Anatomia De La Melancolia

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CARLOS DANIEL ALETTO

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Carlos Daniel Aletto

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ANATOMÍA DE LA MELANCOLÍA Aletto, Carlos Daniel Anatomía de la melancolía. - 1a ed. - Mar del Plata : La Cuerva Blanca, 2012. 134 p. : il. ; 23x16 cm. ISBN 978-987-23002-2-7 1. Literatura Argentina. I. Título CDD A860 .

Diseño de tapa: Daniel Sánchez Ilustración de tapa: Detalle de Extracción de la piedra de la locura, de El Bosco © Carlos Daniel Aletto © Cuerva Blanca Los Naranjos 3537, Mar del Plata, Argentina Primera edición: julio de 2012 Impresión: Editorial Martin Teléfono y Fax: +54 223 475-2173 Catamarca 3002 – 7600 - Mar del Plata [email protected] Queda hecho el depósito que previene la ley 11.723 ISBN: 978-987-23002-2-7 IMPRESO EN ARGENTINA / PRINTED IN ARGENTINA

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¿Epiménides de Creta mintió o dijo la verdad al sentenciar que todos los cretenses son mentirosos? Yo prefiero creer que los filósofos juegan a la perplejidad con este sofisma, de la misma manera en la que los griegos quisieron juzgar por ciertas las invenciones de Homero. Por esto se me ocurre pensar que la Odisea no es otra cosa que una exagerada aplicación de la paradoja de Epiménides, es más, se puede concluir —sin postrarnos ante la provocación— que toda la Literatura no es otra cosa que una mentira que dice la verdad. Jorge Luis Borges; Prólogo a la Odisea de Homero

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Este libro no requiere demasiada introducción. Sólo un par de aclaraciones. Debo mencionar, antes que nada, que la Carta que trata la anatomía de la melancolía la encontré por error en mayo de 2001, en la Bibliothèque Nationale de France. Había solicitado un microfilm de un pliego renacentista y al ver la primera imagen, advertí que no era la portada de la obra que buscaba, sino un escrito atribuido al anatomista Andrés Vesalio. Corrí el carrete hasta el final para ver los datos de imprenta y en el colofón leí: Hieronymo Margarit, Barcelona, 1615. En ese mismo momento verifiqué que recién seis años después, en 1621, se había impreso la célebre obra The Anatomy of Melancholy de Robert Burton. Este dato implicaba que el escrito que tenía frente a mis ojos era, al menos, un interesante antecedente del exhaustivo estudio inglés sobre la melancolía. Esa misma tarde lo leí y, deslumbrado por la lectura, me propuse trabajar el texto.

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Por ahora, superando algunas dudas generadas por el estudio de la obra, doy a la imprenta esta primera edición que he preparado con cierta premura, ya que hasta la fecha no existe ninguna otra publicación ni ejemplar de este escrito y para que, además, de alguna forma, esta historia ayude a cerrar las heridas que noche a noche nos abre la melancolía.

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Facsímil de la edición de Barcelona, 1615, Hieronymo Margarit

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CAPÍTULO I Yo, Andrés Vesalio, médico del muy poderoso señor don Felipe, rey de España y Nápoles, decido dar a luz la causa por la que disequé a un hombre vivo como si fuese una sangrienta granada. En estos pliegos atestiguaré, sin dudas en la mente ni drogas en el cuerpo, por qué no me bastó con pernoctar durante años en los cementerios, saquear panteones, y disputarles a perros y buitres los cadáveres frescos. Pues es verdad que todas estas son ocupaciones prohibidas por la ley de los hombres, pero las únicas con las que, en conclusión, pude demostrar a sabios y necios que nuestra anatomía es diferente a la de los monos. Blandiré la pluma sin retórica —supliendo la falta de elegancia con la verdad—, sin esperar más la llegada de las musas. Si yo así no lo hiciese, estos extraños sucesos se perderán dentro de mí en medio de la tormenta que anuncian, entre sabias observaciones, viejos marinos. Según sus palabras, la tempestad que se aproxima será imposible de capear, ya que ellos parecen haber vislumbrado al ojo las fieras y escabrosas gargantas de Escila y Caribdis. Y así, pronto el viento partirá los mares en dos y levantará el buque por los aires, en medio del agua del cielo y relámpagos de muchas partes. Por esto ahora certifico con mi firma que 13

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estas palabras y la caligrafía alterada por los movimientos de la nave me pertenecen; y que he sido yo también quien evitó que se derramasen en vano las oscuras y además agitadas aguas del tintero, convirtiéndolas en palabras, para dejarlas a buen recado de la voracidad del mar dentro del arcabuz que, como único testigo de este acto, me mira como un doblado Polifemo, por su ojo hueco y profundo.

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VISIÓN I Túngano caminó desorientado hasta que se encontró con una plaza llena de diablos que de inmediato lo rodearon y dijeron: “Cantemos cantares de muerte y comer de fuego, amigo de las tinieblas, enemigo de la luz. Hombre desgraciado y mezquino, éste es el pueblo que tú escogiste y arderás en el fuego del infierno por siempre jamás.” Túngano vio llegar, como si fuese una estrella muy clara, a un Ángel que lo saludó: “Aquí he llegado, hombre.” Túngano comenzó con gozo a llorar y le dijo: “Oh, Ángel, me están rodeando los temibles diablos de los infiernos.” Entonces el Ángel le respondió: “Esta es apenas la entrada. Ahora veremos las peores penas y las más temibles criaturas. Acompáñame.”

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CAPÍTULO II Mi primer encuentro con Jeroen se halla entre las lejanas caídas de las arenas del reloj; sucedió mientras morían las últimas luces de un día de febrero o de enero del año del nacimiento de Nuestro Señor Jesús Cristo de mil quinientos veinte. Mi padre, descendiente de galenos de la corte, era boticario del Rey; y por tierra y por río llegaban los enfermos a Bruselas en busca de sus servicios, retumbándoles dentro de sus seseras secas, como enormes nueces, el eco producido por la vocinglera Fama. Y él, como todo boticario, era indiferente a los dolores que tocan la demencia; no obstante esto, la historia de Jeroen dejó en los ojos de mi padre las lámparas encendidas de la locura, que sólo logró apagar con la muerte que lo tomó veinticuatro años después, llevándose con sus sombras la mirada vidriosa de pájaro sobrevolando el infierno. Una tarde, después de un día gris y corto, el moribundo sol había vencido a la gran nevada y yo estaba deslizándome en un trineo con riendas que mi padre había fabricado con un viejo tonel, al que le había colocado unos leños para que resbalase por la nieve; y siendo la última o quizá, con suerte, la penúltima vez que ese día me lanzaría con él por el camino que ladeaba mi casa materna, sentí deseos de que la oscuri17

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dad me salteara, noche abajo, sentado en el trineo. Y largándome desde lo más alto de la cuesta, a manera de una corrida, desafiando el llamado a voces de mi madre para cenar, escuchaba barajados en un solo susurro, los árboles y las seis campanadas de la iglesia del Sablón. Al llegar a lo más bajo del camino, frené el tonel contra el carro cargado de ramas secas a la puerta de mi casa, y allí, frente a mí, estaba de pie el hombre cuya centella casi acabó por encender las llamas de mi propia hoguera. Primero, vi las botas gastadas y las calzas sucias; luego, la mano pálida que cerraba sobre el pecho la capa negra y, en sus hombros, la vislumbre de los últimos rayos lanzados por el luciente Febo sobre las perlas de nieve caídas desde los árboles. Sus ojos miraban el viejo tonel como dos arcabuces: huecos, profundos y llenos de las sombras de la muerte. Lejana había quedado aquella mirada y sus volátiles palabras cercanas a los soplos del olvido; mas fue mi madre, años después, viuda y con los latidos en retrocesos, la que me trajo a la mente lo turbado y confuso que yo estaba ante la presencia de aquel hombre. Recordé esto cuando ella me entregó algunos objetos que habían pertenecido a mi padre; sólo quedan en mi memoria una lupa, un jubón de raso sin estrenar, una pluma sevillana, unos pequeños discos para el ojo y la única y rara estampa del visitante que se había pintado 18

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a sí mismo con piernas de árboles y una taberna en donde la espalda pierde su honesto nombre. El dibujo del Hombre Árbol era un presente que le había dado a mi padre el visitante, un pintor llamado Jeroen Bosch, que ese anochecer aseguró ser natural de no sé qué pequeño pueblo de Inglaterra y tener la edad de trescientos años. En su aldea de Flandes, todos los habitantes lo creían muerto desde hacía largo tiempo. La sombra de esta muerte fue sembrada por su mujer y unos amigos íntimos para que el artista pudiera escapar a la persecución de los hombres muy prudentes de la Inquisición, que lo acusaban de invocar demonios y de otras herejías que lo harían arder, tarde o temprano, en la hoguera. Diciendo estas y otras semejantes palabras, en mi casa creyeron que el hombre había perdido el juicio y por tener con qué reír aquella noche, determinaron seguirle su disparate. Mientras mi madre esto me contaba, en el fondo de su voz yo escuchaba el eco de la de Jeroen que entre sentencias llenas de filosofía y religión y temor de Dios, había soltado palabras diciendo que vivía en Bolduque, una aldea muy cercana a Wesel, la ciudad que dio origen a mi apellido y que allí había oído hablar de los célebres médicos de corte que hay entre mis antepasados. Jeroén creyó que el boticario del rey, por transmisión hereditaria, era la única persona capaz 19

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de lograr una medicina que lo curase definitivamente de la abundancia de bilis negra. Mi padre le respondió que satisfacer sus necesidades sería como sacar luz en cestos y en unos meses prometía llevarle, en persona, unos jarabes apropiados en un muy galán vidrio veneciano que lo harían al menos soportar la enfermedad. Jeroen sostenía —recordaba mi madre—, que todas las enfermedades conocidas y pasiones muy ordinarias donde hay poco contento y gusto, tuvieron su origen cuando nuestro padre Adán comió del fruto del Árbol de la Ciencia del Bien y del Mal; y como Adán contiene en sí la masa y procesión de la naturaleza humana, nos transmitió el pecado original y las enfermedades. Para lograr curar todos los males hay que volver al estado de inocencia, al de nuestros padres antes de perder la excelencia del hombre. Mi padre no creía en la teoría de Jeroen. Él, por su parte, aseguraba que para regresar a tener un alma sin pecado necesitamos un antídoto. “Mitrídates, el rey del Ponto —decía— temiendo le diesen los suyos de tomar ponzoña, se previno bebiendo pequeñas pociones de distintos venenos, y esto fue tan eficaz que cuando él quiso causar su muerte con ponzoña no le pudo dañar ninguna y debió quitarse la vida con la espada.” También hacen lo mismo la astuta y traicionera víbora que con toda su ponzoña fabrica de su propia carne antído20

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to y remedio para contra ella y contra algunas enfermedades, como escribe el doctor Laguna. Para mi padre, era necesario entrar al Paraíso tan rico y enjoyado con dotes de naturaleza y gracia para recolectar frutos del árbol de la Ciencia del Bien y del Mal y con ellos hacer el antídoto de la melancolía. Como dice Juan en el Apocalipsis 22.2: “en las hojas del Árbol de la Vida se encuentra la sanidad de la gente.” Lo cierto es que cuando Jeroen Bosch se fue a su aldea dejó a mi padre peor que nunca, ya que luego de leer incansables tratados, advirtió que ni siquiera la cirugía de los grandes sabios había vencido a la melancolía, y que como sentenció nuestro maestro Hipócrates, norte y luz de la medicina: “Lo que los medicamentos no curan, el hierro lo remedia; lo que el hierro no remedia, el fuego lo soluciona; lo que el fuego no soluciona, se debe considerar incurable”; por lo consiguiente, ni la misma hoguera, ni las llamas del infierno hubieran salvado a Jeroen.

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VISIÓN II El Ángel y Túngano comenzaron a caminar por la angostura del infierno donde no había otra luz salvo la del Ángel, hasta que llegaron a un hondo valle muy tenebroso, lleno de brasas ardientes que no resplandecían. Sobre el calor de las brasas habían arrojado una cobertura de hierro y arriba de ella hedían muchas personas que se freían como en un sartén. Después las colaban por aquella cobertura como cera derretida por paño y caían sobre las brasas. "Esas son las penas de los asesinos y sus cómplices", dijo el Ángel. El camino por donde marchaban tenía una barranca quebradiza y barrosa de una parte y la otra la colmaban diablos que estaban aparejados para apresar a las víctimas. Éstos tenían horcas de hierro muy agudas, garfios y otros aparejos con los que empujaban a los condenados y daban con ellos en el fuego, en el hielo y en la nieve. Llegaron al borde de un lugar muy hondo y tenebroso por el que se oía correr un gran río. Lo que había en la profundidad de aquel valle no se podía ver. Se oían llantos y gemidos de numerosas personas que en ese sitio yacían sufriendo penas mortales y de allí salía humo y hedor, como de una fosa podrida. Para cruzar de una parte a la otra había puesta por puente una tabla que tenía mil pasos de largo, llena de 23

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clavos agudos. Túngano vio entre las muchas personas que caían del puente a un peregrino que lo pasó de manera fácil. Vestía una esclavina y traía una palma en sus manos. El Ángel le dijo: “Ahora tú debes cruzar de lado a lado el puente.” Entonces Túngano empezó a caminar por la tabla. Se le metían los clavos por los pies llagados. No podía mayor pena sufrir, pero prefería avanzar a dejarse caer. Cuando terminó de pasar el puente, el Ángel le dijo: “Aquellos que están al fondo de este monte tan oscuro y tenebroso, con este hedor, son los ladrones que mataban a los hombres por los caminos. Y este pasaje tan estrecho es de los alcahuetes y de los vanidosos. Andemos y otras penas muy mayores verás.”

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Un boceto del Hombre Árbol, se encuentra en el museo Albertina de Viena: Hieronymus Bosch; Der Baummensch. A pesar de ser un trabajo datado por el museo en alrededor de 1505 y considerado como de El Bosco está firmado por Brueghel, quien vivió entre 1525 y 1569.

