no hemos encontrado ninguna m ención en absoluto, con la excepción del propio Goye­ neche, quien denuncia que del lado revolucionario había una “in­ mensa indiada” que desde los cerros, con hondas, les hacían llover granadas de mano. ¿Es posible que en las decenas de declaraciones de la Causa del Desaguadero, todos los combatientes revoluciona­ rios, que por otro lado cuentan su experiencia con lujo de detalle, hayan omitido m encionar la presencia de millares de indios en sus filas? Es un interrogante que nos resulta imposible responder con las fuentes disponibles. R especto de los efectivos que sí podem os conocer, nuestra estim ación de 5.900 com batientes nos acerca a uno de los trabajos mejor documentados sobre H uaqui, el de M anuel Mantilla, quien propuso el núm ero de 5.000 soldados sin contar a los auxiliares indígenas81. Discrepamos con este autor, sin embargo, respecto de la com posición de la fuerza: para M antilla la infantería de Ea Paz y Cochabamba reuniría Unos 1.000 hombres, cuando hemos visto que deberían contar más bien con unos 1.900, y lé atribuye a la caballería de Cochabamba 1.800 efectivos, cuando en las listas de revista no hemos podido corroborar más que u n estimado de 63682. ¿Qué significaba, en el contexto de la época, u n ejército de este tamaño? Para ponerlo en perspectiva, recordemos que San M artín

81 M anuel M antilla, 1 8 8 9 ,p. 213.

, .... .. ......

82 E n efecto, en los docum entos de la época los jefes hablan de la división de caballería cochabam bina com o compuesta: de 1.000,1.800 o 2.000 hom bres, siempre en núm eros redondos y sin dar precisiones. D e ese regim iento de caba­ llería, em pero, hem os encontrado las listas, de revista del 9 de ju n io para cinco compañías y su efectivo com probado es de apenas 266 hom bres de tropa, lo que implica un prom edio de 53 efectivos por com pañía. Si el regim iento aplicaba la estructura norm al de las unidades de caballería, con 12 compañías, el efectivo total estimado no superaría los 636.

triunfó en Chacabuco con una fuerza de 4.000 hombres y en Maipú con unos 4.900. Belgrano dispuso enTucum án de menos de 2.000 efectivos y en Salta de apenas un poco más de 3.500. Los 5.900 hom ­ bres del Ejército Auxiliar constituían, pues, una fuerza militar enorme, de las más grandes que los gobiernos rioplatenses hayan logrado reunir durante las guerras de la independencia. Por su propia masa, un ejército de estas características implicaba un gran desafío logístico, estratégico y disciplinario para los inexpertos oficiales rioplatenses de aquellos primeros años revolucionarios. Es comprensible, sin em ­ bargo, que sus jefes se hayan sentido poco menos que embriagados por la magnitud de la fuerza que habían logrado reunir. Habiendo cosechado triunfos con destacamentos escuálidos, la posibilidad de ser derrotados al frente de esos enorm es regimientos resultaba in­ concebible.

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C A P ÍT U L O 2

“Contra las órdenes del gobierno libró batalla a Goyeneche, fue derrotado completamente y el ej ército desapareció como el humo dejando por consiguiente el paso franco al enemigo para recuperar todo el resto del P erú ” C o r n e l io S a a v e d r a , 1 8 2 9

Las instrucciones recibidas por Castelli al hacerse cargo del mando de la expedición al norte le ordenaban expresamente que “jamás aventurará combate sino con ventajas de una superioridad conocida”83. Una vez que comenzó la ocupación del Alto Perú, el Gobierno agregó que “no dará un paso adelante sin dejar los de atrás en perfecta seguridad”. Estos parámetros; exigentes en términos de previsión y prudencia, exponían a Castelli a una gran responsabilidad si llegaba a sufrir un contraste por desoírlos. Ahora bien, ¿era realista hablar de una “superioridad conocida”, cuando los patriotas no recibían ni un solo informe de lo que ocurría en el bando de Goyeneche, o de “perfecta seguridad”, cuando la lealtad general de las élites altoperuanas hacia Buenos Aires era tan dudosa? Estas instrucciones constituían, en definitiva, un producto de la lectura estratégica que hacía el G obierno de la situación en el Alto Perú. Esta lectura quedaba claramente plasmada en el oficio que la Junta dirigió a Castelli el 28 de abril de 1811, y que constituyó una de las últimas comunicaciones oficiales recibidas por el representante

83

“ Instrucciones de la Junta a José Castelli, Buenos Aires, 12 de septiembre

de 1810” , en Adolfo P. Carranza, op. cit., p. 4.

83

antes de la batalla de Huaqui. En este oficio, el Gobierno manifestaba que con la ocupación ya realizada del Alto Perú: Se ha conseguido el fin que impulsó la salida de nuestras fuerzas auxiliares al Perú: todo nuestro territorio existe pacífico; las pro­ vincias desmembradas por los mandatarios del sistema contrario : se hallan incorporadas, y los autores de su esclavitud aniquilados o confundidos. Nada nos resta sino mantenerlas en este orden, y acelerar la reunión del congreso para perfeccionar la obra de nuestra común felicidad84. Es m uy im portante recalcar la visión de la R evolución que se expresa en estas apreciaciones firmadas por Saavedra. Aquí, la causa expansiva, agresiva y americanista con la que podemos identificar a Gastelli,y que luego sería retomada con fuerza p o r la logia Lautaro, pasa a segundo plano. La revolución del G obierno se limitaba, en una prim era instancia, a restablecer el control de Buenos Aires sobre el territorio del viejo virreinato. A partir de esa posición de fuerza se abría perfectamente la vía de una salida negociada, y de hecho las gestiones exploratorias con Goyeneche y con autoridades del Perú no tardaron en llegar. En todo caso, según esta posición, si la guerra se extendía fuera de las fronteras rioplatenses, se debería a una re­ volución realizada por los propios peruanos, y no a la acción de las armas del R ío de la Plata: Al gobierno le parece que sólo la presencia de nuestro ejército al frente del enemigo será un estímulo bastante a comprometer la seguridad del contrario; presiente que en semejante expec­ tativa por algún tiempo los pueblos del territorio de Lima se

84“E1 G obierno a José Castelli, B uenos A ires, 28 de abril de 1 8 H ” ,B M ,X ÍV , p. 13027.

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inflamarán cada vez más; lo mismo los oficiales y soldados de su ejército; y puede ser que la empresa que va a decidir con mano armada la suerte de los reinos, se consiga sin sangre por una especie de apatía, que en otras circunstancias sería muy perjudicial85. El plan estaba trazado. H abía que llegar al Desaguadero y es­ perar sentados. La reacción de Castelli fue la esperable: hizo todo lo contrario. N o bien recibió estas órdenes de quienes ya por en­ tonces eran sus enemigos políticos declarados, reunió a sus tropas y se lanzó decididam ente al ataque. E n retrospectiva, se trató de la decisión más grave y trascendental tomada po r el representante de la Junta al frente del ejército. Es la decisión que le valió la ruina política, el enjuiciamiento, la prisión y tal vez, de manera indirecta, la misma m uerte. Es la decisión que, hizo posible la batalla de Huaqui. Por eso, antes de ocuparnos de los sucesos del 20 de junio, es indispensable que nos detengamos a considerar con un poco más de detalle aquellos factores que incidieron en la opción por la batalla, las condiciones concretas en que ésta se dio y por eso, en buena medida, el resultado que tuvo.

Un regimiento rioplatense ¿ ¿De qué dependían “las ventajas de una superioridad conocida” que la Junta exigía a Castelli com o prerrequisito para autorizarlo a dar batalla? En prim er lugar, del número de efectivos disponibles en cada campo. Ahora bien, los 5.900 hombres con los que contaba Castelli eran prácticam ente los mismos de los que disponía Goyeneche del 85 Id. 85

otro lado del Desaguadero. N o disfrutaba, entonces, de ninguna ventaja cuantitativa en lo relativo a sus fuerzas,¿Sus ventajas serían del orden de lo cualitativo? En su correspondencia con el G obierno, Castelli hace repetidas referencias a este asunto. Para él, no hay contraste más grande que el de sus soldados, ciudadanos entusiastas y virtuosos, movidos por el am or a la patria y la libertad, y el ejército de su adversario: una fuerza “ de esclavos, engañados y cobardes” , que esperan la prim era ocasión para salir corriendo86. Estas son frases hechas, buenas para las proclamas y psicológicamente útiles, pero m uy poco indicativas de una cuestión tan seria com o la de la capacidad de combate de una unidad militar que está a punto de dar batalla. ¿Q ué sabemos realm ente sobre el estado de preparación de la tropa revolucionaria antes de H uaqui, sobre su moral, su nivel de instrucción o la capacidad de su oficialidad? Ésta es una pregunta que no puede responderse en general para todo el ejército, sino que debe ser abordada al nivel de cada regimiento. Es un interrogante clave, porque si lo que nos interesa es com prender cóm o y p o r qué se desató un pánico el 20 de ju n io de 1811, lo prim ero que tenemos que conocer es el nivel de cohesión de base con el que contaba cada unidad. Para no aburrir al lector con u n análisis regim iento por regi­ m iento, lo que resultaría inevitablem ente reiterativo, hemos deci­ dido concentrarnos tan sólo en dos grandes unidades de batalla, seleccionadas para que nos sirvan de ejemplo extrapolable al ejército en su totalidad. Éstas son los regim ientos n°6 y n°8 de infantería. ¿Por qué éstas y no otras? Por tres motivos. El n°6 era la princi­ pal y más numerosa unidad constituida po r las tropas rioplatenses, mientras que el n°8 lo era de las tropas altoperuanas. Constituyen, así, una buena muestra de los dos grandes contingentes que com ­ 86 “José Castelli a la Junta, La Paz, 11 de mayo de 1811” , AGN, X , 3-10-2.

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ponían al Ejército Auxiliar y Combinado. Por otro lado, el 20 de junio, el n°6 fue la columna vertebral de la división de la izquierda y el n°8 de la de la derecha, con lo que al seguirlos tendrem os una com prensión global de lo que sucedió a un lado y al otro de la ba­ talla. Por últim o, com o veremos, el pánico de H uaqui se inició en una com pañía del n°6, se transmitió a la totalidad del n°8 y luego volvió, p or la noche, a deshacer por com pleto a la división del n°6. D e m odo que el pánico que nos sirve de objeto de estudio, si bien afectó a la totalidad del ejército, tuvo a estas dos unidades como principales víctimas. Com encem os por el regim iento n p6. El decreto de creación de este cuerpo fue expedido por la Junta el 3 de noviembre de 1810 y com enzó a ser ejecutado por Castelli el 1 de enero de 1811, en Potosí. C om o hemos visto, el objeto de esta medida era reunir en una sola unidad de batalla a todas las compañías sueltas de infantería que habían saldo de Buenos Aires en julio de 1810. Estas habían sido seleccionadas de los batallones n ° l y 2 (ex Patricios),3 (Arribeños), 4 (Montañeses) y 5 (Andaluces), que habían reunido a su vez a la tropa de las milicias surgidas para hacer frente a las invasiones británicas. E n una muestra de inquietud racial sorprendente para los estándares revolucionarios posteriores, aunque los Pardos y M orenos también m archaron con la expedición, se m antuvieron com o compañías se­ paradas y no fueron incorporados al n°ó. A estas unidades se fueron agregando los contingentes que apor­ taban las provincias al ejército en su marcha hacia el Perú. Se in­ corporaron así cientos de reclutas santiagueños y tucum anos que reforzaron las compañías del n°6. También es probable, aunque no pudim os constatarlo, que se le hayan sumado algunos reclutas más al norte. En estos casos su ingreso puede haber sido problemático, porque los hombres de Salta o Tarija no se presentaron al ejército com o reclutas individuales, sino com o milicianos voluntarios, arma­ dos y montados a su costa y liderados p o r sus propios jefes regionales. 87

Cuando Castelli declaró su voluntad de suprimir “ el sistema im po­ lítico y antimilitar de las milicias” , incorporando inopinadam ente a estos milicianos a los batallones de linearse com enzó a gestar el prim er gran desencuentro entre las autoridades revolucionarias y los pueblos del interior, con consecuencias de muy larga duración. Entre ellas, por ejemplo, el alejamiento del ejército de M artín Miguel de Güemes, quien como capitán del Fijo debía incorporarse al n°6, pero que tras los primeros desplantes de la comandancia regresó a su provincia87. Com andado por Juan José Viamonte, la experiencia de muchos de los cuadros del n°6 se reducía a la adquirida durante las invasiones británicas, que no podía ser considerada com o una campaña militar en regla88. E n los puestos de mayor responsabilidad, sin embargo, el gobierno revolucionario había intentado nom brar a los militares más cercanos a un “perfil profesional” , incorporando a los oficiales veteranos del Fijo de Buenos Aires que se podían considerar fieles a la Revolución. El teniente coronel José Bonifacio Bolaños, por ejemplo, quien en la batalla de H uaqui lucharía incansablemente por contener el pánico, era de lejos el oficial más veterano del ejército con sesenta años de “edad. N acido en San Juan en 1751, había in­ gresado com o cadete en el Fijo de infantería en 1768, participando en todos los hitos de la historia militar local, desde la expedición a las Malvinas en 1770 hasta la lucha contra los portugueses en 180189. O tro oficial m uy im portante en nuestro estudio, el sargento mayor Matías Balbastro, quien en H uaqui comandaría el segundo batallón del regimiento, era uno dé los pocos que contaba con runa experiencia militar previa en Europa, ya que había servido com o

87Véase Luis Güemes (comp.), vol. 1, pp. 298-307. 88 Sobre la oficialidad del Ejército A uxiliar del Perú, se puede consultar Vir­ ginia M acchi, 2012, pp. 78-96; Alejandro M órea, 2015a y 2015b. 89V icente Osvaldo Cutolo, op. cit., p. 485.

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teniente del R egim iento de Infantería de Málaga en la campaña contra los franceses90. Bajo la dirección de estos oficiales, y gracias a la política de fu­ sión de compañías e incorporación de contingentes, el regimiento experim entó un crecimiento impresionante. Si en mayo de 1810,1a ju n ta buscaba que sus regimientos contaran con 1.116 plazas, para junio de 1811 el n °6 había superado las 1,300. D e hecho, en la úl­ tima revista antes de H uaqui (la de Laja el 9 de junio), constatamos que ya estaban cubiertos sus dos batallones (con ocho compañías de fusileros y una de granaderos cada uno) y que, por exceso de tropa, se estaba creando un tercer batallón, del cual figura sólo la prim era com pañía.Tam bién aparece agregada una compañía de Patricios de O ruro, con lo que el total de compañías ascendía de las 18 regla­ mentarias a 20. De éstas, contamos con las listas de revista de 19, de m odo que podem os conocer el efectivo del n°6 con un nivel de detalle extraordinario, reuniendo los nombres y apellidos de 1.258 hombres de tropa y 83 oficiales. La im agen que surge de las listas de revista es alentadora: el efectivo de cada com pañía se mantiene estable, tienen su dotación completa de oficiales y suboficiales, hay una plana mayor bien con­ formada, prácticamente no hay deserción y, salvo por algunos en­ fermos dejados en el hospital de La Paz, en los meses previos a la batalla no se registran bajas. Se trata, sin duda, de un regim iento correctam ente estructurado y en pleno proceso de expansión, con una sola excepción inexplicable: mientras que todas las compañías están relativamente cerca del prom edio de 66 efectivos, una sola, la sexta del segundo batallón, presenta un efectivo desmesurado de 116 hombres de tropa. D el misterio de esta compañía nos ocuparemos más tardé, en el capítulo 3, porque es justam ente en su seno donde nace el pánico de Huaqui. 90 íbid., p. 299.

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Por lo pronto, había que transformar esa masa de gente recién reunida en una unidad orgánica capaz de com batir en conjunto, lo que no se revelaría com o una tarea sencilla. Aquellos soldados que se habían incorporado a las milicias en 1.806 o 1807 ya acumulaban años de instrucción y tenían una experiencia de combate conside­ rable, pero seguían aferrados a sus privilegios milicianos, com o lo demostrarían los Patricios unos meses más tarde, en el famoso m otín de las trenzas de diciembre de 1811. Los reclutas nuevos, po r su lado, se repartían probablemente en partes iguales entre voluntarios y des­ tinados, aunque en estos prim eros meses de campaña; las referencias a su buena disposición y entusiasmo son mayoritarias. ; Si bien esta tropa venía haciendo ejercicios en cada alto del cami­ no que la había traído hasta el Alto Perú, la instrucción propiamente dicha del regim iento com enzó en el cuartel general de O ruro, a principios de enero de 1811. El trabajo era intenso, todos los días en doble turno, dos horas po r la mañana y dos po r la tarde9*. Según los reglamentos adoptados por la Junta, los nuevos reclutas com enza­ ban su entrenam iento por la llamada “ escuela del soldado” , dividida en 12 lecciones, donde reaprendían los automatismos básicos del cuerpo hum ano (tales com o girar la cabeza o dar un paso adelante), se entrenaban en el manejo del fusil y practicaban los rudim entos de la marcha92. En segunda instancia, el recluta ya instruido pasaba sucesivamente a la escuela de compañía, a la de batallón y a las evo­ luciones de línea, donde aprendía a cum plir su rol en sincronía con unidades colectivas cada vez más amplias. ;

91 “ Declaración de D om ingo A lbariño” , BM , X III, p. 11779. 92 “ Prontuario para la más breve y m etódica instrucción en el exercicio y maniobras, de la infantería, form ado para los sargentos y cabos. C om prehende quanto necesitan saber á fin de poder instruir los R eclutas y sus Com pañías, con arreglo al tratado de táctica aprobado p o r S.M. Bueríos Aires” , Im prenta de niños expósitos, 1810. E n Maíllé, A ugusto E. (dir.), La revolución de Mayo a través de los impresos de la época, Primera serie 1809-1815, pp. 127-205.

