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Spanish; Castilian Pages 322 [318] Year 2018
Jorge Camacho
Amos, siervos y revolucionarios: la literatura de las guerras de Cuba (1868-1898) Una perspectiva transatlántica
JUEGO DE DADOS Latinoamérica y su Cultura en el xix
7 De acuerdo con las palabras de Alfonso Reyes en su ensayo “Última Tule”, igual que ocurre en el juego de dados de los niños “cuando cada dado esté en su sitio tendremos la verdadera imagen de América”. CONSEJO EDITORIAL WILLIAM ACREE
Washington University in St. Louis CHRISTOPHER CONWAY
University of Texas at Arlington PURA FERNÁNDEZ
Centro de Ciencias Humanas y Sociales, CSIC, Madrid BEATRIZ GONZÁLEZ-STEPHAN
Rice University, Houston FRANCINE MASIELLO
University of California, Berkeley ALEJANDRO MEJÍAS-LÓPEZ
University of Indiana, Bloomington GRACIELA MONTALDO
Columbia University, New York ANDREA PAGNI
Friedrich-Alexander-Universität Erlangen-Nürnberg ANA PELUFFO
University of California, Davis
Jorge Camacho
Amos, siervos y revolucionarios: la literatura de las guerras de Cuba (1868-1898) Una perspectiva transatlántica
Iberoamericana - Vervuert - 2018
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A Nicolasa Milán Figueredo y Alejandro Martínez Blanco
No temáis: los feroces íberos son cobardes cual todo tirano; no resisten al bravo cubano; para siempre su imperio cayó.
Pedro Figueredo, La Bayamesa, himno nacional de Cuba.
Índice
Introducción..................................................................................................................
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Capítulo 1. Los sucesos del Villanueva.............................................................
21
Capítulo 2. El teatro de la guerra........................................................................ 41 Capítulo 3. La india y la “linda criolla”............................................................
79
Capítulo 4. La culpa y el sacrificio de los amos..............................................
103
Capítulo 5. Los hijos ingratos de la patria.......................................................
129
Capítulo 6. La naturaleza de la guerra..............................................................
155
Capítulo 7. La deuda de los siervos....................................................................
179
Capítulo 8. El miedo de los blancos..................................................................
207
Capítulo 9. La fraternidad racial.........................................................................
247
Capítulo 10. La República de los generales y los doctores............................
269
Palabras finales.............................................................................................................
289
Obras citadas..................................................................................................................
293
Índice onomástico.......................................................................................................
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Introducción
A principios del siglo xix, cuando el resto de los países hispanoamericanos alcanzó su independencia, Cuba siguió siendo parte de España y experimentó un acelerado crecimiento económico que la convirtió en el productor de azúcar más importante del mundo. Para mediados de siglo, “la siempre fiel isla de Cuba” no solo había duplicado su población; sino que, también, había incorporado las tecnologías más avanzadas y contaba con un importante grupo de escritores y científicos que se organizaban alrededor de varias instituciones. El origen de dicho desarrollo económico y social era el trabajo esclavo, que la élite gobernante y los mismos reformistas veían con temor, especialmente, después del triunfo de la Revolución Haitiana de 1804. Tan es así, que, en 1827, cuando el barón de Humboldt (1769-1859) publica su Ensayo político sobre la isla de Cuba sugiere que los criollos, tarde o temprano, tendrían que enfrentarse al “peligro” que suponían estos miles de esclavos y, por eso, al comparar la situación de Cuba y la de Brasil con la del resto de las repúblicas hispanoamericanas, notaba, también, que “el temor de una reacción por parte de los negros y el de los peligros que amenazan a los blancos, habían sido hasta entonces la causa más poderosa de la seguridad de las metrópolis y de la conservación de la dinastía portuguesa” (1827: 271). El mensaje era que, después de la Revolución Haitiana y la constitución de los nuevos estados nacionales en el continente, el futuro podía cambiar para los hacendados cubanos. De ahí, que el científico alemán notara que los negros, mulatos y mestizos libres en los países recién liberados habían “abrazado con calor la causa nacional” (1827: 270). ¿Podía ser de otro modo si ocurría una revolución en Cuba? Humboldt respondía “lo dudo”:
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La literatura de las guerras de Cuba (1868-1898)
Cuando por la influencia de circunstancias extraordinarias sean menos los temores, y cuando en los países en que el amontonamiento de los esclavos ha dado a la sociedad la mezcla funesta de elementos heterogéneos sean arrastrados quizá a pesar suyo a una guerra exterior, las disensiones civiles brotarán con toda violencia, y las familias europeas que no tienen culpa de un orden de cosas que no han creado, estarán expuesta a los mayores peligros (1827: 271).
Cuarenta y un años después, en 1868, estallará en la Isla la guerra de independencia, en la cual, en efecto, tuvieron un papel relevante los descendientes de africanos. Estos, junto con los criollos, se enfrentaron al gobierno español y crearon una alianza con la que ambos buscaban la libertad. No obstante, el “peligro” negro fue durante las guerras de independencia un tema recurrente del cual no pudieron deshacerse los criollos. Al igual que Humboldt, José Antonio Saco (1797-1879), y otros reformistas, también, habían alertado de esta posibilidad mucho antes de estallar la guerra, ya que veían con temor el aumento de la población africana. La revolución de 1868, por consiguiente, es impensable sin la participación y la amenaza que significaban los siervos. ¿Cómo reaccionarían si se les daban las armas? ¿Con quienes debían hacer causa común los cubanos? En este libro me interesa explorar estas y otras cuestiones en los escritos de los separatistas y de los españoles que se enfrentaron en este conflicto, analizar el sentimiento patriótico1, las críticas de los cubanos a la administración colonial y la esclavitud, en textos que hablan de la guerra y exaltan una “patria” local (Cuba), diferente de la que venían los “íberos”, “godos”, “patones” y “gorriones”. En otras palabras, focalizar una identidad “Patriotismo” es un término del siglo xix, cuya definición expresa un “sentimiento y deber sociales, derivados de los vínculos de todo género que relacionan a los individuos y las familias dentro de la sociedad civil: étnicos, geográficos, políticos y económicos, tradición, costumbre, religión, lengua, etc.” (Pérez Martínez 1992: 32). Lo que lleva a decir a Herón Pérez Martínez que no hay una diferencia esencial entre “patriotismo” y “nacionalismo”, en lo que se atiene al “sentimiento” que expresan los naturales de un lugar por la patria donde nacieron (1992: 32). 1
Introducción
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en la totalidad que, como dice Roberto González Echevarría en Mito y archivo, constituye el núcleo de la narrativa latinoamericana en el siglo xix (2000: 236). Según Echevarría, esta tradición se generó en relación con tres manifestaciones del discurso hegemónico de Occidente: la ley colonial, los escritos científicos y la antropología (2000: 236). Como resultado, en este periodo, el costumbrismo y las aspiraciones de los criollos tomaron un lugar protagónico en las obras producidas en Cuba, no solo para demostrar la identidad cultural única que se iba forjando, sino, también, para destacar y combatir las formas de control ubicuas que, como diría Stephen Greenblatt, dominan cualquier sociedad2. Esto quiere decir que cualquier desvío o transgresión de esos límites legales o culturales impuestos por la política y las costumbres coloniales podía ser leído como un signo desestabilizador por los partidarios del régimen, ya que tenían la capacidad de crear nuevos referentes culturales, modelos de pensamiento y de conducta entre los lectores. Tómese como muestra de este patriotismo las composiciones poéticas aparecidas en el Papel Periódico de La Havana, que elogian el paisaje “indiano” y que el mismo historiador español Justo Zaragoza cita en su libro como ejemplos de ese espíritu antiespañol que vino gestándose en Cuba desde el siglo xviii (1872, vol. I: 668). Tales composiciones ponen el acento en el paisaje, las frutas y los productos del campo, y van construyendo y conformando, a través de la repetición, la imprenta, las tertulias y las enseñanzas de los colegios, una especie de “inventario de lo cubano”, especialmente, en la escritura poética de Manuel Justo de Rubalcava (1769-1805), Manuel de Zequeira y Arango (1764-1846), así como en otras voces anónimas del Papel periódico que, como diría Cintio Vitier, demuestran “un creciente grado de conciencia patriótica” (1990: 7). ¿Qué prácticas, entonces, recompensan o rechazan los textos literarios En las palabras de Greenblatt, la cultura es “una tecnología de control ubicua, un grupo de límites dentro del cual el comportamiento social debe ser mantenido, un repertorio de modelos al cual deben conformase los individuos” (1990: 225, traducción nuestra). Aquí utilizamos este concepto en tanto que muestra el régimen disciplinario de la cultura colonial proespañola. 2
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de la guerra? ¿Cómo representan los sujetos coloniales? Y, ¿a quiénes benefician o qué propósitos tienen los discursos que promueven? Aquí intentaré responder estas preguntas al analizar los textos y las imágenes visuales que produjeron los conflictos bélicos de 1868 y 1895. Lo haré tomando en consideración los estudios sobre el nacionalismo (Benedict Anderson, Étienne Balibar, Anthony Smith), la biopolítica (Georgio Agamben, René Girard), y las cuestiones raciales que surgen en estos textos (Michel Foucault, Johannes Fabian). Cada uno de los capítulos lo dedicaré a un tema diferente e intentaré definir, a través de cada uno de ellos, el imaginario social del momento3, que ha sido tan descuidado por la crítica, al extremo de que faltan análisis literarios y culturales sobre el tema, y los pocos que existen se reducen en su mayoría a discutir el teatro mambí y los textos martianos. Ni siquiera existe un libro que trate de aglutinar estas reflexiones o que distinga cuáles son los temas fundamentales de esta producción literaria que se extendió por un periodo de más de treinta años. Mi objetivo, por consiguiente, es examinar esa literatura. Analizar los discursos que se apoyaron ambas partes, el proceso de mitificación de algunos de sus héroes, la sobre-determianción de los hechos, las imágenes visuales y los libros que se publicaron. Al hacerlo, me enfocaré en obras producidas desde puntos de vistas ideológicos y espacios de enunciación opuestos, poniendo a dialogar así, dos imaginarios: los de la literatura independentista cubana y la integrista española. En consecuencia, este es un estudio trasatlántico, que tiene como base la ideología, la economía y los intereses diferentes de los grupos que se disputaron el poder. Al hacerlo, parto de los dos movimientos literarios que prepararon el marco simbólico de la guerra: el costumbrismo y el siboneyismo, dos avatares del Romanticismo. Culmino con un análisis sobre la influencia del Para una discusión de lo que llamamos “imaginario social”, véase el ensayo de Charles Taylor “Modern Social Imaginaries” en A Secular Age (2007), donde establece diferencias entre el orden moral cristiano y el que derivó de las teorías de la Ley Natural de Hugo Grotius (1583-1645) y John Locke (1632-1704). El núcleo del argumento es que cada sociedad tiene su propio orden moral y sus normas. 3
Introducción
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Modernismo y el Naturalismo en las formas de representar a los cubanos y al concepto de “patria”. Al hablar de los estos movimientos, me enfocaré en los rasgos del patriotismo cultural y lingüístico que van formando; ya que, tanto el costumbrismo como el siboneyismo, describen el paisaje, las costumbres, el lenguaje, el acento, así como el sustrato indígena y africano de la población cubana. Conforman, de este modo, un catálogo de lo “cubano” que reaparecerá en estas obras literarias. Debo aclarar, sin embargo, que ni el costumbrismo ni el siboneyismo abogaban abiertamente por la soberanía nacional. El primero estaba encaminado únicamente a criticar la forma en que los esclavos eran maltratados en los ingenios. Se trataba de un movimiento reformista que aspiraba ponerle coto a los males que traía este sistema para los blancos. Algunos de los principales pensadores de esta época fueron: José Antonio Saco, el padre Félix Varela (1787-1853), Domingo del Monte (18041853) y Cirilo Villaverde (1812-1894), quien fue secretario de Narciso López (1797–1851), quien intentó liberar a Cuba de España en 1851 y anexarla a los Estados Unidos. El “siboneyismo”, por otro lado, surgió después de que el gobierno colonial reprimiera al grupo de Del Monte y reaccionara con fuerza brutal ante una supuesta rebelión de esclavos llamada “La Escalera” (1844). Fue una especie de “indianismo romántico”, con el cual, los poetas criollos criticaron a los españoles por haber acabado con la antigua raza aborigen en Cuba; aunque, a diferencia de los escritores delmontinos, estos sí pudieron publicar sus versos y narraciones en Cuba que se hicieron muy populares. Después de todo, la “India” a la que hacían referencia en sus versos, ya figuraba en muchos grabados coloniales representando a América. Era el símbolo de los criollos, representado en “La Fuente de la India” o “La noble Habana”, desde antes que comenzara el movimiento, y a diferencia de lo ocurrido en otros países hispanoamericanos, se decía que en Cuba ya no había indígenas y, por lo tanto, se convirtieron en un modo de expresar las frustraciones del pueblo. Esto significó, ante todo, un trabajo sobre la memoria que no estaba exento de riesgos políticos ni podía ocultar su verdadero propósito. Tal es así, que el mismo historiador
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peninsular Justo Zaragoza decía que era un intento de inventarse ellos mismos una identidad diferente a la española que, en el fondo, no les pertenecía porque todos eran de descendencia europea. Por consiguiente, tanto el “siboneyismo” como la literatura “antiesclavista”, recurren a estrategias y temas similares para criticar el colonialismo español. Abogan por el otro (negro o indígena), a quien caracterizan como víctima de la colonización, a la vez que condenan las ansias de riqueza de los españoles. Ambos constituían un contra-discurso de la lógica mercantilista del régimen y, por eso, a pesar de que algunos de estos textos no hablan directamente de la revolución ni dan vivas a Carlos Manuel de Céspedes (1819-1874), sí pueden leerse de este modo; ya que trasmitían una ideología que ayudaba a fundamentar la singularidad criolla, criticaban el sistema colonial y constituían una forma de apoyo a los revolucionarios. Esto explica que la novela de la Avellaneda, Sab (1841), y las referencias indianistas aparecezcan en varios textos revolucionarios, aun cuando, ni Fornaris ni la Avellaneda apoyaran el alzamiento. Propongo, entonces, estudiar las obras que tratan estos temas en este periodo, destacando las referencias alegóricas, simbólicas, los discursos afirmativos y los rechazos dirigidos a uno u otro proyecto político que pugnaba por redefinir la “Patria”. Para ello, me concentraré en la representación de los amos, los siervos y los revolucionarios. En este caso, los amos son los dueños de esclavos que se “sacrifican” por sus siervos y les dan su libertad antes de marchar a la guerra. Los revolucionarios son los mismos mambises y los esclavos los descendientes de africanos, pero, también, los propios independentistas blancos que se ven encadenados a la metrópoli. Así es como se autorepresentan Carlos Manuel de Céspedes, Ana Betancourt, Candelaria Figueredo y el propio José Martí a la hora de criticar a España. Tal resemantización del término “esclavo”, advierto, era una forma de hacer política también, así como servía para crear alianzas con los negros con el objetivo de enfrentar juntos al gobierno español4. En una de sus cartas de 1871, Carlos Manuel de Céspedes le dice a su mujer, Ana Quesada, que, al pasar de vuelta cerca de su antigua estancia de La Demajagua, le trajo “a la 4
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En las páginas que siguen, por consiguiente, analizaré historias fundacionales del ideario independentista, que se repiten en varias obras y ayudan a los revolucionarios a “auto-concebirse” como tales y a preservar, como señala Bruce James Smith en Politics & Remembrance “un tipo especial de conocimiento, el conocimiento de la ‘gente libre’” (1985: 21). Mi atención se concentrará en la forma en que los letrados de ambos bandos seleccionan ciertos acontecimientos e “imaginan” o “inventan” la patria para ir moldeando la sensibilidad del sujeto nacional. Es decir, me propongo analizar las formaciones discursivas expresadas en los textos literarios, que pugnaban por dominar la esfera pública, tanto en Cuba como en los Estados Unidos y España5. En el Capítulo I, analizaré los sucesos del teatro Villanueva, la obra de teatro de Juan Francisco Valerio (1829?-1878), las versiones de la masacre y la performance patriótica de las cubanas; ya que, después de aquel hecho, la violencia contra los civiles se convirtió en un símbolo de la crueldad del sistema y en otro motivo de la lucha contra la metrópoli. En el Capítulo II, continúo con este tema y comparo la obra de teatro de Luis Martínez Casado, quien apoyaba la causa peninsular, con las que fueron escritas por dramaturgos comprometidos con el alzamiento, como Luis García Pérez (1832-1893), Francisco Víctor y Valdés, y Francisco memoria, entre otros recuerdos, mi antiguo estado de señor de esclavos, en que todo se me sobraba: lo comparé con este en que ahora me veo pobre, falto de todo, esclavo de innumerables señores pero libre del yugo de la tiranía española” (Cartas de Carlos M. de Céspedes a su esposa Ana de Quesada 1964, p. 85). También, en su Diario, afirma que el 10 de octubre de 1868, cuando se alzó en La Demajagua, consideró que de ese día iba a brotar “la libertad de más de un millón de esclavos blancos y negros” (1994: 122). Lo mismo hace Ana Betancourt cuando, en la Asamblea de Guáimaro, unió la causa de las mujeres a la de los esclavos y los independentistas cubanos, lo cual refleja la conciencia femenina que había venido gestándose desde los años 1830, y se expresaba en discusiones sobre el derecho de la mujer a la educación y al trabajo. Para un análisis del uso de la palabra esclavo en la cultura occidental véase el libro clásico de David Brion Davis The Problem of Slavery in Western Culture (1966). 5 Para una crítica complementaria de la metodología modernista que hace énfasis en la cronología, las élites letradas y las formaciones discursivas en la construcción de la nación, véase el libro de Anthony D. Smith Ethno-simbolism and Nationalismo. A cultural approach (2009).
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Javier Balmaseda (1823-1907). En estas obras, destaco el papel protagónico que tuvieron las mujeres en los escenarios bélicos, así como lo que Doris Sommer llamó, en Foundational Fictions: “una erótica política”, que tenía como objetivo fomentar la ideología revolucionaria, heterosexual y racial de quienes apoyaban la independencia. Al analizar estas obras, no me limito a considerar, sin embargo, el simbolismo de estas uniones, sino que discuto, también, lo que denomino la “familia dividida” que analizo en los capítulos cuarto y quinto. En el Capítulo III, “La India y la ‘linda criolla’”, discuto las imágenes visuales que intercambiaron revolucionarios e integristas, que, al igual que la protesta del Villanueva, son representativas de la cultura visual y performática que se desarrollará durante el conflicto. Ellas forman parte de las “prácticas de la imaginación historiográfica”, como diría Beatriz González Stephan (2009: 104), paralelas a la historia, que normalmente no se toman en cuenta, aunque ayudan a estructurar la mirada y crean una sensibilidad de acuerdo a las oposiciones ideológicas de cada bando. La época en que ocurre la guerra de independencia en Cuba, coincide, además, con un incremento en la preocupación sobre el rol que debía tener la mujer en la sociedad colonial y, al mismo tiempo, con el desarrollo de nuevas tecnologías visuales como el fotograbado, los daguerrotipos y las cámaras fotográficas, que captan en 1897 las imágenes horripilantes de los reconcentrados de Valeriano Weyler (1838-1930). De este modo, tanto el teatro como la fotografía nos ayudarán a analizar formas de representación, vestuario y comportamientos en la sociedad cubana de esta época que van creando una sensibilidad mambisa. El estudio de varias novelas antiesclavistas cubanas publicadas en la década de 1870 y principios del siglo será el tema del Capítulo IV, donde analizo lo que, recordando a Humboldt, podemos llamar “la culpa y el sacrificio de los amos”. Mi tesis es que estas novelas, tan poco estudiadas por parecer una repetición de las que escribieron los escritores del grupo delmontino décadas antes, aluden a la guerra que sucedía en aquel momento a través de un discurso generacional, con marcadas referencias religiosas y haciendo alusión a la Guerra de Secesión de los
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Estados Unidos. En estas narraciones, los “hijos” rechazarán a los padres y expresarán la angustia de llevar consigo el “pecado original” por haber tenido o heredado esclavos. En consecuencia, los protagonistas de dos de estas novelas son dueños de esclavos que terminan enlistándose como soldados en el Ejército norteño de los Estados Unidos para defender la libertad de los negros del Sur. De modo que, según afirmo, estas novelas aluden al separatismo a través de su crítica a la esclavitud y al rol “heroico” de los amos blancos, razón por la cual, están en función del proyecto libertador, no del proyecto reformista de la generación de Delmonte. En este apartado del libro, discuto igualmente la idea de la fraternidad racial, un concepto que tiene su raíz en la visión idealizada de la esclavitud, según creemos, en textos como Sab de Gertrudis Gómez de Avellaneda (1814-1873), que ayudará a cohesionar los intereses de blancos y negros. Después de analizar la literatura que se produjo durante la Guerra de los Diez Años, me enfoco en las narraciones y poemas que aparecieron en el período de entreguerras (1879-1894). Divido el análisis de estas obras en tres capítulos: el titulado “Los hijos ingratos de la Patria” (Capítulo V), donde exploro nuevamente las tensiones producidas dentro de la familia cubana. En el siguiente, “La naturaleza de la guerra”, comparo la representación del paisaje en las narraciones proindependentistas y las que fueron escritas por soldados peninsulares. Finalmente, en el Capítulo VII, “La deuda de los siervos”, analizo el discurso del “agradecimiento” que les debían los negros a los blancos por, supuestamente, haberlos liberado y haberse “sacrificado” por ellos en 1868. En el capítulo siguiente, “El miedo de los blancos” estudio varias novelas españolas que hablan del conflicto armado echando mano del temor a las diferencias raciales; un temor construido con fines políticos, que se expresa a través de la lengua y de los símbolos que usan estos autores (Bourke 2006: 7). Con ello muestro cómo el discurso peninsular de la guerra construye a los revolucionarios como el “otro” malvado, un monstruo, animal o caníbal que amenaza la existencia de los blancos y el porvernir de la patria.
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La literatura de las guerras de Cuba (1868-1898)
Para concluir, me ocupo de la continuidad del ideario de José Martí en la novela de Raimundo Cabrera, Episodios de la guerra. Mi vida en la Manigua (Relato del Coronel Ricardo Buenamar) (1898), y la posterior crítica a la República en la novela de Carlos Loveira Generales y doctores (1920). Los textos que discuto en esta última parte hablan, por consiguiente, de la guerra y de la crisis que siguió a la instauración de la República, enfocando la realidad desde una óptica nacionalista y patriótica, aunque se diferencian de las narraciones anteriores por mostrar una imagen desacralizadora de los héroes que triunfaron, con lo cual, se cierra un ciclo que empezó con la exaltación de la superioridad moral de los mambises y terminó con una crítica al sistema que ostentaba el poder y que triunfó.
Capítulo 1
Los sucesos del Villanueva
“¡Oh Guarina! ¡Guerra, guerra Contra esa perversa raza, Que hoy incendiar amenaza Mi fértil y virgen tierra”
Juan Cristóbal Nápoles Fajardo, Hatuey y Guarina
El 10 de octubre de 1868, Carlos Manuel de Céspedes, un hacendado de la provincia de Bayamo, liberó a sus esclavos y se alzó contra España. Así comenzó la Guerra de los Diez Años, en la cual los independentistas aspiraban a lograr la libertad de culto, de imprenta, de reunión pacífica, de enseñanza y petición; derechos que, decían, eran “inalienable[s] del pueblo” (Céspedes 2007: 13). En este periodo, los enfrentamientos se concentraron en las provincias orientales, que no dependían tanto de la mano de obra esclava como en el occidente de la Isla (Ferrer 1999: 2730). Tres meses después de iniciada la guerra, sin embargo, aconteció en el otro extremo de la Isla, uno de los hechos más traumáticos del conflicto: los sucesos del teatro Villanueva. Según las crónicas de este acontecimiento que se publicaron en Cuba, España y los Estados Unidos, el 22 de enero de 1869 una compañía de teatro bufo dio una función titulada Perro huevero aunque le quemen el hocico, que provocó una confrontación entre los partidarios de la independencia y los voluntarios españoles,
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Los sucesos del Villanueva
lo que generó que murieran, fueran heridos o asesinados, una docena de asistentes a la función de teatro. Los voluntarios españoles eran un cuerpo represivo separado del ejército peninsular, que se creó en la Isla durante la década de 1850, cuando surgieron las intentonas anexionistas y las muestras de rebeldía nacional. Estos batallones de civiles contaban con el apoyo del gobierno, el dinero de los contribuyentes adinerados de origen español, y una reserva amplia de hombres que venían de la Península a hacer fortuna, y cuya participación en estos cuerpos militares los eximía de la capacidad de renta (Uralde 2011: 59). ¿Qué provocó aquella masacre y cómo se representan estos hechos en la prensa y la literatura de la guerra? En lo que sigue, me interesa responder estas preguntas y resaltar la relación entre la muerte y el espectáculo de ese día; ya que, como dice Jacques Derrida en Death Penalty, tanto para la guerra como para el cumplimiento de la pena de muerte se requiere de un “espectáculo y un espectador”, y que el Estado, la polis, los conciudadanos estén presentes y den fe para ver morir al condenado (2014: 25). Esa “visualidad” puede constatarse tanto en la forma de vestirse las cubanas esa noche, como en las caricaturas y eventos funerarios que le siguieron. No por gusto, las críticas que sobrevinieron a los sucesos publicadas en las revistas satíricas como El Moro Muza (1859-1877) ponen tanto énfasis en el rol de la mujer, en su forma de vestir y de llevar el cabello la noche de la función, originando, de este modo, una forma nueva de entender las relaciones entre los géneros en Cuba. Para comenzar, la obra de teatro que se llevó a las tablas esa noche pertenecía al género bufo, que no tuvo tanta popularidad en la Península como en Cuba. Su relación inmediata se daba con la literatura costumbrista del siglo xix, en especial, con los “cuadros de costumbres”, muchos de ellos satíricos, que retrataban aspectos típicos de la sociedad cubana de la época. Por consiguiente, la obra de teatro de Juan Francisco Valerio que se puso en escena aquel día llevaba el subtítulo de Cuadro de costumbres cubanas. En un acto y en prosa, y es lógico que así fuera porque antes de ser autor de teatro, Valerio había sido un escritor de costumbres que había publicado en 1865 un libro de crónicas titulado
Capítulo I
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Cuadros sociales. Colección de artículos de costumbres. Los críticos que han comentado Perro huevero y los sucesos del teatro Villanueva (Arrom, Leal, Leuchsenring, Escapanter, Madrigal et al.) no se percataron de que esta obra, “en un acto y en prosa”, es realmente una recreación de uno de los artículos publicados por Valerio en el libro antes mencionado. El artículo en cuestión se titula “¡Por un gato!” y la trama es la misma que la de la obra; aunque, en la comedia del Villanueva, Juan Francisco Valerio agregó algunas variantes que hacen las escenas aún más festivas y le agregan mayor simbolismo político al drama. Sobre este punto, quiero enfocar mi interpretación. La escena de ambos “cuadros” ocurre en La Habana de la época, posiblemente, en alguno de sus barrios de extramuros, y sus protagonistas son: Matías, Palanqueta, El Indiano, Nicolasa y Mónica. Ambos cuadros ponen al lector delante de una familia de pocos recursos económicos. Matías, se nos dice, es un borracho, jugador y holgazán, cuya hija está enamorada de uno de sus amigos, El Indiano, con quien se fuga de la casa. Este, al igual que su padre, no tiene trabajo y se dedica a las peleas de gallo. En ambas narraciones, el pretexto que los une es comerse un gato, que la noche anterior había entrado a la casa de Matías; por lo cual, las escenas que se desarrollan en estas piezas reproducen una situación extraña, con personajes ebrios, que hablan o se expresan en el argot habanero de aquel tiempo. ¿Qué relación tiene esta obra con la causa de los independentistas? ¿Por qué produjo tanta indignación en el Cuerpo de voluntarios españoles? A simple vista nada; aunque la obra ha sido leída en una clave elegórica, lo que mostraría un trasfondo político comprometedor. Según José Arrom en Historia de la literatura dramática cubana (1944), es posible ver en los deseos de casarse de la hija de Matías con El Indiano una alegoría sobre la relación entre Cuba y España. Así Mónica representaría a Cuba, que está sufriendo bajo la autoridad paternal y El Indiano, a Céspedes (1944: 70-71). Lo mismo pensaba Juan Martínez Alier en Cuba: Economía y Sociedad, quien, también, argumentaba que Matías simbolizaba al gobierno español; Mónica, a la Isla de Cuba que quería independizarse
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y El Indiano, a los insurrectos (Martínez Alier 1972: 27). La alegoría, recordemos, es uno de los recursos más utilizados por el Romanticismo, y está muy presente en la literatura de la guerra e, incluso, después de la instauración de las repúblicas hispanoamericanas, como demostró Doris Sommer. Tradicionalmente, la alegoría ha sido entendida, como dice Maureen Quilligan en The Language of Allegory, como la capacidad de la palabra de ofrecer simultáneamente “múltiples significados” (1979: 26); lo que quiere decir que el texto se bifurca en dos sentidos, uno literal y otro metafórico que le permite al lector inferir sentidos que no están explícitamente dichos en la obra. Como explica Quilligan, uno de los recursos básicos de la alegoría es el uso de los vocablos, un recurso que se deriva de la personificación, otra de las señales más confiables de este tipo de lecturas (1979: 42). En los textos de la guerra y, también, de forma general, este recurso se hace evidente en palabras que se emplean con implicaciones simbólicas, políticas o culturales como: “gorrión”, “caña”, “sabicú”, “Abdala”, “siboneyes”, etc., que les permitiría a los lectores, en este caso, pasar a un segundo nivel de comprensión, oculto o borrado por la censura, que explicaría la trama. Sin embargo, como señalan José A. Escapanter y José A. Madrigal en la edición crítica de esta obra, contrario a lo que dice Arrom, la personalidad de El Indiano no se diferencia en mucho de la de Matías, ya que ambos se dedican al juego y a la bebida (1986: 32), y existe, además, una larga tradición en la cultura cubana que criticó estas costumbres por encontrarlas improductivas para el país. Entre ellos, el propio José Antonio Saco, en El juego y la vagancia en Cuba, José Victoriano Betancourt (1813-1875), Eduardo Ezponda, Rafael María de Mendive (1821-1886) y Francisco Calcagno (1827-1903). Todos ellos criticaron a los cubanos o diferentes sectores de la población por sus “malas costumbres” y sus críticas estaban dirigidas tanto al pueblo como a las autoridades españolas que fomentaron tal ambiente. Valerio, además, describe a Mónica, en su crónica, con estos versos: “Alta como una lanza, fresca como una mañana de Abril” (1865: 126). Una descripción que proviene, nada menos, que del capítulo 13, de Don Quijote de Miguel de Cervantes, donde
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se describe así la hija de Sancho Panza, hombre material y práctico, antítesis del caballero andante (1866: 63). Es de suponer, entonces, que Mónica no represente a Cuba en esta narración; sino, más bien, que, como en la obra de Cervantes, simbolice a una muchacha de barrio o de aldea, cuyo vocabulario, sobre todo, en la narración, es marcadamente pueblerino y casi ininteligible para un lector de hoy; algo que Valerio suaviza en la versión dramática, al menos, en el texto que ha llegado hasta nosotros. Este lenguaje era el de las capas populares de la capital habanera, el de la “gentualla”, como diría Esteban Pichardo y Tapia en su Diccionario casi razonado de voces cubanas, incluso, el de los negros (1875: 52). Las obras bufas tenían como costumbre representar personajes marginales, negros, pintándose la cara los actores como lo hacían en los Estados Unidos en los minstrels; aunque, ni en la obra de teatro, ni en la crónica que escribió Valerio, se hace referencia a personajes de este tipo y se asume que la familia es blanca (Escapanter y Madrigal 1986: 26). No obstante, el vocabulario de Moniquita en la crónica, y la misma guaracha que tararean y cantan en la escena tenían necesariamente que sugerir o invocar imágenes o personajes de esta clase social, sobre todo, porque el teatro Villanueva estaba ubicado en el barrio de Jesús María, famoso desde hacía tiempo por servir de residencia a muchas familias negras, como muestra José Victoriano Betancourt en su crónica titulada “Los negros curros o el triple velorio” (1924 [1848]). En aquella narración, situada entre lo grotesco y lo gótico, Betancourt cuenta una escena de costumbre aún más chocante que la de comerse un “gato frito”. Narra la práctica que tenían los negros curros de celebrar el velorio de los niños varias veces, enterrándolos y desenterrándolos todas las noches para poder seguir el festejo. Los bufos, por tanto, eran obras de carácter popular que mezclaban todos los tipos de la sociedad cubana y recurrían a un imaginario social que se diferenciaba marcadamente del español y el de los aristócratas, que representaba la alta cultura europea (Leal 1980, vol. I: 75). Esto hace pensar que, aunque no haya ninguna referencia política explícita en el texto, la misma política no esté ausente de esta representación.
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Esta muestra de elementos populares disímiles aparece en la descripción de la obra que hicieron los periódicos después de la masacre. La Correspondencia de España reprodujo, el 15 de febrero de 1869, una carta aparecida en El Cronista de Nueva York el 23 de enero de 1869, donde se explica el carácter sui géneris de la compañía que representó la obra, “algo como los Minstrels […] dedicándose a la presentación de piezas bastante libres, ya declamadas, ya cantadas, pintándose los rostros de negros, para representar con más propiedad los tipos del pueblo bajo, de color, que tomaban a su cargo” (El Cronista 23/1/1869: 1). El semanario satírico El Moro Muza, por otro lado, en uno de sus cuadros jocosos titulado “Tres días de terror en La Habana”, en el que representa los sucesos de aquella noche, pinta de negro el rostro del único actor que aparece en la escena; lo cual podía constituir una referencia a uno de los personajes del drama o a uno de los músicos. Con todo, Valerio no especifica, en ninguno de los textos, la raza de los personajes. Más bien, en la crónica “¡Por un gato!” marca una distancia con ellos, describiéndolos de una forma nada celebratoria. Un ejemplo es la descripción burlona que hace de la esposa de Matías quien, por su robustez, según el narrador, podía servir, dice, de modelo a una “columna mingitoria” (1865: 125). El adjetivo “mingitoria” viene del latín mingĕre, que significa “mear”; lo cual nos aclara el poco valor que le daba el narrador a este personaje. La frase ya había sido utilizada, además, por otro escritor costumbrista de origen peninsular, Modesto Lafuente, más conocido por el sobrenombre de Fray Gerundio, quien dice, en su Teatro social del siglo xix (1846), que las autoridades españolas habían construido una columna en la Puerta del Sol de Madrid, a la que él había bautizado con este apodo, por servir “a las necesidades menores de los hombres” (1846: 216). En su libro, Fray Gerundio incluye junto con esta explicación, un grabado donde se ve a un transeúnte orinando en la base de la columna (1846: 217). Estas referencias a la literatura española satírica y burlesca en la obra de Valerio nos habla de la fluidez e influencia de los escritores peninsulares sobre los criollos en aquel tiempo (Bretón de los Herreros, Moratín, Fray Gerundio), y también, de una forma de percibir lo popular junto con una crítica que era, indudablemente, de origen
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político; ya que lo que se buscaba era amonestar las costumbres de los cubanos y al Estado que las fomentaba. De hecho, Francisco Valerio era amigo de otros intelectuales reconocidos de la época, críticos del sistema español y partidarios del independentismo, como Rafael María de Mendive y José Victoriano Betancourt, a quienes les dedica sendos artículos en su libro Cuadros sociales. Colección de artículos de costumbres (1865). En la obra de teatro, sin embargo, Valerio reduce las frases mal dichas en boca de Moniquita, y no incluye tampoco la descripción de la madre como una “columna mingitoria”. En la crónica, la acción termina cuando Mónica y El Indiano se fugan de la casa, y aparece un anuncio en el periódico que insta a El Indiano a presentarse cuanto antes en la cárcel pública de la ciudad (Valerio 1865: 135). En la obra de teatro Perro huevero, ambos amantes vuelven a la casa, gracias a la intervención de uno de los amigos de Matías, y El Indiano le promete al padre casarse con ella (Valerio 1986: 83). Estos cambios y otros que Valerio introduce en el nuevo texto, merecen destacarse, ya que nos permiten entender la génesis de la obra, y el ambiente que se creó en el Villanueva aquella noche, que produjo unos sucesos tan trágicos. Por eso, si comparamos ambos textos, vemos cómo el foco de la acción pasa, de la atención que ponen todos los concurrentes en el “gato frito”, al que dedican al personaje principal. Es decir, si, en la crónica, el gato es el personaje alrededor del cual se organizan las escenas y las acciones (el suspenso que provoca su entrada en la cocina, los serenos que vienen a investigar y se lo encuentran en la batea, la preparación del gato para comérselo, y finalmente, el accidente que hace que el gato frito ruede por el suelo y regresen los policías a la casa), vemos que, en la obra de teatro, se elimina esta secuencia y, en su lugar, se le da más importancia a lo que dicen los personajes, a las descripciones del paisaje cubano y a las guarachas que se cantan, algo que tampoco aparece en la crónica mencionada. En el texto costumbrista que escribió Valerio, Matías dice que iba a convidar a “los músicos y cantaores” a la fiesta (1865: 128), quienes llegan puntuales y, poco después, cantan “el punto [y] se bailaba relajo” (1865: 130). Pero no se cita ninguna canción, ni aparecen los versos de Nápoles
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Fajardo (1829-1862?), que comienzan a recitarse en la escena IX de la comedia Perro huevero (1986: 72-74) y continúan al final de la escena X (1986: 79-80), siendo la primera de las dos, la escena más importante de la obra, en la que se apela al público, y Matías, como dice su esposa, ahora llamada “Nicolasa”, ya estaba tan borracho que “ahora, aunque se venga la casa abajo, y nos mate a todos, no se le da cuidado” (1986: 72). Palabras, que podrían parecer premonitorias; ya que, en este momento, Matías (interpretado, esta vez, por el actor Sigarroa) convidó a “todos” a dar vivas por Cuba: “no tiene vergüenza, ni buena ni regular, ni mala, el que no diga conmigo [gritando] ¡Viva la tierra que produce la caña! (Perro huevero, Valerio 1986: 71); y el público respondió dando gritos a favor de Carlos Manuel de Céspedes y la independencia de Cuba (Zaragoza, Las insurrecciones 1872, vol. II: 277; Robreño 1943: 143). Antes de entrar a discutir las versiones del tiroteo, vale recordar que esta era la segunda vez que se ponía en escena la obra de Valerio y que, en la primera oportunidad, también había causado revuelo. Según Joaquín Robreño, en la función anterior, la del 21 de enero de 1869, el guarachero Jacinto Valdés, quien trabajaba con la compañía de los Bufos habaneros, había gritado “Viva Céspedes” y el público que estaba presente lo aplaudió. Valdés no era el actor que representaba el personaje de Matías, aunque otra fuente afirma que fue el propio actor que hacía de Matías, interpretado por Pepe Ebra, quien lo dijo (Carbó 1899: 334). Valdés era uno de los músicos, y el grito no tuvo mayores secuelas legales, ni provocó otras reacciones en aquel momento (Robreño 1943: 141). Al siguiente día, según Robreño, el capitán general de Cuba, Domingo Dulce, lo mandó a llamar y le advirtió que no lo volviera a hacer. Asimismo, dice Justo Zaragoza, el gobernador multó al propietario y al director del establecimiento, José Nin y Pons, con 200 pesos (Zaragoza 1872, vol. II: 276), y en la siguiente función, Jacinto Valdés ya no pertenecía a la compañía que escenificó esa noche la misma obra. Para colmo, antes de la representación, los cómicos fueron advertidos de que no hicieran ninguna manifestación a favor de los separatistas (Robreño 1943: 143). De cualquier manera, los asistentes que estaban a favor de la independencia aprovecharon la oportunidad en que Matías dio
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la voz de viva, para manifestarse a favor de Céspedes con los efectos que ya hemos mencionado. Por esta razón, el libreto de la pieza de Juan Francisco Valerio no explica, ni podría explicar, tampoco, en su totalidad los sucesos que ocurrieron esa noche, porque el texto que tenemos no se corresponde letra por letra con lo que se escenificó, ni hay una frase en ella que incite directamente a los cubanos a apoyar la causa independentista. No obstante, podría decirse que existen suficientes referencias en la obra y en su representación, que pudieron dar pie para crear esta atmósfera patriótica y exaltar los ánimos de los criollos. Primero, ya había un precedente, una función anterior en la que se le había dado vivas a Céspedes. Segundo, se incluía la canción “El negro bueno” como parte de la puesta en escena, que era un tema independentista, a lo cual se une la tolerancia de Domingo Dulce, y el levantamiento momentáneo de la censura que, seguramente, contribuyó a que los cubanos se manifestaran con más libertad aquella noche. A todo esto, hay que agregar que, a diferencia de la crónica que escribió Valerio sobre este mismo tema, en la obra de teatro sí se apela a los criollos, se dan vivas a Cuba, (no, a España ni a la Independencia), y se incluyen referencias de forma indirecta a los indígenas de la Isla, que los cubanos asociaban con la causa nacional. Tales referencias indianistas eran muestras de apoyo a los cubanos, a la vez que simbolizaban una crítica a España. La primera de estas canciones, cuya letra pertenece al poema de Juan Cristóbal Nápoles Fajardo, “El Behique de Yarigua”, dice:
No muy lejos de la antigua provincia de Maniabón se alza un esbelto peñón en medio de la manigua: crece en su falda la sigua florece y pare el copey, se enreda el verde sibey en cedros murmuradores y ostenta sus blancas flores el venenoso quibey.
(Valerio 1986: 72)
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Según Arrom, las referencias al campo cubano en esta guaracha debieron remitir al espectador a la insurrección que estaba aconteciendo (Arrom 1944: 71), lo cual consideramos posible, sobre todo, porque estas referencias al campo son celebratorias, y una larga tradición en la poesía cubana, especialmente del siboneyismo, al que pertenecen estos versos, tendía a exaltar la naturaleza, los frutos y la toponimia de la Isla como factores de identidad nacional. Esta mirada que encerraba sentimientos y emociones de pertenencia al país natal, ya aparece en las composiciones poéticas del Papel Periódico de La Havana y en los poemas románticos de como José María Heredia (1803-1839) y Felipe López de Briñas (1822-1877), lo que explica que algunas de las palabras en que terminan los versos de Nápoles Fajardo sean de origen indiano: “copey”, “sibey” y “Maniabón”. Este poema, que debio despertar resonancias patrióticas en el auditorio, llama a los antiguos indígenas por el gentilisio de “cubanos” y narra la anécdota de un behique o sacerdote de la tribu, que le augura a la grey, un feliz porvenir, y “ufano les pronostica /Siempre triunfar del caribe” (Nápoles Fajardo 1959: 80). Quienes asistieron a la representación, por tanto, debieron reflexionar sobre el valor simbólico de estos versos, la intención política que escondían y la tradición que representaban, algo que los partidarios del integrismo conocían muy bien, pero no podían prohibir por no ser alusiones directas a la independencia. Como decía Juan José Remos en “Deslindes. El Cucalambé como símbolo”, al igual que José Fornaris, Nápoles Fajardo tomó el tema de los siboneyes para sus versos, para cantar de un modo indirecto sobre las inquietudes patrias “haciendo así un tipo de poesía civil que no era rechazada por las autoridades coloniales y que los cubanos entendían perfectamente en todo su alcance” (Remos 1955: 4-A). Si, a esta mezcla de referencias indianistas y “bufas”, sumamos las intervenciones que no estaban prefijadas en el texto, la espontaneidad de los actores, de los músicos, y del público, el reforzamiento de ciertas palabras, la entonación y las muestras de patriotismo en el vestuario de las cubanas, podemos entender por qué la obra provocó la ira de los partidarios de la Corona.
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Por eso, no estoy de acuerdo con Rine Leal cuando dice que “no hay supuestas referencias patrióticas en la pieza” (Leal 1980, vol. I: 78), ni con Escapanter y Madrigal que sostienen que este sainete “en ningún momento tiene implicaciones políticas” (Escapanter y Madrigal 1986: 31). Sí hay referencias patrióticas, lo que sucede es que no están dichas de forma directa. Están apuntadas de modo simbólico apoyándose en el autor en el siboneyismo. El día de la segunda representación de la obra, dice Justo Zaragoza, no se cantó ninguna canción que estaba fuera del libreto; pero los cubanos ya estaban preparados y los periódicos habían divulgado que esta función estaba destinada a recaudar fondos para unos “insolventes”, suponiendo los voluntarios españoles que era para apoyar a los independentistas. Así, por ejemplo, los periódicos El Espectador liberal (20 de enero de 1869) y La Convención republicana (21 de enero de 1869), hablan de una función con un fin “laudable” (Leal 1978: 523). El Diario de la Marina, por su lado, el 19 de enero de 1869, ya anunciaba que los “Caricatos habaneros” pondrían una función “con el objeto de favorecer a una desgraciada familia”, y agrega, que ya eran “muchos los pedidos del público, y esperamos que en maza concurra para tan noble acción” (1869: 3). Según Zaragoza, llegó la noche de la función el 22 de enero, y los cubanos separatistas fueron vestidos con trajes alegóricos, listos para demostrar su apoyo a Céspedes: muchas señoras de las invitadas se dirigieron al teatro, llevando el pelo suelto, y los trajes de azul y blanco salpicados de estrellas. En el local, donde se ostentaban algunas banderas, también estrelladas, fueron aquellas hijas del país recibidas con calurosos aplausos, por sus jóvenes paisanos que las esperaban (Zaragoza 1872, vol. II: 276-277).
La trifulca, según cuenta Zaragoza, comenzó en la cantina-café del establecimiento, cuando unos jóvenes dieron vivas a Céspedes, “mueras” a España, y llamaron “gorriones” a los peninsulares. Y, al llegar algunos voluntarios, estos mismos jóvenes los recibieron “con dos tiros
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de revolver, salidos uno de la cantina y el otro de un extremo del teatro” (Zaragoza 1872, vol. II: 277). Esta versión de los hechos va a contradecir la que dio más tarde Joaquín Robreño en la República, cuando señala que los voluntarios del régimen español ya se habían apostado fuera del teatro antes de comenzar la función, esperando atacar a los asistentes cuando estos dieran vivas al caudillo revolucionario (Robreño 1943: 143-144). Esta discrepancia en las versiones responderá a la ideología de quienes cuentan los hechos trayendo como resultado que aun hoy no sepamos quién tiene la razón. En las descripciones de los sucesos que hacen distintos periódicos, podemos ver el horror de lo que sucedió aquella noche. El 9 de febrero de 1869, el periódico La Época de Madrid, reproduce varios telegramas publicados en El Cronista y, en uno de ellos, fechado el día después de la matanza, se lee: “Durante la representación que hubo anoche en el teatro de Villanueva se oyeron gritos sediciosos y varios circunstantes principiaron a cantar el himno de la revolución. Esto produjo un motín formidable: los voluntarios y la policía hicieron fuego contra el pueblo y este lo devolvió, habiendo resultado cuatro muertos y muchos heridos” (1869: 3). Varios días después, el mismo periódico dice que los muertos “pasaron de un centenar de personas” (13 de febrero de 1869). Mientras tanto, el 5 de febrero de 1869, en el New York Tribune, se lee una noticia con el título “The Cuban Revolution. The Massacres in Havana”, donde se aclara que la mayoría de los testimonios que circulaban en La Habana coincidían en que la refriega había comenzado fuera del teatro, en la cantina, ya que algunos asistentes que tenían revólveres dispararon a los voluntarios y, al escuchar los civiles los disparos, se refugiaron dentro del recinto, y allí entraron los voluntarios y “comenzaron a disparar imprudentemente sobre la audiencia” (1869: 1). La forma en que fueron asesinados y la cantidad de muertos es lo que lleva al periódico a tildar el suceso de “masacre” y a criticar al cuerpo militar español, algo que no hacen los periódicos peninsulares, que ponen el acento en la necesidad que tenía el gobierno de defenderse contra los “enemigos de España” y aquellos que querían “la anexión a los Estados Unidos” (La correspondencia,
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18 de febrero 1869). Después de la independencia, la versión que circuló es la primera que mencionamos, la de Robreño, quien afirma que los voluntarios incentivados por Gonzalo de Castañón (quien fue más tarde asesinado por los revolucionarios en Cayo Hueso, y cuya tumba será “profanada” por los estudiantes de Medicina) se apostaron fuera del edificio y abrieron fuego tan pronto como escucharon gritos. En esta versión, la represalia del Villanueva sería un acto premeditado de este cuerpo formado por peninsulares, canarios y criollos, quienes habrían seleccionado su objetivo y se habrían preparado de antemano para escarmentar a los sediciosos. Se trataría de una acción avalada por el mismo poder, aunque realizada a su sombra, ya que el general don Domingo Dulce no la autorizó, aunque fuera, igualmente, un grupo partidario de su ideología. Esta acción habría consistido en una pena de muerte de facto (sin la transición de la burocracia), en la que representantes del gobierno muestran su poder, identifican sus enemigos y resuelven ejecutarlos o imponer sobre ellos la pena máxima e irrevocable1. No es extraño, entonces, que durante la colonia y, específicamente, durante la Guerra de los Diez Años, el Ejército colonial haya recurrido a ajusticiamientos públicos, como la pena de garrote vil en la plaza llena de curiosos, tal como ocurrió con el general Goicuría el 7 de mayo de 1870, Nótese que la complejidad de la situación se reduce en la bibliografía revolucionaria a un acto premeditado de los voluntarios. Luis Carbó, en el artículo El Fígaro, publicado un año después de la expulsión de los españoles de Cuba (1899), afirma que el recuento que había hecho Zaragoza de estos hechos en su libro estaba lleno de “inexactitudes y disparates” (1899: 334), y afirma que, antes de comenzar la función, los voluntarios se escondieron en los fosos de la muralla cerca del teatro para esperar que el actor volviera a dar el “grito inofensivo de ‘¡Viva la tierra de la caña’ y entrar abruptamente en el teatro a balazos (1899: 334). En esta descripción de los hechos, los revolucionarios ni siquiera llegan a manifestar su sentimiento patriótico. Hasta Rine Leal en su Breve Historia del Teatro Cubano, deja fuera todos los matices, versiones e interpretaciones de este suceso y afirma que, cuando los revolucionarios dieron vivas a Cuba, era “el momento esperado por los voluntarios que se hallaban apostados cerca del teatro. Con saña terrible dispararon sobre el edificio de madera, y cargaron salvajemente sobre los espectadores que huían. El resto es una masacre que se conoce como ‘los sucesos del Villanueva’. Nunca se supo cuántas víctimas hubo, y el estallido de rabia integrista continuó por tres días en las calles de la capital” (Leal 1980: 67-68). 1
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o los voluntarios hayan resulto fusilar a los estudiantes de Medicina, que tenían el propósito de intimidar a la población y convertir la muerte, como dice Derrida, en un espectáculo atemorizante (Derrida 2014: 26). No por coincidencia, dos meses después del trágico suceso, el 9 de abril de 1869, el Diario de la Marina afirma que, en una localidad de La Habana, se encontraban en exhibición objetos y fotografías de la ciudad y que, entre ellos, estaban a la venta fotografías “del teatro de Villanueva en la noche del 22 de enero último” (1869: 3). Con estas imágenes, que lamentablemente no han llegado hasta nosotros, se cierra el suceso trágico. La violencia queda grabada por la cámara del fotógrafo. El recuerdo se solidifica en la placa, con lo cual, la acción, el recuerdo, y la política se hallan unidos.2 Entonces, aun aquellos que no fueron al espectáculo aquella noche, podían comprar un souvenir. Para los independentistas, sobre todo, este recuerdo sería importante, porque los ayudaría a exaltar en el futuro los sentimientos patrios. Por tal motivo, cuando José Martí escribe sus Versos sencillos, 22 años después, la historia del Villanueva se convierte en otro ejemplo del mal que representa España. Al salir el sol después de la matanza, la calle era un “reguero de sesos” y el “sable del español” “nos” acosa y “nos pone fuego a la casa” (Martí 1993, vol. I: 264). Esta recreación del suceso, por consiguiente, deja en claro la importancia del recuerdo para los republicanos, que se va a perpetuar a través de la literatura y que alcanzará, como ocurrió con el fusilamiento de los estudiantes de Medicina, el carácter de duelo nacional. Son estos recuerdos los que fijan en la memoria el valor del grupo, las razones por las que estaban luchando, y el objetivo al que habian dedicado sus vidas (Smith 1985: 21). Dejando a un lado por ahora el testimonio de Martí, me interesa reparar en lo que sigue, en el personaje de la criolla, que se convertirá en un símbolo de Cuba durante la guerra, y que no es ciertamente Nicolasa, ni tampoco las amas que criticaron los escritores delmontinos en Para la relación entre los medios audiovisuales y la memoria cultural, véase el libro de Andreas Huyssen Present Pasts. Urban Palimpsests and the Politics of Memory (2003). 2
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sus novelas de tema negro, ni las otras que aparecen en el teatro bufo, que, como dice Rine Leal, no hacía más que reflejar “el inframundo” de la sociedad cubana decimonónica: “el suelo fértil donde nacen y se desarrollan el matonismo, el machismo, la brujería, la mala vida, la moral flexible y los sueños de ascenso a base del dinero ilícito y los amancebamientos” (Leal 1980, vol. I: 75). No. Esta mujer será la joven criolla, blanca y de clase media, incluso, antigua dueña de esclavos, que los trata con caridad y lucha por su patria. En la épica de la Guerra de los Diez Años y, a partir del enfrentamiento de los independentistas con el gobierno, esta mujer alcanzará un rol protagónico siendo ellas las que desafíen al sistema vistiendo atributos nacionalistas y marchando a la manigua con sus esposos. Por este rol protagónico que adquieren en la guerra, su mayor semejanza es con las “indias” de la poesía siboneyista, como la “Guarina” de Nápoles Fajardo, y las famosas matronas, representantes de naciones europeas y americanas, como Mariana, Britania, Columbia y Germania. Al igual que ellas, esta será blanca, y vestirá en las alegorías de la patria la tradicional sandalia y toga romana. Aparecerá en las obras de teatro independentista liberando a sus esclavos y, aunque es cierto que hubo mambisas con dinero que lo dieron todo por la independencia, como Amalia Simoní y Concha Agramonte de Puerto Príncipe (Prados-Torreira 2005: 56), hubo, también, muchas más que no lo eran y no aparecen en estas obras. Como vimos en la descripción que hizo Justo Zaragoza de los sucesos del Villanueva, el día de la función, las mujeres cubanas asistieron al teatro llevando ropas alegóricas a la causa patriótica y se dejaron el pelo suelto como un signo de libertad. La tradición y el gusto de la época exigían que salieran a la calle con el pelo recogido, y las revistas femeninas publicaban grabados e instrucciones para que supieran cómo hacerlo. Dos de estas revistas fueron El Colibrí (1847-1848), periódico “dedicado a las damas”, editado en Cuba por Idelfonso Estrada y Zenea (1826-1911) y La Moda Elegante, publicada en Cádiz. En ambas publicaciones, pueden verse grabados de mujeres con instrucciones detalladas de cómo peinarse el cabello, de tantas formas que, en el número de enero de 1868, La Moda
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Elegante publica en una sola página un total de 11 dibujos recomendados por el peluquero francés Croisat. Estos peinados mostraban elegancia, buen cuidado de la apariencia física, “limpieza” y “esmero” que, como decía Francisco Barrado (1853-1922) en Historia del peinado (1887), eran las “condiciones que asegurar[ían] eternamente el triunfo de la belleza” (Barrado 2009: 48). Para una mujer, esto era necesario, además, si quería conseguir marido. De modo que, al dejarse el pelo suelto, las cubanas estaban desafiando, no solo la norma, el gusto y los atributos que estos peinados indicaban; también, manifestaban a través de su cuerpo un deseo de libertad, de ruptura con la metrópoli, y no menos con un régimen patriarcal que les dictaba cómo debían vestirse, peinarse y cuál era su rol (siempre subordinado) en la sociedad patriarcal cubana. No por gusto, como deja en claro Francisco Barrada en su libro, el peinado y la moda siempre han sucedido a diversos regímenes políticos y los han reflejado. Así ocurrió con la Revolución Francesa de 1789, en que las mujeres dejaron de usar los corsés y los vestidos abultados, que eran tan comunes en la corte, y vistieron un estilo más sobrio de ropas blancas, hechas de lino, como puede verse en los retratos de Madame Récamier. Por eso, como asegura Barrado, con las instituciones republicanas, apareció “una mayor sencillez en trajes y peinados”, “el remedo de las modas romanas y griegas”. “El peinado más en boga era muy sencillo; reducíase a cortar los caballos que cubrían la frente, por encima de las cejas” (Barrado 2009: 35). Esta forma de llevar el cabello llegó incluso al ejército, y Napoleón Bonaparte, cuando era aún republicano, dice Justo Zaragoza, mandó desterrar trenzas y pelucas en sus oficiales, y las cubanas, para mostrar su solidaridad con los franceses de aquella época, se cortaron el cabello y “en 1868 siguieron la de dejarlo todo largo”, para solidarizarse con los partidarios de Céspedes (Zaragoza 1872, vol. I: 172). Según Zaragoza, el espíritu nacionalista fue extendiéndose en la Isla desde los tiempos del marqués de Someruelos (1799-1812) en los artículos del periódico de La Habana, la Real Sociedad Patriótica, los apelativos de “íberos” a los españoles –como hace Perucho Figueredo en los versos del himno nacional– y actos como este de las criollas, que
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según el voluntario del Ejército español eran más fuertes y decididas que los hombres (Zaragoza 1872, vol. I: 157-173). Es posible ver, por consiguiente, cómo la revolución de 1868 debió imponer, igualmente, una forma de vestir y llevar el cabello las mujeres, que es la que aparece en la alegoría de “La República cubana” (1875) y en el cuadro plástico “El sueño del patriota” aparecido en la guerra de 1895, en la revista Cuba y América (1897-1917). La vestimenta de la mujer en estas alegorías visuales es muy sencilla, pero simbólica. Tiene reminiscencias romanas, y contrasta con lo cargado de los vestidos y tocados que se usaban en la época colonial, especialmente, los que llevaban las mujeres de la aristocracia. Debemos ver, entonces, la forma de vestir las cubanas la noche del Villanueva, como una especie de performance patriótico que utiliza el cuerpo, y el vestuario para protestar contra el gobierno colonial y los estereotipos sociales; lo cual supone la creación de una nueva identidad para las cubanas3. Este gesto implicaba, pues, una reafirmación de su independencia politica y genérica, esta última que, dicho sea de paso, ya había aparecido en Sab (1841) de la Avellaneda, junto con la crítica a la esclavitud y que explica que las caricaturas que aparecen en el semanario El Moro Muza, a propósito de estos sucesos, muestren mujeres blancas, con el pelo suelto y erizados al estilo de medusas con caras de posesas. Estas caricaturas eran acompañadas con composiciones en que se las criticaba por su forma de vestir o de llevar el cabello, como en la que se titula “Modas bayamesas”:
Cabellera suelta al viento Como quien sale del baño Cintas, azul firmamento Y punzó, (color extraño) Con todo su aditamento
(El Moro Muza 31/1/1869: 110). Para el concepto de “performance” que utilizo aquí, véase el ensayo de Diana Taylor “Performing Gender: Las Madres de la Plaza de Mayo”, en Negotiating Performance. Gender, Sexuality & Theatricality in Latin/o America (1994: 275-305). 3
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Cuando el semanario satírico, que dirigía Juan Martínez Villergas, critica a los revolucionarios que fueron al Villanueva vestidos con ropas y símbolos patrióticos, lo hace por la ideología y los códigos culturales que son opuestos a la norma colonial. A partir de entonces, vestir de rojo y azul o llevar el pelo suelto hace que estos sujetos transgredan la cultura impuesta por la Península, e impongan el valor de su propia ideología en la calle. Les permite expresarse sin hablar, mostrando su “moda mambí”, lo cual redunda en una protesta social que, al mismo tiempo, pueden usar sus enemigos como formas de control o de represión, creándose así una atmósfera paranoica y policíaca. Con tal propósito, El Moro Muza, además de describir la forma de vestirse y de llevar el cabello las mujeres, detalla la ropa del “doncel” revolucionario, que estaba compuesta de “camisa de estopa”, “pantalón de fardel”, “sombrero jipi-japa”, machetes, pistolas, y una canana llena de balas (31/1/1869: 110-111). De este modo, los revolucionarios establecían códigos de vestimenta, con los que se diferenciaban en la esfera pública de los españoles, donde unos son vistos como los luchadores activos y los otros, como leales a la Corona. Estas críticas de El Moro Muza se combinaban con las que hacía de los revolucionarios en la manigua, en la que las mujeres también aparecen representadas de formas degradante. Tan es así, que casi un mes después de los sucesos del Villanueva, el 21 de noviembre de 1869, el mismo semanario publicó varias caricaturas de los principales cabecillas independentistas, y, en una de ellas, titulada “Sistema planetario de la manigua”, incluye a dos mujeres: Mendoza y Emilia Casanova de Villaverde. La primera, representando el planeta “Venus” con la siguiente explicación: “esta Diosa de sexo equívoco, fue ministra de relaciones ilícitas”, y la segunda, representando el planeta “Tierra”, “en vísperas de terremoto, que no es pequeño el que se teme en la emigración cubana” (El Moro Muza 21/11/1969: 61). La caricatura de Mendoza la muestra con bigotes y formas varoniles, y la de doña Emilia, con un saco lleno de banderas cubanas. Con estas imágenes, El Moro Muza enfatizaba que la lucha contra los revolucionarios incluía el descrédito personal, y se hacían apelando a los códigos culturales que la sociedad de la época consideraba reprensibles;
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razón por la cual, Quesada y Francisco Vicente Aguilera (1821-1877) eran tachados, en el mismo dibujo, de “ladrones” y “bebedores”, y las mujeres de “promiscuas”. Es decir, en cada uno de estos dibujos, la condición de revolucionario viene aparejada con un “vicio” moral, una trasgresión de los límites que había impuesto la cultura, que les quitaba toda importancia a sus demandas políticas en contra de España. De este modo, la guerra era vista como un vicio tan malo o peor que el lesbianismo, la prostitución, el alcoholismo o el robo, condiciones que irónicamente recuerda el papel de Matías en la obra de Valerio. Es decir, se describen como sujetos improductivos, marginales y de hábitos antisociales. Por eso, también, junto con los calificativos de diosas de “sexo equívoco” y “relaciones ilícitas” que le indilgaban a Mendoza, las mujeres eran representadas en estos dibujos con rasgos deformes, poco atractivos, medusianos y con mano asesina, como aparece en el grabado de Víctor Patricio de Landaluze “La insurrección en 1868-69”, publicado el Álbum Vascongado. Ellas son las amantes de la aventura o las “amazonas”, proclives a entregarse a cualquier hombre en los bosques (especialmente, si eran los esclavos recién liberados), lo cual justificaba la violencia contra ellas por parte de los que defendían la causa colonial. Otra sátira de Juan Martínez Villergas en El Moro Muza, del 21 de noviembre de 1869, nos retrata a las mambisas sin ropas y dando rienda suelta a sus pasiones sexuales: en “la comarca salvaje” y “que no discrepan en nada /De aquella que fue tentada /Por la pícara serpiente” (El Moro Muza 21/11/1869: 58). Estas acusaciones, insultos y burlas volverán a aparecer en la propaganda integrista proespañola en el año 1895, a los cuales responderán los mismos partidarios de la independencia con mujeres que son paradigmas de virtud, heroísmo y benevolencia. Resumiendo, entonces, el análisis comparativo de la crónica “¡Por un gato!” y Perro huevero muestra que, al igual que hay semejanzas entre ambos textos, existen, también, importantes diferencias. La más clara es que, en la crónica, se enfatiza la crítica a las clases populares y se genera un ambiente grotesco, mientras en la obra de teatro, se pone mayor énfasis en la naturaleza cubana y el siboneyismo, que servían de símbolos
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de identidad nacional. Cuando, en 1876, Valerio vuelve a publicar sus crónicas costumbristas “notablemente corregida y aumentada”, no incluye sintomáticamente la pieza “¡Por un gato!”. Seguramente, todavía en medio de la guerra, la reproducción de esta crónica no era recomendable. Aun así, el verdadero performance patriótico no fue su obra, sino la manifestación de las mujeres que fueron vestidas con atributos separatistas a la función y protestaron enérgicamente. Este acto civil ocurre nada menos que dentro de una sociedad fuertemente jerarquizada, en la que la mujer ocupa el lugar del subalterno junto con el esclavo –como decía la Avellaneda–, aunque, paradójicamente, ella misma es representada por los escritores peninsulares como damas cuya moral estaba en peligro. No por gusto, fueron ellas las más criticadas en los periódicos satíricos de la época, y fueron también la imagen de la insurrección, tanto para la prensa española como para la propaganda cubana que la representa llevando la bandera insurrecta. Ella será, a partir de esta fecha, el símbolo de la independencia y de la República cubana.