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CAPÍTULO III Mi madre creyó que mi padre no haría el largo y peligroso camino para visitar a Jeroen; no obstante, él pidió un salvoconducto al Rey para andarlo a mediados de la primavera, junto a unos comerciantes de campanas, alegando que debía recoger yerbas medicinales. En esos días, ella tuvo extraños y dudosos escalofríos y si fingió los temblores, incluso algunos escandalosos desmayos, para evitar que mi padre viajara, se equivocó: finalmente, no solamente él cumplió con su promesa, sino que además con la excusa de aliviarla de mis cuidados me llevó consigo. El viaje se dejó calar al fondo de mi cabeza; es una verdadera lástima la flaca y deleznable memoria de los niños: del trayecto de ida recuerdo la primavera de mi padre, a quien vi recoger yerbas y setas en el camino, a las que comparaba con los dibujos de un libro que se llama Herbario; y mientras hacía anotaciones en su cuaderno, con serena alegría me las mostraba vivas y pintadas juntas. Mas mi padre seguiría recordando hasta días antes de su muerte que al llegar al lugar preguntó a un vecino por la casa que había sido de la familia Bosch. El aldeano, a pesar de informarle que el artista había muerto ya hacía cinco años, nos hizo acompañar por un criado ágil hasta la plaza del merca27

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do que tiene sus tiendas en orden como renglones de coplas, y nos dejó frente a ella, en la misma puerta de la silenciosa casa que en el dintel tenía grabado un pelícano. La mujer que nos atendió conocía el nombre de mi padre y dijo haber estado esperándolo desde hacía unos días, y le comentó que su esposo tenía buena salud y que estaba sufriendo raros desvaríos, pues unos días antes, varios humores se le habían transformado en malignos y ella había creído conveniente aumentar el opio y el vino blanco en la dosis de láudano. De todo lo que mi padre solía contar, lo que siempre me venía a la mente, en una mar de confusiones, era que nos acercamos al lecho del enfermo que estaba oculto en la sala y que el hombre al verme me preguntó sobre mi robusto caballo de madera. Yo debí sentir miedo de aquellos ojos desorbitados y la mujer, obedeciendo un gesto de mi padre, me alejó del catre que tenía colgadura roja y me sentó a una mesa que estaba en un rincón, que no la dividía de la sala más que un sutil tabique. Yo creía hallarme cansado por haber andado largo tiempo mi viaje, mas ella sin sacar la cáscara a la última fruta que había en una canasta, me la dio y luego de mi primer mordisco me sentí como si hubiera dormido todo un día; pensé durante tiempo que al remediar el hambre desvanecí al cansancio. Mi padre se asomó y al verme 28

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comer sonrió. Luego, al momento, retornó junto al enfermo, mientras que yo, entre bocado y bocado, descubría clavados en el tabique varios bosquejos. En el más sombrío, vi al Hombre Árbol con una mirada vacía e impasible que permanecía en medio de atrocidades parado sobre una delgada capa de hielo. Éstas son imágenes difíciles de inventar y de olvidar, por eso la incluyo en mi memoria y no en mi fantasía, como aseguraba mi padre. De pronto, creí oír a Jeroen llamarme a voces, y también gritos que me decían que me enseñaría a montar en pelo sobre un caballo; y a pesar de que al escuchar esas dudosas frases casi me atraganté con el hueso de la fruta, atónito y pasmado me acerqué temeroso a las piernas de mi padre; y vi de cerca al hombre que seguía acostado con la mirada espantada, fuera de órbita. Sostenía las cortinas rojas de la colgadura como riendas, una en cada mano y apuntaba los ojos más allá de sus pies, cuando súbitamente en su boca estalló un disparo y frunció el ceño y agitó con violencia las cortinas y, luego de un tiempo, aflojó las riendas de su caballo (o quizá de su tonel), y dejó caer los brazos a los costados del lecho. Por como tenía las mejillas hinchadas y la boca llena de risa supuse que había logrado alcanzar alguna meta, antes de que lo atrapasen los demonios. 29

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He olvidado decir (y esto es cosa importante y del todo segura), que mientras yo quedé como un tonto de lo que oía decir y veía hacer a aquel hombre, también pude ver que mi padre, ajeno a lo que sucedía, se detuvo para estudiar las lumbres; pasaba la diestra por la luz, la detenía y volvía a rozarla con sus dedos, maravillado porque su mano no se quemaba. Durante el tiempo de los muchos años que a mi padre la muerte le fue poseyendo la vida que le iba quedando atrás, le escuché decir que las luces de aquel lugar no tenían ni mecha ni fuego ni tampoco largaban humo; y le aseguraba y decía a mi madre que esas luces eran provocadas por una incandescencia perpetua que no se valía de cera. Ahora viene a mi memoria el recuerdo de mi padre retorcido de tristeza en el camino amargo de la vuelta y los árboles en invierno con urracas o sus sombras sobre las ramas. Y, aunque tiempo después mi vida se llenaría de viajes, aquél fue el primero y el más amargo en recuerdos; un viaje sin retorno, un viaje que me ha condenado a este otro viaje, donde el viento sopla entonando todos los sonidos a través de los aparejos. Sé que aquellas lumbres sin fuego en la casa de Jeroen apagaron a mi padre, y que mucho más tarde, una década después, cuando fue ennoblecido por el Rey, vi en su rostro un nuevo afeite de alegría, aunque nunca alcanzara para iluminar la tristeza que yo, su hijo, ha30

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bría de heredar. Me contó mi madre que un año después se llegó hasta nuestra casa un constructor de órganos que traía una carta misiva de la mujer del artista, y agregó que más tarde, ya ido el visitante, mi padre, mientras quemaba la carta le dijo a ella, con voz muy reposada y grave, que Jeroen había muerto por una dosis excesiva de láudano. Había sido una muerte precedida de sobresaltos y visiones de cabezas humanas con cuatro patas y de otros personajes y figuras diabólicos, ora sumergido en un infierno de hielo, ora atormentado por las llamas de un fuego imaginario que trataba de apagar con una manta de dormir. Sin embargo, ella, desde un primer momento, creyó que esa noticia traía fuego en una mano y agua en la otra.

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VISIÓN III Túngano y el Ángel comenzaron a recorrer un camino peñascoso y sombrío. A la distancia, el caballero descubrió una bestia enorme que semejaba grandes sierras y valles encendidos: era más grande que todos los montes que él había visto. Tenía la boca tan abierta que podían entrar mil caballeros armados. En ella estaban colocados muchos sirvientes cabeza abajo y con los pies arriba, como si fuesen dos gradas con almenas. Del interior salía un fuerte hedor y grandes voces de llantos. Los diablos cercaron a Túngano como perros rabiosos y lo atraparon. Luego de atormentarlo cruelmente lo empujaron al vientre de la bestia. Las penas que sufría en ese lugar no hay hombre que las pudiese relatar. Cuando pasó un tiempo allí llorando, sufriendo el hedor y el fuego, sin darse cuenta se vio afuera. Tenía los ojos cerrados porque estaba quebrantado. Cuando los abrió, el Ángel estaba frente a él. Entonces éste lo tomó del hombro y le dio fuerzas para que pudiese andar. Túngano con esfuerzo le dijo: “Te ruego, Ángel, que me digas ¿para quiénes son estas penas tan grandes?” El Ángel agachó la cabeza y no le respondió.

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CAPÍTULO IV Luego de publicar De Humani Corporis Fabrica fui requerido para servir al Rey y durante muchos años luché contra el insomnio y la gota de su majestad cesárea, el emperador Carlos Quinto y, antes de que él abdicara y se retirase a Yuste, yo pasé a ser médico de su hijo, nuestro flamante rey, su majestad Felipe II. Junto a él, hace dos años me trasladé a Villa y Corte; y con todo eso he llegado a ver lo que tanto deseaba: mi nombre en la lista de los médicos cortesanos, como ha sucedido con mis antepasados, esto es en conclusión. Mas, no obstante, un sin número de días, al declinar de la tarde, estuve cavilando —siempre sin una firme resolución— en acabar con la muerte mi mal inmenso y, a pesar de que mi cuerpo siempre fue más jovial que mi alma, y mi rostro ha tenido la mitad de los años que la suma de los inviernos vividos, se me habían añadido a los estados de abundancia de bilis negra, escamas blancas en mi piel, insomnios o sueños breves y turbulentos, mis ojos se tornaron más transparentes. Todos males que con el pasar del tiempo se me iban acrecentando. En la villa de Madrid, corte de Su Majestad, inmediatamente, sin poder imaginar tal cosa, volvieron los caminos que ponían distancia con la muerte. Tornó Fortuna su ciega y antojadiza rueda, poniéndome nue35

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vamente ante los ojos la estampa del Hombre Árbol, que, en resolución, terminó por encender las mismas llamas que habían dejado flameando los ojos de mi padre. Las puntuales y precisas lluvias de Palene y Alcmena sofocaron las hogueras que toda esta agua del mar agitado no pueden apagar.

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VISIÓN IV Cuando Túngano y el Ángel fueron más adelante alcanzaron a ver en la oscuridad a muchas personas que penaban en un lago gigante, en el que se alzaban las olas de tal manera que no se podía ver el renegrido cielo. Sobre aquel lago había un extenso puente con dos hileras de navajas muy agudas. Era mucho más largo que el puente anterior y más estrecho. Atemorizaba cruzarlo porque los diablos, como alimañas bravas, estaban debajo esperando que cayesen los condenados para tragarlos. El Ángel le dijo al caballero: “Tú recuerdas que robaste una vaca a tu compadre: esta pena es de los que hacen hurto.” Túngano le respondió: “La vaca robé y la devolví a su dueño.” El Ángel le dijo: “La devolviste porque no pudiste esconderla. Por esto no sufrirás tanta pena como si te la hubieses quedado.” En ese momento apareció una vaca enfurecida bramando. Túngano debía cruzar con ella. Cuando logró tranquilizar a la vaca comenzó a caminar junto a ella por el puente. Como la vaca era pesada y grande y el puente muy largo y angosto, algunas veces él caía de costado sobre las navajas y otras veces la vaca no quería avanzar. Cuando llegó a la mitad del puente encontró a un condenado que llevaba a cuestas un pesado 37

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atado de trigo. Entonces Túngano, apretando los dientes del miedo a caerse, le dijo: “Te ruego que me dejes pasar”. El otro respondió: “Con mucho trabajo he llegado hasta aquí, yo te ruego que me dejes pasar a mí.” Así estaba Túngano a punto de caer cuando apareció el Ángel y le dijo: “Librado eres de la vaca. Ahora marchemos que un atormentador enorme y sumamente cruel te espera y no podemos huir.”

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CAPÍTULO V El rey Felipe, en el tiempo de sobra, solía comisionarme a curar gente de estofa, principalmente mujeres de mercaderes y capitanes, y entre tantas me envió hasta el castillo de Jadraque, para atender a Mencía de Mendoza, la marquesa de Cenete y condesa de Cid. Aquella mujer tenía una enfermedad que los médicos españoles no entendían ni la sabían curar. Siete años llevaba sin haber dejado boticario que no probase y a la sazón estaba puesta en manos de un cirujano viejo, que le daba muy poco remedio y los accidentes crecían. Largos años atrás habían creído que ella estaba posesa por una legión de espíritus malignos y para evitar la persecución de la Santa Inquisición, unos frailes dominicos de Valencia, con la complicidad de Felipe II, también la hicieron pasar por muerta; y, pues, por esto llevaba más de diez años oculta en el castillo de Jadraque, que se halla sobre un cerro cerca del Henares, luego de pasar Guadalajara. El largo viaje no fue en vano, pues milagro fue acertar de inmediato la medicina: había mandado hacer un letuario de mucha costa con raíz china y con sangrarle y purgarle bien en tres días sanó de los zumbidos de oídos; mas aún solamente tenía escamoso el rollizo cuerpo y calva la cabeza, lo cual yo supuse no maligno y, no obstante, seguí visi39

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tando a la señora pues cada vez que preguntaba cómo estaba, ella respondía que mala de su piel y cabellos. En una de estas visitas, un año y medio hace, entré a su recámara para recoger la orina y en la pared, frente al bacín que estaba al costado del lecho, habían colocado un enorme lienzo de dos tableros, en el que estaba pintado en tono verde ceniza la esfera del mundo recién creada por Dios. Yo parecía encantado por los paños pálidos de las ventanas, que eran movidos por el blando viento y convertían el aposento en una danza de fantasmas; hasta que una de las tablas del lienzo se agitó como un postigo flojo y me sacó de la abstracción. Y viendo esto me acerqué para escudriñar las bisagras y de esta forma llegué a abrir la creación del universo por la mitad. Al abrir los postigos pude ver tres pinturas y, luego de una primera confusión, puede advertir que éstas estaban hechas a imitación de los bosquejos que yo había visto clavados en el tabique de la sala de Jeroen y que habían quedado grabadas para siempre en mi memoria. El primero de los lienzos mostraba ser los tres últimos días de la creación; el cielo es del mismo verde ceniciento de la Esfera, y más abajo, cruzando un valle con animales y una fuente junto al Árbol de la Ciencia del Bien y del Mal, se llega a los colores vivos del Árbol de la Vida; a su lado, el nostálgico Adán, recién despierto, mira a Eva arrodillada a 40

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los pies de su Creador. En el lienzo del medio, que es el doble de ancho que los otros, está la Lujuria: frutos enormes, hombres y mujeres desnudos, entre ellos hay algunos negros y en el mismo centro hay mujeres bañándose en un estanque y a su alrededor, cerca de los cuatro ríos del paraíso, los hombres no tienen caballos ni asnos por cabalgadura, sino puercos, toros, cigüeñas y otros animales, y todos montan en posturas extravagantes, tal como el artista lo hacía con su lecho. En el tercer lienzo se representa, hecho a semejanza del bosquejo, el Hombre Árbol con el rostro de Jeroen y con sus piernas de troncos putrefactos, que a pesar de terminar en las gargantas de los pies tienen calzados, en vez de zapatos, dos barcas encalladas en la escarcha de un lago oscuro y quebrantado; es el mismo Hombre Árbol con una taberna asentada en el hueco de sus posaderas, concurrida por rameras y melancólicos. A éste lo rodean demonios, instrumentos de música y condenados que cantan leyendo la melodía escrita en las nalgas de un réprobo. Hay también un monstruo con cabeza de pájaro que, sentado en un trono con forma de servidor, se come a los infieles y luego los expulsa por abajo. Plega Dios que no parezca lo vivo a lo pintado o a lo soñado. Esta extraña visión, poco a poco, y como quien en un pesado sueño se sepulta, me trajo a la memoria el aroma anaranjado de la sala de Jeroen y a mi 41