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Tras O ruro, la instrucción del n°6 continuó en Laja y, por lo que sabemos, incluso en el cuartel de H uaqui, ya m uy próximos a la batalla. D e m anera que el regim iento contó con unos cinco meses de acuartelam iento para disciplinarse y ponerse en estado de com batir. ¿Era esto suficiente? Para el contexto rioplatense, en el que tantas veces se lanzaron al com bate batallones creados la víspera, el período de instrucción con el que contó el n°6 no parece nada despreciable y,apriori, debería haberle alcanzado para im partir correctam ente las lecciones mandadas por el reglamento. C abe considerar, sin embargo, que los mejores expertos británicos de la época opinaban que un buen regim iento de infantería no estaba com pletam ente disciplinado hasta cum plir el tercer año de drill, cuando la repetición incansable de las evoluciones de línea hacía que las brigadas, las divisiones y los cuerpos de ejército ganaran cohesión. Sólo así se creaban esas unidades de infantería inconm ovibles, prácticam ente inm unes al pánico, que W ellington em pleó en la cam paña de la Península y que sellaron la derrota de N apoleón en W aterloo93. Por otro lado, más allá de las horas dedicadas a la instrucción en sí misma, algunos testimonios sugieren que la disciplina del Ejército Auxiliar durante su estadía en el Alto Perú dejaba m ucho que desear: Los diferentes campamentos eran otras tantas ferias diurnas y ;nocturnas, donde entraban y salían discrecionalmente los hom­ bres y mujeres de las comarcas inmediatas, donde se bailaba, se jugaba, se cantaba y se bebía como en una paz octaviana. En estos campamentos se formaban también círculos doctrinales en política, y como en la Sociedad Patriótica de la capital, se hablaba mucho sobre los derechos naturales del hombre94.

93 R o ry M uir, op. cit., p. 75. 94 Ignacio N úñez, op. cit,, p. 499.

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C on esta perspectiva com prendemos m ejor el sombrío parecer que el teniente coronel del n°6, José Bolaños, expresaba apenas una semana antes de la batalla de H uaqui respecto del estado de prepa­ ración de su propio regimiento: En tiempo más oportuno, en Laja, he dicho que nuestra tropa no estaba aún en estado de buscar al enemigo, porque la ofi­ cialidad no sabía mandar, ni menos era fácil hacerles entrar en sus deberes en tan corto tiempo, que por consiguiente la tropa: bisoña no sabía ejecutar, pues mi regim iento que era el más disciplinado le faltaba mucho para su uniformidad y orden, y que menos lo estaba la artillería95; ¡ Su opinión resultaba en efecto preocupante, porque el n°6 era la unidad de infantería más disciplinada del ejército y, si ella no estaba preparada paras el combate, no cabía hacerse muchas promesas res­ pecto del estado de las demás.

Un regimiento aítoperuano. Si se suponía que el R egim iento n°6 era la unidad m ejor preparada, aquella sobre la que los jefes tenían más reparos era sin duda el R e ­ gim iento n°8 de Infantería de Patricios de La Paz. Esta unidad nos merece p articular atención, ya que Castelli, Balcarce y buena par te de la oficialidad rioplatense la responsabilizaron lisa y llanamente por haber dado inicio al pánico que se term inó expandiendo a todo el ejército en la batalla de H uaqui. Esta acusación, en boca del repre­

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José Bolaños, “ N o ticia de la desgraciada suerte que co rrió el E jército

A uxiliar del P erú” , en M useo M itre, Documentos del Archivo de Pueyrredón, vol. 3, 1912, p. 76.

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sentante de la Junta y del general en jefe, resultaba bastante cómoda, puesto que el n°8 estaba compuesto enteram ente por reclutas pa­ ceños. H acer recaer sobre ellos la responsabilidad por la derrota era consecuente con el discurso que poco después de ésta comenzaron a esgrimir los hombres de Buenos Aires: los altoperuanos en su con­ ju n to eran enemigos de la causa revolucionaria e indignos de toda confianza. Es fácil demostrar que, en esos términos, la acusación era totalm ente injusta e infundada, pero para eso tenemos que detener­ nos brevem ente en la conform ación del regim iento de paceños a fin de conocerlos mejor. Lo prim ero es decir algo que, aunque no concuerda con la cro­ nología de la R evolución vista desde el R ío de la Plata, resulta fundamental para com prender la dinámica regional de los sucesos políticos y militares en el Alto Perú: la guerra en aquellas tierras no respondía únicam ente a los avances y retrocesos de los ejércitos auxiliares enviados desde Buenos Aires y Lima, sino que tenía una dinámica propia; más profunda y de más largo plazo96. De esta for­ ma, la conform ación del R egim iento de La Paz debe ser entendida com o un m om ento más dentro de u n proceso de m ilitarización regional que se había iniciado con las revueltas indígenas de 1780 y su brutal represión por parte de las autoridades virreinales. Esa m ilitarización de base, de carácter miliciano, había conocido un resurgir notable a partir de julio de 1809; cuando se estableció en la Paz la llamada Junta Tuitiva de gobierno -—que en muchos aspectos fue tan revolucionaria o más que la que sería establecida en Buenos Aires un año después— ,.y continuaría tras la retirada de los ejércitos rioplatenses del Alto Perú, a través de una movilización guerrillera muy intensa en contra de las fuerzas realistas. C om o vimos, la Junta de 1809 había entrado en guerra, prim ero con las milicias de Puno y luego con las fuerzas del Virreinato del % Sergio Serulnikóv, 2013.

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Perú, mandadas por Goyeneche. Para intentar vencer en esta con­ tienda, los paceños se lanzaron a una movilización militar que re­ cuerda, por su m agnitud y sus características desbordantes, a'la vivida por M ontevideo y Buenos Aires durante las invasiones británicas de 1806 y 180797. Este proceso tuvo dos com ponentes principales. Por u n lado, se creó un: núm ero de unidades milicianas m uy diversas, que expresaban en sus distintos matices a la sociedad local: unidades de empleados de la R en ta de Tabacos, de escribanos o de Pardos y M orenos, entre otras. Por otro lado, con las fuerzas milicianas pre­ existentes, sumadas a un gran afluente de voluntarios, se form ó un im portante batallón de infantería que se ajustaba bastante bien, a lo establecido en la ordenanza militar vigente. Este batallón disciplina­ do y perm anente llegó a contar con una compañía de granaderos y ocho de fusileros, las que sumadas a una com pañía de artillería y un escuadrón de Húsares, conform aron la columna vertebral de la Revolución. ¿Existió alguna continuidad entre los hombres que lucharon por la revolución en 1809 y los que se enrolaron para com batir en el ejército de Castelli? E n el Archivo General de la N ación de B ue­ nos Aires se conservan las listas de revista de seis compañías del R egim iento n°8, elaboradas en el cam pam ento de Laja el 18 de mayo de 1811, es decir, un mes antes de la batalla que nos ocupa98. Estas listas contienen los nombres de 632 hombres del regimiento, desde los capitanes hasta los soldados rasos. Lamentablemente, hasta el m om ento no hemos encontrado listas similares para las fuerzas paceñas de 1809, por lo que nos es imposible saber a ciencia cierta si los hombres de la tropa ya habían tenido experiencia previa en la Revolución, por más que es razonable suponer que existía una cierta continuidad en el efectivo.

97 Cecilia R am allo D íaz y Carlos Z am brana Lara, 2012, pp. 136-148. 98 A G N , III, Listas de Revista, caja 33.

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Sí contamos, en cambio, con el cuadro com pleto de los oficiales revolucionarios de 1809, y en este caso las coincidencias son muy notables". D e los dieciséis oficiales del n°8 que figuran en la re­ vista de 1.811 hay siete (Pedro José de la Sota, Casimiro Calderón, M elchor de Tellería, M anuel del Castillo, José A ntonio M iguel Sagárnaga, Pedro José de Indaburu y Pedro Josef Calderón) que habían servido en las milicias revolucionarias de 1809, siempre en el batallón principal o en las compañías de artillería y húsares. Además de ellos, las sentencias dictadas p o r las autoridades virrei­ nales contra los revolucionarios nos inform an del activo pasado de otros tres oficiales del n°8. Podem os saber, por ejemplo, que tras la reconquista realista de La Paz el subteniente José A ntonio Ascarrunz fue condenado a “represión severa” por su participación en los eventos de 1809. El capitán José A ntonio Vea M urgia, p o r su lado, había sido “ confinado po r cuatro años a Salta y extrañado a perpetuidad de la ciudad” . El teniente M anuel Zapata había sido condenado a “ dos meses de prisión y extrañado de C hulum ani” 100. D e este m odo, queda claro que el eventual mal desem peño de estos oficiales en H uaqui no pudo deberse sim plem ente a falta de patriotism o; o com prom iso con; la R evolución: estos hom bres ya se estaban jugando el pellejo cuando en Buenos Aires se le daba la bienvenida a Cisneros. Existen, sin em bargo, dos factores que sí p ueden indicar una mayor fragilidad en las líneas de este regim iento. El prim ero tiene que v e r condas consecuencias de. la derrota sufrida en la cam ­ paña de 1809; el segundo, con la velocidad de su reorganización en 1811. R especto de lo prim ero, el bagaje de experiencias con que llegaban a H uaqui los veteranos paceños de 1809 no podía

99 “ C u erp o dé oficiales de las milicias” , reproducido en M anuel M . Pinto, 1909, pp. XLVII-LIII. 100 “ Sentencias” , reproducido en ibid., pp. CCLX IV -C CLX X IV .

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ser más distinto que el de sus herm anos de armas rioplatenses y cochabarnbinos. Estos últim os se habían cubierto de gloria en la inesperada victoria de Arom a, m ientras que los rioplatenses, em briagados p o r su éxito en Suipacha, estaban realm ente con­ vencidos de que la larga m archa em prendida en B uenos Aires no se detendría antes de Lima. A m bos contingentes com partían así la creencia, nada banal, de que las tropas revolucionarias eran intrínsecam ente superiores y que las fuerzas de G oyeneche, for­ zadas a luchar en contra de su voluntad y acobardadas, no sabrían o p oner resistencia. Para 1811, los paceños no podían disfrutar; de semejante inge­ nuidad. En 1809 ya habían realizado el mism o trayecto hacia el Desaguadero que recorrían ahora con Castelli, y se habían batido con las tropas del mismo Goyeneche, no una sino dos veces. Lejos de correr, los soldados peruanos se habían m ostrado superiores y les habían infligido dos dolorosas derrotas, en Chacaltaya prim ero y en Irupana después, term inando con una total dispersión de los revolucionarios por los cerros101. Peor aún fue lo que vino después: durísimas represalias, ejecuciones, cabezas exhibidas cen público y todo tipo de persecuciones para los vencidos. E n este sentido, es elocuente que C lem ente Diez de M edina, el com andante paceño del n°8, que conocía a la perfección al enem igo y el terreno donde habrían de batirse, fuera el prim er oficial en desaconsejar la ofensi­ va de ju n io de 1811, indicando precisamente los riesgos de lo que term inó aconteciendo. Castelli eligió desoírlo; es fácil imaginar el estado de ánimo con que los paceños marcharon hacia lo que sabían era una trampa mortal. Por otro lado, los oficiales y parte de la tropa del n°8 podían bien ser veteranos de 1809, pero en su form a actual el regim iento no había visto el día sino a mediados de abril de 1811. ¿Q ué cohesión, 101 Ibid., p. 268.

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qué disciplina, qué capacidad de maniobra se podía esperar que hubiera adquirido en apenas un mes y medio de existencia? Sus listas de revista del mes de mayo nos dejan entrever algunos signos preocupantes. En apenas dos o tres semanas de vida, de los 110 sol­ dados que tenía la prim era compañía del segundo batallón habían desertado 17. En la tercera com pañía habían desertado 15 y ya había siete enfermos. Otras compañías, apenas conformadas, debían ceder parte de su efectivo para el nuevo escuadrón de Húsares de La Paz. El 20 de mayo este último disponía ya de 93 hombres de tropa, pero en vez de dedicarse a la instrucción de base, la mayoría se encontraba destacada en distintos puntos; del territorio cum pliendo funciones, y a éstos se les sumaron de un golpe 113 reclutas recién llegados de los otros cuerpos, que se iban a mostrar imposibles de incorporar102. Com o vemos, se trataba de unidades que recién estaban iniciando su proceso de formación, con gran inestabilidad en su composición y, debido a la cercanía de su fuente de reclutamiento, con gran in­ cidencia de deserción. Pedirles que, un mes después de esta revista, se batieran en línea en una batalla campal, era realmente temerario. En H uaqui, los paceños integrarían una división conform ada tam bién por la infantería cochabambina. Q uien com andaría esta división era nuestro ya conocido José Bolaños, el sexagenario y nada optimista teniente coronel del n°6. Si Bolaños se hacía pocas ilusiones respecto de la preparación de su propio regim iento para el combate, cuando el 12 de junio se enteró de que le tocaría batirse al m ando de la división de los paceños, su preocupación llegó a la desesperación. E n sus palabras: M e mantuve ejercitando mi tropa cada día con menos esperanza de que fuese capaz de batir al enemigo, por su impericia y cai­ miento de ánimo, particularmente, la debilidad de la oficialidad ,02 AGN, III, Listas de Revista, caja 33.

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me imponía en consternación, y determiné pedir 400 hombres de mi regimiento [el n°6], pero no lo puede conseguir103. C om o vemos, pese a todos los esfuerzos realizados, para ju n io de 1811 la calidad de las fuerzas revolucionarias estaba lejos de lo deseable para em prender u n a acción de guerra decisiva y no le aseguraba a Castelli, de ninguna manera, “las ventajas de superiori­ dad conocida” que le exigía el G obierno para autorizarlo a actuar. El Representante, sin embargo, se consideró obligado a atacar. La explicación de esta decisión radica en la configuración misma del teatro de operaciones y en las ventajas que le ofrecía a Goyeneche, las cuales no podían ser subsanadas po r la firma de un simple ar­ misticio, sino tan sólo p o r la fuerza. Se hace necesario, para com ­ prenderlo, describir brevem ente el escenario donde la batalla de H uaqui iba a tener lugar.

E l teatro de operaciones y el campo de batalla D urante la larga contienda entre los revolucionarios rioplatenses y el Virreinato del Perú, el espacio geográfico conformado po r la actual Bolivia y las provincias argentinas de Salta,Tucumán y Jujuy fue uno de los teatros de operaciones más activos, con cuatro expediciones rioplatenses hacia el norte y nueve peruanas hacia el sur, además de Una intensa guerra de guerrillas regional. Pese a la inmensidad del territorio considerado, las operaciones militares en la región solían repetir una y otra vez los mismos itinerarios sobre una estrecha franja de terreno. Esto se debía a que, de la quebrada de H um ahuaca hacia el norte, las posibilidades de tránsito estaban muy limitadas p o r los enorm es salares al oeste y las impenetrables yungas al este, con lo 103José Bolaños, op. cit., p. 77. 98

cual los ejércitos marchaban siempre por los dos valles que surcan de sur a norte la cordillera oriental. Incluso dentro de estos valles, los caminos eran m uy difíciles, con largas etapas tan escarpadas que se volvían intransitables para la caballería y donde la artillería de m ontaña tenía que ser cargada a lom o de muía o a brazo dé los indios104. U na vez llegados a Oruro, en cambio, p or el camino hacia La Paz, se abre con toda su magni­ ficencia el altiplano, con mesetas elevadas a 4.000 metros sobre el nivel del mar, cortadas por serranías y cadenas montañosas. Es al oeste de La Paz que se extiende la zona relevante para nuestro estudio. Se trata de un árido tramo de planicie de altura que separa a la Cordillera oriental del lago Titicaca. Estaba surcado por el camino real, que de La Paz recorría unos 100 kilómetros hasta el límite con el Perú, pasando primero por Laja, donde acampó el ejército en abril y mayo de 1811; por Tiahuanaco, donde Castelli realizó la célebre ceremonia del 25 de mayo, y finalmente por Huaqui, hacia donde el ejército marchó a principios de junio. La batalla propiamente dicha, los desplazamientos: que llevaron a ella y la dispersión inmediata que la siguió, tuvieron lugar en un trecho de 23 kilómetros de largo que separaban al pueblito de H uaqui del puente del Inca. Este espacio, que servía de comunicación obligada entre el Alto y el Bajo Perú, poseía una importancia estratégica y una complejidad geográfica extraordinárías.Tenemos que conocerlo en detalle (véase croquis n°l). Imaginemos u n triángulo isósceles recostado de este a oeste. Sus vértices son: al noreste el pueblo; de Huaqui, al sureste un pueblito llamado Jesús de Machaca y al oeste el puente del Inca. El lado norte está delimitado por la costa del Titicaca:y el sur por el río Desagua­ dero, con una cadena m ontañosa denom inada Vilavila que corta el triángulo longitudinalm ente, en dos mitades. Al norte de estos cerros, entre sus faldas y el lago, se form a uña franja costera llamada 104 Félix Best, vol. 1,1960, pp. 59-65.