Capítulo 2
El teatro de la guerra
Después de los sucesos del Villanueva, La Habana vivió “tres días de terror”. En varios puntos de la ciudad, se sucedieron enfrentamientos entre los voluntarios del ejército peninsular y los independentistas cubanos. Se aducía que los voluntarios eran asaltados cuando iban solos por las calles o se les disparaba desde las azoteas y estos, que buscaban acabar con todos los separatistas, respondían con fuego. Dos de los acontecimientos más memorables de estos días fueron el asalto a la casa de Miguel Aldama, un rico hacendado esclavista a quien se le acusaba de conspirar contra el gobierno colonial, y la embestida de los voluntarios al café de El Louvre. En el primero de estos incidentes, los voluntarios alegaron que se les había disparado desde la azotea y allanaron la instalación causando destrozos de todo tipo. El caso del café El Louvre, empero, fue mucho más serio. El incidente terminó con la muerte o con las heridas de la mayoría de los comensales, algunos de los cuales eran extranjeros. Estos sucesos ocurrían mientras del otro lado de la Isla seguía la guerra y se enfrentaban las tropas de Céspedes con las españolas. Llama la atención, sin embargo, que en el teatro de la guerra o en el teatro mambí no abunden las escenas de sangre, muerte y destrucción, como se esperaría de un conflicto bélico que duró tanto tiempo y que desencadenó tanta miseria. Más bien, lo que aparecen son cuadros morales o simbólicos, o, cuando más, personajes que son víctimas de los crímenes de los guerrilleros y de los voluntarios. Obras, como “Abdala” de Martí, incluso, hablan de un escenario tan distante del Caribe como Nubia
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(hoy Etiopía), y el poema dramático de Sellén “Hatuey” recrea el momento del inicio de la Conquista que, si bien como hemos aclarado, es parte del discurso anticolonial, no se refiere a una situación directa de la historia del momento. Con esto, quiero decir que estos dramas ponen énfasis en la moral de los personajes históricos, y en recursos literarios como la alegoría y el simbolismo; no así, en los hechos de sangre. Para hallar una descripción literal de la violencia del año 1868, hay que leer narraciones personales como la de Melchor Loret de Mola, el libro de Ponce de León que habla del “carnaval de sangre” (1873: IV), que habían llevado a cabo los soldados españoles en Cuba para acabar con la insurrección o el testimonio de Balmaseda, quien narra su propia experiencia como prisionero político e incluye un “proemio” donde da ejemplos del horror (Balmaseda 1869: 257-284). Pero estos textos no son obras de ficción, sino testimonios y alegatos contra la opresión española. Por lo tanto, en lo que sigue, me referiré al mensaje ideológico que trasmiten las obras de teatro que se publicaron a raíz del enfrentamiento armado y llamaré la atención al modo en que cada una de ellas representa estos bandos, las formaciones discursivas que proponen y el tipo de lector o espectador al que estaban dirigidas. ¿Por qué las obras de teatro? Porque, de todos los géneros que se utilizaron para narrar la revolución de Yara, el teatro y la poesía fueron los más populares, posiblemente, por la capacidad del primero para representar acciones en vivo y crear una comunidad in situ que compartiera sentimientos entre iguales. Segundo, porque, a diferencia de la novela o del ensayo, el teatro no necesitaba de un público lector, y la ideología podía transmitirse directamente. Tercero, porque, en el caso de los independentistas, como ocurrió con la representación de Perro huevero, a diferencia de otros géneros que se apoyan exclusivamente en la letra escrita, el teatro participa de dos planos (el escrito y el espectacular), y la censura podía tachar todas las frases que considerara ofensivas en el libreto, pero le era más difícil controlar la representación. En ella, los actores y el público podían improvisar, acentuar ciertas frases, cantar tonadas críticas, hacer gestos e, incluso, vestir trajes alegóricos que indirectamente forman parte de
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la experiencia colectiva de la puesta en escena. Como desventaja, hay que señalar que el teatro necesitaba de un público y de un teatro, razón por la cual, después del Villanueva, no hay teatro mambí más que en el exilio o en la manigua. Para entender, entonces, estos dramas, tomemos para comenzar el de Luis Martínez Casado titulado El gorrión (1869), la primera obra en contra de la independencia escrita en Cuba según Rine Leal. El autor era un dramaturgo español radicado en la Isla que escribió sobre el conflicto a través del valor simbólico que le daban los españoles y los cubanos a este pájaro. Los cubanos llamaban “gorriones” a los peninsulares, ya que estos no eran oriundos de Cuba. Habían sido introducidos en Hispanoamérica a mediados del siglo xix, –según la historia vernácula– al abrirle la jaula un español recién llegado, pero se habían extendido por toda la Isla rápidamente. Por su parte, los españoles llamaban a los cubanos “bijiritas” por su insignificancia, y en la función del 13 de enero de 1869, los Bufos Habaneros representaron en el teatro Villanueva la danza de Francisco A. Valdés titulada “Gorriones y bijiritas” que fue interpretada como otro signo de desafío ante la autoridad (Gelpí y Ferro, 1872: 131). La historia que cuenta Martínez Casado en esta obra de teatro está originada en un hecho real, acontecido en la Isla dos meses después de los sucesos del Villanueva. Según el Diario de la Marina, del domingo 28 de marzo de 1869, en la mañana del viernes 26, un voluntario del ejército español encontró un gorrión muerto en la Plaza de Armas de La Habana y se lo llevó al cuartel militar. Los soldados lo pusieron en un suntuoso ataúd y le escribieron poemas, que el mismo diario publicó junto con la noticia. A partir de entonces, el resto de los periódicos se hicieron eco de la muerte del ave, que se exhibió en varias procesiones por la Isla, sirvió de nombre a un periódico y a un vapor de guerra y, en la apoteosis de patriotismo peninsular, dio nombre a esta obra de teatro que Casado escribió y llevó a escena en La Habana los días 15, 16 y 17 de mayo de 1869. La crítica que ha comentado el “entierro del gorrión”, es decir, el hecho histórico que sirvió de base a la obra de teatro, ha señalado las
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diferencias que existían entre los voluntarios y el capitán general de la Isla en aquellos momentos; la “extravagante puerilidad” del entierro, según Antonio Pirala en Anales de la guerra (1895: 469),o más, aun, la “farsa ridícula”, como la llamara José Ramón Betancourt, de aquel “episodio histórico que parece fábula” (Leuchsenring 1937: 44). Por consiguiente, se ha puesto todo el énfasis de la explicación en el aspecto extraordinario del suceso y no tanto, en lo que significó para los integristas. Según el historiador español Eleuterio Llofríu y Sagrera en Historia de la Insurrección y guerra de la Isla de Cuba (1870-1872), el hecho parecería un “asunto pueril y pequeño analizado a primera vista, pero analizado en su significación, tiene mucho de poético” (1870-1872: 533). Es decir, aunque Llofríu y Sagrera reconoce que a simple vista podía ser infantil el enterrar un gorrión con honores militares, este le concedía crédito por el hecho de sentirse los españoles burlados en Cuba con tal apodo, lo cual podía transformar algo tan trivial en un pretexto para expresar el “amor patrio” y por esta razón, él lo catalogaba de un “espectáculo verdaderamente sublime y tierno” (1870-1872: 531). Poniendo a un lado, por un momento, las circunstancias que llevaron a los voluntarios a dar honores militares al ave, quiero agregar que tales muestras de patriotismo vinieron dos meses después de la matanza del Villanueva, luego de la cual, el gobierno impuso una férrea censura sobre este y otros sucesos que sucedieron en La Habana. Simplemente, como dice Luis Carbó, el gobierno prohibió que se hablase del asunto (1899: 335), y las noticias que aparecen en el Diario de la Marina se limitan a dos notas necrológicas: una sobre un voluntario que murió a resultas de las heridas recibidas esa noche (3 de febrero de 1869), y la otra, refiriéndose a un padre y su hijo que también murieron en la reyerta, y los familiares querían dejar claro que no eran separatistas (28 de enero de 1869). Después de esto, solamente apareció el aviso de las fotografías que se vendían en la calle O’Reilly, y la reproducción del acta emitida por el Consejo de Guerra, el 10 de marzo de ese mismo año, culpando a los nueve sediciosos de “traición unos y complicados otros” por haber participado en
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los hechos (Diario de la Marina 10/3/1869: 1). En cualquier caso, eran noticias que incumbían a los integristas y a los voluntarios —ninguno de los cuales recibió un castigo por la matanza—, mientras que nada decían de los otros muertos y heridos en la función. En cambio, la noticia del “gorrión” se convirtió en una verdadera sensación en los periódicos de la Isla, algo que se reflejó en poemas, fiestas, y procesiones en varios lugares del país como hemos apuntado. Desde el punto de vista político se entiende que el entierro del gorrión alcanzara más cobertura periodística que la matanza; ya que, por un lado, era una forma de distraer la opinión pública de aquellos sucesos, y por otro, de incitar al patriotismo y unión de los españoles. Sumado a ello, hay que recordar que el “entierro del gorrión voluntario” tenía un propósito benéfico, y no fue un entierro por el simple gusto de ser patriótico, “ridículo” o “pueril”. Como dice el Diario de la Marina, en su nota del 30 de marzo de 1869, cuatro días después de que los voluntarios encontraron el gorrión en la Plaza de Armas, lo que comenzó como un “broma” se convirtió en “una formalidad, que, no obstante la parte chistosa que todo ello tiene, está produciendo un resultado muy distinto de lo que cualquiera se hubiera figurado, y que al fin podrá contribuir al alivio de algunos que tengan la desgracia de quedar lisiados en campaña” (Diario de la Marina 30/3/1869: 3). En efecto, como asegura este diario y luego recalcan otras noticias que aparecieron, la exhibición del gorrión se convirtió en una forma de recaudar fondos para los voluntarios heridos en la guerra, para lo cual, se publicaron hojas con imágenes impresas, y hasta se propuso exhibir un castillo con soldados en forma de gorriones cuidándolo. Lo que comenzó, entonces, como una “broma”, fue creciendo hasta convertirse en un verdadero arrebato de apoyo a los partidarios del régimen. Por consiguiente, los poemas que le dedicaron al gorrión, no solo hablan de la superioridad de los españoles sobre los cubanos, o de la futura victoria de España en la contienda, sino que constituyeron, también, un reclamo económico para los que combatían con los peninsulares. Tan es así, que uno de los poemas que reproduce el Diario de la Marina dice: “Teniendo los ojos fijos /en
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su potencia ejemplar/ las Cortes deben votar/ una pensión a sus hijos” (Diario de la Marina 30/3/1869: 3). El 2 de abril, a las diez de la noche, según el mismo periódico, se puso fin a la exhibición del gorrión en el cuartel de La Fuerza (3), y para entonces, “entre bromas y veras”, ya se había recaudado una buena cantidad de dinero destinado a socorrer a los que habían quedado inutilizados en campaña. Esto no quería decir, empero, que el gorrión fuera enterrado. Fue, entonces, que comenzó el peregrinaje por otros pueblos y calles del país, como en Cárdenas, en las fiestas del 17 de mayo con música, y estandartes de varias provincias españolas, en el pueblo de Seiba del Agua, el 29 de junio de 1869, y en Guanabacoa, el domingo 4 de julio de 1869. En estos desfiles, además de haber música, estandartes, comida y representantes de la iglesia, hubo acciones patrióticas como la de la cantinera de uno de los batallones de voluntarios de Seiba del Agua, quien, según el Diario de la Marina del 3 de julio de 1869: “vestida ricamente y con gusto militar, marchaba a la cabeza de su sección veredana, conduciendo en sus lindas manos el Gorrión difunto, embalsamado, y colocado en una preciosa cajita adecuada a su tamaño” (Diario de la Marina 3/7/1869: 3). Su exhibición por las calles les permitía a los voluntarios reafirmar de forma simbólica su importancia en la arena pública, arengar al pueblo y a los “patriotas” a favor de España, y recaudar fondos para sus tropas. El hecho, además, de que los mismos soldados y el periódico entendieran tal demostración “entre bromas y veras”, nos indica que los márgenes de estas celebraciones populares, como suelen ser muchas de ellas, eran borrosas y, posiblemente, caían en ese género, tan popular a mediados del siglo xix, llamado “joco-serio”, al que pertenecen las caricaturas de El Moro Muza y la novela integrista de Francisco Fontanilles y Quintanilla. Ver estas manifestaciones de patriotismo desde un único punto de vista (el ridículo o el patriótico) es un error que nos imposibilitaría apreciarlas en toda su complejidad. Por supuesto, esto no quería decir que los que participaron de estas procesiones, especialmente, los voluntarios, no se tomaran en serio que el gorrión fuese un símbolo de la integridad nacional. No. Estas manifestaciones pudieron ser muy patrióticas aun siendo
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“jocosas” o “cómicas”, como la obra de Martínez Casado y algunos de los poemas sobre el gorrión. Después de todo, “gorrión” era el mote que le daban los independentistas a los españoles, con lo cual, quien lo usaba no podía escapar al hecho de que se estaba utilizando el mismo apodo burlesco que les pusieron sus enemigos para definirse. No por casualidad, la obra de Luis Martínez Casado El gorrión lleva el subtítulo de Juguete cómico en un acto. ¿Cómo se mezclan entonces estos opuestos y qué imagen de la guerra nos trasmite este texto? La obra transcurre en una casa de La Habana donde todos son “gorriones”. A la hija más pequeña, le habían regalado un gorrioncito, que es asesinado al final por un “laborante” y que resulta ser el que, más tarde, se encuentran los voluntarios en la plaza. Al comienzo, aparece Isabel, la hija mayor, mirando, desde el balcón de la casa, un desfile militar de voluntarios, en el cual participa su novio. Se nos dice que Isabel quiere “volar” al lado de Don Manuel, con lo cual, ya en esta escena, se establece una analogía entre la joven integrista –y, por extensión, su familia–, y el gorrión, como símbolo de España. La madre, después de escuchar su declaración de amor por Manuel, le dice a la hija que no debería mostrarse tan apasionada, y que no “fuera tan voluntaria para querer volar al lado de tu voluntario”. Como contestación a este juego de palabras y a las alusiones al célebre gorrión, la hija le responde que era normal esta pasión, porque en ella se mezclaba el sentimiento patriótico y el amor, igual que ocurría cuando su madre veía a su padre vestido de militar. Por consiguiente, desde el inicio de la trama, queda claro que la obra es un tributo a los voluntarios, los mismos que participaron en los sucesos del Villanueva. A pesar de esto, no son Isabel ni la madre, Guadalupe, los personajes que tienen más importancia en la obra; sino el gorrión mismo y la hija más pequeña del matrimonio, Luisita, quien servía de cantinera en el batallón militar y era hija de Martínez Casado. A tal grado se muestra este patriotismo a través de ellos, que Isabel se siente celosa de que una niña de ocho años sea la cantinera del batallón y no, ella; lo cual le permite expresar a Martínez Casado lo importante que eran las mujeres para la lucha, al igual que dejar constancia de la necesidad de la lealtad de los
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hijos a la patria de sus padres, aun cuando ni siquiera estos “pueden marcar el paso cuando van sus padres en formación” (Martínez Casado 1869: 7). Por eso, dice Isabel que su verdadera vocación era ser “amazona para pelear junto a mi guía” (el voluntario Manuel) (1869: 8). Irónicamente, el mismo texto se encarga de frenar este ímpetu patriótico cuando la madre le recuerda a Luisa que no era el lugar de una chica ir a combatir, o como había dicho una tal Felicia en un folletín, “el daño” que le hacían las cubanas “a sus paisanos”, cuando los “excitaban a la rebelión” (1869: 8). “Con muy buenas razones”, decía Isabel, la folletinista “le hacía ver a sus lectoras que debíamos dedicarnos a calmar las pasiones de los hombres y a ser las mediadoras en sus desavenencias” (1869: 8). Al mismo tiempo, dice: “cuando veo hombres perversos o ilusos, obcecados en obtener y ayudar, a los que proyectan vender o arruinar una parte de su patria, me vuelvo una leona y quisiera pelear contra ellos y acabarlos” (1869: 8). Todo esto nos reafirma el interés patriótico de la obra, y la importancia que tuvo la mujer en la guerra debido a que eran ellas las que sufrían por perder a sus hijos en “estas mortíferas playas” (1869: 8), y las encargadas de apaciguar las pasiones de los hombres. Ellas eran las “gorrionas”, en su casa /jaula como correspondía a la mujer de la época, cuya área de desempeño estaba circunscrita al hogar y a la familia. Tal vez, por ello, si bien los historiadores y los periódicos que publicaron noticias sobre la guerra de Cuba después de reimplantarse la censura en 1869 hacen hincapié en el activismo de las mujeres mambisas, no actúan del mismo modo con las que estaban a favor de la integridad nacional; ya que no ha trascendido ningún nombre de mujer que luchara a favor del ejército español. Esto, a pesar de que la prensa integrista alababa a las mujeres que cuidaban en 1895 a los soldados en los hospitales militares (Corral 1899: 127). Ni en Cuba ni en las Filipinas, se publicaron reportajes sobre ellas (O’Connor 2001: 65). Cuando más, estas mujeres aparecen confinadas al espacio hogareño, a ser víctimas de la guerra por haber perdido a sus hijos o a sus esposos, como ocurre en El Separatista de Eduardo López Bago (1895). La incertidumbre fundamental del drama no es, sin embargo, la guerra o la relación entre Isabel y la madre, o entre Isabel y su novio.
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El tema que atraviesa la historia de Martínez Casado y sirve de excusa para mostrar el patriotismo, es el del gorrión que alguien “está matando traidoramente” (Martínez Casado 1869: 10). En un inicio, la sospecha recae sobre los criados negros de la casa y, más tarde, sobre un primo de la madre de Isabel que había llegado de Cienfuegos, donde había estado empleado por un “un señor que pasa por insurrecto” (1869: 10). Según Isabel, ella vio al primo de la madre meter en la jaula “la baqueta de un fusil, calentada a la luz de un fósforo y quemar al animalito” (1869: 11). Este acto de sadismo, según Isabel, propio de los “niños malcriados” que se entretenían en “martirizar” a los animales (1869: 11), es lo que provoca la muerte del gorrión al final de la obra. Con lo cual, este “juguete cómico” es la explicación de por qué había aparecido el famoso gorrion muerto en la plaza. El gorrión había sido víctima de un mambí, de alguien de la familia, que “pagaba la hospitalidad que le hemos dado haciendo en casa una felonía” (1869: 11). No sorprende, por lo tanto, que, entre las intenciones de esta obra, esté la de alentar la suspicacia contra los extraños, los criollos que simpatizaban con los separatistas, aun si eran de la familia, ya que Martínez Casado usa la “casa” como analogía del “país”, dividido por la guerra civil. En ese aspecto, si bien la obra parece basarse en un hecho ficticio, es reiterativa en su defensa de la Península, de la cultura y de la literatura españolas, ya que Luisita recita versos de José Zorrilla (1817-1893) para entretener a los visitantes, y muestra continuamente su orgullo español. Tanto es así, que ella misma acusa de insurrectos a los españoles que no dan dinero para apoyar la guerra o no se alistaban en el ejército colonial. De hecho, si bien Isabel es la amante de un voluntario y está dispuesta a defender como “leona” el pabellón español en Cuba, Luisita, es quien entra en la escena exclamando un contundente “¡Viva a España!” (Martínez Casado 1869: 15) en lo que podemos considerar una respuesta a los gritos a favor de Céspedes en la obra de Valerio. Para colmo, durante toda la obra, Luisita quiere jugar a la guerra y obliga al amigo del padre a actuar de cabecilla revolucionario. Mezcla, en sus parlamentos, chistes como el referido al conde de Valmaseda (general Blas Villate de la Hera),
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quien estuvo a cargo del ejército colonial en las provincias orientales entre 1869 y 1870, y muestra raptos de patriotismo, que vistos en una niña de ocho años, ayudan a aligerar la trama y la revisten de cierta ingenuidad. El punto de mayor tensión de la obra llega cuando, finalmente, muere el gorrión de Luisita, “por odio hacia nosotros, sin duda. ¡Que infamia! ¡Que cobardía!” (Martínez Casado 1869: 29), y Manuel trae la noticia de que habían tomado prisionero al primo-traidor-asesino; quien lo mató “porque había pruebas palpables de que era un laborante” (1869: 29). Entonces, todos deciden enterrar al gorrión a la altura de su valor simbólico. Es Luisita la que dice: “si han matado a traición a un débil gorrioncito, España tiene millares de gorriones en muchas de sus provincias y una buena cría de ellos en la hermosa Cuba!” (1869: 30). Para enterrarlo, la familia decide utilizar la cama nupcial, que se convierte en un lecho fúnebre, cuya descripción aparece al inicio del último cuadro de la obra, titulado “mutación-cuadro”: Sala y en ella una lujosa cama de bronce adornada con pabellones nacionales, flores, muchas luces, cintas, coronas, etc., etc., Sobre la cama, en la parte que sirve de descanso se levanta una pirámide vestida con sedas y flores. Encima se ve un objeto de plata u oro y dentro un pajarito disecado. Todos los personajes de la pieza y otros que figuran ser amigos y dependientes de la casa, la mayor parte vestidos de voluntarios, están formados en dos filas, a derecha e izquierda de la tumba y cantan (31).
Por esta descripción de la escena, debemos creer que Martínez Casado y los espectadores eran muy conscientes del poder que tenía la imagen del “gorrión” en Cuba, cuyo cadáver estaba siendo exhibido en el mismo momento en que se estrena la obra en los principales pueblos del país. Así su representación solamente venía a retomar el tema que andaba en boca de todos para darle una nueva dimensión a la guerra, que se traducía, entonces, en una confrontación en las tablas, en la creación de un tipo de teatro comprometido con la ideología colonial. Como consecuencia, el texto mezcla risa y patriotismo de una forma que puede hacer solidarizar al público proespañol con su versión de los hechos y sus
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aspiraciones patrióticas. De este modo, la obra muestra cómo el pájaro se trasmuta en un objeto de reverencia cuasi religiosa para los voluntarios, afianzando el mensaje que trataron de transmitir los que escenificaron el entierro. De esta forma, el arte brinda un basamento “real” a la historia: la completa y confirma la muerte heroica del ave. Así, quienes apoyaban el statu quo de la colonia y simpatizaban con el gobierno debieron ver en estas honras fúnebres teatrales otra forma de demostrar su apoyo a las autoridades. Debió parecerles otro recordatorio de que la guerra tiene víctimas y que es necesario contribuir monetariamente para ayudar a ganarla. Según el Diario de la Marina la obra El gorrión tuvo muy buena acogida. Hubo una entrada regular en las lunetas y era bastante numerosa en las gradas. El público celebró todo lo que le hizo reír o les pareció digno de elogio, pidiendo incluso “la repetición de la parte del canto en la comedia” (Martínez Casado 1860: 3). El entierro del gorrión guarda, por consiguiente, algunas similitudes con la manifestación del teatro Villanueva que vale la pena destacar. Ambas son acciones patrióticas que suceden alrededor del teatro, en la que sus partidarios estarían reflejando su propia ideología a través de trajes alegóricos, banderas, y música. Ambas escenas constituyen performances patrióticas, realizadas a la luz pública que toman como espectadores a quienes se cruzan con ellos en la calle. Ellos eran los símbolos que vestían y con los cuales se identificaban, ya que defendían ideas que eran imprescindibles para la comunidad. Para los independentistas, recordemos que mostrar su ideología en la calle era aun más importante y arriesgado que para los partidarios de España, ya que ellos no tenían acceso a los teatros, ni a la prensa después que se instauró la censura, ni podían convocar libremente a sus seguidores para ver un drama que los favorecía. Después de los sucesos del Villanueva, tuvieron, en consecuencia, que montar sus obras fuera del país. A semejanza de la obra de Martínez Casado, estos textos mambises pondrán el énfasis también en la familia, la mujer y la ideología, pero incorporán como un personaje importante al esclavo, que será testigo y combatiente. Serán ellos quienes profesen lealtad a la causa y sus deseos de independizarse de España. Serán los esclavos
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quienes adquirirán una voz que no tenían antes, mostrando a un mismo tiempo que fueron víctimas bajo el imperio colonial y que estaban dispuestos a tomar las armas. La obra El grito de Yara de Luis García Pérez es la que mejor expresa esta consciencia. En ella, se mezclan elementos históricos del melodrama y del Romanticismo para justificar el derecho de los cubanos a independizarse y exaltar a los héroes, lo que fue la marca por excelencia del nacionalismo romántico, tanto en Europa como en América (Smith 2009: 69). La obra de García Pérez ocurre en el poblado de Yara, donde se alzó Céspedes en 1868, y fue publicada en Nueva York, en 1874. Su autor había nacido en Santiago de Cuba, pero, al estallar la revolución, se trasladó a Matanzas, donde organizó la fabricación de explosivos para ayudar a los revolucionarios (García del Pino 2013: 108). Más tarde, viajó a los Estados Unidos donde, al parecer, se hizo ciudadano norteamericano y vivió un tiempo hasta que se marchó a México1. En la primera escena de su drama en verso, quienes hablan son los esclavos del español Don Fernando Jiménez, padre de la joven Lola. Estos son los hermanos mulatos Inés y Roberto. El diálogo entre los dos comienza con otra breve discusión simbólica. Esta vez, sobre el jardín de la casa que había permanecido completamente descuidado, lo que trajo como resultado que murieran las flores. Pronto, sin embargo, el diálogo pasa a comentar la situación política de la Isla y, en particular, la de Lola, ya que su vida estaba entrelazada con la de las flores del jardín. Dice Roberto: “aunque estas flores las riegues / de noche, mañana y tarde / mientras su dueña este triste, / no esperes verlas fragantes” (García Pérez 1978: 49). Al escuchar estos parlamentos, por consiguiente, cualquiera familiarizado con la literatura romántica, pronacionalista de la segunda mitad del siglo xix, debió inferir que la descripción del jardín descuidado era una Ninguna de las reseñas bibliográficas sobre la vida de Luis García Pérez menciona su nacionalidad norteamericana. Nosotros encontramos, sin embargo, un certificado notarial, expedido el 22 noviembre de 1869 en Nueva York, que afirma que un tal “Louis G. Pérez”, nacido en Cuba el 25 de agosto de 1832, pidió hacerse ciudadano norteamericano y viajar con un pasaporte de este país. 1
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metáfora de Cuba, como antiguo “Edén querido”, al que le cantara Gertrudis Gómez de Avellaneda en Al partir, o en Sab, donde argumenta que toda la Isla era “un vasto y magnífico vergel” (1963: 62). Un vergel maltratado por España y al borde de la guerra ahora, lo cual sirve como una metáfora para hablar de la destrucción del país. Según Moreno Fraginals en Cuba/ España, España/Cuba, historia común, en sus críticas a España, los criollos independentistas se quejaban del estado económico del país y, por eso, la guerra comenzó en las provincias cuya economía estaba más depauperada (2002: 233). El hecho, además, de que fueran los esclavos quienes manifiesten esta consciencia hace aún más dramática la escena, porque ellos eran los encargados directos de velar por la agricultura y quienes muestran, a través de su relación con el paisaje, su amor por la tierra, igual que lo hacía el mulato Sab en la novela de la camagüeyana. De hecho, Roberto, en el drama de García Pérez, se asemeja mucho a Sab, porque al igual que él, es un esclavo educado –algo muy poco común en la época–, y lee autores identificados con el patriotismo insular como José María Heredia, Gabriel de la Concepción Valdés, José Jacinto Milanés, José Fornaris y la propia Tula (García Pérez 1978: 47). El mulato Roberto no es, por tanto, el negro bozal que hizo célebre Greto Ganga en sus obras de teatro, ni el maleante del teatro bufo, ni el sirviente sospechoso de torturar al gorrión en la obra de Martínez Casado. Él, como Plácido, es el mulato instruido, poeta, que tiene la suerte de tener un “buen amo”, quien celebra sus versos y le permite leer a estos autores. Porque don Fernando Jiménez, a pesar de ser español, no era como los otros o, al menos, no era como la mayoría, lo cual justifica que al final de la obra comprenda las razones de Lola y del resto de los cubanos para independezarse de España. En el transcurso de la conversación que tienen Roberto e Inés en este primer acto, se explica que las flores marchitas eran un reflejo del estado emocional de Lola, quien amaba a otro cubano, pero el padre quería casarla con un “duque o noble personaje”, supuestamente español (García Pérez 1978: 50). Con lo cual, el asunto de las flores marchitas introduce el tema central en la obra, que sirve de hilo conductor a las acciones: el conflicto que tiene Lola entre escoger a un hombre del agrado del padre (España) o
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suyo (Cuba), un conflicto típico de otras obras románticas, que aquí tiene un trasfondo patriótico ya que, con su decisión, Lola mostraría de qué lado debían estar la justicia y la lealtad de los criollos. Es decir, su elección amorosa implicaba una elección política, ya que la pareja se unirá en esta obra como alegoría de una solución para la nación. Con ella, Lola les demostraría a los cubanos el tipo de elección que debían hacer para el futuro, que, en su caso, implicaba el rechazo del país del padre y de la aristocracia española en favor del joven republicano. A pesar de esto, como deja claro García Pérez, la nacionalidad no definía al hombre. Una vez que el padre de Lola acepta al novio separatista y las razones que tenían los cubanos para ir a pelear, la mulata Inés le dice a la joven que su padre:
…aunque en España ha nacido es de todos los cubanos un protector y un amigo y del noble castellano el espejo claro y limpio
(García Pérez 1978: 118).
Acto seguido, Roberto apoya esta idea y afirma que no eran los españoles “generosos”, “tolerantes”, “nobles” y “dignos”, los que debían “temer de los machetes el filo”, sino el “déspota insolente” (1978: 119), con lo cual, la propaganda independentista dejaba en claro que un español que simpatizara con los cubanos, podía luchar en sus filas y ser uno de ellos. Este carácter inclusivo de la gesta emancipadora cubana hizo que, en el ejército mambí, lucharan hombres nacidos en España, los EE. UU., la República Dominicana, Perú y otros países. Es un argumento que se repetirá en otras narraciones y en la misma propaganda política de Martí, en 1892. En la obra de García Pérez, el mismo don Fernando es quien resume, al final del drama, la moraleja de la historia. Hablando con Carlos Manuel de Céspedes, el caudillo rebelde al que se han ido a unir él y su hija, y utilizando como ejemplo a Lola, que ha decidido irse con el criollo, le dice:
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Y aunque los padres no quieran los novios al fin se casan Pues bien: la opulenta Cuba hija querida de España llegó ya a esa edad dichosa que la natura le marca en que está de amor perdida por su independencia santa. Lola es la efigie de Cuba; Enrique el galán que ama representante absoluto de la libertad sagrada
(García Pérez 1978: 157).
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La obra termina con don Fernando aceptando el casamiento de su hija (Cuba) con el joven revolucionario. Según expresa don Fernando, esa era la única solución digna que le quedaba a España, ya que Cuba había crecido y deseaba obtener su independencia del padre. Esta alegoría en el drama de García Pérez vendría a reforzar su mensaje patriótico. Vincularía la revolución de Yara con la metáfora de la familia, que será tan común en las narraciones que siguieron a la constitución de las naciones en Hispanoamérica y que, según Doris Sommer, “proveyó una figura para la consolidación aparentemente no violenta durante los conflictos internos a mitad de siglo” (Sommer 1991: 6); aunque, en Cuba, donde todavía se desarrollaba la guerra, la selección del amante significaba seguir la guerra y luchar en contra de España. Representaba una forma de proyectar la patria deseada hacia el futuro, una patria que incluyera tanto a los españoles como a los esclavos que apoyaran la República; por lo cual, la misma obra se convierte en un testamento para preservar y transmitir la memoria de los hombres libres. En estas uniones o romances fundacionales, predominará, por consiguiente, el lugar que ocupan las mujeres blancas y los negros esclavos. Las primeras, porque, ya sea que se casen con un español o con un criollo, su unión representará la victoria de la ideología independentista sobre la colonial. Estos son los personajes de
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Lola en el drama de Luis García Pérez y el de Elvira, en el de Francisco Javier Balmaseda, ambas mujeres blancas, que se casan, una con un soldado separatista, y la otra con un soldado español, que lucharía por la independencia. Este protagonismo de las mujeres en la guerra y en las obras mambisas podría responder a varios motivos. Primero, a su condición de subalternas en la sociedad patriarcal cubana y al hecho de que, desde muy temprano, en el siglo xix, las mujeres criollas eran mayoría en los matrimonios mixtos de cubanos y españoles. Tradicionalmente, emigraban muy pocas mujeres españolas a Hispanoamérica, tan pocas que, en 1860, como dice Moreno Fraginals en Cuba/España, España/Cuba, historia común, el censo de Cuba reportaba la existencia de 82.000 peninsulares y canarios, y eran hombres más del 90% de ellos. Esto hacía que, necesariamente, los españoles tuvieran que escoger entre las criollas para casarse o vivir amancebados si eran negras o mulatas. Por tal motivo, según Fraginals, las madres eran la “impulsora clandestina del sentido cubano de la descendencia” (Moreno Fraginals 2002: 225). Podríamos decir, entonces, que estas obras dan voz a la mujer y al esclavo, mostrando así su conciencia patriótica. No obstante, podríamos también argumentar que esa voz ya está coactada por los mismos intereses de los criollos, que aspiraban a ser libres y utilizan la figura de ambos para justificar su programa político, ya que el negro no tiene voz propia mientras hable por él un blanco, que es el principal beneficiario y el organizador de la guerra. Quienes escriben estas obras no eran negros, ni mujeres y, como aparece en el drama de Javier Balmaseda, la representación de estos al final es harto problemática. Aun así, el hecho de que los revolucionarios tuvieran como una de sus metas la liberación de los esclavos nos indica que, aunque en ninguna de estas narraciones los negros son los líderes, ni los héroes que encarnan la Cuba independiente, estas obras expresaban un deseo de libertad para todos, y una ruptura con el pasado esclavista colonial, reflejo de la ideología mambisa2. Para el debate sobre, si puede el subalterno “hablar”, tal y como lo planteó Gayatri Spivak y lo entendieron Deleuze y Guattari, véase lo que dicen Andrew Robinson y Simon 2
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En el drama de García Pérez, los esclavos son los que denuncian la esclavitud y la equiparan con el sufrimiento que tuvieron que soportar los criollos blancos bajo el sistema colonial. Dice Inés que “los hijos de esta tierra / sedientos de libertades / gobernados como siervos / que un grillo de bronce lamen; / hace tiempo que detestan” a sus gobernantes (1978: 51). Es decir, la esclava es quien llama esclavos a los blancos, quienes eran sus amos; aunque, por supuesto, cuando Inés se refiere a los “hijos de esta tierra”, aquí no se estaba refiriendo a los africanos, y posiblemente, tampoco a los esclavos como ella que veían con desapego la causa independentista. Con casi toda seguridad, García Pérez tenía en mente a los criollos como Céspedes, que son los protagonistas de esta obra. De cualquier manera, nótese como la misma palabra “siervo” es utilizada aquí y a lo largo del drama para referirse a unos y a otros. “Siervo” es el esclavo y el blanco criollo, el que trabaja en el ingenio y el que tiene que sufrir las leyes injustas de la metrópoli. Ambos llevan y “lamen” el “grillo de bronce” y es su deseo liberarse de ese yugo a través de la guerra. De forma muy sutil, pero muy consciente de los réditos simbólicos que acarreaba esta homologación, podemos decir que los independentistas blancos usan la metáfora de la esclavitud para igualarse con los negros esclavos y demandar, de esta forma, la independencia. Así lo entendieron los revolucionarios durante las guerras de liberación en Hispanoamérica, o lo entendió Martí cuando decía en uno de sus Versos sencillos: “yo quiero, cuando me muera, / Sin patria, pero sin amo / Tener en mi losa un ramo / De flores, –y una bandera!” (1993, vol. I: 262), pues “amo” aquí era, metafóricamente hablando, el gobierno de España que imponía su poder en la Isla. Era el “dueño” de sus vidas, si no desde el punto de vista de sus cuerpos, al menos, desde el punto de vista político y económico. Por eso, en el drama de García Pérez, se menciona varias veces esta dicotomía y se escucha en boca de Don Fernando, quien habla de la pelea entre “siervos y tiranos” (1978: 136). De cualquier modo, García Pérez no ignora referirse Tormey en “Living in Smooth Space: Deleuze, Postcolonialism and the Subaltern”, Deleuze and the Postcolonial (2010).
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en esta obra a lo que él mismo llama en una acotación el “despecho” que sentían los esclavos por aquellos que los habían tenido esclavizados. Después de todo, los españoles no eran los únicos que tenían esclavos en Cuba. Había muchos criollos como el propio Céspedes y hasta negros libres que eran dueños de esclavos, con lo cual se justificaban los temores de Inés que no veía en el “horizonte sino brumas y celajes…” (1978: 52). Por esta razón, en el mismo diálogo que tiene con su hermano Roberto, ésta predice que habrá una guerra tremenda en Cuba, pero que “entre el verdugo y la víctima / no sé yo con quien quedarme” (1978: 53). Ellos, los esclavos, como había dicho momentos antes, eran de una clase diferente, “parias miserables / que a todas partes les sigue la humillación y el ultraje…” (1978: 52), por lo que se pregunta:
(Con despecho) ¿Qué ganaremos, Roberto con que a luchar se preparen con los lobos y panteras los tigres y jaguares?
(García Pérez 1978: 52).
La pregunta y la misma explicación que le había dado antes a su hermano señalaban que ella no esperaba nada del resultado de esta lucha, y que ellos, los esclavos, no tenían nada tampoco que ganar. No obstante, Roberto le responde que él no quería “a ese abismo / con tanto rencor lanzarme” y que sí tenía fe en que, con la victoria de los criollos, ellos serían sus iguales (García Pérez 1978: 54). De ahí que, en las palabras de Roberto, se mezclen referencias a la Biblia y a la democracia, ideas de justicia, igualdad, y libertad para todos, que, en efecto, eran parte del programa de los independentistas y que reaparecerán más tarde en la prédica de Martí. Roberto afirma que, de vencer los criollos, estos “rompiendo el yugo execrable / que fomenta entre sus hijos / las divisiones sociales / sabrá con la fe del justo / quebrar los grillos infames” (Martí 1993: 54). Podría decirse que, nunca antes en una obra literaria
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en Cuba, había aparecido de forma tan clara y con tanta fuerza la ideología independentista en pro de la liberación de los esclavos, y nada menos que puesta en boca de un siervo. El único momento en que un esclavo confiesa sus deseos de libertad y rebelión contra los amos en una novela anterior fue en Sab, de la Avellaneda, pero allí el mulato dice “no tengo tampoco una patria que defender, porque los esclavos no tienen patria” (Gómez de Avellaneda 1963: 149). En consecuencia, Sab se niega a secundar una sublevación contra sus amos, limitándose a comparar su situación con la de la mujer y una bestia de carga “que anda mientras puede y se echa cuando ya no puede más” (1963: 149). Si Sab busca mostrar su lealtad al amo, y se ve como parte de la familia esclavista, la obra de García Pérez hace lo mismo. Crea un ambiente de armonía entre esclavos y amos, pero pone en boca de uno de ellos la resolución de ir a la guerra contra España, amparado por un ideal de libertad para todos, logrando hacer coincidir el discurso antiesclavista de Sab y las ideas de democracia, justicia social e igualdad que demandaban y defendieron los mambises. Este mensaje es reforzado cuando la obra escenifica la conferencia que mantuvieron Carlos Manuel de Céspedes y Vicente Aguilera en el ingenio de La Demajagua, en la que se lee:
Aquí millares de esclavos Maldicen su suerte dura, Bajo el látigo, que infama, Y la humillación, que insulta
(García Pérez 1978: 74-75).
No puede sorprendernos, entonces, que después de expresar estas ideas a su hermana Inés, Roberto diga con orgullo que, cuando estalle la revolución: “En la fila de los libres / iré contento a afiliarme, / gritando lleno de orgullo: / ¡Viva Cuba! y adelante” (García Pérez 1978: 55), con lo cual, es una obra que exalta sin ambigüedad el patriotismo de los esclavos y expresa su “orgullo” en el programa de los revolucionarios. En otras palabras, no se muestra su participación en el conflicto como una cuestión de clientelismo
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o de obediencia ciega al amo cuando estos se alzaron en armas. El ejemplo que siempre se cita es el de Carlos Manuel de Céspedes3, aunque, como él, hubo otros hacendados que lo hicieron y todavía se discute qué fue lo que llevó a los negros esclavos a seguirlos (Ibarra, Bonilla, Cento). Si pasaron a ser hombres realmente libres en la manigua o si pasaron a ejercer otras formas de servidumbre. Para la fecha en que se publica esta obra, tanto el gobierno de España como los cubanos independentistas habían declarado su posición final con respecto a la esclavitud. Los liberales españoles que habían llegado al poder con la revolución de la Gloriosa en 1868, habían pasado La Ley Moret o de Vientres libres en 1870, gracias a la cual, quedaban libres los hijos de esclavas, los ancianos y los emancipados en poder del Estado (Balboa Navarro 2003: 25), lo que no era suficiente para los independentistas que aspiraban a la abolición total de la esclavitud. En la obra de Luis García Pérez, es el mismo Céspedes quien expresa esta idea y sugiere que la revolución debía apoyarse en los esclavos para triunfar, aunque esto significara su propia ruina económica. Según el texto, cuando Francisco Vicente Aguilera le pregunta al hacendado bayamés con qué “elementos” contaba para llevar a cabo la gesta, el jefe del alzamiento le responde que los “elementos” sobraban. Entre ellos, los esclavos, quienes serían cada cual “una pantera iracunda, / que destroce con sus garras / cuanto se oponga a su furia” (1978: 77). Esta es la razón por la que Aguilera le pregunta de seguido qué sería de ellos cuando los liberaran, ya que “hoy forman nuestra fortuna” y “a la miseria lanzarnos” “sin brazos ni agricultura” (1978: 79). A lo que Céspedes responde que prefería “perecer como los buenos / y hundir
Como explica Moreno Fraginals en Cuba/España, España/Cuba historia común, el alzamiento comenzó en un ingenio “hipotecado de deudas, como casi toda la manufactura azucarera cubana” (2002: 233). Según Gerardo Castellanos en En busca de San Lorenzo, al marcharse Céspedes del ingenio, “tuvo que dejar, pendiente de cubrir, un crédito a favor del acaudalado José Venecia, dueño del Ingenio Esperanza”. Decía que Venecia “al conocer la ausencia definitiva de Céspedes y suponer en peligro la hipoteca, acudió en demanda ante los tribunales, logrando con facilidad la ejecución a bienes del Prócer. Se realizó la operación en La Demajagua, llevándose Venecia hasta los esclavos y también la célebre campana que fue almacenada en una propiedad de Venecia” (Castellanos 1930: 35). 3
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la frente incorrupta, antes que al carro del crimen / se agarren con mano impura” (1978: 79). Naturalmente, detrás de las palabras de Aguilera estaba la suposición, avalada por años de práctica esclavista, de que solo los descendientes de africanos podían cultivar la tierra y la abolición de la esclavitud llevaría a los criollos a la ruina. Según el líder del alzamiento, no obstante, todos los hombres debían ser libres en una Cuba independiente, conclusión a la que Céspedes realmente no llegó hasta 18704, pero que, en esta obra, es suficiente para que Aguilera reconozca en él un verdadero líder y le entregue su dinero. La preocupación fundamental del texto, más allá de dejar en claro cuáles eran las alianzas políticas de los cubanos, era comunicar el programa que los animaba y crear escenas sentimentales que ilustraran su ideario, especialmente, para un público exiliado en los EE. UU., donde se publicó la obra y, tal vez, se llevó a las tablas, aunque no tenemos ningún conocimiento de esto. Su objetivo era mostrar el espíritu humanista de los patricios orientales, y dejar sentado que, bajo el sistema colonial, todos eran siervos de España que debían luchar unidos por la independencia. En el momento en que Luis García Pérez publica esta obra habían pasado seis años desde el comienzo de la revolución, que ese mismo año recibiría un golpe tremendo con la muerte de Carlos Manuel de Céspedes, el 27 de febrero de 1874. No sabemos en que mes de 1874 se publicó la obra, si fue antes o después de la muerte del caudillo; pero de lo que sí podemos estar seguros es que fue la más importante por el momento en que se produjo y el mensaje que trata de llevar al público. En el momento en que se publica este drama, Francisco Vicente Aguilera, el vicepresidente de la República en Armas, se encontraba en los EE. UU., gestionando pertrechos y organizando expediciones para mandar a la Isla. Al igual que Carlos Manuel de Céspedes, este era oriundo de Bayamo y, al momento del estallido revolucionario, el terrateniente más rico de las provincias orientales de Cuba y uno de los más
Me refiero a la circular del 25 de diciembre de 1870, dos años después de comenzada la guerra, donde, como dice Elda Cento Gómez, Céspedes muestra su “abolicionismo radical”, y pone fin a los servicios forzosos de los antiguos esclavos en el ejército independentista (véase Cento Gómez 2013: 209-210). 4
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acaudalados del país. Era dueño de unas 300 fincas, con medio millar de esclavos africanos, varios ingenios de azúcar, y muchas propiedades urbanas (Céspedes Argote 2008: 19). Al comienzo de la Revolución, como deja en claro García Pérez, Aguilera puso todo su capital en función de la República en Armas, y en 1875, vivía con tanta pobreza en Nueva York que tuvo que internar a sus hijos pequeños y a sus nietos en un orfelinato, porque no tenía dinero para mantenerlos. En el texto de García Pérez, Aguilera es el caudillo generoso que reconoce en Carlos Manuel un “patriota” de “alma generosa y pura / que en el cielo del esclavo / como estrella fulguras”, un parlamento que bien pudiera ser una indicación de la muerte de Céspedes y, por consiguiente, del carácter elegíaco de la obra. Es quien decide entregarle el mando y todo su dinero al bayamés para liberar su patria “en tus manos / pongo toda mi fortuna / y mi suerte y mi riqueza” (García Pérez 1978: 80). De modo que, en vez de leer en este y otros textos un guiño anexionista – como sugería Rine Leal en su introducción al teatro mambí–, hay que leer en esta obra el discurso de la generosidad de los patricios cubanos, y del sacrificio personal de hombres como Céspedes y Aguilera, a quienes se oponían otros cubanos ricos del occidente de la Isla, como Miguel Aldama, que estaban más interesados en la anexión o en la autonomía de Cuba que en la independencia. No por casualidad, el Diario de Aguilera en Nueva York está lleno de referencias al poco interés que tenían los “aldamistas” en liberar la Isla, y las disputas incesantes por tratar de conseguir dinero y apertrechar los barcos para mandar a Cuba. Como dice Aguilera en el Diario, la situación era muy mala “por la apatía con [que] la generalidad de los cubanos pudientes ven hoy la causa de la patria” (Aguilera 2008: 121)5. Al publicar esta obra el mismo año en que muere Céspedes, arrinconado en San Lorenzo, y al exaltar junto con él la figura del viejo terrateniente En otro lugar del Diario, Aguilera afirma que Miguel Aldama, el rico propietario de esclavos e ingenios de Cuba, que a la sazón se había refugiado en Nueva York, tenía “$700.000 dólares para comprar al contado las azúcares para el trabajo del primer mes, [y] no ha podido salvar a Cuba con $5.000” que necesitaban los revolucionarios para una expedición (Aguilera 2008: 94). De esta forma, aparece el conflicto entre dinero y patria, lujo y sacrificio, que reaparecerá más tarde en Martí, Zambrana y otros independentistas. 5
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empobrecido, García Pérez se pone del lado de estos patricios orientales, como él, y reivindica el legado más importante de la guerra: la libertad de los esclavos africanos y el sacrificio de sus héroes. Se pone, por esta razón, también, en contra de los “aldamistas” y de quienes criticaban a Céspedes, como hizo Enrique Collazo (1848-1921) en sus apuntes históricos publicados en 1893. El énfasis que pone en la liberación de los siervos será, sobre todo, el rasgo que definirá la propaganda independentista, a través del cual, mostraban los cubanos su carácter humanitario, desinteresado e inclusivo, al extremo que este proceder aparece en obras que ni siquiera hablan del conflicto bélico, pero que fueron escritas por simpatizantes de la causa como Julio Rosas y Antonio Zambrana y Vázquez. Este motivo reaparece en la obra de teatro Dos cuadros de la Insurrección cubana, escrita por Francisco Víctor y Valdés en los EE. UU. en 1869, y que fue dedicada a “la Junta de Señoras de Nueva York”. En esta obra, don Luis es cubano, ama a su esposa, su padre es un militar retirado, pero él siente que debe defender la patria que es su “madre”: “Yo siento infinito amor / por mi esposa y por mi padre; / más amo mucho a esa madre / y allí me llama el honor” (Víctor y Valdés 1978: 165). Al final, ambos esposos se le unen en la manigua y Carolina se convierte en la abanderada del Ejército Libertador, prometiéndole al marido morir por la causa: “Y si el hado me sujeta / al trance más duro y fuerte / yo sabré sufrir la muerte / seré otra Salavarrieta” (1978: 174). Su obra estaba dirigida a las mujeres cubanas como Emilia Casanova y Ana Betancourt, que apoyaban la causa rebelde y debían imitar a la heroína de la independencia de Colombia, que conspiró en contra de los españoles y fue apresada y condenada a muerte frente a un pelotón de fusilamiento en 1817. Con toda seguridad, Francisco Víctor y Valdés se refería a Policaparpa Salavarrieta en estos versos, quien, al igual que otras “damas americanas / un noble ejemplo nos dan” (1978: 175). Como ya vimos en un capítulo anterior, las mujeres cubanas habían escenificado un año antes una de las protestas más importantes de la guerra en el teatro Villanueva, y en el momento en que Víctor y Valdés escribe este drama, las mujeres desempeñaban un papel fundamental sirviendo de espías en las ciudades, curando
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a los heridos en la manigua y apoyando la propaganda independentista en Norteamérica. Fue esta participación destacada, pero pocas veces reconocida (Fernández 2014: 27), la que les ganó una imagen de sacrificio, fuerza y valor incuestionable, y llevó a escritores como Martí a hablar tan elogiosamente de ellas (Prados-Torreira 2005: 62-63). Francisco Víctor y Valdés, quien, como dice Rine Leal, pudo haber salido de Cuba a raíz de los sucesos del Villanueva (Rine 1980: 160), pudo haberse sentido motivado, también, por su patriotismo al escribir este drama donde toma a la mujer como símbolo de la revolución. Es ella la que, en ambos cuadros de la obra, muestra mayor compasión por los esclavos y, aún, por los españoles, ya que les da la libertad a los primeros y más tarde le perdona la vida a los segundos, cuando estos fueron tomados prisioneros por los cubanos. Darles la libertad a los esclavos era importante, porque, como dice Don Pedro en la obra, la revolución cubana tenía que imitar a las otras revoluciones del continente cuando hicieron al triunfar. Entonces, cada esclavo “será una Parca / unidos a nuestros bravos” (1978: 175). En el caso de los españoles, su perdón demostraría que los insurrectos no eran asesinos, ni bandidos desalmados como mostraba la propaganda oficial integrista, sino hombres “valientes, nobles y generosos” (1978: 190). Esta nobleza de carácter, unida a su patriotismo, se repetirá en otro episodio de la obra de García Pérez y de Francisco Javier Balmaseda sobre Carlos Manuel de Céspedes, que recrea el momento en que las autoridades españolas toman prisionero al hijo del presidente y amenazan al padre con matarlo si este no se entrega. Céspedes, según el texto de García Pérez, propone canjear a su hijo Óscar por varios soldados peninsulares que tenían prisioneros, pero las autoridades españolas rechazan el canje y fusilan a Óscar. En vista de esto, lleno de furia y dolor, Céspedes jura que hará lo mismo con los soldados españoles, pero, un tiempo después, en lugar de aplicar la ley del talión, decide dejarlos ir demostrando de esta forma que era mucho más humano que sus enemigos (Balmaseda 1978: 155). De modo que, la anécdota que cuentan García Pérez y Balmaseda en que los cubanos liberan a los soldados españoles prisioneros puede que sea ficticia, pero coincide con testimonios de la guerra como el del soldado
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Antonio del Rosal Vázquez de Mondragón, quien fue prisionero de los mambises por casi dos meses, y, luego, liberado por Salvador Cisneros Betancourt (Rosal 1879: 184-185). La preocupación de cada uno de estos escritores es con la imagen que deseaban transmitirle al lector, con hacer prevalecer su punto de vista y su agenda política. En la obra de García Pérez, la acción del revolucionario cambia por la convicción personal de no ser vengativo, y no dejar que su vida y su tristeza personal interfieran en los asuntos de la guerra. Lo mismo hará Balmaseda casi veinte años después en la obra que le dedica al “Padre de la Patria”, solo que, esta vez, la decisión de Céspedes viene precedida de un juicio militar en que se debaten las razones en pro y en contra de fusilar a los soldados cautivos y, por unanimidad, todo el consejo de guerra decide pasarlos por las armas. En contraste con la obra de García Pérez, Balmaseda no escribe este drama en verso, lo cual le permite agregar más ideas y anécdotas de la guerra en las intervenciones que hacen los actores. Al igual que en El Grito de Yara, aquí el argumento sigue el programa revolucionario, el cumplimiento del artículo 24 de la Constitución de Guáimaro, que ponía fin a la esclavitud, la legalización del matrimonio civil y la libertad de culto. También, como en la de Francisco Víctor y Valdés, se establece una semejanza con los independentistas hispanoamericanos de principios del siglo xix, en especial, con la orden que dictó Bolívar de “degollar a ochocientos prisioneros españoles que estaban en las bóvedas de la Guaira” para establecer el respeto a los capturados por ambos ejércitos (Balmaseda 1978: 217). El cuadro que crea Balmaseda sobre la muerte de Óscar y la decisión que tomó Céspedes de no matar a los presos, es más dramático que el que aparece en la obra de García Pérez. Su decisión de perdonarles la vida viene a contradecir la del Consejo de Guerra en un acto que podríamos ver como autoritario, y que no es motivado por su propia conciencia de no inmiscuir su vida personal en los asuntos de la República, sino por las palabras de una de las esposas de los detenidos, quien, a pesar de ser cubana y patriota, se había casado con el comandante que iba al frente del destacamento español. Ante el rechazo inicial de Céspedes por haber escogido de marido a un español, Elvira cuenta su historia personal y la
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de su familia. Afirma que había apoyado la guerra, que había marchado al monte con ella, pero que, un día, fueron sorprendidos por los guerrilleros y que, cuando uno de ellos se disponía a matar a su padre, el comandante español le salvó la vida y más tarde le propuso casamiento. Elvira lo amaba, pero, a pesar de todo, manifiesta: “sentí en mi pecho la terrible lucha del amor y el patriotismo y venció el amor; me uní para siempre a aquel hombre bueno y generoso” (Balmaseda 1978: 225). Esta historia es la que hace cambiar la opinión de Céspedes en el drama de Balmaseda, que les perdone la vida a los soldados. Desde el punto de vista histórico, por supuesto, el personaje de Elvira y los cautivos son ficticios; no obstante, el pasaje sirve para demostrar nuevamente la humanidad de los mambises y la injusticia que cometían los españoles al fusilar a los prisioneros. Pero, sobre todo, la historia de Elvira muestra cómo estas uniones, ya fueran entre la hija de un español y un criollo, o de una criolla y un español, simbolizaban el futuro de la patria, y presuponía de qué lado debía estar la justicia, ya que muestra que los revolucionarios, a pesar de vivir en la manigua, alejados de la “civilización” y las instituciones civiles, seguían creyendo en el matrimonio como base de la sociedad cubana. Esto es, creían en la moral burguesa que servía de norma para todos los ciudadanos del país, y dejaban en claro que respetaban la dignidad de las mujeres que se les unían, ya que en los campamentos rebeldes se efectuaban bodas civiles, oficiadas por jueces municipales o prefectos, quienes exigían dos testigos por cada pareja (Prados-Torreira 2005: 60). No daban rienda suelta a la promiscuidad y al “libertinaje”, como sugería El Moro Muza, para desacreditarlos, publicando caricaturas donde las mujeres regresaban de la manigua con hijos mestizos o eran abandonadas por sus esposos. En estas obras, se subraya el compromiso de la pareja, la ceremonia oficial del matrimonio y el triunfo de una ideología que, según ellos, era la que mejor le convenía a la patria. Así, Lola es la hija de un español que decide amar a un criollo. Elvira se casa con un comandante español y lo mismo ocurrirá en el drama de Félix R. Zahonet “Los Fosos Weyler o la Reconcentración” (1899), donde, a pesar de ser una historia sobre los “reconcentrados”, (los civiles que fueron sacados de sus casas y mandados
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a las ciudades por Valeriano Weyler para evitar que apoyaran a los mambises), la heroína termina siendo Sofía, otra hija de un comandante del ejército peninsular, quien al final se casa con Felipe Moliet, un comandante del Ejército Libertador. Sofía, como su nombre indica en griego, encarna la “sabiduría” y representa los sentimientos de caridad, respeto y bondad en la obra. Es ella quien aboga por los reconcentrados y critica al gobierno de España por las injusticias que cometían en Cuba. La obra de Zahonet, por lo tanto, habría que incluirla en el mismo grupo de “Carlos Manuel de Céspedes”, de Balmaseda, ya que ambos están más preocupados por reescribir la historia con vistas al futuro que por abogar por la independencia. Las tres obras demuestran, además, la importancia que la literatura independentista le daba a las mujeres y el respeto que se ganaron, respeto que no estaba exento tampoco de críticas, ya que, a través de ellas, también, los españoles podían llegar a conocer las intenciones de los cubanos como aparece en varias anotaciones de Vicente Aguilera en su Diario de Nueva York. En ninguna de las obras de teatro que hemos estudiado, empero, aparece esta crítica. Allí la mujer es la que defiende y se sacrifica por la revolución. Era ella la que con toda libertad elegía a su pareja, y esa elección estaba basada en la ideología libertadora, a un mismo tiempo, racial y cultural, que les interesaba subrayar a los independentistas. Léase, por ejemplo, la defensa que hace uno de los personajes en la obra de Balmaseda de los soldados españoles que tenía Céspedes en su campamento. Bernabé Varona los defendía ante los argumentos de Figueredo, que pedía la pena de muerte para ellos por las siguientes razones: No olvidemos que pertenecen a nuestra raza, que hablan nuestro idioma, que profesan nuestra religión. No olvidemos que los españoles, mezclados con nuestras familias, son un factor importantísimo en nuestra sociedad. El día de la paz, que no está lejos, cuando la bandera de la estrella solitaria ondee en el Morro de La Habana, vendrán a entonar con nosotros el hosanna a Dios y el himno de la victoria a los hombres, y serán, no dudáis, una de las columnas en que se sustente el edificio de la patria que ahora estamos levantando (Balmaseda 1978: 219).