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boca el sabor del sabroso fruto que quitó todo cansancio; mas también me invadió la mente el retorno amargo de mi padre y cuán puesto estaba en los desvariados pensamientos, que engendraron en mí algunas conjeturas de que aquel pintor era realmente un inmortal. Salí del aposento con el bacín, tan aprisa, que iba un poco atontado, un poco perdido, ya que el orden simétrico de los pasillos, la sencillez y los lados con paredes limpias casi cegaron mis ojos. El aire fresco del jardín me hizo sentir más despierto, no lo suficiente, ya que luego de varios pasillos andados, sentí que un grupo de sirvientes se burlaban de mí, mientras miraban una de mis manos. No podía inclinarme a creer que era yo mismo quien paseaba por el castillo el bacín con la orina como si fuera una caldereta de agua bendita. Y así, pasándoseme aquella confusión primera, determiné regresar para explicarle a la señora la relación que había tenido el pintor de aquel lienzo de Flandes con mi padre; mas ella me dijo no conocer el origen de las pinturas, porque habían pertenecido a un conjunto de originales adquiridos por su difunto esposo y él nunca había referido las circunstancias de aquella compra. Añadió que el hijo de su esposo, Renato de Nassau, a quien yo embalsamé en Saint-Dizier, había tenido una copia, que luego pasó a ser de uno de sus primos, el famoso estatúder rebelde Guillermo de Orange, llamado el Ta42

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citurno, a quien yo también le traté a su esposa. No todo lo que ella me había dicho era verdad: dos semanas después de la conversación que tuve con la marquesa, me enteraría del verdadero conocimiento de boca de un extraño hombre que tenía la fantasía y los demás sentidos dañados y no discurría en las cosas con razón ni entendimiento.

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VISIÓN V Luego de que Túngano y el Ángel cruzaran un bosque muy oscuro se encontraron con una casa alta como un monte y redonda como un horno. Las llamas del lugar quemaban a cuantas personas se hallaban alrededor. Los atormentadores que allí estaban despedazaban a los condenados con hachas y cuchillos y los arrojaban a la casa ardiente. En ese mismo lugar moraba una bestia muy desfigurada: tenía los pies enormes, las uñas muy agudas, dos alas anchas y largas en la espalda, el rostro encendido como fuego y por la boca escupía grandes llamas. Esta bestia estaba parada sobre una laguna helada. Se la veía tragar cuantos hombres y mujeres hallaba. Después que los había tragado, los condenados sufrían en su vientre muchos tormentos, luego los paría y caían en el lago. Y saliendo del gran frío del lago, los diablos los arrojaban a una enorme hoguera. Todas las personas que yacían en el lago se preñaban, tanto los hombres como las mujeres. Parían por brazos, por piernas y por las coyunturas a serpientes y bestias maléficas que tenían rostros agudos con los que mordían al salir. Otras tenían las colas filosas y retornadas como anzuelo que no las dejaban abandonar el cuerpo donde nacían. Los torturados daban grandes 45

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voces y alaridos, sin horas de descansos, ni piedad ni compasión de los diablos. Entonces el Ángel dijo: “Estas penas merecen aquellos que tienen las lenguas para maldecir por eso sufren las mordeduras de las serpientes.” El Ángel desapareció y los diablos atraparon a Túngano y lo arrastraron hasta donde estaba la bestia y se lo dieron a tragar. Sufrió todas las torturas dentro de su estómago y al despedirlo de su vientre Túngano cayó en el hielo de la laguna. En ese momento apareció el Ángel y le curó con sus manos las llagas. Pronto comenzaron a caminar en silencio por lugares más tenebrosos y peores que los anteriores.

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El Bosco. Jardín de las Delicias. El Árbol de la Vida y el Árbol del Bien y del Mal. 47

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CAPÍTULO VI La tarde que descubrí los lienzos, creyendo lo dicho por la viuda a pie juntillas, lo primero que hice al llegar al palacio, fue ir inmediatamente a buscar el bosquejo para certificar que el Hombre Árbol era el mismo en ambas representaciones y comprobar de esta manera que mi juicio no estaba trastornado por los malos humores, que suelen engendrar quimeras, dislates y desatinos a la sombra del Olmo de los Sueños Vanos. El sol tramontaba cuando escuché el eco de mis pasos apurados debajo de los techos saledizos y entré a la recámara tan desesperado y confuso que, con los ojos del entendimiento cegados, comencé a buscar en las cajas con papeles y entre los viejos tacos de peral sin aceitar; y, así como la noche no se enseña a la luz de una vela, encontré la oscuridad que buscaba en medio de mi ceguera: el bosquejo se hallaba en un libro de Galeno, dentro del cual tanta veces me lo había topado. Con tanta gana y curiosidad miré el rostro de la estampa que casi horadé el dibujo con la vista, sin duda alguna era el mismo de los lienzos. Luego, al momento miré parte por parte y seguí los trazos como un hombre muy docto en esto que llaman las buenas y liberales artes. Y llegó a tanto mi curiosidad y desatino que mirando el papel cada vez más cerca del candil, el borde 49

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del mismo se manchó de pardo y se oscureció tanto que casi se quemó. Ya había entrado bien la noche cuando, en el mismo borde que estuvo a punto de abrasarse, descubrí que la rúbrica no tenía escrito el nombre de Jeroen Bosch, sino el de otra persona; mas yo estaba seguro de que el dibujo lo había tomado mi padre de la mano del mismo artista. Esa noche, cuando saqué los ojos del Hombre Árbol, pude ver en el espejo mi rostro incrédulo y tosco cincelado por la débil lumbre.

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VISIÓN VI El camino por el que iban descendiendo a los abismos era cada vez más estrecho y angosto y cuanto más avanzaban, menos alcanzaba la luz del Ángel para alumbrar la ruta por donde debían regresar. Túngano escuchó que el Ángel dijo: “Este es el trayecto del hombre a la muerte.” De todas formas, con mucho trabajo llegaron a un valle donde había numerosas fraguas. Se oían variadas voces y llantos. El Ángel volvió a desaparecer. Túngano comenzó a llorar. Los diablos lo escucharon, entonces lo capturaron con tenazas encendidas y dieron con él en el fuego. Luego comenzaron a desollarle los pellejos chamuscados; quemaban a otras muchas personas que yacían dentro y se derretían todas juntas como plomo. Regresaban los diablos con garfios de hierro y tenazas, las ponían sobre un yunque y las golpeaban con los mazos de hierro de tal manera, que todos los hombres se hacían una masa redonda. Tanto martirio los condenados sufrían que deseaban morir y no podían. Y los demonios que estaban en otra fragua pedían que les arrojaran los condenados y así lo hacían. Y antes que llegasen a tierra, los recibían con las tenazas de hierro, y daban con ellos en las llamas, los quemaban como al principio, hasta que todos se encendían 51

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y se volvían centellas de fuego. Mientras Túngano en esta pena estaba, llegó el Ángel y lo sacó de allí, y le dijo: “De mayores penas de las que has sufrido serás librado. Hasta ahora todos los condenados que has visto esperan salvación, pero los otros que están en los lugares que pronto verás nunca serán librados, ni saldrán jamás de allí: quien en los infiernos está, nunca tendrá redención ni salvación.”

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CAPÍTULO VII Y como si todas aquellas fuesen pocas señales de la desgracia y necesitara el Infortunio de un cómplice, a las dos semanas llegó a la Corte un hombre con ropas de médico. Según me informó un mozo que llegó hasta mi aposento, el forastero venía desde Bruselas y dijo que se llamaba Quentin y además añadió que deseaba verse conmigo por un caso urgente y de gran necesidad. Me pareció extraña la visita de aquel hombre, ya que muertos mis padres, creí que no quedaban posibilidades de recibir desde mi ciudad natal nuevos desasosiegos, y por esto me asombré, pero sin llegar a preocuparme. Lo primero que pensé fue que el médico buscaba ayuda para conseguir alguna casa, pues desde que se trasladó la Corte a la villa no ha parado de aumentar la población. En aquel mismo momento en que el mozo me trajo la noticia, yo salía para hacer con celeridad una visita al embajador de Gran Bretaña, y estaba obligado a ser puntual en la hora convenida con tal ilustre varón, por lo que le dije al mozo que diera mis disculpas a esa persona, pues no podía responder de prisa su demanda; y si él lo deseaba podía dejarme escrito en una carta cuál era su necesidad y prontamente procuraría darle una respuesta a ella. Cuando retorné de recetarle un drástico y una alina caliente de cabra al 53

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embajador, hallé en mi recámara la carta del forastero pidiéndome que esa misma tarde lo fuera a ver a la posada de la calle del Gato, y añadía que un patrón suyo, afectado de una grave y profunda melancolía, tenía suma esperanza y confianza en mí. A pesar de que aquella noticia me halagaba me traía deseos de saber real y verdaderamente cuál era la razón de aquella visita y antes de pasada la hora de la siesta, no resistí la curiosidad y con mucha diligencia fui hasta la posada. Si lo pudieran ver al embustero. La sortija de esmeralda en el pulgar, el sombrero de tafetán, los guantes doblados y la espesa barba habían convertido a aquel hombre en un médico de los pies a la cabeza, mas sus palabras y sus ademanes eran propios del bufón Zúñiga. Desde aquella vez primera que vi al canalla infame, lo tuve por hombre falto de seso y en aquel mismo instante, con el tono de la habla soberbio y de reproche, arrostró la dureza y sequedad de mi cara con la humedad de su lengua, por esto se podrá bien decir, como yo he leído en Ovidio, si mal no me acuerdo, “las cosas húmedas luchan con las cosas secas”. Aquel mentecato comenzó a decir a voces que un estudiante a quien en Padua yo di cuenta de mi pensamiento, llamado Tritonio, fue el que le descubrió cuán torcido y disparatado era mi pensamiento: él era de los que consideran que los demonios, por medio de raros vene54

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nos, podían infectar el cuerpo llegando a la cabeza por los humores, y que de esta forma enfermaban a los hombres de melancolía; no según conjeturan muchos médicos, que Satanás puede trastornar la mente de modo directo; todo esto dijo con voz amenazadora, aunque burlesca como la del bufón que era de Carlos Quinto. El necio tenía la lengua atrevida y aun hasta el día de hoy no sé por qué no tuve la valentía suficiente para irme. Quizá exageré el decoro que a su persona debía; solamente pude atinar a decirle que ignoraba qué tenía por objeto y fin su discurso y que toda mi intención era trocar diferentes opiniones y únicamente sobre las acertadas materias que nos acercan a Dios. Pareció de poca importancia lo que yo había advertido, ya que inmediatamente me dijo con mucho donaire y gravedad que los demonios, por ser espíritus flacos y muy livianos, pueden penetrar fácilmente en el cuerpo y, ocultos en las profundidades de las entrañas, desde allí llegar a quebrantar la salud y causar la pesadilla. Su artificioso rodeo de palabras me parecía cada vez más lleno de insolencias y agravios, lo que me obligó a preguntarle cómo podían ser verdaderos sus antojadizos pensamientos si yo nunca había visto un solo demonio en todos los cuerpos que había disecado. Al callar me arrepentí totalmente de cuanto le había dicho, pues él 55

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disparó una carga de risa como los relinchos del caballo y sofrenó de repente, sin dejar en su rostro ninguna huella fresca de su risa. Dijo luego con voz airada, que los espíritus entran y salen continuamente de nuestro cuerpo como abejas de una colmena, e incitan y doblegan a la persona cuanto más dócil es, y añadió que en una colmena muerta las abejas desisten de entrar, de la misma manera en que los demonios que se regocijan en los infiernos de las pesadillas, como íncubos, súcubos o efialtes, no entran en los cadáveres para causar melancolía, y por eso en ellos solamente existe paz. Cuando hizo una pausa en sus dilatadas palabras, quizá notó la manera circunspecta con que yo lo miraba, pues se apaciguó y, así, sosegadamente, siguió diciendo: “Le confieso, señor Vesalio, que vuestra merced conoce a mi enfermo y su padre, en la primera visita, lo llevó consigo y luego él lo continuó visitando en secreto durante años. Ahora ya no vive en la misma aldea, debió huir de su gente y sigue padeciendo la misma extraña enfermedad que lo mantiene en una agonía eterna.” Todo lo miraba yo, admirado de la noticia que traía ese mostrenco, unas veces miraba sus manos, otras su cara, y noté que él padecía la misma enfermedad que la marquesa, aquella dolencia que yo hasta hoy día sigo sufriendo. Su piel era escamosa como la de aquella se56

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ñora y la mía; la suya estaba tan cortada y tajada que parecía a punto de mudarla; de ello pude colegir que había llegado a nosotros una nueva y extraña pestilencia sin accidentes ni calentura, lo que podría ser llamada landre seca o peste blanca. Y estando en este pensamiento y confusión, escuché que seguía hablando y oí decir que no podía añadir nada más y que quizá ya había hablado demasiado. Prosiguió diciendo que la viuda de Mendoza le había enviado a Jeroen Bosch el cuento de dónde quedaba yo. Jeroen siempre tenía noticias mías, aunque tardó mucho tiempo en mandar a por mí, pues esperó a que yo tuviera una experiencia semejante a la de mi padre, y le parecía entonces, luego de la repentina cura de la marquesa, haber hallado hombre a su propósito y por esto aguardaba mi visita en su casa de Bruselas. Acabando de hablar me entregó un papel donde estaban dibujado muy al natural los caminos y sendas para poder llegar a su casa, y también me dio una maleta con una gran cantidad de dineros, que doblaban los intereses de mis últimos cinco años de médico. Y como muy bien dice el común proverbio sacado de la misma experiencia: la ganancia, el dinero, la necesidad y el interés, hacen a los hombres atrevidos, y por esto, de súbito y sin procurarlo, confirmé que en breve tiempo haría mi visita. Finalmente, me dijo que si a pesar de 57

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los caminos dibujados en los papeles confundiese algún sendero de Bruselas, no preguntara por Jeroen Bosch, sino por el pintor Brueghel y que ahora un paje suyo me ayudaría a poner la maleta del dinero sobre mi jumento y me acompañaría hasta la corte. Y esto diciendo, entró de prisa a su aposento sin que yo pudiera hacerle pregunta alguna sobre ese pintor, ya que Brueghel era el nombre que aparecía en la rúbrica del bosquejo del Hombre Árbol. El insolente me dejó colgado de mis palabras, teniendo una prisa tan fingida, que de no haber sido yo también médico me hubiera parecido verdadera.