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I

“Azafranal” , de unos veinte kilóm etros de largo y uno de ancho en prom edio, despejada y fácilm ente transitable, que com unica a H uaqui con el puente del Inca (véase imagen 1). Por el centro de esta franja, sin alejarse nunca demasiado de la costa barrosa del lago, corría el camino real. Al sur de los cerros, hasta el río Desaguadero, se abría otra faja de terreno transitable, cada vez más amplia ha­ cia el este, denom inada prim ero pampa de “ Chiribaya” y luego de “M achaca” . Por ella discurría otro camino, más m odesto y menos transitado, que iba de Jesús de M achaca hasta el p u en te del Inca. A principios del siglo X IX , antes de la instalación de compuertas en su embocadura, el Desaguadero; que, com o su nom bre lo indica, desagota las aguas del inmenso Titicaca hacia el lago Poopó, corría impetuoso con una anchura media de 200 metros, lo que lo hacía difícilmente vadeable. En el punto de su nacimiento, sin embargo, presentaba un ancho de apenas sesenta metros, lo que había perm i­ tido la construcción de un maravilloso puente de balsas de totoras y paja renovadas periódicam ente: el puente del Inca. Ésa era la puerta del Perú, el objetivo principal del ejército de Castelli. Los dos caminos convergentes que llevaban hacia este puente (el real, por el azafranal, y el de Jesús de Machaca, p o r la pampa de ese nombre) estaban incomunicados por la cadena del Vilavila, que im pedía así el tránsito directo entre H uaqui y Jesús de Machaca. C o n una excepción: la quebrada de Yuraicoragua. Este pequeño valle sinuoso, de tres kilómetros de largo y quinientos metros de ancho, corría de norte a sur, y su boca norte se ubicaba, respecto de Huaqui, a unos siete kilómetros por el camino real. M irando un mapa,Yu­ raicoragua no constituye más que un accidente del terreno bastante secundario, pero conviene retener la noción de su existencia: es en esta quebrada donde tuvo lugar la mayor parte de la batalla, y donde se inicia el pánico del 20 de ju n io (véase imagen 2). C on estas características topográficas tan complejas, se comprende que las acciones militares en esta zona estaban absolutamente deter­ 100

minadas por la geografía. En principio, todo se presentaba como muy favorable a que Castelli pudiera cumplir las instrucciones del Gobier­ no, que quería adoptar una posición defensiva en el Desaguadero y esperar el desarrollo de los acontecimientos. Bastaba con marchar hasta la cabecera oriental del puente del Inca y fortificarse para bloquear el paso o, incluso, si se optaba por una medida extrema, el puente podía fácilmente cortarse o incendiarse. Puesto que los últimos cerros del Vilavila caen a pico casi sobre el puente, brindaban excelentes posibi­ lidades para colocar baterías de artillería elevadas, dominando no sólo el río sino toda su vera opuesta en suelo peruano. C on vigías aposta­ dos en las alturas, y unas cuantas patrullas de caballería recorriendo la costa del río-y del lago, se podía estar seguro de que ninguna sorpresa afectara ese antemural norte del viejo virreinato. Existían, sin embargo, dos problemas con esta idea. M ientras que del lado peruano había dos pequeñas poblaciones (Desaguadero y Zepita, donde se había concentrado el ejército de Goyeneche) ca­ paces de dar un m ínim o sustento a una guarnición, de la parte altoperuana no había ninguna localidad significativa hasta Huaqui. De m odo que la idea de establecer una fuerza militar considerable sobre el puente del Inca presentaba desafíos logísticos considerables en cuanto a su aprovisionamiento y alojamiento. El segundo problema, m ucho más grave, es que Goyeneche no estaba esperando tranquila­ mente del otro lado del río, sino que había tomado fuertes posiciones en su margen altopemana. Eran sus tropas las que se habían forti­ ficado en la cabecera del puente, sus guardias las que aprovechaban las alturas del Vilavila ysus partidas de caballería las que patrullaban las costas. C on esta sabia medida, el jefe peruano había vuelto toda la fuerza defensiva de la posición en su provecho y se guardaba la pre­ rrogativa de pasar a la ofensiva en cualquier m om ento105.

105

Andrés García Camba, vol. 1,1916, pp. 88-89. Julio Luqui-Lagleyzé, op. cit.,

pp. 89-92.

101

Castelli se enfrentaba así a un duro dilema. El G obierno le orde­ naba situarse sobre el Desaguadero, pero no lo autorizaba a combatir. ¿Cóm o desalojar entonces a Goyeneche del territorio altoperuano? Sí quería mantenerse dentro del margen estipulado p o r las instruc­ ciones recibidas, sólo quedaba abierta una vía: la diplomática.

E l armisticio y la sorpresa que no fu e La apertura por parte de Castelli de las negociaciones con Goyeneche* que llevarían á la firma de u n armisticio en mayo de 1811, fue señalada po r los contem poráneos y por la historiografía tradicional com o uno de los más trágicos errores de la dirigencia revolucionaria de esos primeros años106. El argumento, desde esta perspectiva, es do­ ble: por un lado, la dem ora en atacar al ejército peruano habría per­ m itido a Goyeneche recibir refuerzos decisivos, los que le brindaron una victoria que de otro m odo no hubiera podido alcanzar. Por otro, la firma del armisticio habría expuesto a las tropas revolucionarias a la “ malicia” de Goyeneche, quien rom piendo la tregua atacó; por sorpresa, lo que definió el resultado de la jornada. En esta sección plantearemos que ambas presunciones son falsas, demostrando que, en la negociación del armisticio, Castelli no cedió nada que estuviera previamente en su poder, pudiendo en cambio ganar mucho, y que la famosa “sorpresa” nunca existió, estando roto y denunciado el armisticio desde una semana antes de la batalla.

.

; En rigor, Castelli, con autorización expresa de la Junta, estaba negociando con Goyeneche desde su llegada al Alto Perú a fines de 1810, por el interm edio del gobernador de La Paz, D om ingo Tris­ tán. En abril abriría incluso negociaciones paralelas con el Cabildo

106

“ Instrucciones de C ornelio Saavedra a su apoderado” , BM , II, p. 1124.

V icente Fidel López, op. cit., pp. 500-510.

102

de Lima. La variedad de alternativas diplomáticas consideradas y finalmente desechadas fue grande: un cese total de hostilidades con el restablecimiento de las antiguas fronteras entre los virreinatos, una consulta a la voluntad de los pueblos o incluso la regencia de la infanta Carlota Joaquina, la célebre herm ana de Fernando VII residente en R ío de Janeiro107. Lo cierto es que estas idas y vueltas, signadas por la desconfianza.y la mala fe, continuaron hasta mayo, mientras que ambos contendientes dedicaban sus mayores esfuerzos a aum entar sus ejércitos, avanzar sus posiciones y provocar pequeñas escaramuzas108. Ante el recrudecim iento de las tensiones, el 13 dé mayo por la mañana, Castelli convocó a un consejo de guerra para decidir el camino por seguir: buscar al enemigo sobre el Desaguadero o abrir una negociación formal para lograr un armisticio de cuarenta días. Se eligió esta segunda opción y el mismo día se empezaron a sentar los térm inos del tratado. ¿Los jefes del Ejército Auxiliar com etieron aquí un error, dando tiempo al enem igo para que los superara en cantidad ó calidad dé tropas? D e ninguna manera: para ese entonces ambos contendientes tenían ya concentradas en la zona a la mayo­ ría de las unidades con que se batirían en Huaqui y su núm ero era prácticamente equivalente109. Sin duda, G oyeneche utilizó cada día del arm isticio firm ado para m ejorar la instrucción de su tropa, pero otro tanto hicieron los revolucionarios, y no podem os decir que les hubiera hecho m enos falta que a los peruanos. C o m o vim os en las secciones anteriores^ más de la m itad del ejército estaba com puesto de re­ gim ientos altoperuanos de m uy reciente creación, e incluso lás 107 M arcela Ternavasio, 2015. 108 Fabio Wasserman, op. cit., pp. 179-180. 109 Las únicas tropas que restaban sumarse al Ejército Auxiliar eran unas pocas compañías provenientes de Santa C ruz y de Chuquisaca, que ño llegaron a tiempo para la batalla del 20 de junio.

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unidades veteranas rioplatenses se podían considerar com o en proceso de form ación. Si estos regim ientos fueron presa de un pánico el 20 de ju n io , ¿acaso podem os suponer que se hubieran batido m ejor a m ediados de mayo, con cuarenta días m enos de instrucción en su haber? N o, la clave de lo que estaba en juego; en el arm isticio, des­ de la perspectiva de los revolucionarios* no era ni el núm ero de las tropas disponibles ni su nivel de instrucción. A nte la paridad evidente; de las fuerzas en presencia, lo fundam ental, lo decisivo, serían las posiciones que habría de ocupar cada uno al m om ento de la inevitable confrontación. ¿El Ejército Auxiliar iba a tener que atacar cuesta arriba para desalojar a los realistas del Vilavila, o iban a ser sus artilleros quienes disfrutaran de las ventajas de la altura? ¿Su infantería iba a tener que forzar el paso del puente a la bayone­ ta, asaltando las fortificaciones de Goyeneche, o se iba a atrincherar tranquilamente en la margen oriental, barriendo el puente con fuego de metralla? Por eso, en su propuesta de armisticio, Castelli planteó com o con­ dición prim era que “se alejen ambos ejércitos a mayor distancia de la línea que divide ese territorio del nuestro, para entrar libremente en negociaciones estables que aseguren la pronta y feliz reunión de todas estas provincias” ; Esta apertura aparentem ente inocente era en realidad muy astuta: invitaba a Goyeneche a abandonar sú posición dom inante sobre el Desaguadero, de la cual no podía ser desalojado sin grandes bajas, mientras que Castelli no perdía nada, puesto que su vanguardia se encontraba de todos modos en Huaqui, a más de 20 kilómetros de la frontera. Por las dudas Castelli insistía, en m edio de bellas promesas, intim ando a Goyeneche a que “retire sus tropas avanzadas a nuestro territorio hasta lo interior de sus límites” 110. Era

110 p. 11509.

104

“ C astelli al C abildo de Lim a, Laja, 13 de m ayo de 1811” , B M , X III,

la única manera de conciliar las dos órdenes contradictorias de la Junta y despejar el territorio altoperuano sin presentar batalla. G oyeneche, sin em bargo, no m ordió el anzuelo. C o m p re n ­ diendo que negociaba desde una posición de fuerza, su especiosa contrapropuesta planteaba, con u n dejo de ironía, que dado que sus guardias se hallaban adelantadas de la frontera “ en pocas va­ ras” y que “sería,penosa su traslación”, “los puestos avanzados de infantería de este ejército conservarán sus posiciones sobre las cúspides y alturas de dicha serranía” . N o co n ten to con m antener su: cabecera de puente en suelo altoperuano y sus posiciones sobre elVilavila, argum entaba que, dada la escasez de forraje y víveres frescos de su lado del río ,“ algunas partidas sueltas de este ejército podrán desarmadas adelantarse al pu n to donde se en cu e n tren ” . Se entiende que, además de burlarse de los patriotas, con este artículo G oyeneche se garantizaba tam bién el derecho a que su caballería siguiese patrullando las costas y cam inos que daban acceso al D esaguadero111. A partir de aquí, el armisticio ya no ofrecía ninguna ventaja real a los revolucionarios, pero tampoco les impedía seguir poniendo a punto sus tropas para lo que se presentaba com o una dura e inevi­ table batalla destinada a desalojar a las tropas realistas po r la fuerza. D e este modo, los térm inos de Goyeneche fueron aceptados, con la salvedad de que Castelli se reservaría el derecho de desplazar sus tropas al interior de su propio territorio. Com enzaba así a correr el plazo de cuarenta días que reportaba las hostilidades hasta el 25 de junio. Pronto ambos adversarios demostrarían que no lo considera­ ban más que una mera formalidad. Se han escrito ríos de tinta acerca de quién rom pió prim ero el armisticio. Lo cierto es que éste fue ratificado el 16 de mayo y que al día siguiente, cuando la tinta de las firmas ni se había secado, U1 “A rm isticio d el D esaguadero” , A G N ,X , 23-2-3.

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una división de la caballería cochabam bina cayó sobre un desta­ cam ento realista situado en el pueblo de Pisacoma, mató a unos cuantos soldados y tom ó prisioneros a los cuatro oficiales. A nte las quejas formales de Goyeneche, los revolucionarios argum entaron que los cochabam binos no estaban al tanto del cese del fuego. Esto es verosím il puesto que la división de caballería cochabam bina, al m ando de Francisco del R ivero, se m anejaba com o una fuerza prácticam ente independiente y, en vez de situarse con e l resto del ejército en H uaqui, estaba acantonada en Jesús de M achaca, con destacamentos en varios parajes de la región. E n todo caso, los pri­ sioneros fueron restituidos, se prom etió resarcir el precio del ganado y bienes tomados y el armisticio continuó, en un clima de absoluta desconfianza. Tras unos días de calma, a principios de junio, Castelli destacó una partida de cincuenta Dragones de la Patria, bajo el mando de su teniente coronel Esteban H ernández, a apostarse com o güardia avanzada en la quebrada de Yuraicoragua. ¿Estaba en su derecho? C om o dijimos, un artículo del armisticio m encionaba la posibilidad de desplazar tropas al interior de su propio territorio, pero a decir verdad su redacción, debida a los revolucionarios, era tan críptica y embrollada que podía dar lugar a cualquier interpretación. Previsi­ blemente, según su propia conveniencia, al enterarse de la avanzada patriota, Goyeneche lo interpretó com o una agresión y, el 6 de junio, respondió lanzando una columna de quinientos hombres por el ca­ m ino de Machaca destinada a barrerla con el caer de la noche, Los dragones se salvaron porque un soldado paceño de 16 años, llamado M anuel Aguilar, desertó del bando realista y les inform ó con tiem po del ataque que se aproximaba. Gracias al aviso, H ernández llegó a reunir su fuerza y sostuvo un duro com bate que, com o sucede casi siempre en estos casos, ambos bandos se anotaron com o una victoria. ¿Q uién violó entonces el armisticio del Desaguadero? ¿Castelli, Goyeneche, Rivero? Bien visto, a pesar de las denuncias airadas y las 106

protestaciones solemnes de una parte y de otra, cabe reconocer que los tres jefes hicieron lo que estaba a su alcance para que la tregua fracasara. En esto inauguraban una larga e infame lista de perjurios m utuos que envenenarían de manera definitiva las guerras de in­ dependencia hispanoamericanas. Por lo pronto, a todos los efectos prácticos, desde el día 6 de ju n io el armisticio estaba m uerto y en­ terrado y las acciones militares podían recomenzar. Es inútil, pues, seguir hablando de una “sorpresa” o una “traición” para explicar los sucesos del día 20. Ambos ejércitos se encontraban en pie de guerra y perfectamente alertados.

E l plan de ataque de los revolucionarios Ya en la ju n ta de guerra llevada a cabo por los jefes revolucionarios el 13 de mayo, se habían acordado los rudim entos de un plan de ataque para el caso de que el armisticio fracasara. N o hay actas de lo discutido ni versión escrita del plan, por lo que tenemos que recons­ truirlo a partir de los testimonios de los participantes, que muchas veces son contradictorios. E n líneas generales, lo dispuesto en ese entonces debió limitarse a que el grueso del ejército se dividiera en tres divisiones (izquierda, centro y derecha) que marcharían a H ua­ qui para llevar u n ataque sobre las posiciones realistas del Vilavila. En paralelo, la división de caballería de Cochabam ba se concentraría en Jesús de Machaca y construiría un puente sobre el Desaguadero (que efectivamente se construyó, llamado “P uente N u ev o ’’) para poder cruzar a la otra m argen sin ser vistos y amagar a las fuerzas principales de Goyeneche por la retaguardia11?.

112 Según las fuentes realistas (recogidas p o r García Gamba), habría habido una tercera colum na de ataque destinada a atacar a G oyeneche p o r su izquierda. Esta fuerza hubiera tenido que cruzar el estrecho d eT iq u in a, dando un inm enso

107

La idea de tom ar cuesta arriba las posiciones fortificadas sobre el Vilavila implicaba serios riesgos y se podía prever un núm ero im ­ portante de bajas. Lo mismo sucedería m uy probablem ente con la tom a por asalto de la cabecera altoperuana del puente del Inca. Sin embargo, lanzando la mayor parte del ejército con este doble obje­ tivo, era razonable esperar u n resultado favorable. Por otro lado, es im portante señalar que; el plan no implicaba cruzar el puente hacia el lado peruano, lo que hubiera constituido una m aniobra temeraria, sino que se limitaba a expulsar a la vanguardia realista hacia la otra margen del Desaguadero. El gran interrogante está puesto en qué se suponía que estaría haciendo, mientras se producía este ataque, Goyeneche con el grueso de su ejército. En efecto, una parte mayoritaria de éste estaba ahora acampada del otro lado del río, sobre el Desaguadero mismo, lista para venir en auxilio de su vanguardia en cuestión de minutos. ¿Los revolucionarios contaban con dar una sorpresa tan grande a los del Vilavila com o para apoderarse del puente antes de que Goyeneche pudiera reaccionar? Seguramente, aquí desempeña un rol im portante la división de caballería cochabam bina que debía cruzar a la otra banda por el puente nuevo. Si R ivero se mostraba sobre el flanco de Goyeneche inm ediatamente antes, o m ejor aún, durante el ataque al Vilavila, era efectivamente probable que los jefes realistas, tem iendo un ataque a su campamento, se abstuvieran de venir en auxilio de su vanguardia a través; del puente. E n ese caso, los revolucionarios tendrían tiem po?de bloquear la ;cabecera altoperuana de éste y, una vez instalados sobre las alturas del Vilavila, su artillería forzaría a Goyeneche a abandonar la margen peruana del Desaguadero y re­ rodeo, con lo que la coordinación de la operación hubiera sido prácticam ente imposible. Por otro lado, ninguna fuente patriota m enciona esa fuerza ni con qué unidades habría estado com puesta. Lo más probable es que los realistas se hayan sentido am enazados p o r dos com pañías de dragones que, efectivamente, estaban apostadas en Tiquina, a m odo de observación.