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Por esto, sugiero que, a pesar de que Balmaseda ubica el escenario de su obra en 1868, realmente, está pensando en el futuro de Cuba (su presente cuando publica esta obra en 1900), momento en que los cubanos ya habían ganado la contienda, y de lo que se trataba era de fomentar la paz. Como resultado, esta obra no tiene como objetivo fomentar el odio a los “tiranos”, como habían declarado otros independentistas, sino crear las bases para una Cuba posindependiente, unida todavía con España por lazos de raza (blanca), religión e idioma. En resumidas cuentas, lo que le preocupaba a Balmaseda era destacar cómo fomentar nuevas alianzas para que, después de la guerra, Cuba siguiera siendo blanca y española. No por gusto, en la obra de Zahonet “Los Fosos Weyler o la Reconcentración” (1899), abundan también los militares españoles que critican a su país o que critican el modo en que son tratados los reconcentrados, y se destacan los personajes que, habiendo nacido en Cuba, respondían a intereses peninsulares. En el momento en que Balmaseda y Zahonet publican sus obras de teatro, líderes del Ejército Libertador, como el propio Máximo Gómez, llamaban a la “reconciliación”. Destacaban la necesidad de evitar la violencia en contra de los españoles que habían decidido quedarse en Cuba, y añadían que la guerra no se había hecho en contra de España, sino de la administración colonial (Vinat 2004: 81-82). Se entiende así que, en esta obra, una vez que Céspedes le perdona la vida al batallón de soldados españoles, estos decidan incorporarse a las huestes mambisas, afirmen con alegría que ya eran cubanos y juren, “arrodillados ante la bandera cubana”, su lealtad a la república (Balmaseda 1978: 226). Con esto, quiero decir que los textos independentistas de la guerra se apropian de la metáfora de la familia y del matrimonio, incluso, entre enemigos, para demostrar la superioridad de los valores revolucionarios, representados en la acción magnánima del héroe y la posibilidad de que, después del triunfo, ambos antagonistas se reconciliaran. Muestran el futuro de la patria de forma alegórica a través de las parejas heterosexuales, como ya había sucedido en el continente, para fomentar la idea de nación.
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Por eso, Doris Sommer, al hablar de los posibles enlaces amorosos que propone la novela Sab afirma que el único que consolidaría esta idea en Cuba era el que representan el mulato y su ama blanca, Carlota, ya que “Sab ya es la proyección de la consolidación nacional” (1991: 133; traducción nuestra). Y es cierto que la obra de la Avellaneda alude a la oposición entre los protagonistas “ilegítimos” (los extranjeros) y los legítimos (los cubanos) (1991: 134). No obstante, sería un error llamar “cubanos” a los negros, ya que ni estos, ni los mulatos en esta novela, entran dentro del concepto de patria o de nación que tenían las élites letradas en este tiempo, y el mismo Sab argumenta en la novela que los “esclavos no tienen patria” (1991: 149). Es cierto, por otro lado, que la narradora nos lleva a pensar que Carlota estaría mejor con Sab que con Enrique Otway, cuyo único interés en la criolla es el dinero que heredaría del padre. Pero esta relación es imposible, porque Sab es esclavo y mulato, y ni la ley ni las costumbres hubieran permitido tal matrimonio. De hecho, no existe en la literatura de la guerra una propuesta igual a la de la Avellaneda. Ninguna de las obras de teatro, ni las novelas de tema negro independentista –a pesar de que citan a Sab– propone una unión de este tipo para consolidar el proyecto nacional. Sab es un ave rara, como lo es el ambiente idealizado del ingenio Bellavista en la literatura antiesclavista de la primera mitad de siglo. Las uniones en la literatura de la guerra serán entre blancas y blancos, entre criollas hermosas, como Carlota, Lola, Carolina, Elvira, y Cachita, en la novela de H. Goodmann, y jóvenes valientes que están a favor de la república cubana. Tales uniones, que excluyen al mulato o al negro, intentan definir la patria o la nación dentro del paradigma blanco-español; lo que es otra de las tantas formas en que se presentó el miedo al negro en el discurso independentista cubano. Por supuesto, las relaciones de géneros eran mucho más complejas en la vida real, que cualquiera de estas uniones literarias, y debieron ser muchos los casos diferentes de uniones o, incluso, de violencia en una guerra sin cuartel, que duró diez años. No obstante, no podemos pedirles a estos textos que sean realistas, ya que los autores estaban más interesados en mostrar su ideología
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y en defender la patria. Ellos trataban de justificar la guerra contra España por los males que producía el colonialismo, y mostrar las características superiores de generosidad y sacrificio de los cubanos, su deseo de libertad para todos, aunque esto significara, como lo fue para Aguilera, su ruina económica. Tal vez, por esta razón, nunca se aclara en estas obras si alguno de estos esclavos realmente no quería luchar o seguir sirviendo a su antiguo amo en la manigua, y podríamos pensar que no se dice, porque no estaba en el interés de ninguno de estos dramaturgos hablar del tema. Cuanto más, como hace García Pérez, se nos sugiere, que algunos esclavos sí pudieron sentir “rencor” o “despecho” e, incluso, no sentirse comprometidos con sus ideales, porque, al fin de cuentas, ellos eran de una clase aparte. A pesar de todo, en estas obras, aparece por primera vez en la literatura cubana el testimonio del negro o del mulato esclavo dispuesto a luchar por la libertad y la República. Son ellos quienes plantean la situación de los criollos blancos, y quienes más tarde le muestran a Lola las injusticias que se cometían con ellos en los ingenios. El hecho de que uno de los actos fundacionales de la República haya sido el darles la libertad a los siervos da origen en la retórica revolucionaria al discurso del “agradecimiento”, y su contrario, el de la “ingratitud”, que puede verse lo mismo en la obra de García Pérez, que en la de Balmaseda y las crónicas de Martí para el periódico Patria. En la obra de Balmaseda, el tema aparece primero cuando Carlos Manuel de Céspedes decide darles la libertad a los soldados españoles, quienes, a su vez, deciden unirse al ejército mambí. La segunda vez que aparece es cuando se narra la destitución de Céspedes del cargo de presidente de la República, otro hecho histórico que, en efecto, dividió a los cubanos independentistas, y que el propio Antonio del Rosal Vázquez de Mondragón pudo presenciar cuando estaba prisionero en el campamento rebelde. Balmaseda, que era amigo de Céspedes y tuvo que huir de Cuba a raíz de ser juzgado como insurrecto, pone en los labios de Elvira estas palabras, que demuestran su inconformidad con la destitución del presidente: “¡Ah!, el padre de la República, el que todo ha sacrificado por la independencia, no cabe en su patria. Así le sucedió a Simón Bolívar… A veces pienso que la ingratitud,
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es un sentimiento natural en el hombre…” (Balmaseda 1978: 239). Esta no es la única vez que Balmaseda compara a Céspedes con Bolívar y el poco respaldo que recibió de sus correligionarios en Colombia. En sus notas sobre Céspedes, Balmaseda había hecho ya esta comparación en Los Confinados (1899: 272-273), y si leemos el drama, podremos ver que todo hasta este momento justifica sus palabras, debido a que la obra muestra cada uno de las heroicidades de Céspedes, exaltándolo como la figura principal del movimiento y mostrando a contrapelo, la injusticia que se cometió con él. La decisión de Céspedes, al final del texto, de dejar la Isla para evitar una guerra civil dentro de las mismas fuerzas independentistas es un reflejo de la actitud que asumió Bolívar cuando, después de haber liberado cinco repúblicas, murió “abandonado de los suyos, de aquellos mismos a quienes había dado la vida política” (Balmaseda 1978: 239). De esto, se desprende que Céspedes sea visto como “el padre y fundador de la República” (Balmaseda 1899: 278), siendo sus “hijos” unos ingratos. No es de extrañar, entonces, que Balmaseda termine esta narración con la muerte del caudillo a manos de los soldados españoles –lo cual es un hecho histórico– posibilitada, nada menos, que por un acto de traición de alguien que, simbólicamente, como dice en el texto, se lo debía todo: el antiguo esclavo “Papá Pancho”. Este personaje aparece en varios pasajes de la obra sin adquirir en ella mayor relevancia hasta el final. Su función es la de buscar comida y servir de cocinero a Céspedes, mostrándole reverencia y argumentando en un momento que este había hecho “pedazos” las cadenas de los negros y que, por eso, era el “Moisés de mi raza” (Balmaseda 1978: 228). Más adelante, incluso, le confiesa a Elvira que “los africanos tenemos una cualidad de gran valor: somos agradecidos; olvidamos fácilmente los agravios, más nunca los beneficios” (1978: 231). Y, a continuación, afirma, a pesar de su avanzada edad, que veía a Carlos Manuel de Céspedes como “si fuese mi padre”, ya que “todo se lo debo” a él (1978: 232). Sin embargo, fue “Papá Pancho” quien traicionó o “vendió” a Céspedes, quien le dijo a la tropa española dónde estaba escondido y guio él mismo a los soldados hasta San Lorenzo. La última mención que se hace a su figura en el drama es casi al final cuando una vez que los soldados españoles celebran el haber
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dado muerte al ex presidente de la República, un coronel español mata al esclavo, mientras le dice estas palabras: “toma, toma, negro traidor, no volverás a vender a tu señor…” (1978: 241). El acto del esclavo contradeciría, de este modo, sus propias palabras a Elvira, su historia de “lealtad” y agradecimiento a su antiguo amo, que, en un gesto fundacional de la República, lo hizo libre. Poniendo, entonces, a un lado por un momento la historia real, quiero recalcar que esta no es la única vez que Balmaseda cuenta esta anécdota. En realidad, la anécdota aparece –sin los ribetes de ficción propios de una obra de teatro– en su biografía del caudillo, escrita y publicada el mismo año en que murió el revolucionario. Esto es lo que dice Balmaseda sobre cómo murió Céspedes en San Lorenzo: Hallábase el ex-presidente el 27 de Febrero de 1874 algo retirado de su campamento, en un bohío (choza) que estaba en un punto escombrado, poco espacio, so y rodeado de áspera montaña. Aquel día había caído prisionero de una columna enemiga del regimiento San Quintín un hombre de color, africano, que había sido su esclavo y él le había dado la libertad, lo mismo que a todos sus compañeros. Desde el pronunciamiento de Yara aquel hombre lo seguía lleno de agradecimiento y de afecto, y había llegado a adquirir toda su confianza. El comandante de la columna española, mandó, como de costumbre, que se le fusilase, y el pusilánime liberto, careciendo de valor para morir como tantos otros, ofreció, si se le perdonaba, designar el punto donde estaba Carlos Manuel; y aceptada la propuesta, quedó cambiada por su obscura vida la del Mesías de su raza (Los confinados, Balmaseda 1899: 275; el énfasis es nuestro).
Nótese que la historia que cuenta Balmaseda en ambos textos es la misma. En ella, el negro liberto le debía agradecimiento y lealtad por ser el “Mesías de su raza”. En cambio, lo traiciona, como Judas traicionó a Cristo; con lo cual, se explica que la historia de Céspedes en esta narración se convierta en una sucesión de traiciones y desagradecimientos. En ambas historias, las figuras de Bolívar y Cristo son las que le sirven de referencia para crear la imagen del héroe. ¿Qué tiene de cierta esta historia entonces? En primer lugar, es cierto que los españoles
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llegaron al campamento de Céspedes a través de un negro que las tropas españolas habían tomado prisionero. Balmaseda pudo saber este dato, porque, en el momento que ocurrieron los hechos, el periódico integrista La Voz de Cuba se hizo eco de la noticia y relató la sorpresa. Dice La Voz de Cuba el 6 de marzo de 1874: “en un reconocimiento hecho por fuerzas del batallón San Quintín fue cogido un negro, quien al oír la orden de que fuese fusilado, prometió, si le perdonaban la vida, descubrir el paradero del que se tituló presidente de la República de Cuba” (Castellanos 1930: 294). No parece ser cierto, por la narración de Castellanos, que el negro haya sido esclavo de Céspedes o que incluso haya sido su ayudante. De todas formas, parece que circuló el rumor de que había sido un sirviente del presidente, porque en El Diario Perdido, Eusebio Leal reproduce unas anotaciones que aparecen al final, con una letra diferente a la de Céspedes, en la que se dice que el aviso lo dio “un negro presentado que había sido sirviente, ordenanza o asistente (algunos dicen que fue esclavo) del presidente, Marqués de Santa Lucía el C. Salvador Cisneros” (Céspedes 1994: 298). Gerardo Castellanos, sin embargo, en su documentado libro En busca de San Lorenzo (1930), que no cita Eusebio Leal, y tal parece que no lo conoce, reproduce varios documentos de la época, incluso, del propio Céspedes sacados de los archivos familiares, donde se patentizan las rivalidades entre el bayamés y quienes lo destituyeron del cargo, como el mismo Salvador Cisneros, y temían, que se sublevara contra ellos como expresa en una de sus cartas el general Calixto García Íñiguez (Castellanos 1930: 216-218). En su investigación, Castellanos aporta más datos sobre la sorpresa y el traidor, argumentando que este se llamaba Ramón Jacas, que era un negro lucumí, a quien también se lo solía llamar “Papá Ramón” (1930: 223)6. Castellanos encontró su nombre en el registro En su biografía de Carlos Manuel de Céspedes, Balmaseda muestra su desacuerdo con la deposición del primer presidente de la República. Habla de la falta de unidad, las diferencias entre los grupos revolucionarios, la pérdida de reconocimiento a nivel mundial, y la dificultad posterior que tuvieron los cubanos para encontrar otra figura que tomara el puesto. Dice que Céspedes “desempeñó la Presidencia de la República por reelección, hasta el 27 de 6
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de presos de la Cárcel de Santiago de Cuba, donde constaba que era de África y tenía 60 años. Dice que Ramón había sido un soldado insurrecto, que mientras trataba de llegar a Jamaica en una embarcación junto con el general Francisco Vega, naufragó cerca de la costa y vino a parar adonde se encontraba Céspedes. Nunca se cuestionó su fidelidad a la causa revolucionaria y un día, salió del campamento a forrajear y fue sorprendido por los españoles. Fue llevado a Santiago, y se le obligó a servir de práctico a cambio de un indulto. Según Castellanos, Ramón no pensó en el mal que iba a producir al entregar a Céspedes. Pensó que acompañaría a la tropa española hasta cerca del lugar, y una vez que los cubanos se dieran cuenta, tendrían tiempo de huir. Desgraciadamente, eso no fue lo que ocurrió y la sorpresa de la prefectura llevó a la muerte del bayamés. No obstante, Ramón en la primera oportunidad que tuvo se escapó y se incorporó nuevamente a la guerrilla cubana hasta que murió en Santiago de Cuba, el 8 de enero de 1879. Hasta ese momento, dice Castellanos, “no dejó de lamentarse de haber sido el causante de la muerte de Céspedes” (Castellanos 1930: 224). En la obra de teatro de Balmaseda, esta historia aparece de una forma diferente. Los españoles matan a Ramón poco después de traicionar al Padre de la Patria. No sería exagerado decir que, con este final, Balmaseda culpa tanto a los revolucionarios blancos que se opusieron a Céspedes (Félix Figueroa, Aguilera, incluso, el propio Estrada Palma, quien sería más tarde el primer presidente de la República cubana), como a los negros por la muerte del fundador y “Mesías” de su raza7. Lo hace al mismo Octubre de 1873, en que el Congreso tuvo a bien deponerlo, por haber extralimitado sus facultades, legislando en asuntos judiciales y otros que no eran de su incumbencia” (Balmaseda 1869: 270). La decisión de ir contra el Consejo de Guerra podría ser un ejemplo en la obra de teatro de esta usurpación de poderes. No obstante, como he dicho, es una anécdota ficticia y, además, se utiliza para mostrar la humanidad del héroe en momentos de gran tristeza. Según Balmaseda, la verdadera causa de la deposición de Céspedes fue el haber nombrado a Manuel Quesada, el representante de la República en Armas en los EE. UU., para recaudar fondos y organizar expediciones. Quesada era el hermano de su esposa (1899: 271). 7 La asociación de Céspedes con Cristo se repite en el libro de Fernando Figueredo La Revolución de Yara 1868-1878 (1902). Cuando le dieron un tiro en la pierna, dice Figueredo,
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tiempo que, como dice en el texto, los cubanos debían de perdonar a los españoles por ser “de nuestra raza” y haber conformado el tronco fundacional de la identidad criolla. De este modo, si bien Céspedes se había convertido en el “Padre” de todos los cubanos y, en especial, de los negros, según la propia confesión de “Papá Pancho”, su muerte solo puede indicar un acto de deslealtad y desagradecimiento, un recordatorio de que la alianza debía ser con los españoles. En conclusión, podemos decir que, en la literatura de la Guerra de los Diez Años, juegan un papel fundamental las obras de teatro y, dendro de ellas, los personajes de las mujeres. Son ellas las que representan de forma más clara el amor a la patria y el destino de la nación. Son ellas por las que van a luchar con los revolucionarios, cuya “patria” tiene forma de “madre” y de mujer. En la obra de Martínez Casado, la mujer peninsular no va a combatir, ni libera a sus siervos. Solamente el novio voluntario lucha por mantener a Cuba bajo el poder de España. La mujer, como aclara el texto, se limita a apoyar al hombre, al mismo tiempo que el texto critica a las criollas por alentar a los cubanos a salir a combatir. Son dos perspectivas diferentes de la mujer, demostrativas del cambio de estatus social que pronto iban a alcanzar las criollas; ya que su participación en la guerra les da prestigio y la muerte de sus esposos en la manigua hace que sean las nuevas encargadas del sustento familiar. En las obras independentistas, sin embargo, la mujer que aparece es la joven blanca, con dinero, que libera a sus esclavos, cuya posición social cambia de forma radical, como se modifica, también, la de los esclavos. En todos los casos, son matrimonios o alianzas ideológicas que muestran quiénes eran los partidarios de una Cuba libre e independiente de España. “se veía una mancha de sangre que señalaba la primera caída de ese segundo Nazareno” y, cuando disparó, una bala de su revólver se incrustó en un árbol “como una reliquia” (1902: 42). Más tarde, su hijo fue recogiendo los fragmentos de su cuerpo. Figueredo hace mención a dos hipótesis sobre la muerte de Céspedes, una de Lacret, que piensa que los españoles no sabían quién era Céspedes, y la otra, la de un negro que él llama “Robert”, que fue quien lo delató. Figueredo se inclina por la versión de José Lacret Morlot (1850-1904) quien estuvo con Céspedes en San Lorenzo.
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Víctor P. de Landaluze: “Insurrección en Cuba 1868-1869”. Álbum vascongado (La Habana, 1869).
Fotografía de los “distinguidos artistas Varela y Suárez”, “Cuba siempre Española”. Álbum histórico-fotográfico de la guerra de Cuba desde su principio hasta el reinado de Amadeo I. La Habana: Imprenta (“La Antilla”, 1872).
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Galán y Muguer: Historia de la insurrección y guerra de la Isla de Cuba (1872), de Eleuterio Llofríu y Sagrera.
“La República cubana”, Impresor Kimmel, Nueva York (1875). Ámbito de José Martí de Guillermo Zéndegui (La Habana, 1954).
Capítulo 3
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“Los ojos de la india (pues no pretendemos disputarla este nombre) se encontraron con los de la linda criolla”. Gertrudis Gómez de Avellaneda, Sab
De igual forma que los periódicos integristas criticaban a las mujeres que apoyaban la causa libertadora, tanto la propaganda política a favor del separatismo como en su contra, criticaba también a los hombres que no los favorecían, exigíendoles su lealtad. Esto fue así, al extremo de que se crearon prácticas diferentes a la hora de juzgar a los partidarios de uno y otro bando en la manigua cubana, lo que significó que los separatistas ejecutaran a todo cubano que sirviera a las órdenes del régimen colonial o que fuera acusado de traidor. Este discurso de la lealtad o de la continuidad genealógica puede verse representado en la forma en que los independentistas hablan de los antiguos indígenas, para autolegitimarse, algo que los partidarios de la Corona criticaron, pero usaron igualmente para manifestar su derecho de posesión de la colonia. En lo que sigue, por tanto, me interesa destacar cómo ambos bandos recurren a la historia colonial para justificar sus programas políticos. Los españoles, arguyendo que quienes se oponían a la Corona, se oponían también a la civilización, a la religión católica y a los valores que esta había traído al Nuevo Mundo, razón por la cual llamaban a sus partidarios a luchar contra los “hijos ingratos” que se habían revelado contra la “madre generosa”.
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Como dice Gelpí y Ferro en Álbum histórico fotográfico, al inicio de la insurrección de 1868, el capitán general de la Isla, don Domingo Dulce, arengaba a los voluntarios con las siguientes frases: “España, nuestra madre España, en el difícil y peligroso trance de una regeneración inevitable, os lo agradece […] No me falte vuestra confianza, y la bandera española, terminada que sea esta lucha de hijos ingratos contra una madre generosa, tremolará más brillante y esclarecida” (Gelpí y Ferro 1872: 213; el énfasis es nuestro). Por esta razón, los cubanos que aspiraban a liberarse tenían que empezar por desligarse de estas metáforas cargadas españolismo y justificaciones coloniales, y crearse otros símbolos que los representaran. Uno de estos símbolos fue el de lo indígena, el de la raza “candorosa y pura”, que como ya había dicho José María Heredia, era acosada por el “hierro furibundo” del español (1970: 213) y, por este motivo, era un aliado histórico natural de los cubanos. En este poema, Heredia quien se había exiliado en México después de fracasar la conspiración de “Rayos y Soles de Bolívar” en Cuba, fustigaba a España, el “vencedor”, al unir el pasado histórico con el presente y al comparar su experiencia con la suerte que corrieron los antiguos aborígenes de la Isla. Lo mismo hará Gertrudis Gómez de Avellaneda, quien tuvo como maestro al autor de la Oda al Niágara, cuando cita estos mismos versos al inicio del capítulo IX de Sab (1841), en que la camagüeyana crea una alianza ideológico-familiar entre la vieja Martina, de ascendencia indígena, y el mulato esclavo, porque como dice: “los hombres negros serán los terribles vengadores de los hombres cobrizos” (Gómez de Avellaneda 1963: 93). De modo que, en los textos que hablan de Cuba antes, incluso, del estallido revolucionario, se unen el pasado y el presente, se critica a España, se crean alianzas con las razas espoleadas, y se habla de “venganza” racial contra los hijos de la metrópoli. Después de Heredia, las voces principales de esta poesía serán la misma Tula, José Fornaris, Pedro Santacilia (1834-1910), Joaquín Luaces y Nápoles Fajardo, quienes, a mediados del siglo xix, recrearon en sus versos la vida de los aborígenes cubanos. No por gusto, entonces, el historiador español, Justo Zaragoza, haciendo un repaso de los principales motivos que llevaron a la guerra de 1868
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en Las insurrecciones en Cuba, decía que los jóvenes cubanos habían hecho héroes, “en su mayoría imaginarios” a los primeros habitantes de Cuba y que, en sus escritos, personajes como Hatuey representaban “la independencia” y eran las “víctimas de la tiranía de los conquistadores” (Zaragoza 1872, vol. I: 493). Y agregaba Zaragoza, que “aquella juventud, que gran parte de ella no la componían más que los descendientes de los que mataron al deslenguado Hatuey […] no querían descender ni de indios ni de negros”, por lo cual, ni por su origen, ni palabra podían aspirar a representarlos (1872, vol. I: 493). Su dilema, decía Zaragoza, podía resumirse en la contestación que le dio un indio mexicano a un criollo, “que por ser hijo de la tierra reclamaba la propiedad de ciertos territorios, diciéndole “si tu padre no, tú ¿por qué?” (1872, vol. I: 494). En tal sentido, para Zaragoza, el concepto de nación en el que se basarían los cubanos independentistas tendría mucho de ficción, de ingeniería intelectual, de lo que hoy llamamos, siguiendo a Benedict Anderson, “comunidades imaginadas” y, según Eric Hobsbawm, “tradiciones inventadas”; esto es, prácticas o rituales de un valor simbólico cuya función era inculcar ciertos valores o normas en la población, repitiéndolas. Estos rituales, decía Hobsbawm, trataban de establecer una continuidad con el pasado en medio de un proceso cambiante de la sociedad (Hobsbawm 1992: 4). En efecto, al recuperar el pasado indígena, los siboneyistas no hacían más que utilizar la historia y la raza como armas de guerra para “inventarse” una identidad que los diferenciara de España, y uno de los que fustigó de forma más severa a los “siboneyistas” por esto fue Juan Martínez Villergas, el editor de El Moro Muza que tenía como dibujante a Víctor Patricio de Landaluze (1830-1889). En una de las caricaturas de El Moro Muza, del 7 de noviembre de 1869, Landaluze muestra a Carlos Manuel de Céspedes, con un carcaj lleno de flechas y montado sobre el vagón de un tren que llevaba el nombre de “Hatuey 2º” y, debajo, las siglas “PDDO” (El Moro Muza 7/11/1869: 44) que no significan nada, pero cuya pronunciación es igual a “pedo”. Igualmente, El Moro Muza pintaba a Fornaris con plumas en la cabeza y rodeado de caciques indígenas en la selva. Aun así, sus poemas se hicieron tan populares que su libro Cantos
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del Siboney (1855) fue editado varias veces, y los simpatizantes del independentismo lo imitaron o recrearon como él la vida de los originarios para hablar de la revolución. Este es el caso del poeta y cronista habanero, Luis Victoriano Betancourt, quien escribió en la manigua su leyenda “La Luz de Yara” que apareció en el periódico independentista La Estrella Solitaria (1869-1877) de Camagüey, el 10 de octubre de 1875. La narración de Victoriano Betancourt está basada en un suceso del período de la Conquista que cuenta fray Bartolomé de Las Casas en su Brevísima relación de la destrucción de las Indias (1552), y ha devenido una de las historias fundacionales de la nación cubana. Según de Las Casas, los soldados españoles tomaron prisionero al indio Hatuey, que había venido de La Española para alertar a los indígenas de Cuba del verdadero propósito de los soldados de la Corona. Hatuey, dice Las Casas, fue apresado y condenado a morir en la hoguera; pero, antes de morir, el sacerdote le pidió que se convirtiera al cristianismo para que fuera al cielo, a lo que el cacique respondió que, si los españoles también iban al cielo, él no quería ir “allá, sino al infierno, por no estar donde estuviesen y por no ver tan cruel gente” (Brevísima 2006: 36). Bartolomé de Las Casas no precisa dónde fue que quemaron al cacique de Quisqueya. No obstante, ya desde 1875, el discurso independentista hace coincidir el alzamiento de 1868 con el suplicio del cacique taíno, y convierte al indígena, como diría Luis Victoriano Betancourt en “el primer mártir de la independencia de Cuba” (Betancourt 1924: 223). Según el cronista, tres siglos pasaron después de la muerte de Hatuey: Una noche la luz errante se detuvo sobre el mismo sitio en que se había alzado la hoguera de Hatuey. Y en aquel momento, las palmas de Cuba, esos espectros silenciosos de los indios, sacudieron violentamente sus fantásticos plumeros. Y el éter se iluminó con una claridad pura y brillante… Era la luz de Yara que iba a cumplir su venganza. / Era la cuna de Hatuey que se convertía en cuna de la independencia. / Era el Diez de Octubre (La Luz de Yara, Betancourt 1924: 223-24; el énfasis es nuestro).
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Después de terminada la Guerra de los Diez Años, en 1879, el erudito y americanista cubano Antonio Bachiller y Morales afirma en Cuba Primitiva que, en las márgenes del río Yara, habían hecho prisionero al indio Hatuey, y allí mismo había comenzado la revolución (1883: 349). Otros historiadores creen que no fue en Yara, sino en Baracoa, la primera villa que fundó Diego Velázquez en Cuba, donde realmente fue quemado el cacique. Sea que haya ocurrido en un lugar o en otro, lo importante de recordar es que los revolucionarios hacen confluir ambos hechos, completamente desligados en términos históricos, para así fundamentar su causa y verse como los “vengadores” de los primeros habitantes. No por casualidad, como dice Benedict Anderson en “El efecto tranquilizador del fratricidio”, la Historia como disciplina académica cobró importancia a principios del siglo xix, cuando se crearon las principales cátedras en Universidades europeas, como la de Berlín (1810) y la Sorbona (1812), y surgieron los grandes historiadores, como Leopold von Ranke (1795-1886) y Jules Michelet (1798-1874). Según Anderson, Michelet se veía a sí mismo como intérprete de los acontecimientos, los actores y los sacrificios del pasado. “Exhumaba” los muertos olvidados de la historia para demostrar la “aparición consciente de la nación francesa”, aun, si esos sacrificios no hubieran sido percibidos de esta forma por ellos (Anderson 1992: 95). ¿No podríamos esperar, entonces, algo similar de los independentistas cubanos? Por supuesto. El interés de Betancourt no era contar la historia tal y como fue, sino cómo debía ser leída o recordada por los cubanos. Para Walter Benjamin, el pasado estaba subordinado a un tiempo específico, a un lugar, a un propósito y, sobre todo, a un momento de peligro; por lo cual, decía que “articular el pasado históricamente no significa reconocerlo “‘de la forma que realmente era’ (Ranke)” (Benjamin 1986: 861). Se entiende, por lo tanto, que el propósito de Betancourt y del resto de los revolucionarios no era hablar de la realidad, sino de su significado para el presente; se trataba de rearticular el recuerdo en aquel instante de peligro para que sirviera de aliento a la causa revolucionaria. Después de todo, en 1884, Manuel P. Delgado fundó en Cayo Hueso el periódico separatista La Voz de Hatuey, en el que los
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cubanos, literalmente, hablaban con la “voz” del cacique, y Martí, en el poema “¡10 de octubre!”, escrito al inicio de la guerra del año 68, celebraba el pueblo que “tres siglos ha sufrido / cuanto de negro la opresión encierra” (Martí 1993, vol. I: 10). Que Martí haya publicado este poema, además, nada menos que en la revista El Siboney, que tenían los estudiantes de segunda enseñanza de La Habana, prueba que los separatistas se veían a sí mismos como una extensión de los antiguos aborígenes, quienes habían sufrido como ellos, el “dogal” del amo. Con esto, quiero decir que los independentistas crean una mímesis entre lugares llenos de memoria y personalidades guerreras, que ejemplifican una misma lógica emancipatoria. Se ven a sí mismos formando una colectividad con quienes nunca conocieron o tuvieron un acuerdo, y esta forma de articular el pasado ha producido el efecto de que muchos creyeran que todos los indígenas lucharon en contra de los españoles durante el periodo colonial e, incluso, durante las guerras de independencia; lo cual no fue el caso. No obstante, en la escritura nacionalista y romántica, ambos grupos forman un mismo pueblo, están impulsados por iguales objetivos. Los revolucionarios se ven como sus herederos y vengadores, algo que llevó a Juan Arnao a decir en Páginas para la historia de Cuba (1900), que Hatuey se había “metamorfoseado” en el general insurrecto Máximo Gómez, quien también había venido de Santo Domingo (1900: 9). En tales casos, los independentistas recurrían a una lógica a distancia, teleológica, que solo es posible establecer de forma retrospectiva para legitimar sus acciones, su programa político y su derecho a la tierra. De ahí, que “Yara” (nombre indígena) fuera “la cuna” de ambas rebeliones, el lugar fundacional imbuido de memoria política que, como dice Bruce James Smith en Politics & Remembrance, obsesiona a los revolucionarios a través de la historia (1985: 27). Estos son “los mitos de ascendencia” (Smith 2009: 91). “Yara”, para ellos, ejemplificará el inicio sagrado de su lucha y de la venganza de los indígenas, un tópico que se repetirá en el poema de Sofia Estévez, titulado “A Cuba”, escrito en Camagüey durante la Guerra Grande y recogido en Poetas de la guerra en 1893. “La sangre, sí, que a torrentes / corrió por el indio suelo…/
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sangre que aún le pide al cielo / justicia para esas gentes” (Estévez 1893: 135). Para realizar este objetivo, los independentistas requerían de una memoria que no se dejara vencer por el perdón ni el olvido. Tenían que religar el presente con el pasado para así incitar a todos a la lucha. Yara y su “luz” serían la señal para comenzar la pelea, de tal modo que, según el historiador republicano Fernando Figueredo en La Revolución de Yara 1868-1878, cuando los cubanos decidieron invadir las Villas en 1874, le pidieron al poeta con el seudónimo de el “Hijo del Damují” (Antonio Hurtado del Valle), que escribiera un himno patriótico para la ocasión, y el coro del himno decía: “¡Oh, villareños! La Luz de Yara / Viene anunciando la Libertad” (Figueredo 1902: 32). Agrego que el mito de la “Luz de Yara” debió ser, sin embargo, muy anterior a la guerra de independencia, ya que antes existió la “luz” de Camagüey, de la que habla Gertrudis Gómez de Avellaneda en Sab, cuyos personajes se la encuentran cuando atraviesan los campos de Cubitas. Allí ven aparecer unas luces de las que se dan dos explicaciones: unos dicen que son “fuegos fatuos”, y otros, que es el alma del cacique Camagüey, asesinado por los conquistadores españoles que regresaba cada noche. Esta luz, según la vieja Martina y el esclavo Sab, les anunciaba a los amos blancos, la futura venganza de los hombres cobrizos a manos de los africanos, ya que “el alma del desventurado cacique viene todas las noches a la loma fatal, en forma de una luz, a anunciar a los descendientes de sus bárbaros asesinos la venganza del cielo que tarde o temprano caerá sobre ellos” (Gómez de Avellaneda 1963: 92). De modo que es probable que sea el mismo mito, ahora, modificado con el nombre de otro cacique, que dicho sea de paso, nunca existió, a pesar de que haya una provincia con su nombre; lo que nos sugiere que no fue una “invención” de los letrados, sino un símbolo etnológico, sedimentado en un segmento de la población que lo utilizó para criticar a los españoles. De ahí deriva, posiblemente, su arraigo en la población y su pervivencia hasta la época de Fulgencio Batista (1901-1973). Por eso no extraña tampoco que algunos mambises hayan creído, también, que el nombre de “mambí” proveniera de la antigua lengua aborigen. Según el soldado español Antonio del
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Rosal Vázquez de Mondragón, quien estuvo cincuenta y seis días prisionero de las fuerzas rebeldes en 1874, durante el tiempo que estuvo con los cubanos, escuchó varias explicaciones de este nombre y, entre todas, la que más se aproximaba a la verdad, decía, era la que le dio el teniente coronel del Ejército Libertador, Saladriga. “Mambí”, decía Saladriga: “es la palabra india con que en los antiguos tiempos se designaba a los que se rebelaban contra sus caciques. Aquellos insurrectos, a semejanza de los actuales, se refugiaban en lo más espeso de los bosques, donde permanecían constantemente ocultos, sin dejarse ver más que cuando intentaban alguna fechoría” (Rosal Vázquez de Mondragón 1879: 248). Desde este punto de vista, la palabra “mambí” reflejaría la identidad del nuevo sujeto colonial, pero, también, la estrategia guerrera que los mambises usaban para luchar contra los soldados españoles. No obstante, como decía Fernando Ortiz, esta palabra tiene su origen en África, no es de ascendencia aborigen. Provenía del vocablo mbi, que tenía varios significados negativos, con los cuales, según el etnólogo, los españoles se referían a los rebeldes dominicanos (Ortiz 1975: 336-338; Gott 2005: 73). No parecería paradójico, por ello, que, al estallar la guerra del 1868, los partidarios de España, críticos de los separatistas, hicieran referencia, también, a los cubanos a través de símbolos que mostraban a Cuba como una india semisalvaje bajo la custodia de España, para justificar el poder y el derecho de la metrópoli a mantener a Cuba bajo su mando. Este es el caso de la foto de la Galería Varela y Suárez, aparecida en el Álbum histórico fotográfico de la guerra de Cuba. La foto pertenece al archivo de la guerra, y muestra el interés de los cubanos y de los peninsulares por la fotografía. En 1868, el mismo año en que comenzó el conflicto bélico, se hizo la primera exhibición fotográfica en Cuba (Retter 2008: 353), y Leopoldo Varela y Solís es uno de los fotógrafos que trabajaba en La Habana en aquella época, en el establecimiento C.D. Fredericks y Daries. En diciembre de 1870, Leopoldo Varela abrió un establecimiento con el nombre de “Gran Galería de Varela, Suárez y Cp” (Sarmiento Ramírez 1999: 154), y sus fotos son las que aparecen en el Álbum. En este libro, Gelpí y Ferro hace un recuento de la historia de
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Cuba y de la guerra desde una perspectiva aliada con el gobierno colonial. En su forma, el álbum es similar a otros que se publicaron en este tiempo en otros países hispanoamericanos, que recogían las fotografías de las figuras principales del gobierno, casi siempre vestidos de militar, junto con una explicación de su participación en los conflictos bélicos. Cuatro años después, en 1876, José Juaquín Ribó publicó una Historia de los voluntarios cubanos, en dos volúmenes, que hace lo mismo, pero allí no hay ninguna foto artística, solo estampas de militares posando con seriedad frente a la cámara1. En el Álbum fotográfico de Gelpí y Ferro hay, sin embargo, varias fotografías tomadas en estudio y, en una de ellas, titulada “Cuba siempre Española”, se ve a dos mujeres, representando la más joven, a la Isla de Cuba y la mayor, a la Madre Patria. Esta última está vestida con un lujoso traje, capa larga al estilo imperial y armadura guerrera; a su izquierda, aparece la india con una saya de piel, con una pluma en la cabeza y sin zapatos. Su única arma es una lanza de madera que aparece rota a sus pies. Ambas mujeres están en el centro de la foto, encima de un promontorio hecho con otros símbolos propios de España y de Cuba como son el escudo, el león español y el tinajón de agua. ¿Qué nos dice esta foto en términos de las disputas simbólicas de la guerra?, y ¿cómo se relacionan estos significantes con el intento de los revolucionarios de reconocerse como parte de esa totalidad étnica de la Isla? Para comenzar, todos los símbolos que conforman esta alegoría tienen la intención de mostrar la superioridad de España sobre Cuba, ya que, si nos fijamos en la edad y la posición que ocupan en la foto, sus figuras muestran un poder asimétrico. Así una es mayor que la otra y, a pesar de Al finalizar la guerra, se publicó el álbum de fotografía de Elías Ibañez La paz de Cuba. Ocurrencias de la Campaña de Cuba durante el tratado de paz (1878), con diecisiete imágenes de los insurrectos. Más tarde, aparecieron otras fotos en varias revistas como La Habana Elegante y El Fígaro. Para un análisis de la cultura material de los mambises a través de las fotografías como registro de la cotidianidad, véanse los ensayos de Ismael Sarmiento Ramírez “Mirada crítica a la historiografía cubana en torno a la marginalidad del negro en el Ejército Libertador (1868-1898)” (2010) y “La cotidianidad de los ejércitos español y libertador a través de la fotografía cubana de la guerra (1868-1898)” (1999). 1
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que las dos están paradas sobre una misma roca, España ocupa el lugar más alto. Este posicionamiento establece las diferencias de poder entre ellas y sugiere un único espacio de comunión: el que surge a condición de que se respete la subordinación de una a la otra. El tiempo y la posición dentro de la escena establecían, de este modo, la distancia que había entre los dos países y la necesidad que tenía la Isla de la tulela de la Madre Patria. De hecho, no es la primera vez que un conjunto alegórico similar representa la unión política entre los dos territorios, ni que la indígena representara a la América en el discurso colonial. Esta imagen era, precisamente, la que acompañó la conquista y procede del archivo europeo del siglo xvi, como aparece en los grabados de Marten de Vos (1532-1603) y de Adriaen Collaert (1560-1618), en donde la América es también una india semidesnuda, con arco y un carcaj lleno de flechas, una representacion que corre pareja con las ideas filosóficas de Aristóteles (384-322 BC), y argumentos como los de Juan Ginés de Sepúlveda (1494-1573), que destacaban la inferioridad de los indígenas y el derecho de España a conquistar América. Estas imágenes y grabados muestran a esa misma joven montada sobre el lomo de animales exóticos y salvajes, como el armadillo, los caimanes, y los delfines, que remiten a un mundo de monstruos, caníbales y bestias medievales. Más tarde, con la independencia, los revolucionarios echaron mano de esta representación, incluso en el caso de Cuba, cuando pusieron la india junto con Bolívar para representar la identidad latinoamericana. Un ejemplo es el cuadro del pintor neogranadino Pedro José de Figueroa (1770-1836) titulado, precisamente, Bolívar con la América India (1819) (Chicangana-Bayona). En la Cuba colonial, este tipo de representaciones tiene su mejor ejemplo en el conjunto escultórico, conocido con el nombre de La fuente de la India o La noble Habana, erigido en 1837 por los reformistas cubanos, antes, incluso, de que los siboneyistas comenzaran a escribir sus poemas. Este hecho se explica si pensamos en que, por ser Cuba todavía una colonia, la india aparecía sola o junto con la reina de España como en el grabado de Víctor P. de Landaluze, en el Álbum Regio (1855) de Vicente Díaz de Comas. Para hacer su grabado, Landaluze pudo haberse
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inspirado en la escultura neoclásica de Giuseppe Gaggini (1791-1867), el autor de “La noble Habana”, o en cualquiera de las otras imágenes que aparecieron de la América-India desde el siglo xvi. No obstante, la característica principal de “La noble Habana” es el escudo de armas de la ciudad que sujeta con la mano derecha, y le da su identidad local y criolla, un escudo que, en el dibujo de Landaluze, queda sustituido por el de España. Asimismo, en la misma ilustración de Landaluze, la india, en lugar de estar acompañada por delfines, otro de los símbolos asociados con la Isla que aparece en el escudo de armas de Cuba publicado por Vicente Díaz de Comas, ahora está acompañada de un enorme león, símbolo del poder colonial, que mira de reojo a la muchacha. Estas alegorías establecen, por tanto, puntos de coincidencias y diferencias entre ellas, al mismo tiempo que muestran una evolución en la iconografía de la Isla; ya que, con anterioridad a la escultura de “La noble Habana”, la Corona le había concedido a Cuba un escudo en 1516, publicado en el Mapa histórico Moderno, donde la unión entre ambos territorios se construye a través de símbolos religiosos y de la Conquista, como el de la virgen española, la ciudad y el conquistador, que aparecen en la imagen y establecen la pertenencia de la Isla a la metrópoli. En aquella oportunidad, la Isla era representada como una joven blanca que llevaba en una mano un arado y, en la otra, el instrumento para cortar el trigo. De su lado, eso sí, aparecen los atributos tradicionalmente asociados con América, como el cocodrilo, la serpiente y los frutos autóctonos, que más tarde reaparecerán en las cornucopias y alabanzas a la Isla, que, en 1516, todavía estaba siendo conquistada. Esta alegoría, al igual que las que aparecen en las obras que tratan de la guerra, enfatizan, por consiguiente, el pacto de poderes establecido entre ambos territorios, y dan una idea clara de la “comunidad imaginada” que deseaba crear España al inicio de la colonización; ya que, si entonces había una importante población de indígenas en Cuba, estos no se ven representados en la imagen. No obstante, en 1872, cuando aparece el conjunto fotográfico de Varela y Suárez, “Cuba siempre Española”, ya se había proclamado su extinción; los historiadores no los mencionaban como pertenecientes a la realidad de la Isla, y quien representaba este papel
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en la foto era, seguramente, una joven disfrazada que posaba ante el lente. Esta ausencia de los aborígenes en la vida real, empero, es lo que hace posible que su “recuerdo” sea utilizado como arma ideológica en el combate en contra y a favor de los independentistas. En la imagen visual “Cuba siempre Española” del Álbum histórico fotográfico de la guerra de Cuba, España está tomando del brazo a la joven india; lo cual indica su resolución de mantenerla sujeta, más aún, cuando aparece rodeada de soldados que alzan los brazos en señal de triunfo, recibiendo la mirada cómplice de ella, que sostiene en su mano la bandera española. En el lado opuesto de la foto, se ven en el suelo cuatro criollos, enemigos de España, a quienes Cuba-india no mira, ni compadece, y que, supuestamente, han sido muertos en combate por estos mismos soldados peninsulares. Hay, también, balas de cañón, una lanza rota y, detrás, en retirada, una caballería mambisa; lo que hace que esta composición esté estructurada en forma tripartita, dejando un espacio entre los enemigos separados por la ideología. Este simbolismo se refuerza, además, con el título de la foto que aparece, justamente, en medio de la foto , homologando y declarando a perpetuidad el derecho de una sobre la otra, ya que, como argumenta el autor en el Álbum histórico fotográfico, esta era la única opción válida que tenían los cubanos, porque, si la Isla se separaba de España, regresaría a la “barbarie”, como había ocurrido en Santo Domingo (Álbum histórico fotográfico de la guerra de Cuba 1872: 8-9). En cambio, “Cuba siempre Española” era todo lo que podía alcanzar un pueblo “civilizado”: la paz, la felicidad pública, la religión católica y el progreso (1872: 10). Con esto, se entendía que, de ganar la independencia los cubanos, la Isla sería dominada, no por indios “salvajes”, que ya no había en la Isla; sino por los esclavos africanos que pondrían patas arriba su estructura social y, como decía el poeta español Francisco Camprodón (1816-1870), en Patria-Fe-Amor. Colección de Poesías castellanas y catalanas (1871), les arrebatarían a los criollos sus mujeres blancas (Camprodón 1871: 5). Este énfasis en la barbarie de los separatistas se repetirá en otras partes del libro y será uno de los tópicos fundamentales de la literatura de la guerra.
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En la narrativa del Álbum histórico fotográfico, Gelpí y Ferro recalca este miedo cuando nota la distribución étnica que existía en el país, o cuando habla de la Revolución Haitiana y de los descendientes de los franceses que escaparon a Cuba de la isla vecina, y recordaban “las horribles escenas que habían oído contar en el seno de sus familias” (Gelpí y Ferro 1872: 48). No en vano, el autor, que también era el principal gacetillero del periódico integrista La Prensa, criticaba a los estados del Norte de la Unión americana por no haberle permitido al Sur mantener el régimen que quería (la esclavitud), y decía que, al tomar Ulysses Grant la presidencia, quienes más interesados estaban en lo que iba a suceder, no eran los mismos norteamericanos, sino “la pequeña fracción de hijos espúreos de la Isla de Cuba, que han concebido en mala hora y puesto en vía de ejecución el criminal proyecto de destruir todos los elementos de civilización y de progreso creados y fomentados en las Antillas españolas por la Madre Patria a costa de tres siglos de sacrificios!” (Gelpí y Ferro 1872: 200). Una y otra vez, la guerra se entiende en estos textos en términos de lealtad, civilización, barbarie, deuda y agradecimiento. Gelpí y Ferro recurre así a la recuerdo endeudante, a través de la cual, les exige a los cubanos que mantuvieran el status quo colonial por una simple cuestión de agradecimiento, al mismo tiempo que declaraba que quienes se unieran a los independentistas serían “hijos” desleales a la Madre Patria. Consecuentemente, se intentaba promover en ellos un sentimiento de culpa y de temor si abandonaban a la “madre” y se les tildaba de traidores por desear la anexión a los Estados Unidos. Por estas razones, hay que ver el conjunto alegórico de Varela y Suárez como un comentario indirecto sobre la “barbarie” del “Otro” (negro, indígena o criollo), contra la cual, se destacan los blancos y los valores de la “civilización” europea. No por gusto, todos los que combaten por la “india” en esta foto son blancos “españoles”, ya que en los batallones de voluntarios no había negros ni mestizos (Uralde 2011: 73). Los atributos que sobresalen son los de imperio español, por tal motivo, esta fotografía contrasta tanto con la imagen que popularizaron los cubanos en la misma guerra, donde lo que destaca es
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la lucha contra el dominio colonial, y el acto magnánimo de los criollos blancos dando la libertad a los esclavos. La alegoría a la que me refiero se titula “La República cubana”, fue impresa por primera vez en 1875, y no ha sido comentada más que por Guillermo Zéndegui, que la publicó en Ámbito de Martí en 1954 (Zéndegui 1954: 33). Este cuadro establece algunas semejanzas con la foto de Varela y Suárez, aunque lo principal son las diferencias. ¿Cuáles? En ambas imágenes, la escenografía y la disposición de los actores son las mismas: un cielo oscurecido por la guerra y bandos opuestos que luchan a cada lado. De forma contraria a como aparece en la composición fotográfica, este cuadro pone en primer plano a una criolla blanca y no, a una india semidesnuda junto con la reina. La criolla está vestida a la usanza romana, con toga y sandalias, llevando en una mano el escudo nacional y, en la otra, la bandera independentista. A semejanza también de la foto anterior, es otra mujer quien representa a la Isla. Está subida a una roca y pisa la cabeza del león, (lo) español. Al lado izquierdo del cuadro, aparecen las tropas mambisas, no en retirada o dándole la espalda al público, como en la composición anterior, sino yendo al ataque e incendiando un fuerte enemigo. A la derecha, como en la fotografía de la Galería de Varela y Suárez, se ve a los soldados españoles quienes, amparados por la Iglesia católica, ejecutan con garrote vil a un revolucionario. Estas similitudes y diferencias nos hacen pensar que la alegoría de la “República cubana” tuvo como referente directo la foto “Cuba siempre Española” del Álbum fotográfico de Gelpí y Ferro, y que el pintor se propuso responder o criticar con ella la composición integrista del gacetillero de La Prensa. Varias de las composiciones y litografías de la época sobre la guerra, no obstante, siguen este patrón, donde, ya sea la reina de España o una representación similar, ocupa el lugar central de la imagen visual y, a cada lado, aparecen diversos símbolos u actores sociales que representan las ideologías en disputa. Otro ejemplo es la litografía de Muguer y Galán, publicada en el libro de Eleuterio Llofríu y Sagrera Historia de la insurrección y guerra de la Isla de Cuba (1872). En esta imagen, el lugar central nuevamente está ocupado por la reina de España, quien sujeta también con su mano derecha a la adolescente
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indígena (Cuba), que la mira como una hija, mientras la reina pisa con sus pies los emblemas del separatismo: la tea incendiaria y la bandera rebelde. En contraposición a la imagen de la indígena, delante de la reina, aparecen los símbolos con los cuales sus partidarios querían que la identificaran: los emblemas de las ciencias, la educación, el comercio y las artes, representados por el caduceo, el compás, la palestra con los pinceles y el libro; con lo cual, se superponían o constrastaban dos visiones distintas del legado colonial. Si estos últimos emblemas simbolizaban a España y la “civilización”, los objetos que aparecen al lado de la joven anclan a Cuba en la naturaleza, la sexualidad y la abundancia productiva de las colonias. Ella pertenece a un tiempo distinto al de la reina, con lo cual, se establece en este grabado y en la fotografía de Gelpí y Ferro una relación asimétrica, de dependencia ab initio entre Cuba y España hecho que supone, igualmente, una lealtad necesaria basada en los beneficios que la primera había sacado de la segunda. Es decir, el grabado pone nuevamente a ambas mujeres en el mismo lugar y espacio, a condición de la subordinación de una a la otra, que le debía, por eso, gratitud. En otras palabras, constituye una representación que se apropia del pasado, del recuerdo endeudante, para mostrar el agradecimiento que Cuba le debía a España por todo lo que le había dado. No por gusto, la imagen de la india aparece del mismo lado que el busto de Cristóbal Colón, una de las carabelas y el sol de un nuevo día, y, al igual que ocurre con la fotografía de la Galería de Varela y Suárez, no importa que la historiografía dijera que ya no existían indígenas ni conquistadores en la Isla. Ni tampoco importaba que estas imágenes representaran hechos ocurridos hacía más de tres siglos. El tiempo, las razas y los géneros son los tres discursos que utilizarán estos artistas para establecer las diferencias y las distancias temporales entre los dos países y, con ello, los derechos de conquista que tenía España sobre la colonia. Estas representaciones despojan a Cuba, entonces, de todo valor civilizatorio y muestran una relación paternalista y eurocéntrica, basada en el poder colonial. El eurocentrismo, según Aníbal Quijano, está sostenido en dos supuestos. El primero es que la historia de la humanidad
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había comenzado en el estado de naturaleza y habría culminado su desarrollo en Europa; y el segundo, que las diferencias entre Europa y los no europeos eran naturales, raciales, y que no estaban sujetas a la historia del poder (Quijano 2008: 190). Por tanto, en estas representaciones de Cuba como indígena, los artistas y fotógrafos que servían los intereses coloniales, alimentaban la idea de que los cubanos todavía vivían en un estado de naturaleza, inferior al de los europeos y en un tiempo pretérito, con lo cual, anclaban los desacuerdos políticos en la raza. En términos de lo que dice Johannes Fabian en Time and the Other (1983), estas imágenes colocan a la Isla en un tiempo distinto al que compartía en ese momento con la Madre Patria, negándole la “coetaneidad”; lo cual tiene sentido si recordamos que, desde el inicio de la colonización, la corona desarrolló una relación paternalista con los indígenas americanos, a quienes vio como seres que no habían alcanzado la adultez, y que necesitaban de la tutela del Imperio español hasta que crecieran (Pagden 1982: 104). En la poesía siboneyista, a pesar de representarse a Cuba como a una indígena, no hay tal contraste, porque todo ocurre en una misma época. En cambio, aquí, Cuba está metamorfoseada en indígena para que sirva de antítesis de la Reina, de la metrópoli y de los soldados de la integridad nacional. Así el pasado es representado como presente, con el fin de mostrar la adolescencia de los cubanos, y la necesidad de que continuaran bajo la tutela de España. Claro está, no es solo un bando el que basa sus argumentos en este archivo histórico, si se quiere anacrónico, sino los dos. En ambos casos, se trata de alegorías de la patria que, en la “República cubana”, buscan equiparar sus ideales con los de las antiguas repúblicas atenienses y romanas, tomar aquellas como ejemplo, al igual que hicieron los filósofos de la Ilustración, en cuyos escritos se apoyaron Simón Bolívar, Vicente Rocafuerte, Manuel Lorenzo Vidaurre y otros intectuales hispanoamericanos. Razón por la cual, el propio Bolívar, Céspedes y Martí se ven a sí mismos como “esclavos” de España. Este cúmulo de ideas, por consiguiente, contrastan con las que apoyan las imágenes de la propaganda española cuyas “indias” constituyen un recordatorio de la otredad radical y de la deuda de gratitud que los criollos
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le debían a España. En el grabado de Galván, se deja entrever que esta le había puesto en las manos un pergamino para que firmara un acuerdo de perpetuidad con la Madre Patria. Si una mira al pasado y a la Conquista, la otra tiene su vista puesta en el futuro y la libertad; busca romper con ese pasado y comenzar una historia nueva. Este mensaje se repetirá de una u otra forma en imágenes, poemas y narraciones de la guerra, en las cuales los partidarios de España se burlarán de los independentistas, o tratarán de mostrar la subordinación de la “Isla-indígena” a la Corona. Su objetivo será justificar el dominio que aún tenía la metrópoli sobre la más grande y próspera de las Antillas y mostrar las diferencias radicales que existían entre ambas: el cuerpo oscuro en contraste con el blanco, Europa enfrentada a América, la civilización en conflicto con la naturaleza-barbarie, que debía defenderse con el poder de las armas. En la fotografía “Cuba siempre Española”, la representación de la Isla como india es más dramática que en las otras, por la simple razón de que es una imagen de salón o de estudio en la que se distinguen mejor las tonalidades y participan personas de carne y hueso, vestidas con trajes “típicos” de cada época. Se trata de una composición en que cada detalle está pensado para trasmitir una idea, diferenciar ambos bandos y darles valor simbólico a los objetos. Así, por ejemplo, la luz puesta sobre las dos modelos y la bandera española que ocupa el centro de la foto, actuando como una especie de axis mundi imperial, sugiere las escenas de alumbramiento, victoria y revelación, que eran tan comunes en los cuadros y los poemas románticos, o sea, el lugar donde era posible la comunicación entre el cielo y la tierra, o entre Dios y sus adoradores, el primero de estos representado por la misma reina. En “La República cubana”, por otro lado, la luz también viene del cielo, pero le da de costado a la patria, y se distribuye entre la ejecución de un prisionero, a quien un ángel pone un nimbo de santidad sobre la cabeza, y una familia de esclavos que dan gracias a la República por haberlos liberado. La luz alumbra la patria y a los siervos, al mismo tiempo que estos alzan los brazos en acción de agradecimiento, mientras tienen las armas a sus pies. Armas que empuñarán junto con sus antiguos
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amos contra España. No obstante, al igual que ocurre en la fotografía del Álbum fotográfico, los esclavos están situados en un plano inferior a la República, los independentistas blancos y la Corona. Sus formas agigantadas y rostros misericordiosos aparecen, primero, para señalar la importancia del acto magnánimo que tuvieron los independentistas con ellos, acto que se convirtió en el más importante en la historia de la nación cubana y que se repite con insistencia en la literatura de la guerra para remarcar la solidaridad entre las razas. Esta imagen representa y le recordará al espectador, por consiguiente, quiénes eran ellos y por qué luchaban, y reaparecerá más tarde, en el discurso político de 1895, aun cuando España ya había abolido la esclavitud en Cuba (1886). Asimismo, la joven criolla en el centro del cuadro se convertirá en la heroína de varias narraciones y obras de teatro, entre las que cabe destacar la titulada Dos cuadros de la insurrección cubana escrita por Francisco Víctor y Valdés en Charleston, Carolina del Sur. En esta obra, Carolina, es una joven cubana que decide partir para la guerra y que, al igual que la joven que sirve de modelo de la República en el cuadro independentista, dice que llevará la bandera en el combate e imitará en su valor a las “heroínas de Roma” (Víctor y Valdés 1978: 174). Dice Carolina:
Yo llevaré la bandera de nuestra querida Cuba porque libre y feliz suba a la celestial esfera. Ya que nuestra aurora asoma las armas empuñaremos y en valor imitaremos Las heroínas de Roma. Con eso dirá la historia que ya las damas cubanas han sido otras espartanas y se han cubierto de gloria
(Víctor y Valdés 1978: 174).
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Es posible que Francisco Víctor y Valdés se haya inspirado en la misma historia de la hija de Perucho Figueredo, el autor del himno nacional de Cuba, para hacer esta representación, ya que Figueredo le había pedido a su hija, Candelaria, que llevara la bandera mambisa en el famoso combate de Bayamo en 1868, cosa que esta hizo vestida de blanco y con “un gorro frigio punzó” en la cabeza (Figueredo 1929: 16-17). Pero, este traje y este gesto ya eran una convención de la época, dado que, de igual forma se representaba a la mujer como un símbolo de la libertad en los Estados Unidos, España, Francia y en el resto de las repúblicas hispanoamericanas. Existe, no obstante, una diferencia entre el gorro “frigio punzó”, que dice Candelaria que llevaba en la cabeza el día de la victoria de Bayamo, y el “gorro píleo”, que es el que realmente aparece en las representaciones de la libertad en estas imágenes. Ambos eran rojos y significaban la libertad, pero el frigio tenía unas orejeras y el píleo, no (Couceiro 2013, en línea). El gorro píleo lo usaban los libertos y los esclavos manumitidos de la antigua Roma, y es el que aparece en el cuadro del pintor romántico francés Eugène Delacroix titulado “La libertad guiando al pueblo” (1830), que sirvió de modelo para estas representaciones. Valga decir, ahora, que tanto en la fotografía “Cuba siempre Española” que aparece en el Álbum fotográfico de Gelpí y Ferro como en el cuadro la “República cubana”, el observador ve las escenas desde abajo, ya que ambas mujeres están subidas sobre un promontorio que les da más importancia. En el segundo, hay un camino que se extiende desde la misma base del cuadro hasta ella, lo que permite que la persona que mira esta representación se sienta incluida dentro de la escena, especialmente, si consideramos que este cuadro –del que solamente queda una reproducción de tamaño pequeño– era mucho más grande y estaba colgado en las paredes de los clubes cubanos de los Estados Unidos e Hispanoamérica (Zéndegui 1954: 33). De este modo, entre el observador y la República queda solamente un camino simbólico donde con lo primero que se encuentra son los esclavos y las armas. Llama la atención, sin embargo, que en esta alegoría no aparezca la “india” anterior, y que en ninguno de los símbolos patrióticos de los
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independentistas (el himno, la bandera o el escudo) haya una referencia a la antigua raza aborigen. Tampoco, hay referencias culturales o simbólicas a los negros, ni a ninguna otra etnia que haya luchado por la independencia de Cuba. Las representaciones de la patria en estos emblemas son abstractas y, por lo general, autoreferenciales, ya que se repiten en más de uno (la estrella, la bandera, y el gorro píleo). Las únicas representaciones realistas que aparecen son las del paisaje: la palma real, las montañas, el golfo, el sol naciente y la llave que representa simbólicamente la posición de Cuba a la entrada del golfo de México. Estos símbolos reflejan valores compartidos, supranacionales y abstractos, con los cuales todos los ciudadanos de la República podían identificarse. Especialmente, si de lo que se trataba era de crear un sentimiento de pertenencia al lugar, a la tierra y al paisaje, y de reproducir un lenguaje topofílico que aparece desde muy temprano en los textos insulares. Por otro lado, podemos pensar que los independentistas creían que, al pintar los españoles a los cubanos como indios jóvenes e indefensos, los estaban criticando; ya que, como vimos en la fotografía, esta representación generaba una relación asimétrica entre España y América o entre la “civilización” y la “barbarie” con la cual justificaban su dominio de la colonia. Por esto, creemos que, en lugar de vestir a Cuba con ropas típicamente indígenas, como en la fotografía del Álbum, los cubanos vistieron a la “República” con una blusa y una toga grecorromana, que recordará el deseo de fundar una república independiente. Es decir, no lo hacen porque era así como se vestían las cubanas que iban a la guerra; sino porque este vestido y las referencias a Roma y Esparta, tal y como aparecen en la obra de Francisco Víctor y Valdés, daban una idea de sus ideales republicanos, de su heroísmo y de su filiación con los valores de la cultura occidental. Por consiguiente, las diferencias entre España y Cuba se dan en estas representaciones a través códigos raciales, políticos y genéricos que incluyen o excluyen elementos propios del imaginario social de la época. Si una representación anclaba la colonia en el pasado, la otra lo hacia en el presente, y tenía la capacidad, además, de rendir tributo a las mujeres que apoyaban la guerra.