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VISIÓN VII El Ángel y Túngano comenzaron a descender en el infierno más profundo. Entre las tinieblas se veía una enorme bestia más negra que la oscuridad, con figura de hombre desde los pies hasta la cabeza, salvo que tenía cientos de manos. Todas las uñas eran de hierro, largas como lanzas. La cola estaba llena de aguijones muy agudos para ensartar a los atormentados que yacían encendidos sobre un lecho de hierro que funcionaba como parrilla. Debajo del fuego se escuchaban los gritos de diablos que arrastraban a los innumerables atormentados. Túngano creyó que todas las gentes del mundo, desde que fue formado, estaban allí. La bestia estaba sujeta con cadenas ardientes en todas las coyunturas del cuerpo. Cuando tornaba de una parte a la otra, se podía ver que tenía encendidas las manos y con gran ira, atrapaba a cuantas personas podía alcanzar y las exprimía así como a racimo de uvas. Después las soplaba y las esparcía por diversas partes del infierno. Y si alguna víctima podía huir de sus manos, la apresaba con la cola. “Este es Lucifer —dijo el Ángel— que al comienzo de las criaturas de Dios vivía en los deleites de Paraíso. Si Lucifer estuviese suelto, los cielos, la tierra y aun los abismos temblarían. Muchos diablos de esta 59

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muchedumbre que tú aquí ves fueron ángeles del cielo. Estos otros son los hijos de Adán que pecaron mortalmente y no hicieron penitencia.” Entonces dijo Túngano: “Es espantoso, aquí veo a muchos parientes y hombres de la compañía que yo serví...” El Ángel le contestó: “Alégrate, bienaventurado eres, porque hasta aquí viste las penas de los malos y de ahora en adelante verás la gloria de los buenos.”

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CAPÍTULO VIII Para salir de Villa y Corte era necesaria una persona poderosa que me diese protección; y entre el ir y venir por la galería, vagando por el palacio y las ideas, llegué a la conclusión de que la persona más poderosa que podría ayudarme era el mismo Rey. Esa tarde, mientras le tomaba el pulso, logré que Su Majestad firmara el salvoconducto que me permitiría viajar hasta mi ciudad natal, pues su regia Majestad estaba convencido de que yo allí hallaría mejores yerbas para sanar su melancolía. Quise partir una vez amanecido y me faltaron dos horas de sol para entrar en el camino que se alargaba por la grande agonía y se convertía en el más prolongado de todos mis viajes. No escuchaba los saludos de los arrieros ni de los carreteros, pues me acogió el entretenimiento de leer en el coche una carpeta que trataba sobre cómo evitar el uso de aceite hirviendo para detener la sangre y no pude leer demasiado ya que me entretuve mirando el bosquejo del Hombre Árbol que llevaba entre sus pliegos. Iba tan puesto en que Jeroen era un inmortal, o al menos, uno de esos genios del aire, quienes al ser interrogados durante los exorcismos decían vivir cerca de ochocientos años, que no ponía la imaginación en pensar que era mentira y locura. Entre 61

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aquellos y otros pensamientos semejantes, entré a la ciudad al filo de la medianoche. Estaba Bruselas en un tendido silencio, pues los vecinos dormían a sueño suelto en la noche oscura y cerrada, en la que algunos relámpagos avanzaban desde el monte a hurtadas y sin hacer ruidos. Mas de cuando en cuando, rebuznaba un jumento y maullaban los gatos, cuyos sonidos se acrecentaban en el sepulcro de la noche y todo lo tuve yo por mala señal. Con estas voces y con esta quietud, caminé cinco calles en medio de relámpagos con sus primeros truenos y aguas del cielo; y luego de entrarme en un camino y hacer unos cien pasos, estuve frente a la casa de Brueghel. Le dije al cochero, a los postillones y a los dos mozos de mulas que fuesen a la posada del Sablón. Luego, alcé acaso los ojos y vi que por entre la celosía espesa y apretada de uno de los ventanucos se asomaba una luz y más por temeridad de la tormenta que por valentía llamé a la puerta con grandes golpes. Y en tal punto comienzan los errores de un médico que se transforma en testigo de cosas que apenas podrán ser creídas, y que a pesar de que deberían ser guardadas en secreto, para no pasar por un hombre al que se le han ablandado los cascos y madurado los sesos, narra esas desventuras. Al abrirse la puerta se asomó en capote de sayal Quentin y me recibió con tanta diligencia como cuando 62

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me había despedido en la posada de la calle del Gato. Me llevó apresurándome el paso por escaleras y corredores y me hizo entrar en un taller de pintor que estaba a oscuras y tenía las ventanas sin lienzos ni celosías que daban al oscuro hueco de la noche. Luego iluminó la sala tan pronto que aún no sé cómo hizo para encender, con no vista desenvoltura, lo que en un primer momento creí que eran velas. El idiota, que a todo había estado suspenso y callado, era semejante a esos enfermos a punto de desmayarse de ayuno. Yo, pues, tampoco sabía cómo comenzar a hablar y le entregué sin hacer comentario alguno, creyendo que eso sería una estocada de altanería, el dibujo del Hombre Árbol con la firma de Brueghel. Tardó primero en recogerlo con sus manos manchadas con los colores de un crepúsculo y, luego miró el dibujo levantando sus ojos un par de veces por encima del papel para acometer a los míos. En esa mirada podía divisar aborrecimiento y en ella también encontraba ansiedad. En esto salió de la sala prometiéndome volver pronto pero tardó hasta la impaciencia. Mientras se dilataba la tardanza, me quise entretener, para apaciguar el terrible aprieto y angustia que aquella me causaba, mirando algunos lienzos pintados, mas cuando la ciudad, bajo la apretada lluvia se iluminaba con los relámpagos, éstos se multiplicaban, pues los ventanucos también parecían ser cuadros de 63

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tormentas. Estaba en el más grande de los lienzos, sostenido por un enorme caballete, pintada muy al natural, una batalla fiera y desigual: el Rey, los caballeros, un bufón, un músico, algunas damas y una multitud de plebeyos eran derrotados por un innumerable ejército de toscos esqueletos; algunos usaban de escudos las tapas de los ataúdes y uno de ellos, en el centro del lienzo, montado en un estirado y avellanado caballo arriaba con una guadaña a una multitud hacia un singular y grande sepulcro de madera. En la única esquina donde faltaba aplicar los pigmentos, aparecía como en borrador una osamenta que empuñaba una espada o un hacha e iba a degollar a un hombre arrodillado, con vendas en los ojos y un rosario de cuentas en las manos, mas no había en este bosquejo un hombre desolado y abatido, por el contrario, el aire que había entre el hacha y el tajo era el único sitio del lienzo donde aún discurría una vida entera. Toda la casa estaba en silencio, sólo interrumpido de cuando en cuando por un trueno; las sombras que salpicaban las lumbres de los candeleros colgados por toda la sala, solamente se atizaban con los relámpagos, pues el fuego de aquellas no centelleaba ni con la respiración mía, ni lo había hecho antes con el blando soplo del abrir y cerrar de la puerta cuando salió Quentin de la sala. Y así, con estos tan 64

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reveladores pensamientos, embebecido y transportado del asombro que en ello sentía, y advirtiendo también que la sala no olía ni a cera ni a aceites, alcé los ojos con dilación y pausas, y vi las lámparas sin fuego ni humo que había descrito mi padre; las luces despojadas a las brasas del infierno que habían apagado su alma para siempre. A todo esto pude agregar a mi razonamiento el comentario de un letrado, que no hace mucho tiempo yo me había detenido a escuchar atentamente en la corte, que decía haber leído que el franciscano inglés Roger Bacon había inventado, tres siglos atrás, una extraña máquina de luminiscencia perpetua que no requería de cera. Estando en tan lúcido eslabonamiento de recordaciones, me cayeron en la mente las palabras que Jeroen había dicho en mi casa y habían sido recordadas por mi madre antes de morir, y eran que él tenía más de trescientos años. Bien es verdad que sentí haber caído en los ardides y estratagemas de una secta diabólica; que yo en esa sala era más mortal que nunca y que si no cerraba los dientes, se me saliera el alma por la boca; amén de creer que la misma Muerte saldría del lienzo con su guadaña, montando el caballo finado y me acometería por las espaldas. Y creyendo sin duda que alguien me miraba, volví la cabeza y vi a Quentin alumbrado por las lámparas encendidas con las brasas sempiternas del infierno. Este parecía que desde la 65

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puerta, por donde antes había salido, musitaba o, quizá, era yo quien, ensordecido por el ruido de mis pensamientos, solamente veía abrir y cerrar su boca como si hablara detrás de un vidrio. Luego, mientras me alcanzaba el bosquejo y yo, sin más ni más, lo guardaba entre mis apuntes, me parecía que él murmuraba entre dientes, y como quien sale desde las profundidades de un río a la superficie, logré escuchar algunas palabras confusas, entre las que no se me han caído de la memoria aquellas que decían que el bosquejo era una de las copias hechas por Jeroen que, como muñidor de la cofradía, se los entregaba a sus miembros. Y comenzó a decir, acudiendo a la memoria de un trovador, mas sin la trova de ellos, lo que verá el que leyere mis pliegos, en los que, no hace sino un mes he escrito más largamente el principio y origen de la cofradía, cuyos muchos acontecimientos de grande admiración hacen que tuviera hasta hace poco esta historia por apócrifa, o lo que inmediatamente, por abreviar, contaré corta y sucintamente aquí.

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VISIÓN VIII En aquella hora el Ángel comenzó a sacar a Túngano del infierno. Y viéndose ya libre de aquellas penas, con muy grande alegría dijo: “Soy otro hombre, Ángel: antes era ciego y ahora veo; antes estaba triste y ahora estoy alegre; antes tenía miedo y ahora no.” Y caminaron hasta un jardín delante de un alto muro, donde muchos grupos de hombres y mujeres sufrían tormentas de viento y agua, y estaban hambrientos. El Ángel dijo: “Estos son los que no cumplieron las obras que tenían con los pobres; sufrirán aquí algún tiempo.” Luego, ambos avanzaron hacia el muro y encontraron una puerta que se abrió sola. Entraron y caminaron por un campo florido, con muy buen olor y gran claridad. Sobre el césped holgaban una multitud de hombres y mujeres. Todos se alegraban con la presencia del caballero. Allí había un árbol con frutos de color bermejo muy encendido y hojas que brillaban como espejos verdes. El Ángel dijo: “Aquí moran los buenos que no fueron tan buenos como podían ser. Ellos merecen estar apartados del círculo de los santos y estarán aquí algún tiempo. Y ese es el Árbol de la Vida y los que comen de sus frutos viven por siempre jamás".

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El Bosco, Fragmento del "Infierno Musical" del Jardín de las Delicias.

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CAPÍTULO IX El lector de esta compendiosa historia por lo menos ha de saber que Jeroen y Quentin, hace muchos años, que pasan de trescientos, eran Frailes de la orden de los Hermanos Menores de Oxford. Estaban junto a otros frailes un día, a la hora del Ángelus, en la apartada torre donde se encerraban de día para escribir y de noche para hacer observaciones de astrología y así pintar los puntos de que se componen la esfera celeste y la terrestre, y preparándose para ello, vieron que eran propicios los astros para hacer la experiencia de la cabeza habladora, que fue construida por un fraile nigromante que decía que aquella misma tenía propiedad y virtud de responder con verdades a cuantas cosas le preguntaren. Y pues, aquellos frailes herejes comenzaron queriendo saber cómo entrar al Paraíso terrenal, vencer a los querubines y a las llamas de la espada fulgurante para lograr el fruto de la inmortalidad. La cabeza, con repentina y no esperada respuesta, reveló el intrincado camino por donde se llega al Árbol de la Vida. Y contándome punto por punto este disparate, Quentin lograba calentarme la sangre y el rostro, mas yo fingía que no me conmovía ni incitaba el ánimo; pues me mantuve flemático y con gran remanso; cualquiera que me hubiese visto diría que mi pulso era so71

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segado como el abrir y cerrar de ojos de un penitente. Y luego, durante el tiempo de tres años, decía Quentin, que él y un grupo de frailes habían tenido por ardua y suma empresa esconder los desamparados animales y árboles del paraíso, los cuales con la violenta entrada de los religiosos habían quedado sin protección y con este fin los transportaron hasta cerca de una salida del infierno en un islote del río de Bohemia, cuyo nombre es como si en latín dijésemos “agua que fluye a través de los prados.” Allí, los frailes plantaron los árboles del Paraíso y para no olvidar su ubicación los señalaron cifrados, como si las líneas fueran el curso del río en la música carnal del infierno en la pintura de Jeroen. Pero una secta quiso ofenderlos, y para esto nombraron por su capitán a un valiente soldado llamado Zisca, falto de un ojo y gran hereje. Éste, con una multitud de soldados, se hizo fuerte en la ciudad de Tabor y desde allí con sus taboritas salían y hacían grandes males. Quentin me dijo que allí los frailes junto a gentiles, que decían ser idólatras de nuestro padre Adán y tener el espíritu libre, vivieron por muchos años con la bondad y la inocencia que tenía el hombre antes del Pecado original, hasta que fueron alcanzados y presto abatidos por los hombres del sanguinario ejército de Zisca, quienes querían apoderarse de los árboles del Paraíso. Los frailes que consiguieron huir estaban 72