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plegarse cuanto menos hasta Zepita. A Rivero le bastaría entonces con dar media vuelta y volver tranquilamente por el puente nuevo sin haber entrado en contacto con el enemigo. Se habrían cumplido así los objetivos impuestos por la Junta (asegurar el territorio hasta el Desaguadero) sin combatir contra el cuerpo principal del ejército contrario. El margen de error del plan, no obstante, era muy grande. Bas­ taba con que las partidas de observación de Goyeneche le avisaran del ataque, o que la toma delVilavila se demorara, o que fallara la coordinación con los cochabambinos, para que todo tornara en de­ sastre. El grueso del ejército podía quedar atrapado entre dos fuegos, Rivero podía ser cortado, la toma delVilavila podía saldarse por una masacre. Desde la concepción misma del plan, se manifestaban tres falencias que quedarían brutalm ente expuestas el 20 de junio. Ante todo, los jefes revolucionarios tenían una tendencia a separar sus fuerzas en divisiones incapaces de ayudarse m utuam ente y sin m e­ dios de comunicación adecuados para garantizar la coordinación, por lo que podían ser batidas en detalle. En segundo lugar, presuponían a u n enemigo estático, carente po r com pleto de iniciativa, cuando en la práctica quedaría demostrado que Goyeneche se ajustaba muy mal a esa presunción. Por último; pretendían poder contar con el efecto sorpresa, cuando en realidad los realistas, que estaban al tanto hasta del últim o de sus movimientos, se enteraron enseguida de la construcción del puente nuevo y tom aron medidas para prevenir cualquier ataque de ñanco. Sea como fuera, con los sucesos del 6 de ju n io los preparativos para la ejecución de éste plan se activaron, las unidades marcharon a H uaqui y com enzaron a organizarse las divisiones de ataque. Sin embargo, la ruptura oficial de las hostilidades no se anunció sino hasta el 17 de ese mes. ¿Por qué? Desde un punto de vista táctico, al ejército revolucionario no le convenía anunciar con demasiada anticipación sus movimientos. Los térm inos del armisticio prescri­ 109

bían que si éste era roto, se debería dar un aviso de 48 horas antes de reem prender las acciones militares. Es decir que, con dar aviso el 18 de un ataque previsto para el 21, bastaba para cum plir la norm a sin dar excesiva ventaja. Desde un punto de vista político, además, existía una razón de peso para dejar abierta hasta últim o m om ento la posibilidad de una salida pacífica. Castelli, en efecto, estaba involucrado desde hacía tiem po en discusiones con el Cabildo de Lima y la chance, no im ­ porta cuán remota, de que éste desautorizara al virrey Abascal era demasiado atrayente para ser desdeñada de antemano. El desencanto llegó el 17 de junio, con una respuesta cortante del Cabildo en que prácticam ente se cerraba toda negociación. Es con esta carta en la mano que el Representante convocó para ese mismo día a una nueva junta de guerra. Su objeto era confirm ar la realización del ataque y ultimar los detalles del plan. Se reunieron así, por segunda vez, los jefes de las divisiones y re­ gimientos del ejército. Gracias a las declaraciones de los participantes, podem os reconstruir con bastante detalle lo que se discutió en esta ocasión. E n u n prim er m om ento, C astelli les expuso la situación generada por la ruptura de las negociaciones con el Cabildo de Lima y la necesidad de lanzar la ofensiva según el plan adoptado. Se produjo entonces un silencio cargado eje tensión, hasta que tom ó la palabra el teniente coronel Luciano M óntes de Oca, quien opinó que era más prudente “ el m antenerse a la defensiva y no exponer al ejército por las grandes ventajas que sabía tenía el enemigo con hallarse situado en Vilavila” 113.

v

M ontes de O ca fue secundado po r los dos jefes de las unidades paceñas, el com andante de húsares Agustín Dávila y el sargento ma­ yor Clem ente D iez de M edina, quien expuso que el enem igo tenía cerca de 7.000 hombres de tropa, que su posición era muy ventajosa 113“Declaración de Luciano M ontes de O ca”, BM , XIII, p. 11618. 110

y que no iban a poder sacarlo de ella. Com o vimos, la opinión de M edina tenía una relevancia extraordinaria. N acido en la región, veterano de la campaña revolucionaria de 1809, el com andante del regim iento n°8 era uno de los pocos presentes que ya se había en­ frentado a G oyeneche y que conocía de prim era m ano el punto que pretendían atacar. Su conclusión, “que tenía conocim iento de aquellos terrenos” y “ que-le parecía no convenir atacar” , debió haber sido cuidadosamente sopesada, máxime cuando era m uy probable que expresara.el parecer de los demás paceños de su regimiento, que compartían su experiencia previa y que dos días más tarde marcha­ rían al frente com o si los llevaran al matadero. Castelli, en cambio, le replicó con dureza que “eran convocados no a decidir si se había de atacar, o no; pues esto estaba ya dispuesto, sino a establecer el m odo com o pudiese verificarse con mayores ventajas” 114. C on estos térm inos el R epresentante clausuraba toda posibilidad real de debate. Quienes dudaban de las perspectivas de éxito del plan adoptado, sin embargo, eran varios. El propio Juan José Viamonte, segundo jefe del ejército, manifestó sus dudas por lo bajo al auditor Del Signo, pero no se atrevió a plantearlo en yoz alta “porque el pie de confianza y desprecio de los enemigos era cimentado de tal m odo que sin la nota de cobarde no había un solo soldado, que pudiera expresarse en precaución”115. Siendo así, pasaron a discutirse los detalles del plan y no tardaron en surgir nuevas inquietudes. Según la idea de Castelli, quienes llevarían adelante el ataque principal sobre la cabecera del puente del Inca eran los de la división que estaba compuesta en su mayor parte por el regi­ miento n°8 de paceños, cuyos jefes acababan de manifestar su discre­ pancia sobre la oportunidad misma de la ofensiva. ¿Era razonable hacer recaer la misión más arriesgada y difícil sobre la unidad de más reciente

114 “D eclaración de C lem ente D iez de M edina” , B M , X III, p. 11739. 115 “D eclaración de Juan José V iam onte” , BM , X III, p. 11677.

111

creación y m enor nivel de disciplina? O dicho de otro modo: ¿Acaso Castelli estaba mandando al sacrificio a ios altoperuanos? Q uien tomó la palabra entonces fue quien iba a tener que comandar a esa división del centro, nada menos que el oficial decano del ejército,José Bolaños. C on moderación, pero sin tapujos, planteó sus reservas: Guando la columna del centro caiga sobre el campamento ene­ migo a batirlo, deben las demás columnas entrar por un lado y otro en la función, para llamarle la atención por una y otra parte,; pues ésta no es tropa que se pueda aventurar con sólo una colum­ na, a forzar un campamento defendido de una batería dominante sobre el cerro116. E n térm inos más específicos, Bolaños deseaba saber exacta­ m ente cóm o se iba a garantizar la coordinación con las otras dos divisiones que se suponía que iban a apoyarlo desde los. flancos. ¿Iban a usar cohetes, señales, llamadas? Para concluir, lúgubre, que “de lo contrario se haría un sacrificio de la que entrase sola en función” 117. Lejos de responderle, los demás oficiales, m apa en mano, com enzaron a sugerir los puntos de acceso a los cerros que debían tom ar las divisiones. M inutos después la ju n ta era dada por concluida, aunque m uchos de sus participantes albergaban aún más dudas que antes. Si Castelli se había m ostrado tan indiferente respecto a la opi­ nión de sus subordinados, al salir del consejo debió sentirse par­ ticularm ente in q u ieto p o r la o p in ió n de los pueblos y p o r el tribunal de la historia, ya que dedicó esa misma noche a escribir Una circular y un manifiesto inflamados donde justificaba la causa p o r la que iban a batirse y explicaba sin medias tintas su posición.

n6 “ D eclaración de José Bolaños” , BM , X III, p. 11833. 117José Bolaños, op. cit., pp. 76-77.

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Quizá po r ei contexto solem ne en el que fueron redactados (in­ m ediatam ente antes de partir al encuentro del enem igo en una batalla donde se jugaría la vida y su carrera al todo o nada), ambos docum entos sorprenden por su tono incendiario, tan poco usual en ese período de hegem onía saavedrista y m eticulosa lealtad a Fernando VII. En la prim era circular, un Gastelli indignado comenzaba dando cuenta del fracaso de sus negociaciones con el Cabildo de Lima, para concluir en un lenguaje durísimo: El armisticio queda, pues, roto, nuestro ejército en disposición de operar y dar el último convencimiento de que solo á los golpes de sus sables pueden ser sensibles unos esclavos que desconocen voluntariamente sus derechos y vulneran los de sus compatriotas1i8. En el manifiesto iba aún más allá. Denunciaba que el armisticio había sido roto por el ataque traicionero del 6 de junio — llamando a Goyeneche “el mayor m onstruo que ha abortado la A m érica”— y ponía en negro sobre blanco, ya sin ningún pudor ni cálculo, su visión de la revolución qué estaban llevando a cabo y por la que tenían que combatir: Es justo, es necesario exterminar a los liberticidas de la patria, humillar a nuestros rivales, enseñarles a respetar nuestras armas y destruir, en fin, la causa inmediata de las zozobras que agitan nuestro territorio. En consecuencia declaro disuelto el armisti­ cio y anuncio que nuestras legiones de ciudadanos armados se hallan a punto de cumplir sus deberes salvando a la patria del último conflicto en que se ve. Ellas triunfarán, sin duda, y con la

118

“ C ircular de Castelli, 17 de ju n io de 1811, H u aq u i” , reproducido en M a­

nuel M antilla, op. cít., p. 221.

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sangre de los tiranos que restan sellarán la libertad de la patria. — ¡Pueblos de la América del Sur! Vuestro destino es ser libres o no existir, y mi invariable resolución sacrificar la vida por vuestra independencia119. La palabra tabú había sido finalmente pronunciada, la máscara de Fernando VII había caído. Lo que estaba e n ju eg o , aquello po r lo que se combatiría al día siguiente, era la independencia de América. Releyendo estas proclamas, escritas por una plum a ferviente entre una ju n ta de guerra y una batalla, casi se puede sentir el enorm e peso que caía en esos m om entos sobre los hombros del R epresen­ tante; Éste era el R u b icó n de Castelli. Si vencía en los próximos días humillaría a Lima, volvería triunfal a Buenos Aires, repondría al ala radical en el gobierno y la revolución que había imaginado M oreno se expandiría a todo el continente. Si era derrotado...

Las divisiones el 19 de junio por la noches Tomada la decisión de atacar y ajustado el plan, no quedaba más que ejecutar lo acordado. Para hacerlo, los ejércitos de la época designaban “ divisiones” . Las divisiones eran grandes formaciones militares compuestas de varios regimientos, batallones o compañías, diseñadas específicamente para el cum plim iento de, una misión o la ocupación de u n sector de la línea en la batalla venidera. Se les asignaba un com andante general, que quedaba p o r encima de los comandantes de las unidades que la integraban, y en su composición se solían mezclar unidades de las distintas armas para que la división se pudiera sostener por sí misma en caso de ser necesario.

119

“ Manifiesto, H uaqui, 18 de jun io de 1811” , reproducido en M anuel Mantilla,

op. cit., p. 224.

114

En vista del ataque al Desaguadero, el Ejército Auxiliar y Com bi­ nado se organizó en cinco divisiones. N o hay ninguna dificultad en conocer cómo estaban constituidas, pero debemos hacer una adver­ tencia. El nombre original de las divisiones estuvo pensado en función del plan de ataque que se acordó el 17 de junio. Es decir, tres de ellas se llamaron “izquierda”, “derecha” y “centro” según las posiciones que ocuparían al m om ento de atacar el Vilavila. El problema es que en la batalla de Huaqui, en realidad, las divisiones se batieron en iorden in­ vertido al que indica su nombre, porque fueron atacadas en su tránsito antes de poderse ordenar. Es decir que la división “centro” se batió a la derecha, la “izquierda” en el centro y la “derecha” a la izquierda. Describir así la batalla sería trem endam ente confuso para el lector, por lo que decidimos privilegiar la claridad expositiva “rebautizando” aquí a las divisiones en relación con el lugar real que ocuparon en la batalla de Huaqui. C o n esta salvedad, las unidades de batalla quedaron compuestas de la siguiente manera: EJÉRCITO AUXILIAR YCOMBINADO DEL PERÚ - 1811 ORDEN POR DIVISIONES EN LA BATALLA DE HUAQUI* Denominación

Comandante

Unidades

Izquierda

Eustaquio Díaz Vélez

Regimiento de Dragones de la Patria Compañías sueltas de Oruro Granaderos de Chuquisaca

Centro

Juan José Viamonte

Regimiento n°6 de Infantería Compañías de Pardos y Morenos

Derecha

José Bolaños

Regimiento n°8 de Infantería Regimiento n°7 de Infantería Escuadrón de Húsares de La Paz**

Cochabamba

Francisco del Rivero

Regimiento de Voluntarios de Caballería

Reserva

Luciano Montes de Oca

Compañías sueltas de indígenas

* Según los parámetros de la época, la artillería no combatió como unidad, sino que las 18 piezas disponibles fueron repartidas entre las divisiones, con su correspondiente dotación de artilleros. ** No hemos podido confirmar si este escuadrón se batió con la división izquierda, con la derecha o con una : compañía en cada una. Hay comentarios contradictorios en todos ios sentidos.

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El problema que encontraron Castelli y Balcarce es que un ejér­ cito de este tamaño no podía marchar en masa de H uaqui al Des­ aguadero. A excepción del agua, en la zona faltaba de todo: espacio plano para grandes campamentos, comida, pastos. Dispusieron en­ tonces una marcha escalonada según la cual las divisiones avanzarían en días sucesivos hastaYuraicoragua, con excepción de la división de Cochabamba que ya estaba apostada en Jesús de Machaca y operaría su maniobra de distracción p o r el puente nuevo. i

El 18 de ju n io marchó la división del centro, atravesando toda

la quebrada de Yuraicoragua hasta establecer un cam pamento en su extrem o sur, en el llano inm ediato a la pam pa de Machaca (véase croquis n°l). Este era un lugar peligroso, con cerros que lo dom i­ naban por todos lados (véase imagen 3). Antes de partir de H uaqui, Balcarce había ordenado a Viam onte “ que se conservase con la ma­ yor vigilancia, y cuidase m uy particularm ente de unas alturas que dominaban el campo, y era de la mayor urgencia resguardar”120. El jefe de división, efectivamente, destacó a algunos centinelas a^los cerros inmediatos, aunque sin artillería ni grandes guardias. ¿Cóm o explicar semejante negligencia? Buena parte de la causa del Des­ aguadero se dedicaría a establecer su responsabilidad. E n todo caso, hay factores que sin disculpar de ninguna manera su conducta, que traería funestas consecuencias poco más tarde, al menos perm iten com prender la decisión de Viamonte. Por un lado, había compañías avanzadas de dragones que guardaban las principa­ les vías de ataque que podía tom ar el enemigo. U na estaba apostada sobre el camino de Machaca, algunos kilómetros más adelante, en la pampa de Chiribaya, con lo que se interponía entre el campamento y el enemigo. O tra estaba de guardia en el extrem o opuesto de la quebrada, sobre el camino de H uaqui, cuidando el flanco de Via­ m onte y el cuartel general. 120 “Declaración de Antonio González Balcarce”, BM, XIII, p. 11664. 116

Por otro lado, aparentemente sus hombres llegaron aYuraicoragua desgastados y sin haber comido nada en todo el día: Habían marchado cuatro leguas hasta el punto que ocupaban, que era la quebrada de Azafranal, trastornando unas alturas fra­ gosas sin senda y cubiertas de un pasto que llaman cortaderas el que hacía sangrar de tal modo los pies a toda la tropa que la había dejado casi imposibilitada121. El trayecto no puede haber sido de cuatro leguas, com o dice A nchorena, sino de unos diez kilóm etros desde Huaqui* lo que representaba una etapa moderada. Sí es cierto, en cambio, que los hombres de esta división eran justam ente los infantes provenientes de las provincias de abajo. M archando a cuatro mil metros de altura, es más que probable que estuvieran padeciendo los rigores del mal de altura, sufriendo una gran fatiga, dolor de cabeza y náuseas. Este “apunam iento” o “soroche” , como lo llaman en la región, no afecta a los naturales de la zona, quienes con un puñado de coca lograban hacer etapas de treinta kilómetros sin descanso, pero para un soldado venido del nivel del m ar podía tener un efecto muy debilitante*22. V iendo a sus tropas rendidas, podem os suponer que Viam onte haya desistido de exigirles que tom aran posición en los cerros arrastrando las piezas de artillería de montaña. Tras pasar así la noche, en la mañana del 19 Viamonte salió con sus ayudantes a reconocer las sierras circundantes. Siguió sin destacar artillería a las alturas, pero ai m enos determ inó cuál sería la form a­ ción que adoptarían en caso de un ataque repentino, lo que sería

121 “ Tomás M anuel A nchorena a M ariano Nicolás A nchorena, Potosí, 27 de ju n io 1813” , citado e n A .J. Pérez A m uchástegui, 1971, p. 22. 122 Félix Best, op. cit., vol. 1, p. 62.