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Al rechazar este tipo de representaciones, los independentistas enfatizaban los agravios que, solamente, podían solucionarse con la separación de los dos países y el establecimiento de un nuevo Estado. Estaban rechazando la concepción del Otro, americano como “homo silvestris” para favorecer, en su lugar, una representación más moderna y real de la nación futura. Si la foto del Álbum histórico fotográfico reduce a Cuba al cuerpo, la naturaleza y lo animal, los criollos aspiraban a incluir sus propias ideas y muchos de los rasgos culturales que heredaron de España en la nueva República. No se veían como antagónicos de la modernidad, del progreso, de las ciencias ni de la “civilización europea”. Su reciclaje de símbolos como el de “la bella india”, creado en Europa durante la Conquista, los movimientos literarios en auge, las leyes en la manigua y los conceptos de república y liberalismo apuntan a una interrelación más dinámica y menos maniqueista con la metrópoli y la modernidad. El propio Fornaris argumentaba que era cierto que no tenía sangre indígena, y así lo reconoció ante el capitán general de Cuba, don José de la Concha, en 1857, cuando este lo mandó a llamar y le pidió que dejara de escribir versos sobre indios, porque en Cuba “somos españoles y no indios, [¿] está Usted? Todos españoles” (Fornaris 1898: 11). Fornaris, en cambio, decía que, por haber nacido en el mismo lugar que los aborígenes, también compartía su herencia y, en sus poemas, sugiere, incluso, que comparte con ellos el mismo acento y recupera con tal fin muchas palabras de su vocabulario con el cual “desespañoliza” el idioma. Si bien los poetas cubanos no podían prescindir del español, al menos con la introducción de este vocabulario indígena y el acento de sus personajes, podían conectar una identidad con otra. Con lo cual, se entiende que, en la guerra de 1868, estas palabras cubanizadas a través del “seseo” y el “yeísmo” instauren un punto de conflicto entre los peninsulares y los partidarios de la independencia, ya que, para los españoles, cualquier término criollo o indiano era sinónimo de mambí e, incluso, en los colegios, los partidarios de la Corona obligaban a los niños a pronunciar “muy claro y distintamente la C y la Z” y, si no lo hacían, los maestros podían llamar a la policía (Cento Gómez 2013: 24-26).
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Esto demuestra la capacidad y la voluntad de los criollos de ir en contra de la norma cultural ubicua, del lenguaje uniforme-español y los simbolos pro-españoles que imponía el sistema colonial con el objetivo de crear una identidad propia. Porque, como dice Étienne Balibar, uno de los mecanismos fundamentales para construir la nación es el lenguaje, que se refuerza a través de la escuela, que conecta a los individuos con el origen y tiene como contenido el acto común de sus propios intercambios (Balibar 1991: 97). La norma cubana, el paisaje y las referencias indianistas, por consiguiente, fueron mecanismos que tuvieron los cubanos para abogar por su libertad política, su diferencia cultural y su independencia económica. Era un “mito del origen o de la continuidad nacional” como diría Étienne Balibar al hablar de Francia (1991: 87) que en el caso de los cubanos les permitía imaginarse como seres distintos y libres del poder español; lo que nos indica que la guerra no se libró únicamente con las armas; sino, también, con símbolos, palabras, imágenes y acentos, que iban contra de los impuestos por el sistema colonial que dominaba la esfera pública, así como contra las instituciones de poder como la prensa y la educación. No hay en ello un intento de diferenciarse de España por parte de los independentistas a través de la sangre, la cultura o la religión; sino que lo hacen a través de la norma idiomática, de la historia y de sus intereses políticos y económicos. Estos intereses económicos, que les debían los cubanos al Estado y a la Iglesia, eran los que los venían empobreciendo, con los que ellos trataron de terminar (Ibarra Cuesta 2007: 14-17). Por esta causa, los independentistas recurrieron al archivo indianista para encontrar argumentos de tipo afectivo, sentimental y político con los cuales combatir a España. Irónicamente, al estallar la Guerra de los Diez Años, José Fornaris, el “padre” del siboneyismo, no se unió a las tropas de Céspedes como sí hicieron otros escritores cubanos, como Luis Victoriano Betancourt y Antonio Zambrana. Después de ser puesto bajo vigilancia por el gobierno español, Fornaris simplemente se dedicó a la literatura y al magisterio en La Habana, algo por lo que Carlos Manuel de Céspedes lo criticó en su Diario. Por un apunte que hizo mientras se encontraba en San Lorenzo,
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después de haber sido destituido de su cargo de presidente de la República en Armas, Céspedes encontró un ejemplar de Cantos del Siboney en un bohío de la zona y se lo llevó para releerlo. Escribió, entonces, en su Diario que Fornaris era un mentiroso, que no sentía ni “amor, amistad ni parentesco”; ya que “come el pan y lame las manos de la raza opresora, q.[ue] después de destruir a los aborígenes de Cuba, aspira a hacer lo mismo con sus propios descendientes, p.[or]q[ue] se esfuerzan en romper la cadena de la esclavitud con q[ue] oprimía sus cuellos como un día los de los inocentes indios” (Céspedes 1994: 265). En suma, Céspedes le critica a Fornaris que, habiendo habiendo convertido el siboney en un símbolo de la identidad nacional, no se haya unido al alzamiento, y se contentara con lamer “las manos de la raza opresora” (1994: 265). Un juicio sumamente severo que no será el único, ni el más duro que el patricio bayamés escriba en su Diario, donde casi ninguno de sus enemigos políticos se salva de sus críticas. Recapitulando, entonces, podemos decir que la reescritura de la historia y el uso de símbolos como el de la indígena, el peinado, la ropa o la lengua fueron formas en que los independentistas trataron de intervenir en el imaginario social de Cuba, y cambiar el balance de fuerzas y normas que había impuesto España. Por esto, debemos hablar de dos formas de representar a la nación: una “imperial”, la de los escritores y grabadistas proespañoles, y otra “mambisa” que se expresa en las canciones, los apelativos, la moda y la cultura material que se desarrolló en la manigua. Si esta última se crea a base de fuentes primarias y muestra lo que Ismael Sarmiento llama “el ingenio mambí”, la cultura espiritual o inmaterial cobrará vida en las canciones, las letras de poemas y narraciones a través de los cuales los cubanos imaginaban la nación. Por eso, al leer esta literatura, debemos prestar atención a las marcas de identidad que van conformándose a lo largo de tres décadas y a las alegorías y a figuras como la de la mujer-patria-criolla en la que encarna el espíritu rebelde. Esta joven, vestida a la usanza greco-romana, podía ser de clase media o alta, esposa o hija de un revolucionario o de un peninsular. Podía compartir con los españoles aquello que José Fornaris y Nápoles
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Fajardo reclamaba para sí mismo; pero, a diferencia de sus padres o de sus abuelos peninsulares, ya no piensa la patria en los términos que la identificaban ellos. Su concepción identitaria es criolla. Se ve como otra víctima de España. Rechaza la esclavitud y la riqueza mal habida, y se va a la manigua con su esposo a luchar como una “espartana”. De este modo, podríamos decir que, en la lucha por la independencia, la linda criolla encarnará las aspiraciones de los revolucionarios, mientras que la figura de la indígena ejemplificará las pugnas ideológicas sobre este ícono colonial. En un inicio, su representación en los grabados será un ejemplo del exotismo y la superioridad europea. Durante el periodo revolucionario, el ícono será nacionalizado y convertido en otra pieza de la historia americana. Durante la guerra de Cuba, sin embargo, los partidarios del integrismo volverán a echar mano a ella, para mostrar la lealtad y sumisión de la Isla a España; con lo cual, su reinterpretación confirma la lucha de poderes por redefinirla como una cosa u otra; los cubanos por tratar de redefinirse ellos mismos como una entidad singular e independiente y los partidarios del integrismo, por convertirla en un recurso de la memoria y la deuda de gratitud que le debían los criollos. Este tipo de representación aparecerá en la novela del teniente coronel del ejército español estacionado en Cuba, Eusebio Sáenz y Sáenz (1844-1912), La Siboneya (1883) y en los poemas que se publicaron cuando terminó el conflicto para rendir homenaje al general Martínez Campos.
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“¡O como gozo en padecer i en arriesgar mi vida por la emancipación de los negros!” Antonio Zambrana, El negro Francisco
Junto con los poemas e imágenes indianistas que aparecieron en Cuba a mediados del siglo xix para expresar la singularidad de los cubanos, otro de los corpus literarios más importantes de la época lo conforman las narraciones de tema negro que se publicaron fuera y dentro de la Isla. Entre ellas, están la Autobiografía del poeta esclavo de Juan Francisco Manzano, y las novelas Francisco de Anselmo Suárez y Romero, Sab de Gertrudis Gómez de Avellaneda y Cecilia Valdés de Cirilo Villaverde. Este corpus, que incluye otras narraciones menos estudiadas que discuto aquí, aparece durante el período de tiempo en que se desarrolla la esclavitud, abolida de forma definitiva en 1886. En estas narraciones, los autores muestran los terribles maltratos que padecían los esclavos, así como los resultados funestos que traía el sistema para los criollos1. Dada la crítica y censura del gobierno español, la mayoría de ellas aparecieron fuera de la Isla y pocos Existen numerosas investigaciones sobre la literatura antiesclavista en Cuba que han destacado el carácter crítico de estas obras con relación al sistema colonial. Entre ellas, sobresale Literary Bondage: Slavery in Cuban Narrative (1990) de William Luis. En Miedo negro, poder blanco en la Cuba colonial (2015) destaco, por otro lado, los intereses clasistas y raciales que albergaban estos escritores y los termores que tenían en relación a la influencia de los africanos en Cuba. 1
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cubanos tuvieron acceso a ellas. En este ensayo, me interesa analizar tres novelas que tratan este tema, dos de ellas publicadas en Cuba y la otra en Chile, durante la década revolucionaria (1868-1878). Al igual que las narraciones de tema negro que se escribieron alrededor de 1840, estas otras critican el sistema esclavista y no se ocupan del tema de la guerra en Cuba. No obstante, terminan en otro conflicto bélico semejante al cubano: la Guerra de Secesión en los EE. UU. (1861-1865). A pesar, por tanto, de que la literatura esclavista no se ha asociado a la guerra independentista, ni a la religión, sugiero que estas narraciones deberían asociarse y entenderse dentro de este marco histórico de referencias, ya que su verdadero objetivo no era abogar por una reforma del sistema, sino por la soberanía de los cubanos y la abolición total de la servidumbre. En lo que sigue, por tanto, me interesa destacar la importancia de estas obras en la literatura cubana, y subrayar el recurso de la alegoría, el tema religioso y la representación de la Guerra de Secesión en Cuba como una forma de aludir a los independentistas. Me refiero a las narraciones, La campana de la tarde o vivir muriendo (1873), de Julio Rosas (seud. de Francisco Puig y de la Puente) y El negro Francisco (1875) de Antonio Zambrana y Vázquez. A estas dos narraciones sumaremos otra, escrita durante la guerra, pero publicada mucho después, Vía crucis (1910-1914) de Emilio Bacardí y Moreau. Al analizar las tres, me detendré en el discurso de la “culpa”, el “sacrificio” y la “expiación” de los amos, un discurso que no aparece en las novelas del grupo delmontino, y que leo como alegorías de la nación basadas en el mito del sacrificio de Cristo. En estas narraciones, el protagonista principal es un blanco, dueño de esclavos, que decide darles la libertad a los negros y partir a la guerra. Sugiero que esta forma de actuar sigue el ritual cristiano de culpa y expiación, en que los protagonistas guiados por el sentimiento de compasión o de fraternidad racial tratan de “borrar” el pecado de los otros, y se convierten así en “chivos expiatorios”. En la novela de Julio Rosas, don Antonio decide irse a luchar en el Ejército del Norte cuando descubre que Angelina, su esposa, tenía un amante y que, al casarse con ella, había tronchado su verdadero amor. Su
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decisión no aparece en el texto como una especie de deus ex machina que soluciona a último momento el conflicto. Más bien, parece ser una decisión consecuente con la forma de pensar del personaje, ya que Don Antonio es descrito como un hombre atípico en un mundo de mercaderes de carne humana y deseos eróticos por las esclavas. Don Antonio, se nos dice, había heredado de su padre unos treinta esclavos, pero un día decidió darles la libertad e instruirlos en sus derechos, por lo cual, el narrador describe su hacienda como un lugar armónico, casi paradisíaco, donde se establece una relación de camaradería y confraternidad entre él y sus siervos. El día de su matrimonio con Angelina, según dice el narrador, Antonio pensaba liberar a los esclavos que le quedaban, para así concluir de “enmendar la falta que cometió mi padre de hacerse rico con el sudor y las lágrimas de sus esclavos” (Rosas 1873, vol. I: 71). Por esta razón, la narración debe leerse de modo no literal, como parece ser a primera vista –una historia de amor malograda–; sino como la expiación de la culpa o de la “falta” de una clase, que hizo su dinero a costa de los negros y, ahora, intenta reparar este mal sacrificándose. Su objetivo será “expiar ese pecado original” que había cometido su familia cuando decidió enriquecerse, con lo cual, su acción habría que interpretarla como un sacrificio por ellos mismos, y no por su amada. En este sentido, Julio Rosas se haría eco del malestar de un segmento de la élite blanca criolla de la época, que vio como una especie de maldición que sus padres hubieran tenido esclavos, porque ahora los corrompía a todos. Esta era la preocupación, por ejemplo, del Barón de Humboldt en su Ensayo político sobre la isla de Cuba, y la del principal pedagogo de Cuba en aquella época, Don José de la Luz y Caballero (1800-1862), quien decía que “la introducción de la esclavitud en Cuba es nuestro verdadero pecado original, tanto más cuanto que pagarán justos por pecadores” (Caballero 1890: 65). ¿Qué significa ver la cuestión de la esclavitud a través del marco religioso? ¿Qué metáforas y alegorías pone en movimiento esta conciencia pecadora? La primera de ellas es la del sacrificio, ya que, en la religión católica, el sacrificio o la expiación consiste en enmendar un mal o en satisfacer una falta religiosa contraída por otro, que da pie, como dice René Girard
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en Sacrificio (2012), al fenómeno del “chivo expiatorio”. En la Biblia, Dios expulsa a Adán del Paraíso por haber probado la manzana del árbol del conocimiento, después de lo cual la humanidad es condenada a llevar consigo el “pecado original” hasta que Cristo viene a expiarlo. Tal acto de sacrificio ha sido utilizado por el hombre “para pensar su naturaleza, su deber y su destino” (Hertz 1999: 19), especialmente, después del siglo xiii, en que, como dice Jean Delumeau en Sin and Fear, se propagó la “neurosis cristiana” y esta idea se utilizó para mostrar que Dios juzgaba nuestras acciones y castigaba nuestros vicios, incluso, con el infierno (1990: 296). Desde este punto de vista, sugiero, debemos leer estas novelas como el espacio en que se hace visible la consciencia del “pecado” de tener esclavos, y la necesidad de expiarlo a través de las armas. Quien habla en estas obras es el amo que, para salvarse a sí mismo, tiene que rechazar o abandonar todo lo que lo representa y lo conforma como esclavista: el dinero, el lujo y las vanidades, para finalmente, tener que sacrificar su vida por ellos. Ambos pasos pertenecen a una misma alegoría que, como confirma Maureen Quilligan en The Language of Allegory (1979), es otra de las estrategias retóricas en que la narración se identifica con un “pretexto”, que en la cultura occidental ha sido muchas veces la Biblia, o alguna de sus narraciones o personajes. Las novelas de las que hablamos, no solo serían textos basados en otro texto sagrado; sino que, también, le revelarían al lector un “propósito espiritual más elevado dentro del cosmos” (1979: 156). En la novela de Julio Rosas, la culpa figura como el eje central en la caracterización de don Antonio, Arturo, y Angelina, ya que les revela a los dos primeros un “propósito espiritual” más que monetario, al decir de Quilligan, que es el de morir combatiendo por la liberación de los siervos. Ninguna de las novelas “antiesclavistas” publicadas antes, fuera o dentro de Cuba, habían propuesto algo igual, solo escenas de violencia donde la víctima era el negro o la esclava. Aquí la crítica no se hará recurriendo a estos motivos; sino que será mucho más sutil y utilizará otros subterfugios, como la alegoría, que no involucra directamente la política isleña, solo se refiere a ella si entendemos la obra basada en el mito cristiano.
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Al fin y al cabo, su crítica, como la que hicieron los poetas “siboneyistas”, es una crítica subrepticia, como correspondía que fuera en un país inmerso en la guerra, en el cual los que se oponían a España habían comenzado por dar la libertad a los esclavos y argumentaban que uno de sus propósitos fundamentales era hacerlos libres. No por gusto, Julio Rosas menciona autores como Victor Hugo y José María Heredia, así como novelas que critican el sistema esclavista como Sab (1841) de Gertrudis Gómez de Avellaneda, y reproduce largos fragmentos de Francisco de Anselmo Suárez y Romero, ninguna de las cuales se había publicado en Cuba dada la censura del gobierno. De la novela de Anselmo Suárez y Romero, Julio Rosas cita varias páginas que hablan de los esclavos minas, fragmentos, en los cuales, se nota la compasión que sentía el narrador por los africanos. A estos ejemplos, hay que agregar la crítica a la filosofía del progreso, el lujo y el dinero, por la que había apostado la élite criolla blanca desde finales del siglo xviii. En palabras de Julio Rosas, esta filosofía había provocado la desmoralización de los blancos y la deshumanización de los negros (1873, vol. III: 99), una crítica a los sacarócratas, que explica que a don Antonio, “el mejor de los amos” (1873, vol. II: 95), fuera víctima también de su fortuna, ya que Angelina se casa con él por su posición económica y por ayudar a sus padres (1878, vol. III: 11, 52). Este cambio de actitud en el protagonista muestra, entonces, un giro radical en el discurso antiesclavista cubano; ya que, en ninguna de las obras anteriores, aparece un personaje como don Antonio, que tiene la conciencia de su error, de su herencia, y opta por ir a defender los derechos de los siervos. Ninguno termina rechazando su fortuna, liberando a sus esclavos o muriendo por ellos. Quien más se le acerca es don Carlos, el propietario del ingenio Bellavista en la novela de la Avellaneda; aunque allí, don Carlos solamente le da la libertad a Sab, con quien estaba emparentado y, al final, todas sus propiedades pasan por testamento a la bella Carlota, quien se casa con Enrique. De esta forma, la Avellaneda no critica tanto la fortuna mal habida, como el paso de esa fortuna a los extranjeros. En su novela, por el contrario, Julio Rosas se muestra abiertamente a favor de la abolición de la esclavitud
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y critica la acumulación de riqueza a expensas del sufrimiento de los negros, por eso decide al final irse a luchar por ellos en los EE. UU., y rompe así de forma radical con el discurso anterior y con su propia familia; porque, como dice Luis García Pérez en El Grito de Yara: “la Biblia nos dice: /Que la falta de los padres / Recaerán sobre los hijos” (1978: 55). Por consiguiente, la “culpa” de los padres y el tratar de saldarla serán los motores del cambio en estas obras. Si querían deshacerse de esta “falta”, los esclavistas debían rechazar la riqueza mal habida de sus padres y lanzarse a la manigua. Debían declararse cubanos, independentistas y aspirar a lo que era mejor para la patria. Llama por eso la atención que, en la obra de Luis García Pérez, sean los mismos esclavos quienes expresan esta idea y que, al final, sea un amo tan bueno como don Antonio quienes los entienda. Por este motivo, también, en las novelas de Julio Rosas y de Emilio Bacardí, el héroe y toda su familia mueren al final, repitiéndose, de esta forma, la idea de la muerte como el máximo sacrificio y el castigo inevitable por la falta que habían heredado de sus ancestros. Son ellos, no obstante, los que se representan a sí mismos como seres magnánimos y, como dice el narrador de La campana de la tarde, quienes se sacrifican, no tanto por dejar a la esposa en manos de su amante, como por hacer algo útil por la humanidad: “tócame ahora hacer otro sacrificio separándome de ella… voy a morir, pero quiero morir no con muerte vulgar, sino defendiendo algo grande, algo heroico, algo útil a la humanidad” (Rosas 1873, vol. III: 142). “El sacrificio de su vida”, dice el narrador, “era la flor más triste pero más bella que podía colocar en el altar” (1873, vol. III: 145). Ese sacrificio por “algo grande” era la emancipación de los esclavos. Por consiguiente, al publicarse su obituario en un periódico cubano, Angelina lee: Entre los héroes muertos en nuestros campos de batalla por elevar la condición del hombre, lavando la mancha que empañaba nuestro pabellón, hemos contemplado con dolor el cadáver de un cubano que se ha distinguido por su denuedo, y cuyo nombre ignoramos. Veíasele siempre
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al frente de los soldados, y en lo más crudo de la pelea. Sus compañeros de armas le seguían admirados y cuando le preguntaban su nombre, le contestaba ¿Qué os importa mi nombre? Mi patria es la patria de Plácido y Heredia. Cubierto de heridas, casi moribundo, peleaba aun con valor singular, hasta que una bala enemiga mató su caballo. Entonces el caballero cayó sin vida sobre el noble corcel esclamando (sic): –Angelina, mi tumba es el altar de tu felicidad (Rosas, 1873, vol. III: 162-163).
Julio Rosas, como sabemos, fue partidario de la independencia y, al estallar la guerra de 1895, tuvo que exiliarse en los Estados Unidos, donde se mantuvo escribiendo encontra del régimen colonial. Seguramente, no podía decir, en una novela publicada en la Isla y en medio de la guerra, que el amo blanco terminó otorgando la libertad a sus esclavos y se alzó con ellos en la manigua cubana, porque la censura no se lo hubiera permitido y debido a que, posiblemente, un acto como este lo hubiera llevado a la cárcel. No obstante, la incorporación de Antonio al ejército de Lincoln para luchar por los esclavos deja entrever que hubiera deseado algo similar para su país y que, seguramente, les recordaría a sus lectores que varios caudillos independentistas habían hecho lo mismo, entre ellos, Joaquín Agüero, en 1851, Francisco Vicente Aguilera y Carlos Manuel de Céspedes en 1868. Ninguno de ellos es mencionado en esta novela, pero sí en otra narración publicada por Rosas después de la independencia, El cafetal azul, donde habla de forma muy elogiosa de ambos e, incluso, de Narciso López (1903: 70). Por otro lado, recordemos que, en la Guerra de Secesión de los EE. UU., combatieron soldados de muchas nacionalidades, incluyendo cubanos, de los cuales, al menos dos regresaron más tarde a Cuba y murieron combatiendo en contra de España. Me refiero a los hermanos Federico y Carlos Adolfo Fernández Cavada (1832-1871), cuyas historias eran conocidas en la Isla y aparecían con frecuencia en los periódicos satíricos de la época, como El Moro Muza, que publicó una caricatura de Federico Cavada (1831-1871), el 21 de noviembre de 1869, que lo muestra junto
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con el norteamericano Thomas Jordan (1819-1895), Carlos Manuel de Céspedes, Manuel de Quesada (1833-1884), Isabel Mendoza y Francisco Vicente Aguilera. Todo esto demuestra que era posible que Julio Rosas estuviera haciéndose eco de estas conexiones ideológicas para mostrar las simpatías que despertaban los yanquis en los líderes revolucionarios. De esta forma, hacían coincidir la causa antiesclavista del Norte con la causa separatista, como lo habían hecho antes coincidir con la indígena, para crear alianzas simbólicas a favor de la emancipación de los esclavos y de la independencia de Cuba. No por gusto, en 1872, tres años después de comenzar la contienda bélica, cuando el Congreso de los EE. UU. se preparaba a discutir el conflicto, Francisco Vicente Aguilera y Ramón Céspedes publicaron Notes about Cuba, un alegato a favor de la revolución, que comienza por destacar la liberación de los esclavos por parte de los revolucionarios, como la acción que unía desde el punto de vista ideológico a los partidarios de Carlos Manuel de Céspedes y de Abraham Lincoln. Esta alianza era reconocida por los mismos integristas, quienes buscaban todo tipo de excusas para mantener la esclavitud y utilizaban la abolición como un pretexto de los males por los que Cuba pasaría de vencer a los cubanos. De acuerdo con Eleuterio Llofríu y Sagrera en Historia de la insurrección y guerra de la Isla de Cuba (1870-1872), los EE. UU. y los separatistas aspiraban a liberar a la Isla de los últimos vestigios de la esclavitud en América para introducir “en dicha Isla la legislación de los Estados-Unidos, [abriendo] a los hombres libres de origen africano residentes en la Unión, un vasto campo donde inmigrar, en armonía con sus condiciones físicas, en el cual encontraría gran recompensa su inteligente trabajo, mejorando su raza y garantizando su prosperidad e igualdad, bajo libres instituciones” (1870-1872: 134). En otras palabras, según Llofríu y Sagrera, la intención de los revolucionarios era conquistar la independencia, abolir la esclavitud, y traer a Cuba los negros que había en la Unión, los que se mezclarían con las mujeres blancas “mejorando su raza y garantizando su prosperidad e igualdad” (1870-1872, vol. IV: 134). Este discurso, como veremos más adelante, se repetirá en la novela de Francisco Fontanilles y Quintanilla, Autonosuya (1886) que termina con
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un escenario distópico, muy similar, después que los norteamericanos invaden la Isla en 1900. Es un discurso que tiene su origen en lo que se conoce en Cuba como el “miedo al negro”, que fue usado por los partidarios de la corona como un arma ideológica o un “artefacto cultural” como diría Clifford Geertz (1973: 81) para combatir las aspiraciones políticas de los cubanos. Para entender este miedo, basta leer los poemas del dramaturgo español Francisco Camprodón Lafont (1816-1870), recogidos en Patria-Fe-Amor. Colección de poesías castellanas y catalanas (1871), en los que critica a los mambises de 1868 por ser desagradecidos y por no ver que, si les daban la libertad a los esclavos y se independizaban, podrían esperar de ellos dos males: la venganza de estos por los años que pasaron bajo el látigo: “el negro de un rugido de venganza” (1871: 5), y la violación de las criollas, “profanada / por el labio brutal del africano” (1871: 5). En todo caso había que hacer énfasis en el temor sexual que implicaban los negros, ya que como dice Frantz Fanon en el discurso colonialista “el negro encarna la potencia genital por encima de las morales y las prohibiciones” (Fanon 2009: 154). Por supuesto, Camprodón no reparaba en el costo que había tenido la empresa colonial para los indígenas y los africanos, lo que le importaba resaltar únicamente era el peligro y la necesidad de restituir esa unión “familiar” basada en las similitudes raciales que tenían los criollos con los españoles. En este ambiente cargado de racismo y de violencia, se entiende por qué cualquier opinión disidente tenía que ser camuflada y expresada a través de subterfugios como estos que van en contra del discurso oficial que, únicamente, favorecía una visión idealizada del grupo en el poder. Su novela coincidiría, por lo tanto, con la ideología separatista en que ambos favorecían la emancipación de los esclavos y la causa del Norte en la guerra civil, porque quienes luchaban por la libertad de los esclavos en los EE. UU., como dice Rosas, eran “de esa raza de mártires y héroes desconocidos para quienes el mundo no tiene un recuerdo” (1873, vol. III: 157). La censura y los historiadores coloniales podían no estar de su lado o no hacer referencia a ellos en sus escritos, lo que no quería decir que no existieran o que no valieran como ejemplos para sus compatriotas. Con
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este argumento, Rosas se adelanta a cualquier objeción que podía hacerle un lector dudoso de la veracidad de la historia, y deja por sentado que lo importante era luchar contra la esclavitud, sacrificándose por ellos. Por eso, en su novela, ambos protagonistas terminan muriendo en la guerra civil en la cual, según Don Doyle, el 40% de los soldados que combatían junto con Abraham Lincoln eran extranjeros o hijos de inmigrantes, que veían la lucha como “la causa de todas las naciones” (Doyle 2015: 159). Al poner a sus protagonistas en los EE. UU., defendiendo esta causa, Julio Rosas y Antonio Zambrana no hacían más que validar, entonces, un hecho real que tuvo gran repercusión en el resto del mundo. Para los cubanos y los españoles integristas, sin embargo, era obvio que los triunfos del Norte en la guerra significaban un golpe mortal para sus propósitos; ya que, año después de comenzar, Miguel Rodríguez Ferrer, en Los nuevos peligros de Cuba (1862), argumentaba que el enorme poderío que habían desplegado los estados del Norte en la contienda ponía a la Isla de Cuba en una situación sumamente precaria y a merced de los buques corazas, que habían debutado en el conflicto y eran los más avanzados de su tiempo. Después de triunfar el Norte, decía Rodríguez Ferrer: “ya no habrá más que una [idea] triunfante; la de que no se hable de esclavos en la Unión, ni en las islas que a sus mares se acercan” (Rodríguez Ferrer 1862: 33). Es necesario, por consiguiente, leer las novelas de tema negro que se publicaron en Cuba durante este periodo dentro de este contexto; aunque, si algo pudiera reprochársele a Julio Rosas en su novela, es el poco desarrollo de Arturo en la narración, cuyas palabras en el texto se limitan a expresar su amor por Angelina y las dificultades que tuvo para reencontrase con ella. No hay en la narración de Rosas ninguna evidencia de cómo Arturo, que era hijo de un soldado español, pensaba acerca de la esclavitud antes de tomar la decisión de marcharse también a los EE. UU. Su única conexión con los esclavos es su nodriza, de la cual, además, se dice muy poco en el texto. Como justificación de su partida para la guerra, solo se dice que fue para “calmar” sus sufrimientos y porque necesitaba de “emociones violentas” (Rosas 1873, vol. III: 151).
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Para él, la guerra era una forma de encontrar un final casi seguro con el cual aliviar el dolor de la separación. Por consiguiente, su decisión de marcharse a combatir es diferente a la de don Antonio, lo cual se ve en el otro obituario que lee Angelina un mes después de recibir el de don Antonio. Dice el de Arturo: En el hospital de sangre ha muerto esta mañana un bizarro, que siempre temerario, se hallaba siempre en las más encarnizadas batallas, allí donde el peligro era más inminente y la muerte más segura. Cuba es su patria: Arturo su nombre. Murió besando un pañuelo que sus heridas habían empapado de fresca y humeante sangre. Murió pronunciando con amorosa espresión (sic) el nombre de Angelina.—Una hoja de Laurel para su frente helada: un rayo de gloria para su patria: una lágrima de simpatía para su novia: una siempreviva para la ignorada tumba del héroe desconocido que dio su vida para ayudar a arrancar de la esclavitud a cuatro millones de negros (Rosas 1873, vol. III: 162).
En ambos obituarios, por consiguinte, se confirma que los últimos pensamientos de estos hombres eran para la amada, Angelina, quien se convierte de esta forma en la causa de la muerte de los dos; aunque se deja entrever que, para Arturo, fue más un acto de suicidio que una acción patriótica. Esto, a pesar de recalcar que “Cuba es su patria” y que era “el héroe desconocido que dio su vida para ayudar a arrancar de la esclavitud a cuatro millones de negros” (Rosas 1873, vol. III: 162). ¿No podríamos pensar, entonces, que Angelina podría ser, también, la Cuba independiente en la que ambos hombres mueren pensando? Si recordamos, cuando el periódico habla de la muerte de don Antonio, su respuesta a la pregunta de quién era, indica, asimismo, que se le reconocía como otro “héroe” de la estirpe de Plácido, Gabriel de la Concepción Valdés y José María Heredia, dos de las principales figuras del panteón nacionalista. Si el énfasis del obituario de Arturo está en el amor y el recuerdo de la amada, el de don Antonio está en la política, en la bella muerte del revolucionario que sabe que combate por una causa justa y solidaria. Luego, no importa, como dice el narrador, que ambos
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fueran “héroes desconocidos”. Lo importante era el gesto, el decir que hubo cubanos en la guerra, junto al Norte, y mostrar que hubo amos de esclavos cubanos que combatieron por la libertad de los africanos en aquel país. Estando en Cuba, en medio de una guerra que ya duraba cinco años y de una censura férrea, quienes leyeron esta novela, seguramente, tuvieron que pensar en lo que ocurría en la Isla, y recurrieron a una lectura alegórica para interpretar la situación. Ciertamente, bastaba con sustituir el nombre de los EE. UU. por el de Cuba (como otros lo hacían con Polonia, Grecia o Nubia) con lo que la noticia de sus muertes, aunque hayan acontecido en otro lugar y en otra época, enfatiza lo propio y el ahora. Es decir, contemporaniza la acción al decir que su propósito era acabar con un mal que estaba presente en la Isla en ese momento: “lava[r] la mancha que empañaba nuestro pabellón”, remitiendo con estas palabras al lector al lugar donde se publicó y se leyó el texto. Dicha analogía se refuerza por la insistencia que pone el narrador en hacer de este conflicto algo importante para la “humanidad”, que transcendía las fronteras de los EE. UU. Poco después de recibir la noticia del deceso de ambos hombres, Angelina y su hijo mueren y, con ellos, todos los protagonistas de la novela. Las muertes de Antonio y de Arturo patentizan así la ruptura de los hijos con los padres, con la familia y con el sistema que estos crearon o ayudaron a preservar. Por lo tanto, se sugiere, también, que había una nueva generación de criollos dispuestos a enmendar las faltas de sus padres y de sus abuelos, lo cual les da un nuevo propósito, transformando a los antiguos amos en nuevos “mártires”. En la novela de Antonio Zambrana y Vázquez, El negro Francisco, publicada dos años después en Chile, esta metamorfosis del amo en mártir será aún más dramática, ya que el protagonista principal, Carlos Orellana, es uno de los personajes más crueles en este corpus novelístico y, a pesar de todo, también, decide unirse al ejército de Lincoln y arriesgar su vida combatiendo por la libertad de los esclavos. La novela de Zambrana cuenta la historia de un rico hacendado cubano que se enamora de una de sus esclavas, la mulata Camila; pero esta lo rechaza y establece una relación sentimental con el negro Francisco.
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La novela termina después de que Camila sucumbe a los deseos de Carlos, pierde el sentido y muere, y Francisco se suicida en el ingenio. Este cuadro, tan dramático, hace que Zambrana logre crear una empatía entre el protagonista y el público, que juzga los sentimientos del esclavo como verdaderos y rechaza los del amo. Más importante aun de notar, es que Antonio Zambrana intercala en su narración comentarios sobre acontecimientos y vivencias reales, como la suya en la guerra del 68, asumiendo la voz del narrador y contando su experiencia en la manigua (Zambrana 1875: 66). El recuerdo como parte del testimonio personal de la guerra es importante, porque destaca la presencia de antiguos esclavos combatiendo con los revolucionarios. Zambrana, además, no es el único que lo hace, porque un año antes Luis García Pérez había representado esta clase a través del mulato Roberto en El Grito de Yara, y H. Goodmann hace lo mismo en Escenas de la revolución de Cuba. Los laborantes (187?), donde relata la suerte que corrieron un esclavo, llamado Imbeque, y su amo mambí, en la guerra. Zambrana habla aquí, de quienes él conoció. No obstante, como hemos dicho, Francisco no es uno de estos mambises. Ni siquiera se va al monte para evadir la esclavitud, como hicieron tantos esclavos. Francisco, simplemente, termina ahorcándose. En su lugar, el héroe de esta novela termina siendo el malvado Orellana, quien se sacrifica por las mismas razones que lo hizo el protagonista de Julio Rosas: para mostrar la culpabilidad, el arrepentimiento de los amos y su voluntad de morir por los negros. Sus palabras finales resumirían, perfectamente, este cambio de actitud: “¡o como gozo en padecer i en arriesgar mi vida por la emancipación de los negros!” (Zambrana 1875: 181). Curiosamente, este mismo propósito está presente en los discursos que Zambrana dio en Chile, adonde fue a recaudar dinero para la lucha armada en la que poco antes había participado. En Chile, Zambrana escribió y publicó El negro Francisco (1875) y llevó a cabo una intensa labor propagandista que subrayaba la necesidad de vengar los maltratos de los indígenas en Cuba (Zambrana 1916b: 12), y la necesidad de liberar a los negros de la esclavitud. Por eso, afirma que la revolución la estaban haciendo los hacendados criollos
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que habían renunciado a su fortuna y a sus siervos. Decía: “¿Y sabéis quien pelea allí? Pelean los blancos, pelean los propietarios, pelean los aristócratas, pelean los ricos. ¿Y sabéis por qué pelean? Pelean por los negros, pelean por los pobres, pelean por los plebeyos, pelean por los que en el banquete de la vida no reciben su ración de pan ni tampoco su ración de derecho” (Zambrana 1916a: 46). Esa, sin embargo, no era la realidad; ya que, como han demostrado numerosos historiadores y el mismo Zambrana dejó entrever en su novela, el ejército independentista estaba compuesto por numerosos descendientes de africanos. Zambrana enfatiza de forma injusta, por consiguiente, el papel que tuvieron en la guerra hombres como él, su altruismo y su generosidad y, por esto mismo, puede decir que la guerra en Cuba era “el movimiento más noble y más impetuoso al que se haya entregado nunca los pueblos” (1916a: 46). En su opinión, los antiguos esclavistas habían enterrado sus diferencias junto con el látigo para luchar junto con los negros por un mismo ideal. Sostiene: El que era un magnate quiere ser un ciudadano; el que tenía 3.000 esclavos que le obedeciesen, quiere tener 3.000 hermanos que lo bendigan. El látigo de los negreros se ha escondido debajo del polvo ensangrentado de cien combates. ¿Quién lo ha puesto allí? Lo ha puesto allí la misma mano que tenía el infame derecho de empuñarlo. Los privilegios han roto la cadena del privilegio (Zambrana 1916a: 47).
Para Zambrana, por tanto, la guerra mostraba la conversión del amo en hermano del esclavo, hermano de “todos los hombres, miembros amorosos de la familia universal” (1916a: 47). Su igualitarismo se basa en la religión, que hombres blancos como él, reconocían como verdadera y habían renunciado a su riqueza para luchar. De esta forma, el antiguo esclavo lo “bendice” y todos se convierten en “ciudadanos”, como ocurrió en el resto de las repúblicas hispanoamericanas después de la independencia. Con esta arenga, Zambrana borra pues los particularismos de raza y de clase social para enfatizar la igualdad de la gran familia a los ojos de la
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República, en la cual, todos tendrían los mismos derechos y deberes. Para él era, simplemente, una cuestión de humanidad. De ahí que, Francisco sea el ejemplo más patente de la inhumanidad de los esclavistas y el recordatorio de por qué ellos luchaban. Su discurso pone al esclavo, como hacen otros escritores de la generación de Domingo del Monte, como “víctima” del amo, no como agresor. Los culpables de la violencia siempre son los sacarócratas, como doña Josefa y su hijo Carlos Orellana, que piensan que, a pesar de todas sus inconveniencias, la esclavitud era lo mejor que pudo haberle pasado a los esclavos, ya que antes vivían en África como “animales irracionales, matándose los unos a los otros” y sin conocer de la religión cristiana, por lo cual “más bien se les hace un favor con esclavizarlos, porque se rescata su alma del enemigo” (Zambrana 1875: 92). En su novela, Zambrana cita y critica estas ideas y otras que apoyaban la esclavitud en Cuba, pero esto no era suficiente. Era necesario crear un vínculo más estrecho entre el pecado y el sacrificio, razón por la cual, Zambrana también concluye su narración haciendo que el amo blanco se enrole en el ejército del general Grant. Su sacrificio demostraba que, después de reconocer su error, estaba dispuesto a entregar su vida por ellos, y que los esclavistas no lo hacían, porque no les importaban realmente sus esclavos. No en balde, sus argumentos contra el régimen esclavista toman la forma de una crítica al hombre “civilizado” junto con una reivindicación de los valores culturales, espirituales y morales de los africanos. Sus críticas a los esclavistas ponen el acento, tanto en el sistema como en las ideas en las cuales se apoyaban, la deshumanización del hombre, la violencia en los ingenios y contra la misma naturaleza, que el sistema estaba acabando para producir azúcar. Zambrana utiliza, por eso, también, todos los resortes melodramáticos y estilísticos que podían conmover al lector, del poder del archivo para atacar las bases teóricas en las que se apoyaban los amos. Como resultado, al final de la novela, el lector entiende por qué Carlos está arrepentido por lo que les había hecho a Camila y a Francisco, y le escribe una carta a su amigo Delmonte desde Norteamérica, diciéndole que se había inscrito en las tropas del general Grant para luchar contra los estados confederados. En su carta, Carlos le
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confiesa que la narración que había leído Anselmo Suárez y Romero, en la tertulia de su tío, en 1862, era su propia historia, que no había nada de ficticio en ella, que Suárez y Romero solo había contado su “terrible crimen” y lo había grabado como anatema en su frente. Era “una justa espiación para mí” (Zambrana 1875: 180). De este modo, su confesión cierra con un círculo la narración, que comienza, justamente, con el recuerdo del autor de Francisco leyendo los capítulos de su novela y termina con su despedida, y posiblemente, con su muerte en combate. Afirma Carlos en su carta a DelMonte: No se ocupen tanto de combatir la dominación española, de obtener esta o aquella forma de gobierno, esta o aquella libertad, esta o aquella garantía. Que se ocupen sobre todo de los negros. No de no ser explotados, que se preocupen de no explotar. Uds. dicen, ¡ah si los cubanos no fueran esclavos! –¡ah, si no los tuvieran! digo yo. […] Las armas federales en cuyas filas me enrolé siguen su marcha victoriosa. Simpatizaba poco con Mc Clelan (sic), con Grant estoy seguro del triunfo. Triunfante o derrotado. ¡o como gozo en padecer i en arriesgar mi vida por la emancipación de los negros! (Zambrana 1875: 181).
Estas son las palabras finales de Carlos Orellana en la novela, por lo cual, no sabemos si muere. Dos cosas me interesan subrayar, sin embargo, en ellas. La primera es que Orellana utiliza la misma frase que usaron otros independentistas para referirse a su condición de subalterno con relación a España, es decir, se ve a sí mismo como “esclavo” de la metrópoli y, por eso, insiste en que les dieran la libertad a los siervos antes de ellos librarse del yugo español. La otra es que la insistente referencia a los Estados Unidos en estos textos muestra la simpatía de los cubanos por la causa del Norte, y su deseo de que el gobierno de Grant reconociera la beligerancia e, incluso, la anexión. Como se sabe, las esperanzas de los anexionistas se vieron frustradas cuando el gobierno de Ulysses Grant optó por la neutralidad y no reconoció la beligerancia de los criollos (Morales 1904: 72). Aun así, en 1869, la Asamblea de
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Guáimaro hizo una exposición al Congreso de los EE. UU. pidiendo la anexión de Cuba al Norte y, según Louis A. Pérez, en Cuba: Between Reform and Revolution, poco después, la misma representación le pidió al presidente Ulysses Grant el reconocimiento de la beligerancia como “preludio para la admisión en la Unión” (Pérez 1995: 125). Esto es particularmente importante de recordar, porque, según cuentan Juan Bellido de Luna y Figueredo Socarrás, dos veteranos de la guerra del 68 exiliados en los EE. UU., Antonio Zambrana fue uno de los que apoyó esta propuesta y firmó la exposición dirigida al Congreso, defendiendo “enérgico, sublime, poderoso” la anexión de Cuba a los Estados Unidos (cit. en Trujillo 1892: 111). Bellido de Luna cita como prueba un artículo publicado por el periódico La Lucha de La Habana, en 1887, donde aparece un fragmento del discurso de Antonio Zambrana ante los representantes del gobierno revolucionario reunidos en Guáimaro. Según este fragmento, Zambrana justificaba la anexión de la Isla a los EE. UU. con el argumento de que la guerra se había hecho para ganar la libertad y no, para reducir el país a escombros, y añadía que si EE. UU. no aceptaba la petición de los cubanos, entonces, se la pedirían a Gran Bretaña (cit. en Trujillo 1892: 50). Tal insistencia, agrego, nos dice que, a pesar de que El negro Francisco está ambientada en un período anterior al estallido revolucionario; o sea, en un período dominado por un grupo de escritores que fueron en su mayoría reformistas y hasta anexionistas, hay que tener en cuenta la situación política de la época y las aspiraciones de los separatistas para entender las alianzas y simpatías que proponen estos textos. En especial, la selección del ejército yanqui sobre el sureño demostraba que los independentistas intentaron crear una genealogía que uniera a los dos grupos, basada en la idea de que ambos luchaban por liberar a los esclavos. Estas dos novelas, por consiguiente, forman un grupo diferente al resto. No pueden confundirse con las del grupo de Domingo del Monte, porque muestran argumentos que utilizaron los independentistas para justificar el fin del sistema colonial. No por casualidad, en uno de sus primeros discursos en el Steck Hall de Nueva
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York, el 24 de enero de 1880, José Martí le decía a la multitud: “A muchas generaciones de esclavos tiene que suceder una generación de mártires. Tenemos que pagar con nuestros dolores la criminal riqueza de nuestros abuelos. Verteremos la sangre que hicimos verter: ¡Esta es la ley severa!” (Martí 1963-1975, vol. IV: 189). Para Martí, la guerra era otra forma de expiar el legado fatal que habían recibido los cubanos blancos de sus antepasados (Vitier 1998). Será, también, una forma de lavar con su sangre el crimen de la esclavitud y, por eso, dijo que de niño, al ver un esclavo colgado en un seibo del monte, “tembló de pasión por los que gimen” y juró “lavar con su vida el crimen!” (Martí 1993, vol. I: 267). Como en otros lugares de su obra, la confesión va unida a la idea del sacrificio o de la espiación al estilo cristiano, en cuyo recuerdo se mezclan las referencias a Cristo y la esclavitud de los negros. Él es el hombre que con “el peso de la cruz … morir resuelve” (Martí 1993, vol. I: 263); aunque irónicamente, en sus escritos, como veremos más adelante, ese sacrificio se transformará en deuda de agradecimiento. Aun así, está claro que, en estos textos, el amo blanco o el descendiente de español se ofrece como víctima sacrificatoria para resolver el problema social. Ellos son los “chivos expiatorios” que, como diría dice René Girard, siempre ha sido una forma de superar la violencia, al menos de forma momentánea (Girard 2012: 62). En el Evangelio, este chivo expiatorio es encarnado por Cristo, pero en el caso de las novelas antiesclavistas que estamos analizando, ese rol es asumido por los dueños de esclavos, que deben morir para expiar la culpa de los de su clase o de sus antepasados. Si Cristo se había ofrecido en “sustitución de la víctima”, Adán, don Antonio se ofrece en lugar del padre que, simbólicamente, reúne en su figura a todos los patricios cubanos. La diferencia esencial entre un relato y otro, es que Cristo es una víctima de la violencia, mientras que estos amos no solamente mueren; sino que, también, matan para establecer otro sistema, más humano o más cristiano que el que fundaron sus padres, con lo cual, este sacrificio está unido a la violencia sagrada, la violencia como única respuesta a la culpa, que en estas narraciones se dirige hacia ellos mismos, y es encarnada
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por la voz del narrador/amo. Al crear esta alegoría, los amos se ven como víctimas propiciatorias de un sistema que ellos mismos crearon, mantuvieron y del cual se beneficiaron. Se reconfiguran como divinidades o seres a los que luego habrá que pagar una recompensa, ya que ellos serán los “mártires” y sus muertes, las que corresponden a un ídolo, un dios o un apóstol, en cuyo nombre más tarde se exigirá otro sacrificio. En estas narraciones, la muerte del amo resultará un acto sustitutivo, merecido y compensatorio por haber cometido el “crimen” que, en las narraciones arcaicas, como señala Girard, puede ser un incesto o parricidio, que siempre debe ser castigado. En todo caso, debemos recordar que las verdaderas “víctimas” de este conflicto son los esclavos. Ellos son los que siguen al amo, que se “sacrifica”, y cuya muerte parecería ser la única forma de contener la violencia y borrar la culpa. Ellos son los que realizan en el texto lo que no habían podido realizar con las armas. Luchan por la misma causa en otro sitio, y en un tiempo pretérito, que aspiran a que sea su propio futuro. Es lo que Fredric Jameson llamaría una cuestión de “cierre narrativo”, que establece una relación especular con un “collective project yet to come” (Jameson 1986: 77). Este sentimiento de culpa, como he dicho, aparece en los escritos de Luz y Caballero, Pérez García, Julio Rosas, Antonio Zambrana, José Martí y, por último, en la novela de Emilio Bacardí y Moreau, sobre la revolución de 1868, escrita por él durante la guerra, pero publicada doce años después de inaugurada la República. Esta novela se titula Vía crucis (1910-1914), y en ella ya no se hablará de Norteamérica, porque el panorama político había cambiado radicalmente. Se hablará de los grandes sufrimientos por los que tuvieron que pasar los cubanos para tener una nación. Como ocurre en la novela de Julio Rosas y Antonio Zambrana, aquí, también, los protagonistas son dueños de esclavos, pero el hijo toma conciencia de la perversidad del sistema y se une al Ejército Libertador en 1868, en el que muere combatiendo a los españoles. De esta forma, toda la familia “paga”, como dice el padre, el pecado de haber tenido esclavos, un mensaje que aparece de forma directa en las palabras del padre al hijo:
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—¡Escucha, Pablito! ¡Atiende! ¿Oyes ese canto? Pues ese es el vaho que exhala una parte de la humanidad desde el fondo de su mazmorra; es el lamento de toda una raza que sube hasta los cielos; y ese ¡ay! largo, plañidero, que se prolonga por los espacios y va hasta el mismo Dios, lleva envuelto, en esas notas con que danzan los esclavos, la maldición al amo que los esclaviza. Presiento, hijo mío, grandes males; quizás habré muerto cuando de la abyección del bruto despierte el hombre, y nos reclame lo que les hemos robado; no es ensueño de una imaginación calenturienta, es una revelación de mi corazón; todo es negrura para mí; ¡la esclavitud concluye! ¡Que sea pronto! Al oír ese canto que nos trae el viento desde el abismo, esperanza perdida que, como estigma, lanza la raza maldita sobre los que la vejan, me pregunto: ¿Cómo lavar la mancha? ¿Cómo expiar la falta? No veo más que un medio, que me hace temblar... ¡Sí! Y si es pesadilla, me fascina, porque no me abandona un momento (Bacardí y Moreau 1914: 106; el énfasis es nuestro).
En esta novela, por consiguiente, la profecía agorera del padre llama a acabar con una situación que, de continuar, traería males mayores para todos. El padre del protagonista reconoce así que la esclavitud en Cuba había actuado como una especie de maleficio sobre los blancos, y que la solución de ese problema no podía ser otra que una tragedia, la muerte de todos y la pérdida de sus riquezas. Por eso, solamente de pensar en la forma de solucionar este mal, como dice, lo hacía “temblar”, por lo cual, aquí también está presente el doble patrón de culpa y la redención; ya que, como afirma el narrador, todos ellos terminan siendo las víctimas del “pecado original de la colonia de que estaban saturados, más o menos, todos los que la habitaban o tenían la suerte o la desgracia de nacer en ella” (Bacardí y Moreau 1914: 93). De ahí, que la vida de esta familia sea descrita como un “vía crucis”, un “camino doloroso” por el que, al igual que las estaciones de sacrificio por las que pasó Cristo, tienen que pasar los cubanos. El verdadero final consitiría en pagar la deuda, en limpiar el pecado, en “lavar la mancha” que se habían arrojado sobre ellos los primeros blancos que esclavizaron a los negros. Consciente de este destino, el padre de Pablito le deja escrita una carta antes de morir en la que le dice:
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Pesa sobre Cuba un crimen cuya expiación habrá de pagar durante largo tiempo: haber aceptado la esclavitud habrá sido falta de los tiempos pasados; sostenerla hoy es el crimen nuestro. ¿Caerá ella sobre nosotros y nuestros hijos?... ¿Será verdad lo horrible de esta frase evangélica de que la culpa de los padres caerá sobre los hijos hasta la quinta generación? ¿Habrá de vivir en la historia de la humanidad Cuba esclava encerrando en su seno otra esclavitud mayor, superposición de una barbarie sobre una torpeza? Cargamos con la cruz colonial sin personalidad, llevados, traídos y dirigidos adonde y como le plazca a la metrópoli en desatentado desconcierto, desconociendo sus propios intereses y los nuestros, y bajo el peso de esa carga, despechados e impotentes, seguimos indiferentes oprimiendo a otros seres más débiles que nosotros, más desheredados (Bacardí y Moreau 1914: 232; énfasis en el original).
Como ya había dicho Caballero, Cuba arrastraba desde el inicio de siglo ese pecado, que no podía pagarse sino con la muerte. Es decir, la muerte de los blancos, la de los mismos hacendados que esclavizaron a los negros. Por eso, era necesario que ellos mismos tomaran las armas para limpiarse. Aquí, como en las otras narraciones que hemos estudiado, por tanto, el drama de la esclavitud y de la guerra están entrelazados. Se expresan en términos religiosos como “culpa”, “pecado”, “sacrificio” y “expiación”. El grito de redención de la patria aparece envuelto en un mensaje espiritual y en una profecía avalada por la Biblia. En realidad, no podía ser de otra forma en un país influenciado por el catolicismo, de donde vino la prédica antiesclavista y la crítica al sistema del Padre Félix Varela, Anselmo Suárez y Romero, Luz y Caballero, entre otros escritores. Por consiguiente, los términos “caridad” y “piedad” seguirán utilizándose aun después de abolida la esclavitud, e implicará una crítica a la filosofía del progreso basado en la mano de obra esclava, al liberalismo utilitario y al lujo de los hacendados y mercaderes como aparece en Sab y el poema de Martí “Dicen buen Pedro”. Antes de terminar, quiero subrayar que, al igual que la novela de la Avellaneda, las de Rosas, H. Goodmann y Bacardí no nos muestran a un amo despótico y avaro. Nos muestran a un amo “bueno”, paternalista,
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familiar, bondadoso, despreocupado con la cantidad de cajas de azúcar que podía llevar al puerto y capaz de entender el sufrimiento de sus siervos. En la novela de Bacardí, el amo trata tan bien a sus esclavos que estos deciden en el momento, en que son invitados a unirse al Ejército Libertador, seguir la suerte de sus dueños, porque, como le dice el negro Juan a la hermana de Pablito, cuando lo llaman los mambises: “—No tenga miedo, mi niña. Juan es esclavo de su mersé; todos queremos a mi amo, a mi señora y a mi señorita: nadie tocará a su mersé” (Bacardí y Moreau 1914, 1a parte: 133). Más tarde, incluso, tal lealtad les lleva a decir a los esclavos que ellos “no debían aceptar la manumisión de nadie: eran propiedad de un amo bueno; romper esa legalidad, sería perjudicarle: la revolución, pues, no tenía que contar con ellos” (Barcardí y Moreau 1924, 1a parte: 135). Tal “lealtad” es imprescindible para crear un ambiente armónico y la solidaridad de los siervos y los amos. Sin ello, no podría haber nación. Por último, la novela de Bacardí y Moreau es importante, porque, además de mostrar el sacrificio de los amos blancos a raíz de la primera guerra, habla, también, del sacrificio de las mujeres como Magdalena, la hermana de Pablito, que no se va a la manigua a pelear, pero se queda cuidando a la familia en la ciudad. Magdalena, quien se convierte en la protagonista de la narración después que muere el hermano, le da su nombre al segundo volumen de la novela. Tiene que vivir una vida llena de tristezas y dificultades. Debe trabajar para mantenerse, y es testigo de la muerte de toda su familia. Tales son las dificultades por las que pasa que su nombre, como el de la santa que acompañó a Cristo en el sepulcro, sería el más indicado para mostrar lo que el narrador llama “el martirologio cubano”. Ella, al igual que las criollas que analizamos en el capítulo anterior, es un ejemplo de la participación femenina en la guerra. Es acosada y maltratada por los soldados españoles que controlaban la ciudad, de ahí que su firmeza de carácter sea un indicativo de la capacidad de los cubanos de sostener sus ideales y aspirar a la independencia. Ella, como su hermano, eran los “mártires” que sufrieron estoicamente –como dice Bacardí– las penurias de la revolución;
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en vista de lo cual, cuando muere entre las sábanas blancas al final de la narración, el narrador dice: “Y Magdalena, como una imagen santa, velada de tenue nitidez, se destaca sobre aquel cuadro trágico, envuelta por una aureola purísima de gloria y de martirio” (Bacardí y Moreau, 2a parte: 275). Con este final, lleno de intensidad patriótica y espiritual, la narrativa independentista termina de reconstruir el panteón de sus héroes. Estos son los antiguos amos que se sacrificaron por sus ideales, sufrieron la dureza del combate y murieron para liberar a los negros. La novela de Bacardí aparecería en 1914, justo doce años después de inaugurada la República, por lo que su reconstrucción de la guerra de 1868 aspiraba a ser un texto fundacional que dejara para la historia el recuerdo del sacrificio o del martirologio de los cubanos. Ellos eran los que, finalmente, habían alcanzado el poder y quienes lo mantendrán en adelante. Su misión fue “expiar” la culpa de la esclavitud y acabar con un sistema tan cruel, con lo cual dirigen la culpa contra ellos mismos y el sistema colonial-esclavista que habían heredado de sus padres. Es una “culpa” dirigida al mejoramiento moral y espiritual del país, que no puede borrarse más que a través de la guerra y la auto inmolación. Representa una “vida nueva” para ellos, la del revolucionario. Para concluir, entonces, insisto en que deberíamos diferenciar entre dos tipos de novelas y ambientes en la literatura de tema negro de la Isla. Uno es el que reprodujeron los escritores delmontinos en la primera mitad del xix, y el otro es el que recrean los independentistas durante y después de la guerra. En este segundo ejemplo, el marco escénico fundamental lo representa un conjunto armónico, idealizado, en que los amos son buenos y los esclavos fieles, o, en el cual, el amo reconoce su culpa y muere por sus siervos. Para utilizar el término de Michel Foucault, estos son “heterotopias” del sistema porque son absolutamente diferentes a otros espacios de poder esclavista dominados por la violencia (1986: 24). Asimismo, en estas narraciones, hay un cambio de actitud de los hijos con respecto a los padres o con respecto a sí mismos. En las narraciones de Rosas, H. Goodmann y Bacardí, ninguno de los amos busca aumentar su riqueza o satisfacer sus deseos eróticos
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La culpa y el sacrificio de los amos
a expensas de las esclavas. Al igual que en las obras de teatro independentista, lo que se enfatiza es la fraternidad entre las razas, la “familia” de blancos y negros, que se reconocen mutuamente y pelean juntos en la manigua. En las obras donde no aparece una visión idealizada o fraternal de la esclavitud, es decir, donde se ve una crítica descarnada de los amos como las que produjo el grupo de Del Monte, no era posible mostrar cohesión o fraternidad racial, porque su objetivo era destacar los conflictos entre ambos grupos, la crueldad, la avaricia y la lascivia de los amos. El resultado, por consiguiente, es un panorama oscuro y lleno de peligros para ambas razas. Estos autores buscaban reformas arancelarias, tener los mismos derechos que los españoles, restringir la trata y no consideraban a los negros como parte de la nación. Con excepción de Sab, en las obras más críticas de la esclavitud, no encontramos un ambiente idealizado o amos luchando por su libertad como en las novelas de Rosas, Goodmann, Zambrana, y Bacardí, o en las obras de teatro independentista. Tampoco, en ellas, aparecen dramatizadas las sublevaciones de los esclavos contra los blancos, porque los reformistas apostaban por despertar los sentimientos de caridad en sus lectores y los revolucionarios los representaban como simpatizantes de la causa. Ambos grupos rechazaban, además, el miedo al negro, que era un arma de persuasión de los que se oponían a la independencia y a las reformas. Por consiguiente, ya sea por un motivo o por otro, la representación del negro nunca adquiere un grado de real amenaza en estas obras, aunque tampoco faltan referencias a los deseos de venganza histórica y racial del negro, en las novelas de Gertrudis Gómez de Avellaneda, Antonio Zambrana o del propio Bacardí. En el teatro de la guerra que habla de los esclavos, aparece una chispa de este “rencor” en la obra de García Pérez para dar paso en seguida a la resolución del mulato esclavo de no dejarse caer en ese “abismo” y unirse a los criollos para luchar contra España (García Pérez 1978: 54). Un acto simbólico que resuelve, al menos en la escena, el dilema que planteó la revolución cuando los esclavos fueron a luchar junto con sus antiguos amos. Finalmente, el discurso de la compasión o de la solidaridad racial, que lleva a la unión de ambos
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grupos para hacer la guerra, requería que los escritores y dramaturgos de la década de 1870 empezaran por mostrar a los amos blancos inocentes de los crímenes que se les imputaban, que mostraran al esclavo dispuesto a perdonar los pecados de los esclavistas, o que pusieran en escena un amo bueno y un esclavo fiel o al menos arrepentido, que muriera luchando por ellos. De esto, se deriva que los escritores cubanos blancos se dieron a la tarea de representar la culpa de los “padres” (no la suya) y la resolución de sus hijos de cambiar. Ellos eran los llamados a acabar con el legado que los otros habían dejado en Cuba. Les tocaba a ellos renunciar a la esclavitud, y “lavar con su vida” el crimen. Si tomamos, entonces, la narrativa bíblica como punto de partida para interpretar estas obras, tenemos que, a través del sacrificio de los amos o de la “expiación” en el sentido cristiano de su pecado, los descendientes de los antiguos esclavistas se reconcilian con dios e, indirectamente, pagan por la falta de haber esclavizado a los negros. En el caso de Cristo, esta expiación se hace a través del sacrificio y el sufrimiento en la cruz. En el caso de los amos cubanos, es a través de su muerte en la guerra. Estas eran condiciones que permitirían la alianza. Solo así se justificaba que en la manigua pudieran morir juntos los dos y, más tarde, ninguno de esos bandos se levantara uno contra otro. Más adelante, demostraré cómo esta misma generación de letrados blancos les pide a los negros, en 1895, que vuelvan a pelear, porque tenían con ellos una deuda de gratitud por haberlos convertido en hombres libres.