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esparcidos en grupos pequeños y ocultos con otros nombres en distintas ciudades. Jeroen, por poner un caso, se llamaba Roger Bacon y había tomado primero este nombre y luego el de Pieter Brueghel, un hijo de campesinos que había muerto siendo mancebo. Más tarde tuvieron noticias de que Zisca no había podido encontrar, por desconocer el mensaje cifrado de los lienzos, dónde estaban los árboles plantados y que aún seguían a salvo. Según se cuenta, cuando Zisca fue a hacer las paces con el Emperador de Bohemia, en el camino le dio una landre, que lo mató mientras pedía que desollaran su cuerpo y que la carne y los huesos fueran echados a los perros, y que con su cuero se hiciera un tambor de guerra para espantar con su ruido a los enemigos. De repente vi y noté —sin saber en qué momento y con qué palabras Quentin había terminado de hablar— que él me miraba atentamente, en silencio y esperando respuesta a alguna pregunta que me había hecho. Y no sabiendo qué argüir ni qué hacer, lo primero que hice fue reprocharle el quebrantamiento de la fe y la falta de entrega al Señor Jesucristo y también le dije que seguramente ellos, al aceptar esas herejías y creer en ellas, tendrían una punta de luterano. Yo puedo salvar el cuerpo de los hombres, que es mi suma aspiración y nunca su alma infectada con perfidia y apostasías. Ante 73

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mi advertencia, Quentin dijo que él, aunque tenía los caminos abiertos del Paraíso, siempre procuraba cumplir los diez mandamientos de la ley muy bien guardados a fuerza de mazo y escoplo; y de la misma manera, también lo hacía Jeroen, quien deseaba cristianamente dar a la estampa un libro, que hace mucho tiempo varios autores llevaban componiendo, sobre la cura de la melancolía, bajo la firma de un solo nombre: Demócrito junior. Y añadió diciendo que yo secretamente, como el resto de los médicos que habían ayudado con la cofradía, debía favorecer tal empresa con mi industria y sabiduría, para imprimir presto la obra y, de esta forma, extirpar el oscuro mal. Y, levantando la voz y con gestos arrogantes, prosiguió Quentin diciendo que ni sus palabras ni los infiernos de sus pinturas debían ser condenados al fuego, pues en ellas no sólo ganaban dinero para sustentar la cofradía, sino que también, como yo con mucha agudeza había descubierto en los lienzos de la recámara de la marquesa, a través de las posturas cifradas de los cuerpos se podían comunicar con otros miembros y con las anotaciones secretas en la escritura musical del infierno, encontrar los caminos al Árbol de la Vida, y que gracias a mi sagacidad en ese momento yo podía ver a Bacon o a Bosch o mejor a Brueghel, ya que era conveniente llamarlo por su 74

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último nombre. Y en aquel mismo instante salió por la misma puerta que la vez primera, antes que yo le dijese que no había desentrañado sentido alguno en las posturas plasmadas en aquellos lienzos ni el camino al Paraíso y que tampoco había percibido, hasta ese momento, el orden alfabético de los apelativos de Jeroen que comenzaban con la letra B. De nuevo la tardanza de Quentin fue tortuosa y, al volver, dijo que ya podía visitar al doctor mirabilis, quien yacía en la cama, porque le había aumentado el humor de la melancolía y, aunque pugnaba por levantarse, no acertaba a hacerlo.

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VISIÓN IX Cuando fueron más adelante, Túngano vio a varios de sus conocidos, entre ellos estaban dos reyes, y dijo: “Ángel, explícame esto que veo. ¿Cómo es? ¿Por qué estos dos reyes a quienes yo conozco muy bien y sé que ambos dos fueron muy enemigos y de muy mala vida, cómo vinieron y están aquí en esta gloria?” Y el Ángel le respondió: “Antes de morir hicieron digna penitencia cada uno de ellos. Uno estuvo largo tiempo enfermo y prometió que si viviese y sanase de aquel mal entraría luego en órdenes. Y el otro recordando cuántas malas acciones había hecho, partió y dio en limosna todos sus bienes a los pobres.”

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CAPÍTULO X Luego entramos en el aposento y, a pesar de la estrepitosa voz del bufón insolente que me seguía hablando, los demonios de ese recinto, al igual que el dios pagano lo hizo con Eneas ante las suplicas de Dido, me taparon los oídos para que no oyera más las sandeces que decía Quentin. Y con esta sordez, como la de la muerte, me allegué hasta el enfermo y allí torné a pensar lo que otras muchas veces había considerado sin haberme jamás resuelto en ello, y era que a la mezcla de maldad, embuste y bellaquería que se halla en Satanás, no está separada por un abismo tan profundo de la de Dios, ni que tampoco existen grandes diferencias entre la bondad divina y la diabólica, el verdadero cismático es el hombre, el más malvado de todos los seres, ya sean éstos humanos o no. Y pensando, pues, en estas herejías, rogaba no caer en las manos de los hombres, como deseaba el pastor David; mas esos bárbaros tenían más fiereza que el lobo, y yo ya había quedado preso y enlazado en esa intrincable red de la curiosidad y con tristeza en mi pecho vi que eclipsado por la barba del enfermo, resplandecía el rostro sudoroso y blanco de Jeroen, un rostro más joven aún que el que estaba clavado en mi memoria. Él por esos días también estaba infectado con la misma pestilencia en la 79

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piel que la marquesa, que Quentin y que yo, aún más agravada, pues al correr las mantas pude ver que tenía todo el cuerpo colmado de escamas blancas como un leproso y, además, en el cuello, los hombros y los brazos, grandes trozos de pellejos se le habían caído enteros. Volví a pensar en esa gran pestilencia blanca que nos condenaría a todos, sin embargo, por debajo de aquellas magulladuras, le aparecía una flamante y aún rosada capa de piel, semejando la esperanza de una aurora sin nubes, luego de una noche como ésa, poblada de lluvia, truenos y relámpagos. Miré muy despacio y con atención su melancólico semblante y así pude asegurarme de que su rostro era el mismo del Hombre Árbol, que yo tenía en rasguño y había también visto pintado en el infierno de la recámara de la marquesa. Me mantuve allí, de pie y mohíno, mirando a los dos: a Quentin, con menos y más pequeñas escamas que cuando había estado en Villa y Corte; él seguía moviendo sus labios deprisa y continuamente, a pesar de que yo no oía su voz y también miraba a Jeroen, antes Bacon, ahora Brueghel, siempre el Hombre Árbol, cuyos ojos abiertos estaban baldíos de toda imagen, semejante a un espejo enterrado en la noche. Quería decir algo y no me llegaban las palabras a la boca. Me era necesario decir algo que les diera a en80

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tender que yo, como ellos, soy más saturnino que jovial y que la duradera agonía de Jeroen me traía a la memoria la triste recordación de mis terribles aprietos y angustias que no me dejaba dormir por las noches. Que no consigo un momento tranquilo para hallar una receta que acierte en mudar los humores negros, amargos, fríos, secos y espesos en humores cálidos, dulces, templados y rojos para criar en el corazón vapores más sutiles y fortalecer los espíritus vitales, que son los lazos entre el cuerpo y el alma. Y estando en estos pensamientos, me hallé inclinado sobre el catre, tomándole el pulso a Jeroen, en cuyos ojos veía, al estar cerca mayor profundidad; eran dos pozos en cuyos oscuros fondos brillaba, como agua de azabache, el humor de la melancolía.

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VISIÓN X El Ángel y Túngano yendo como iban por el purgatorio se hallaron ante un palacio muy honrado. Era un gran edificio con hechura de oro y de plata, con remates en piedras preciosas. Tenía muchas e infinitas puertas que resplandecían como el sol. Y por cuantas puertas uno quisiera entrar se podía, por esto todos cuantos llegaban hasta allí dejaban de contemplar el edificio por querer entrar deprisa. Y era este palacio muy ancho y redondo, sostenido por columnas. El suelo también era de oro y de piedras preciosas. Túngano, mientras se deleitaba mirando cómo estaba obrada aquella tan gran hermosura y nobleza, pudo ver sentado en una silla a un Rey muy bien vestido, con tales vestiduras que nunca hasta entonces otras semejantes había visto. También veía cómo deambulaban ante el rey muchos hombres que le ofrecían doblas doradas y a sacerdotes con sus vestiduras muy nobles que traían en las manos cálices de oro y de plata y arquetas de reliquias que ponían sobre tablas ornamentadas. Era aquel palacio tan honrado, tan hermoso y tan glorioso, que casi mayor gloria en el reino de Dios no hay. Y cuantos llegaban al Rey, todos se servían de hinojos en tierra delante de él, recitando un verso del salterio que dice así: “Del trabajo de tus manos co83

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merás, y serás bienaventurado, y tendrás siempre gloria.” Entonces dijo Túngano: “Te ruego, Ángel, que me digas ¿qué sucede que de tantos que sirven a este Rey, que es mi señor, no veo aquí a ninguno de aquellos que le servían cuando estaba vivo?” El Ángel le respondió: “Tú sabrás que no está aquí ninguno de los suyos que le servían en el mundo; éstos son aquellos a quienes dio sus bienes y limosnas y por ellos recibe tamaña honra y gloria. Pero sufrió y sufrirá. Mas espera un poco y verás su pena.” Y así, a deshora, se hizo el palacio muy oscuro y negro. Entonces se entristecieron cuantos estaban en el lugar y el Rey se puso muy turbado y triste, tanto que llorando se levantó de aquella silla y salió. La compañía que lo servía, a quien él había hecho limosnas, abrían sus manos y las alzaban al cielo y rogaban por él. Entonces Túngano vio cómo el Rey yacía en el fuego hasta el ombligo y arriba vestía cilicio. Entonces el Ángel le dijo: “Porque hizo adulterio viste cilicio y porque hizo matar a un conde está en aquel fuego hasta el ombligo.”

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CAPÍTULO XI Acercando mi oreja a la boca de Jeroen para oír sus respiros, este soltó una voz enferma y lastimada, y en medio de jadeos y dolorosos suspiros me habló en un buen latín continuado, diciéndome que yo debía seguir examinando el interior de los hombres y no de los cadáveres, pues al ser éstos abandonados por los demonios, ellos son el origen de la melancolía. Y luego añadió que era necesario curar de la única enfermedad que nos podía hacer agonizar, mas no dijo que provocara la muerte. Le pregunté en romance por qué concertó con Quentin que me enviase a llamar tan deprisa. Me respondió en latín que yo debía confirmar, con mis propias manos y mis mismos ojos, las muchas veras de sus dolencias; también me dijo que siempre hay esperanzas y aún hay vida entre el hacha y el tajo. Su voz, poco a poco, se fue perdiendo en un letargo profundo; su desmayado aliento sonaba en mis oídos como un fuelle para el fuego y, al final de cada respiro, se entreoía, a manera de aquello que causaría si saliese del fondo de una cueva un chirrido de pájaros o música de chirimías y, mezclado con ello, dejaba huir una o dos palabras por cada vez, de las que aún hasta ahora solamente me han quedado en la memoria: Pater tuus, ultimum, fructum, gratificari y filio. Y, así, preso de sus 85

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pausas y dilación al hablar y prestando atento oído a si acertaba o no a agregar alguna palabra más, me quedé cerca de él, aunque a mí me pareció que era necesario respirar otro aire y pensaba que en ese aposento cerrado la pestilencia andaba muy común allí y yo me guardaba cuanto podía de ella, para que no se infectara mi cuerpo. Afuera una lluvia digna de la furia de Júpiter, preñada de relámpagos y truenos, caía sobre nuestra viciosa Edad de Bronce, sin embargo no dudé en despedirme y prometí a Jeroen regresar pronto con una medicina; además le dije que me parecía muy bien su parecer, y que tomaría su consejo de abrir cuerpos con vida. Y, a pesar de que Jeroen parecía desmayado pude advertir que mis palabras le latieron en las sombras de sus sienes. Cuando salí del aposento le dije a Quentin que la salud del señor Bosch me causaba tanta aflicción como la que había sentido mi padre por ella. No sé si por cortesía o por semejar gracioso, el mentecato me dijo que a esa hora no creía que navegara Noé con su arca hasta ese puerto para embarcarme y me convidó a pasar allí las horas de la noche. Yo le respondí turbado y deprisa, temeroso de no hallar con presta ligereza una excusa creíble, que iba a hospedarme en la casa de unos antiguos amigos que tenían noticias de mi llegada y me 86

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esperaban. Quise así con esta mentira, cerrar toda nuestra conversación. Mientras yo estaba envuelto por las aguas del cielo, él añadió diciendo que a pesar de las grandes diferencias que había entre la ciencia de él y la mía, yo era bienvenido a esa casa; y que además con haber conocido a mi padre, que lo tenían a gran felicidad, habían granjeado tres cosas; la primera, haber sabido que sin armas ni padres nuestros, con el sólo oficio de la medicina se debe pelear en singular batalla contra el enemigo antiguo, la causa principal de todas las melancolías. La segunda, entender y confirmar la natural inclinación que tiene un padre a amar a su hijo, semejante a la comadreja, ya que mi apellido toma el nombre de este animal, que con yerbas resucita a su cría muerta, y la tercera, haber conocido que se puede tener confianza en mi familia, ya que mi padre había mantenido en secreto la existencia del doctor mirabilis. Quentin se quedó a la puerta, encuadrado por ella, sin decir más palabras, quieto y alumbrado por las lámparas sin fuego de la sala, como un retrato del demonio. En ese lugar y a esa hora, yo no podía ni debía de ser provechoso en nada, pues, como ya había dicho esa noche, mi oficio nunca podría salvar las almas, sino los cuerpos que, como dijo un amigo, no hay que tenerlos en tanta estima como los tiene el vulgo, pues son 87

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vacíos, flojos y como sombras al declinar de la tarde: grandes, pero de ningún provecho y prestos a desvanecerse.