117

de gran ayuda cuando estallase la batalla123. Es a este campamento mal guarnecido que se sumaron, al cerrarse ese día, los hom bres de la división de la izquierda. Entre ellos había buenos soldados de montaña, como los de O ruro y Chuquisaca, pero la oscuridad les impedía subir al cerro y dejaron la tarea de cubrirlos para la mañana. C om o veremos, ya sería tarde, y tendrían que intentar coronar las alturas con el enemigo encima. Mientras tanto, en el cuartel general de H uaqui, la división de la derecha y la de reserva dorm ían en calma. Al día siguiente, el 20, estaba previsto que marchasen a reunirse con el resto del ejército en Yuraicoragua. Sin embargo, no se veían todavía grandes preparativos. Cuando llegara el alba los caballos estarían aún pastando; las muías del tren de artillería no estarían atalajadas. Meses después, los fiscales de la causa se preguntarían: ¿no era crim inal exponerse así a u n ataque en un dispositivo tan vulnera­ ble? Considerem os que el ejército revolucionario pasó la noche del 19 de ju n io partido en tres cuerpos, con dos divisiones en H uaqui, otras dos en Yuraicoragua del lado de M achaca y la división de C o chabambinos en jesús de Machaca. Entre H uaqui y el cam pam ento de V iam onte la distancia era de 10 kilómetros. Entre éste y Jesús de M achaca había 18. D e m odo que Castelli y Balcarce, la víspera de la batalla, estaban durm iendo a 10 kilóm etros de su división más fuerte y a nada m enos que 28 de su caballería, separados de ellas por una cordillera, cuando el enem igo se encontraba a apenas 15 kilóm etros de Yuraicoragua y con total lib ertad para avanzar e in ­ terponerse entre ellas. Las bases de la catástrofe ya estaban echadas. El enemigo, por cierto, no dormía, porque del otro lado del río las cosas presentaban u n aspecto m uy diferente. Goyeneche venía recibiendo precisos informes diarios de todo cuanto ocurría en las divisiones revolucionarias. C onocía su núm ero, com posición y la 123 “Declaración de Apolinario Saravia” , BM, XIII, p. 11596. 118

dirección de sus marchas. ¿De qué manera? Algunos de los indios de su fuerza, reclutados en la zona, se quitaban el uniforme, se mezclaban con los demás naturales y entraban en los campamentos patriotas cargados de alimentos para vender. Luego volvían a su cuartel general por los cerros sin que las guardias los detectaran124. C on un expedien­ te tan sencillo, Goyeneche contó siempre con una inteligencia muy superior a la de sus adversarios, que no parecieron capaces de montar un sistema semejante. A ella, en buena medida, se debió su victoria. C on estos informes, el día 19 el general peruano convocó a una trascendental junta de guerra. Allí los jefes de su ejército consideraron el evidente plan de ataque de los revolucionarios, con la maniobra de flanco que harían los cochabambinos, y concluyeron que esperarlos en donde estaban era exponerse a una derrota, por lo que decidieron actuar125. Goyeneche dispuso que una pequeña división protegiera el campamento contra cualquier incursión de Rivero y, a partir de las tres de la mañana del día 20, fue saliendo a cruzar el puente del Inca con el resto de la fuerza. U na vez en suelo altoperuano, sus tropas for­ maron dos divisiones. Por el camino de Machaca marchó el general Juan Ram írez Orozco con 1.600 hombres de infantería (batallones Paruro, Paucartambo yAbancay),350 hombres de caballería (Arequipa y Tinta) y 4 piezas de artillería. Por el camino de Huaqui avanzó el propio Goyeneche con un batallón del R eal de Lima, el batallón de Puno, el prim er regim iento del Cuzco, 300 hombres de caballería y seis cañones126. Estas tropas caminarían silenciosamente durante el resto de la noche al encuentro de las divisiones revolucionarias, que se habían acostado a dorm ir atacantes y se despertarían atacadas. Comenzaba la batalla de Huaqui. Sería una larga jornada. 124 “ Instrucciones de C ornelio Saavedra a su apoderado” , BM , II, p. 1124. Ignacio N úñez, op. cit., p. 501. 125 “José M anuel de G oyeneche ai Virrey, 22 de ju n io de 1811”, Archivo C o n d e de G uaqui, c. 14, carpeta 3, n ° l. 126Julio Luqui-Lagleyze, op. cit., p. 93.

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C A P ÍT U L O 3

Un día de combate

“Yo conozco señor excelentísimo que hemos perdido m undo y medio.” J ü a n Jo sé V i a m o n t e ,

i

8i i

G uando leem os los inform es de los com batientes del 20 de ju n io de 1811, salta a la vista un rasgo realm ente llamativo, que, nos pa­ rece sintomático. Los oficiales del Ejército Auxiliar del Perú hablan siempre de dos acciones, simultáneas pero claram ente separadas: por un lado, la batalla de “H u aq u i” , con sus tiempos, sus peripecias y su desenlace; p o r otro, la de “Yuraicoragua” . Q uienes declaran sobre la una no se sienten habilitados a hablar de la otra, com o si ambos sucesos de armas hubieran tenido desarrollos estancos, a cientos de kilómetros de distancia. Se podría agregar incluso una tercera acción simultánea, porque los cochabam binos se pasaron el día m archando hacia el puente nuevo y sólo entraron en el cam­ po de batalla por la tarde, cuando lo esencial de la lucha ya había concluido. Esto constituye, de por sí, una causa suficiente para explicar el resultado de la jornada: los peruanos dieron una sola batalla (con unidad de com ando, un plan general, coordinación y apoyo m utuo entre las divisiones) y la ganaron. Los patriotas pelearon varias acciones independientes (H uaqui, Yuraicoragua y Jesús de Machaca) y perdieron las tres. Para reconstruir el pánico que decidió la batalla, sin embargo, tenem os que recuperar necesariam ente la visión de conjunto, puesto que éste no actuó de m anera independiente en cada una 123

de las divisiones del ejército, sino que surgió y se desarrolló gra­ cias a las interacciones entre ellas, en sus intersticios y en sus encuentros fallidos. Los agentes de su propagación fueron ju sta­ m ente los gritos, los rum ores y los dispersos que venían siempre del otro lado del cerro. C ada división entró así en pánico p o r lo que suponía que le sucedía a la otra, hasta el pu n to de que si hubiera habido realm ente dos com bates separados, uno en H u a­ qui y el otro en Yuraicoragua, los revolucionarios podrían haber vencido en los dos. L am entablem ente para ellos, la batalla de H uaqui fue una sola, y ésta los encontró partidos, sorprendidos e incom unicados. En esos desencuentros, en esas rupturas y esos im previstos, el pánico enco n tró un terren o fértil y se extendió com o un reguero de pólvora.

Goyeneche ataca, los revolucionarios discuten Al aclarar el día, a eso de las seis y m edia de la m añana127, se divisaron por prim era vez las avanzadas de ambos ejércitos p o r el lado sur del Vilavila, en la pampa de Chiribaya. Eran dos partidas de caballería de Ram írez que se encontraron con la guardia de Dragones revo­ lucionaria, com andada p o r Feliciano H ernández; quien envió un aviso inm ediato al campamento de Yuraicoragua. O tra descubierta de dragones, que había pasado la noche de guardia, mandada por el capitán Miguel García, confirm ó la noticia unos minutos después, y V iam onte la transmitió a H uaqui con su ayudante de campo Apo­ linario Saravia: las columnas enemigas; en vez de esperarlos en el Desaguadero, avanzaban.

i2? El 20 de ju n io de 1811, en la región de La Paz, el sol salió a las 6:27 y se puso a las 17:35. Todos los datos astronóm icos son calculados con las h erram ien­ tas de h ttp s://w w w .tim eanddate.com .

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Ante el contacto, Ram írez tom ó rápidamente sus disposiciones de acuerdo con lo acordado previamente en la junta de guerra rea­ lista: mandó que las guerrillas de infantería, que precedían su avance, aceleraran el paso para ocupar las mejores alturas hacia la quebrada, desplegó el batallón de Paruro en batalla a la derecha y con el res­ to de su fuerza en colum na marchó a buscar al enemigo. Del lado revolucionario, en cambio, aun había cuestiones muy im portantes que decidir.

:

n

E n efecto, el plan de ataque acordado el 17 de ju n io q u e ­ dó anulado p o r la contraofensiva p eruana, que los in te rc e p tó varios kilóm etros antes de las posiciones que tenían asignadas. E n u n segundo, todas las previsiones de los revolucionarios se habían vuelto obsoletas. V iam onte no había recibido n in g u n a orden específica respecto de cóm o actuar ante la eventualidad de un ataque realista, p o r lo que iba a ten er que im provisar128. Su p rim er im pulso fue disponerse a form ar la línea de batalla en la pam pa de M achaca y dar orden a D íazV élez para que saliera con su división a co n ten er al enem igo, que ya se avistaba a unos cuatro o cinco kilóm etros de marcha. Al recibir la com unicación, en vez de obedecer, DíazV élez se dirigió directam ente en busca de V iam onte, y le manifestó: Q ue no sólo no debíamos esperarlo [al enemigo], sino que for­ zosamente debíamos replegarnos a Huaqui con ambas divisiones, dejando burlados sus planes, pues no convenía desamparar la di­ visión del centro [la de Bolaños], y parque de artillería en aquel puesto, bajo las órdenes del señor representante, y general en

128 B ernardo de M ónteagudo afirma, p o r el contrario, haber oído el 18 de ju n io cóm o Balcarce daba a V iam onte la orden verbal de replegarse a H uaqui si era atacado. Existen versiones contradictorias del hecho. “D eclaración de B ernar­ do de M onteagudo”, BM , X ííí, p. 11586.

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jefe nombrados, con cuya reunión parecía más congruente obrar con ventaja, tanto más, cuando no teníamos orden para batirnos separados, exponiéndonos a ser cortados con sólo el hecho de abrirnos al lado opuesto de H uaqui129. ¿Tenía razón Díaz Vélez? Es muy difícil determinarlo. E n ese m o­ mento los jefes de la división del centro no lo sabían, pero de haber vuelto hacia Huaqui por la quebrada se hubieran encontrado con la columna de Goyeneche ya formada en batalla y dominando las alturas. Es probable que, reunidos a la división de Bolaños, hubieran podido triunfar sobre él, pero aún hubiera quedado la columna de Ramírez pisándoles los talones. El riesgo de quedar atrapados en la quebrada y ser exterminados era muy cierto. También lo era el hecho de que ese mismo trayecto, realizado dos días antes, los había dejado extenuados. ¿Iba a resultarles más fácil ahora, recorriéndolo a marchas forzadas y con el enemigo encima? Lo que era tal vez más grave, ¿iban a aban­ donar sin combatir las doce piezas de artillería de la división, a más. de todo lo contenido en el cam pamento130? Viam onte oía a Díaz Vélez y meditaba su respuesta. El m om ento era de una tensión extrema y el aire se cortaba con un cuchillo. Los dos jefes de división no estaban solos. Tenían a su alrededor a los oficiales de la plana mayor, que observaban cada detalle del inter­ cambio. Las luchas políticas entre saavedristas y morenistas, los celos

i2y “ Eustaquio D íaz Vélez al G obierno, jujuy, 4 de ju lio de 1812” , BM , X ÍII, p. 11654;"' 130

Interrogado sobre la cuestión p o r el fiscal, Balcarce daría la razón a Vía-

m onte por sobre D íaz Vélez, diciendo “ que las divisiones del señor V iam onte no podían hacer otra cosa que conservar su posición, porque ellas constaban de la mayor fuerza del ejército y más pesada artillería, com o porque donde se encontraban se hallaban las tropas de C ochabam ba y de ningún m o d o debían dejarse expuestas a ser cortadas” . “D eclaración de A n to n io González Balcarce” , BM , X III, p. 11666.

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profesionales, las intrigas de los meses previos, todo esto debió haber pasado rápidamente por la cabeza de los presentes cuando Viamonte respondió a Díaz Vélez, con tono lacerante, que su propuesta era propia de un cobarde, que el jefe que mandaba era él y que no le tocaba más que obedecer. En su elogio, puede decirse que Díaz Vé­ lez encajó el insulto en silencio, salió al frente con su división y no dejó de com batir hasta el atardecer.Viamonte, por su lado, negaría siempre que esta discusión haya tenido lugar. Los capitanes Dom ingo Albariño y Eustaquio Moldes; en cambio, que estaban presentes, la confirm an y repiten palabra p o r palabra. Una vez decidido a combatir, Viam onte tenía que tom ar otra decisión de extrema gravedad: C om o ya señalamos, el sitio donde estaba ubicado el campamento constituía un pésimo lugar para dar una batalla defensiva. Podía ser atacado de frente por el camino de Machaca, de flanco derecho po r la quebrada y desde arriba por los cerros. Defenderlo, entonces, requeriría subdividir su fuerza en tres, sabiendo que si era superado en cualquiera de esos puntos se perde­ rían irrem ediablem ente los otros dos. La otra opción disponible era m ilitarm ente más razonable: ale­ jarse de los cerros con el conjunto de su fuerza hacia el río hasta ponerse fuera de alcance del fuego hecho desde las alturas, form ar la línea en plena pam pa de Machaca (a la altura de Yuraicoragua ésta ya tiene una am plitud de varios kilóm etros), convocar con urgencia a la división de C ochabam ba y ofrecer a R am írez una batalla campal en regla. Esta estrategia, basada en la solidez del n°Ó para un com bate frontal en el llano, ofrecía perspectivas de éxito halagüeñas y, en caso de ser derrotados por la superioridad num érica del enem igo, dejaba abierta la posibilidad de hacer una retirada en orden p o r el cam ino de M achaca. Le presentaba al com andante, sin embargo, dos amargos tragos: abandonar el cam­ pam ento al enem igo, que lo saquearía im punem ente a la vista de la propia tropa, y aceptar la pérdida de toda com unicación con la 127

división de la derecha, dejando librados a su suerte a Castelli y a Balcarce.Viamonte no pudo resignarse a tanto y adoptó la opción de defender el cam pam ento a cualquier costa131. El comandante porteño tom ó así sus disposiciones para comba­ tir en tres frentes (véase croquis n°2). Díaz Vélez debía salir con los dragones a buscar al enem igo mientras él lo seguía con el prim er batallón del regim iento n°6 para formar, en la pam pa de M acha­ ca, la línea de batalla principal. El segundo batallón quedaría con Matías Balbastro en la quebrada, protegiendo ei cam pamento de la posibilidad de un ataque de flanco que ya se anunciaba, formando lo que sería la línea de batalla secundaria. Por último, el comandante de las guerrillas, M iguel Aráoz, iritentana ;ocupar inm ediatam ente las alturas que se alzaban sobre el campamento, y que se adivinaba serían la clave de la batalla.

La importancia de un cerro Al leer p o r prim era vez los partes del com bate o cu rrid o enY uraicoragua entre las divisiones de V iam onte y R am írez surge una im agen confusa y en cierta m edida decepcionante. Los dos con­ trincantes form an sus prolijas líneas de batalla en el llano, en el m edio de una pam pa lisa y co n tin u a m uy propicia para las evoluciones de los batallones y las cargas de la caballería. T ien en perfecta visibilidad la una de la otra, situadas a m enos de dos kilóm etros de distancia, sin ningún obstáculo entre ellas. Apenas 131

Balcarce luego ratificaría esta decisión. Al m andarle de vuelta a A polinario

Saravia, en efecto, ordenó a V iam onte que “ conservase su posición” ya “ que el declarante se dirigía a unirse con él” . Esta orden, no obstante, lo alcanzaría tardé, cuando la com unicación po r la quebrada de Yuraicoragua ya se había cortado y la reunión con Balcarce se había vuelto imposible. “Declaración de A ntonio G onzález Balcarce” , BM , X III, p. 11666.

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podem os contener la im paciencia esperando el ataque decisivo que defina de una vez la guerra. Este es el m o m en to en que los com andantes que redactan un parte de batalla típicam ente se lucen. A parecen los choques a la bayoneta, las descargas a q u e ­ m arropa, los desbordes de flanco. Pero en los partes deYuraicoragua las horas pasan y las líneas no se mueven. N o se buscan, no se cargan, no entran en; contacto; En vez de eso, no paran de destacar u n flujo continuo de guerrillas, compañías sueltas y piezas de artillería destinadas a trepar un cerro ya saturado de tropas donde adivinamos que se lleva adelante un com bate brutal, pero del; que ningún parte podría dar cuenta. Este flujo de refuerzos es tan im portante que, de hecho, las líneas de ba­ talla term inan quedando en esqueleto, vaciadas de la mayor parte de sus efectivos. D e m odo que, cuando cinco horas más tarde, las tropas de uno de los dos bandos term inan bajando del cerro, agotadas y desordenadas, la línea de batalla no es siquiera capaz de contenerlas y, al menos desde nuestra perspectiva, la jornada está concluida antes de comenzar. Por suerte, además de los partes de batalla, en esta ocasión con­ tamos con una am plia cantidad de testim onios de prim era m ano que nos p erin iten com prender m ejo r lo que sucedía en el cerro y a su alrededor, de m anera que el com bate se nos restituye casi p o r com pleto. Pero lo prim ero, para un com bate tan evidente­ m ente dom inado p o r la topografía, es entender la configuración del terreno. Por el lado de Yuraicoragua, el llano y el fondo de la quebrada están a 3.860 metros sobre el nivel del mar. A esa altura estaba situa­ do el campamento patriota y a esa altura se form aron las líneas de batalla. La que llamamos “línea de batalla principal” , comandada por Viamonte, salió com o dijimos a formarse a la pampa de Machaca, con el prim er batallón del regim iento n°6 de infantería desplegado en batalla a la derecha, y la caballería de la división de Díaz Vélez 129

a la izquierda (véase imagen 4). En el herm oso mapa de la batalla realizado por los cartógrafos reales, y en muchos de los croquis historiográficos más comunes, esta línea de batalla figura erróneam ente varios kilómetros al este de la. boca de la quebrada deYuraicoragua, prácticam ente llegando a jesús de Machacadlo que no concuerda en absoluto con el desarrollo, de los acontecimientos. N os parece indiscutible que hay que privilegiar, en este punto, lo indicado en el croquis adjunto a la Causa del Desaguadero, dibujado por el propio Juan José Viamonte, que es en definitiva quien com andó en persona el despliegue de su línea en el lugar de su elección. Esta línea se formó, entonces, cortando perpendicular m ente el camino qué iba de Jesús de Machaca al puente del Inca, mirando hacia este último, com o una continuación de la quebrada de Yuraicoragua, aunque unas cuadras más afuera. Según Viam onte, el flanco derecho de la línea habría quedado unas cinco cuadras afuera de la quebrada; según otros testigos, habría que hablar más bien de 10 o 16 cuadras desde la línea hasta el pie del cerro132. Este cerro (que, a falta de un nom bre mejor, llamaremos “ C erro de las guerrillas”) es en realidad un pequeño macizo montañoso, integrado a la cadena delVilavila pero claramente delimitado por valles, que corre de norte a sur y conform a todo el lado oeste de la quebrada deYuraicoragua. E n su extremidad sur, que es lo que nos interesa ahora, su altura está lejos de ser intimidantej elevándose apenas unos 80 o 90 metros sobre el nivel de la meseta. Ahora bien, si consideramos la altitud sobre el nivel del mar, estas cimas se en­ cuentran ya entre los 3.940 y 3.960 metros de altura, con lo que la dificultad para treparlos es grande para la gente poco habituada a la región (véase imagen 3). Para un soldado venido de B uenos Aires, m u erto de ham bre y mal calzado, trepar los 80 m etros del C erro de las guerrillas 132 “Declaración de Toribio de Luzuriaga”, BM, XIII, p, 11633. 130

luchando contra la falta de aire y el soroche podía significar una em presa titánica. A esto se refería V iam onte cuando afirm aba no ser “ tan fácil a m i tropa com o a la enem iga la trepadura de los cerros” 133. Por otro lado, el terreno en sí no era sencillo para nadie. E n el C erro de las guerrillas no hay senderos, la pendiente es m ucho más abrupta de lo que parece, las piedras se despren­ den con m ucha facilidad y toda la vegetación arbustiva pincha y corta. Es decir, se trataba de u n lugar más que áspero para andar haciendo la guerra.