Capítulo 5
Los hijos ingratos de la patria
“Anda, hijo, no te tardes: toma el machete y la lanza: vete a pelear por tu tierra, y pon en Dios tu esperanza” (Glosa popular de la guerra de 1868)
Como hemos señalado con anterioridad, el tema de la ingratitud y el de la lealtad aparecen de forma reiterada en diversos textos de la guerra para ejemplificar la relación entre Cuba y España, ya que los seguidores de la Corona ponían gran énfasis en los lazos consanguíneos, de mutua lealtad. Así, en los grabados coloniales, como el que aparece en el libro de Eleuterio Llofríu y Sagrera, Historia de la insurrección y guerra de la Isla de Cuba (1872), la Isla es una joven indígena, que mira con amor a la “madre España”, y se beneficia de su tutela, de su civilización, su arte y su progreso. Dicha relación asimétrica establece, de este modo, una ecuación de dependencia, con la cual, los integristas intentaban justificar su control político y económico sobre la Isla y los criollos debían corresponder continuando siendo súbditos de España. En varias obras, sin embargo, dicho vínculo aparecerá roto, ya que los hijos rechazan las ideas políticas de los padres y no admiten la deuda de gratitud o lealtad filial que les debían. Ninguno de estos textos expresa mejor esta dinámica, que la novela del coronel del ejército español Eusebio Sáenz
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Los hijos ingratos de la patria
y Sáenz, quien participó en las operaciones militares en la Isla y, al finalizar la contienda, dio a la imprenta La Siboneya o Episodios de la guerra de Cuba, primero en 1881 y luego en 1883. En La Siboneya, uno de estos hijos ingratos que se enfrenta al padre es Don Aurelio, un estudiante de abogacía quien, en una tertulia defiende a los independentistas y le dice al padre español que, si supiera por cuál de sus venas “corre la sangre de V, ahora mismo la abriría para arrojarla y pisotearla” (Sáenz y Sáenz 1883: 35). El otro personaje, es Rosita, “la Siboneya”, quien es la hija de una pareja independentista que se alza contra España; aunque la joven decide defender la causa de la integridad nacional. La historia de “la Siboneya” es la que da título a la narración y se desarrolla a lo largo del texto. No obstante, la relación de Don Aurelio y Don Leonardo con sus padres es igual de importante, porque muestra que la disidencia podía ocurrir en ambas familias y la ingratitud se veía como una falta al deber familiar. La razón por la cual Leonardo, a pesar de ser hijo de un español, se vuelve separatista, dice el narrador, es por su madre criolla, en cuyas manos el padre, atareado siempre con el negocio, había dejado la educación del hijo. Cuando crece, Leonardo va a Nueva York a estudiar Medicina y, cuando regresa, se enfrenta al padre quien, colérico, le dice: Sería hasta criminal no respetar los derechos adquiridos. ¡Tendría que ver la expulsión de los que hemos contribuido con el sudor, con nuestra sangre al desarrollo de pública riqueza de este nuestro suelo, que desde la conquista ha sido es y será español! Porque ten entendido, Leonardo, que España es su madre. //¿Dónde se ha visto semejante procedimiento? ¿Qué derecho asiste a los que, ingratos, la difaman pisando, hollando todos los fueros sociales? (Sáenz y Sáenz 1883: 39).
En este diálogo, por tanto, el padre peninsular repite los dos discursos que vertebran la justificación colonial para mantener a Cuba bajo el dominio español. El de la gratitud que los cubanos le debían a la Madre Patria por haberla conquistado y haber invertido tres siglos en el “desarrollo
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de pública riqueza de este nuestro suelo” (1883: 39). La otra es la deuda de gratitud que le debían los hijos a sus padres por haber dedicado tantos años en mantenerlos, educarlos y trabajar para su beneficio. Ahora con 60 años, dice el padre, no podría regresar a su país para mendigar. Y le pregunta al hijo: “¿Vuestra ingratitud llega al extremo de arrojarme de vuestra presencia? ¿Es así como cumples con el deber filial?” (1883: 40). En esta novela, por consiguiente, la ingratitud es doble. El hijo rompe con el padre y con lo que él representa. No le devuelve ninguno de los favores que le dio de niño. Es individualista y desmemoriado, y por eso, su forma de actuar rompe con el modo tradicional que rigió desde la antigüedad: el trueque de favores y agradecimientos. En otras palabras, es una actitud típica de los filósofos modernos como John Locke y Adam Smith, quienes, como dice Peter J. Leithart en Gratitude: An Intellectual History (2014), desligaron la política de la gratitud, los beneficios recibidos y el patronaje, para abogar por un modelo de ciudadanos libres y conscientes únicamente de sus deberes políticos. En contraposición, Eusebio Sáenz y Sáenz se adscribe a un concepto de gratitud reminiscente de la antigua ley romana, donde los aristócratas estaban íntimamente ligados por lazos de mutuos favores, que, a su vez, les permitían mantener una posición superior en la sociedad (Leithart 2014: 129). Me explico, para Lucio Anneo Séneca, por ejemplo, quien explicó este sistema entre los romanos, ninguna relación de beneficios y deudas era más importante que la que unía a los padres y a los hijos. Para Locke, en contraposición, había que separar la política del orden de los agradecimientos que se creaban en el seno familiar y, por esta razón criticó el libro de Robert Filmer, Patriarcha “who used a model of paternal absolutism to argue for political absolutism” (Leithart 2014: 132). Para él, los ciudadanos debían respetar y honrar a sus padres, pero de esto no se derivaba que debían servirle al monarca con sumisión y obediencia absoluta. El agradecimiento podía ser un rasgo importante de la sociedad en su totalidad, y dentro de la familia; pero no debía regir la cosa política ni servir de paradigma al Estado. Al crear este tipo de argumento, Locke se oponía a cualquier forma de beneficios que pudiera coartar la vida pública, o que los ricos o los aristócratas pudieran
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darles regalos a los oficiales del gobierno que, más tarde, estos tendrían que pagar. Pero, el patrón de la circularidad que implicaban estos enlaces era tan fuerte, y habían penetrado tanto en el pensamiento político de Occidente que ni el mismo Locke pudo escapar del todo de ellos. No pudo hacerlo cuando afirmaba que, aun los descendientes de aquellos que fundaron un cierto orden político y no estaban originalmente comprometidos con ese orden, debían seguir, y respetar lo que fundaron sus padres, por el simple hecho de beneficiarse de sus leyes y vivir en aquel territorio (Leihart 2014: 134). Si el nexo entre los beneficios recibidos y la gratitud había sido claro y había quedado establecido en la vida política desde los tiempos romanos hasta el renacimiento, no fue así para los modernos; por lo cual, cualquier discusión sobre tales nexos en el sistema colonial debía rastrearse en el pensamiento político romano y feudal, que está en la raíz de la constitución del mismo sistema. De modo que, podemos esperar que la discusión alrededor de los beneficios y los agradecimientos en el seno de la familia fuera un tema frecuente en la guerra dentro de la sociedad cubana, que esta fuera el modelo para la cosa política y que fuera parte, también, de la justificación del poder imperial. Al igual, entonces, que el hijo del español que se vuelve mambí, la novela de Eusebio Sáenz y Sáenz cuenta la historia opuesta: la de la hija de un matrimonio separatista que defiende la integridad nacional y, por este motivo, es asesinada por los padres. Al comenzar la guerra de 1868, la familia de Rosita se va para el monte a luchar por una Cuba libre. Todos son revolucionarios, menos ella, que se queda en casa y se enamora más tarde de un oficial del ejército español. Convencida de la “insensata locura” de sus padres, Rosita decide ir al campamento insurrecto donde estos estaban para pedirles que se rindieran. Ni sus padres ni sus hermanos aceptan su propuesta y, en cambio, la acusan de ser una aliada de los españoles, la insultan, la golpean y, finalmente, le cortan la cabeza a machetazos. Dice el narrador, al describir esta escena: “El acero insurrecto de un solo golpe, casi segregó la hermosa cabeza del precioso tronco de Rosita […] Inocente sangre abundantemente derramada,
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enrojeció sus blondos cabellos que desordenados cubrían su angelical rostro” (Sáenz y Sáenz 1883: 235). En consecuencia, la escena muestra con toda crudeza el conflicto militar dentro de las familias cubanas, divididas por la guerra y la ruptura de los lazos afectivos y de gratitud que les debían los hijos a los padres. Dado que el autor fue un militar que combatió en la guerra de Cuba, podríamos preguntarnos si hubo de verdad sucesos tan brutales en la contienda y si algún revolucionario llegó a matar a sus hijos por desavenencias políticas. No lo sabemos o, al menos, la historia de Cuba no recoge ningún caso de este tipo. No obstante, el narrador deja en claro que la anécdota no era ficticia, porque, en la introducción y a lo largo del texto, menciona nombres de soldados de ambos bandos que participaron en las operaciones militares, y ofrece información de primera mano sobre las acciones. El lector entiende, pues, que el narrador habla de hechos y personajes reales, que vivían en el momento en que escribe esta novela y, con ese propósito, hace anotaciones al margen (Sáenz y Sáenz 1883: 79-80), y se autodefine como “testigo”, agregando comentarios sobre las costumbres cubanas que, en la literatura del siglo xix, corren parejo a los discursos que pusieron en boga las ciencias sociales, como la etnografía y el Naturalismo. La novela se presenta, por tanto, ante el lector, como un compendio de historias verídicas, lo cual no es más que un reclamo de veracidad para darle peso a la narración. Su objetivo, según sus palabras en el prólogo, era “recopilar algunos datos de referencia testifical unos y presenciales otros, que envuelven actos eminentemente criminales con raros y variados episodios originarios de la por más de un concepto ‘anómala e irregular guerra de Cuba’” (Sáenz y Sáenz 1883: 3; el énfasis es nuestro). De esta forma, la narración reclama una autoridad que trasciende el texto literario, exige la dignidad de un archivo militar y nos provee con la ilusión de que está hablando de hechos presenciados por el autor que participó en el conflicto. No obstante, debemos recordar que, aun si fueran ciertas algunas de estas historias, se incluyen dentro de una obra de ficción, y tienen un propósito partidista que la aleja necesariamente de la necesaria “objetividad” de cualquier texto historiográfico. Su interés de
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apoyar la ficción con hechos supuestamente reales, además, recorre toda la literatura latinoamericana desde los tiempos de la conquista hasta la literatura de la guerra. Constituye una forma de denuncia social que le brinda al texto la densidad epistemológica que no pueden darle las bellas letras. De hecho, el asesinato de los hijos por parte de los padres, como dice Bruce James Smith en Politics & Remembrance (1985), es uno de los temas recurrentes de la historia republicana que enfrenta los afectos filiares al amor a la patria. Baste recordar, como ejemplo, la historia del cónsul Lucio Juno Bruto en Roma, que sacrificó a sus hijos por traidores, o las historias de la misma Revolución Francesa que al postular los derechos de libertad, igualdad y fraternidad, cuestionó la autoridad del “padre,” como dice Bruce Smith y creó intereses que cercenaron la jerarquía establecida por la unidad patriarcal. En lugar de crear hijos devotos y respetuosos, como decía Edmund Burke (1729-1797), generó “bandas de hermanos” que recurrieron a la violencia para imponerse (cit. en Smith 1985: 145). Así, pues, en los textos de la guerra aparecen dos escenarios: el de los hijos ingratos que luchan contra la Madre Patria, y el de los padres independentistas que ajustician a los hijos por traidores. En ambos escenarios, los hijos rechazan la ley del padre y lo que ellos representan; y estos condenan, asesinan o amenazan con matar a sus hijos si estos se unen al bando contrario. En términos muy reales, los hijos serían los que desafiarían la autoridad paterna y, como pensaba Burke, quienes arrancarían el velo que los protegía, y que les inspiraban “miedo” y “reverencia” ante él (Smith 1985: 145). De ahí, que la disidencia política se entienda en términos de: falta de respeto, desobediencia, deslealtad familiar y ruptura de los vínculos de sangre, y que, tanto para los revolucionarios como para los leales a la corona, el castigo que se impusiera fuera la muerte. El problema está, en que los mambises se habían revelado ellos mismos con anterioridad contra sus propios padres, y ahora tenían que “matar” a sus hijos para que estos no los mataran a ellos. Estas obras nos hablan, entonces, de la deslealtad de los hijos rebeldes con relación a sus padres peninsulares; pero, sobre todo, de la deslealtad de los propios hijos de los revolucionarios con sus progenitores; lo que demuestra que
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el desafío inicial solamente podía traer consigo más violencia, enfrentamientos fratricidas, y un ciclo perpetuo de guerras civiles y tiranías, como pensaba Burke (cit. en Smith, Politics 145). Independientemente, entonces, de si creemos que los acontecimientos que se cuentan en esta novela son verídicos o no, lo que sí no podemos negar es que, durante los diez años que duró el conflicto, se cometieron todo tipo de atrocidades. En las cartas que nos quedan de los participantes y de las víctimas de la guerra, incluso, en los diarios de campaña, aparecen rastros de esta violencia contra soldados del bando contrario, los mismos mambises que transgredían la ley de los campamentos, así como de la población civil. En una carta que escribió el mambí Francisco Estrada y Céspedes a su esposa, fechada 8 de octubre de 1876, este le cuenta los actos que cometían los soldados españoles contra las mujeres y las niñas que encontraban en sus batidas. Le dice: Tú no sabes las infamias que comenten estos bárbaros aquí. Violan todas las mujeres que cogen (hablo en el Camagüey). Hay niñas de ocho a diez años que las dejan a la muerte. Es necesario mudarlas en camillas porque no pueden caminar. Esto es espantoso, y se hace hasta increíble, pero es tan cierto como ser tú mi esposa. Y tantas cosas hacen que no quiero escribirlo, porque sufro mucho en no poder vengar como deseo a las infelices que están aquí (Estrada 1989: 116).
Algo similar afirmaba Vicente Aguilera en su Diario en los EE. UU., donde relata lo que le contó Lola cuando fue capturada por los soldados españoles. “Dice que por la noche forzaron a la hija del mayoral suyo y que eso allí era muy común por todos los jefes y oficiales. Que Concha Milanés, entenada de Ramón le entregó su hija de 14 o 15 años a un coronel por cuyo motivo eran muy bien tratadas” (Aguilera 2008, vol. I: 148). Lo mismo sostiene Carlos Manuel de Céspedes cuando señala en su Diario que una mujer que tiene el marido en la guerra, “los españoles le llevaron dos niñitas” (Céspedes, 1994: 105). Aunque la descripción más horripilante no pertenece a la literatura, sino al testimonio, y la
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escribió Melchor Loret de Mola en Episodio de la Guerra de Cuba: El 6 de enero de 1871 (1893), en que narra cómo dos soldados peninsulares asaltaron el bohío donde vivía él con su familia cuando era un niño, les robaron las joyas, machetearon a todos sin compasión y, finalmente, le prendieron fuego a la casa con ellos dentro. El relato es aún más emotivo, ya que, quien cuenta lo sucedido es el mismo Melchor Loret de Mola, el único sobreviviente de aquella matanza quien, como señala en el prólogo, fue “testigo presencial” de aquel suceso (Loret de Mola 1893: iv). Es de esperarse, entonces, que se repitieran escenas como estas a lo largo de la guerra, y que dejaran profundas secuelas de angustia y de suicidios, como ocurrió con el mismo Melchor Loret de Mola años más tarde. No obstante, en los textos literarios, no aparecen descripciones tan horribles como las que cuentan estos autores, y es en las obras de los escritores peninsulares donde la violencia adquiere más importancia, y se presenta como el resultado de haberse alzado los cubanos contra la Corona. De ahí, que aparezcan negros y mulatos tratando de violar a las mujeres blancas o, como en la novela de Eusebio Sáenz y Sáenz, los padres mambises maten a sus hijos por despecho. En su novela, Sáenz y Sáenz deja constancia de esta violencia cuando habla de las mujeres que eran violadas por los soldados españoles, que “eran así arrojadas, como si dijéramos a las fieras, a una compañía de desenfrenada soldadesca para su solazamiento, que terminaba su feroz pasión cuando el infortunio, la impotencia de la infeliz, juguete de inhumana barbarie no podía resistir más… el ludibrio de la concupiscencia… poniendo fin la muerte a la bestial acción…” (Sáenz y Sáenz 1883: 132). La narración es contada por un mambí en el campamento separatista, dando la impresión que ésta era la forma en que los separatistas reclutaban a sus partidarios. Aun así, en otro lugar de la misma narración, el autor cuenta cómo otro batallón de soldados españoles le prendió fuego a una casa donde se encontraba una pareja de guajiros, lo que no quita que, en la novela de un coronel español, los mambises sean los que carguen con las mayores muestras de sadismo al matar a Rosita, y degollar a otro niño por el simple hecho de ser un estorbo para el padre en la manigua:
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“Pancho, el Herodes, el Nerón vampiro de su hijo, con cinismo inaudito desenmbainó [sic] su machete y de un solo golpe dividió en dos su cabecita… segregándole casi de aquel cuerpecito inerte… / —¡Ni un suspiro, ni un hay pudo lanzar el hijo de sus entrañas!” (1883: 127). A esta descripción de la escena, el autor agrega a pie de página el siguiente comentario: “a no existir testigo ocular lucharían la duda y la verdad” (1883: 127). ¿Daba a entender de esta forma que fue testigo también de esta escena? Al igual que la historia de Rosita, aquí se describe otro infanticidio en las tropas cubanas. La anécdota es contada por un mambí en el campamento insurrecto, mientras que Rosita y todos los presentes la escuchan horrorizados. El mismo narrador afirma “cúbrase de luctuoso velo mi pluma para que no siga la verdad del cuento” (1883: 127), un recurso retórico cuya finalidad es dejar implícito el rechazo moral del autor y del mismo insurrecto que cuenta esta escena ante la realidad tan cruel que narra. Estas historias violentas sirven de antecedentes a la historia principal y ponen al descubierto los límites que podían trasgredir los que luchaban por una ideología, quienes eran capaces de poner los afectos patrióticos por sobre los filiales, y terminaban siendo unos “infames” y unos “monstruos” (1883: 128). No obstante, como ocurre también en la historia de Rosita, el mismo narrador, al explicar los motivos del padre al asesinar al hijo, introduce en la discusión la historia de Guzmán el Bueno, quien había luchado en el siglo xiii contra los moros en España, y había preferido que mataran a su hijo antes que entregar la ciudad de Tarifa. Poco después de que el narrador relata la muerte del niño Alfredo a manos del padre, uno de los que escuchan al narrador le dice: “horripilan los sucesos que cuentas, Leoncio, dijo Pedro, ––Pero la degollación por el padre del niño Alfredo supera a todos” (1883: 136). A lo que responde Leoncio: “Dices bien, Concha. Únicamente el amor patrio, que sobreponerse debe a todos, ha podido sancionar la abnegación de Guzmán el Bueno, lanzando el puñal a la agarena hueste que luego hundió en el corazón de su hijo por salvar de nueva hecatombe a su Patria” (1883: 136). La comparación con la acción de Guzmán el Bueno es importante, porque, al igual que la historia de Lucio Juno Bruto en Roma, con ella, se
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explica cómo el “amor patrio” debía prevalecer sobre los afectos familiares al menos para los revolucionarios. De hecho, el nombre de Guzmán el Bueno reaparecerá en otra obra de teatro de los independentistas para justificar la muerte del hijo de Céspedes. En la novela de Sáenz y Sáenz, su mención en el campamento insurgente, tiene la función de poner en duda si valía la pena matar al hijo por la patria, ya que, muchas veces, como dice el narrador: “los que la han defendido generalmente han logrado desprecio y aislamiento” (1883: 137). De esta forma, el tema del sacrificio personal y el de los hijos quedan unidos, nuevamente, con el de la ingratitud de los conciudadanos, un tema que, como ya vimos, aparece en las obras de teatro que hablaron de Céspedes, en los testimonios de Serafín Sánchez, y en los poemas y escritos de Martí. Francisco Javier Balmaseda es quien hace referencia a Guzmán el Bueno en su obra sobre Carlos Manuel de Céspedes y en el opúsculo biográfico que le dedicó al bayamés en Los Confinados a Fernando Poo e impresiones de un viage a Guinea. Allí califica la acción del patricio como digna de Leónidas, el famoso guerrero de Esparta que combatió contra las tropas persas en la batalla de las Termópilas (Balmaseda 1978: 268), de Guzmán el Bueno (1978: 268) y de Jesucristo (1978: 275). En su resumen biográfico de Céspedes, dice que, en abril de 1870, el hijo del presidente, Óscar, fue sorprendido por las tropas españolas en casa de su novia y se le mandó a decir al padre que el gobierno le perdonaba la vida si este deponía las armas y reconocía el gobierno de España; a lo que Céspedes respondió: “Primero perecerá toda mi familia, y yo con ella, que hacer traición a mi patria”. Balmaseda explica a continuación: Carlos Manuel sufrió esta prueba con la resignación de los predestinados para un fin sublime, y excedió en grandeza de ánimo a Guzmán el Bueno. Las acciones heroicas se miden, en estos casos, por el tamaño del dolor natural reprimido: Guzmán era un hombre feroz y vano, que arrojó sin necesidad desde los muros de Tarifa, por un alarde de cruel valor, el arma que debía quitar la vida a su hijo. El héroe godo no puede igualarse al héroe cubano, lleno de sensibilidad, de amor y de ternura (Los Confinados 1869: 268).
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La comparación entre uno y otro, por lo tanto, nos ayuda a entender el imaginario familiar de la guerra, ya que, al igual que Céspedes en Cuba, Guzmán el Bueno es una de las figuras centrales de la historia de España: su determinación en sacrificar a su propio hijo para proteger la fortaleza de Tarifa y al rey ha sido recogida por historiadores, dramaturgos, poetas y novelistas desde la época medieval. En estos textos, se exalta su lealtad a Sancho IV y se compara su acción con la del mismo patriarca Abraham quien, para demostrar su lealtad a Dios, también estuvo dispuesto a sacrificar la vida de su hijo. Esta comparación, anoto, no era fortuita, ya que, en la época medieval, la palabra “patria” dejó de tener la importancia que tenía en la antigua Grecia, y la relación más significativa pasó a ser la establecida entre rey y vasallo1. De ahí que Luis Vélez de Guevara (1579-1644) titulara la obra de teatro en la que recrea la historia de Guzmán el Bueno Más pesa el Rey que la sangre, porque no era “Epaña”, ni Tarifa, ni su hijo lo que más importaba: era por su rey, Sancho IV, por quien Guzmán debía sacrificar a su vástago. Tres siglos más tarde, sin embargo, la inmolación del héroe ocurrirá en beneficio de todos los españoles. Lo dramaturgos Enrique Ramos, Fernández de Moratín (1760-1828) y el poeta Manuel José Quintana (1772-1857) mostrarán la lealtad del padre a la “patria”. Así aparece en la obra de teatro de Enrique Ramos, El Guzmán (1777), tragedia en cinco actos, donde el propio hijo anima al padre a que lo mate:
Por Dios y por la Patria y por el Cielo Muramos por la Patria y por el Cielo
Donde el concepto de “patria” sí retuvo todo su valor, como dice Ernst Kantorowicz en The King’s Two Bodies, fue en la religión cristiana, que transfirió el concepto de polis al reino de los cielos, y convirtió el martirio en el genuino modelo de autosacrificio hasta el siglo xx (1957: 234-235). Algo similar argumenta Étienne Balibar en “The Nation Form: History and Ideology”. Al justificar la guerra, tanto Céspedes como Martí usan expresiones religiosas para referirse a Cuba. En su Diario, Céspedes habla del “amor sagrado a la Patria”, “Amour sacré de la Patrie!” (1994: 88), por el cual tuvo que sacrificar a su familia, y más tarde se compara con Jesucristo. Para más detalles sobre este proceso, véase el capítulo que Ernst Kantorowicz le dedica al tema en The King’s Two Bodies, titulado “Pro patria mori” (1957: 232-272). Incluso, en su Diario, el propio Céspedes llega a compararse con Cristo. Dice: “yo debía de inmolarme y me inmolé. Cristo resucitó después de la cruz” (1994: 154). 1
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De Padre de la Patria en este día Os dará España el nombre lisonjero
(Millé Giménez 1930: 394).
En medio de la guerra contra España, era de esperarse que Balmaseda, no solo pusiera a Céspedes por encima del caudillo de Tarifa; sino que, también, lo llamara “padre de la patria” de los cubanos, originando de este modo una nueva genealogía para los revolucionarios2. En palabras de Balmaseda la renuncia al hijo significaba asumir el papel de padre de todos los cubanos. El sacrificio del hijo se multiplicaría en la paternidad de muchos otros que reconocerían, en esta forma de actuar del héroe, el modelo más extremo de abnegación. No extraña, entonces, que este apelativo pase a formar parte de la historia de Cuba y que Carlos Manuel de Céspedes como el patriarca Abraham, Lucio Juno Bruto y Guzmán el Bueno muestren las cotas más altas de lealtad a su ideología. En uno y otro caso, el héroe daría el máximo de sí mismo a su país que, irónicamente, no le pagaría de igual forma. La única recompensa segura, como le dice Martí en una de sus últimas cartas a Máximo Gómez, era “la ingratitud probable de los hombres” (1963-1975, vol. II: 163). De modo que, en estos textos, el sacrificio máximo viene aparejado de la ingratitud de sus hijos o de los conciudadanos. Martí mostró así este dilema y, también, él dejó claro en varios textos que preferiría ver al hijo muerto que contemplarlo sirviendo en el ejército colonial. En sus poemas, la alternativa no se plantea del modo en que se le presentó a Carlos Manuel de Céspedes, sino como lo pinta Sáenz y Sáenz en su historia, y reaparece con tanta Es posible que la misma caracterización de Céspedes como “padre de la patria” venga de Balmaseda, ya que este dice, tanto en su obra de teatro como en sus notas, que Céspedes era “el padre y fundador de la República” (1869: 273). Más tarde, Néstor Carbonell y Emeterio S. Santovenia, en Carlos Manuel de Céspedes; apuntes biográficos, pondría las siguientes palabras en la boca del caudillo cuando se enteró de que su hijo había sido tomado prisionero y los españoles querían que entrara en negociaciones de paz “—Oscar no es mi único hijo: soy el padre de todos los cubanos que han muerto por la Revolución” (1919: 28). Al contar la muerte de Céspedes, Carbonell no hace ninguna mención a la supuesta traición del antiguo esclavo. 2
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insistencia que se convierte en una obsesión. En Versos sencillos (1891), Martí termina diciéndole al hijo: “Vamos, pues, hijo viril: / Vamos los dos, si yo muero / Me besas: si tú… ¡prefiero / Verte muerto a verte vil!” (Martí 1993, vol. I: 268). Tal preocupación, Martí la había manifestado casi diez años antes, en Ismaelillo (1882), donde el padre adquiere la figura de Abraham, y termina otro poema con estos versos: “¿Vivir impuro? ¡No vivas, hijo!” (Martí 1993, vol. I: 30). En cada uno de los casos, Martí sugiere que el padre sería capaz de preferir la muerte del pequeño, si este fuera “impuro” o “vil”, a que le fuera desleal a su patria. A él, como Abraham, no le temblaría la mano si la “patria-dios” le hubiera pedido que sacrificara al muchacho, a tal extremo que, en otro poema, el padre se ve a sí mismo muerto y ve al hijo pasar un día por delante de su tumba, vestido de “soldado del opresor”, y esta aparición es suficiente para despertarlo:
El padre, un bravo en la guerra Envuelto en su pabellón Alzase: y de un bofetón Le tiende, muerto, por tierra.
(Martí 1993, vol. I: 265)
Una y otra vez, por consiguiente, Martí deja claro qué haría si el hijo le fuera un traidor. Reactúa la misma pesadilla, el mismo temor y termina matando al hijo, con lo cual, supedita los afectos personales al amor que sentía por Cuba (Rojas 2000: 94-95). Exige de él una actitud igual a la suya o igual a la del padre, que había sido “un bravo en la guerra”. De no haber existido este antecedente político, el hijo no se hubiera sentido obligado a seguir sus pasos. Ni el padre lo hubiera matado. Lo cual nos dice que la política es la que media entre su acción y la muerte. Es el pasado el que ata al hijo en el presente, una memoria que le obliga a actuar igual que su progenitor, quien, irónicamente, en el caso de Martí, nunca participó en el conflicto bélico y era hijo de españoles integristas. No obstante, el mismo tema del hijo traidor fue retomado por José Antonio Ramos en una obra de teatro ambientada en la gesta
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independentista y basada en este poema de Martí. Según una carta que le envió a Ramos, el dramaturgo y erudito José de Armas y Cárdenas desde Madrid, Martí pudo haber sacado la idea para estos versos de la historia de Rustán y Sorhab que cuenta Alphonse de Lamartine en El civilizador (1858) (Augier 1982: 241-242). En esta historia, el bravo Rustán mata al hijo que estaba luchando en el ejército contrario, pero, al igual que ocurre en las tragedias griegas, no sabe que al hacerlo está matando a su primogénito, lo cual no es exactamente lo que dice el cubano en estos poemas. El desenlace trágico en la historia de Rustán fue causado por la madre del pequeño, quien le miente al padre y le dice que tuvo una niña. Al crecer, entonces, el hijo se une al ejército enemigo del padre, y solo al final de la pelea se da cuenta que este es Rustán y exclama: “El cielo me castiga por haber hecho la guerra a la patria de mi padre” (Lamartine 1858: 267). De modo que, si bien es cierto que la historia de Lamartine tiene una semejanza con el poema martiano, el tema principal que angustia al cubano (el saber que su hijo podía militar en el ejército enemigo) no está presente en él, porque el padre no sabe que tiene un hijo y que este pelea junto con sus adversarios. Más bien, estos temores parecían provenir de la propia experiencia de la guerra, donde como también apunta Justo de Lara, hubo hijos y padres que militaron en ejércitos contrarios (Augier 1982: 243). Martí es un ejemplo de ello, no solo porque desde joven decidió apoyar la revolución de Yara e ir en contra de la ideología y la patria de sus progenitores; sino porque, años después, Carmen Zayas Bazán, su esposa, rechazó sus ideas separatistas y, estando en Nueva York, pidió protección a las autoridades españolas para regresar a Cuba con su hijo. El padre de Carmen Zayas Bazán era un hacendando camagüeyano partidario de España y Martí sabía que su hijo estaba creciendo rodeado de familiares que apoyaban la causa colonial. Por eso, temía, como dice Blanca Z. de Baralt en El Martí que yo conocí, “la educación anticubana que iba recibiendo el hijito amado en casa de su suegro” (Baralt 1945: 164). Nada ilustra mejor esta preocupación que la anécdota que cuenta Baralt en su libro, donde se ve “el refinamiento con que querían herirlo, inculcándole al niño principios de
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españolismo” (1945: 164). Según Baralt, Martí le contó que, un día, el hijo le mostró al padre un reloj de oro con tapa que el abuelo don Francisco Zayas Bazán le había regalado. En su interior, estaba grabado el escudo de España, y el abuelo le había dicho: “Toma, hijito, te regalo este reloj para que cada vez que mires la hora, veas este escudo y te acuerdes de que eres español” (1945: 164-165). La anécdota y la situación familiar explican de esta forma la obsesión del cubano con este tema, y es reveladora del temor que sentía ante la posibilidad de que el pequeño creciera con ideas políticas diferentes a las suyas. Antes de partir para la guerra, incluso, en la última carta que le escribe con fecha de 1 de abril de 1895, en Nueva York, Martí le dice lacónico a Pepito: “salgo sin ti, cuando debieras estar a mi lado”, y agrega que le envía junto con la carta “la leontina que usó en vida tu padre” (Martí 1963-1975, vol. XX: 480). O sea, la cadena del reloj de bolsillo que usaba en Nueva York. Seguramente, Martí recordaba en aquel momento el regalo que le había hecho el abuelo al hijo y trató de compensar de forma simbólica la educación que había recibido del suegro con el regalo del padre, que era una especie de “atadura” de ambos a la patria, más aún cuando en su carta Martí se ve a sí mismo listo a morir o ya muerto (“que usó en vida tu padre”). De manera que tanto la historia de Céspedes que cuenta Balmaseda como los poemas de Martí nos hablan del sacrifico de los padres en aras de la revolución emancipadora, de la lealtad a la patria y de la necesidad de que los hijos se identifiquen con los ideales de sus padres. Nos hablan, sobre todo, del sacrificio del hijo por la ideología de sus progenitores, lo que es una idea típica de la ética patriótica romana, que como dice Ernst Kantorowicz en The King’s Two Bodies, llevó al emperador Publio Elio Adriano a aprobar una ley que justificaba que los hijos mataran a los padres y que los padres pudieran matar a los hijos en beneficio del imperio(Kantorowicz 1957: 245). Tal vez, en la época romana, en que los padres tenían total control sobre los hijos, se entendiera que estos los condenaran a muerte por causas políticas. A finales del siglo xix, empero, este no podía ser un modelo de conducta, y por eso en la novela de Sáenz y Sáenz esa violencia adquiere tanto
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dramatismo y expresa como ninguna otra la angustia de la guerra. En este sentido, la narración continuaría el realismo de otras novelas en Cuba, especialmente, de las que tuvieron que ver con la esclavitud, y se adelanta a las de estilo naturalista que ponen el énfasis en las capas pobres de la sociedad, en la crudeza del conflicto, y en la crítica a los revolucionarios. Es decir, en escenas que tratarán de explicar las acciones de los personajes a través del contexto social que los rodeaba, comunicando de este modo imágenes repulsivas y sancionadas por la ley, que podían llegar a provocar rechazo en el lector. En La Siboneya, el narrador, a veces, sale de su función de escritor y de la trama que cuenta para hablarnos de su experiencia personal, dándonos su versión de lo que sucedió y contándonos historias violentas en que critica lo mismo a españoles que a cubanos. Estos testimonios que mezclan críticas y halagos no son comunes de hallar en los textos producidos a raíz del conflicto, que por lo general tratan de convencernos de la justeza de una de las causas y nos piden que tomemos partido por ella. Aquí uno de los personajes, un cubano, es quien exalta y condena la actitud de ambos. Son críticas que están dirigidas contra la misma guerra, incluso, contra la administración colonial y el favoritismo en el sistema correccional de los militares españoles, ya que el narrador no tiene reparo, tampoco, en acusar a “bastantes Iberos de dañosa sangre” (Sáenz y Sáenz 1883: 167) por usar la bandera y títulos como el de voluntario “cuyos cargos distaban mucho de proveerse en el mérito y honradez,” pero que, justamente por ello, lograban embaucar a los inocentes y sacaban “lucrativo partido de todo”, olvidándose de los principios de religión, moralidad, justicia, equidad y caballerosidad (1883: 167). Con esto, quiero decir que la narración de Sáenz y Sáenz, además de contar historias violentas, critica ciertos aspectos del sistema colonial, contra los cuales, los mismos criollos estaban luchando. Estas críticas, que el narrador podía haber ignorado, tienen la intención de dar una imagen verídica y balanceada del conflicto. Parecen dirigidas, sobre todo, a los lectores fuera de la Isla que desconocían la situación en la colonia y la razón por la cual los cubanos estaban luchando contra
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España, que, aunque dichas por el bando contrario, no se niegan ni se ridiculizan. Otras críticas las hace el propio autor en apartados explicativos que tienen solamente una relación tangencial con la historia principal, pero que lo ayudan a comprender las razones detrás de las decisiones que se toman en la novela. En otro intento de mostrar la veracidad del texto, el autor se apoya en la historia, la etnografía y las costumbres cubanas para establecer similitudes entre la antigua raza aborigen de la Isla, los cubanos y la naturaleza; motivo por el cual le da a la protagonista el apelativo de “la Siboneya”, en alusión al grupo de pacíficos aborígenes que vivían en Cuba a la llegada de Cristobal Colón en 1492. Habla de los insurrectos como de “los nuevos Indios” (Sáenz y Sáenz 1883: 153), los “Indígenas” (1883: 28), y rememora, al inicio de la narración, las descripciones que habían hecho Juan de Torquemada (1562-1624) y el propio Colón sobre los habitantes originarios de Cuba, quienes “se distinguían por su gracia o su belleza” (1883: 16). Tan cercana es esta identificación que el autor utiliza el mismo término para referirse al espíritu independentista de los criollos como “indio, guagiro, criollo, insular o como se le quiera llamar, pero americano”, en quien está muy arraigada la “vetusta idea de que ‘el suelo y cielo de la Isla es para los cubanos’” (1883: 210) y afirma que de lo que se trataba era de la “reconquista de su patria”; es decir, de tomar de vuelta los cubanos la patria que los españoles les habían quitado a los indígenas (1883: 69). Consecuente, con esta homologación, al final de la novela, los mambises que mataron a Rosita se convierten en los “caribes que han descuartizao [sic] a la niña” (1883: 253). ¿Por qué es importante esta homologación? Porque, como vimos anteriormente, la metáfora de Cuba como india es central para entender el discurso de la guerra, y en la novela de Sáenz y Sáenz, anclar la historia en un tiempo primordial donde luchan taínos y caribes. Los caribes eran los indígenas belicosos que, según Cristóbal Colón y otros historiadores, acosaban a los taínos al inicio de la Conquista, un dato del que, también, se sirvieron los poetas siboneyistas para mostrar bajo esta figura el poder y la violencia de los colonizadores. De este modo,
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las posibles relaciones que habían establecido los criollos entre siboneyes (cubanos) y caribes (conquistadores) se borran en este texto y, en su lugar, aparece la alegoría de la “Cuba-indígena como la amante del español”, que es descuartizada por sus propios hermanos para impedir este matrimonio. Esta y las otras comparaciones que se establecen en el texto, por tanto, son formas de apropiación y reconstrucción del pasado de Cuba en base a la memoria y las alianzas étnicas que los escritores querían privilegiar. Buscan distinguir de diversas maneras los objetivos políticos que les beneficiaban y, para ello, sobredimensionan cuotas de esa memoria para crear fábulas de fundación que ayudaran a su causa. Sáenz y Sáenz, imagina que Rosita, la joven “Siboneya” había escogido bien enamorándose del soldado español, porque esta elección era, según sugería, la más conveniente para Cuba. En cambio, Francisco Javier Balmaseda pensaba que, si bien esta combinación era deseable, ya que allí algunas criollas se casan también con españoles, todos debían pensar como cubanos y aspirar a la independencia. Este no es el punto de vista de Sáenz y Sáenz, quien muestra cómo la intolerancia política de los independentistas pone fin al noviazgo de la joven, lo que cierra así cualquier camino a la solución del conflicto bélico. En su novela, incluso, Sáenz y Sáenz amplía esta comparación y deja en claro que los cubanos, en lugar de echar a los españoles de su tierra, debían aceptarlos, ya que ellos eran los que podían enseñarles las reglas morales y encaminarlos por la vía del “progreso culto y civilizador” (1883: 224). Desgraciadamente, Cuba se había mantenido por mucho tiempo en una especie de letargo, en un sueño del que debía despertar. Explica el narrador: Así se haría en illo tempore a raíz de la conquista. Es verdad, se me dirá, como no han transcurrido más que cuatro siglos, no ha habido suficiente tiempo para otros adelantos que los del ‘in statuo quo’ cuyo platanamiento paraliza narcotizando los sentidos y vamos viviendo… hoy, sin pensar en mañana; o lo que lo mismo ha vivido siempre la inacción, y ha estado durmiendo el progreso civilizador (Sáenz y Sáenz 1883: 215; énfasis en el original).
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Al describir, entonces, a los guajiros, el narrador compara sus costumbres con las de los indígenas que encontró Colón en el siglo xv cuando llegó a las Antillas, lo que le permite adoptar una posición de autoridad moral, civilizatoria, ante las costumbres criollas. Su narración, por tanto, no hace más que buscar un sustrato social e histórico para legitimar el poder de la Corona, igual que lo hicieron otros intelectuales que escribieron sobre la guerra, como Gelpí y Ferro o Camprodón. Al ser Sáenz y Sáenz un militar de carrera, podemos hablar de este texto como de una especie de arma letrada, que echa mano a las justificaciones que tradicionalmente habían dado los colonizadores para adueñarse de la tierra ajena. Por eso, recurre al discurso histórico, lineal, ascendente, y a metáforas como la del sueño y los sentidos “narcotizados”, para señalar que se trata de una civilización estancada en el pasado, que necesita el empujón definitivo de la metrópoli. De esta forma, la explicación que nos provee el texto comparando, justificando y criticando a estos “otros” por sus modos de vida o su religión constituye otro modo de violencia textual; otro modo de administrar la mirada y la comprensión de los hechos desde un punto de vista integrista; con lo cual, construye dinámicas que justifican la imposición del sistema. Es una mirada que enmarca los sujetos coloniales y metropolitanos en espacios y culturas opuestas, en donde unos son representativos de la civilización, y los otros de la barbarie. Sus cuerpos, la promiscuidad en la que vivían en las casas, “el estado de desnudez de todos” (1883: 214), la influencia del trópico en su desarrollo biológico, los hacían diferentes a los europeos. Pertenecían a otro tiempo, que era el de la Conquista, con lo cual Eusebio Sáenz y Sáenz les niega a los cubanos, “gentes selváticas del país” (1883: 60), el momento que compartía con ellos, o, como dijera Johannes Fabian en Time and the Other (1983), la “coetaneidad”, con el fin de autorizar su propio discurso y tomar posesión de sus cuerpos. Por eso eran tan distintos, las niñas maduraban tan rápido, buscaban pareja, tenían hijos y cambiaban su condición civil mucho antes que las españolas. Al igual, entonces, que en otras novelas con pretensiones realistas y etnográficas, el mundo natural sirve aquí como un reflejo del conflicto humano. Los cuerpos
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de las criollas, con su “voluptuosa lujuria natural”, crecen a la par de la naturaleza exuberante que las rodeaba (1883: 16), lo que es otra fantasía del discurso imperial, que se remonta a la época de Cristóbal Colón, y su creencia de que el paraíso en América tenía la forma de un seno de mujer. Naturaleza y género confluyen así en la narrativa de la guerra, como antes en la narrativa de la Conquista, una homologación que es una “pornotopía” para usar el término de Douglas Porteous (1990: 81). En estos textos, la mujer adquire la forma de la tierra, es un reflejo de su fertilidad y “voluptuosidad” del paisaje, por lo cual, el lenguaje erótico se mezcla con el lenguaje corporal reflejándose mutuamente. En los textos poéticos de los independentistas, además, la patria es una mujer, deseada, violada y maltratada por el enemigo, quien se ve como violador o un sultán que la esclaviza. José Joaquín Palma y José Martí retoman esta comparación en sus poemas para recordar el fusilamiento de los estudiantes de Medicina en 1871. Palma llama a Cuba “odalisca de Occidente” (Palma 1890: 18), y Martí, “la virgen sin honor de Occidente” (Martí 1993, vol. II: 40). Palma llega a decir, en un poema dedicado al aniversario de la independencia de Honduras, que Cuba era la “¡Odalisca envilecida / En los brazos del sultán!” (Palma 1900: 16). Ambos poemas son muestras de la labor consciente de los independentistas para identificar al concepto de patria con el de la mujer, así como utilizar el pasado para criticar a los voluntarios españoles. En tal caso, la memoria se constituye como un rechazo del olvido, en un intento de evitar borrar la huella del crimen para incitar a los cubanos a la lucha. En uno y otro caso, la posesión política de la Isla se expresa a través de imágenes sexuales. Según Eusebio Sáenz y Sáenz en esta novela, la Isla de Cuba era poseedora de un suelo: en el que por doquier se ve el círculo de perpetua fertilidad; en donde la vegetación desafía a la misma naturaleza; en que el verde follaje, los escogidos y raros matices de la floresta y la más rica al par que voluptuosa lujuria natural, nada de extraño tiene que las hijas de tan ameno país, participen de sus mismos encantos (Sáenz y Sáenz 1883: 16).
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Lo mismo repite más adelante cuando se refiere a otra niña, Merceditas, de quien dice: “Extrañeza causará a mis los lectores el adelanto en una niña de once años; pero sabido el desarrollo, tanto físico como moral, de las hijas de los Trópicos, que a los doce se hayan en aptitud de maritar” (1883: 191). No sorprende, entonces, que el narrador tome de protagonista principal a Rosita, y que en otros lugares del texto muestre una actitud de extrañamiento y temor por la naturaleza cubana, como es propio encontrar en otros autores peninsulares que aludieron a la guerra. Antes de terminar la discusión sobre esta novela, sin embargo, me gustaría destacar la importancia que tiene el tema de la esclavitud y de los negros en ella; ya que, al igual que otras narraciones que tratan del conflicto armado, los esclavos son, también, personajes muy importantes en estas obras, que definen la actitud de unos y otros ante el conflicto. A diferencia de las obras independentistas, en esta oportunidad, el autor pone el acento en las diferencias que los antiguos esclavos tenían con los amos revolucionarios por cuestiones políticas. No habla de fraternidad racial, ni dice que los rebeldes les dieron la libertad antes de marcharse a la manigua. Por el contrario, tanto en la casa donde se quedan a vivir Rosita y Salomé, como en la manigua, se mantiene el mismo trato de “niño” y “ama” entre ambas clases. Los esclavos siguen las indicaciones de los blancos, y arriesgan su vida por ellos. Realmente, quienes mantienen las mejores relaciones durante toda la novela son Rosita y la negra Caridad, que acompaña a la niña en el trayecto de ir a entrevistarse con sus padres en la manigua. Una vez allí, Caridad se entera que su hija, quien se había ido al monte con otro insurrecto mambí, había muerto en una escaramuza y que su nieta de tres años había desaparecido. Después de conocer la noticia, Caridad regresa llorando al campamento donde está el “ama” y, en lugar de encontrar apoyo y cariño en ella, todo lo que recibe es una reprimenda por estar triste. Su hija había sido “un mártir más, que supo morir por la causa de la Independencia Nacional” […] “supo ser digna del aprecio de sus correligionarios” (Sáenz y Sáenz 1883: 223-224) y, por eso, según ellos, Caridad no debía llorar. Caridad, quien en ningún momento se nos presenta como una insurrecta, todo lo
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contrario, se presenta como alguien que critica el que su hija se haya ido al monte porque, como dice, “la mujer en ningún lugar hace más falta que en la casa” (1883: 224); se siente ofendida por esta reacción de la antigua ama, y ambas discuten. Irene, entonces, llega a acusar a la esclava de haberle inculcado ideas prointegristas a la hija, que había “renegado de la fe de [sus] mayores” (1883: 229); pero Caridad lo niega y la antigua ama le responde: “¡negra esclava, astuta, miserable, maldita raza! Vete, huye de aquí o haré que después de un boca abajo tus labios sellen, vieja de Luzbel!” (1883: 226). La discusión entre las dos mujeres en una sociedad que todavía era esclavista, y en un contexto que había sido idealizado por la misma propaganda revolucionaria, debió ser particularmente chocante para los lectores, porque en ella la antigua esclava se atreve a contestarle a su ama y a criticarla –algo que no ocurre en ninguna obra de este género–, y que, en condiciones normales de servidumbre, le hubiera podido costar la vida o un terrible castigo. Sin embargo, la escena está estructurada para mostrar que, a pesar de la retórica abolicionista de los criollos, estos siguieron pensando igual de sus esclavos; ya que los comentarios de Irene Cejudo están llenos de frases despreciativas y prejuiciosas. Habría que concluir, entonces, que Sáenz y Sáenz desarrolla esta escena con el objetivo de demostrar la ruptura de esa unión idílica que habían enfatizado tanto los criollos revolucionarios, y sacar a la luz la supuesta hipocresía de los libertadores. La literatura de la guerra está llena, como hemos visto, de estas escenas que muestran la historia al revés de como lo hacen los enemigos políticos. Es cierto, sin embargo, que, en la Guerra de los Diez Años y aún después, durante la guerra de 1895, existieron tensiones, rivalidades y disputas entre los independentistas por cuestiones raciales y la misma negativa por parte de algunos a darles la libertad a los esclavos contribuyó al fracaso del alzamiento (Sarmiento Ramírez 2010: 138-65, en línea). Si, por un lado, en la novela de Sáenz y Sáenz se demoniza la relación “ama blanca-esclavo-independentismo”, por otro, se exalta la alianza “Rosita-España-Caridad”; es decir, la relación que existía entre la niña “mártir de la ‘Integridad Nacional’” (Sáenz y Sáenz 1883: 223), la antigua esclava
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a quien insulta su madre y su hija, Salomé, quien, después de partir Rosita para el campamento, cuida a su novio cuando este se enferma. Salomé se enamora de Eduardo quien, a través de su trato con ella, llega a sentir cariño por la joven y a entender que los negros también podían amar. O sea, sus sentimientos afectivos le permiten ver la identidad biológica de las dos razas, debido a que, como dice, ambos partían de la misma “base” de Adán, procedían de un “común centro”, por lo que “el hombre de color es lo mismo que el blanco” (1883: 170). Para 1881, si bien la esclavitud en Cuba todavía seguía vigente, la llamada hipótesis poligenista o de la “raza maldita”, originaria de Caín, era una excusa para mantener las diferencias y la esclavitud en la Isla, que ya muchos escritores y tratadistas habían rechazado. De lo contrario, no se entenderían novelas como Sab, donde el mulato se enamora del ama blanca o las novelas antiesclavistas, que muestran parejas de esclavos que se enamoran entre ellos. Por esta razón, los pensamientos de Eduardo en la obra resultan atrasados y explican por qué no prospera la relación entre él y Salomé. En realidad, al igual que en la literatura independentista, ninguna novela, narración o poema pro español, escenifica la unión entre sujetos negros y blancos peninsulares. Todas son mujeres blancas, criollas; lo que nos indica que la patria o la futura nación se piensa como un tipo de sociabilidad entre razas iguales, ya sea por el racismo de la época o por la prohibición que existía en Cuba desde principios del siglo xix en lo referente a las “uniones desiguales”. Como explica Verena Stolcke en Racismo y sexualidad en la Cuba colonial, las leyes españolas prohibían las uniones interraciales, aunque permitían que se hiciera una solicitud de permiso para contraer matrimonio. Por lo general, eran las personas humildes las que le pedían a la Corona estas excepciones, y los independentistas se opusieron a esta prohibición; lo que hizo aún más popular la causa revolucionaria (Stolcke 1992: 66). Aun así, este escenario no aparece reflejado en la literatura de la guerra, donde todos los matrimonios son entre blancos. El hecho de que Sáenz y Sáenz apoye la tesis de la igualdad racial y critique la relación entre la antigua ama independentista y su esclava, hay que leerlo, por consiguiente, como un intento de acercar los negros
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a los peninsulares, quienes, después de concluida la guerra, trataron de ganárselos. Se trata de un acercamiento cuyo principal objetivo es político, ya que busca restar argumentos a los revolucionarios que justificaron su lucha. Otro ejemplo de lo mismo es la recuperación en esta novela de los siboneyes, que, como ya dijimos al analizar la fotografía de Varela y Suárez, para esta fecha ya habían sido reapropiados por la propaganda peninsular y tenían, además, una larga data colonial. Cuba ya no es más la india rebelde que fue violada o asesinada por los españoles al inicio de la colonización. Ahora es la india que ama a España y quiere seguir a su lado. En la novela de Sáenz y Sáenz, “la Siboneya” es, irónicamente, una joven rubia que, de no morir asesinada por sus padres, se hubiera casado con su novio español y se hubiera alegrado con la paz del Zanjón. Nada más indicativo de esta reapropiación del símbolo en la novela, que el largo poema que Sáenz y Sáenz reproduce al final, escrito por el poeta cienfueguero Luis A. Ramos, donde los cubanos y los españoles celebran los acuerdos de paz convertidos en “siboneyes”. En este poema, el mismo Hatuey se les aparece a los cubanos para decirles “basta de sangre y de guerra” y que amen a los “pueblos hispanos” (Sáenz y Sáenz 1883: 308-309). Así concluye, por tanto, la caracterización de la Cuba integrista como “siboneya”. La antigua indígena se resemantiza ahora bajo una nueva forma para demostrar los sentimientos de lealtad de Cuba por España. Al final, el “siboney” es un significante vacío que cada grupo llena con ideas que representan su propia ideología y aspiraciones políticas. En los años que siguen a la Paz del Zanjón, este signo de la identidad insular volverá a reaparecer en el discurso de los revolucionarios, los autonomistas y los peninsulares. Se observará en las caricaturas que se publican en periódicos satíricos como Don Circunstancias, que representan a los autonomistas “libertoldos” poniéndole ofrendas ante un altar indígena “de la autonomía” (11 de septiembre de 1881), y en rimas poéticas alabando las propiedades del tabaco “El Siboney”. Será el nombre, asimismo, de un club de pelota, así como el tema de discusiones eruditas de letrados americanistas cubanos como Bachiller y Morales.
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Resumiendo, entonces, la narración de Eusebio Sáenz y Sáenz muestra la ruptura familiar entre los cubanos separatistas y la alianza simbólica entre Cuba y España que se quería forjar después de terminada la Guerra de los Diez Años. Los padres de la “Siboneya” la matan por querer aliarse con los integristas y renunciar a su patria. Son ellos quienes terminan descuartizándola por razones políticas, lo que, en términos del mito griego de Cronos, significa evitar que los destronara a ellos mismos; porque, como dice, “la revolución traga a sus hijos” (Sáenz y Sáenz 1883: 186), y aquí los padres parecen tragarse a Rosita con la misma voracidad con que Saturno devoró a su prole en el mito griego. A propósito, recordemos que El Moro Muza había retratado a Céspedes en una caricatura transformado en Sarturno, y con la siguiente inscripción: “(Céspedes) Devorando a su madre, no contento con devorar a sus hijos, el muy antropófago” (El Moro Muza 21/11/1869: 61). La escena final que narra Sáenz y Sáenz invocaría esta crueldad goyesca. Es, por este temor, que los padres la matan como si fueran caribes. Es así que, en lugar de contemplar esta historia como un hecho real, propongo interpretarla como un acto simbólico, que tiene la finalidad de criticar a los independistas que no reparaban en los lazos de sangre, ni de religión, ni de moral entre ambas naciones o entre ellos. Para ellos, solo contaba, según el narrador, la ideología. Este imaginario familiar disfuncional recorrerá, pues, los textos de la guerra, y se reflejará en poemas, obras de teatro y narraciones que describen el conflicto desde ambos lados. En estos casos, el modelo patriótico republicano a seguir será el de la familia unida, el del padre y el hijo que luchan juntos por la causa rebelde, como hicieron Céspedes y los Maceos. En el caso de Carlos Manuel de Céspedes, el arquetipo del “Padre de la Patria” a seguir es el de Guzmán el Bueno. Este acto doloroso muestra los extremos a los que llegarían los independentistas, y servirían de recordatorio para los revolucionarios que vendrían después. Es un drama que se repetirá más tarde en varias obras, como: El Separatista (1895) de Eduardo López Bago y Episodios de la Guerra (1898) de Raimundo Cabrera. En la novela que comentamos aquí, después de que los padres machetean a la hija, esta se convierte en “mártir de la ‘integridad nacional” (Sáenz y
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Sáenz 1883: 274), y la “Divina Justicia” venga su muerte, enviando una tormenta a la tierra que acaba con la familia insurgente. El río los arrolla y los relámpagos incendian sus chozas. De este modo, la novela termina con la venganza de Dios, quien limpia, como en la Biblia con el diluvio, la tierra de pecado. El periodo de posguerra que comenzaba debía ser una especie de resurgimiento de la integridad nacional. No lo fue, y catorce años después volvería a estallar la guerra.
Capítulo 6
La naturaleza de la guerra
Si bien la literatura de la Guerra de los Diez Años fue escrita en el lenguaje del Romanticismo, en la década de 1880 entraron en escena dos nuevos movimientos literarios que cambiaron el modo en que la guerra fue contada. El Modernismo, que rechazó la literatura española para seguir los cánones estéticos franceses, y el Naturalismo, que, siguiendo los preceptos de Émile Zola (1840-1902), aspiraba a ser un análisis objetivo y de diagnóstico médico de la realidad. Entre las principales figuras del Modernismo, estaba José Martí, quien, estando exiliado en Guatemala, le escribió una carta al general Máximo Gómez con el fin de recaudar datos para escribir un libro sobre el conflicto que recientemente había finalizado. En la carta, Martí le dice al general: “como algún día he de escribir su historia, deseo comenzar ya haciendo colección de sus autógrafos” (19631975 vol. XX: 263). ¿Cómo se describe, entonces, la guerra en este periodo? ¿Cómo se diferencian desde el punto de vista estético e ideológico la narrativa de ambos bandos cuando describen la naturaleza donde ocurren las operaciones? En este capítulo me interesa responder estas preguntas y, para ello, centraré mi atención en los textos de Manuel de la Cruz y de José Martí, quienes expresan sus ansias de independencia a través de la topofilia, y en las narraciones de Eusebio Sáenz y Sáenz, Ramón Roa (1844-1912), Ubaldo Romero Quiñones (1843-1914) y Ricardo Burguete (1871-1937), que muestran su rechazo a través de la topofobia. Al finalizar las hostilidades, en 1878, resurgió el movimiento reformista y la vida cultural en Cuba. Comienzan a aparecer, entonces, textos
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sobre la guerra, como la novela de Sáenz y Sáenz, que se publica dos veces, y cuentos como los de La Habana Elegante “Cuento que pica en Historia” de Manuel Serafín Pichardo y “Las tres cruces” de Pedro Molina. El cuento de Pichardo narra la experiencia de cuatro amigos en una fiesta que recuerdan el fusilamiento del poeta Juan Clemente Zenea a manos de las autoridades españolas, mientras que el de Molina narra la historia de dos hermanos que se enfrentan por razones políticas y, al final, ambos terminan muertos. Un año después, en 1888, sale de la imprenta el Álbum de El Criollo. Semblanzas, con 84 retratos de revolucionarios de antes y después del alzamiento de Yara, cuyo principal objetivo era recordar a aquellos que habían luchado por la patria y no diferenciar entre las distintas corrientes políticas. Sin embargo, dos años más tarde aparece A pie y descalzo (1890), de Ramón Roa, en donde la guerra ya no es la muestra del patriotismo del que se enorgullecían los criollos, sino la historia de una desilusión tan grande que basta leer las primeras páginas del libro para percatarse de que todo había sido en vano: “nuestro fracaso fue una esperanza frustrada; había una muchedumbre indefensa, perseguida, errante, sacrificada impunemente, sin más auxilio que el de su astucia para ocultarse y el de su agilidad para sustraerse al golpe del perseguidor” (Roa 1890: 5). En este tono decepcionado y derrotista, Ramón Roa cuenta su experiencia en los campos de batalla y pinta con lujo de detalles la hambruna, los trabajos y las miserias que tuvieron que pasar los mambises. Roa, sin embargo, relata estas situaciones de peligro con un tono desenfadado e irónico, que le resta importancia al drama, dejando casi siempre a los lectores con una sonrisa en la boca. Episodios como el del joven Jackson, el expedicionario que antes de morir dice ser Jesucristo, la búsqueda de comida en la manigua o su huida de la prefectura “con la celeridad de una arista impulsada por el vendaval” (Roa 1890: 23), convierten a estas memorias en un cuento de aventuras, entretenido y gracioso, más que en un testimonio histórico cuya finalidad era dar fe del sacrificio de los cubanos. Irónicamente, esta era la forma en que los periódicos satíricos y los escritores integristas narraban también las acciones de los mambises y,
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años después, será el modo en que Carlos Loveira criticará la república en Generales y doctores (1920). ¿Cómo reaccionaron los separatistas que todavía tenían fe en la independencia? Después de leer el libro, Martí fustigó a Roa en uno de sus discursos de Tampa por querer atemorizar a los cubanos que pensaban reiniciar las hostilidades, y lo acusa de ser “gente impura a la paga del gobierno español” (Martí 1963-1975, vol. IV: 276). Esta crítica tan severa provocó, a su vez, una carta del general mambí Enrique Collazo condenando duramente al delegado del Partido Revolucionario Cubano. Lo cierto es que, si comparamos A pie y descalzo con las obras de teatro, los poemas y las narraciones patrióticas escritas sobre el alzamiento de 1868, podemos percatarnos de que existe un abismo ideológico entre ellas. Su narración no tiene el objetivo de buscar apoyo para la independencia. Simplemente, tiene la esperanza de evitar más violencia, con lo cual introduce al lector en la vida real, en el sufrimiento personal de los hombres, las mujeres y niños que participaron en el conflicto, testimonios que, antes, solamente podíamos encontrar en las cartas y en las anécdotas familiares. En la narración de Roa, los personajes no son héroes, ni enemigos, ni traidores. Pertenecen a una masa heterogénea de campesinos, mujeres y niños que iban por los bosques, corrían los mismos peligros que los mambises y eran sorprendidos por la muerte. Es Roa quien cuenta, por ejemplo, la anécdota desgarradora de una mujer que asfixia a su hijo de meses porque podía delatar la ubicación de los revolucionarios cuando estaban cruzando La Trocha (Roa 1890: 63). Roa achaca el gesto a un exceso de respeto en la mujer, así como a su antigua condición de esclava; pero lo cierto es que escenas como esas no aparecen en la literatura independentista antes de su libro, lo que sí abundan son discursos a favor del sacrifico y de la independencia. Esto nos demuestra que el libro de Roa, con ser un testimonio del fracaso, constituye, también, un testimonio de la sinceridad del autor. Es la memoria del dolor de la gente común, que conoció y murió en la manigua, y es, además, una crítica de la violencia, la ideología independentista y del imaginario por el cual los cubanos estaban dispuestos a sacrificarse.