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VISIÓN XI El Ángel y el caballero fueron un poco más adelante hasta que se toparon con un muro de altura descomunal y resplandeciente de oro y de plata. Cuando Túngano miró a una de las numerosas puertas, él y el Ángel, sin haberse movido, se hallaron adentro. Entonces pudo ver a su alrededor a varios grupos de hombres y mujeres con hermosas y nobles vestiduras cantando muy suave. Todos allí estaban alegres y los sones de sus cantares sobraban sobre los otros dulzores y cantos e instrumentos del mundo. El reluciente campo estaba como pintado al óleo y su aroma era mejor que todos los olores y especias que existen sobre la tierra. Entonces dijo Túngano: “Te ruego, Ángel, si te place, que holguemos aquí en esta anchura tan buena.” El Ángel respondió: “Aunque estas glorias que has visto te parecen tan grandes, aun verás mayores. Aquí están los que fueron buenos esposos y vivieron lealmente cumpliendo siempre las obras de misericordia y dando de sus bienes limosnas a los pobres. Ahora conviene que vayamos adelante y verás muchas cosas más nobles que éstas.” Y así cuando iban caminando pasaban por delante de compañías de hombres y mujeres, que inclinaban 89

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sus cabezas y recibían al caballero Túngano con mucha honra y alegría y lo saludaban por su nombre.

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CAPÍTULO XII Bien se acordará el que hubiese escuchado esta historia digna de un apotegma, que un poco más de diez años hace que un viejo maestro de muy burlesco y desenfadado ingenio, en su refutación a mis escritos contra la anatomía de Galeno, trastrocó mi apellido, mudando en las socarronas redomas de sus ablandados y madurados sesos, la figura de la comadreja en la de un loco furioso, pues no me llamó Vesalio, sino Vesánico. Debo confesar que nunca había tenido por verdad la burlona sentencia de mi maestro hasta aquella noche, en la cual caminaba triste y colérico por las calles de Bruselas, envuelto de arriba abajo, ora por el transparente elemento enviado por Neptuno, ora por las enturbiadas aguas de los techos, cayendo de bruces en el barrizal, tantas veces como fue posible levantarme del suelo, para al fin llegar metamorfoseado en un renacuajo a la posada donde me aguardaban los hombres que me habían acompañado hasta la ciudad. Esa mala noche, estando despierto y desvelado, me vino a la mente la fábula apóloga donde la víbora fue enviada por Dios al Paraíso terrenal para informar a nuestros primeros padres de que debían comer los frutos del Árbol de la Vida y comiéndolos ellos serían inmortales. La ponzoñosa mensajera encontró a nuestra 91

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madre Eva y la engañó diciéndole que si deseaban ser eternos como Dios debían comer del Árbol de la Ciencia del Bien y del Mal. Luego la víbora encontró el Árbol de la Vida y comió uno de sus frutos; así, pues, las víboras viven hasta que se las mata. Y, en medio de sueños, me encajó en la imaginación que Jeroen muda su piel para mantenerse joven, como cuenta Plinio de las serpientes. Al día siguiente, al amanecer, con el sol entre nubes cubierto, con luz escasa y templados rayos tomamos el camino de vuelta a Villa y Corte sin la pesadumbre de la lluvia.

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VISIÓN XII El Ángel y Túngano siguieron caminando, hasta que apareció otro muro precioso, en cuyo interior había muchas villas de oro y de plata y de piedras preciosas, ornadas con paño y seda. En ellas habitaban muchos hombres, mujeres y niños con hermosas vestiduras y con cabellos de oro. Todos tenían colocadas coronas brillantes y la cara de cada uno resplandecía como el sol. Frente a ellas tenían atriles de oro, y sobre ellos habían puestos libros con letras coloradas. Y cuando Túngano los vio olvidó todas las otras cosas que antes había visto. Entonces dijo: “Te ruego, Ángel, que me digas ¿para quiénes es esta gloria?” Respondió el Ángel: “Esta gloria es de los que recibieron martirio y también para los que vivieron siempre en castidad y, aunque no fueron vírgenes, siempre vivieron castamente y por esto recibieron esta dicha como ves.” El caballero divisó castillos majestuosos por todas partes y tiendas de seda, de púrpura, de escarlata, de oro y de plata compuestas a maravilla. En el coro vio órganos y salterios, vihuelas y guitarras y otros diferentes instrumentos que hacían sones asombrosos. Entonces dijo Túngano: “Te ruego, Ángel, que me digas ¿estas tiendas de quiénes son?” El Ángel le respondió: “Estas tiendas son de los que vivieron siempre en or93

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den y obedecían y sufrían muchas penas, y dieron siempre muchos loores, y por eso moran en este lugar tan noble y están en esta gloria y para siempre estarán alabando y loando.” Entonces dijo Túngano: “Ángel, si te pluguiese, querría aquí holgar para conocer a aquellos que están dentro, que seguro entre ellos estará mi hijo, que tendré gran gozo de ver.” Y el Ángel dijo: “Me Place que los veas, pero no entrarás, estos están siempre en presencia de la Santa Trinidad. Ves que quien allá entra nunca de allí sale, salvo si es virgen que merezca compañía más alta con los ángeles. Mas andemos que otras cosas verás.”

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CAPÍTULO XIII En los días siguientes de oír las palabras de Jeroen, con suma locura y ceguera, concebí la desventurada y ardua empresa de precisar en qué parte de la fábrica del cuerpo humano se elabora la melancolía; y así determiné, bajo pena de caer en la desgracia de la hoguera, hallar por mi cuenta los cuerpos que debería abrir con sus almas aún adentro. Al principio había pensado en retirar, con algún pretexto, moribundos del Hospital de la Corte y las excusas no caían en mi mente y, a vueltas de esto, me era necesario que los hombres, a los cuales les abriría el pecho de arriba abajo, no debieran quejarse de la herida, aunque se le salgan las tripas por ella; y los enfermos del hospital eran harto quejosos, cuyos gemidos, quejas y endechas menoscababan los lamentos del desconsolado Jeremías. Esto puso en desbandada mis esperanzas, y tuve por mejor que el cielo me hubiese puesto aquel gran impedimento y los inescrutables hados, sin más ni más, pusieron ante mis ojos los pliegos que trataban sobre cómo evitar el uso de aceite hirviendo para detener la sangre, los mismos que había llevado conmigo en el viaje a Bruselas y los que quizá hubiese embarrado cuando, teniendo cegados los ojos del entendimiento, salí de la casa de Jeroen. Y estando en la empresa de querer limpiar los pliegos emplasta95

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dos con lodo, encontré entre ellos la estampa del serenísimo Hombre Árbol. No podía dar crédito a la verdad que mis ojos estaban mirando, al haber encontrado lo que tan pronto ya no requería buscar; al volver a ver el bosquejo inmediatamente de una sola vez desentrañé el sentido de la entereza del Hombre Árbol, ya que su mirada era impasible a pesar de que tenía el cuerpo abierto, sin ungüentos ni vendas, y aun más, con una taberna cavada entre ambas posaderas. De modo semejante a como yo había visto salir de las puertas de las tabernas y figones de Villa y Corte a borrachos extranjeros, que caminaban bamboleándose hasta caer en el suelo tan desmayados que ni el desaforado golpe de la caída, ni los tropiezos y puntapiés de los caminantes, ni aun los mordiscos de los perros, los despertaran antes de pasadas unas dos horas de haber perdido el conocimiento. Y así, sin dejar de mirar el bosquejo, conjeturé que estos borrachos me eran necesarios para hallar los demonios de la melancolía atajados en el cuerpo humano y, además, a aquellos pronto nadie los tendría en la memoria y, por el mismo consiguiente, nunca serían buscados.

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VISIÓN XIII Y cuando fueron adelante Túngano descubrió numerosos grupos de religiosos y religiosas que tenían el mismo brillo que el sol. Las voces, la alegría y el dulzor de los cantos y sones que hacían y sonaban eran tales y tan grandes que sobrepujaban a todos los otros muy altos y maravillosos tonos de melodía e instrumentos que antes había escuchado. Todos los elegidos que allí estaban cantando no movían sus labios ni tartamudeaban en su cantar, ni hacían cosa alguna que no fuera deletrear muy armoniosamente. En el lugar había redomas de oro, vasos y campanillas colgadas y tenían libros en tan grande cantidad, tan hermosos y tan ricamente obrados, que no hay hombre que pudiese describirlo. Entre las personas andaban muchos ángeles velando y cantando nobles sones de gran alegría. Por todo esto que Túngano veía quería holgar allí. Pero el Ángel le señaló un lugar y le dijo: “Mira.” Entonces el caballero miró y vio un árbol muy grande, lleno de flores y de hojas, con diversas frutas de distintos colores. Y las personas que holgaban allí abajo, entre lirios, rosas y variadas yerbas que daban mucho olor, decían muy maravillosos cantares. Debajo de aquel árbol moraban grupos de hombres y mujeres. Sus asentamientos eran en sillas de oro y de marfil. Aquí 97

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también todas las personas tenían coronas de oro en las cabezas y en sus manos cidras muy hermosas. El Ángel le dijo a Túngano: “Este árbol como ves tiene la figura de la Iglesia. Los que moran bajo su sombra son los que dejaron el mal camino y siguieron el bueno. Y por eso reciben esta honra y esta gloria y alegría. Vamos más adelante.”

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El Bosco. El Jardín de las delicias. (El Infierno musical). Madrid, Museo del Prado. 99

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CAPÍTULO XIV Cada anochecer salía de la corte, diciéndole a la guardia que debía visitar a un enfermo y ellos creían que yo visitaba a menudo y muy secretamente a alguna dama con la que tenía un amor lascivo y deshonesto pues iba sin hábito de médico. Y al salir hacía un extraño rodeo por calles y callejuelas y, regresando cerca de la Corte, entraba a una oscura taberna donde yo, entre gente plebeya y humilde, era parte del vulgo. Bebía todos los días, como tenía por costumbre, un cuartillo del blanco de Sant Martin, que andado poco a poco el tiempo ya no necesitaba pedirlo y, por otra parte, el tabernero había dejado de llevarse a la boca mis monedas para hincarles el diente, a ver si se doblaban como las falsas. Este hombre tenía como empleado a un muchacho corpulento, tonto y muy receloso, lleno de sospecha y además un costal de malicias con los borrachos que acrecentaban la deuda más que el dinero que llevaban en el bolsillo. Un día con un estanco de nubes negras en el cielo y en el aire un frío grandísimo, comenzó a anochecer a deshora, un poco más adelante del crepúsculo, y llegué a la taberna apresurado, con el aliento corto y la cabeza envuelta en mi mismo vaho, cuando el muchacho y su patrón estaban intentando sacar a un borracho seco y amojamado, que no parecía 101

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sino hecho de carne momia. Entre ambos lo llevaban en volandas por el aire como perro por carnestolendas, porque había dicho en lengua melindrosa que iba en camino de Santiago y que los ladrones que le habían robado el dinero para poder pagar la deuda habían estado en la taberna y ya se habían ido. Y estando en esto yo le dije al patrón que pagaría de bonísima gana el vino que había bebido el peregrino, con condición que le dejasen sentar conmigo para conversar en su romance y sin más ni más saqué dos escudos que brillaron en los ojos húmedos del tabernero, como soles en el mar y aquellos fueron pacto tácito o expreso, como quieran verlo. El peregrino me dijo llamarse Túngano; recitaba en su lengua y volvía las palabras y conceptos al español, envuelto en sollozos y lastimeras quejas, unos versos compuestos al nocturno umbral de la puerta y a las perlas de los negros ojos de su amada Fiona, quien parecía haber sido arrebatada por un invencible y ruin caballero apellidado Básdub. Le dije que podría hospedarse en palacio y él me agradeció. Ahora en este punto, no en aquel momento, me ha caído a la memoria que el porquero Eumeo hospedó a un mendigo, sin saber que en realidad era Ulises, su amo, a quien Atenea había transformado en un anciano de piel arrugada con ropas descosidas y sucias, como lo pinta Homero. Vestidos de gente plebeya y 102

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humilde suelen ocultarse los dioses y los reyes. No sé por qué me vienen a la mente estos enredos. Había algo extraño en su pobreza que me había hecho recordar a los falsos pobres y veía alejado mi objeto y fin de investigar la melancolía en los seres vivos, ya que sin certidumbre ni fundamento alguno empecé a dudar en el propósito de examinar las vísceras de los endemoniados; sin embargo, el tufo y olor harto a piedra azufre que salía de la ropa del peregrino me inclinaban a seguir con mi oficio sabiendo que los demonios, según se dice, todos huelen de esta forma. Y además, tenía por cierto que Túngano era endemoniado y atormentado por una caterva de espíritus malignos. No podía detenerme, las precisas obligaciones de mi profesión no me dejaban que el corazón se me ablandara. Fue tan grande el desatino y el desconcierto que de repente me cayó, que parecía que yo era el borracho y no el peregrino. Es conocido el refrán que dice que “el vino no trae bragas ni de paño ni de lino”, y es verdad que el que ha bebido no sabe guardar secreto, por esto de repente Túngano con el rostro encendido dijo: “Quisiera tener aliento para poder hablar un poco descansado y que la mezcla y confusión que tengo se aplacara tanto cuanto sea necesario para dar a entender el dolor que me atraviesa. Soy caballero y poeta, ésta una enfermedad incurable y pegadiza, y poseo un alma que no es 103