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Las ventajas que otorgaba esa posición, sin embargo, justificaban cualquier sacrificio. Ante todo, el C erro de las guerrillas dominaba por com pleto al campamento patriota situado a sus pies y a lo que sería luego la línea de batalla secundaria de Balbastro (nos ocupa­ remos de ella más tarde), hasta el punto de que ambos sitios eran insostenibles sin la posesión total de la altura (véase imagen 5). R es­ pecto de la posición adoptada por la línea principal de Viamonte, en la pampa de Machaca, la situación era más matizada: a unos 500 metros de distancia, la fusilería desde la cima del cerro llegaba a herirla levemente, aunque sin la más m ínim a precisión; U na pieza de artillería situada allí y bien servida, en cambio, podía hacerle destrozos que la obligaran a retirarse, com o sucedió sobre el final de la jornada (véase imagen 6). Si éstos eran los “peligros” representados p o r el C erro de las gue­ rrillas para los revolucionarios, las “ oportunidades” que ofrecía eran aún más notables. E n efecto, la perspectiva que brinda el cerro hacia el oeste es magnífica. Desde la cima se dom inan varios kilómetros del camino que viene del puente del Inca, hasta que se pierde en un recodo (véase imagen 7). Para un enem igo que trajera esa di­ rección, los dos últimos kilómetros antes de llegar al cerro, en par­ ticular, serían terriblem ente expuestos al fuego de artillería, ya que B3 “Declaración de Juan José Viamonte”, BM, XIII, p. 11529. 131

la cordillera del Vilavila forma allí una especie de gran “anfiteatro” semicircular, con un zanjón en el medio, que hay que atravesar for­ zosamente al descubierto (véase imagen 8). La terrible travesía, para este enemigo, culminaría recién unos 500 metros antes del pie del C erro de las guerrillas, donde una bifurcación más baja del macizo montañoso, que term ina en una colina aislada, brinda protección y vías de acceso hacia el cerro. Dada esta im portancia estratégica, se com prende m ejor la insis­ tencia previa de Balcarce, cuando ya el 18 de ju n io recom endaba a Viam onte “la mayor urgencia” por resguardar ese cerro. La orden no había sido cumplida sino m uy ligeramente y sobre el C erro de las guerrillas no había más que unos pocos guardias. Ahora era necesario rectificar la situación cuanto antes.

Guerrillas en la montaña Felizmente para los revolucionarios, en la ju n ta de guerra del 17 de junio se había determ inado conform ar especialmente unas partidas dé guerrilla con vistas al asalto delVilavila. Se trataba de unos 250 a 300 hombres escogidos, que habían sido “entresacados de cada cuer­ p o ” y puestos bajo el m ando del capitán M iguel Aráoz, quien había tenido una destacada actuación en los Patricios de Buenos Aires134. ¿C on qué criterio habían sido “ seleccionados” estos guerrilleros? ¿Se trataba de altoperuanos acostumbrados a la altura o de soldados ligeros y buenos tiradores com o los que se elegía norm alm ente para hacer de cazadores? N o lo sabemos, puesto que a las guerrillas no se les form ó ninguna lista de revista. En todo caso, el com andante ene­ migo, que en breve iba a tener oportunidad de conocerlos a fondo, los describió com o fusileros “sumam ente diestros en el fuego” , que 134 “Declaración de Toribio de Luzuriaga”, BM, XIII, p. 11633. 132

es un elogio que no se oía nunca para los ejércitos revolucionarios de aquella época. Esas guerrillas estaban disponibles al pie del cerro:Viamonte no tenía más que darles la orden de treparlo, con lo que iniciaron rápi­ damente su ascenso, arrastrando dos pequeñas culebrinas. Mientras tanto, com o tenemos indicado, las demás unidades de las divisiones de centro e izquierda salían a formarse en la línea de batalla principal, en el llano, a unas cuadras al sur del pie del cerro. Del lado de enfrente, Ram írez, que venía avanzando por la pam ­ pa de Ghirxbaya con su división, pudo ver por fm el dispositivo de los revolucionarios y se quedó impresionado con la extensión de la línea de batalla: Greí seguramente que había reunido indios en ella, con el fin de intim idar nuestras tropas, porque no me parecía posible que todo aquel golpe de gente estuviese armado; pero al breve rato salí con asombro de la duda, a presencia de que el brillo : de la fusilería era uno en la notable extensión de la notable batalla135. R ecuperado de su asombro, arengó a su tropa y pasó al ataque. Mientras sus guerrillas se lanzaban hacia los cerros para intentar dis­ putar las alturas a los patriotas, sus batallones se disponían a transitar el gran “anfiteatro’?que tenemos m encionado (véase imagen 8). Éste conform aba en su interior un verdadero no man’s land de dos kiló­ metros de extensión, donde los artilleros revolucionarios d el cerro iban a poder jugar im punem ente al tiro al blanco con las unidades realistas. En palabras del jefe español:

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“ Parte circunstanciado de R am írez a G oyeneche, Desaguadero, 24 de ju ­

nio de 1811” , Archivo del C o n d e de G uaqui, caja 16, carpeta 4, n°2.

133

Mandé en consecuencia formar los tres batallones en columna para transitar el dilatado recodo que forzosamente teníamos que pasar a la vista y fuego de la artillería enemiga; y luego que pi­ samos el punto que tenían graduado de alcance a los obuses y batería del cerrito, empezamos a sufrir una continuada lluvia de balas y granadas que por precaver mayor daño en la columna, hice que esta desfilara de dos en dos, de cuyo modo siguió con fusil al hombro su majestuosa marcha. Para aprovechar m ejor las ventajas que el cerro ofrecía a la artille­ ría en ese trayecto, mientras que R am írez se aproximaba, el com an­ dante revolucionario había mandado a las alturas un refuerzo de uií obús y una culebrina más im portante, con la consecuente dotación de artillería y toda la compañía de granaderos del prim er batallón del n°6, del capitán Pedro Galup. R eunidas a las dos culebrinas que ya tenía allí Aráoz, la acción de esta pequeña batería fue efectivamente “destrozadora” , como diría Viamonte, pero estuvo lejos de detener el avance de los batallones peruanos, ya que m uy pronto comenzaron los inconvenientes. Prim ero quedaron inutilizadas las culebrinas pequeñas. Luego el obús. Luego la culebrina grande. Se inició así una tendencia que a lo largo de la jo rn ad a arruinaría en buena parte las perspectivas de victoria de los revolucionarios. Por un motivo u otro, a los pocos tiros todas las piezas de artillería quedaban fu era de servicio, se les rom pían las cureñas o se desm ontaban. ¿Se debía esto a su mala factura, a errores de m anipulación, al pobre m antenim iento o, más sim plem ente, al hecho de que las piezas eran m uy maltratadas en la apurada trepada a los cerros? La cuestión sería largamente debatida en la Causa del Desaguadero, com o uno de los orígenes principales de la derrota. Los jefes patriotas ju raro n siempre haber inspeccionado personalm ente las piezas el 18 de junio, constatando su buen estado. 134

C om o sea, para las 9:30 o 10 de la m añana las guerrillas rea­ listas ya estaban em pezando a rem ontar el cerro y los batallones de R am írez habían llegado a la colina y form aciones rocosas que, unos 500 m etros antes del pie de éste, los protegían de sus fuegos y les perm itían p o r fin respirar (véase im agen 7 ).Allí se reorgani­ zaron en escalones y fueron saliendo, en batalla, uno tras otro, a la pam pa de M achaca. C om enzaba así una segunda etapa del co m ­ bate de Yuraicoragua, en la que ya estaba claro que el resultado de la jo rn ad a se jugaría en el control del cerro y su zona circundante. Esto im plicaba destacar más y más guerrillas a disputar las alturas y organizar u n sum inistro continuo de m uniciones y piedras de fusil para rep o n er lo gastado; pero tam bién, em pezar a desplegar tropas alrededor de la base del cerro para in ten tar controlar su acceso. Esta nueva fase se hacía posible porque, estando ocupadas en luchar con las guerrillas realistas, las partidas de Aráoz ya no podían hostilizar co n sus fuegos y sus granadas de m ano a los batallones de abajo. D ada la nueva m agnitud del enfrentam iento,V iam onte envió a D íaz Vélez para que tom ara personalm ente el m ando del co m ­ bate por el cerro. Díaz Vélez m archó con u n obús, una culebrina de a 4, los granaderos de C huquisaca y una com pañía de dra­ gones desm ontada, entrando en com bate con los escalones que R am írez iba sacando a la pam pa de M achaca. La lucha, que era una prolongación natural de las que hacían las ya m uy nu m ero ­ sas guerrillas en las alturas, fue feroz. En una prim era instancia, las últimas postrim erías del macizo m ontañoso ofrecían algunos recodos rocosos en los que guarecerse, además de dos profundos zanjones trazados p o r los cursos de agua que bajan del cerro en los escasos días de lluvia; sin em bargo, un poco más lejos ya había que com batir a pecho descubierto, a m edio tiro de fusil del ene­ migo, con la artillería actuando de ambos lados (véase im agen 7). V iam onte describiría esta lucha com o “la más form idable acción 135

que el declarante conoce en las de guerra que tie n e ” 136. R am írez, por su lado, dice que se “ enardeció el com bate de tal m odo que el fuego puram ente graneado de una y otra parte parecía general por batallones” . U na tras otra, las compañías del p rim er batallón del regim iento n°6 fueron destacadas p o r V iam onte para sumarse a la refriega. D ependiendo del punto que les tocara en el cerro y sus alrededo­ res, el tipo de lucha que deberían llevar a cabo sería más o m enos caótico. Para los que debían trepar a sostener las guerrillas, toda posibilidad de orden estaba definitivam ente perdida. En la cuesta era im posible m an ten er las filas y m uy p ro n to cada soldado se encontraba saltando de piedra en piedra y luchando p o r su propia vida. Esta perspectiva era p o r demás inquietante para los jefes de unidad, que tem ían naturalm ente perd er el control de ellas. José M aría Echauri, po r ejemplo, u n m uy joven capitán de la séptima compañía del prim er batallón, fue destinado a las guerrillas de la derecha pero, al acercarse, viendo lo confuso del combate, consideró que las guerrillas ya se hallaban cortadas (no lo estaban de ninguna manera) y se replegó hacia la línea de batalla secundaria de Balbastro, que aún se m antenía en ord en 137. O tro capitán del n°6, Eusebio Suárez de la cuarta compañía del prim er batallón, no pudiendo soportar la perspectiva de entrar a guerrillear en el cerro se empezó a retrasar respecto de su propia com pañía para term inar huyendo, solo, hacia la retaguardia138.Viamonte lo denunciaría com o “sobre todos crim inal” , ya que “su seducción condujo a varios a igual delito” .

136 “D eclaración de Juan José V iam onte” , B M , X III, p. 11671. 137 “ D eclaración d e jó se M aría E chauri” , B M , X III, p. 11604. 138“D eclaración d e jó se M aría O yuela” ,B M ,X III,p . 11606.

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Dragones en el llano A pesar de estos casos escandalosos, en general el prim er batallón del regim iento n°6 se batió muy bien durante estas primeras horas del combate por el Cerro de las guerrillas. Por otro lado, a medida que la lucha se expandía hacia la base del cerro y su pampa aledaña, pudo empezar a actuar la caballería en auxilio de la ya exhausta infantería. D el regim iento de Dragones de la Patria sólo había tres o cuatro compañías montadas disponibles, pero sumadas a la com pañía de Húsares de Buenos Aires y a una fracción del escuadrón de Húsares de la Paz, daban a los revolucionarios una cierta superioridad sobre los 350 milicianos de caballería de Arequipa y Tinta con que contaba R am írez13?. Bien utilizada, esta fuerza podía ser decisiva, porque nada im pedía que rodearan la posición de los batallones enemigos y les cayeran por la retaguardia. DíazVélez, que estaba embarcado en el choque de infantería por el control de la base del cerro, m andó llamar a la décima compañía de dragones, comandada por el capitán A ntonino R odríguez, y a la de húsares de Buenos Aires, mandada por el capitán Cornelio Zelaya, para tenerlas a mano. Percibiendo que el fuego que realizaban sus tropas estaba haciendo efecto en el enemigo, que había cierta con­ fusión en sus filas y que la caballería realista parecía retirarse, decidió lanzar a sus jinetes con la orden de cortarla. Era lo que húsares y dra­ gones estaban esperando desde hacía meses y, según DíazVélez,“se atropellaron tanto que la obligaron a replegarse a su infantería, bajo cuyos fuegos m urieron catorce dragones y siete húsares, quedando varios heridos” 1!0. Esta versión de los hechos, presentados com o una m C uatro com pañías de dragones habían sido desmontadas para que obraran com o infantería, otras estaban com batiendo del lado de H uaqui y con Balbastro, y una o dos estaban destacadas en el estrecho deT iq u in a. / 140

“Parte de Eustaquio DíazVélez a la Junta, O ruro, 29 de ju n io de 1811” ,

A G N , X , 23-2-3.

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carga gloriosa y temeraria que term ina en tragedia, sin ser del todo incorrecta, es simplificadora. Tenemos la suerte de contar con las declaraciones de los dos jefes de com pañía involucrados, además de las abundantes (y cándidas) memorias de uno de ellos, por lo que podem os conocer en detalle lo que podía significar realmente hacer una carga de caballería en esos tiempos y circunstancias. Hay que recordar que estamos en 1811, antes de la creación del regim iento de Granaderos a Caballo por José de San M artín y de la im plem entación d é la táctica france­ sa m oderna de caballería. Es decir, nos encontramos en esa especie de “punto m uerto” de la caballería rioplatense, que José M aría Paz describió tan bien, donde los jinetes; al no hacer uso de la lanza y preferir la carabina y la pistola, cargaban al enem igo hasta ponerse a tiro, disparaban con muy poco efecto y tenían que volver a la reta­ guardia a recargar sus armas141. Zelaya y R odríguez fueron entonces convocados p o r DíazVélez para que cargasen a la caballería enemiga. En realidad, para ser más precisos, la orden fue: “Zelaya, va usted a marchar con su com pañía y A ntonino con la suya, a ver si atacan aquella fuerza” 142*E l prim er inconveniente surgió porque DíazVélez dio el mando de la opera­ ción a R odríguez, que tenía menos antigüedad que Zelaya, pero que pertenecía al regim iento del coronel. Esto, que puede parecer trivial, no lo era en absoluto. El ejército revolucionario, com o cualquier otro, era un complejo entramado de egos y ambiciones personales; y cualquier atentado a la jerarquía establecida era vivido com o una ofensa mortal. En palabras de Zelaya: “U n rayo no me hubiera he­ rido más de lo que m e hirió aquella orden: A ntonino acababa de

141 José M aría Paz; vol. 1 ,2000, p. 57. Sobre la reform a de la caballería véase Alejandro M . R abinovich, 2013a, pp. 164-170. 142 C ornelio Zelaya, “M em orias de sus servicios desde 1806 hasta 1810” , en BM , II, pp. 1860-1864.