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El mismo año en que Ramón Roa publicó A pie y descalzo, Manuel de la Cruz vio editado Episodios de la revolución cubana, un libro que es su opuesto. Su finalidad, según expresa el autor, era ser un “tributo a la crónica de la guerra. Redactado sobre auténticos datos de autores y avanzadísimos testigos” (Cruz 1890: IX). ¿Cómo se diferencian ambos? Al celebrar los “triunfos” de los cubanos, su texto es el lugar donde la violencia cobra legitimidad. Donde se demuestra que matar, más que morir por la patria, es vivir eternamente como decía “La bayamesa”. Por eso, su libro no tiene el propósito de hacer un balance imparcial de los hechos, ni de ser una crítica de la brutalidad o de las condiciones que se encontraron los cubanos en la manigua. En lugar de crear situaciones risibles, lo que abunda aquí son los pasajes heroicos, que son resaltados por un lenguaje poético, lleno de color y referencias a la literatura clásica. Este objetivo aparece en el prólogo del libro, donde Manuel de la Cruz afirma que se propuso con estas páginas rescatar la memoria que doce años después del conflicto y bajo la administración colonial, había caído en “el olvido” (Cruz 1890: IX). Por eso, agrega que el método que utilizó fue: “fijar el hecho, el cuadro o la línea, como la flor o la mariposa en el escaparate del museo, procurando reproducir la impresión original del que palpitó sobre el trágico escenario” (1890: IX). A diferencia de Roa, como hemos dicho, Cruz no participó en la guerra y, por esto, a lo único que podía aspirar era a “procurar reproducir la impresión” que tuvieron los mambises cuando le contaron estas anécdotas. Pero, si su libro no tiene la legitimidad que le proveía el haber sido testigo presencial de los hechos, si tiene el peso de la literatura; es decir, extrae sus reservas del lenguaje pictórico que utiliza; ya que, como dice, él “compuso” estas crónicas, “cuadro o la línea”, con meticulosidad, como lo haría un zoólogo o un naturalista que trabajara para un museo. Por consiguiente, aun cuando De la Cruz nunca participó en la guerra, su narración adquiere tanta fuerza y presencia que, tal como señala el crítico Márquez Sterling en el prólogo a la edición de 1911: “parecía que en ellos vaciaba memorias de espectador” (X). ¿Cómo logra hacerlo? Adoptando la perspectiva de alguien que habla como si estuviera observando los hechos: como un
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“espectador”. En sus narraciones, De la Cruz da la impresión de haber participado en las acciones, reproduce diálogos que supuestamente ocurrieron en medio del combate, y se enfoca en detalles, a veces, tan insignificantes, que solamente alguien que hubiera estado allí podía haberlos visto. Ese presentismo es una técnica que Martí también utilizó en sus crónicas neoyorquinas publicadas en La Nación de Buenos Aires, el periódico para el cual también escribía Manuel de la Cruz. El otro recurso que utiliza es el impresionismo, una técnica pictórico-literaria que se originó en Francia y que Manuel de la Cruz utiliza para escribir la historia. Luego, el énfasis artístico lo pondrá en las descripciones del campo cubano y en las acciones bélicas, para lo cual, a veces, se acerca a su objetivo como si fuera un naturalista al estilo de Émile Zola, alguien que, del modo en que sugiere en el prólogo, caza “hechos” y “mariposas”. Tal explicación del método no podía resultar más ilustrativa de su estética, ya que Manuel de la Cruz rompe simbólicamente con el realismo y el léxico español, y escoge para su libro la estética francesa modernista que tanto criticaron Juan Varela (1824-1905) y otros escritores peninsulares de su tiempo, como Clarín (seud. de Leopoldo Alas), por apartarse de la tradición española. Con esta forma de pintar, Manuel de la Cruz arropará la memoria y los hechos gloriosos de los cubanos. La memoria afectiva de su país (ya que está transida de subjetividad y propósito político), y de los hombres libres, que no llegaron a lograr la independencia. Su estilo es de un “impresionismo épico”, como diría Vitier (Vitier 1967: 31), en el que las escenas de guerra adquieren luz, color y se convierten en un símbolo de la patria. Por impresionismo, me refiero al movimiento literario que, partiendo de la pintura de Claude Monet y otros pintores franceses de su época, trató de convertir las sensaciones visuales en obras de arte. El término apareció en 1874, en Francia, a propósito del cuadro de Claude Monet Impresiones: Amanecer (1872), en el que retrata el puerto de El Havre con pinceladas anaranjadas, azules y grises, sin definir los contornos, y envuelto todo en una densa neblina. Más tarde, el término pasó a la literatura para describir, según Ferdinand Brunetière, el estilo de Alphonse Daudet (1840-1897) en Los reyes en el exilio (1879), “la
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transposición de los medios de expresión de un arte, el arte de la pintura, al dominio de otro arte, el arte de la escritura” (Berrong 2013: 15). En la década de 1880, varios escritores franceses hicieron uso de este estilo, entre ellos, Pierre Loti (1850-1923) y los hermanos Goncourt, Edmond y Jules, quienes habían sido antes pintores. Martí fue uno de los primeros en escribir en Hispanoamérica sobre los pintores impresionistas que estaban exhibiendo sus obras en los EE. UU. y aplaudió su estilo después de algunas reservas. En una de sus crónicas, notaba la diferencia entre los países de Europa, en especial, Francia, y Latinoamérica, diciendo que allí ya se había conseguido la libertad, lo cual no había ocurrido con Cuba. Sugiere así que el esteticismo que caracterizó la escuela no era para los cubanos que no podían ignorar las cuestiones sociales y políticas. En sus palabras este consistía en querer “reproducir los objetos con el ropaje flotante y tornasolado con que la luz fugaz los reviste y enciende. Quieren copiar las cosas, no como son en sí por su constitución y se las ve en la mente, sino como en una hora transitoria las pone con efectos caprichosos la caricia de la luz” (Martí 1963-1975, vol. XIX: 305). No obstante, el cubano entendió posiblemente mejor que cualquier otro intelectual hispanoamericano de su época la importancia que tenía este movimiento para el arte: su carácter rebelde frente a la Academia, y recurrió por eso a estrategias impresionistas en su obra. Admiró a los hermanos Goncourt y, como dice Galindo Molina, desde muy temprano convirtió las imágenes sensoriales y cromáticas en objetos de arte. Entre las características que identificarían esta modalidad en Martí estarían “el arte de ver”, el “estilo esmerado y pulcro” (Molina de Galindo 1966: 103-104), y la homologación entre ambas artes: “El escritor ha de pintar, como el pintor. No hay razón para que uno use de diversos colores, y no el otro decía Martí (1963-1975, vol. VII: 212). No es extraño, entonces, que el autor de Ismaelillo hable de “la implacable sed del alma”, de tratar de hallar “lo nuevo y lo imposible”, de unir la experiencia pictórica con la literatura al decir: “¡Sólo los que han bregado cuerpo a cuerpo con la verdad para reducirla a la frase o al verso, saben cuánto honor hay en ser vencido por ella!” (1963-1975, vol. XIX: 303).
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Al igual que Martí, Manuel de la Cruz fue un admirador de los escritores franceses y uno de los iniciadores del Modernismo, esto a pesar de que pocas veces se lo menciona dentro de este movimiento. ¿Cómo aparece esta técnica narrativa=pictórica en su obra? En Episodios de la revolución cubana, este estilo surge en la descripción de los atardeceres, en el uso de los colores y de los sonidos de la selva. Es una naturaleza que luce como si fuera pintada en vez de descrita, que abunda en las variaciones cromáticas, con “suaves tintas” semejantes a las pinceladas de los cuadros de Monet y las descripciones de Pierre Loti. Un ejemplo de este estilo es la descripción del paisaje en la crónica que trata de la batalla de “Palo Seco”, donde la caballería de Máximo Gómez se enfrentó al batallón de Valmaseda y lo venció. Después de narrar las escaramuzas y los enfrentamientos entre los dos ejércitos, Cruz pasa a describir la caída del sol en el campo de batalla, donde “se dilataba una cordillera de peñascos de pizarra perfilados de oro y fuego” (Cruz 1890: 65). Explica: Donde el sol había desaparecido una montaña de escorias y ascuas, hendida desde la cúspide a la base, mostraba a manera de pedruscos de encendida lava jirones de nubes color de amaranto vivo o atenuado, sobre una niebla tintada de amarillo verdoso, grieta de volcán en erupción. En el naciente, en forma de morros, picachos de nubes que cambiaban desde el rosa del caracol hasta el rosa de la pluma del flamenco, y en torno a ellos, como manchas de bocetos, celajes de tintas indecisas, violeta oscuro, belesa, verde de Nilo, ocre con visos de verde de ruda, nieve estriada, y copos con todos los tonos del gris (Cruz 1890: 65).
En esta descripción del paisaje el narrador, menciona al menos ocho colores diferentes, sin contar otros que se sugieren por las palabras como “lava” (roja) y “nieve” (blanca), para dar una idea de una puesta de sol. Si comparamos entonces esta pintura verbal con el contenido del capítulo, tenemos que en él se describe un combate campal en donde las tropas de Máximo Gómez habrían matado a unos trescientos soldados españoles. El campo era, como dice el narrador, un “inmenso cementerio al aire
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libre” (1890: 65). Quien lea solamente esta descripción del paisaje, sin embargo, no sospechará que había habido un enfrentamiento tan violento, ya que la descripción parece tener una realidad propia, estética y auto referencial que permite separarla del resto del texto. De ahí que, el narrador hable de “bocetos”, “manchas, “tintas indecisas” y hasta de la niebla “tintada” (1890: 65), ya que es un paisaje hecho a partir de referentes culturales intensamente visuales, escalas cromáticas como la del “rosa de la pluma del flamenco”, y objetos como el “volcán” o el “verde Nilo”, que no pertenecían al paisaje de la Isla, pero cuya fuerza poética podían servir como símbolos de la violencia de la guerra y dar “la impresión original del que palpitó sobre el trágico escenario” (1890: IX). Si, para los románticos el paisaje es un mundo de emociones, donde se ve reflejado el “yo”, para Manuel De la Cruz, Julián del Casal, José Martí y Rubén Darío, será una experiencia “estética” como decía Anderson Imbert al hablar de Amistad Funesta (1885) (Imbert 1960: 108), un lugar de resonancias culturales. Este esteticismo sería producto del proceso de “desnaturalización” del mundo que experimentan las sociedades modernas en las últimas décadas del siglo xix, con la creciente influencia de la ciencia y la tecnología, como aparece en el poema de Martí “Amor de ciudad grande” (Camacho 2004: 335-336). En la narración de Manuel de la Cruz, la naturaleza convertida en objeto de arte serviría como un mecanismo de exaltación de los héroes, en donde el autor pintaría el paisaje, del mismo modo en que lo habían hecho Monet o Loti en Francia. El lugar produce emociones e invoca imágenes de lirismo. Tiene la finalidad de producir un efecto positivo en el lector, que es la razón por la que podemos hablar de “topofilia”. La “topofilia” es un discurso que aparece a principios del siglo xix en la literatura hispanoamericana que se caracteriza por mostrar amor hacia el paisaje, y toma la naturaleza como algo propio de su identidad (Béjar, Barrera 1999: 41). A finales del siglo xix, Martí y De la Cruz continuarán este discurso, pero quienes escriben en contra de los mambises o de la guerra, lo harán como Roa, a través de imágenes de desapego, alienación y conflicto. En la escritura de Manuel de la Cruz, su pluma, como el
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sol (para utilizar la frase de Martí), “acariciará” la manigua y producirá un desborde de emociones patrióticas. Por eso, en otro lugar de la obra, cuando este habla de Máximo Gómez, afirma que su figura “nunca, como entonces, me pareció más digna del óleo o del mármol” (Cruz 1890: 106). Es decir, la figura del general, como la carta que le envió Martí once años antes desde Guatemala, muestra la admiración del letrado y la gallardía del héroe, que es reverenciado por el escritor de la única forma en que podía hacerlo, a través de las palabras. En consecuencia, retrata al caudillo montado a caballo y ensangrentado, atrapando como una pintura o una fotografía, el instante sublime de la victoria. En otro lugar de la narración, el paisaje reflejará las emociones de los personajes, que palpita al mismo tiempo que los amantes: “La naturaleza como en un desmayo de inefable deliquio, languidecía en voluptuoso sopor” (1890: 22). En verdad, podría decirse que la naturaleza es tan importante aquí como los mambises, porque uno y otro se reflejan mutuamente y pueden apelar a la categoría de “lo cubano”, un discurso que reaparecerá en las obras que critican también a los independentistas. De ahí que, este libro sea una loa continua a la naturaleza insular, y que el autor detalle los nombres de los árboles y los pájaros que “encuentra” en el camino, utilizando sus apodos locales, adjetivándolos con imágenes que los engrandecen y les llegan a dar una significación religiosa. Así “la seiba” era una “verdadera ermita de hojas”, y hasta las plantas parásitas que tenía encima, se “retuercen como cables” que se prolongan y estiran “como grifos y sierpes simbólicas de antiguas catedrales” (1890: 110). A través de estas asociaciones, De la Cruz territorializa los afectos; crea un espacio cultural sagrado que se repetirá en textos de Céspedes y Martí. Los pájaros y las plantas que viven allí cobran cubanía por el simple hecho de nombrarlos por sus nombres comunes: “guajacas”, “tomeguín”, “judío”, “bijirita” (1890: 110). Son nombres que aparecen subrayados en el libro para indicar la pertenencia y la familiaridad del cronista con ellos. Es una naturaleza sentida, más que observada, pintada, más que descrita. Un lugar de confort y refugio en medio de la batalla, donde el narrador da rienda suelta a su imaginación y a su fervor patriótico.
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Años después, José Martí hará lo mismo cuando describa, entre asombrado y delirante, la naturaleza de la Isla en su Diario de campaña. “Admiré, en el batey, con amor de hijo, la calma elocuente de la noche encendida” (1963-1975, vol. XIX: 192), y hasta su marcha a través de la noche y las espinas resultan una revelación: “El hombre asciende a su plena beldad en el silencio de la naturaleza” (vol. XIX: 207). En Manuel de la Cruz, esta naturaleza además de ser observada “con amor de hijo”, como dijera Martí en su diario de combate, y descrita con un lenguaje impresionista, tiene la característica del detalle, ya que el autor desde el prólogo del libro se compara con un coleccionista que conoce el nombre de los objetos y los exhibe en su libro como en un museo. En su narración, la naturaleza son los cubanos. La usan, la conocen y muestran un “instinto” que les permite servir de exploradores para rastrear las huellas de los soldados peninsulares. Estos exploradores tienen, dice, “el instinto maravilloso desarrollado en el oficio, instinto topográfico que rivaliza con el del indio de las praderas del oeste americano” (Cruz 1890: 124). Baste recordar, en este sentido, la capacidad que le atribuye Domingo F. Sarmiento a los rastreadores, en Facundo, donde la naturaleza se convierte en sinónimo de identidad americana y en un código por el cual hay que interpretar a sus gentes. De modo que, si bien Episodios de la revolución cubana se presenta ante el lector como un compendio de testimonios sobre diferentes tiempos y lugares de la guerra, el estilo pictórico, impresionista y estas muestras de cubanía unifican las historias y les otorgan una fuerte cohesión emocional. No extraña, entonces, que, al leer su libro en Nueva York, Martí le comunicara a Manuel de la Cruz, “la agitación, la reverencia y júbilo” con que lo hizo. Tanto júbilo que, como dice en la misma carta: quería hasta besar el volumen (Martí 1963-1975, vol. V: 179). Nadie mejor que él para apreciarlo en su totalidad, ya que, al igual que Manuel de la Cruz, Martí fue de los primeros escritores latinoamericanos que usó la técnica impresionista en sus escritos y, por eso, celebra en su carta su contenido y estilo “la capacidad rara de meter los brazos hasta el hombro en el color, sin apelmazarlo ni revolverlo” (1963-1975, vol. V: 179). Seguidamente,
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en su carta, Martí compara su prosa con una plancha de aguafuerte, como recuerda en otra crónica que escribían los hermanos Goncourt y les dice: “la naturaleza va como coreando a los héroes. Usted los fija en la mente, con su habilidad singular, por lo colorido e inolvidable del paisaje. Hay páginas que parecen planchas de aguafuerte, porque para usted es cera la palabra, y la pluma buril” (1963-1975, vol. V: 180). Lo cierto es que ninguna de estas alabanzas sobraba al texto. Cruz había leído y escrito sobre los principales escritores impresionistas de su época, o quienes fueron influenciados por ellos, como Pierre Loti y Émile Zola1. Su modelo era la misma literatura francesa que Martí admiraba y, como recordamos, él mismo había querido escribir un libro sobre los héroes de 1868 y había dicho un año antes en La Edad de Oro: “¡Qué novela tan linda la historia de América!” (1963-1975, vol. XVIII: 389). Por eso, había alabado, también, el libro de Manuel de Jesús Galván Enriquillo (1882) y haría lo mismo, un año después, con el drama poético de su amigo, Francisco Sellén Hatuey (1892). No sorprende, entonces, que en su carta enfatice este punto y, a pesar del lenguaje poético y la forma fragmentaria en que está escrito el libro, lo llame historia: “Es historia lo que usted ha escrito; y con pocos cortes, así para que perdurase y valiese, para que inspirase y fortaleciese, se debía escribir la historia” (1963-1975, vol. XX: 179). Su punto de partida era diferente al de otro crítico cubano, Manuel Sanguily, quien también leyó y comentó el libro de Manuel de la Cruz, y notaba, al hablar de Cromitos cubanos, su estilo pictórico, su énfasis en lo visual, y reconocía que el objetivo era transponer “un arte a otro, de la pintura al arte de escribir”, como había hecho antes Théophile Gautier (1811-1872) (Sanguily 1893: 34). Solo que Sanguily critica a De la Cruz por hacerlo, sin percatarse de que este sería uno de los elementos principales de la renovación literaria en América. Martí, por el contrario, lo vio como una herramienta para esclarecer la historia, como pensaban los románticos, Véase el largo ensayo que le dedicó Manuel de la Cruz a Pierre Loti en La Nación de Buenos Aires, el 22 y 25 de diciembre de 1889, que fue recogido más tarde en Obras de Manuel de la Cruz. Vol. II (1924). 1
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para incentivar a los cubanos, ya que él mismo había admirado a otros escritores decimonónicos que cultivaron la novela histórica, como Victor Hugo, o que tomaron partido por las causas sociales, como Harriet Beecher Stowe y Helen Hunt Jackson, de quien tradujo Ramona. En su carta a Manuel de la Cruz, el autor de Ismaelillo deja implícito, además, que la historia tenía un propósito más allá de sí misma, o de reflejar los hechos de forma imparcial. La historia debía servir de ejemplo: debía inspirar y fortalecer, de otra forma, no “valía” nada. Podríamos decir, entonces, que el texto de Manuel de la Cruz combina el testimonio y el arte pictórico para exaltar a los mambises y la guerra. El testimonio y las referencias a otros libros de “memorias” le dan peso real, anclan la narración en hechos históricos, mientras que las metáforas, los símiles y las evocaciones impresionistas le aportan una experiencia estética que ayuda a los lectores a comprender mejor las acciones desde el punto de vista cubano y a encontrar su lugar como letrado en la lucha revolucionaria. Uno y otro, sin embargo, son productos de la escritura, de la labor del escritor y de la memoria. Son como el ángel de la historia de Walter Benjamin, que iluminan con intensidad un momento, en un caso de peligro, el de la guerra (Benjamin 1986: 861). En tal sentido, los testimonios de los soldados ayudan a darle veracidad a la narración y ponen la memoria personal y subjetiva en función de la verdad historiográfica. Este procedimiento no era nuevo en la literatura colonial. Había aparecido primero en las crónicas de la Conquista, especialmente, en la Historia verdadera de la conquista de la Nueva España de Bernal Díaz del Castillo y en la Brevísima relación de la destrucción de las Indias, de Bartolomé de Las Casas. Ninguna de estas obras, hay que aclararlo, escapa, tampoco, a la literaturización de los hechos, debido a que son narraciones que apelan a recursos figurativos del lenguaje para apoyar sus puntos de vista2. Nada de esto, sin embargo, era un problema La refencia aquí es a Hayden White, Metahistory: The Historical Imagination in Nineteenth-Century Europe, quien habla de la forma en que la historia es narrada. Esta problemática aparece, también, en las historias revolucionarias, como en las Crónicas de la guerra 2
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epistemológico para De la Cruz, quien estaba más interesado en preservar una página gloriosa de los republicanos para la posteridad. Más que reproducir, entonces, las estrategias narrativas de representación del discurso colonial, que pone énfasis en la función civilizatoria de España y en el carácter de bárbaros y forajidos de los independentistas, Cruz enfatiza en estas páginas la hidalguía de estos hombres y su decisión de ser libres. Ellos, a diferencia de los españoles, le perdonaban la vida a los prisioneros que caían en sus manos. Los españoles, simplemente, pasaban por las armas o ahorcaban a los mambises que atrapaban. Una de las víctimas del conflicto que cita De la Cruz es el médico Antonio Luaces quien, estando en la manigua, salvó la vida a muchos soldados peninsulares y, después de ser sorprendido, fue condenado a muerte por un tribunal militar de España (Cruz 1890: 147). Al igual, entonces, que en las obras de teatro de Luis García Pérez y Francisco Javier Balmaseda, Cruz muestra que, en la manigua, se tomaban decisiones en conjunto, que había una cámara de legisladores y reinaba el voto de la mayoría. Muestra que los mambises tenían compasión con los prisioneros, aunque sus enemigos no hicieran lo mismo. Muestra, también, la admiración que sentían por la independencia de las 13 colonias norteamericanas, cuya efeméride celebraban en la manigua; tampoco olvida mencionar el acto magnánimo de darles ellos la libertad a los esclavos en Guáimaro (Cruz 1890: 51). Todas ellas son muestras de la ideología libertadora que se refleja en los textos literarios y la propaganda de la guerra desde las primeras obras que tratan del tema. Por último, De la Cruz, no solo habla en su libro de cubanos blancos y patricios de alta graduación, como hicieron otros escritores separatistas. Se refiere, también, a generales mulatos como los Maceo y dice que Antonio Maceo era “hueso y carne de leyenda fundada en bronce”, calificación que recuerda su color
de José Miró, en cuya introducción describe la dificultad de acercarse a ella desde un punto de vista imparcial. Para más detalles sobre el concepto de metahistoria aplicado al texto de Bartolomé de Las Casas, léase el ensayo “Meta-historia y ficción en la Brevísima relación de la destrucción de las Indias de Fray Bartolomé de las Casas”, Hispanófila (2002).
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y el modo en que lo apellidaban: el Titán de Bronce (Cruz 1890: 181). Lo mismo, recordemos, había hecho El Criollo (1888) en su Álbum de semblanzas, donde incluye una dedicada a Antonio Maceo y otra a Guillermo Moncada, caracterizando al primero como “el Ayax del sublime ciego, más esforzado que Ayax, pues las hazañas del héroe de Homero llenan una página y las de Maceo rebosan las de la Historia cubana” (El Criollo: 187). En ambos textos, la cultura helénica, Platón, Homero y el culto a los héroes son referencias que aparecen de continuo, y la inclusión de los soldados negros en esta galería viene a confirmar el hecho de que la guerra fue hecha por hombres y mujeres de todas las razas, por lo que todos merecían un lugar en el panteón revolucionario. No obstante, las grandes ausentes en los libros que exaltaron las hazañas de la guerra en el período posbélico fueron las mujeres, de las cuales no hay ningún retrato en las narraciones de El Criollo o de Manuel de la Cruz. Únicamente Martí dedica páginas memorables a las mujeres de esta época en sus crónicas para Patria (1892-1898). En la historia de Manuel de la Cruz, son los hombres a caballo los grandes protagonistas de la epopeya, quienes se confunden con la naturaleza, formando “centauros”, criaturas mitológicas que se abalanzan con sus machetes contra los soldados españoles. En uno de los episodios del libro, Manuel de la Cruz escribe: “El brigadier González Guerra coronó la altura. Perfilose en la cumbre jigantesco [sic] y soberbio, como la efigie simbólica de nuestra caballería, como la imagen viva de la audacia y el valor de nuestros centauros, teniendo por pedestal la montaña orillada por el abismo y arrullada por los mugidos del río” (Cruz 1890: 119). De esta forma, el héroe se fundía con la naturaleza y representaba la esencia del país. En este y otros bocetos de la lucha, Manuel de la Cruz logra, por consiguiente, atrapar toda la emotividad revolucionaria, creando escenarios naturales que, como expresa Martí, parecen “corear” sus acciones. Para una descripción similar, tendríamos que ir a las crónicas de Martí en Nueva York o de la manigua, o al inicio de la historiografía cubana, en que se unen igualmente mitología y naturaleza, como en el libro de José María de Arrate, La Llave del Nuevo Mundo, antemural de las Indias
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Occidentales: La Habana descripta. Allí, también, la Isla se describe con gusto y profusión de las frutas y animales nativos. Cuba es “una de las Hespérides en que fingió la antigüedad aquellos Emporio del huertos y árboles que producían manzanas de oro” (Arrate 1876: 30). Sin embargo, para quienes escriben en contra de los mambises o en contra de la guerra, ya sea por causas ideológicas o porque cuentan el “desastre”, la naturaleza encarnará un valor distinto. Dejará de ser el paraíso natural reminiscente de la felicidad y de la vida, para convertirse en un lugar tenebroso donde los españoles pueden encontrar la muerte. En su escritura, la naturaleza será un aliado de los mambises y reflejará la ferocidad de la guerra. Como resultado, los mismos espacios rurales y selváticos que describe Manuel de la Cruz, con escenas llenas de color y religiosidad, provocarán en ellos imágenes de encierro, alienación y de conflicto; representarán un lugar que exprese rechazo y fobias. Difícilmente, podía ser de otra forma para un soldado que no estaba acostumbrado al paisaje y no podía reflejarlo como un nativo que luchaba por su patria y había desarrollado una relación especial con su entorno a través de la literatura y la vida cotidiana. Esto explica, como dice Yi-Fu Tuan en Topophilia, que la percepción de numerosos viajeros y conquistadores españoles que llegaron al Nuevo Mundo en el siglo xvi haya sido originalmente de rechazo o desinterés por la naturaleza americana. Así, el desierto de este lado del Atlántico, dice Yi-Fu Tuan, fue visto antes que todo por los primeros colonizadores como un lugar amenazante lleno de indios y de demonios, y no fue hasta mediados del xix cuando los románticos europeos comenzaron a apreciar este entorno y a celebrarlo en sus poemas (Tuan 1974: 63). En la literatura producida por los soldados españoles en Cuba, muchas veces, el terreno se convertía en su peor enemigo, pues los independentistas, que lo conocían muy bien, lo utilizaban para derrotarlos. Máximo Gómez decía que sus mejores “generales” eran los meses de junio, julio y agosto, tiempo en que hacía más calor, humedad y lluvia, y producía todo tipo de enfermedades tropicales como la malaria, la disentería y la fiebre amarilla (Moreno Fraginals, Cuba/España 250). Las estadísticas le dan la razón. En los tres años que duró la última guerra de independencia
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en Cuba (1895-1898), murieron a causa de los combates un total de 3.101 soldados. En cambio, fallecieron de enfermedades 41.288, es decir, el 93,01% del total (Pascual 1997, en línea). Los meses más peligrosos eran en los que más llovía, y las cifras de muertos por paludismo, fiebre amarilla o cualquier otra enfermedad propia del trópico superaba los fallecimientos por armas blancas o armas de fuego. Para afrontar esta situación, el gobierno español puso en marcha un conjunto de medidas, entre las que estaban la “aclimatación” de las tropas en Canarias, donde el clima era mucho más parecido al de Cuba que en el resto del país. Incrementó, asimismo, el número de hospitales; construyó nuevas enfermerías, amplias y ventiladas, para que ayudaran en la recuperación de los heridos. Llamó a aumentar el suministro de medicinas como el yodo, la quinina, el sulfato químico para la guerra, y reclutó a médicos oriundos de España o nacionalizados, que tuvieran un certificado para ejercer (Díaz Martínez, “La sanidad militar” 1998). Estas medidas, sin embargo, no fueron suficientes, porque, muchas veces, los hospitales eran verdaderos focos de infección; no se sabía cómo erradicar enfermedades como la fiebre amarilla o el vómito negro, y a los soldados que caían enfermos en la manigua, les era muy difícil trasladarse a las enfermerías ubicadas en las ciudades, por lo cual tenían más probabilidades de morir (Marfil 2003). Los más perjudicados eran los soldados de infantería, jóvenes e inexpertos, que no estaban familiarizados con la manigua ni acostumbrados a las largas marchas entre los mosquitos, la humedad, el calor y los pantanos. Ellos eran los que sufrían con exceso, y es de suponer que sus sufrimientos reaparezcan en sus diarios o en las obras que cuentan su experiencia militar en Cuba. Así, Eduardo, el prometido de Rosita en la novela de Eusebio Sáenz y Sáenz La Siboneya, termina muriendo de la fiebre amarilla, “implacable enemigo del peninsular, que acecha los momentos de apocamiento y debilidad” (Sáenz y Sáenz 1883: 283). En su novela, el terreno en que pelean los españoles se convierte, también, en un lugar extraño, ya que aceleraba el crecimiento de los cuerpos, la fertilidad y la lujuria de las criollas. Era un sitio que deseaban “poseer”; sin embargo, les presentaba innumerables
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dificultades. Hasta las frutas tropicales, pensaba Sáenz y Sáenz, podían causarles la muerte a los españoles. Un ejemplo era el mango, una fruta “nociva” para ellos. Dice: Infinitos casos se han sucedido que por comerla el soldado, a veces por la precisión de alimentar a cualquier precio sus débiles fuerzas, atraído así bien por su exquisito gusto y forma, […] se obtiene segura y rápida muerte, cuya prohibición alcanza al plátano y guayaba, para cuya digestión se recomienda cuando de esta fruta se ha hecho excesivo uso, la leche de vaca bebida a continuación (Sáenz y Sáenz 1883: 123).
Según cuenta este militar, los mosquitos eran tales enemigos de los soldados que un artillero español a las pocas horas de haber sido acosado por estos, y no pudiendo defenderse, “sucumbió saeteado, mártir del vampiro aguijón, el cual serviría como arma de empuje e irresistible contra el enemigo si se pudiese ordenar y disciplinar” (Sáenz y Sáenz 1883: 164). Se puede comprender, entonces, que la perspectiva que adopta el soldado extranjero en relación al paisaje se origine a partir de un sentimiento de desamor, tanto que en otra novela de la guerra del 98, La Cariátide, de Ubaldo Romero Quiñones, el narrador sostiene, igualmente, que, en Cuba, “lo feracísima, lo irregular de la guerra, por el temperamento, clima y alimentos, contrarios al peninsular [eran] mortales enemigos suyos” (Quiñones 1897: 152). Por eso, Ubaldo Romero se quejaba del abandono y sufrimiento de los soldados peninsulares, de “la topografía movediza de aquella flora exuberante, y el diluviar de aquellas torrenciales aguas; en cuyos ríos fermentan los elementos más venenosos y dañinos; donde todos padecen por sus partes, en desnudez, en hambre y en fiebre” (Quiñones 1897: 154). En estas narraciones, el paisaje se convierte en el enemigo principal y oculta un universo dañino, de “atmósfera de fuego”, “marchas terribles”, “terreno fatal” y padecimientos, ante los cuales, ellos no pueden hacer nada. Los ejemplos sobran; mencionaremos, solamente, cuatro. El libro de Antonio del Rosal Vázquez de Mondragón, En la manigua: diario de mi cautiverio (1879), la narración de A. López García,
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Cuadros de la guerra. Acción de Cacarajícara por un testigo (1896), las memorias de Manuel Corral ¡El desastre! Memorias de un voluntario en la campaña de Cuba (1899), y el libro de Ricardo Burguete ¡La guerra! Cuba, diario de un testigo (1902). En la primera de estas obras, Antonio del Rosal habla del miedo a contraer el tétanos cuando llovía en el campamento insurrecto donde estaba preso: “empezó a llover de una manera horrible y yo a temer que si se mojaban nuestras heridas nos acometiese el tétano” (Rosal Vázquez de Mondragón 1879: 34). Su narración se vuelve aún más angustiosa, ya que debe atravesar como prisionero el bosque con los pies descalzos y ensangrentados. El hambre, las calenturas y la lluvia torrencial se unen al peligro de hallar cocodrilos, pejes y mosquitos, con aguijones tan grandes que “traspasaban la ropa” y hacían la experiencia insoportable (1879: 96). Su molestia se acrecienta por estar rodeado de gente que desprecia y a quienes llama casi todo el tiempo “salvajes” (1879: 36), lo que hace que su trayectoria a través de la selva se convirtiera en otro vía crucis. Para los lectores españoles que no tenían ningún conocimiento vivencial del trópico ni conocían Cuba, estas vicisitudes debieron mostrar el panorama brutal al que se enfrentaban los soldados en la manigua y la heroicidad del propio Rosal en acometerlo. Su narración es una de las primeras que muestra la guerra desde adentro, no desde la perspectiva idealizada de la literatura; aunque, como sabemos, literatura e ideología se mezclan en estas narraciones para mostrar el sacrificio de los soldados. En los relatos que aparecieron después del “desastre”, constituyeron, también, una oportunidad para criticar al gobierno, a los militares de alta graduación, así como la falta de apoyo que recibieron los voluntarios. Estas narraciones de supervivencia se vuelven más dramáticas en aquellos lugares apartados, donde el terreno era más inhóspito, como la misma Ciénaga de Zapata, adonde Manuel Corral llega con su batallón de Burgos. El hambre, la sed y las largas marchas en terrenos pantanosos eran un constante recuerdo del sacrificio que significaba luchar en un lugar que no conocían, y lo que era peor, un sitio que les envenenaba la sangre. Así, Corral afirma en uno de estos pasajes: “Ocasiones hubo en que la sed
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fue tan mortificante, que nos obligó a tirarnos sobre fangosos charcos, y poniendo el sucio pañuelo a modo de colador chupábamos con avidez un líquido mal oliente, que, si bien nos humedecía los labios, aliviándonos de momento, emponzoñaba nuestra sangre con el germen del paludismo” (Corral 1899: 95). En la última de estas narraciones, escrita por Ricardo Burguete, supuestamente, a partir de las notas que tomó mientras realizaba distintas operaciones en el terreno en Cuba, las representaciones de la topografía son tan extensas y reiteradas, que tal pareciera que el oficial no lucha contra los mambises sino contra la maleza. Comienza ¡La guerra! Cuba, diario de un testigo con su partida de España y, durante la marcha, el narrador escribe pequeñas notas sobre lo que le va sucediendo. Tan pronto como comienza a adentrarse en la selva cubana, nota “el clima tan falaz como el enemigo que vamos a combatir” (Burguete 1902: 80), ya que los mambises, para despistar a las tropas peninsulares, los hacían recorrer los caminos más intrincados. Los peñascos estaban cubiertos por una “fiera vegetación” (1902: 87), y cualquier ruido en la noche les parecía un peligro. Esta es la razón por la que estos escritores no establecen ninguna relación afectiva con su entorno. Más bien, lo opuesto, el suyo es un vínculo de alienación y rechazo. La selva aparece como se ve en las imágenes que incluyó Emilio Augusto Soulère en su libro Historia de la insurrección de Cuba (1869-1879): una foresta impenetrable, de árboles inmensos, en los que los mambises casi no se ven (Soulėre 1879-1880: 479, 498-499). Los insurrectos se esconden detrás de ellos, los conocen bien y obligan a ir a los soldados españoles por los caminos más difíciles e intrincados para hacerlos sufrir. Efectivamente, es posible ver cómo los soldados independentistas se confundían con el paisaje cuando recordamos que muchos de ellos, negros, andaban casi desnudos, y asaltaban de noche a machetazos a los soldados peninsulares. En una foto del archivo de la guerra de 1898, titulada “Un explorador ocultándose detrás de pencas de palma”, aparecida en el libro de John Hemmet Cannon and Camera, puede verse la forma en que se camuflaban los exploradores de las tropas independentistas, cubriéndose el cuerpo y
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la cabeza con pencas de palmas (Hemmet 1898: 112). La misma destreza para ocultarse aparece en otra fotografía del libro, titulada “Exploradores cubanos ocultándose detrás de tocones de arboles” (1898: 122), donde es difícil distinguir entre los troncos de los árboles muertos y la ropa blanca que usaban los independentistas, ropa que, muchas veces, estaba hecha con fibras de árboles como el sombrero que llevaban, hecho de yarey. En otra parte de la narración, Burguete cuenta cómo entierran a varios soldados a los pies de un jobo solitario en medio de la marcha. El entierro es triste; y el jobo, viejo y podrido, lo que parece ser una muestra simbólica de la victoria de la naturaleza tropical sobre el soldado extranjero. El único consuelo es que el narrador sabe que el jobo va a morir y, si entierran a los hombres a sus pies, estos de todas formas no lo vivificarán. Burguete, uno de los tantos militares de carrera que escribieron sobre su experiencia en Cuba, entiende entonces que la guerra en este terreno rompe con la teoría militar. El enemigo busca como escudo y aliado el “poderoso” terreno, y “hay que vencer a los dos” (Burguete 1902: 110). “No es posible conciliar el sueño entre la nube de mosquitos que nos asalta. Fuera del espacio libre que deja el vaho de la chimenea, los diminutos animalejos lo invaden todo. Asaltan los ojos, los oídos, las narices, y acaban por respirarse y mascarse como diminuto polvo” (1902: 125). Aun así, guarda sus mayores muestras de fobias para las enfermedades y las epidemias que se escondían por donde quiera que pasaba, que amenazaban con acabar con ellos. Cuando llega a un pueblo cerca del Río Cauto, nota que “el pueblo duerme su miseria sobre un pantano verdoso y mal oliente” (1902: 129), y que “este lleva fama de insalubre y es sabido que en él se incuban todas las enfermedades infecciosas y a que la muerte hace periódicas y poderosas siegas con el auxilio del tifus, la disentería y la fiebre perniciosa” (1902: 130). Este tipo de descripciones se repetirán en otras novelas y literaturas nacionales que hablan de la guerra y reflexionan sobre el terreno, donde los extranjeros o extraños al lugar tienen que combatir, como ocurre en Os Sertões (1902), de Euclides da Cunha en Brasil. En las novelas de la guerra de Cuba, esta dicotomía refleja así la tensión entre “patria” e “imperio”, en
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la cual, no se manifiesta de forma pareja el “amor por la tierra”, y es lógico que así fuera; ya que el patriota, como dice Yi-Fue Tuan, se apoya en una “experiencia íntima” con el lugar, mientras que la noción de imperio se basa en el “egotismo colectivo y el orgullo” (Tuan 1974: 101). Por tanto, para los soldados españoles, no podía ser diferente que para los soldados romanos en el siglo primero de nuestra era, o en el de los ingleses en el siglo xix. Ninguno podía sentir un afecto íntimo y emocional por el paisaje insular, sentir miedo por su fragilidad o compasión; lo cual produce un sujeto paradójico, atravesado por contradicciones, un sujeto que lucha por mantener el pedazo de tierra dentro del imperio, de poseerlo, pero, al mismo tiempo, es un sujeto que rechaza ese pedazo porque, muy probablemente, terminará muriendo allí. Por eso, en lugar de encontrar imágenes de lirismo en sus narraciones de la guerra, hallamos un lenguaje realista, con referencias a las enfermedades infecciosas, las llamadas “topografías médicas”, la decadencia de los criollos, la pobreza y el desastre que dejaban los enfrentamientos, llegando, incluso, a ser un dispositivo con el cual fundamentar la “inferioridad” natural de los cubanos. En tal sentido, la estética naturalista y las teorías de Cesare Lombroso le permiten a Eduardo López Bago en El Separatista (1895), hallar coincidencias entre la naturaleza física de los cubanos y su decadencia moral; y lo mismo hará Juan Bautista Casas y González en La guerra separatista de Cuba (1896). Estos escritores, como otros que hemos comentado en este capítulo, producen textos de combate, cuya estética y sentido se alejan de la forma en que se describían a sí mismos los cubanos. El modo en que los soldados españoles relatan la guerra tiene más puntos de coincidencia con la narración de Ramón Roa, quien, a pesar de haber sido independentista, muestra una imagen pesimista de los criollos. Ni a Manuel de la Cruz ni a Martí, les interesaba mostrar tal imagen y pobreza, ni tampoco, verse como derrotados. Todo lo contrario, ellos trataban de incentivar el espíritu patriótico y mostrar la naturaleza “coreando” a los libertadores, razón por la cual usan la poesía y el impresionismo, que, si bien en Europa había servido para exaltar la vida social de las clases altas, las fiestas, las carreras de caballo, los amaneceres fríos y los lugares exóticos, en Cuba, sirve para exaltar la violencia contra el régimen colonial. En este
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caso, la modernidad estética le da la mano a la modernidad política, continuando, de esta forma, la dupla semántica entre amor a la patria y naturaleza autóctona, que había surgido con el Romanticismo. De los escritores independentistas cubanos, el único que se atrevió a romper con ella fue Julián del Casal (1863-1893), razón por la cual, muchos de sus contemporáneos lo criticaron. En sus versos y crónicas, Casal mostró un marcado rechazo por el campo cubano, diciendo que prefería el “impuro amor de las ciudades” (Casal 1993: 35) al paisaje. En sus viajes a las afueras de La Habana, la naturaleza se presentaba ante sus ojos como algo monótono, repetitivo e insípido, por lo que declaraba que prefería cualquier cosa que fuera artificial. Su estética fue la de aquellos escritores que siguieron a Charles Baudelaire en Francia y que buscaban lo extraño, lo bello y lo exótico fuera del ambiente cotidiano. La estética casalina no era el Neoclasicismo ni el Romanticismo en que se había fundado la literatura revolucionaria; sino la literatura decadente. Su amigo, Enrique Hernández Miyares (1859-1914), sin embargo, decía que Casal era muy patriótico y, en su defensa, citó los versos en que Casal criticó al gobierno colonial, como el dedicado “A los estudiantes” de Medicina fusilados el 27 de noviembre de 1871, así como el titulado “A un héroe” y su famoso “La perla”. En cierta forma, Casal mostró que la relación emotiva con el paisaje no era más que una convención, o un constructo cultural que no significaba necesariamente patriotismo. Sin embargo, fue la imposibilidad de reconciliar patriotismo y topofobia lo que produjo este cisma en la reacción que tuvieron sus lectores, quienes no entendieron que el discurso de alabanzas al paisaje que habían heredado del Romanticismo hubiera llegado a su fin. Había pasado de moda y se había convertido, especialmente en las composiciones de José Fornaris, en una forma fácil de cantarle a la patria y de escribir versos3.
Se ha escrito mucho sobre la representación del paisaje y el “apoliticismo” de Casal. Aquí me limito a señalar lo que creo fue la raíz del conflicto en su poesía: la topofobia. Para más detalles sobre la recepción de Casal en Cuba, véase el ensayo de Eloy Merino “Los límites del compromiso cívico y político en los textos de Julián del Casal” en Chasqui (2005), y el libro de Francisco Morán Julian del Casal o los pliegues del deseo (2008). 3
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En resumen, podemos decir que, en la literatura de la guerra, hay dos tipos de naturalezas. Una, representada a través de la topofilia y otra, de la topofobia. La primera es típica del nacionalismo cubano que hacía loas al paisaje y frutas como la piña en los textos coloniales. El otro es típico de los soldados que describen la guerra, están fuera de casa y hablan de estas mismas frutas de una forma que solo produce temor, alienación y distanciamiento. Ninguna de los dos modos representa al objeto en su condición real, sino que solo representan los sentimientos de los autores, sus emociones ante la situación que los rodea. En Episodios de la guerra, Manuel de la Cruz describe una naturaleza poética y familiar. Aísla elementos del paisaje y los convierte en objetos de arte para darles valor patriótico. Son imágenes intensamente visuales que rivalizan con la de un cuadro impresionista, que es en sí un objeto valioso de la alta cultura europea. Como resultado, cada descripción adquiere un carácter individual, o tiene una cualidad superior que el autor solo puede encontrar en objetos hallados en un museo, o en otras latitudes del planeta. Asimismo, cuando De la Cruz habla de los héroes cubanos, los retrata como si fueran a posar ante un pintor o un escultor. Sus mambises tienen gestos heroicos y supremos que los convierten en seres de la mitología clásica. Por eso, sus “episodios” son tan diferentes de los que retrataron escritores españoles; lo cual no quiere decir que, en ocasiones, podamos encontrar alguna imagen bella en estas narraciones. Significa, únicamente, que los aspectos oscuros, grotescos y tenebrosos son los que terminan imponiéndose y eclipsando sus obras, y dando la idea general al lector del fracaso militar, la alienación que sentían los soldados y el “desastre” que significó el proyecto colonial. Se trata de un discurso que ya había aparecido en las crónicas de la Conquista y en narraciones coloniales donde el desplazamiento de Europa a América deja entrever una evolución en términos de tiempo y espacio en el protagonista, que regresa al illo tempore, como decía Eusebio Sáenz y Sáenz, de los indios y la barbarie. La topofobia, en tales circunstancias, es solo un dispositivo, a través del cual, se hace visible la frustración del soldado peninsular, que sale de la civilización europea y de su patria, para caer en el espacio del otro, en la selva monótona, tupida e impenetrable de América.
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“Cuando se oye decir a los poetas que la liberación de los esclavos fue un acto de generosidad de los ricos, de los propios esclavistas, se percata uno de la ignorancia que padecen sobre la dialéctica colonial. Demuestran incluso una gran falta de imaginación. No hacen más que repetir lo dicho por los historiadores burgueses y por todos los pericos que se apoderaban de la tribuna”. Walterio Carbonell (Crítica: cómo surgió la cultura nacional)
Al finalizar la Guerra de los Diez Años, la situación económica del país no podía ser peor. La mayoría de los cubanos estaban endeudados o habían perdido sus propiedades (Pérez 1995: 131-38). Familias enteras habían emigrado a los Estados Unidos. No obstante, con el fin de las hostilidades, la vida intelectual comenzó a despuntar y sucedieron cambios importantes. Las mujeres se incorporaron al mercado laboral, por lo que suplieron así la necesidad de mano de obra masculina que había diezmado la guerra. Publicaban en los periódicos y entraron en las aulas de enseñanza media y universitaria (Vinat 2004: 18). Por otro lado, el gobierno de España comenzó a instaurar medidas que favorecieron a los negros que habían militado de forma tan importante en el bando enemigo (Sarmiento 2010: 134). Todo ello hizo de este periodo, que va de 1879 a 1894, uno de los más fructíferos desde el punto de vista intelectual y político para el país, al extremo de que Manuel de la Cruz lo caracterizó
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como “nuestro renacimiento político-literario” (Cruz 1924: 146). Tal renacimiento era visible en las revistas que, casi al mismo tiempo que concluyó la guerra, comenzaron a reaparecer. En ellas escribían intelectuales de prestigio como Enrique José Varona, Manuel Sanguily, Juan Gualberto Gómez y el propio Manuel de la Cruz, quienes representaban tendencias estéticas, políticas y filosóficas diferentes, pero que, en su totalidad, mostraban el poder de un “valioso y nutrido conjunto de buenos ensayistas” que, como decía Max Henríquez Ureña, Cuba nunca había tenido (1963: 38)1. Dos de los tópicos más importantes que se discuten entonces son la educación y los negros, que, como ya vimos en la semblanza de El Criollo, se incluyen dentro del debate nacional. Ambos temas, por separado, habían ocupado la atención de muchos intelectuales desde antes del inicio de las hostilidades, pero es en la nueva circunstancia política que resultaban esenciales si los cubanos querían aspirar a ser una nación independiente y autónoma de España. Para decirlo en términos de Étienne Balibar, si la ciudadanía quería “evolucionar” (lo cual era el principal objetivo de los autonomistas), debía tener una “forma”, que como sabemos siempre es “ficticia”, a través de la cual, los individuos pudieran actuar, sentir y pensar como un todo (1991: 96). La educación y la prensa son
Menciono aquí, solamente, las revistas y los nombres de los intelectuales más representativos de este período. No me refiero a las otras muchas publicaciones políticas, jocosas y literarias que aparecieron a la par, ni a otros escritores menos importantes. Pedro Pascual, por ejemplo, cita más de 30 revistas, solamente de filiación “autonomista”, que se publicaban en la Isla en esta época. Lamentablemente, las referencias a ellas en la bibliografía crítica se centran en unas pocas: la Revista de Cuba (1877-1884) de Cortina y la Revista Cubana (1885-1894) de Varona (Naranjo Orovio, García Mora 1997); (Bizcarrondo y Elorza 2001: 257-273). No se presta atención o no se analizan las revistas literarias del mismo período, ni la labor de las escritoras cubanas, que resultan igualmente importantes para entender la política y la cultura de la época. Para la cuestión del Modernismo, Casal y la revista La Habana Elegante, véase el libro de Francisco Morán, Julian del Casal (2008). Para una lista completa de las publicaciones periódicas que tienen que ver con la guerra de independencia, véase la ponencia de Pedro Pascual “La prensa de España, Cuba, Puerto Rico y Filipinas y las guerras de independencia (1868-1898)” (1997). 1
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por consiguiente los moldes que crean esa comunidad. ¿Cómo aparecen estos temas, entonces, imbricados en las reflexiones de algunos de los intelectuales cubanos de este período? ¿Cómo se diferencian o se asemejan las propuestas de la administración colonial, los autonomistas y los independentistas cuando hablan de los negros? Según Elías Entralgo en Liberación étnica cubana, los autonomistas, junto con los blancos que componían las clases dirigentes del país, querían atraer a los negros a las “formas rectoras de la cultura occidental”, porque comprendían que la tercera parte de la población de la Isla era negra y que sus “vicios” contaminarían tarde o temprano a los blancos (Entralgo 1953: 172). Entralgo cita unas palabras de Enrique José Varona quien, en una carta al periódico La Igualdad, que dirigía el intelectual mulato Juan Gualberto Gómez, decía: “El ñáñigo negro hace el ñáñigo blanco. Levantar al uno es evitar la caída del otro” (cit. en Entralgo1953: 172). Según la psicología de la época, la superstición y las conductas delictivas podían propagarse de una clase a otra como una “epidemia”. Las “influencias morales, opiniones, creencias, temores” podía popularizarse entre los individuos (Mestre 1879: 71), y así lo dijo Varona en un artículo publicado en la Revista cubana, titulado: “Una afición epidémica, los toros”, en la cual, habla de los “diversos grados de esta evolución” y afirmaba que “la obra de la cultura social consiste en facilitar y acelerar el avance de los rezagados” (Varona 1891: 102-103). No extraña, entonces, que la educación se convirtiera en una forma de evitar estos males y que los intelectuales blancos se preocuparan con la influencia que los “ñáñigos” negros podían causar en la población blanca. En sus crónicas, Martí al igual que Varona, se muestra optimista en relación a los negros, y cree en su educación y desenvolvimiento; pero, al mismo tiempo, ve con preocupación algunos rasgos que, ya sea por herencia o por su cultura, podían afectar al resto. Después de todo, Martí fue influenciado por los krausistas en España y la antropología sociocultural inglesa, y cuando estuvo en México, citó la obra de uno de los correligionarios del krausismo, Guillaume Tiberghien, para apoyar la importancia de la educación obligatoria para el país. En La enseñanza
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obligatoria, Tiberghien decía categórico que “La ignorancia es un peligro público” (Tiberghien 1874: 37) y Martí proponía, incluso, multar a los padres indígenas que no mandaran a sus hijos a las escuelas. Al aceptar que el negro pueda reeducarse, por consiguiente, tanto él como Varona y Juan Gualberto Gómez, rechazaban el fatalismo biológico y apelaban al civismo del lector y a los miedos de los blancos para que apoyaran estos esfuerzos. Así, en su crónica fechada el 26 de agosto de 1889, Martí aclara: Otros negros van por donde es más cierto el camino, que es por la cultura puesto que mientras sean menos que los blancos, en carácter y saber, nadie parará en las causas de que sean así, sino en que lo son, el cual es argumento que no se les hará cuando puedan luchar de mente a mente y calcen ambos con igual maestría el discurso y el guante: con la cultura del negro no se acabará el conflicto, pero tendrá menos causas y pretextos que ahora, y menos horrores (Martí 1963-1975, vol. XII: 324).
En efecto, como afirma Aline Helg, el acceso que tenían a la educación los niños negros durante la colonia era muy limitado, y muchas escuelas públicas, simplemente, se negaban a aceptarlos o les imponían una cuota especial. No fue hasta 1893 que, gracias a las gestiones de Francisco Bonet, Antonio Rojas y otros prominentes ciudadanos negros de La Habana, el gobernador general Emilio Callejas aceptó que los niños negros de ambos sexos asistieran a las escuelas municipales, decretando así la desagregación del sistema educacional (Helg 2000: 50). Negarles, por tanto, la educación a los esclavos africanos, así como a los negros y mulatos libres, fue otra de las tantas formas de mantenerlos a oscuras sobre sus derechos, que no eran otros que “los del hombre”, como decía el padre Félix Varela (Varela 1875, vol. IV: 14). Si el esclavo, el liberto o el ciudadano negro en los Estados Unidos podían leer y escribir, esto significaba que podía equipararse al blanco, podía calzar “el discurso y el guante” (Martí 1963-1975, vol. XII: 324); lo que, en Cuba, presuponía una amenaza para el sistema colonial; ya que, como ocurrió con el esclavo Juan Francisco Manzano y
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el personaje Sab de la Avellaneda, estos podían utilizar ese conocimiento para protestar y dejar constancia de las injusticias del sistema esclavista. No en balde, en uno de sus juicios sobre la “educación popular”, Martí decía que “un pueblo de hombres educados será siempre un pueblo de hombres libres” (1963-1975, vol. XIX: 376). Es de creerse que, al igual que muchos activistas negros, Martí pensara que la educación ayudaría a mejorar el nivel de vida de los negros; que esta sería un vehículo de sus agravios y sufrimientos, y que, a la larga, la educación contribuiría a eliminar el racismo en Cuba. Como resultado, Martí apoyó las actividades de La Liga, una sociedad protectora de instrucción que comenzó a funcionar en enero de 1890 en Nueva York. Su amigo, el intelectual negro Rafael Serra (1858-1909), afirmaba que el objetivo principal de esta institución era procurar “el adelanto intelectual y la elevación del carácter de los hombres de color nacidos en Cuba y Puerto Rico” (Serra 1963-1975: 124). En ella, se daban clases de matemáticas, historia, inglés y se leía a filósofos como Rousseau (Martí 1963-1975, vol. V: 355). En 1891, Martí aprovecha su viaje a la Florida para fundar una filial de la misma institución en Tampa, y comenta en Patria el trabajo, que desarrollaban sus colaboradores. El 1 de noviembre de 1892, publica el resumen de una reunión que había tenido en La Liga con sus miembros y aprovecha para decir que los negros no iban allí para quejarse de quienes los discriminaban, sino para “adelantar en el estudio fuerte, en el perdón ejemplar, y en la vigilancia continua, la igualdad mental” (1963-1975, vol. II: 176). En otras palabras, iban para educarse, perdonar a quienes les habían hecho daño y evitar la discriminación cuando pudieran demostrarles a los blancos su “igualdad mental”. Entonces, dicen ellos: no “podrán ni desearán negarse a la igualdad en frente de la prueba” (1963-1975, vol. II: 176). Lo más significativo de este pasaje, no es la creencia de que la cultura igualaba a los hombres, sino el contenido de la charla que el propio delegado dice que dio en La Liga cuando lo invitaron a hablar. Refiriéndose a sí mismo en tercera persona, algo que acostumbraba a hacer con frecuencia en sus escritos, Martí afirma, que disertó sobre
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lo recóndito y causal de los problemas peculiares de Jamaica, Haití y Santo Domingo. El analizó los grados sociales y funestos de las razas; las culpas y razones de este grado y del otro; las causas de la cultura, y las insuficiencias de la cultura meramente literaria; del desacomodo entre la política natural, que arranca de las condiciones del país, y la política parcial y arrogante aconsejada por la soberbia primitiva o letrada, de unos o de otros. Él habló largamente de los libros y hombres de Haití (Martí 1963-1975, vol. II: 177; el énfasis es nuestro).
Este fragmento de la crónica, sugiero, es importante, porque Martí habla aquí de la importancia de la educación y de los “grados sociales y funestos de la raza” de países del Caribe que tenían una población mayoritariamente de descendencia africana (Jamaica y Haití). Como hemos visto a lo largo de este libro, el miedo a otra revolución semejante a la de Haití en Cuba fue una constante en las discusiones raciales que tuvieron lugar en la Isla desde finales del siglo xviii, y su importancia solo se acrecentó al estallar la guerra libertadora. En su explicación, Martí no aclara a qué razas en particular se estaba refiriendo; pero lo más probable es que estuviera pensando en los negros de los países que menciona, razón por la cual, establece diferencias de grados entre ellas. Es decir, no rechaza ninguna raza por ser inferior a otra. Rechaza el tiempo en que todas fueron inferiores y vislumbra un futuro en que se sobrepondrían a los “grados sociales y funestos” (Martí 1963-1975, vol. II: 177). La base de tal optimismo, para Varona, era el evolucionismo socio cultural, que Martí también abrevó en los libros de los antropólogos y etnógrafos ingleses, como Edward Burnett Tylor (1832-1917) y John Lubbock (1834-1913), o en quienes utilizaron sus ideas para afirmar la “perfectibilidad” de las razas que estaban en un “estado inferior”. Estos etnógrafos veían que las sociedades evolucionaban desde un estado primitivo a otro más avanzado o “civilizado”. Creían en su mejoramiento y asimilación; ya que, como dice Hurbon Laënnec en El bárbaro imaginario, quienes criticaban las teorías racistas de Joseph Arthur, conde de Gobineau y otros pensadores europeos, se apoyaron en sus
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escritos. En Haití, por ejemplo, este discurso fue utilizado por escritores como Anténor Firmin (1850-1911) en De l’égalité des races humaines. Anthropologie positive (1885), para rechazar los argumentos del francés, y argumentar que, a pesar de que la Revolución Haitiana había sido violenta en un inicio, haciendo uso del vudú, cuando triunfó, los haitianos abandonaron las prácticas supersticiosas y adoptaron los patrones de la civilización europea. Según Hurbon, por eso: “allí donde, contra Gobineau, puede defenderse la igualdad de las razas, parece difícil discutir la superioridad actual en la ‘civilización’ de Europa” (Hurbon 1993: 45). No por coincidencia, cuando Martí viajó a Haití en 1893, conoció a Anténor Firmin, y le dijo en una carta a su amigo Sotero Figueroa: “ayer hablé de usted con un haitiano extraordinario que por Betances y por Patria lo conocía: Anténor Firmin” (Martí 1963-1975, vol. II: 354). ¿Habría leído su libro antes de llegar a Cabo Haitiano? No lo sabemos. De lo que sí podemos estar seguros es que ambos coinciden en rechazar el “racismo blanco”, incluso, el mismo concepto de “raza”; aunque los dos seguían mirando a Europa y a la civilización occidental, con su organización política, su técnica y sus ciencias como modelo para las repúblicas americanas. Por esta razón, si bien el evolucionismo sociocultural pudo ser una respuesta al racismo biológico, ni Martí ni Anténor abandonan su creencia en “desbarbarizar” al bárbaro, en asimilar al otro, en educarlos en los valores de la cultura occidental blanca; con lo cual, tenemos que hablar de un racismo cultural propio de los liberales del siglo xix, que aspiraban poner a los países hispanoamericanos al mismo nivel que los europeos. Lo cierto es que, en uno de sus cuadernos de apuntes, Martí habla de los “caracteres primitivos que desarrollarán por herencia, con grande peligro de un país que de arriba viene acrisolado y culto, los sucesores directos o cercanos de los negros de África salvaje” (Martí 19631975, vol. XVIII: 284). Para él, “un pueblo crea su carácter en virtud de la raza de que precede, de la comarca en que habita, de las necesidades y recursos de su existencia, y de sus hábitos religiosos y políticos” (1963-1975, vol. V: 262); por lo cual, había que considerar lo biológico
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como “la raza de que precede”, junto con la cultura en la explicación del hombre. Esta forma de pensar era compartida por otros intelectuales de su tiempo, que se debatían entre ambos polos del debate racial, y no podían prescindir del concepto de “raza” en sus razonamientos. Así, en 1874, el pensador krausista Gumersindo de Azcárate, quien era muy admirado por el cubano, había dicho algo similar, que un pueblo adquiría su carácter de “la raza a que pertenece, el territorio o medio natural en que vive y de la cultura que alcanza” (Azcárate 1874: 19). ¿Cómo evitar, entonces, que la raza negra sobrepujara en Cuba a la blanca? ¿Cómo hacer que lo cultural venza a lo biológico? Esta preocupación, sugiero, es la que se hace patente en su crónica titulada “Una orden secreta de africanos”, que Martí publicó en Patria, el 1 de abril de 1893. En esta crónica, el cubano relata la forma en que los negros de una “orden secreta” se preparaban en Cayo Hueso para pasar de grado escolar y, rápidamente, después de celebrar que se educasen, pasa a discutir la necesidad de que contribuyeran a la causa revolucionaria, y mostraran su agradecimiento a los blancos. Consecuentemente, en un artículo, que parecería a simple vista muy escueto, Martí maneja diversos argumentos vinculados con el miedo y el rechazo que les tenían los blancos a los abakuás, una organización de hombres negros fundada en 1836, en La Habana, a la que nunca menciona por su nombre. En esta crónica, como dice Aimée González, Martí sugiere que viene a hablarle al lector de una de estas sociedades secretas tan temidas en su tiempo (González 1997: 62), pero en su lugar, Martí cuenta la historia de Tomás Surí, “el africano”, que con setenta años y desterrado en el Cayo, aprende a escribir en una de sus escuelas. Es de una orden secreta, de una tremenda orden secreta de africanos, con ordenanzas y quién sabe qué, que dejó ir a unos hermanos porque querían aun el tambor, y los demás no querían ya tambor en la orden, sino escuela. De una misteriosa, peligrosa, funesta orden secreta es Tomás Surí, donde el tercer grado no lo puede tomar quien no sepa leer (Martí 1963-1975, vol. V: 324).