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mía; es un alma en pena dentro de mi cuerpo, el alma en pena de un hombre que alguna vez se llamó Marcos, y que nació en Ratisbona y vivió en Cashel, mi castillo en la roca. Y esa alma hace tiempo tuvo un sueño como esos sueños contados por hombres despiertos o, por mejor decir, medio dormidos. Un sueño que se repite. La hermosa Fiona habitaba mis sueños y la amaba a ella más que a mis ojos, y luego de casarme con ella tuve un hermoso niño de nombre Cillian. Cuando uno ama no se posee sólo lo amado sino también el temor de perderlo. Y así fue: entró en nuestro pueblo la pestilencia muy enojada y comenzó a diezmarnos de tal manera, que de cuatro partes murieron las tres, y yo fui herido entre ellos, pero fue Dios quien quiso que quedase. Nunca había visto pestilencia tan aguda como ésa. Cuando viene la seca, es muy pestilencial; por maravilla escapa el hombre. Estaba yo herido en una pierna, y me hice sacar dos libras de sangre de una vez, abiertos juntamente ambos brazos, y me purgué sin tomar jarabe, y estuve cincuenta días malo en la cama. Tuve miedo de morir y dejar a mi niño de tan sólo siete años desamparado y que pronto se olvidara de mí, como yo nunca recordé a mi padre. Estando muy malo, dos meses que estaba en hoy me muero, más mañana; y ya había corrido todos los protomédicos y médicos del pueblo y no mejoraba. Y yo estaba tan metido en el 104

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mundo que nunca tenía en mente ni recordaba a nuestro Señor Jesucristo, ni pensaba jamás en ir a la iglesia, ni dar a los pobres por Dios, ni los podía ver ante mí. Entonces le imploré a Dios que me sanara, y cada día estaba más enfermo y una mañana vino a verme un nigromántico que sanaba por palabras y como Dios no me escuchaba, hice pacto con él y cumplió con mi pedido, y engañándome porque lo había traído el diablo. Me permitió sanar y dos meses más le dio de vida a mi Fiona y, luego, no confortándose con mi mujer enfermó a Cillian. Para sanar a mi hijo teníamos que conseguir un cardo de Lorena, cuyas virtudes eran tales que durante una pestilencia donde todos morían como chinches, el médico que atendía a mi hijo se preservó a sí y a su casa, con el uso de la raíz de este cardo molida y bebida con vino. Uno de los míos viajó a la ciudad de Lorena mientras yo veía cómo lo sangraban y purgaban. Su carita estaba todo el día mojada por el sudor de la fiebre. Le palpaba la calurosa y ardiente frente y le ponía paños con agua fría. Cillian hablaba y lloraba mucho desde que enfermó hasta que una tarde de otoño inclinó la cabeza y comenzó a desvanecerse la esperanza. Dormido, su rostro se hundió en el fondo del sueño. Cuando llegaron de Lorena con el cardo, su cuerpo era un montón de huesecillos y mi alma una bolsa de angustias. Y con cada día que fue pasando desde aquel 105

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día hasta hoy, he olvidado el rostro de mi pequeño Cillian. Maldije y sigo maldiciendo a Dios por llevarse a mi hijo y, también, a su recuerdo.” Y mientras Túngano dijo estas blasfemias en desacato de la providencia y eterna sabiduría de Nuestro Señor Dios, ya había bebido de su propia calabaza bermeja casi cuatro litros de vino tinto; y allí fue por donde vine a conocer ser verdad aquel adagio que suelen decir las viejas hilando sus ruecas tras el fuego, que cántaro que mucho va a la fuente o deja el asa o la frente, puesto que Túngano dejó la suya contra la rústica mesa. Luego pagué todo lo bebido al tabernero, que semejaba boticario pues el vino me costó a precio de medicina; y le dije que me era útil el peregrino como intérprete de unos mozos venidos de Irlanda. El patrón, quizás porque era tarde y hora de cerrar, no hizo sino callar y encoger los hombros y entregarme el bordón con el que el peregrino se defendía por los caminos de lobos y perros y le servía de apoyo, una esportilla con papeles y la calabaza con vino, y saqué al peregrino del lugar asiéndolo por los sobacos y arrastrando sus pies. Luego, en mitad de la calle, no con poco trabajo, lo puse sobre la vieja mula como un costal de trigo. Todo esto ante la mirada mustia de un perro que seguro había sido cogido en el camino por el peregrino y que nos acompañó meneando la cola, y en silencio, desde la 106

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puerta de la taberna hasta el palacio. Y estando allí di voces para que viniese un mozo de oficio, quien acudió pronto y me ayudó a bajar de la mula a Túngano y, poniéndolo sobre sus hombros siguió mi camino hasta la sala donde yo, con la aprobación y licencia del Rey, ejercitaba el oficio de médico anatómico. Le mandé al mozo que cerrase las ventanas de la sala y que saliese de esta habitación, dejándome solo con el peregrino, a quien yo debía curar.

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VISIÓN XIV Más adelante encontraron otro muro que era incomparable y diferente a todos tanto en hermosuras como en claridad. Estaba decorado con piedras de zafiros, esmeraldas, rubíes, jacintos, jaspes, diamantes, cristales y de otras tantas piedras preciosas. Cuando se acercaron, Túngano vio tantas y tan grandes maravillas que no hay corazón de hombre en el mundo que lo pudiese imaginar. Allí vio las órdenes de ángeles, de arcángeles, de virtudes, de dominaciones, de potestades, de tronos, de querubines y de serafines. Todos estos coros cantaban un verso del salterio que dice: “Escucha hija y hayas cuidado de las cosas de tu padre y de tu pueblo porque el Señor codició tu hermosura.” Y vio otras muchas cosas que conocía claramente sin preguntar nada. Allí llegó San Ruadan confesor y dijo: “Dios cuide tu entrada y tu salida de este lugar por siempre. Sepas que yo soy San Ruadan, tu patrono, y por derecho debes ser sepultado en nuestro monasterio. Y aquí no dejaremos que te entierren.” Y luego llegó San Patricio, obispo apostólico del pueblo de Irlanda, con cuatro obispos que Túngano conocía bien. Uno, al que le decían Malaquías, quien, de cuantas cosas podía tener, todas las daba a los pobres. Este dejó quinientas y cuatro congregaciones de reli109

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giosas y a todas las proveía de todo aquello que necesitaban, y junto a estos cuatro obispos vio una silla catedral muy honrada en que no estaba ninguna persona, y dijo Túngano a Malaquías: “Dime, señor, ¿tuya es esta cátedra que aquí está vacía?” y Malaquías le contestó: “Esta cátedra es de un compañero que aun no ha muerto; y está aparejada para cuando él muera.” El Ángel y Túngano siguieron su camino.

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El Bosco. El Peregrino y la taberna Rótterdam, Museum Boymans-van Beuningen

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CAPÍTULO XV Lo primero que hice fue esconder en los cajones de un bargueño la esportilla, el sombrero, la calabaza y otras pertenencias de Túngano. Luego lo acosté en una mesa donde solía hacer anatomía a los cadáveres. Le saqué con cuidado la esclavina del cuello y la deshilachada y maloliente estameña, lo hice con premura porque durante el tiempo que duró la derrota del palacio varias veces vi y columbré al peregrino recobrarse de su desmayo. Por esto saqué de un cajón una lanceta y traté pronto de cortar continuamente y deprisa. Cuando iba a atarle las muñecas en la cama abrió pausadamente sus ojos. Si nuestras vidas son los ríos que van a dar en el mar que es el morir, río caudaloso y con más velocidad que una saeta y que baja como culebra desde la cima de una montaña, aquel instante fue un remanso donde las aguas se detuvieron y pude ver toda mi vida hacia atrás: desde aquel niño descendiendo velozmente en un tonel hasta las aguas estancadas en los ojos algo llorosos y manantiales del peregrino que me miraban. Me detuve con la lanceta a punto de hacer el primer corte. El peregrino apenas levantó su cabeza como un crucificado cansado y rendido, miró con parsimonia su cuerpo casi desnudo, con calzas y en cueros, luego 113

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escudriñó la sala. Intentó decir algo y apenas balbuceaba con la respiración ahogada. Tuvo una extraña convulsión y con la cabeza echada sobre uno de sus hombros vomitó de distintos colores a la manera que, según cuenta Cornelius Gemma, vomitan los hombres atormentados por espíritus malignos. Yo estaba atento ya que las ansias y agitación del vómito le dieron un sudor copiosísimo y en esos casos ni tres hombres pueden contener a los endemoniados, quienes suelen purgar anguilas vivas de un pie y medio de largo, vomitar unas veinte y cuatro libras de todos los colores, y después expulsar grandes bolas de pelo, pedazos de madera, estiércol de paloma y de gallina, pergamino, vidrio, trozos de carbón y piedras más grandes que una nuez con inscripciones. El peregrino quiso hablar y se le pegó la voz a la garganta, quedó lánguida en extremo, con todo, se esforzó lo más que pudo; entonces le dieron más ansias y nauseas con sudores y desmayos al punto que yo pensé bien y verdaderamente que era llegada su última hora. Y cerró los ojos como cuando la muerte los cierra. Yacía de tal manera que pensé que estaba muerto, y lo hubiera enterrado, sino era por un poco caliente que le hallé en la parte izquierda del pecho. Decidí no hacer nada porque parecía una señal ajena a la medicina. Y así pasando unas horas sin que él despertara de114

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cidí descansar. Cuando volví a verlo comprobé que el calor de su pecho no se apagaba, así pasaron dos noches más. Al tercer día comenzó a despertar y cuando le vi los ojos empecé a maravillarme y espantar: él se sacudió como quien sale del agua y empezó a dar muchas gracias a nuestro señor Dios y a maldecir los infiernos. De inmediato se hundió en la espesura del sueño, profundamente de nuevo. Yo he leído que “los minerales son el alimento de las plantas, las plantas de los animales, los animales de los hombres y los hombre de los demonios” y pensé que los diablos se estaban alimentando del cuerpo de Túngano, y que en esto no podía haber error; parecía opinión verdadera. Y desde la profundidad de su sueño escuché voces, murmullos que salían de sus entrañas. Me quedé quieto, esperando si otra alguna cosa oía; y viendo que duraba algún tanto el silencio, determiné acercarme más al peregrino y ahí mismo empecé a sentir crujir de dientes y aullidos que venían desde las tripas de su cuerpo y como dice Pratensis, con tan buenas razones, con tan graves sentencias y tan llenas de elocución y alteza de estilo: “el demonio se acuesta astutamente en los intestinos de los melancólicos, donde se posan y se deleitan, para infectar nuestra salud y aterrorizar nuestras almas con sueños terribles y sacudir nuestras mentes con furia.” También Lemnio aseguraba que “los demonios se in115

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sertan en los humores depravados” y nunca aparecen si es que no pretenden el mal del hombre y bailan y festejan la muerte de un pecador. Entonces entendí que Túngano no desvariaba, sino que los súcubos habitaban su cuerpo. Los demonios le trastornaban los sentidos y lo engañaban con visiones infernales y falsos paraísos. Y cuando Túngano ya estaba hundido en el más pesado sueño de sepultura no tuve ninguna duda de abrirlo para encontrarme con las catervas terribles que lo habitaban y no lo dejaban descansar. Lo até a la mesa, tomé la arqueta y actué con tanta prisa y de continuo que estuvo abierto el cuero desde el cuello hasta debajo del ombligo de un tirón. Y en este punto estaba cuando volvió a abrir los ojos y alzó la cabeza y, mirando su cuerpo desnudo y sangrante, sin decir agua va, cayó desmayado de nuevo. Le tenté la muñeca para mirar el pulso y vi que se le comenzaban a acobardar y se le iba mucha sangre, que bañaba todo el cuerpo y no me dejaba ver las entrañas; y por esto comencé a cortar impaciente y ciego los músculos de los miembros nutritivos. Toda la tabla y alrededor de la mesa, los zapatos y los brazos hasta los codos estaban humedecidos y rojos, y sentía el olor de aquel viejo vino evaporar de las tripas. Todo esto era un extraño y desconcertado sentimiento; pero más desconcierto y extrañeza me provocó cuando terminé de cortar los miembros espiri116

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tuales: el corazón, como perro temeroso y acobardado, dejó de dar latidos y el enjuto rostro se desembarazó de vida. Luego, yo tenía inclinada la cabeza sobre su cuerpo, cuando sentí que su calurosa alma se desprendió, levantó y traspasó mi pecho mezclándose con la mía. Y cerrando los ojos me quedé atónito y en suspenso, cayéndome en la mente un amanecer en el atalaya de Cashel, en Irlanda, donde yo nunca había ido y la pesadumbre de una larga ausencia de mujer, y junto a ella me vino a la memoria el nombre Fiona, viéndolo salir de la pluma con vuelo oscuro, hasta juntarse con una bandada de versos, notados de un pensamiento que no era el mío. También vi a un niño que se acercaba en las penumbras y que me decía: “Padre, no huyas, soy tu hijo Cillian”, y esa visión se desvaneció cuando iba a ver su rostro; vi en rápidas y fugaces imágenes el infierno, el purgatorio y el Paraíso. Estando en estas ajenas y melancólicas recordaciones también llegaban las mías, confundiéndose ambas en mi mente, mudado y trocado en un Jano de dos almas, una miraba hacia atrás a Cillian y la otra hacia adelante a mi vida. Y luego de estos raros sucesos yo no sabía si su alma se había escondido en algún rincón de mi cuerpo sin proseguir la derrota del reino de las sombras o se había marchado, y en ese momento me sentí libre de sus recordaciones. Volviendo a cobrar mis sentidos, bus117

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qué los demonios del aire que fabrican la bilis negra, hurgando y tentando con mis dedos entre el cuerpo baldío, en su taberna vacía. Y estando en esto encontré en el espejo de sangre aún templada que se había estancado sobre la mesa, al demonio que buscaba, el único diablo que aún estaba con vida en aquella sala. Acá le miré de hurto a los ojos, y allá él de la misma manera miró los míos, y en aquel instante se representó bien y fielmente en la sangre el rostro del único demonio que yo había visto en los cuarenta y ocho años de mi vida detrás de los espejos. Por estas visiones me vi puesto en grandísimo y temeroso desasosiego, y para exorcizar la sala y mi cuerpo, pronto puse el cadáver en un ataúd, limpié la mesa, lavé mis manos y me sentí inocente de esa sangre, como vosotros veréis. En fin, yo salí a la calle para que el viento me despojase del turbado sueño y que con este refrigerio se apagara el fuego de mis ojos, ya no podría demostrar que en cada hombre se esconde un Adán antes de perder la Inocencia. Y en esto oí en la puerta del palacio los ladridos y aullidos del perro de Túngano. Cuando comencé a caminar, me siguió unas cinco calles. Y en este punto concluye mi más guardado secreto, el cual ya está escrito y no pienso borrar ni deshacerlo; lo que he escrito, escrito está.