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ser mi subalterno” . Com o DíazVélez ya se alejaba, Zelaya no tuvo tiem po de protestar, pero manifestó tal m alhum or que la simple misión que habían recibido se term inó malogrando. En efecto, R odríguez percibió lo que estaba sucediendo en el ánimo de su colega y decidió separarse de inmediato. La caballería que les había indicado DíazVélez ya se había alejado antes de que la cargasen, pero se divisaba la llegada de unas recuas de muías con cargas de municiones o equipajes: un objetivo fácil y tentador. R o ­ dríguez dijo a Zelaya “yo voy con mi compañía a atacar a aquéllos; vos puedes ir con la tuya donde quieras” . Zelaya, por su lado, se asig­ nó otro blanco que nada tenía que ver con la caballería contraria: un grupo de unos 80 o 100 infantes enemigos que venían marchando en desorden po r entre las rocas. Se acercó a la carga con sus húsares y lo recibieron con fuego. C om o sus caballos no podían operar en ese terreno, echó pie a tierra toda la compañía, se parapetó en un gran corral de piedra y abrió fuego con los rifles. Dos enemigos cayeron, pero m urieron cinco de sus húsares. Confesaría luego Zelaya que “aquí sentí la separación de A ntonino; porque desmontadas las dos compañías los hubiéramos cargado y los hubiéramos rendido, pero ya no los vi más” . ¿Qué hacía mientras tanto el capitán R odríguez? Por lo pronto, ya tenía bastantes problemas con su propia com pañía para ocuparse de los de Zelaya. Desde que se había iniciado el combate, su alférez, D om ingo Suárez, venía manifestando “cierto terror o m iedo” , por­ que se mantenía com o a una cuadra de su tropa, sin responder a sus órdenes de venir a ayudarlo a ponerla en orden. Venía tan atrasado que cuando m archaron a cum plir la orden de DíazVélez, Suárez se le perdió por com pleto y ya no volvió a verlo sino en la provincia de Salta, en el mes de septiem bre143. A hora bien, Suárez no había desertado... todavía. En realidad, cuando R odríguez se lanzó a cor­ 143 “Declaración de Antonino Rodríguez” , BM, XIII, p. 11645. 139

tar la recua de muías, otro capitán del regimiento, Francisco Casado, decidió apoyarlo con 12 dragones que tenía a mano. Suárez, que en efecto venía retrasado, seles term inó sumando, y se fue arriando una punta de muías con ellos, perdiéndose definitivamente de su com pañía144. Esta anécdota un tanto anti climática sirve para ver hasta qué punto la caballería de aquella época; imprescindible para las guardias, reconocimientos y guerrillas» era totalm ente ineficaz en una batalla campal. Por falta de armas blancas, pero sobre todo por falta aún de una disciplina y táctica adecuadas, se había transformado-en un arm a volátil e impredecible que los comandantes no sabían cómo utilizar. Así, los húsares de Zelaya habían tenido cinco muertos (Díaz Vélez diría siete) y varios heridos inútilm ente, luchando desmonta­ dos contra una fuerza de infantería m ucho m ejor armada que ellos para ese tipo de combate. Los dragones de R odríguez tuvieron nada menos que 14 muertos (suponemos que causados po r el fuego de la infantería mientras pasaban en busca dé las muías) para capturar unas cargas que resultaban intrascendentes cuando todo el campamento patriota y su parque estaban en el más inm inente peligro de caer en manos contrarias. La caballería realista que Díaz Vélez quería atacada, mientras tan­ to, tal vez ni se enteró de que la hubieran buscado. Lo más grave es que en toda la jornada ningún escuadrón de caballería patriota intentó siquiera amagar la retaguardia enem iga para detener o al menos dificultar su avance hacia el cerro. El teniente coronel Esteban H ernández, que comandaba un escuadrón de Dragones de la Patria completo, se pasó la batalla form ado unas cuadras a la izquierda de la línea de Viamonte, sin intentar nada ni responder a los pedidos de ayuda que le hacía llegar Zelaya. Se retiraría con su unidad intacta, sin haber entrado en contacto con el enemigo, lo que le valdría ser 144 “Declaración de Francisco Casado” , BM, XÍII, p. 11652. 140

tratado varias veces de cobarde. Luego de term inado el combate, Ram írez no podía creer su suerte, ya que la caballería revolucionaria “estuvo sólo en expectación, sin atreverse a ofender, no obstante que era cuasi triplicadamente mayor en su núm ero” 14S. Pese a este fiasco de la caballería, el com bate, que se eternizaba, aún no tenía mal aspecto para los revolucionarios.Viam.onte seguía enviando sucesivas compañías en apoyo de DíazVélez y de las gue­ rrillas, y este arribo continuo de tropas frescas estaba desgastando a los hom bres de R am írez. Parecería incluso que reinaba u n cierto entusiasmo, porque cuando V iam onte dio orden de que saliera de su línea principal un refuerzo de tropas del n°6, quisieron salir en­ teras las dos compañías que le restaban y “fue necesario contener la gente, y que sólo fuesen a ellas com o dieciocho hom bres” 546. Hubo así un momento, entre la tercera y la cuarta hora de combate (calculamos que al mediodía o una de la tarde), en que pareció que la columna de Ramírez flaqueaba bajo la presión del ataque en la cima y en la báse del cerro. Díaz Vélez asegura, en efecto, que percibió que las compañías enemigas retrocedían y que sus soldados “remolineaban”, lo que constituía el signo inequívoco de que una unidad estaba por perder su formación antes de romperse. Ramírez, por su lado, reconoce que “entró casi el desorden en las tropas de mi cargo”. En la Causa del Desaguadero se acusaría a Viamonte por no haber intervenido en ese momento con la línea para decidir la batalla. ¿Era justa esta acusación? - N o lo parece. E n definitiva, ¿qué era p o r entonces la línea de batalla principal? Sin haber entrado en com bate com o tal, pero habiendo despachado refuerzo tras refuerzo p o r espacio de horas, ya no quedaba dem asiado po r utilizar. E n el ala izquierda, de lo que había sido la división de D íaz Vélez sólo quedaban intactas

145 “ Parte de R am írez a Goyeneche, 21 de ju n io de 1811” , reproducido en Luis H erreros de Tejada, 1923, p. 272. 146 “ D eclaración de Juan Felipe íbarra” ,B M , X III, p. 11653.

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una com pañía de orureños y dos de dragones desm ontados. E n la derecha, sólo restaban las dos com pañías del n°6 que acabamos de m encionar, de las cuales ya habían sido sacados u n núm ero de hom bres para las guerrillas. D e esta form a, la línea no podía contar con más de 250 o 300 efectivos, que com ponían la últim a reserva, el últim o reaseguro con el que contaba V iam onte de ese lado del Vilavila. ¿Iba a com prom eterlos en una confusa refriega de m ontaña, dejando a sus dos divisiones sin n in g ú n tipo de base sobre la cual retroceder? Seguramente no. Sobre todo teniendo en cuenta que lo que suce­ día en el Cerro de las guerrillas era sólo una parte de esa gran ecuación que componía la batalla de Huaqui. A apenas unas cuadras de distancia, el segundo batallón del n°6 se estaba batiendo, con resultado incierto, con una columna realista que venía del otro lado de la quebrada y por los cerros. Dos kilómetros más allá, se debía estar produciendo un combate al menos tan im portante com o el de Yuraicoragua, entre la división de la derecha revolucionaria y la división de Goyeneche. Del resultado de ese combate Viamonte aún no sabía nada. Pero los signos eran inquietantes.Y no harían sino empeorar.

Una marcha precipitada Del otro lado de la quebrada, efectivamente, estaba teniendo lugar lo que los revolucionarios llamaron, para diferenciarlo del otro, el com bate de H uaqui. Allí, las divisiones de la derecha y reserva pa­ triotas se batirían con la colum na principal de Goyeneche, en un encuentro que, por haber contado con la presencia de los generales en jefe, los contem poráneos consideraron com o el principal. Los posteriores historiadores argentinos, en cambio, por el hecho de que la mayoría de la tropa de este lado era altoperuana, no lo encontraron nunca interesante y lo resolvieron en sus relatos con poco menos 142

que un párrafo. Este error de apreciación vamos a corregirlo aquí con creces, porque los testimonios sobre lo ocurrido en H uaqui son muy im portantes en cantidad y calidad, y nos enseñan m ucho sobre el fenóm eno del pánico. Desde su llegada a H uaqui a principios de junio, a fin de prevenir un ataque sorpresa, la división de la derecha había tom ado dos pre­ cauciones. Por un lado, se había destacado una fuerte avanzada de dragones hasta el lugar donde la quebrada deYuraicoragua desembocaba en el lago, es decir, unos siete kilómetros p o r delante del campamen­ to en el camino que va de H uaqui hacia el puente del Inca. Por otro lado, cada mañana, un oficial subía a la torre de la iglesia de H uaqui con el catalejo e intentaba divisar cualquier m ovim iento que se produjera en ese camino. El día 20 de ju nio, la avanzada de dragones la com andaba Ale­ jandro H eredia y el turno de guardia en la iglesia le correspondió al ayudante M áxim o Zam udio, que subió a la torre al alba. U n a densa brum a matinal, proveniente de la evaporación del lago, le bloqueó com pletam ente la vista p o r el lado del en em ig o 147. Esa misma brum a, m uy probablem ente, es la que explica que la colum na de G oyeneche haya podido acercarse a la avanzada de H eredia sin ser detectada. Lo cierto es que los enem igos no fueron vistos p o r ella hasta que se escucharon los prim eros intercam bios de fuego entre las avanzadas que com batían del lado opuesto de la quebrada. Esto puede haber sucedido tan tem prano com o a las 6 de la mañana; más probablem ente alrededor de las 7. D e todos m odos, H eredia todavía tenía que enviar a u n mensajero a caballo que recorriese los seis kilóm etros hasta el cuartel general con el aviso. El camino no estaba bueno. Ya casi era demasiado tarde. La reacción de la división de la derecha ante la voz de alarma no habla muy bien ni del grado de disciplina de las tropas ni de la ca­ 147 “Declaración de jacobo García”, BM, XIII, p. 11804. 143

pacidad de previsión de sus comandantes. El parte del ataque llegó a las 7:30, se tocó generala y se dio la orden de marchar al frente. Para una división que descansaba tan cerca de la frontera con el enemigo, y que de todos modos tenía previsto marchar al ataque en esa misma jornada, la necesidad de salir del cam pamento a esa hora no debería haber significado una “sorpresa” ni causado mayores inconvenien­ tes. Sin embargo, la confusión fue grande y buena parte del colapso siguiente se empezó a fraguar desde,aquel m om ento. ;;; El teniente coronel José Bolaños, que tenía la responsabilidad de llevar la división al combate, tenía su caballo ensillado desde las 7, pero cuando dio la orden de Hacer marchar la artillería se encontró con el prim er problema: “ C om o fue una sorpresa no esperada ni meditada todo era confusión por no haber animales con que tirarla ni menos los indios destinados a este fin, y pude a esfuerzos de los artilleros y de alguna gente de chuza que desarmé, sacarla al campo donde se hacía el ejercicio’'. ¿Dónde estaban las muías,las compañías asignadas ai tren de artillería, los cientos de auxiliares indígenas que ayudaban con su transporte?

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Mientras los propios artilleros y 70 lanceros se rompían la espalda llevando los cañones a pulso, Bolaños se dispuso a formar a su tropa, compuesta como ya sabemos p o r el R egim iento n°8 de Infantería de La Paz y cuatro o cinco compañías del Regim iento n°7 de Infantería de Cochabamba. Su idea, muy razonable, era usar la plaza central del pueblo para form ar las compañías en el orden que les correspondería ocupar en la línea dé batalla, y arengarlas para “disponer sus ánimos”148. Esto último, que puede parecer banal, era en realidad muy importante. Tratándose de una unidad recién formada, que todavía se podía con­ siderar de milicianos, era fundamental que su comandante les pudiese hablar para calmarles los hervios y transmitirles su confianza en la acción que iban a emprender. 148 “Declaración de José Bolaños”, B M ,X fII,p. 11829. 144

Para consternación de Bolaños, sin em bargo, no bien había iniciado esta tarea llegó el ayudante Jacobo García con una orden term inante de Balcarce, “en que m e mandaba me pusiese en m ar­ cha de cualquier m odo a encontrar al enem igo; con esta orden tan ajena de todo m ilitar marché con mi tropa en chorro p o r el cam ino que se dirigía a encontrar con la división enem iga, sin un oficial ni ayudante con quien im p artir una o rd en ” . Desde ya, Balcarce estaba desesperado por llegar aYuraicoragua antes de que el enemigo le cortara la com unicación con Viamonte, pero la precipi­ tación que le impuso; a sus operaciones es inexcusable. Lo crucial no era llegar rápido a Yuraicoragua, sino llegar en condiciones de com batir y vencer. H acien d o que sus batallones de paceños y cochabam binos, de p o r sí bisoños, p erdieran todo el ord en de sus com pañías en una carrera alocada, lo único que hacía era asegurarse la derrota. La marcha al frente, en efecto, fue un desastre en sí mismo. Bajo la presión de Balcarce la tropa avanzó a marchas forzadas, poco menos que corriendo, en fila india y perdiendo el aliento a las pocas cuadras. Peor aún, como las compañías no estaban formadas al m om ento de salir, los soldados marchaban sin sus oficiales, amontonados en pelo­ tones, algunos con cabos y sargentos y otros sin siquiera eso. Bolaños indica incluso que muchos de los oficiales paceños habrían huido a lo largo del avance, lo cual no es para nada sorprendente: estos oficiales eran veteranos de las campañas de 1809 y debían pensar lo mismo que había expresado tres días antes, en la Junta de guerra, su com andante Diez de M edina; es decir, que atacar en ese terreno a Goyeneche era una pésima idea que los exponía a una derrota. En estas condiciones, una m archa de sólo siete kilóm etros se transformó en una prueba formidable, qúe duró más de una hora y dilapidó la poca cohesión que tenían las tropas de la división. C om o era de esperarse, en vez de llegar al enem igo en masa fueron llegan­ do por pequeños grupos, puesto que “a la distancia de una legua se 145

desunieron algunas columnas motivado al cansancio que llevaban, y que de este m odo llegaron al punto de la avanzada, donde debían form ar su línea de batalla” 149. Así, de los 1.500 a 2.000 hombres que com ponían la división, apenas unos 700 estuvieron en la línea al m om ento de abrir el fuego150. G om o dice Bolaños: Hice alto ya á la vista del enemigo que nos había tomado la quebrada de comunicación; en tan deplorable estado entré á form ar mi tropa por compañías materia imposible en aquel caso, porqué en el espacio de más de una legua que se extendía el todo de la división, el soldado de la prim era compañía Venía á retaguardia y á proporción sucedía con todas las demás; y para esto el general me instaba con repetidas órdenes entrase á batir al enemigo; en tal fatal estado coloqué la división sin oficiales que la mandasen151. M ientras se producía este desorden, Castelli se había adelanta­ do con algunos ayudantes (B ernardo de M onteagudo, N o rb erto del Signo y M áxim o Z am udio) hasta la boca de la quebrada, donde debían estar esperándolo los dragones de H eredia. Lle­ garon ju sto a tiem po para ver cóm o G oyeneche desplegaba su colum na en batalla, avanzaba la artillería y destacaba guerrillas para interceptar la com unicación de los revolucionarios p o r la quebrada; R e c ié n entonces; com enzaron a aproxim arse los p ri­ m eros soldados de Bolaños. La posición que éstos tenían reservada, no obstante, era excelente y compensaba en parte el hecho de haber llegado a ella tarde y en desorden. En efecto, se trataba de una pequeña elevación del terreno

M9 “ Declaración d e ja c o b o García” , BM , X III, p. 11804. 150 “ D eclaración de C lem ente D iez de M edina” , B M , X III, p. 11738. 151 José Bolaños, op. cit., p. 78.

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(los testigos dicen “cerro” o “m orro” , pero hoy hablaríamos más bien de una colina grande y alargada), de unos pocos cientos de metros de largo y que cortaba perpendicularm ente el valle del azafranal, acercándose bastante hacia el lago por su derecha y tocando con los primeros cerros im portantes por la izquierda. La llamaremos, para mayor claridad en el relato, el “ C errito de los paceños” . Este cerrito dominaba el camino del Desaguadero a H uaqui, por donde venía Goyeneche, y ofrecía en su suave declive, algo aterrazado, una superficie perfecta para desplegar un; batallón de infantería con algunas piezas de artillería (véase imagen 9). Allí pues se fueron desplegándo los paceños y los cochabambinos, form ando filas en la cumbre, la falda y al pie de la colina. El único punto débil de su posición, de manera similar a lo que ocurría en el campamento del otro lado deYuraicoragua, era lo que ocurriera por las alturas de su izquierda. Si éstas caían en manos enemigas, toda la línea se vería comprometida. N unca sabremos del todo si Goyeneche realmente comprendió de un golpe de ojo las debilidades de todas las posiciones patriotas o si tuvo un poco de suerte, que en la guerra no constituye un factor ni desdeñable ni indecoroso. Lo cierto es que a la mitad de su recorrido hacia Huaqui, al divisar indios que lo amenazaban desde la cima de los cerros, fue destacando guerrillas cada vez más fuertes (oficiales O n taneda,Valle y Álvarez, de ingenieros) con el fin de apoderarse de las cimas situadas a su derecha y acompañar el recorrido de su columna desde las cumbres. Esto ya le daba una ventaja considerable para los choques que se avecinaban, pero lo coronaría todo a las 9 de la ma­ ñana cuando, al oír el nutrido intercambio de artillería que le llegaba del otro lado del Vilavila, e intuyendo que Ram írez estaba siendo batido desde las alturas, decidió subdividir sus fuerzas e internar una fuerte columna para que operara por los cerros (véase imagen 10). C on esta decisión cambiaba la configuración de la batalla: los co­ mandantes patriotas venían pensando el combate desde los llanos, 147

transitando por los caminos existentes y apoyándose apenas en los cerros adyacentes para protegerse. N o hacían guerra de montaña, sino que combatían como en la pampa húmeda, sólo que aprovechando alguno que otro cerro para hacer fuego. La idea de abandonar los caminos e internarse por el medio del Vilavila trastocaba todo. Era la jugada ganadora, el alfil que iba a tom ar una tras otra a las piezas patriotas. N om bró para esta delicada y m uy ardua tarea a su mayor general y prim o Juan Pío de Tristán, confiándole el m ando de sus mejores tropas: las del R eal de Lima, el batallón de Puno, una compañía de zapadores y una pieza de artillería, además de las guerrillas ya m en­ cionadas. Desde el punto donde se encontraban, hay varios senderos de pastores que se internan en la sierra, en el interior de la cadena del Vilavila, y que dan acceso, por su extremo norte, al macizo m on­ tañoso del cual el C erro de las guerrillas era el extrem o sur. Era, pues, una posición absolutamente estratégica, que le perm itiría ir destinando tropas a flanquear sucesivamente a Balbastro, a Bolaños y a DíazVélez. A condición, p o r supuesto, de superar la extrem a dificultad del terreno, que por cierto distaba bastante de ser liso com o un tablero de ajedrez. Porque si todas las demás tropas involucradas en la batalla de ese día estaban sufriendo po r ten er que luchar en las faldas de uno o dos cerros, los de Puno, Lima y sus guerrillas iban a ten er que cam inar casi dos kilóm etros po r las cum bres, pasando de cerro en cerro sin perder el aliento ni la dirección. Q ue lo hayan logrado no deja de sorprendernos hoy en día, tan­ to cuando recorrem os a pie aquellas m ontañas com o cuando las observamos desde una im agen satelital. M ucho más sorprendió a los revolucionarios, y eso explica en buena parte el surgim iento del pánico.