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La contraposición entre el referente oculto de la crónica (las órdenes secretas) y su referente explícito (la educación) es, precisamente, lo que mantiene la tensión a lo largo del texto, en el que queda claro que Martí apuesta por la segunda y critica la primera. Para él, el debate entre asimilar o marginar al negro estaba claro y, al igual que el indígena, el negro debía adaptarse a lo que consideraba era la identidad criolla, dejar a un lado el tambor y educarse. La República debía incluirlos en sus proyectos a todos; pero todos, a su vez, debían acomodarse a la República comenzando por contribuir a la guerra y terminando por abandonar estas órdenes. Por ende, podemos decir que su intención al escribir esta crónica va más allá de enfatizar el deseo de educación de los negros. Muestra, también, el miedo al negro (bárbaro, salvaje, africano) y su necesaria aculturación, haciendo que los otros fueran como él. Esta misma preocupación había llevado a las autoridades de la Isla, antes de la Guerra de los Diez Años, a perseguir y eliminar la “brujería” y las demás asociaciones de ayuda mutua de los negros, tildadas de “criminales” y, en la época en que escribe Martí, ya era un tema repetido en la prosa de los escritores costumbristas, satíricos y políticos, no solo de Cuba; sino, también, en Haití donde, desde principios del siglo xix, a raíz de la Revolución Haitiana, comenzaron a aparecer en Europa historias de asesinatos promovidos por los sacerdotes del vudú. De hecho, en la única novela que habla de la guerra de 1868, publicada durante esa época, Escenas de la revolución de Cuba. Los laborantes, aparece un negro esclavo, de origen africano, llamado Imbeque, que ayuda a sus amos a escapar del asedio de los españoles a través de una cueva que antes utilizaba para practicar el vudú (Goodmann 187?: 176-187). Irónicamente, el capítulo que narra la fuga se titula “Las cosas feas de Imbeque”, lo cual es otro indicio del miedo que sentían los blancos por la religión africana y su conexión con Haití. Lo cierto, entonces, es que en ningún momento, en esta u otra crónica, Martí aboga por la religión o los cultos africanos. En el fondo, sus reparos a las religiones tradicionales, ya sea la católica o africana, proviene de su formación liberal, y de las críticas de la mayoría de los liberales al clero, el dogmatismo religioso y las “supersticiones”. Para ellos, la
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respuesta siempre era educar, como decía Calcagno en Los crímenes de Concha, para así “extirpar ese cáncer que entraña un peligro constante para la comunidad” (Calcagno 1887: 86). De ahí, la importancia de que esas “hordas salvajes” se educaran y adoptaran las costumbres de los blancos, porque, como dice Francisco Augusto Conte, si se les “educa mejor y se eleva tratará naturalmente de ocupar su lugar” (Conte 1892: 197). Los más optimistas pensaban que la larga comunión entre ambas razas, y el tiempo en que habían permanecido sometidos a los blancos, los llevaría a obedecerlos y no serían un temor para ellos. Si bien los independentistas como Martí ponían énfasis en la guerra, como la matriz que había permitido la unión, los autonomistas como Augusto Conte veían la pasada esclavitud y la educación como una salvaguarda de la paz. Hasta Juan Gualberto Gómez, quien organizó con Martí la última guerra de independencia, ponía su esperanza en la educación y la comunión de ambos grupos. Para él la mejor forma de hacer que el negro influyera en los destinos de Cuba era uniéndose, organizándose e instruyéndose, y con ese fin, comenzó en la década de 1890 la reorganización de las sociedades de color, con la que, bajo el doble propósito de ser una “sociedad de instrucción y recreo”, se llevaban a cabo fiestas y bailes, así como se organizaban clases diurnas y nocturnas para niños, niñas y adultos negros. En estas reuniones, cuenta su hija, Angelina Edreira de Caballero, se leían a las grandes figuras de la Revolución Francesa, se comentaban la “Declaración de los Derechos del Hombre” y los artículos más polémicos de La igualdad (1892-1895), La Fraternidad (1888-1890) y Patria (1892-1898). Antes y después de la guerra, además, Juan Gualberto abogó por una política de fraternidad racial, en la que el negro debía copiar al blanco en cada uno de sus gustos, hábitos y costumbres; “ese es el secreto de nuestro éxito” decía. “A la hora de trabajar, trabajemos como el blanco, a la hora de divertirnos, nos divertiremos como el blanco, mientras en Cuba se juegue baraja y gallos y los jueguen los blancos, juguemos también nosotros; y el día que los blancos proscriban los gallos, nosotros no seguiremos jugando solos” (Edreira 1900: 117-119).
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Esta estrategia de imitación podía hacer que los blancos los aceptaran; pero, al mismo tiempo, reducía a los descendientes de africanos a una posición subalterna, carente de originalidad y dirección. En el fondo, era la misma estrategia que los intelectuales blancos habían criticado y de la que se burlaban en los “negros catedráticos”. Para no ir más lejos, el mismo periódico La fraternidad se hizo eco de la campaña de descrédito contra los ñáñigos y los bailes de origen africano en Cuba, y en un artículo de 1888, decía que los ñáñigos recorrían las calles haciendo “alardes con sus ridículas contorsiones del más recrudecido salvajismo” (Barcía 2000: 106). De esto, se desprende que tanto Juan Gualberto Gómez, José Martí como Manuel de la Cruz rechacen de los negros aquello que los blancos y la clase negra alta impugnaban por encontrarlo propio del África “salvaje” y que, aunque Martí abogue por una cultura autóctona en Hispanoamérica e incorpore los mitos y símbolos indígenas, no haga lo mismo con los relatos africanos, la música ni el “tabor”. De acuerdo con esto, su “españolidad” sería indicativa de su filiación ideológica, de sus preferencias culturales y de aquellos rasgos de la identidad cubanacriolla que ya no podían ser peligrosos. Es decir, las reglas de la cultura dominante, que impone límites y obliga a los otros a actuar de un modo conforme con lo que se tiene como normal y aceptado dentro de la sociedad (Culler 1997: 44). De esto, resulta que llamar la orden “africana” sea otro indicio de temporalización del Otro, otra forma de objetivar al negro y de diferenciar los componentes de la cultura africana de la criolla. No porque hablara español, tuviera nombre español y hubiera vivido tantos años en Cuba, Martí iba a considerar que Tomás Surí no era “africano”. En realidad, los descendientes de africanos no eran los únicos que participaban en estas órdenes, ya que, como se encargó de publicitar la prensa de la época, en los juegos de ñáñigos, había, también, hombres blancos que nunca habían estado en África, razón por la cual independentistas, como De la Cruz, le criticaban al gobierno que hubiera dejado florecer a este grupo bajo su tutela, y que creyera que los revolucionarios eran, poco menos, que un “juego de ñáñigos del barrio de Peñalver” (Cruz 1895: 10). Para él también, el ñañiguismo era una “simiente de barbarie y de muerte
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amorosamente cultivada por el gobierno” colonial (1895: 20). Por ninguna de estas razones, es posible desvincular la crónica de Martí de las que escribieron los intelectuales cubanos criticando estos juegos en Cuba. Su crónica es otro ejemplo de esta condena, aunque es cierto que la de Martí es mucho menos agresiva que los otras. ¿Por qué? Por razones políticas. En 1890, la fecha en que Martí visita el Cayo con el plan de preparar “la guerra necesaria”, había allí 18.080 habitantes, 12.000 de los cuales eran de origen cubano (Sosa 1982: 161). Varias fuentes documentales de principios del siglo xx corroboran la presencia de organizaciones ñáñigas en Cayo Hueso, donde Manuel de la Cruz publica su folleto en 1895. Se supone que habían emigrado a los Estados Unidos en busca de trabajo en las factorías; aunque esta época coincide, también, con un despunte de la represión de las autoridades coloniales contra este grupo. En su crónica, Martí afirma que Tomas Surí aprende español para alcanzar el tercer grado en la organización, lo que se supone era un requisito. Enrique Sosa afirma que esto es algo sorprendente, ya que en Cuba no existió nada parecido. No se crearon escuelas dentro de estas cofradías, ni exigían a sus miembros que se alfabetizaran para “ascender en su seno” (1982: 167). ¿A qué responde, pues, este cambio? Martí no lo aclara, ni siquiera llama a la orden por su nombre. Se limita a enfatizar el proceso por el cual lo diferente se convierte en lo mismo; en que los negros dejan su religión y aprenden la cultura blanca y letrada; en que el “africano” cambia su carácter “funesto” para volverse aceptable, casi un niño-adulto. Para lograr mayor efectividad, Martí, incluso, hace hablar en esta crónica a Tomás Surí. Cita varios párrafos de su carta y, en uno de ellos, al explicar por qué los negros de la orden estaban dispuestos a dar una porción de su salario para la causa revolucionaria, repite un argumento central de su retórica de la guerra. Afirma: Dijeron entre otras cosas que ‘ellos, los que habían sido esclavos, eran los únicos que habían ganado con la revolución; que la mucha sangre y lágrimas que había costado a los hombres que, no estando acostumbrados a la guerra, se lanzaron a ella generosamente, solo había servido para
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conquistar la libertad de los negros, que no era posible que hombres que se reúnen para progresar, quedaran sordos y ciegos en el momento en que todo se mueve para continuar la tarea interrumpida (Martí 1963-1975, vol. V: 325).
¿Qué significa esto? Significa que en esta crónica Martí aprovecha para fijar en la mente de sus lectores otra de sus preocupaciones en relación con los negros. Trata de hacerles ver que debían sentir una deuda de gratitud por la “generosidad” que expresaron los blancos por “conquistar la libertad de los negros”. Porque, incluso, si aún estos habían perdido la Guerra de los Diez Años, los negros habían sido los “únicos que habían ganado con la revolución” (Martí 1963-1975, vol. V: 325). Martí pasa, pues, en esta crónica, de hablar de la necesidad de educar al negro, a la necesidad de que estos cumplieran el compromiso que habían contraído con los blancos. Usa este acontecimiento en el pasado para endeudarlos. Es un recuerdo con poder, diseñado para obligarlos a regresar a combatir. Como se recordará, veteranos de la Guerra de los Diez Años, como Antonio Zambrana y Vázquez, invocaban la memoria del alzamiento de 1868 y planteaban la liberación de los esclavos como un acto de bondad, sin reparar en que ellos mismos se la habían ganado, o bien, que se trataba de un derecho inalienable que nunca debieron haber perdido. Este es el tema del cuadro “La República cubana” (1875), que figuraba en casi todos los clubes patrióticos de los Estados Unidos y otros países de América Latina, y que según Soto Hall, ocupaba un “testero de honor” en el colegio de José María Izaguirre en Guatemala, adonde fue a trabajar Martí en 1877 (Zéndegui 1954: 33). Esta, por consiguiente, es la imagen del negro que Martí resalta en sus crónicas, en las que recuerda el acto magnánimo que tuvieron los blancos al liberarlos y que tiene el mismo valor simbólico que un regalo. Según Jacques Derrida, sin embargo, “para que halla un regalo, no debe haber ni reciprocidad, ni retorno, ni intercambio, ni falsificación, ni deuda” (Derrida 1992: 170). Es decir, quien “dio” la libertad a sus esclavos, no podía pedirles nada a cambio, ni en aquel momento ni después, ya que el solo hecho de exigirles una acción retributiva,
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destruiría el valor que tuvo ese acto en un inicio, adquiriendo el “regalo” el significado de un “veneno”, de algo que, en lugar de traer satisfacción a la otra persona, le generaría un mal. Según Derrida: “sabemos que así como puede ser bueno, también puede ser malo, venenoso (el regalo) y esto es verdad desde el momento en que el regalo pone al otro en deuda, de modo que el acto de dar se convierte en herir, en hacer mal” (Derrida 1992: 171; la traducción es nuestra). Derrida basa su argumento en la circularidad en que se inserta la economía del acto de regalar algo o de dar un beneficio, para lo cual, no encuentra otra opción que el olvido “radical”, especialmente, de la persona que lo da. “El regalo no solamente no debe ser restituido, sino que tampoco debe quedar en la memoria, ser retenido como un símbolo de sacrificio, como un símbolo en general. Ya que el símbolo inmediatamente involucra a uno en la restitución” (Derrida 1992: 180; la traducción es nuestra).2 En efecto, de acuerdo con Peter J. Leithart en Gratitude: An Intellectual History, han existido varias formas de entender la gratitud, los beneficios y los regalos en la cultura occidental. La primera se remonta a la relación que tenían los ciudadanos griegos y romanos con sus deidades, cuando hacían sacrificios de animales o daban gracias a sus dioses por alguna victoria. Ellos daban y esperaban recibir algo más a cambio. En consecuencia, ser agradecido era una virtud y, durante el Imperio romano se entronizó el sistema de “patronaje”, que consistía en que un señor con dinero e influencias políticas ayudaba a un ciudadano a resolver sus problemas, quien le debía, a su vez, agradecimiento. No obstante, con el cristianismo, cambió radicalmente el modo en que los ciudadanos debían entender los regalos y estar agradecidos, ya que Jesucristo llamaba a sus discípulos a entregarlo todo con generosidad sin esperar nada a cambio, porque ellos recibirían mayores recompensas en el cielo (Leithart 2014: 68-69). Mas tarde, con la ilustración y los Para más detalles sobre el simbolismo de este intercambio, véase el libro de Jean Starobinski Largesse (1997), en que hace una arqueología del regalo en el arte y la literatura occidental. 2
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filósofos del liberalismo, se introduce una tercera forma de entender este canje. Surge el “ideal altruista” de dar sin esperar nada a cambio, ni de Dios, ni de los beneficiados, con lo cual, el patronaje deja de tener valor en la política, se rompe la circularidad del proceso y se instaura la linealidad que continúa con el posmodernismo del que es un ejemplo el ensayo antes citado de Jacques Derrida. Si tuviéramos, entonces, que definir a Martí a través de estas corrientes de pensamiento, que expresan la relación de la persona con el regalo y la gratitud, su actitud no sería la altruista de los ilustrados y postmodernos, ni la de Cristo que da generosamente porque Dios le dará todo. La que mejor serviría de guía a su doctrina de la guerra sería aquella que cree en el dar algo para recibir un pago a cambio, una muestra de agradecimiento que compense el esfuerzo o el valor que gente como él había demostrado. En tal sentido, su llamado a los negros a tomar las armas para pagar la deuda de gratitud que habían recibido de los amos blancos cuando los liberaron en 1868 entra dentro del espíritu de reciprocidad y patronaje practicado durante el Imperio romano que hemos analizado más arriba, que recorre otros textos peninsulares. El mismo día en que Martí publica su artículo sobre la orden secreta de africanos en Patria, saca otro titulado: “El 22 de marzo de 1873, la abolición de la esclavitud en Puerto Rico”, en el cual, nuevamente, habla del miedo al negro, y lo hace con el objetivo de demostrar a los cubanos por qué este era un temor infundado. Afirma que, el diez de abril de 1869, cuando los independentistas cubanos celebraron en Guáimaro su asamblea, declararon libres a todos los siervos en Cuba “sin reparos ni paga”, y que ese hecho de “gloria legítima” “salvó de una vez al negro de la servidumbre y, a Cuba, de las violencias y trastornos que los libertos, agradecidos en vez que lastimados, jamás promoverán en la república” (Martí 1963-1975, vol. V: 326; el énfasis es nuestro). Y cuenta Martí que, en medio de los festejos para celebrar la libertad de los esclavos en Puerto Rico: “el amo le decía a su negro: ‘¡ya eres libre!’ [y] el negro respondía: ‘yo no seré libre mientras mi amo exista’” (1963-1975, vol. V: 328).
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Naturalmente, la insistencia que pone Martí en la fraternidad racial y en reacciones de agradecimiento como estas, respondía a la necesidad de asegurarles a todos los cubanos que, después de la independencia, no habría desquites ni revanchas. Que no habría matanzas ni rencores, porque los negros les debían la libertad a los blancos y ellos sabrían ser “agradecidos”. Y, aunque, en efecto, la liberación de los negros en Puerto Rico fue muy pacífica, el número de esclavos que había allí era muchísimo menor que en Cuba y, por consiguiente, sería injusto una comparación semejante. De todos modos, la misma historia se encargó de refutar “las evaporaciones ilusas del idealismo martiense”, como decía Entralgo; ya que pocos años después de triunfar la República, en 1912, estalló en Cuba una guerra entre blancos y negros, que trajo un final devastador para estos últimos (Entralgo 1953: 131). No obstante, si Martí “falla” como profeta, al decir de Entralgo, el argumento de la deuda no debe pasarse por alto y, por eso, debemos leer sus escritos como una proposición que intenta encontrar un punto en común entre las distintas razas con el objetivo de alcanzar la independencia. En uno de sus cuadernos de apuntes, Martí escribe lo siguiente como si hablara consigo mismo: “los negros p[ara] que los blancos los respeten por haberles debido en parte la libertad y p[ara] que los negros respeten a los blancos porque la libertad les vino de un blanco” (Martí 1963-1975, vol. XXII: 108). La deuda, podríamos decir, era mutua y mantendría entrelazado a los dos bandos, obligándolos a aceptarse y a ayudarse mutuamente, como si fuera por una cuestión de honor o una obligación sellada con sangre. En consecuencia, es importante prestar atención a la forma en que Martí elabora este argumento en la crónica sobre la orden y a entender sus implicaciones políticas; ya que el cubano hace allí “hablar” al negro para manifestar una deuda consigo mismo, un recurso teatral y retórico que usa en otros lugares de su obra con iguales fines persuasivos. Las intervenciones de estos otros actores en sus crónicas le darían la impresión al lector de estar leyendo los pensamientos de los negros, o de otro narrador anónimo, como el que aparece en su crónica de La Liga, con lo cual, la voz y la persona del cronista quedan aparentemente desplazadas, ausentes de la discusión, cuando en
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realidad este es el momento en que controlan con mayor maestría la escena. A veces, estos personajes son seres anónimos o ficticios en los que Martí como cronista proyecta su personalidad, como ocurre cuando hace referencia a sí mismo en tercera persona en sus escritos neoyorkinos, y a veces, es cuando hace hablar a algún personaje, como en este caso. La crítica martiana ha llamado la atención a esta cualidad literaria y profundamente teatral de sus crónicas. Fina García Marruz, por ejemplo, al explicar la forma en que Martí “participa” y se adentra en los personajes que comenta, afirma que, en sus escenas de la vida de los Estados Unidos, esto luce como un “procedimiento teatral de dar voz propia al pensar o decir ajenos”; lo que llevaba forzosamente a una “reconstrucción novelesca de situaciones y lugares en que no estuvo jamás” (García Marruz 1981: 219). ¿Por qué pensar, entonces, que sus crónicas políticas son diferentes? ¿Cómo se apoya Martí en la literatura para hacer política en Patria? Según Eduardo Béjar, Martí recurre en Patria a un procedimiento que llama “paralogismo”, al poner en boca de otros personajes pensamientos que eran importantes para él. Béjar cita uno en que Martí le hace decir a una mujer: “Oh, yo seré enfermera: enfermera para todos: yo no tengo odio a nadie: mis criados son como mis hermanos: lo que yo quiero es que se acabe esta vergüenza y esta esclavitud” (Martí 1963-1975, vol. V: 34). Según Bejar, que “el llamado a la guerra se efectúe en voz de la mujer, es decir, de Patria, puede ser considerado como estrategia del discurso que cancela los bandos patriarcales contendientes por la supremacía y garantiza el éxito de la tentativa al estar basado en los principios de amor, virtud y verdad” (Béjar 1999: 61). En efecto, en la correspondencia martiana, no aparece ninguna carta proveniente de una de estas “órdenes” de africanos o donde uno de los antiguos esclavos hable de la deuda de gratitud que tenían los negros con los blancos. Luis García Pascual, en su voluminoso Destinatario José Martí, publicó todas las cartas encontradas en los archivos dirigidas a José Martí y, en ninguna de ellas, aparece el nombre de Surí, o este motivo central de la retórica martiana. De la época correspondiente a la formación del Partido Revolucionario Cubano, sí hay muchísimas
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cartas de los distintos clubes de emigrados cubanos, de personalidades políticas, y guerreros. Una de estas cartas, se refiere en detalle a la cuestión racial en el contexto de la contienda de 1895 y la escribió el comandante Alejandro Rodríguez, veterano de la guerra de 1868, quien fuera con el tiempo el primer alcalde de La Habana. En su carta de 1893, Rodríguez le comunicaba a Martí que la condición de los negros en la colonia había cambiado, y que ahora eran ciudadanos. Estos, afirma, formaban el estrato más bajo de la sociedad y, por ello, se temía que, si estallaba una guerra, los españoles fueran “a amar esa masa tan ponderable, tan inconsciente, tan enérgica, tan preparada para una guerra de odio y exterminio; y a guisa de eficacísimo estímulo le concederá grados, honores, ciega tolerancia y la codiciada mujer blanca” (García Pascual 2005: 358). Sin duda, esto es lo que debieron pensar muchos blancos racistas y partidarios del independentismo cuando veían al gobierno de España tratar de ganarse a los negros después de la guerra. Y termina afirmando con pesimismo Rodríguez: Este estado de cosas no pueden vencerlo ni la enseñanza ni la propaganda. Los odios y las repugnancias de razas se mantienen vivos y activos mientras estas subsisten; y en Cuba en tanto no sobrevenga una fusión de linaje o sobreempuje la raza blanca muchas veces a la africana, existirá el peligro que apuntamos (García Pascual 2005: 358).
Desgraciadamente, no tenemos la respuesta de Martí a esta carta de Rodríguez; pero, a diferencia de él, el delegado dejó claro en sus escritos que la educación y el patriotismo podían resolver estas diferencias, y si bien las cartas y diálogos que aparecen en sus crónicas pueden ser tan ficticios como los que narra Manuel de la Cruz en su libro, el miedo al negro que expresan, no lo era. Ni, tampoco, el temor de una confrontación racial, o las críticas a la religión africana y a los abakuás. El solo hecho de haber privilegiado, seleccionado y reproducido en su periódico estas escenas que hablan de la fraternidad entre las razas, indica el interés del delegado en rechazar este miedo y en fijar estos momentos en la mente
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del lector para asegurarles que eran infundados. Que la confesión sobre la “orden funesta de africanos” viniera, además, de un testigo, de un antiguo esclavo, o de una antigua dueño de ingenios, que afirma que “mis criados son como mis hermanos” (Martí 1963-1975, vol. V: 34); imprimía a sus crónicas un poder real, que definitivamente no tendrían si Martí expresara estas ideas en primera persona. Este ventrilocuismo, ya sea con referencia a los indígenas, los negros o los “amos buenos”, demuestra, pues, lo importante de leer sus artículos como textos hechos para convencer al lector: son como arte-factos construidos para crear un efecto de veracidad, compromiso político y cohesión entre los cubanos. Es decir, responden a estrategias narrativas que legitiman la posición del hablante, a través de mecanismos retóricos como el testimonio ajeno en que la víctima redimida manifiesta su deuda de gratitud y su compromiso político con la causa revolucionaria. Solo así, puede entenderse que, aun cuando adquiere su libertad, no sea libre mientras viva el amo. Al igual que hace con los indígenas, entonces, Martí alaba a los negros en el momento de su conversión, en el instante en que manifiestan una actitud igual a la suya, y se comprometen públicamente con su causa. El propósito es solidificar la unidad para luchar por la patria. El énfasis que pone Martí en el pueblo es importante, porque la gran diferencia entre la guerra de 1868 y la de 1895 es, justamente, el impulso que la conforma. En la primera, el impulso viene de arriba, mientras que, en la segunda, surge de abajo. En la de 1895, hay mucha mayor representación de los estratos intermedios de la sociedad, y de los descendientes de africanos, que llegaron a alcanzar el 40% de los puestos dirigentes (Pérez Cuba 1995: 160). Ahora bien, es una falacia decir que los negros les debían la libertad a los blancos cuando los liberaron en 1868, porque estos simplemente no tuvieron que esperar a que los criollos los declarasen libres. Miles de ellos se sublevaron desde que fueron traídos a la Isla como esclavos en el siglo xvi, y vivieron en libertad o “cimarronaje”, hasta el momento en que murieron o fueron asesinados. Pero el cronista prefiere silenciar este hecho, dada, posiblemente, la carga de violencia que representaba el negro cimarrón, o los alzamientos de esclavos, y prefiere privilegiar el papel de redentor de
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los blancos para convencerlos. Elige así regresar al momento en que los blancos los liberan para hacer de este momento una memoria redentora para la patria y un símbolo de la unión nacional. No en balde, decía Elías Entralgo que, en lo tocante a lo racial, Martí sacó “filones valiosos” de la Guerra de los Diez Años para fomentar la campaña de 1895 (Entralgo 1953: 154). Que se complacía lo mismo en contar la anécdota del sargento negro que cargó en sus espaldas a un teniente blanco, que en relatar la del patricio de piel blanca que enterró a su hija junto al negro. Todos estos ejemplos incentivaban la fraternidad racial y justificaban la tesis de que la guerra unió a ambas razas. Este discurso, como ya hemos visto, no se inició con Martí ni terminó con él. Tiene su origen en la idealización del régimen de plantación y la fraternidad entre el “amo bueno” y el fiel esclavo. Es un discurso que aparece en las novelas de la Avellaneda, Julio Rosas, H. Goodmann, Raimundo Cabrera, Emilio Bacardí y Francisco Calcagno, del que se sirven los escritores independentistas para mostrar una comunidad unida por lazos de mutuo afecto. De ahí, que Mercedes Matamoros (1851-1906) recordara en el poema “La Bella entusiasta”, escrito en 1897, cómo la familia de un mambí, a la que llama “benignos amos” y su esclava temían por la suerte del hijo de la familia que había ido a combatir “valiente por la patria” (Matamorros 2004: 239). En sus escritos políticos, Martí usa estos ejemplos de lealtad, familiaridad y amor entre las razas con el fin de llamar a los cubanos negros nuevamente a la guerra y fomentar una Cuba “con todos y para el bien de todos”. Lo hace para recordarles que la hermandad entre ambos era posible, que la guerra los había hecho iguales, y que los blancos los habían liberado como un gesto de compasión, fraternidad y justicia histórica. Pero, ¿es cierto que los independentistas abolieron la esclavitud en 1869? De acuerdo con Raúl Cepero Bonilla y Vidal Morales en Hombres del 68, este no fue el caso. A la Asamblea de Guáimaro, fueron dos grupos de cubanos con ideas muy diferentes de cómo llevar a cabo la guerra y qué hacer con los esclavos. Por un lado, estaba Carlos Manuel de Céspedes, a quien le preocupaba lo que podían pensar los dueños de ingenios y esclavos en el tramo occidental de la Isla. Del otro lado,
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estaban los revolucionarios del centro del país, con Ignacio Agramonte e Ignacio Mora a la cabeza, quienes pedían la emancipación de todos los esclavos y un gobierno democrático (Quesada 1894). En la Convención de Guáimaro, triunfó este último grupo y, por ende, el artículo 24 de la Constitución del 10 de abril de 1869, reza que “todos los habitantes de la República son enteramente libres” (Bonilla 1989: 107). La cuestión que dificultaba este acuerdo era –como dice Bonilla– que no todos los revolucionarios estaban dispuestos a romper sus lazos con la clase esclavista y, tres meses después, a finales de julio de 1869, se le agregó una enmienda al artículo 25 de esta misma Constitución, y donde antes decía “todos los ciudadanos de la República se consideraran soldados del Ejército Libertador”, pasó a decir: “los ciudadanos de la República, sin distinción alguna, están obligados a prestarle toda clase de servicio conforme a sus aptitudes” (1989: 107). La reacción no se hizo esperar, especialmente, por el lado de los EE. UU., que interpretó dicho cambio como un “esfuerzo por mantener el sistema esclavista”. La corrección obligaba a los libertos a realizar cualquier tipo de trabajo que sirviera a la República y a sus representantes, práctica que se llevó a cabo hasta 1870 (1989: 107). Por tal motivo, Bonilla afirma enfático que en la Asamblea de Guáimaro no se abolió la esclavitud. En sus escritos, Martí pasa por alto todas estas razones y utiliza este momento histórico como un acto fundacional para apoyar su programa político. Para él los mambises dejaron libres a los negros por convicción personal, no por conveniencia. No fue producto de una necesidad de la guerra. Fue un gesto magnánimo que le dio a los negros “despreciados” el “mérito de los combates y a la autoridad de la gloria” (Martí, vol. III: 103). En su artículo del 1 de abril de 1893, al hablar de la emancipación de los esclavos en Puerto Rico, Martí compara este suceso con la “salvación” de la servidumbre del negro en Cuba, en 1869, y ve en este acto desinteresado de los amos blancos, que no habían puesto “reparos”, ni exigieron “paga”, la tranquilidad de la futura República. Lo que no dice son las reiteradas tensiones que existieron durante el conflicto entre los rebeldes, los blancos que se negaban a seguir las órdenes de los negros que
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habían logrado llegar a posiciones de mando en el ejército y las reiteradas muestras de racismo que sufrieron Antonio Maceo y otros líderes de su clase (Helg 1995: 66). En sus crónicas, Martí usa, simplemente, esta idea para disputarles, a los autonomistas y al gobierno español, la popularidad que habían alcanzado entre los negros por las reformas logradas a favor de ellos después que abolieron la esclavitud en 1886, y la Corona les hubiera concedido los mismos derechos que a los blancos. Fueron los autonomistas quienes introdujeron una enmienda a la ley presupuestaria que, finalmente, dio al traste con el sistema y, al juzgar por los reportes de la prensa, la noticia de la emancipación fue recibida en La Habana con una celebración apoteósica. Las calles fueron invadidas por morenos a caballos, bandas de música, hermandades, cofradías y cabildos, con sus trajes típicos, procedentes de diversas provincias del país, que llevaban estandartes dedicados a los políticos liberales que habían hecho posible aquella conquista. También, dice María del Carmen Barcía, se hizo un reconocimiento a la Sociedad abolicionista española y a la prensa liberal, representada por El País, La Lucha, La Política Ibérica y El Radical (Barcía 2000: 138-139). Esto quiere decir que, en términos de ganancia política, la abolición de la esclavitud se convirtió en la mayor victoria de este partido que, desde entonces, trató de sacar ventaja de la situación. Su objetivo era utilizar esta victoria para enlistar a todos los negros, ya que, según el dictamen de Miguel Figueroa, uno de los que introdujo la enmienda, el partido autonomista era “en el que únicamente podían los negros cubanos alcanzar sus óptimas esperanzas” (Entralgo 1953: 113). ¿De qué lado debía estar entonces la raza de color: con los autonomistas o con los independentistas? ¿A quiénes debían agradecerles su libertad? Este fue, precisamente, el punto de desacuerdo, porque bandos grupos apelaron a la idea del “agradecimiento” para atraer a los negros. El periódico La Igualdad, que dirigía Juan Gualberto Gómez, publicó un artículo en 1893 rechazando esta tesis y argumentando que los negros habían luchado tanto como los blancos en el conflicto armado y habían “trabajado por la libertad de todos”, de modo que no se debía “encadenar la libertad de criterio de la clase de color, con el argumento de que fue
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liberada por los blancos de la Revolución” (Sanguily 1893: 96). ¿No era esta una respuesta directa a los argumentos de Martí en Patria? Irónicamente, no es Martí quien le responde al cronista de La Igualdad, sino Manuel Sanguily desde su revista Hojas Literarias. En su artículo “Los negros y su emancipación” (31 de marzo de 1893), Sanguily, antiguo veterano de la Guerra de los Diez Años y amigo de los autonomistas, cita el comunicado de La Igualdad, para afirmar que era cierto que hubo muchos negros en el Ejército Libertador, pero aclara: No me parece que recomendarles a los hombres de color, que voten en las elecciones por los autonomistas, deje de ser muy natural en los cubanos, ni que sea encadenar el criterio de aquéllos el que éstos, para forzarlos más, les recuerden que a empeños de cubanos debieron la emancipación los esclavos de esta isla. Es decir, advertirles que en todos los conflictos de fuerzas sociales, y no por agradecimiento solo, deben los negros y los demás hombres de color, nacidos o no en la isla, estar siempre al lado de los cubanos. El agradecimiento, por lo demás, es la memoria del pasado (Sanguily 1893: 9596; el énfasis es nuestro).
Para Sanguily casi la totalidad de la guerra era un mérito exclusivo de los cubanos blancos. Ellos la habían organizado, preparado y dirigido, por lo cual, fue “obra exclusiva de los blancos” (1893: 96). Ellos habían “llamado” a los negros, y “por ellos colocados por primera vez en la historia de Cuba de figurar, de prestar eminentes servicios, de distinguirse tanto como los blancos”. Ellos habían sacrificado sus vidas, sus haciendas, la paz de su hogar y el futuro de sus hijos (1893: 97); argumentos que, como ya hemos visto, aparecen en la representación de los blancos en la literatura de la guerra y que, al mismo tiempo que dejaban en claro la subordinación de los negros, menospreciaban la enorme importancia que tuvieron en los combates y en su dirección. En sus ideas, por consiguiente, los negros son los “otros” y los blancos, ya fueran autonomistas o independentistas, eran los “nuestros”. Si, a los veteranos independentistas, como a él, los negros les debían su protagonismo en la historia y su libertad, los autonomistas eran los herederos de ese capital simbólico en
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los años de entreguerras. Por ellos debían de votar. Para Aline Helg, estas descalificaciones de Sanguily eran sintomáticas del temor que sentían muchos blancos por el poder que podían alcanzar los negros después de la independencia, que mostraban la “persistencia del racismo en la élite separatista” y que, con el tiempo, iban a manifestarse en la República (1995: 47). Diez meses después, el 31 de enero de 1894, Sanguily publica un segundo artículo, titulado “Negros y blancos” donde vuelve sobre el tema. Esta vez, para asombrarse de que en tan poco tiempo los negros se hayan equiparado a los blancos, y enfatizando nuevamente la deuda de gratitud que les debían a los de la otra raza quienes, desafiando al régimen colonial, y sacrificando la familia y sus propiedades: “realizaron la abolición de la esclavitud y proclamaron sin reservas y sin preocupaciones la igualdad de todos los hombres” (Sanguily 1893: 207). Vale recordar que, cuando Sanguily publica este artículo, estaba reaccionando ante un suceso inédito en la Isla: el Gobierno general, a pedido del Directorio Central de las Sociedades de la Raza, había ratificado el derecho concedido desde 1885 a los negros para que pudieran entrar y circular libremente por los establecimientos públicos (Sanguily 1893: 196). A partir de este momento, los hijos de los negros podían asistir a las escuelas del Estado y se ponía punto final a la segregación. ¿Por qué el gobierno accedía en aquel momento a tal pedido? Esa era la pregunta que se hacían los independentistas e, invariablemente, señalaban que España estaba manipulando la cuestión social, lo cual no era extraño, ya que durante la independencia del resto de las colonias hispanoamericanas, España también flexibilizó su posición y puso en práctica una política racial por la cual trató de ganarse los criollos en América. Así, el rey les permitió a los individuos de color solicitar una carta de “blanqueamiento” por virtud de sus méritos o servicios excepcionales a la Corona (Hall 1971: 148). Por eso, en su artículo, Sanguily se preguntaba: “¿Quién podría asegurar que en el fondo de estas actuales medidas igualitarias no late el deseo de garantir la dominación española con la gratitud de los negros, como antes se la fundó en el terror o en la conveniencia de los blancos?” (Sanguily 1893: 198; el énfasis es nuestro). Martí, por otro lado, desde las páginas
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de Patria, repara en la misma intención y escribió en su crónica del 5 de enero de 1894, casi un año antes de morir: El Gobierno de España en Cuba, veinticinco años después de que la revolución cubana abolió la esclavitud y suprimió en su primer constitución y en la práctica de sus leyes toda distinción entre negros y blancos, acaba de declarar, a petición del “Directorio de la clase de color”, que los cubanos negros pueden tener asiento en los lugares públicos, y sitio en los paseos y en las escuelas, sin diferencia del cubano blanco. ¿Quién abrió las puertas de la sociedad cubana, para que el gobierno español pudiese imitar tardíamente lo que la revolución hizo, con sublime espontaneidad y franqueza, hace veinticinco años? ¿En qué condiciones se proclama el reconocimiento de estos derechos naturales del cubano negro? ¡Ah, la revolución santa, la madre, la primera, la fundadora! Ella por su grandeza casi sobrehumana arrancó al negro de manos de España y lo declaró hermano suyo en la libertad. Ella, por el miedo que inspira, compele hoy a España a otorgarle, al cubano negro, en las costumbres, la equidad que ya ella le otorgó, y es consecuencia natural de su derecho humano (Martí 1963-1975, vol. III: 29).
Dos meses después, el 16 de marzo de 1894, su periódico se hace eco de nuevo de esta controversia; pero, esta vez, en abierta polémica con una de las ideas de Sanguily, publicando un artículo donde la respuesta se hace a dos voces. Primero, habla el delegado del Partido Revolucionario Cubano, que dedica su segmento a fustigar el gobierno español y a aquellos que le hacían el juego. Trata de ser conciliatorio y pide fe para una Cuba futura. Pero, a continuación, cita una carta de su amigo Rafael Serra, que había aparecido originalmente en La Igualdad, donde este intelectual sí arremete contra lo dicho por Sanguily sobre los negros y el Partido Liberal autonomista. En su carta, Serra define los dos bandos principales de la política cubana opuestos al gobierno español afirmando que los autonomistas eran “separatistas también en el fondo”, pero que estaban “inspirados por un espíritu egoísta y centralizador”, ya que querían “como medio para alcanzar sus fines, la anulación o el rebajamiento de la raza de color” (cit. en Martí 1963-1975, vol. III: 82). Es de suponer,
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que Martí les diera crédito a estos cargos al publicarlos en su periódico y que lo hiciera, además, porque la carta de Serra legitimaba su posición junto a los negros y en contra del racismo. Aun así, Serra nunca toca el tema del agradecimiento que les debían los negros a los blancos, razón de más, para que el delegado apoyara su tesis. En respuesta a lo dicho por Sanguily, decía Serra que, con el Partido Liberal autonomista, “poco ha de contar el negro [y] esto lo prueba el poco o ningún interés que se ha tomado ese partido en ayudar a levantarlos y, por último, la glacial indiferencia” ante las nuevas leyes que se habían instaurado. “No creo que semejantes procedimientos” —agregaba— “sean buenos métodos para alcanzar el cariño de los negros” (cit. en Martí 1963-1975, vol. III: 82). Serra no se equivocaba. Los autonomistas siempre se reservaron el protagonismo en las decisiones políticas, vieron en su contraparte de color una “inferioridad transitoria” y sus argumentos derivaban muchas veces hacia posiciones racistas, llegando, incluso, a ser extremas en el caso de los chinos (Bizcarrondo y Elorza 2001: 101). La polémica entre ambos grupos políticos pertenece así a la retórica de la guerra, del recuerdo endeudante que ambos lados esgrimen para imponer sus argumentos. En este caso, los negros estarían atados a un pasado, por el simple hecho de haber sido liberados en un momento u otro por los blancos, al haberles dado la oportunidad de ir a la guerra. Tal argumento aparece, incluso, en un escritor ajeno a la política cubana: el poeta nicaragüense Rubén Darío, quien escribe sobre el tema en La Nación de Buenos Aires (2 de marzo de 1895) y apoya sus argumentos echando mano del artículo de Sanguily. Su posición era la de los cubanos blancos que veían que los negros les debían la libertad y su protagonismo en la historia de Cuba. Resumiendo, entonces, podemos decir que el período que va de finales de la Guerra de los Diez Años al inicio de la guerra de 1895 se caracteriza por intensas polémicas en relación a los negros, y el lugar que les correspondía en la historia cubana. Entre estas polémicas, destaca la referente a su liberación en 1868, y la deuda de gratitud que le debían por esto a los blancos. Según Aline Helg, esto fue para eliminar “la obligación
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de los blancos de compensar a los negros y mulatos por maltratos en el pasado [y] transmitía la idea de que los negros debían ser agradecidos a los blancos por su libertad en el presente y no debían cuestionar la jerarquía racial de la sociedad” (Helg 2000: 22). En todo caso, sugiere Helg, los políticos cubanos de la República (1902), hablan de “fraternidad racial” cuando quieren impedir la escisión política y racial del país, y cuando tratan de invalidar las demandas de los miembros del Partido Independiente de Color (1912). En nuestro análisis de este tópico en los escritos de Sanguily y Martí, no encontramos que fuera para evitar la retribución monetaria, sino para reclamar su lealtad para los dos partidos: uno que preparaba la guerra y el otro, que trataba de evitarla. En último caso, la retórica del agradecimiento y la solidaridad racial antecede los escritos de Martí y Sanguily sobre el tema. El “sacrificio” de los blancos es tematizado en obras como la de Julio Rosas, H. Goodmann y Antonio Zambrana; surge en los escritos de veteranos de la guerra como Calixto García Íñiguez, y se repite en las novelas de Raimundo Cabrera y Emilio Bacardí. En Martí, el discurso de la fraternidad pasa por el de la deuda mutua que debían sentir ambas razas para que contribuyeran de forma igual en la “guerra necesaria”. Para él todos eran iguales y, en la lucha revolucionaria, negros y blancos habían aprendido a respetarse y a quererse. Los blancos habían comenzado la guerra, y fueron ellos quienes lo habían sacrificado todo para liberar a los negros; por lo que el agradecimiento sirve aquí de eje que define y da validez a la historia común y al papel directorio de los blancos. Más tarde, durante la República, los políticos de la Isla retomarán esta idea y sostendrán la necesidad de mantener al pueblo unido para evitar la constitución de un partido que representara una de las razas. De ahí, que Helg afirme en una nota de su libro que “los textos de Martí cuya manipulación posterior crearon la base para el mito de la igualdad racial” fueron “Mi raza” (1893) y “Los cubanos de Jamaica y los revolucionarios de Haití” (1894) (Helg 2000: 22). Esto explica que el énfasis de su investigación sea la “guerrita de 1912” y que, al mismo tiempo, acentúe la inocencia del delegado en este proceso; ya que la palabra “manipulación” tiene una fuerte carga de negatividad ideológica, por
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entenderse que todo manejo de este tipo, falsea y desfigura la doctrina original. La tesis de Helg es que Martí defendió la idea de la igualdad racial por hallarla legítima, y que fue la élite criolla y racista de la República, la que luego utilizó sus ideas con fines demagógicos. Pero, ¿acaso tal “manipulación” no está presente ya en el propio Martí, quien de una forma efectiva mezcla sus ideas y la de los ñáñigos en su crónica, para convencer a los negros de la necesidad de ir a luchar por la independencia de Cuba? Martí, igual que Sanguily y los otros escritores independentistas que le antecedieron, subordinaron así los negros a los blancos. Destacaron el valor central del sacrificio que hicieron por ellos, y el agradecimiento que en pago estos debían demostrarles. Hoy día no podemos aceptar esta tesis. No, cuando aceptamos que sirvió como un argumento envenenado para exigirle una acción retributiva, nada menos que el sacrificio de sus vidas por la patria. Tal argumento ocultaba la lucha que sostuvieron los negros desde el inicio de su cautiverio hasta que alcanzaron su liberación, su derecho inalienable a la libertad, incluso, la servidumbre, las diferencias y las tensiones raciales dentro del mismo ejército mambí que los perjudicaron y los obligaban a seguir sirviendo. Tales omisiones y uso retórico de la historia tienen la función, pues, de priorizar un momento fundacional, políticamente coactado en que se expresa lo que los negros les “debían” a sus antiguos amos, y destacar la importancia que hombres como ellos tuvieron en el alzamiento. Si, para los escritores blancos, la patria es el paisaje, los indígenas y lo que sufrieron a manos de los españoles; para los negros, es el deber de pagar la deuda que habían contraído con sus antiguos amos. Por consiguiente, Martí no encuentra mejor forma de atraer a los negros al movimiento insurreccional, que haciendo que ellos mismos expresen su “agradecimiento” en una carta pública que él mismo reescribe y publica en su periódico, lo que nos obliga siempre a pensar sus cartas y su memoria como “arte-factos” construidos para persuadir, y lograr el objetivo de tener una patria.
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“Fue un pretexto antes la presencia del negro y la esclavitud para no conceder a la Isla libertades y derechos, profetizando los esclavistas y reaccionarios males terribles si tal se hubiera hecho”. Francisco Augusto Conte (Las aspiraciones del Partido Liberal de Cuba)
Desde principios del siglo xix, un grupo de letrados y hacendados cubanos trató de conseguir cambios económicos y políticos para la Isla, pero sus propuestas fueron, en gran medida, rechazadas por España. Así, no fue hasta la conclusión de la Guerra de los Diez Años cuando el gobierno autorizó la creación de un partido que representara sus intereses, así como de un periódico que los defendiera. Fue de este modo como surgió en 1878 El Partido Liberal autonomista y, junto con él, El Triunfo (1878-1906). Ricardo del Monte, uno de los principales líderes del grupo, fue quien escribió el “Manifiesto al país” donde los autonomistas pedían, como dice Max Henríquez Ureña, la “vigencia de las libertades necesarias con extensión de los derechos individuales a todos los españoles, y la aplicación íntegra de las leyes orgánicas de la península” (1963: 11). Pedían, además, la emancipación de los esclavos “que hubieran quedado en servidumbre, reglamentación del trabajo y educación del liberto”, así como la “rebaja de aranceles y supresión de los derechos de exportación” (Henríquez Ureña 1963: 11). Pronto, este partido entró en colisión con los conservadores, fieles al régimen colonial, quienes crearon la Unión Constitucional,
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conformado en su mayoría por terratenientes, hombres de negocio y hacendados con títulos nobiliarios. Francisco Fontanilles y Quintanilla, el autor de Autonosuya, curiosa novela político burlesca (1886) pertenecía a este grupo. Nacido en Barcelona, el 16 de enero de 1833, había cursado los estudios de ingeniero en España y, luego, había entrado en la Administración Militar con la categoría de oficial, y se marchó más tarde al Caribe. Primero, vivió en Puerto Rico y, con posterioridad, en Cuba, donde desempeñó varios puestos del gobierno colonial. Entre ellos, el de oficial de Intendencia General de Hacienda, el de secretario del Gobierno Civil de La Habana, de la Junta de Libertos, de la Diputación General de Pinar del Río, y jefe de Negociado en el Banco Español. Además de estos cargos administrativos, Fontanilles y Quintanilla fue director de varios periódicos, incluyendo El Imparcial de Matanzas, donde primero publicó su novela. Este periódico, según Eusebio Martínez de Velasco, era el órgano del Partido de Unión Constitucional en la provincia de Matanzas, que fue creado como contraparte al Partido Liberal de Cuba, por lo que no extraña que su novela recree las tensiones entre ambos bandos políticos y muestre un panorama desolador en el caso de que triunfaran los liberales. En este capítulo, me interesa revisar varias novelas sobre la guerra de Cuba publicadas entonces. Entre ellas está Autonosuya de Francisco Fontanilles; El Separatista (1895), de Eduardo López Bago, y La Cariátide de Ubaldo Romero Quiñones. En ellas, quiero destacar la representación de las razas, sobre todo, de los negros, así como la forma en que se utiliza el clima, la fisiología, la comida y los miedos de anarquía social para describir cuáles podían ser los resultados futuros de una independencia. Desde el punto de vista narrativo, Autonosuya, aparecida originalmente en forma de folletín en 1886, y reeditada en 1897 durante la guerra, es una especie de chanza política escrita especialmente contra los autonomistas, quienes ven al final de la novela cómo la “utopía” por la que tanto habían luchado, se había convertido en una fatal pesadilla. El resultado es una novela sobre dos dictadores (los hermanos Sabicú), que nos muestra un escenario distópico, como el que aparece en Los viajes de Gulliver (1726) de Jonathan Swift o La Máquina del Tiempo (1895)
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de H. G Wells. En este tipo de narraciones, el futuro se nos presenta como caótico e indeseable, por lo cual, este tipo de relatos tiene el objetivo de ser una crítica social (Abad 2013), y con respecto a Cuba, un latigazo a los reformistas y a los cubanos que aspiraban a la independencia. Está escrita en el lenguaje directo y satírico del que hacían gala muchos periódicos de la época, como El Moro Muza, Juan Palomo (1869-1874) y Don Circunstancias (1879-1884). La novela cuenta la historia de un autonomista que regresa a Cuba al triunfar allí este partido, y se encuentra, como dice Eva Canel (Agar Eva Infanzón Canel), en el prólogo de la novela cuando se publicó en 1897, como un “extranjero en su propia tierra, perseguido como fiera y tratado peor que perro con hidrofobia” (Fontanilles y Quintanilla 2016: 48). De modo que, a pesar de estar escrita la narración, como dice la escritora asturiana, en un tono “jocoso”, realmente, hay muy poco de qué reírse en ella. Pantaleón Visiones llega a La Habana, a mediados de 1900 y cuando desembarca, lo primero que se encuentra es que de la “machina” que antes se utilizaba para el comercio, ahora cuelgan las cabezas de los autonomistas reincidentes, como si fuera un árbol ensangrentado. Según explica el narrador, los autonomistas habían llegado a La Habana hacía seis meses con la noticia del autogobierno. Fueron recibidos con fiestas y discursos, pero, una vez que convocaron a las elecciones “con sufragio universal” (2016: 20), fueron derrotados por los separatistas, con cuyo triunfo se institucionalizó la dictadura. Desaparecieron, entonces, los “hombres ilustrados” en el gobierno, y solo había “ignorancia, barbarie e instintos feroces” (2016: 24). Cada vez que sonaba el cañonazo por la noche cincuenta cabezas pasaban a “adornar el árbol de la libertad” (2016: 21). El líder del gobierno era Su Majestad, el emperador Sabicú II, que había derrocado a su hermano, el mulato Sabicú I, un “hombre rudo, cruel y sanguinario” (Fontanilles y Quintanilla 2016: 22), que había sido contramayoral de un ingenio y quien, al estilo de cualquier tirano de Hispanoamérica, trataba con mano dura a sus enemigos políticos. Así, los declaraba “traidores a la Patria” y los mandaba a prisión, los asesinaba, o los condenaba a muerte en consejo de guerra (2016: 32). Este panorama
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caótico y brutal es el que se desarrolla a través de toda la narración, cuyo principal objetivo es disuadir a los lectores de apoyar la autonomía o la independencia de la Isla, ya que cualquiera de las dos acabaría en desastre. Por consiguiente, el dictador mulato encarna, en esta novela, los miedos que azuzaron los blancos dueños de esclavos y partidarios del régimen colonial en Cuba: miedo a que sucediera una revolución similar a la de Haití, que pusiera patas arriba la jerarquía política y racial de la colonia. Miedo a que Estados Unidos interviniera en Cuba y la llenara de los antiguos esclavos, o de que los independentistas, una vez que tomaran el poder, instauraran otra de las tiranías que habían sucedido en Hispanoamérica después de la Independencia. Para colmo, antes de ser asesinado por el dictador, uno de los intelectuales que va a morir predice que, aun si mataban a Sabicú I, le sucedería otro peor: “Ese soldado semi-salvaje que se llama Sabicú, hoy Ministro de la Guerra, será mañana el dictador; ahogará en sangre la libertad, y tal vez su cabeza rodará también para ceder el puesto a otro más salvaje que él o a la anarquía” (Fontanilles y Quintanilla 2016: 24). Las demandas de los autonomistas, con sus oradores y sus constantes críticas al gobierno colonial, habían hecho posible el cambio de poderes por la vía legal y pacífica; pero ellos mismos habían sido víctimas de estos hombres “semi-salvajes” que había puesto al pueblo en el poder, y había hundido el país en la miseria. No había sido la primera vez en la historia que algo así había ocurrido. Fontanilles, quien escribió también un libro de historia, pone de ejemplo la Revolución Francesa con sus “Marat, Saint Just, Robespierre y la guillotina” (Fontanilles y Quintanilla 2016: 53), la Revolución Haitiana y las otras revoluciones de Latinoamérica, pero deja claro que quienes tomaron el poder en Cuba eran “salvajes” y no lo hicieron a través de la guerra; sino, más bien, a través de las leyes que, cada vez, cierran más el círculo de poder alrededor del tirano. Surge así un “Nuevo Marat” que ordena a sus hombres matar a sus oponentes. Su reino está calcado sobre las formas europeas e, incluso, latinoamericanas de otros caudillos. Sabicú I nombra “notables” de su régimen a parientes, amigos y deudos y se autonombra “Emperador
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de Cuba por la Asamblea de Notables” (2016: 32). Sin embargo, su hermano Sabicú II se rebela contra él y arenga a la Cámara para que se le una y lo derroten. El resultado: la Asamblea lo elige “Generalísimo del Ejército Libertador”, una parodia de los revolucionarios y, una vez que Sabicú I se ve acosado por las tropas de su hermano, huye y se refugia en un buque norteamericano que lo lleva a los EE. UU. (2016: 92). El “Generalísimo” llega así al poder, pero el país se divide en federales y unitarios que promueven constantemente motines y asonadas, y lo que lo lleva a autoproclamarse “Emperador Sabicú II”; y a hundir el país en el caos y la muerte (2016: 43). Es durante el reinado de Sabicú II cuando el doctor Pantaleón Visiones llega a Cuba y escucha en la cárcel todo lo que ha acontecido en los últimos seis meses. La trama de la novela transcurre, por consiguiente, entre la “utopía” que esperaban realizar los autonomistas y la realidad distópica a la que se enfrentan después de su separación de España. Se trata de una historia cíclica, marcada por dos tiranías y, si los autonomistas aspiraban a autogobernarse y mantener sus lazos con “la Madre Patria”, la realidad que sobreviene es otra. En 1900, Cuba es un pueblo gobernado por negros y mulatos sedientos de sangre y listos para cobrarse todo lo que sufrieron bajo los blancos. La trama de la narración apoya, de esta forma, la tesis de quienes afirmaban que Cuba sería “negra o española” y de que no había otra solución para la Isla que no fuera su total subordinación a la Península. De lo dicho, se deriva, también, que tanto los autonomistas como los separatistas sean tratados con rudeza en estas páginas ya que, de lo que se trata, es de llamar la atención sobre la incapacidad de los cubanos para gobernarse; de un pueblo partidario en su mayoría del separatismo que, una vez que pudiera votar en las urnas, iba a poner en el poder a un hombre como ellos. No en balde, una de las estrategias de las autoridades españolas para salvar a Cuba, es la anexión de la Isla por España, como ocurrió con Santo Domingo, así como la instauración de leyes especiales para arreglar el caos moral y el “sufragio limitado” (Fontanilles y Quintilla 2016: 40) que tenía la función de dejar al margen de la política y de las decisiones gubernamentales a sujetos como Sabicú.