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VISIÓN XV Cuando Túngano estaba en tan gran deleite por todas aquellas cosas que veía y había visto, el Ángel le dijo: “Ahora conviene que regreses al cuerpo y allá contarás todas estas cosas que has visto, para que los hombres no tengan que padecer en estas penas tan malas que has presenciado.” Y cuando todo esto oyó, sintió un gran pesar y gran dolor porque debía regresar al mundo. No vio nada del camino de regreso, salvo cuando se halló en el cuerpo y abrió los ojos.

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CAPÍTULO XVI En aquellos días, aparecieron de nuevo las visiones durante el sueño y la vigilia, acompañadas siempre con fiebres y sudores por todo el cuerpo. Hubo largos días y largas noches en los que no supe si estaba dormido o despierto. Me ha sucedido lo mismo mientras escribo estas hojas, he aparecido por momento recostado en cualquier rincón del barco, aturdido, y sin saber ni cómo ni cuándo he seguido escribiendo. Aparecen en mis manos estos papeles que contienen, escrito con mi letra, el relato de ángeles y demonios. Releo las visiones del infierno y del Paraíso y no dudo de que el alma de Túngano ha quedado atrapada en mi cuerpo durante la disección de su cuerpo con vida en el Palacio. No sé yo cómo es posible que los sucesos de esa sala cerrada hayan llegado a los médicos chismosos de la corte, puesto que los maldicientes no solamente murmuraban lo que allí había sucedido, sino que también exageraban y decían falsedades y esto sobraba en perjuicio de mi buena opinión y fama. Ellos decían que yo había matado a cuantos peregrinos entraban por las calles de la ciudad y que tenía un pacto expreso con Lucifer, a quien se me había visto adorar de rodillas al pie de un altar secreto que había construido, y más tar121

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de deshecho, en una recámara oculta del Palacio. Pues así son los médicos de la corte, soberbios como todos los españoles, que en una semana de servir quieren luego ser amos, y si los convidan una vez a comer, se alzan con la posada y por esto son mal queridos en todas partes. Fueron ellos quienes, para perjuicio y descrédito de mi gloria y honor, y para ocupar el lugar que yo tenía en los servicios del Rey, tejieron la trama de una mentira con tanta habilidad, que parecía harto verdadera. Sucedió, pues, que un rico gentilhombre, un mozo gallardo que el Rey estimaba mucho, murió una mañana de manera no esperada y repentina. Al punto de sucedida la muerte, con grandísima prisa, sin la aprobación de la familia y sin que les diera ni otorgara licencia el rey Felipe, los médicos acordaron que yo le debía hacer una disección para confirmar la causa de la dudosa muerte, como muchas veces suele ejercitarse en casos semejantes. Cuatro médicos de la corte me propusieron estar presentes y asistir en esas tareas, y así fue hecho. Por mi conocimiento y larga experiencia me fue fácil abrir el pecho del cadáver, y cuando éste estaba abierto, uno de los que me acompañaban murmuró entre dientes y le entreoyó otro, el cual hizo señas de acercarse a los otros dos. Estos sucesos me parecieron 122

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extraños; al principio pensé que se habían maravillado con lo que veían, pues los españoles jamás hacen disecciones, porque son médicos de orina y pulso, y se desviven acotando del Galeno autoridades y a duras penas se animan a sangrar a los enfermos de gran partido, a los que dan jarabes y purgantes, a sabiendas de que en su oficio las faltas que hicieren las cobija la tierra; y luego me sobrevinieron malos pensamientos, pero ya era tarde para huir de esos embaucadores. Los médicos comenzaron a gritar a todas voces que yo era un homicida, y daban testimonio, a los que poco a poco se vinieron acercando, atraídos por el vocerío y el alboroto, de que habían advertido movimientos en el corazón del mozo. En fin, la mujer y el hijo del gentilhombre creyeron indubitadamente en tan gran mentira. Con la añadidura de los rumores sobre mis disecciones a hombres vivos, más las palabras del tabernero que luego atestiguó que yo había llevado a Túngano y, a todo esto, un sirviente de Palacio que marcó el lugar preciso donde yo había enterrado el cuerpo, fue hacedero que me condenaran, después de todo, a la hoguera. En conclusión quizá este viaje ha de ser el último. Entiendo que para Dios debe haber una grande diferencia entre este viento que con duro mandamiento hace acrecentar los azotes al bajel, que intenta costear la isla 123

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de Zancito, la misma ruta en la que se perdió Ulises por veinte años, y el viento que hace unos meses debió avivar las ramas verdes en la hoguera de la Plaza Mayor. Quizás la Voluntad Divina ha querido que el viento, con el que mi cabeza casi olió a chamusquina, hubiera arrastrado mi alma a las puertas del infierno y que el que ahora empieza a dificultar el recto vuelo de mi pluma me ofrezca una mejor estrella. Cuando los cuadrilleros de la Santa Hermandad, con sus escopetas, me aprendieron y me llevaron luego a más andar, con una profunda humillación, por las retorcidas y empinadas callejuelas de Villa y Corte, las palabras de Jeroen mudaron en carne, como la Palabra de San Juan. Luego, cuando el tribunal me pedía que hablara sobre las disecciones a hombres vivos, de las que yo era acusado, la carne se me transformó en verbo para demostrar y calificar la mentira aparejada con malicia por los médicos españoles. No fue suficiente para defender mi capa de tal suerte y lograr acallar a la mujer y al hijo del gentilhombre, quienes me sitiaron con la herrería de sus insultos y con sus voces y gritos diciendo que yo era un asesino; ni tampoco pude conseguir el silencio de la lengua de los cautelosos que allí repetían aquella invención del corazón, dentro del pecho abierto, palpitando por su aire. Y escuchando esto, las palabras de Jeroen sobrevinieron y arrebataron mi 124

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cuerpo con su carne seca y vencida. El recto y sabio tribunal, como suelen llamarlo, fulminó el proceso y me condenó a la hoguera. Por esto yo mandé a decirle al Rey, el cual estaba afligido en escondido por mi condena, que yo le daba mi fe, que él no la deje; y tanto le persuadí y prometí, que el buen rey don Felipe determinó perdonar la condena y declaró enviarme en romería a Jerusalén. Le prometí, entre otras cosas, que a mi vuelta del peregrinaje le revelaría la curación de la melancolía, la causa material de su tristeza y asentada aflicción. Le prometí proveerlo de un remedio más eterno que las diferencias y los motetes que Gombert le había compuesto al rey Carlos, para que éste le consienta y permita al músico más querido de su corte detener con el canto de sus tristezas las aguas movidas por el bogar de los remos y así poder regresar desde el infierno de las galeras. Ésta es la promesa que le hice al Rey para que matara las llamas de la hoguera y él sabe que he sido siempre un hombre de palabra. Realmente, no había podido yo, en los muchos cursos del sol, arrancar de los ojos de mi memoria para desacordarme del susurro de un anochecer de árboles y campanas, mientras cabalgaba el trineo que hizo mi padre con un tonel; no había podido con las aguas del río del olvido matar el fuego que ardía en las profundi125

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dades de los ojos del Hombre Árbol, donde mi memoria había quedado sepultada. Pensé que mal podría yo frenar las melancolías ajenas. Quizá por este discurso, al pasar la Puerta del Sol, imaginé, a pesar de todas las promesas, que nunca más volvería a subir y a bajar las callejuelas de esa ciudad fundada en el infierno.

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El Bosco. Panel central del tríptico “El Jardín de las Delicias”

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CAPÍTULO XVII En fin, tomé el camino hacia Venecia y, luego de visitar allí a mis amigos, zarpé siguiendo la derrota de la romería de Jerusalén. Y hace pocos días, cinco meses después de arribar a Tierra Santa, llegó al mesón donde me aposentaba un hombre a buscarme, con una carta con el sobrescrito que inmediatamente conocí ser del Rey; enseguida la leí y enmudecí cuando me enteré de que Felipe me ordenaba volver sin demora a Villa y Corte. Leyendo esto determiné ser cauteloso y en Tierra Santa mentir diciendo que, en lugar de embarcarme en la nave veneciana que me pedía el Rey, lo haría en este buque de peregrinos, alegando que había tenido gastos grandes y no podía sumar otros a la monta del viaje. En verdad, a imitación de Jeroen, yo también usaría el ardid de que algunos amigos diesen la noticia de mi falsa muerte y ya ningún médico encarnizado me perseguiría, pues a los cadáveres solamente los persiguen los anatomistas. Esto pensé, entre otras cosas semejantes, durante las catorce leguas desde Jerusalén al puerto de Jafa. Embarqué en este buque, donde fuimos puestos como sardinas en cesto y la tormenta ahora lo comienza a azotar con sus relámpagos, con la mala señal de que en este puerto también Jonás quiso huir y en el mar fue devorado por un gran pez. Ahora veo los rayos lanzarse desde el negro cielo, 129

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dibujando en el aire muchas y diversas venas lucientes, éstas son cientos de ramificaciones que sangran su luz en la levantada mar y por donde la parca se presenta con su última cara, cortando por acá y por allá, las cuerdas del velamen y la húmeda estambre de la vida. Y mi recuerdo se adelanta al zozobrar, naufragando hacia el pasado tiempo, cuando entregué a la Muerte, con la ayuda de su hermano Sueño, el cuerpo de Túngano, cuya alma siento aún que está envuelta entre las mortajas de mis entrañas. Tampoco no se me parten de la mente las palabras de Jeroen: Pater tuus, ultimum, frutum, gratificari y filio y, como una condena, las traslado desde la lengua latina a la mía y siempre hallo un único y espantable sentido. Y aunque quisiera estar errado en mi pensamiento, todo me hace imaginar que mi padre hizo el sacrificio de entregarme la última fruta del Árbol de la Vida que le pertenecía a él, y que la peste blanca es semejante al mudar de piel de las serpientes y nos rejuvenece el cuerpo y también las entrañas. Si puedo escapar de la furia y tempestad de los impetuosos vientos o ser arrojado por la tormenta con vida a tierra firme, ahora sí estoy convencido de la poderosa sanidad de los árboles del Paraíso, tal como siempre lo dijo mi padre, y con ellos podré hacer el antídoto y remedio de la melancolía. Al llegar al final de este razonamiento repitiendo o 130

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recapitulando lo dicho, pienso ahora, que para curar nuestra enfermedad no es necesario regresar al Paraíso, sino basta con viajar hasta el islote del río de Bohemia donde los frailes trasplantaron los árboles. Para encontrarlos hay que seguir los pasos que descifran la falsa música escrita en las nalgas de un réprobo, debajo del laúd junto a la zanfona, en el infierno de Jeroen. En la pintura, sabiamente realizada, recuerdo a otro condenado señalando con su dedo el lugar puntual, cierto y preciso donde están los árboles. El error de Jeroen por no tener noticia de las hierbas y de sus virtudes, fue no hacer medicina con las hojas del Árbol de la Vida o un antídoto con los frutos del Árbol de la Ciencia del Bien y del Mal, como le señaló mi padre. Por esto, si logro salvarme de la gran tempestad que trae montes de agua, unos tras otros, bajando la nave al profundo y levantándola, a manera de decir, hasta las estrellas, le diré al rey Felipe que consiga de alguna forma el gran lienzo pintado por Jeroen Bosch, para descifrar los caminos que llegan hasta los árboles y fabricar con sus frutos y hojas el antídoto que cura la melancolía. Ahora, sospecho que Dios juzga conveniente ver la tinta que ha sobrado desleída en las aguas y a mi rasgada alma y a la de Túngano esparcirse con los doce vientos. Si esto no sucede y sobrevivo dejaré la eterna vida que hay entre el hacha y el tajo y entregaré mi re131

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juvenecido cuerpo al de Túngano, ya que me suelen caer aun en la mente, las horas pasadas y felices junto a Fiona y he recuperado la breve sonrisa, las cejas coloradas y el brillo de los ojos del pequeño Cillian. La embarcación parece que naufragará sin remedio y estará pronto la obra muerta hundida. El grumete ya no canta las horas y entre el vocerío se escucha el rezo en voz alta de un prior. Guardaré estas hojas sin sobrescrito dentro del arcabuz y lo cerraré en esta caja de madera para que no se hunda y deje de ser mudo, para poder contar íntegra esta historia. Deseo verdaderamente que quien hallare esta carta, la guardase en secreto, para que Túngano no sea perseguido por la Santa Inquisición, pero también le ruego a quien lea por fortuna estas palabras que no eleve al cielo una inútil oración, sino que encuentre a Jeroen, quizá cifrado en un nuevo apelativo, y lo ayuden a encontrar la medicina para cegar los profundos volcanes de sus ojos o a que la Muerte, algún día en silencio y sin escándalos, le ponga losas a los respiraderos del infierno.

Según los estudios más serios, el tríptico del Jardín de las Delicias fue pintado para Enrique III de Nassau y heredado, primero, por su hijo René de Châlon y, luego, por Guillermo de Orange. Más tarde fue confis132

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cado por el duque de Alba, el 20 de enero de 1568. Definitivamente, como lo sugiere Andrés Vesalio en su carta, fue comprado por Felipe II en la subasta de los bienes de don Fernando, hijo natural del Duque de Alba y enviado al monasterio de El Escorial el 8 de julio de 1593. El Rey lo hizo colocar en su dormitorio, donde permaneció abierto hasta su muerte. Por otra parte, Robert Burton, quien firmaría su meticuloso estudio sobre la melancolía como “Demócrito junior”, murió en 1639. El epitafio de su tumba expresa que consagró su vida al estudio de la melancolía y murió a causa de la misma enfermedad.

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