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E l chispazo inicial El fenómeno que nos interesa en este libro comenzó a gestarse desde muy temprano, en el seno del segundo batallón del regimiento n°6, que formaba parte de la división del centro del general Viamonte. Lo hemos visto: inmediatamente tras recibirse el aviso de que el enemigo atacaba, cerca de las 7 de la mañana, mientras que el prim er batallón del regimiento salía a desplegarse en la pampa de Machaca para hacer frente a la columna de Ramírez, el segundo batallón había recibido la orden de formarse en la boca misma dé la quebrada de Yuraicoragua, protegiendo el campamento y cuidando él flanco derecho de la línea de batalla principal. N o podemos saberlo con exactitud, pero el senti­ do com ún indica que este batallón debió entonces haberse orientado más o menos perpendicular mente al prim er batallón, formando con él una especie de martillo, aunque sin estar en contacto ya que el prim er batallón se había alejado varias cuadras hacia el sur. Se creaba así una línea de batalla secundaria lista para recibir lo que viniera del norte marchando por la quebrada deYuraicoragua (véase imagen 2). Confiado y disciplinado, el segundo batallón tom ó posición don­ de se le había indicado, bajo las órdenes de su com andante natural, el sargento mayor Matías B albas tro. C ontaba con artillería y una com pañía de dragones para poder sostenerse en cualquier even­ tualidad. Tenía a su espalda el campamento y a su frente el sendero que por el fondo de la quebrada comunicaba con el Azafranal y el camino a Huaqui. C om o indicaba la prudencia, Balbastro destacó fuertes avanzadas hacia el norte, donde una compañía de pardos y morenos ya estaba apostada sobre un m orro desde la noche anterior. Se destinó también al capitán Eustaquio Moldes, con 26 dragones, para que sobrepasara esa avanzada y llegara hasta los últimos cerros que daban sobre la pampa de Huaqui. Al llegar allí, estos dragones observaron que unos 2.000 hombres (columna de Goyeneche) marchaban por el camino de Huaqui y que 149

unos 2.500 (cifra exagerada para la columna de Tristán) interceptaban el camino de acceso norte a la quebrada, destacando tropas a las alturas y amenazando con caer sobre la avanzada de pardos y morenos. M ol­ des logró enviar a Balbastro el informe de ambos ataques, pero pronto tuvo que internarse él mismo en los= cerros para no quedar cortado por el avance de las guerrillas, con lo que se perdió hasta la tarde152. Poco después de llegar el mensajero de Moldes, entre las 9 y las 10 de la mañana, en la linea de Balbastro se escucharon los primeros disparos de la compañía de avanzada tiroteándose con Tristán. Por ese entonces, frente a la línea:principal, a unas cuantas cuadras de distancia, las fuerzas de Ram írez estaban iniciando el prim er asalto del Gerro de las guerrillas. Contando con la inform ación suministra­ da por el mensajero de M oldes,Viam onte tenía que tom ar algunas decisiones de extrema gravedad. ¿.Lanzaba al batallón de Balbastro quebrada arriba contra Tristán, para m antener abierta la com unica­ ción con Huaqui? ¿Replegaba a Balbastro sobre la línea principal, abandonando a su suerte a Bolaños pero remediando su inferioridad num érica con Ramírez? D udando frente a los costos de estas dos alternativas, adoptó un camino interm edio que no solucionaba nada y reunía las desventajas de ambas: ordenó a Balbastro que destinara a cuatro de sus compañías (la mitad del batallón) hacia el interior de la quebrada, para intentar detener allí al enemigo, Al recibir esa fatídica orden, el capitán José León D om ínguez, que se encontraba al lado de Balbastro, le advirtió de inm ediato: si la colum na realista tenía una fuerza de 1.500 o 2.500 hom bres, com o señalaban los diversos inform es, destacar en su búsqueda a cuatro com pañías (unos 400 soldados) era un error. H abía que salir a batir al enem igo co n to d o el batallón, o bien esperarlo en masa en donde estaban, pero esas subdivisiones constantes de la fuerza no podían traer nada bueno. Balbastro le respondió, lacó­ 152 “Declaración de Eustaquio Moldes” , BM, XIII, p. 11578. 150

nico, “ que aquella era la orden que ten ía” 153. M archaron así las cuatro compañías, avanzando varias cuadras y perdiendo contacto con el resto de la línea de batalla secundaria. Lo más probable es que se tratara de la p rim era com pañía del tercer batallón, m andada por el capitán B artolom é Pizarro, y de la quinta, sexta y octava com pañías del segundo batallón, com andadas respec­ tivam ente p o r los capitanes Valentín García, B ern ard in o Paz y A ntonio G rim au. Su. avance no fue ligero, pues arrastraban dos cañones y, cuando llegaron a divisar al enem igo, los pardos y m o ­ renos ya habían sido desalojados de su altura y todas las cum bres adyacentes estaban en m anos contrarias. Se conservan cinco testimonios, m uy escuetos, de los sobrevi­ vientes de este pequeño com bate ignorado por nuestra historio­ grafía y ocurrido en el m edio de la quebrada. El más articulado es el de G rim au, quien, tras notar que “ el enem igo ya se hallaba posesionado de las alturas” cuando llegaron las cuatro compañías, explica: Q ue inmediatamente que nos aproximamos, nos empezó a batir el enemigo con un número cuadruplicado al nuestro derrotán­ donos completamente, sin quedarnos otro arbitrio, que hacer nuestra retirada, por encima de los cerros154. Los demás testigos coinciden en todos los elementos básicos del re­ lato: que al llegar al enemigo trabaron fuego con él, que lo sostuvieron “con bastante energía” hasta que se vieron superados en número, fueron malamente derrotados y tuvieron que retirarse. ¿Con quién se habían batido? Por los croquis realizados por oficiales realistas, todo parece indicar que se encontraron con el batallón de Puno y la compañía de

153 “D eclaración de José León D om ínguez” , BM , X III, p. 11795. 154 “D eclaración de A ntonio G rim au” , BM , X III, p. 11789.

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zapadores deTristán, que debían marchar en apoyo de Ramírez, aunque también es muy probable que se hallara aún presente el Real de Lima, que poco después se separaría de la columna para atacar el flanco de Bolaños. En este caso, la superioridad numérica realista en ese punto habría sido realmente abrumadora. Los 400 hombres de Balbastro mar­ chaban en formación, al descubierto y por el llano. Si realmente fueron de frente a encontrarse con los 1.500 o 2.000 fusileros queTristán tenía formados en unas pequeñas alturas* es perfectamente factible que la primera descarga cerrada los haya barrido del campo. Esta explicación concordaría con lo que dice un testigo no com batiente de este encuentro en la quebrada, para quien: la diso­ lución de las cuatro compañías fue; extraordinariam ente rápida. El declarante, Felipe M ichilini, era un com erciante agregado al ejér­ cito que se encontraba en Yuraicoragua acom pañando a su amigo, Pereyra de Lucena. Al m archar al frente las cuatro unidades de Bal­ bastro, él salió de voluntario con tres indios llevándoles un cajón de municiones. G om o éste era m uy pesado, se retrasaron un tanto;para descansar, pero antes de retom ar la marcha vieron a los prim eros dispersos que ya volvían sobre sus pasos. Estos soldados de dijeron que las compañías habían sido “destrozadas p o r el enem igo” y que se habían roto las cureñas de las dos piezas de artillería. Sin poder creer que ya se hubieran deshecho las compañías que había visto avanzar minutos atrás, M ichilini se adelantó hasta el pu n to donde se había dado el com bate, pero efectivam ente lo encontró tom ado por el enem igo155. El verdadero problema para estas cinco compañías (contando a los pardos y morenos que estaban allí cerca de avanzada) com enzó cuando, tras la derrota, intentaron retroceder p o r la quebrada, ya qué enseguida constataron que el enem igo les había cortado el camino

155 “Declaración de Felipe M ichilini” , BM, XIII, p. 11616. 152

de regreso hacia el resto de su batallón156. Esto formaba parte de la m aniobra de Tristán, cuyas guerrillas, que avanzaban por la cresta del macizo montañoso, se iban descolgando desde los cerros hacia la quebrada por varios puntos para cortar toda com unicación entre las divisiones patriotas, y en este caso les estaban tom ando la espal­ da. Si hubieran m antenido la formación, no hay duda de que cinco compañías de infantería se tenían que haber podido abrir paso en­ tre las guerrillas, pero todo orden estaba perdido desde que habían sido apabullados por el fuego de la columna de Tristán. Ahora bien, quedar cortado de esa forma, en el medio de montañas que desco­ nocían, era una de las peores pesadillas para los soldados de aquella época, ya que la posibilidad de perderse* quedar aislado y ser cazado por combatientes irregulares era muy alta. Así prendió el prim er foco de pánico de la jornada y, solos o en pequeños grupos, los soldados de las cinco compañías derrotadas se internaron en los cerros que daban al este de la quebrada, buscando escapar del enem igo que los perseguía para ultimarlos. Algunos, los menos, com o los de la quinta compañía, lograron ir cayendo sobre la línea de Balbastro y siguieron com batiendo, pese a que su capitán, José Valentín García, en u n m om ento “m ontó a caballo y se desa­ pareció” para no dar señales de vida sino días después157. Otros, más numerosos, com o los de la octava compañía, se perdieron por com ­ pleto en la m ontaña y term inaron saliendo en Jesús de Machaca o en Sica Sicaj decenas de kilómetros más abajo, donde se encontrarían recién en días subsiguientes con los restos del ejército158. La pérdida total de estas compañías, con capitanes incluidos, cons­ tituía un trem endo golpe que en las semanas venideras, al analizarse

156 “ Declaraciones de A ntonio G rim au, Paulino Pizarro y M anuel V iera” , BM , X III pp. 11648,11649,11788. 157 “D eclaración de Juan Pardo Z ela” , B M , X IÍI, p. 11643. LS8 “ D eclaración de Matías Balbastro” , B M , X III, p. 11630.

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los sucesos de la batalla, fue recibido con escándalo. El verdadero daño, sin embargo, lo haría un pequeño grupo, com puesto mayor­ m ente por hombres de la sexta compañía, que en vez de correr hacia el sur o hacia el este, corrieron hacia el norte, atravesando cerros hasta caer justo en el punto en el que Castelli, Balcarce y Bolaños estaban tratando de dar batalla con la recién form ada línea de la división de la derecha (véase imagen 11). Sobre lo que le ocurrió específicamente a esta sexta compañía en el cerro no sabemos nada, sólo que m archó a enfrentarse con Tristán com o las otras tres y que, po r alguna razón, sus hom bres se dispersaron con más desorden aún que los demás. U n indicio es recordar que ésta; era justam ente la com pañía “anóm ala” , que en vez de los 66 hombres de tropa que tenían en prom edio las demás, contaba con 116 plazas, siendo así por lejos la más grande de todo el ejército. ¿Acaso esa hipertrofia hacía que estuviese peor comandada y contenida en el caso de un desbande? El teniente de esta compañía, José M iguel Lanza, se transformaría en los años siguientes en el más famoso guerrillero altoperuano, pero en la lista de revista previa a la batalla figuraba com o enferm o en La Paz, por lo que no sabemos si estuvo presente el 20 de junio. Su capitán, en cambio, sí lo estaba, y su rol en lo que vino a continuación lo hizo tristem ente célebre. El capitán Bernardino Paz, nacido en 1787 en Santiago del Estero, era uri veterano de las invasiones inglesas que habiendo iniciado su carrera en el cuerpo de A rribeños, había m archado al Alto Perú con el mariscal N ieto y se había sumado al ejército revolucionario en septiembre de 1810, com portándose bien en Suipacha y obteniendo el grado de teniente coronel159. C om o falleció poco después de la batalla, enTucum án, en diciembre de 1811,.no llegó a declarar en la causa del Desaguadero y no conocemos lo que pudo haberle pasado

15y AGN, IX,Tomas de R azón, 9-566. C utolo, vol. 5, p. 338.

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por la cabeza durante el com bate160. Lo cierto es que, al hallarse cortado en medio de los cerros, él huyó con el resto de sus hombres hasta dar con la división de Bolaños, vociferando que habían sido destrozados, que habían perdido la artillería y que estaban cortados. Es probable que se refirieran tan sólo a la suerte de sus cuatro com ­ pañías, pero los hombres de la división de la derecha, que no sabían lo que sucedía del otro lado de la quebrada más que por el rugir de la artillería, interpretaron naturalmente que era toda la división de Viam onte la que había sido derrotada. Y los que gritaban no eran sólo vulgares soldados, sino que lo escuchaban de la boca de un señor capitán, con nom bre y apellido. El efecto fue instantáneo y devastador com o el de una descarga eléctrica.

'"'Véanse las solicitudes de M aría Ventura Diana, viuda de B ernardm o Paz, al G obierno, pidiendo una pensión. A G N ,X , 11-9-3, y Archivo General del Ejército, Foja de Servicio de B ernardino Paz.

C A P ÍT U L O 4 ¡P

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pánico en acción

“La dispersión fue completa: nadie ha descubierto hasta ahora el verdadero origen de este suceso particular.” Ignacio

N ü ñ e z , 1857

A media mañana del 20 de ju n io de 1811, desde el m om ento en que las divisiones del ejército revolucionario se estaban batiendo por separado, era de po r sí muy probable que la acción term inara en u n a derrota. G om o hem os visto en el capítulo anterior, desde el principio d e :la jo rn ad a había habido signos om inosos por el lado sur deYuraicoragua, donde algunos oficiales se rezagaban para no participar de las m uy duras guerrillas que estaban teniendo lugar ven las sierras. El hecho de que el com andante de esas divisiones, V iam onte, optara po r seguir reforzando esas guerrillas con peque­ ñas secciones de tropa en desmedro de la línea principal de bata­ lla, que se encontraba cada vez más desguarecida, indicaba tam bién que el desenlace más probable era que sus fuerzas fueran derrotadas en detalle hasta que no quedara nada con qué socorrerías. Por el ala derecha las cosas no eran más alentadoras, puesto que la división de Bolaños, basada en un regimiento de reciente creación, estaba siendo llevada hacia el cam po de batalla en un gran desorden, con sus filas confundidas y sin que la tropa contase con la contención de sus oficiales habituales. Sin embargo, incluso tom ando en cuenta el efecto que podían tener las operaciones de la columna de Tristán, nada apuntaba to­ davía en el sentido de una disolución catastrófica. E n Yuraicoragua 159

los guerrilleros de Aráoz se estaban cubriendo de gloria; el prim er batallón del regim iento n°6 de Infantería, incluso dividido en pe­ queñas unidades, se batía bien y la columna principal de los realistas, la de Ramírez, se encontraba bastante comprometida. Por la derecha, la posición reservada a la división de Bolaños era excelente y debía permitirle contener a una fuerza que, si bien era superior en número, venía de marchar toda la noche y debería llegar más fatigada que ella. Si eran rechazadas, las divisiones patriotas podían siempre retirarse en orden hacia Huaqui, donde contaban con todo lo necesario para reabastecerse, o hacia Jesús de Machaca, donde recibirían el apoyo de la im portante división de caballería cochabambina, que todavía no había entrado en acción. Goyeneche no podía perseguirlas alejándo­ se de su base de operaciones en Z epita,y con todos los recursos del Alto Perú a sus espaldas, y refuerzos de Santa C ruz y Chuquisaca ya en marcha, nada podía im pedir que unos días más tarde el ejército patriota buscara, con toda la tropa reunida y en m ejor estado de preparación, una nueva batalla. Todo cambiaría radicalmente de curso por el incidehte que na­ rramos al final del capítulo anterior: cuando unas compañías del se­ gundo batallón del n°6 fueron derrotadas en la quebrada, un peque­ ño núm ero de sus dispersos, de la compañía del capitán Bernardino Paz, fueron a desembocar sobre el flanco izquierdo de la división de la derecha, gritando fuera de sí que todo se había perdido. Se desencadenó entonces el pánico formidable, incontrolable;; que en pocas horas habría de desintegrar al ejército hasta sus com ponentes individuales, transformando la m uy probable derrota en una catás­ trofe imposible de reparar. C on el beneficio de varias decenas de testimonios de lo que ocurrió en cada palmo del campo de batalla y con una visión topográfica m ucho más detallada que la que tenían los propios combatientes, hoy podemos ir reconstruyendo trabajosa­ m ente una secuencia; un itinerario, incluso una mecánica de cómo el pánico se apropió de la batalla. 160

imagen 1. Franja costera entre ios cerros y el Titicaca, por la que corría el camino real, a la altura aproximada dei combate de Huaqui.

Imagen 2. La quebrada de Yuraicoragua vista desde la pampa de Machaca.

Imagen 3. El "Cerro de ias guerrillas" donde se dieron los mayores combates entre las guerrillas de Viamonte y Ramírez. A su pie, en los campos que se observan arados ^ se situaba el campamento patriota, y a la derecha de éste, la línea de batalla secundaria de Balbastro.

Imagen 4. Perspectiva desde la quebrada deYuraicoragua del lugar donde se formó, en ía pampa de Machaca, la línea de batalla principal de Viamonte.

ímagea 5. Vista dominante, desde el Cerro de las guerrillas, hacia el lugar donde se situaba el campamento patriota y ¡a línea de batalla secundaria de Balbastro. Una vez perdida esta posición, era imposible que este úitimo se sostuviese.

Imagen 6. Cima principal del Cerro de las guerrillas. Domina completamente la pampa de Machaca, en la que estaba formada la línea de batalla principal de Viamonte.

Imagen 7. Vista desde el Cerro de ias guerrillas hacia el lado de! puente del Inca. Se dominan varios kilómetros del camino hacia e! Desaguadero, por el que venía marchando Ramírez. Sus tropas marcharon a buscar refugio tras la pequeña coiina que : se observa al frente, luego fueron saliendo por la izquierda de ésta a combatir con las tropas:; de DíazVélez, al pie dei cerro.

Imagen 8. Vista desde el Cerro de las guerrillas del "anfiteatro" que tienen que atravesar al descubierto, marchando en columna, las tropas de Ramírez, bajo fuego de la artillería revolucionaria, hasta encontrar cubierto en ías últimas postrimerías del macizo montañoso.

imagen 9. Vista desde la cresta del Cerrito de ios paceños, donde se forma la línea de batalla de Bolaños, del camino que viene dei puente del Inca, por donde marcha Goyeneche, que se forma en el lugar donde hoy se ven las edificaciones.

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