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Esta forma de pensar los sujetos coloniales explica los espacios de “reconcentración” de Valeriano Weyler en la guerra de 1895, en los que, por primera vez, la población civil nativa se convirtió en un objetivo militar justificable para lograr que el gobierno aislara a los mambises. Esta estrategia conllevó, como se sabe, la muerte de 200.000 civiles, entre los que se encontraban hombres, mujeres y niños, tachados como desechables para los objetivos del aparato militar y marcados, desde el inicio de la guerra, como inferiores y como un peligro potencial para el Estado. De estos sujetos mestizos solamente podían surgir hombres “bárbaros” y “sanguinarios” como los hermanos Sabicú, detrás de cuyos nombres, tal vez Fontanilles (que escribió esta novela en 1886) estaba retratando a los hermanos Maceo, quienes ocuparon altos puestos militares, y fueron el centro del ataque de muchos integristas. No por gusto la mayoría de los textos literarios sobre la guerra escritos desde la perspectiva peninsular fueron elaborados por antiguos militares, como Fontanilles, Sáenz y Sáenz y Ricardo Burguete. Incluso una escritora como Eva Canel le dedicó uno de sus libros a Weyler, a Fontanilles y a Martínez Campos. Al igual, por tanto, que otras novelas de dictadores en Hispanoamérica, la narración de Fontanilles toma datos de la vida real y elabora un posible escenario en Cuba, dando ejemplos de los representantes de cada uno de los grupos políticos que se le oponían al Gobierno, así como de las clases sociales que habían surgido después de la colonización. Con esto nos muestra un panorama desolador en el que los separatistas son quienes mandan y el tirano controla cada movimiento de sus súbditos e impone numerosas reglas para dominar el país. Es capaz de desbaratar conspiraciones en su contra, de torturar y de intimidar a sus enemigos políticos para que abandonen la lucha o emigren. De este modo, Cuba, después de la autonomía o de la independencia, no sería diferente a otras antiguas colonias de España o Francia, que alcanzaron más tarde su independencia; solo que, aquí, la historia no es contada desde la perspectiva de un crítico del régimen, como ocurre en otras novelas de Latinoamérica. El narrador representa las ideas del mismo poder colonial y se apoya en los autonomistas para criticar la independencia. Esto
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hace que Autonosuya, de Fontanilles y Quintanilla, no sea una narración escrita desde el punto de vista de un disidente político, acosado por los partidarios del dictador, como ocurre en el cuento de Esteban Echeverría “El Matadero”; que el autor no critique tampoco a los hermanos Sabicú desde posiciones democráticas, republicanas o pida la separación de poderes. No. Quien habla aquí es un partidario del poder colonial, que pinta un panorama devastador en manos de los revolucionarios y trata de alertar a sus lectores para que algo así no ocurra. Por consiguiente, esta novela tiene una función didáctica, utilitaria e ideológica, como corresponde a la literatura satírica y a las narrativas sobre los dictadores de la época. Entre ellos está Juan Manuel de Rosas, quien fue muy criticado por varios intelectuales en obras como la citada “El Matadero”, de Echeverría (escrito en 1838 o 1840, pero publicado en 1871), Los misterios del Plata (1852), de Juana Manuela Gorriti y Amalia (1851-1855), de José Mármol. Su personalidad quedó, también, retratada en lo que fue, tal vez, el ensayo más influyente de su época, Facundo, civilización o barbarie (1845), escrito por Domingo Faustino Sarmiento. En estas narraciones románticas, el dictador es un producto de la naturaleza. Actúa con una fuerza fatídica y arrastra a todo un pueblo consigo. Como dice Juan Carlos García en El dictador en la literatura hispanoamericana, el estudio de estas obras muestra que los escritores unieron la realidad y la fantasía, y que se apoyaron en los presupuestos de la novela histórica que estimulaba la crítica social (García 2000: 80). En su novela, Fontanilles menciona el nombre de varios dictadores de la primera mitad del xix en Latinoamérica. De México, a Antonio López de Santa Anna (1795-1876); de Argentina, a Juan Manuel de Rosas (1793-1877), y de Haití, a Faustin-Élie Soulouque (1782-1873). Irónicamente, la crítica a estos tiranos, la hace quien después sería en la novela el mismo “Emperador Sabicú II”. Según el narrador, entre los que apoyaron la proposición para derrotar a Sabicú I, “se hallaba un mulato, hermano natural de Sabicú, el cual apostrofó al jefe del Poder ejecutivo, con los dictados de tirano y traidor a la patria, comparándolo con Santana (sic)[,] Rosas[,] Souluque (sic) y todos los dictadores
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de América” (Fontanilles y Quintanilla 2016: 31). La mención, por parte del mulato Sabicú de estos hombres fuertes y la crítica implícita al autoritarismo no sería más que una muestra, como dice Eva Canel en la introducción, de la “demagogia africana”. Especialmente, cuando sabemos que Soulouque fue él mismo un antiguo esclavo que participó en la revolución de 1804. Fue presidente de Haití en 1847 y se proclamó “emperador Faustino I” en 1849. Durante su reinado, Soulouque también se rodeó de un grupo de hombres incondicionales y creó una nobleza negra en su corte, hasta que fue destronado en 1859 por sus enemigos políticos y escapó refugiándose en un barco británico. Como afirma Laënnec Hurbon en El bárbaro imaginario, después del triunfo de la Revolución Haitiana en 1804, se diseminaron por Europa una multitud de obras que hablaban de la inferioridad racial del negro y de los horrores de Haití. Se criticaban las muestras de autoritarismo, canibalismo y vudú de los haitianos; entre estas narraciones estaba la de Gustave d’Alaux dedicada a Soulouque: L’empereur Soulouque et son empire (1856). En sintonía con las narraciones que estamos analizando, en estas otras se trataba de mostrar “el instinto homicida del negro, el ‘elemento bárbaro’, ‘ultrafricano’ que disemina el terror por todo el país con la complicidad de las mismas masas” (Hurbon 1993: 44). Esto nos dice que, a pesar de que Fontanilles habla en la novela de una lucha entre “federales y unitarios”, que nunca hubo en Cuba, pero sí en la Argentina bajo el gobierno de Juan Manuel de Rosas, lo más probable es que estuviera pensando en Soulouque cuando escribió esta novela, y tuviera en mente términos como la barbarie, el salvajismo, la imitación malograda y la anarquía política; conceptos que eran opuestos a la civilización europea, y que emperadores haitianos como Dessalines, Christophe y Soulouque querían imitar. En todo caso, al tener como modelo estos hombres autoritarios, la novela de Fontanilles nos pinta un panorama risible y, al mismo tiempo, sangriento. Nos asegura que, por un camino o por otro, Cuba se encaminaba al caos político y a “la guerra de razas”, cuyo fin sería la preponderancia de los negros y mulatos sobre los blancos, la destrucción de las antiguas instituciones, la economía y la instauración
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final de la “barbarie”. Eran estos hombres, los que, después de tomar el poder iban a destruir el país, impulsados como estaban “por odios de raza y de familia” (Fontanilles y Quintanilla 2016: 42). Dos conceptos básicos para entender la narrativa de la guerra de Cuba: “la familia”, por las alianzas matrimoniales que se crean en las distintas obras y los “odios”, por los fantasmas del miedo que hemos mencionado. Miedos que, no solo compartían los integristas o los racistas blancos; sino, también, algunos independentistas y autonomistas, que alertaban a los cubanos o les hacían temer un cambio. Dicho de otro modo, se trataba de un mecanismo de control para seguir manteniendo la posesión de la Isla y de los cuerpos de los sujetos coloniales. En su novela, Fontanilles saca partido de todas estas fobias. Usa el pasado, las revueltas y tiranías que sucedieron después de la independencia en América para predecir males peores para Cuba. Por eso, el narrador de esta novela hace que, a consecuencia de la dictadura de los hermanos Sabicú, emigren todos los blancos de la Isla, que los dictadores maten con “odio” a los que se quedan, que el país se hunda en la bancarrota y que los norteamericanos terminen quedándose con la mayor de las Antillas. En vista de este escenario distópico y apocalíptico, quienes pedían un cambio de estatus político en Cuba, aun si este cambio no implicaba la independencia, eran rechazados y debían cargar con la “culpa” de sus resultados. De esto, se desprende que el título de la novela sea una especie de rechazo a la misma idea del autogobierno, apuntando que era idea de “ellos”, no del autor, y concluyendo así que, si estos lograban conseguir el poder, no conseguirían dirigir el país como ellos querían, sino como querían los otros: los separatistas y los norteamericanos. Llama la atención, por consiguiente, que este final apocalíptico no viniera de la mano de los separatistas, sino de los que eran considerados menos “enemigos” de España y aspiraban a transformar el país dentro de la legislación peninsular. Lo que era en sí una forma tortuosa de conseguir cambios políticos los cubanos, casi siempre plagada de desconfianzas. Y aquí basta agregar que, a pesar de que, en teoría, el Partido Liberal se asemejaba mucho al de los conservadores, y que por eso se ha interpretado tradicionalmente en la historia cubana que buscaba los
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mismos objetivos que estos, era percibido por sus contrarios como otro enemigo del proyecto colonial. En sus filas había mucha más diversidad ideológica que Unión Constitucional. Había hombres como Antonio Zambrana, que lucharon en la Guerra de los Diez Años; “laborantes” como José María Galvéz, quien interceptaba mensajes en el palacio del gobernador general; y figuras descollantes como José Antonio Cortina, quien exigía en 1879 la abolición final e incondicional de la esclavitud. A este grupo se le oponía otro más ortodoxo, leal a España y completamente opuesto a la guerra, representado por Rafael Montoro (18521933) (Bizcarrondo y Elorza 2001: 84-86). Por estas razones los autonomistas no eran siempre bien vistos por los conservadores y los españolistas que, en la época en que se publica esta novela, comparten la arena pública con ellos y tienen que leer ensayos críticos y “semblanzas” heroicas que bajo el título de “autonomistas”, como hacía El Criollo, alagaban a los cubanos. Por supuesto el gobierno perseguía cualquier transgresión del orden, pero hasta Sáenz y Sáenz, en La Siboneya (1883), notaba que, con la paz y los arreglos a los que llegó la Corona con los independentistas, había cambiado la situación. La raza negra, parecía, según dice: “bastante engreída” y esperanzada en que pronto se decretaría la abolición y algunos habitantes “pronostica[ban] que un día la raza negra se apoderará quizá de la situación, en atención a que el vertiginoso estado social de la Isla se compone de opuestos o ininteligibles elementos” (Sáenz y Sáenz 1883: 156). En 1886, el mismo año en que se publica Autonosuya en El Imparcial de Matanzas, todos los esclavos finalmente fueron liberados. Fontanilles, por tanto, no debió ver con buenos ojos los cambios que se originaron con el fin de las hostilidades, porque era como a través de estas mismas concesiones los revolucionarios llegaron al poder. Su preocupación, podríamos decir, eran las licencias que la metrópoli le daba a la Isla y las instituciones que permitían estos cambios pacíficos y justos. De hecho, el poder de los revolucionarios es por naturaleza anti institucional en esta novela. Ellos son los mulatos “salvajes”, cuyo nombre mismo evoca imágenes de la naturaleza y el monte; ya que la literatura de la guerra
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se estructura sobre un juego de oposición entre civilización y barbarie, ciudad y naturaleza, con el cual se inferioriza al otro y se justifica su dominación. “Sabicú” es, para colmo, el nombre de un árbol muy común en Cuba, tan resistente que su madera se usaba para fabricar buques y carretas. Su color es de un bronceado oscuro, por lo cual, pudo servirle también al autor para establecer una similitud con la piel del mulato. Una vez que ambos hermanos llegan al poder, dictan leyes para acabar con estas mismas instituciones “por creerlas focos de conspiración” (Fontanilles y Quintanilla 2016: 50). Cierran las sociedades tanto de recreo como de estudio que había creado España en la Isla, la universidad, las escuelas de primera enseñanza; y destruyen todo lo que les recuerda el progreso y la civilización, como los mismos ferrocarriles y el telégrafo. Para Sabicú II, “la academia de medicina” y los militares eran las únicas instituciones que merecían mantenerse, porque la primera salvaba vidas y la segunda las eliminaba a machetazos. Así mostraban “el odio de este salvaje a la civilización” (2016: 50); un “odio” epidermizado, concentrado en una raza con rencor, que reaparece a lo largo del siglo xix en los textos coloniales como pretexto para llevar a cabo represiones sangrientas como la que sucedió a raíz de la supuesta “conspiración de La Escalera” en 1844, o como ahora, para disuadir a los cubanos en su propósito de independizarse de España o de buscar reformas políticas. Esta construcción del otro como bárbaro, recordemos, es parte de la retórica que utilizó Sarmiento en Facundo (1845) para atacar a los partidarios de Juan Manuel de Rosas; pero, ahora, Fontanilles la usa para atacar a los cubanos; ya que, al igual que Sarmiento, Fontanilles entendía por “civilización” a Europa, con todos sus valores morales, materiales y espirituales, mientras que, por “barbarie”, entendía a América, sus razas aborígenes y mestizas, así como su paisaje. Este maniqueísmo reduccionista ponía la primera de estas categorías por encima de la segunda y justificaba la imposición de valores europeos sobre los latinoamericanos. Por esto, la novela de Fontanilles trata de crear una conciencia del “nosotros” colonial-europeo, frente al “ellos”, nativo-mestizo-africano. Una conciencia, que reaparecerá en textos de la
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guerra para referirse a los blancos españoles y a sus hijos, que hablan el mismo idioma, tienen la misma religión y sienten el mismo orgullo de pertenecer a España. Si los primeros representaban la “civilización”, los segundos eran el símbolo de la “barbarie”, del problema. Constituían una fuerza anárquica que quería acabar con el poder colonial y los mismos valores europeos que los españoles trajeron al Nuevo Mundo. Sus acciones no estaban motivadas por la racionalidad ni la Ilustración, sino por las expresiones emocionales de odio, pasión, rencor e “instintos” fieros. “Nosotros”, en breve, eran los que se autotitulaban originarios de la riqueza y la civilización de la Isla, mientras que “ellos” eran sus deudores, o sus opuestos. En términos categóricos, por consiguiente, los separatistas están definidos en esta narración como el “otro” de lo humano. Son vaciados de cualquier valor que los configure como seres productivos, espirituales y civilizados, visión que, como dice Giorgio Agamben, ha sido típica de los tratadistas antiguos y modernos. Funciona “animalizando lo humano, aislando lo no humano en el hombre: Homo aladus, o el hombre-mono” (Agamben 2010: 52). De tal manera que, si “en la máquina de los modernos, el afuera se produce por medio de la exclusión de un dentro y lo inhumano por la animalización de lo humano, aquí el adentro se obtiene por medio de la inclusión de un afuera y el no hombre por la humanización de un animal: el simio-hombre, el enfant sauvage u Homo ferus, pero también y sobre todo, por el esclavo, el bárbaro, el extranjero como figuras de un animal en forma humana” (2010: 52). Es de esperarse que, en las representaciones que hacen los integristas de los sujetos coloniales, abunde esta forma de exclusión, que aparezcan con frecuencia esclavos, negros y separatistas con figura de simio, trepados en los árboles o saliendo de la manigua con cara de miedo. Son la naturaleza encarnada en hombres y mujeres desprovistos de valores éticos y humanos; una crítica de la cual no podemos excluir, por supuesto, a los mismos autonomistas, quienes veían a la población negra con resquemor, en una especie de inferioridad transitoria, y pensaban que era conveniente alguna forma de autoritarismo para mantenerla a raya. Fontanilles, quien seguramente estaba consciente del carácter racista y elitista de muchos de
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ellos, hace repetidas referencias a los “ilustrados” del grupo y los enfrenta al panorama opuesto que ellos mismos habían deseado. En un pasaje de Autonosuya, el narrador describe, por ejemplo, a un grupo de conspiradores del Partido Liberal que eran llevados por las calles a prisión después de haber sido sorprendidos por el dictador. Dice el narrador: A su paso por las calles se fue engrosando una turba de chiquillos que les siguió hasta la fortaleza; gritando: ¡Mueran los tiranos, viva Sabicú II. — ¡Quien nos había de decir que seríamos tiranos! –Dijo riendo uno de los presos a don José. — Esos inocentes –contestó gravemente don José– aun cuando no saben lo que dicen proclaman una terrible verdad. Nosotros hemos disfrutado de todos los beneficios de la esclavitud a que ellos estuvieron sometidos. Cuando por efecto de la revolución española de 1868, vimos que ya no podíamos seguir explotándolos, los vendimos y los escarnecimos, llamándonos hipócritamente sus libertadores (Fontanilles y Quintanilla 2016: 74).
De esta forma, el narrador o alguno de los personajes de la novela, hace referencia a la propia complicidad de los autonomistas en el sistema colonial, el haber tenido esclavos, haber abogado por la autonomía y, finalmente, haberlos llevado al poder. Este sentimiento de culpa es similar al que muestran escritores como Julio Rosas en La campana de la tarde o vivir muriendo y Antonio Zambrana en El negro Francisco. Es la aceptación, por parte de los blancos, de su “crimen” o el de sus padres, por haber esclavizado a los negros y haber usufructuado de una forma u otra la esclavitud, por lo cual, nadie estaba libre de pecado. Al igual que en estas obras, Fontanilles apela a la Biblia, a la verdad revelada, para recordarnos que todos irían a pagar por pecadores, razón por la que habla del “dedo de Dios” y de “la providencia” (Fontanilles y Quintanilla 2016: 87), asumiendo él mismo el lugar del profeta y la novela, la forma de una profecía. De modo que, si en autores independentistas como Julio Rosas y Antonio Zambrana la culpa se manifiesta como un sentimiento positivo,
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en la novela de Fontanilles, aparece como la consecuencia de un pasado esclavista y una decisión mal tomada, la autonomía, que lleva al desastre. Con razón, don José, quien a medida que transcurre la narración se convierte en la voz de la conciencia de los autonomistas arrepentidos, ve como algo justo que los niños los insulten por la calle, porque al final tenían razón: “Nosotros habíamos disfrutado de todos los beneficios de la esclavitud a que ellos estuvieron sometidos” (Fontanilles y Quintanilla 2016: 74). Ese “nosotros”, como resultado, implica una crítica a los autonomistas y, en general, a todos los blancos que poseyeron o se beneficiaron del comercio de esclavos, lo que ancla las diferencias en categorías de clase y etnia. Como consecuencia, el 20 de noviembre de 1881, el periódico satírico Don Circunstancias publicó, a propósito de la ley de patronato, una caricatura donde aparecen dos amigos que hablan en los campos de un ingenio azucarero de la nueva ley. El autonomista, parado frente a sus esclavos “patrocinados”, le pide que hable bajito sobre el asunto, y le confiesa que “en La Habana” era autonomista, pero “aquí, en el ingenio, es otra cosa”. Doblez y utopía son los dos referentes en los que se apoya esta caricatura titulada, precisamente, “melodías autonosuyas”. Es de esperar que la novela de Fontanilles trate, también, de demostrar el doble rasero que practicaban los que se apegaban a este partido (algunos de los cuales tenían ingenios), y termine en otra revolución para derrotar a Sabicú II. Solo que Sabicú II logra encontrar un aliado en los EE. UU. –donde ya se había refugiado su hermano– y los norteamericanos intervienen, apoyan su gobierno e imponen en Cuba un sistema similar al suyo. Dice el narrador que Sabicú, Solicitó y obtuvo la alianza con los Estados Unidos de América y entablóse empeñada lucha que dio por resultado que invadieran el país los yankees en su mayor parte pertenecientes a la raza de color, que puebla en el Sur de la Gran Nación, y arrollados los cubanos hubieron de sucumbir a su dominación quedando definitivamente constituido el Cuban State, cuyo gobernador llamábase Coronel Shark (Tiburón) (Fontanilles y Quintanilla 2016: 79).
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Ciertamente, el miedo a que los Estados Unidos engullera a Cuba, ya fuera anexionándola, invadiéndola o mandando a los negros que vivían en su territorio a la Isla, no era una preocupación solo de Fontanilles, sino de muchos cubanos, como José Antonio Saco y José Martí. Como afirma William Craig en Yanquee Come Home, durante el siglo xix, Cuba siempre estuvo en la mira de los políticos y los esclavistas norteamericanos. Algunos, como Daniel Webster, vieron como una amenaza para Norteamérica el incremento de la población esclava en Cuba y Jamaica, y Abraham Lincoln, en un momento, llegó a considerar a la más grande de las Antillas como una oportunidad para deshacerse de la población africana (Craig 2012: 28-29). Por esta razón, Martí criticó al norteamericano por consentir o tratar de “hacer de Cuba el vertedero de todos los estorbos de su nación” (Martí 19631975, vol. III: 48).1 Para Martí, cualquier mención de una intervención norteamericana o una posible lucha de razas en Cuba era un argumento de la corona para hacerles creer a los cubanos blancos “que la revolución acarrearía el predominio violento de la raza negra; [y] para que los cubanos negros, azuzados en la preocupación de raza, se divorcien de la revolución, que les quitó la cadena de los pies” (Martí 1963-1975, vol. III: 103). La novela de Fontanilles, por consiguiente, debe leerse en este contexto y, a pesar de expresar estos miedos en un estilo “jocoso”, su finalidad no era hacer reír a los cubanos blancos, sino atemorizarlos poniéndolos ante la situación que podía parecerles más aterradora. Por supuesto, los independentistas argumentaban que los negros nunca se alzarían contra los blancos y que ellos habían pagado su deuda con ellos cuando los liberaron en 1868. Para los que se oponían al cambio social, como Fontanilles y Quintanilla, no obstante, era imprescindible subrayar estas diferencias, por eso, si su visión era profundamente pesimista, la de Martí y los revolucionarios era, y tenía que ser, optimista. Después de la intervención norteamericana, Agradezco este comentario a Francisco Morán. Para más detalles véase su ensayo “Martí: el ‘racista bueno’. Releyendo ‘Vindicación de Cuba’”. 1
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dice el narrador de Autonosuya, don José se va a vivir con un antiguo esclavo hasta que un día, un “policemen negro” llega a la casa y le entrega un documento escrito en inglés. Al leerlo, don José se entera que deben pagar impuestos por las tierras que tienen, incluso, si no las cultivaban o, de lo contrario, sus propiedades serían subastadas para pagar esta deuda. Como ninguno de los dos tiene dinero, deciden dejarlas y abandonar el país. Así es como don José, junto con su familia, su antiguo esclavo y el doctor Pantaleón Visiones regresan a España que los acoge voluntariosa como una madre. De este modo, concluye la novela. Dice don José al marcharse: Nos empeñamos en tener una patria fuera de la patria, una nación fuera de la nación. Estos infelices negros a quienes enseñamos todos los derechos y ningún deber, aprovecharon la lección y quisieron a su vez con mayor razón que nosotros tener su pequeña patria, donde ellos solo dominasen. Hoy ellos y nosotros somos iguales; ni unos ni otros podemos vivir en el país en que nacimos, porque somos en él extrangeros (sic) y los que lo dominan nos rechazan (Fontanilles y Quintanilla 2016: 86).
Estas palabras resumirán el mensaje político de la obra, con la cual, se trata de sellar, también, el destino de Cuba y dejar constancia de la ingratitud de los “infelices negros a quienes enseñamos todos los derechos y ningún deber”. La novela se reimprimirá once años después, cuando vuelve a estallar la guerra separatista, para tratar de disuadir de nuevo a los cubanos de ir a la guerra y mantener el estatus colonial. Reaparecerá en un ambiente aún más enrarecido y tenso que el que precedió a la contienda, que se caracterizó por los esfuerzos de publicistas y escritores tanto españoles como cubanos por tratar de ganarse a la opinión pública, alentar a sus partidarios, así como demostrar los riesgos y ventajas que conllevaba luchar en contra de España. Vista de este modo, la novela de Fontanilles no era la única que propagaba el miedo al negro en estos años. Muchos otros escritores, tanto en Cuba como en España, también lo hicieron.
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Entre ellos, estaba Juli Francesc Gimbernau, que escribía en La campana de Gracia con el seudónimo “C. Gumá” y publicó dos obras jocosas sobre este tema, una titulaba De la Rambla a la manigua, y la otra, Blanchs y negres, o la qüestió de Cuba. En estas obras, la crítica iba dirigida fundamentalmente a los negros, a quienes él y el dibujante Manel Moliné representan como salvajes. El objetivo principal de los negros en la guerra, según afirmaba, era hacer de Cuba su reino y poner patas arriba la estructura social. Así, en Blanchs y negres, el negro mambí sostiene que quería la independencia “pa podel hasel en Cuba / tó lo que nos de la gana, / los negros serán los amos / de los campos, de las casas, / del tabaco, de los cocos, / de las piñas, de la caña, / del ganado, de los pesos… / y de las señoras guapas”, porque una vez libres, “las blancas que no se vayan / quedaran en monopolio / de la rasa sobelana” [sic] (Gimbernau 1895?: 19). Según esta forma de pensar, de ganar los independentistas, los hombres blancos servirían de bestias de carga para jalar las calesas donde irían los negros sentados, fumando tabaco, y con sus trajes de amo. En sus ilustraciones de estos versos, Moliné imagina este cuadro, y pinta otro en el que aparecen los EE. UU. con forma de puerco y vestido de Tío Sam, en cuya sombra se ve otro negro alzando el machete. Estas y otras representaciones similares, de carácter abyecto y monstruoso, se rigen por un paradigma epistémico que responde a los intereses de raza, clase y cultura europea colonial, por esta razón abunda en publicaciones españolas como: Barcelona Cómica, La Campana de Gracia, los periodicos El Imparcial, y Los Lunes del Imparcial de Madrid, y el libro de Francisco Durante, Salsa Mambisa (1897). En estas caricaturas, la rebelión contra el Estado colonial adquiere la forma de un negro o un mulato salvaje, deforme o caníbal, que amenaza con acabar de forma violenta con el mundo de los blancos. En una caricatura de El Imparcial de Madrid, sacada de La Campana de Gracia, se ve la enorme cabeza de un negro con colmillos filosos que sale del mar para tragarse a Cuba, que trata de salvarse en un salvavidas con el nombre de España. Se titula “El fantasma del Separatismo”. En otra, titulada “Los ocios de Maceo”, publicada el 2 de marzo de 1896, en Lunes del Imparcial, se ve al general mambí junto con su mujer, comiéndose
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pedazos del cuerpo de un hombre blanco que ha sido previamente asado. En otro lado de la caricatura, aparece el torso ensangrentado de otro hombre blanco, colgado de un pincho de carnicería, mientras que un soldado mambí cuece una pierna. Justo arriba de esta caricatura, aparecen unos versos de Manuel del Palacio (1831-1906), dramaturgo, periodista y poeta satírico español, titulados “chispas” que terminan diciendo: “Maceo lleva amazonas / montadas a la francesa; / ¿Y no hay un perro de presa /que se meriende a esas monas?” (Lunes del Imparcial 2/3/1896: 1). En uno y otro caso, estas imágenes visualizan al Otro como bárbaro, animal y monstruo, algo que se hizo rutinario a partir de la Conquista en los textos coloniales para justificar los intereses europeos en América y, en la literatura de la guerra, para criticar la crueldad de los españoles, como en el poema de Martí “Banquete de tiranos” y en la novela de H. Goodmann Escenas de la revolución de Cuba. Los laborantes (187?: 199). La publicación, por eso, de estos dibujos jocosos, junto con las “chispas” de Palacio y otros insultos parecidos, muestran los profundos prejuicios raciales que sentían los partidarios de la Corona, cuyo objetivo era crear miedo y repulsión en los espectadores. Es, nuevamente, la puesta en funcionamiento de la “máquina antropológica”, al decir de Georgio Agamben, que excluye lo humano y lo interno de todas las representaciones abyectas (Agamben 2010: 47). Ellos son, por esta razón, el epítome del peligro más grave, del horror total, la personificación del animal mismo o del caníbal que hizo tan popular el proyecto colonizador. No por gusto, en muchas de las ilustraciones de la guerra, abundan los escenarios intricados, oscuros e impenetrables que muestran lo difícil que era guerrear contra estos grupos “salvajes”, y la constante lucha que los soldados españoles tenían que librar contra el medio ambiente, las enfermedades y la topografía. Estas imágenes son el reverso de la civilización que dejaron en España. Representan el otro lado, exótico y bárbaro, de los campos de Cuba dominada. Por esta razón, se entiende que la naturaleza sea, a un mismo tiempo, los mambises y la manigua, los independentistas y las enfermedades, y adquiera la forma del negro caníbal. Es así, también, que el nombre del caudillo separatista en la obra de Fontanilles es el mismo que el de un árbol.
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“El fantasma del Separatismo”, El Imparcial, 30 de diciembre de 1895.
“Los ocios de Maceo”, Lunes del Imparcial, 2 de marzo de 1896.
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Manel Moliné, Blanchs y negres, o la qüestió de Cuba (1895?).
Junto con la reimpresión de la novela de Fontanilles, se publicaron otras narraciones que, también, apoyaban la causa colonial y acentuaban el peligro de la independencia. Entre ellas, la obra de teatro de Jesús López Gómez, titulada Cuba, estrenada “con extraordinario éxito” en el Teatro de Parish, la noche del 11 de diciembre de 1896, y en la que se narran los conflictos entre ambos grupos, poniendo especial énfasis en los negros y los mulatos. En ella, Roberto es un mulato mambí que secuestra a Esperanza, una joven española esposa de Santiago, con el objetivo de violarla. Hablando de sí mismo, Roberto dice que “la ama a usted Esperanza, con
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la febril vehemencia de la locura, y quien, por grado o por fuerza, anhela, o encontrar la tumba en la manigua o la satisfacción cumplida de todos sus deseos” (López Gómez 1896: 11). Al final, Roberto no cumple su deseo, y Esperanza escapa, pero el objetivo de la obra está cumplido, ya que es mostrar el peligro que las mujeres blancas correrían en manos de negros y mulatos si triunfaba la revolución. En la obra, abundan, además, otros tópicos al uso en el duelo de justificaciones y ansias por mantener la colonia. Al igual que en otros textos, aquí los cubanos separatistas son hijos malagradecidos de España, que les había traído el progreso, la religión, el amor, la paz y la grandeza (1896: 12), y los españoles encarnan el valor y el honor, frente a ellos, que son descritos como bandidos y animales sedientos de sangre y de deseos. En un momento, Roberto piensa, incluso, en matar a Esperanza después de violarla, porque “¡Ah! Pero esa mujer nunca podrá amarme. Circula por sus arterias sangre española, y aun cuando se extinga mi pasión será preciso matarla” (1896: 18). Pero, Esperanza se escapa gracias a la ayuda que recibe de una negra llamada Trinidad, quien según dice puede: “tené la cara morena; pero el corazón mu banco [sic]” (1896: 18). Estos negros se diferencian del mulato Roberto en que ven que no estaba en su interés apoyarles. Trinidad afirma que ella será esclava de su nueva ama, con la que “ha de mori a su lado” (1896: 20), y el negro Caracolillo es quien justifica su traición a Roberto, echando mano otra vez del argumento de la deuda de gratitud que debían sentir los negros hacia los españoles por haberlos liberado. ¿De qué libertad se habla aquí? ¿De la abolición final de la esclavitud en 1886 o de su “rescate” de África? No lo sabemos, porque el texto no lo aclara y, explícitamente, se evita dar una respuesta cuando Caracolillo le dice a Roberto en la discusión, imitando el lenguaje bozal de los africanos, que Caracolillo: (con energía.) Negos no poder olvidarse de que España nos hizo a todos libes. [sic] Neg. 1a. ¿Cómo? Caracolillo: Calla tú, negra samandinga. ¿Qué, pensáis acaso, amo Roberto, que Cuba siendo independiente sola se gobernaría? ¿Qué son las
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repúblicas de Haití y de Santo Domingo? Los negos [sic] son españoles y como españoles, al ser libes, [sic] no pueden nunca jamás ser desagradecidos, (pausa) (López Gómez 1896: 25).
Según este diálogo, entonces, no fueron los independentistas, ni los autonomistas quienes le dieron les dieron la libertad a los esclavos, sino la misma España. Por eso, como dice Caracolillo “los negos son españoles y como españoles, al ser libes, [sic] no pueden nunca jamás ser desagradecidos” (López Gómez 1896: 25). Según él, los españoles iban a vencer, y eran quienes defendían a los negros “de vuestros incendios y de vuestros machetes, porque son los que piden paz en los campos, desarrollo comercial y fraternidad en las capitales y villas” (1896: 25). Además, sigue diciendo: “si vosotros triunfáis, ¿a los negos cómo nos trataríais? ¿Nos haríais ministros? ¿Generales? Yo querer ser presidente... ¿Y vosotros los bancos, criollos y mulatos, qué seríais?” (1896: 25). Estas preguntas, puestas en boca de otro negro imitando el vocabulario “bozal”, enfatizaban las diferencias entre ambos grupos, las jerarquías que siempre hubo en la colonia, y lo difícil que sería romperlas una vez que los revolucionarios vencieran. Para estas preguntas, los revolucionarios como Roberto, un hacendado mulato, no tienen como respuesta más que la orden de que lo fusilen (1896: 25). Caracolillo, empero, sigue arengando a los negros, y amonestando a Roberto por incendiar y acabar con el país. Él, a diferencia del mulato, es “nego agradecido” (sic), que aunque negro, circula por sus venas “sangre libertada por el españolismo” (1896: 25). Al final de la obra, Caracolillo es quien lleva a los españoles hasta el escondite de Roberto, quien es tomado prisionero. Tanto la narración de Fontanilles y Quintanilla, como las de C. Gumá, Jesús López Gómez y los caricaturistas españoles muestran, por consiguiente, el temor a los negros y mulatos, algunos de los cuales como, en el caso de Antonio Maceo, tenían bajo su mando soldados de ambas razas, y temían por eso que pudieran hacer estallar una guerra racial. Tal es el temor al negro en la obra de Jesús López Gonzalo, que Caracolillo asegura que en Cuba sucedería algo igual a lo que sucedió en Haití y, por eso, solamente, bajo el dominio español los negros seguirían siendo “libres”.
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Otra novela española que tratará el tema de la guerra de Cuba, El Separatista, se enfocará también en los conflictos raciales y justificará las diferencias por el clima y la fisiología. Lo hará tomando una perspectiva “científica” y, por eso, pertenecerá al grupo de novelas naturalistas de finales del siglo xix y principios del xx, que reproduce la lógica del Estado colonial supremacista blanco, apoyado en las teorías y prejuicios que inferiorizaban a los negros, asiáticos e indígenas para lograr sus intereses coloniales. Como se sabe, el siglo xix marca el ascenso de los discursos médicos y científicos sobre la raza, y como decía Michel Foucault en Genealogía del racismo, el marco teórico para analizar las diferencias fueron las nociones que introdujo la teoría darwiniana: “Jerarquía de las especies en el árbol común de la evolución, lucha por la vida entre las especies, selección que elimina a los menos adaptados” (Foucault 1977: 207). Esto quiere decir que cada uno de los problemas a los que se enfrentaba la sociedad (guerras, enfermedades mentales, criminalidad) fue pensado en el marco del evolucionismo y la ganancia política (1977: 207). Foucault propone, entonces, el concepto de “biopolítica”; luego desarrollado por Giorgio Agamben y otros teóricos, para descubrir las formas de control y el objetivo detrás de la lucha por fiscalizar la vida, en este caso, la de los sujetos coloniales. En estas novelas, pues, el objetivo será apuntalar la causa integrista, la deuda económica, el monopolio mercantil que los favorecía, y los empleos administrativos y eclesiásticos en la más grande de las Antillas (Bizcarrondo y Elorza 2001: 128-134). Por este y otros motivos, Cuba tenía que seguir siendo española, y nadie mejor para probarlo que escritores como Eduardo López Bago, uno de los autores españoles más populares en su tiempo, que escribió novelas dentro del “Naturalismo radical”, la escuela literaria que había inaugurado Émile Zola en Francia (Gutiérrez Carvajo 1997: 14). En las palabras “al lector” que abren la novela, López Bago hace mención a este método cuando dice que se propone “estudiar la sociedad cubana” y que se iba a guiar por tres pasos típicos de la ciencia decimonónica y esta escuela literaria: la “exposición de hechos, observación
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y experimento” (López Bago 1895: 5). Por esa razón, López Bago se ve a sí mismo como un doctor que, en lugar de ejercer su oficio sobre una persona, lo desarrollará sobre la sociedad, sobre las pasiones, los vicios y virtudes de sus personajes; ya que es la sociedad cubana, como un cuerpo que respira y come, la que necesitaba ayuda. De ahí, que en este prólogo y a lo largo de la narración, haga mención a un instrumental médico y criminológico para analizar los personajes. De este método, surgen los reclamos de objetividad que hace en el prólogo y la moraleja que nos queda al final de la obra. Él, como doctor, se limitaría a observar los distintos elementos que aquejaban el país, y a proponer una solución que, por supuesto, respondía a los intereses coloniales. Su deber, como dice, era “anularse” o desaparecer detrás de las acciones, con el fin de ganar objetividad. Por eso, dice: “batalla no doy ninguna. No ataco ni defiendo” (López Bago 1895: 5). Cualquiera que lea la novela notará, sin embargo, que el narrador sí juzga la situación del país cada vez que puede, y lo que es peor, culpa de ella a los separatistas implicándose directamente en el argumento. Desde un inicio y hasta el final, tratará de probar que el independentismo es una causa fracasada de los enemigos de España, sostenida por hombres como el padre de Lico quien conoce la realidad del país, pero no dice nada, y trabaja para su ruina. La novela comienza, entonces, con una sesión de esgrima, y los desafíos que era, por entonces, la pasión de la juventud cubana. Para caracterizar a los personajes, el narrador toma como referencia el discurso de la “ineludible ley de herencia” (1895: 15), con el cual tipifica a sus personajes, y los ancla en un lugar, una raza y un clima que los perjudica. Sus cuerpos, deprimidos “por el calor excesivo y habitual” (1895: 21), eran fácilmente excitables por las pasiones y la imaginación, lo cual se oponía a la racionalidad, la propiedad en el lenguaje y las leyes europeas. Con esta equiparación entre medioambiente y psicología, entre la naturaleza y los cuerpos coloniales, la narrativa integrista trataba de mostrar la degradación de los criollos y los efectos funestos del paisaje en su psiquis. ¿Podían con tal constitución vencer a los peninsulares? Seguramente, no, ya que solo eran:
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Criminales políticos, matoides y locos, afectados de una verdadera locura moral, hubiéralos juzgado Lombroso; revolucionarios por pasión, que obraban obedeciendo a los altruismos histero-epilépticos, a los mandatos de la raza, del clima, de la presión barométrica, a los factores individuales y a los sociales políticos y económicos, que con aquellos se combinaban. //¡Una enfermedad! Una enfermedad, que producían el sol y el aire, las flores con su embriagador perfume, y las mujeres con su incitante hermosura (López Bagó 1895: 21).
Este comienzo de la narración es indicativo de la posición que adopta el narrador ante los revolucionarios, y lo que es peor, ante todos los sujetos coloniales, ya que los describe de una forma determinista, en que sus cuerpos no pueden escapar a los efectos del clima y la sangre. Es un discurso que recurre al cuerpo y a las ciencias para mostrar la “enfermedad” de los cubanos, y usa las ideas de Cesare Lombroso (1835-1909), y Gustavo Le Bon (1841-1931) para sustentar sus puntos de vista. Lombroso, recordemos, se hizo famoso a partir de finales de la década de 1870 por descubrir lo que él llamaba al “criminal nato”, al hombre que nacía predispuesto a cometer un crimen, con lo cual, no extraña que en esta novela se junten la causa independentista, la criminalidad y la raza, lo que implicaba a su vez que el acto de rebelarse contra España tendría una condena política, moral y genética. Aclaro, ahora, que mucho antes que López Bago utilizara este instrumental para acercarse a la experiencia de la guerra, las ideas de Lombroso se habían discutido en la Sociedad Antropológica de la isla de Cuba, una organización a la que estaban afiliados muchos intelectuales autonomistas. Según Pedro Pruna y Armando García González en Darwinismo y sociedad en Cuba, siglo xix, poco después de publicar Lombroso su libro L’Uomo delinquente en 1876, varios intelectuales cubanos hicieron referencia a él para hablar de los asesinos (Montalvo) y los fanáticos religiosos (Mestre) (Pruna, García González 1989: 128). De lo que se trataba, entonces, era de encontrar las diferencias o el origen del mal en los genes, que en el caso de Cuba significaba la mezcla racial que peleaban en
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su interior. “Amores y odios que sentían sin explicárselos, debidos acaso a los dos cruzamientos distintos que los agobiaban” (López Bagó 1895: 22). No eran ellos los culpables del mal, sino sus progenitores, quienes se habían mezclado y reproducido, dejando una simiente que venía arrastrándose por sus cuerpos. Aquellos sentimientos, dice el narrador: “acaso surgieron en el alma, al cambiarse la primer caricia entre las mujeres de las piraguas y los hombres do (sic) las carabelas, y el odio, la pasión de la bestia humana, embrutecedora y fuerte, al entregarse la esclava bajo la amenaza del látigo, al capitán negrero, blanco de tez y horrendo de alma” (1895: 22). Casi nada, para alguien que, en el prólogo, había prometido que no iba a atacar ni a defender a nadie. Aun así, López Bago no fue el único que creía que el clima y el ambiente eran factores que degradaban a los cubanos. Juan Bautista Casas y González, gobernador esclesiástico de la Diósesis de La Habana, en su libro La guerra separatista de Cuba, sus causas, medios de terminarla y de evitar otras (1896), pensaba algo similar. Veía que el medio ambiente, la topografía y los alimentos hacían imposible que Cuba fuera una nación independiente. Pensaba que el clima “muelle y enervante” y los alimentos, “muchos de sustancias sacarinas”, hacían que “las naturalezas más robustas se debilita[aran] y se consum[ieran] allí de una manera extraordinaria”. Por dicho motivo, agregaba, los habitantes tenían que huir de vez en cuando de la Isla para reparar sus fuerzas en la metrópoli. “Los que hayan vivido en Cuba habrán observado la pobreza de sangre y el decaimiento de que adolece generalmente” […] “de ahí nace la necesidad de una inmigración incesante que no se efectuaría con regularidad si Cuba se separase de la madre Patria” (Casas y González 1896: 25-26). Alentado por el político y sociólogo catalán Joaquín Coll y Astrell (1855-1910), Juan Bautista Casas y González trata de demostrar de numerosas formas la inferioridad del homo cubensis, en un discurso que tiene su origen en las primeras definiciones del “criollo” en la literatura colonial (Arrom 1971), pero que toman fuerza con las teorías positivistas del siglo xix, que ponían el énfasis en la relación de las topografías con las diferentes razas del planeta, mostrando, por un
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lado, la fobia que sentían los extranjeros por al paisaje y por otro, la visión eurocentrista que usaban. Este tipo de argumentos le lleva a decir que nadie más que los mismos negros eran culpables por su esclavitud, porque eran la raza maldita. “La raza negra sufre las consecuencias de un castigo y de una maldición que el Pentauteco nos refiere al hablar de Noe y de sus hijos; su inferioridad viene perpetuándose a través de los siglos” (1896: 31). Casi al final de su voluminoso tratado, Juan Bautista Casas da, incluso, una lista de veinte “consejos higiénicos a los soldados” que venían a luchar a Cuba, entre los que estaban: no dormir bajo la luna y evitar que los rayos diera “ni en la cabeza ni en los pies”; no comer la fibra de ninguna de las frutas tropicales como el mango, la naranja o la piña, porque eran indigestas; y tomar cada quince días una purga de “agua de Loeches”, aunque no se sintiera malestar alguno en el cuerpo, porque “el secreto para la buena aclimatación es conservar siempre limpios el estómago y el vientre”, y “el agua de Loeches da excelentes resultados, por ser muy antibiliosa, y no hay que olvidar que en los países tropicales se segrega gran cantidad de bilis y su exceso trastorna las funciones del estómago y del vientre y envenena la sangre” (Casas y González 1896: 411). En la misma línea argumentativa, Francisco Vidal y Caretas (18601923), egresado de la Universidad de Barcelona y catedrático de Paleontología de la Universidad Central, condenaba la mezcla racial en la Isla y decía, en su libro Estudio de las razas humanas que han ido poblando sucesivamente la Isla de Cuba (1897), que si los españoles hubieran hecho lo mismo que los ingleses y los norteamericanos, aislando: “las razas inferiores como si se tratara de focos de viruela, a estas horas estaríamos mucho mejor de lo que estamos, porque no hubiéramos producido lo que podríamos llamar el mestizaje. El mestizaje en sus resultados, es malo, no para las razas inferiores, sino para las razas superiores” (Vidal y Caretas 1897: 85). Con estas descripciones del medio cubano y de sus habitantes, los escritores integristas, los científicos sociales y los soldados crean la idea de sujetos degradados y degradantes, condenados al fracaso, que ellos usan como arma de lucha contra los que querían la independencia. De
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esta forma, la guerra se hace, también, infundiendo miedos psicológicos, inseguridades, a la vez que envileciendo la condición natural de los otros en un intento de mantener el estatus político colonial. Si los separatistas se caracterizan en sus escritos por exaltar el lugar y los cuerpos de los criollos, los integristas se dedicarán a escribir una especie de “topografías médicas” donde el clima, la alimentación y la raza conspiraban contra la vida de los cubanos y de los extranjeros. Otra vez, el clima y el lugar son enemigos que tienen que vencer o del cual tienen que huir, por lo que están obligados a emigrar o necesitan inmigrantes europeos para mantener a Cuba blanca y española. De lo contrario, decía Juan Bautista Casas, vendrían los yankees, blancos y negros, tomarían el país y se harían servir de los criollos. En última instancia, se anuncia un final catastrófico “la anexión norteamericana o la anarquía de los negros como en Haití” (Casas y González 1896: 67). Sin disimularlo mucho, entonces, estos textos recurrían a argumentos racistas, que consideran al Otro como un ser inferior, incapacitado por lo que Martí llamaba “el veneno de la sangre” (Martí 1963-1975, vol. I: 415) para constituir una nación. Por eso, podemos decir, que el culto a la patria y a la naturaleza criolla –que el Naturalismo ve como degradada y degradante–, así como el arraigo del Modernismo en Cuba, explican la reticencia de los cubanos en aceptar la primera de las dos escuelas, ya que para ellos ni el determinismo, ni el feísmo podían servir para representar la realidad. Serán los integristas como López Bago quienes lo harán de esta forma. Por eso, a diferencia de Martí, quien criticaba con fuerza este tipo de discursos en Patria, los partidarios de la “Cuba siempre española”, retrataban una realidad entorpecedora, con cuerpos en decadencia y prostitutas en las calles. De ahí, que, en su novela, López Bago diga que la pasión que el separatista sentía por las armas era una “necesidad de su organismo” como la que tenían los animales salvajes (López Bago 1895: 23). Por eso, también, Lico es tratado como un “enfermo” y el doctor que lo atiende le recomienda un tratamiento “hidro-terápico” para calmar sus nervios y curarlo de su “hiperestesia”. No obstante, su cuerpo no era lo único que conspiraba contra él. En su desesperación, Lico Godínez había abandonado también
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la religión católica y “odiaba a España. Se había criado en este odio, y lo heredaba”, porque desde los tiempos de su bisabuelo ya se manifestaba en la familia la rivalidad contra la metrópoli (1895: 29-31). El narrador explica el odio y la frialdad de Godínez cuando narra la escena en que un adolescente ve llegar al padre de la guerra de 1868. Tenía entonces 14 años, y la guerra había terminado en 1878. El padre hacía once años que no lo veía a él ni a la madre y, cuando los ve, no muestra ninguna satisfacción; sino, solamente, enojo porque la guerra había terminado, gracias a los “traidores” (López Bago 1895: 42). En el análisis del narrador, entonces, el hijo ofendido por la reacción del padre, recibe una impresión tan fuerte de este encuentro que lo marca de por vida. El padre hubiera preferido seguir guerreando por la independencia de Cuba, lo que Godínez interpreta como una falta de cariño hacia él y hacia la madre (1895: 42-43). La patria, la gloria, la libertad eran las principales pasiones del padre, no el hijo, por lo cual, el encuentro entre los dos queda descrito en la novela como un contrapunteo brutal, un trauma afectivo y psicológico que lo marca de por vida. El hijo llora cuando lo ve llegar, y el padre le exige que no lo haga, porque hacerlo es de mujeres. Le pide, en cambio, que grite “Viva Cuba libre y muera España!” (1895: 45). Según el narrador, el padre de Lico había sido uno de los hombres que se opuso al Pacto del Zanjón en 1878 y, para él, quienes habían firmado la paz con el gobierno de España eran unos traidores. Él había prometido vengar a sus amigos, pero todo lo que habían logrado los independentistas era para “mayor honra y gloria ¿de quién?... ¡De los negros!” (López Bago 1895: 46). La escena, por consiguiente, explica en parte la personalidad del protagonista, pero deja entrever, a su vez, las tensiones dentro del movimiento insurreccional y el predominio de los antiguos esclavos en las filas rebeldes. Sin embargo, el autor resuelve esta situación con otro personaje, que representará lo opuesto a Lico, la joven Soledad Valiente, quien había llegado de España con su esposo soldado, que muere en la guerra. Soledad no tiene más remedio, entonces, que quedarse a vivir en Cuba hasta que consiga dinero para regresar. Godínez quien, gracias a su padre y a sus amistades gozaba de
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buena posición económica, es el que la ayudará a ahorrar para comprar el pasaje. Irónicamente, ambos se enamoran, lo cual produce el conflicto principal de la obra: el amor entre dos enemigos ideológicos. Como ya vimos, una situación similar aparece en otras narraciones de la guerra a modo de una alegoría para demostrar de qué lado debía estar el revolucionario y cuál era el mejor futuro para la patria. En El Separatista, ambos protagonistas terminan enamorándose y teniendo un hijo al final, con lo cual, se sostiene que el único camino para los cubanos era regresar a España. Antes de que ambos se enamoren, no obstante, Godínez tendrá que enfrentar una serie de decepciones, como la que tuvo con su amigo Pepe Martin, con el que frecuentaba el famoso café de la Acera del Louvre y los prostíbulos de La Habana, un ambiente descrito con aversión, cuya finalidad es provocar el distanciamiento y el rechazo del lector hacia los separatistas. Ciertamente, López Bago no fue el único escritor que criticó el bajo mundo habanero en esta época, ya que el tema de la prostitución es uno de los más candentes de finales del siglo xix en Cuba, que había sacado a relucir, en 1888, el médico autonomista Benjamín Céspedes en La prostitución en la ciudad de La Habana. Sobre todo, por la crítica y el mal futuro que pronosticaba para el país. Con El Separatista, López Bago se propone hacer algo similar. Trata de demostrar los extremos de degradación moral a los que habían llegado los habaneros, quienes se divertían en fiestas mientras se desarrollaba la guerra. Ambos protagonistas, por tanto, tienen relaciones sexuales con prostitutas y, lo que es peor aún para la moral de la época, llegan a tener relaciones sexuales entre ellos. En un momento de la narración, cuando ambos amigos se encuentran, uno le dice al otro que no quiere mujeres, y se encierran en un cuarto: “Y cuando salieron del lupanar a la madrugada, mayor y más negra tristeza, más desesperación llevaban en el alma. /Iban saciados de envilecimiento” (López Bago 1895: 75-76). En su novela, por tanto, López Bago echa mano al discurso del “envilecimiento” de los cubanos para criticar a los separatistas, ya que, como dice Pepe Martín el “relajo habanero [era] como una epidemia”, y en esos
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extremos de “depravación [era] en que vivía una buena parte de la juventud habanera” (López Bago 1895: 76). Por esa razón, homosexualidad y separatismo aparecen unidos aquí. Dice Pepe Martín: “¿Te acuerdas de lo que hicimos anoche? ¡Valiente par de guerrilleros de la independencia cubana!”, frase que repercute como una culpa en su mente, y que mostraba una generación en medio de un mundo podrido, en “plena afeminización y en completa miseria” (1895: 77). Así pues, en esta novela, los cubanos y los españoles son diferentes desde el punto de vista físico y espiritual. Los diferenciaba el clima, los alimentos que comían y las sociedades en que habitaban. De esta forma, Lico Godínez, quien en un inicio había sido separatista, se vuelve un hombre amoral, que vive con una prostituta francesa en La Habana y ve la guerra como un negocio. “Y así eligió los actos vergonzosos, los que degradan la propia dignidad, porque de los buenos y honrados, juró extrañarse para siempre. Querer la guerra, luchando no por la independencia sino por el negocio, que esta lucha significaba para algunos ‘¡Negociooo!’” (1895: 121). Ironicamente, la degradación moral termina mostrándole a Godínez que Cuba no debía separarse de España, no podían confiar en su padre, y que su única tabla de salvación era la joven española cuyo apellido indicaba lo que valía. De modo que, en esta novela, al igual que en La Siboneya (1883) y Autonosuya (1886), los personajes se arrepienten de haber pensado alguna vez de forma contraria a España, o de haber querido que Cuba fuera independiente, porque, de suceder esto, Cuba caería en manos de infanticidas, depravados morales y negros que pondría la sociedad blanca española patas arriba. Por estas razones, el “separatista” en la novela de López Bago termina transformándose en “integrista” y hasta el mismo padre, quien siendo veterano del año 68 se había peleado con el hijo por no compartir sus ideas políticas, regresa de la guerra de 1895 argumentando que el hijo tenía razón y que él había estado equivocado. Lo mismo asegura otro personaje, el Doctor Pérez, quien antes creía en la independencia, pero, después de viajar por el continente americano y de haber visto la violencia de los dictadores, los abusos del poder y el caos de las nuevas repúblicas hispanoamericanas, estaba convencido que ese no era el camino para Cuba. Ante tal escenario,
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la única salida de los que realmente amaban la patria era reconciliarse con sus enemigos y desistir de la guerra. De ahí, que los familiares de Godínez se reconcilien con él, y que venzan los lazos familiares, la cultura blanca española sobre el temor a lo que supondría que ganaran los independentistas. Al hacerlo, López Bago estaba apostando por una reconciliación entre iguales, ya que el elemento que deja afuera de esta familia son los negros y mulatos, caracterizados aquí por su secreto odio a los blancos. A mitad de la novela, es Lico Godínez quien expresa su rechazo a tener bandoleros y negros en el Ejército Libertador, ya que Desconfiaba de éstos últimos que ahora se prestaban a combatir con los cubanos para la expulsión de los españoles, pero que luego, se volverían quizás contra todos para hacer la guerra de raza: que odiaban igualmente a unos y otros porque jamás perdonarían la esclavitud en que tuvieron a sus padres. Sabíase esto de sobra. Ya estaba averiguado que el poeta Plácido y los que con él murieron fusilados por la espalda en 1844, no tenían otro objeto que el exterminio de los blancos para hacerse dueños de la isla de Cuba. ¡Otro Santo Domingo! ¡Jamás! (López Bago 1895: 104).
De modo que, al igual que en Autonosuya y Blanchs y negres, el discurso del miedo al negro se vuelve otra excusa aquí para crear el escenario más horripilante, el peligro mortal al que temían los criollos blancos. Por este motivo, López Bago establece en su novela las diferencias entre negros y blancos, se cuida de subrayar la “línea de la raza” que establecieron los segundos en Cuba, y las innumerables vejaciones que tuvieron que sufrir los negros bajo este sistema (López Bago 1895: 203). Ahora que tenían las armas y el poder, ¿no era el momento de vengarse? Esta era la preocupación de Lico, quien sabía de “este latente odio, en este arraigado desprecio” que sentían ambas razas (1895: 204). Repetidas veces, por consiguiente, López Bago se apoya en la memoria para infundir temor en el lector. Echa mano de los sucesos de Haití para recordarles a los cubanos blancos que los negros jamás iban a perdonarlos y, como decía el general español Martínez Campos, “lo peor es que los jefes blancos están dominados por los negros. ¡Lo
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peor para ellos!” (1895: 224). Gracias a estos temores y a la acción de Solita Valiente, Lico termina por convertirse “hacia nuevos ideales” (1895: 234). Si bien el punto de vista y la ideología que adopta López Bago en esta novela era típico de un sector de la burguesía criolla cubana que tenía esclavos o despreciaba a los negros (Gutiérrez Carvajo 1997: 4950; Galván 2008: 56), esto no quiere decir que esta novela no fuera en sí misma un argumento racista que buscaba poner en entredicho o negar la homogeneidad de los revolucionarios, sus ideales a favor de la independencia y su composición racial. El personaje de Lico Godínez es realmente un pretexto para que López Bago demuestre su rechazo por la causa emancipadora, por los negros y por cualquiera que no fuera blanco y español. De ahí, que en ningún momento critique las ideas racistas o antidemocráticas de los personajes y que, por el contrario, recurra a un arsenal pseudocientífico para legitimar sus razones. Para él, ningún “método” era mejor que el “Naturalismo radical”, con el que podía demostrar la inferioridad de los “isleños” y el determinismo social-fisiológico que los movía. De hecho, en el momento en que López Bago publica esta novela, según afirma en la introducción, estaba decidido a escribir otras tres, en las que analizaría otros componentes de la sociedad criolla. Esta era solamente la primera de una tetralogía de la que seguirían: “El Bandolero, La Gente de Color, y Gobernador General” (López Bago 1895: 5). ¿Cómo serían estas novelas? No lo sabemos, porque al parecer, no le dio tiempo de componerlas. Tres años después de salir de la imprenta El Separatista, Estados Unidos intervino en Cuba y sucedió el “Desastre”. No obstante, cada argumento de Godínez en esta narración no hace más que martillar sobre el mismo temor de que una Cuba libre sería inevitablemente “negra o yanqui”, como, efectivamente, termina siendo en Autonosuya de Fontanilles. Su objetivo final no era otro que apoyar el mantenimiento del statu quo colonial, y los intereses de los peninsulares, que incluían, pero no se limitaban, al monopolio mercantil, el expolio de sus riquezas y el favoritismo de los españoles en la colocación en los empleos. Una Cuba independiente, negra o norteamericana, acabaría con esos privilegios y dejaría a España sin su más valiosa colonia. Por lo
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tanto, estos escritores se aprestan a elaborar fábulas, distopías y profecías que hablan del peligro negro y yankee. Un año después de aparecida la novela de López Bago, todavía en medio de la guerra, otro escritor español, Ubaldo Romero Quiñones, publicará su narración La Cariátide. Novela por la Guerra de Cuba (1897), bajo el seudónimo de “Canta-Claro”. En ella, cuenta la historia de dos hermanos que son víctimas de la aristocracia española y de cómo el joven decide irse a Cuba a combatir contra los revolucionarios. Habría que leer esta novela como una crítica de la nobleza española, como lo fue, también, Carne de Nobles (1887) de López Bago, y al mismo tiempo, una crítica de los cubanos. Al igual que El Separatista, esta narración toma partido por España, pero ya no es tan complaciente con su rol como lo fue la anterior. En realidad, Ubaldo Romero Quiñones, quien era republicano y anticlerical, señala críticas en esta novela que no ve su compatriota y la razón podría ser que, dos años después de haberse iniciado el conflicto, la situación por la cual atravesaba el país era tan mala que no se podía ser muy optimista. Se sucedían manifestaciones populares en contra de la política oficial en Zaragoza, Valencia, Madrid y otras provincias de España. Las madres pedían que los pobres y los ricos –no solamente los pobres– fueran a la guerra. Los periódicos criticaban la frivolidad del público al participar de las corridas de toros y otros espectáculos cuando había tanta miseria, y hasta un grupo de mujeres llegó a apedrear, como dice O’Connor en Representations of the Cuban and Philippine Insurrections on the Spanish Stage (1887-1898), la estatua de Cristóbal Colón por haber sido este el causante original de los problemas que enfrentaba España en sus colonias (O’Connor 2001: 14-17). El pueblo español, en general, veía que, a pesar de que la Corona había invertido miles de pesetas en hombres y armamentos, y existía una censura férrea en la Isla que solo daba espacio a la propaganda integrista, los cubanos seguían luchando en la manigua y los soldados españoles morían a causa de las enfermedades y de la guerra. En la novela de Ubaldo Romero, los dos hermanos se llaman Elvira y Ángel. El inicio transcurre en España, pero el segundo segmento de la
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narración se traslada a Cuba, adonde va el protagonista luego que Pepe Corriente, un joven apadrinado por personajes oscuros de la nobleza, violara a la hermana, y esta se suicide. Su hermano, entonces, se embarca para Cuba y allí, después de muchos combates, logra obtener el grado de comandante del ejército español, La historia se desarrolla entre los dos escenarios que se disputan el poder y, al igual que otras narraciones sobre el conflicto, los personajes principales son jóvenes que se aman y representan una ideología, y muestran el futuro que le convenía a la patria. En la novela de Ubaldo Romero, por un lado, está la España de la clase alta, nobiliaria y rica, y por otro, la España pobre, que representaría a los verdaderos intereses de la nación. La aristocracia española solo pensaba en el dinero, en crear intrigas y en beneficiarse de los pobres, mientras que Elvira y su hermano son como sus apellidos “Leal[es] España”. Con esto, Ubaldo Romero introduce el discurso crítico de una España en decadencia que debe regenerarse. Si Pepe Corriente representa los intereses de la clase alta, Ángel Leal España simboliza la familia, la religión y el trabajo. Por esta razón, Corriente termina padeciendo una gangrena en el brazo, debido a la estocada que le da Ángel en el duelo de venganza, y en el “epílogo” de la obra se nos dice que la España leal es la que triunfa. Todo esto, agrego, Ubaldo Romero lo desarrolla en una novela que muestra de forma realista la situación de ambos países en guerra, usando un lenguaje a veces sacado de la sociología, que pone el énfasis también en la biología y las razas. Aun así, al servir como voluntario del Ejército español en la guerra de Cuba, ni Ángel ni el narrador pueden evitar expresase en contra de la burocracia española por mandar a sus hijos a pelear, y ellos mismos quedarse en casa. Es en estas críticas a la guerra y a la negativa del gobierno colonial de otorgar las reformas que los cubanos estaban pidiendo, que el autor asesta los golpes más fuertes contra el sistema, al que todavía considera válido. Ve a los soldados como piezas de ganado que van a morir al matadero, numerados y sin que a nadie les importe. Afirma: Entre tantos infelices compañeros que van a obscuras al matadero, llevo yo una luz y un ideal y un punto de apoyo, mi honra en mi ánimo,
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la justicia que deseo realizar para salud ríe los otros y tranquilidad mía. Pero estos infelices bultos numerados, eslabonados, manipulados con o sin inteligencia, sin discreción, sin ideal, sin valor, ¿qué será de ellos? (Quiñones 1897: 118).
Estas reflexiones del protagonista principal son apoyadas más tarde por las descripciones que hace de los soldados en la manigua, quienes tienen que enfrentarse a los guerrilleros cubanos, a la mala alimentación, a la topografía del lugar, el clima y las enfermedades. En algunos casos, dice Ángel, los insurrectos estaban mejor informados que los mismos soldados españoles, ya que contaban con gente del pueblo que les avisaba de sus pasos y las enfermedades de la tropa. Desde Cuba, Ángel les escribe a sus padres defraudado. Al salir de España, dice, los despedían como si fueran “víctimas propiciatorias” y, al llegar a la Isla, los recibían con misericordia (Quiñones 1897: 130). No, “como soldados de la patria hijos del servicio nacional obligatorio”, con lo cual, culpa a la “cruel irritante y absurda división de clases, que nos sella de mercenarios y pone en entredicho las simpatías y cariños comunes” (1897: 130). Estas divisiones sociales y los conflictos marcados por el reclutamiento fueron abordadas por otros escritores peninsulares de la época como Leopoldo Alas (1852-1901), Clarín, en “El rana”, por Emilia Pardo Bazán en “Poema humilde”, así como en las obras de teatro ¡Sacrificios heroicos! y Los dramas de la guerra, esta última, escrita por Vicente Moreno de la Tejera (O’Connor 2001: 78). Esta era la posición de los socialistas españoles, quienes criticaban la iniquidad de las desigualdades sociales y los costos individuales que tenían que hacer los soldados voluntarios y sus familias pobres. En la novela de Ubaldo, estos soldados, incluso, se quejaban de que eran llamados “mercenarios”, porque, a diferencia de los rebeldes, ellos y sus familiares recibían dinero por enrolarse en el ejército. Los partidarios de la revolución lo hacían únicamente por su ideal independentista y sacrificaban toda su riqueza por la patria. Al final, era España la que perdía hombres tan necesarios para “la agricultura, comercio e industria” y los empleaba en una “bien triste prueba y exterilidad” [sic] (Quiñones 1897: 131). Estas críticas
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a la política de la Península y a la guerra no significaban que el narrador o el propio Ángel estuvieran a favor de la independencia. Todo lo contrario, Ángel se ve a sí mismo como un protector del orden y la nación. Cree en los españoles, en la patria, en el derecho de conquista y, mientras está en la manigua, como cuenta en una carta, arremete contra sus enemigos impulsado por una ideología racial: “oreando con nuestras bayonetas y la pólvora del Maüser este ambiente mestizo que no perdona la mezcla de razas; cuya selección como el agua y el vino mezclados despierta en ellos un odio profundo a la patria y a los nuestros” (1897: 131). Por ende, a pesar de sus críticas a España y a la guerra, que parecen una maldición “por injustas” (1897: 134), la actitud de Leal es la de otro soldado que piensa que Cuba debía seguir siendo una colonia española, y su función es “orear” con sus armas el “ambiente mestizo” de la tierra. Orear, recordemos, significa “purificar u oxigenar” lo que lleva a Ángel a ver la guerra como una forma de limpieza del país y de la ideología independentista, ya que el mestizo, tal como señala: “como el agua y el vino mezclados despierta en ellos un odio profundo a la patria y a los nuestros” (1897: 131). No será esta la única vez que el narrador exprese ideas o juicios valorativos basados en la raza. En otros lugares de la novela, aparecen prejuicios contra los judíos (1897: 136) y, cada vez que aparece un mambí, es descrito como un negro. No obstante, las críticas de Ángel están dirigidas también a la clase aristocrática y a los políticos que empujaban a los soldados a pelear en Cuba. No defendía a los que sufrían bajo el régimen colonial, ni se refiere a las razones que tenían los cubanos para independizarse. Su patriotismo se refleja en la memoria conmemorativa que hace mención de los héroes y de las grandes figuras de España (Cervantes, El Cid, etc.) y, con tal motivo, describe a los soldados coloniales en los hospitales de campaña, enfermos, con rostros cadavéricos, sin brazos, ni piernas, lamentándose y riendo a carcajadas de forma histérica, o llamando a sus padres en su desesperación para decirles que se volverían a España (1897: 133). “Esta guerra por injusta parece una maldición... tantos miles de inocentes para lavar tal vez las culpas del pillaje, del dolo, de la inmoralidad, de pilló ratas” (1897: 134). En sus críticas, incluso,
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el narrador cita estadísticas de la guerra sacadas de los periódicos españoles que muestran los índices astronómicos que costaba y la cantidad de oficiales que habían muerto, habían sido heridos o habían enfermado durante el último año. El análisis de estas estadísticas lleva al narrador a expresar, como, según se dice, había “vaticinado” Prim, que Cuba iba a ser el “sepulcro del ejército español según lo fueron al de Napoleón, España y Rusia” (1897: 134). Ese sufrimiento pesaba como una carga, dice, sobre la cabeza de la Cariátide, la estatua de la mujer que sostenía las columnas del templo griego, a quien identifica como “la noble matrona española” (1897: 248). Una carga que podía destruir a España, a pesar de que el “epílogo” de la novela, Ubaldo se cuida de no mostrar un futuro catastrófico para su país. Las palabras finales rebosan de optimismo y felicidad. Los “pillócratas” van a la cárcel, Pepe Corriente sufre de una terrible gangrena y Ángel es reconocido como un héroe. Para concluir, podemos decir, entonces, que estas novelas escritas por partidarios del sistema colonial se enfocan en los aspectos que diferenciaban ambos territorios y sus gentes, y tratan de justificar la permanencia de Cuba como una colonia de España. Las dos primeras, sobre todo, son una crítica furibunda a quienes se oponían al poder colonial o intentaban cambiar, ya sea a través de las leyes o por la fuerza, su estatus político. En Autonosuya la crítica es más abarcadora, ya que va dirigida a los dos grupos que le disputaban a España el derecho a gobernar la Isla, y traza una línea insalvable entre blancos y negros, civilización y barbarie, gobierno y anarquía, que se va a reforzar más tarde en El Separatista. De modo que, si Autonosuya recurre a un lenguaje jocoso, para ejercer la crítica, no lo son sus argumentos que tratan de destilar el miedo más horrendo, la situación más angustiosa para los cubanos blancos. El Separatista, por otro lado, establece esta misma dicotomía, pero lo hace basándose en un instrumental científico que era usado en la época para descalificar desde el punto de vista de la naturaleza a quienes no pertenecían a la élite letrada, y no eran descendientes de europeos. Es de suponer que, por esta razón, Lico Godínez, el separatista vuelto integrista, sea quien rechace con tanta violencia la incorporación de los
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negros a la lucha por la libertad de Cuba y llame bandoleros y criminales a los independentistas. De forma general, estas narrativas convierten las vidas de los protagonistas principales en un refejo del destino que podía tomar la nación, y por eso, los textos producidos por ambas partes, durante el conflicto, pueden ser leídos de forma alegórica, y en el caso de España, como comentarios sobre el fin del imperio. Sus personajes están inmersos en la crisis nacional y sus vidas son una advertencia urgente sobre el destino de España. Finalmente, la novela La Cariátide es menos crítica de los cubanos que las dos anteriores, pero, igualmente, partidaria del estatus colonial. Es una novela que critica la guerra por el trato que recibían los soldados españoles, las desigualdades en el reclutamiento, y que publicada un año antes de terminar el conflicto bélico, presupone el final catastrófico que sobrevino. Es decir, La Cariátide presupone el “Desastre” antes del “Desastre”, aunque el epílogo no lo muestra y todas las críticas que el autor hizo al gobierno desaparecen. Triunfan los personajes buenos sobre los malos y Ángel regresa de Cuba herido, pero con el estatus de un héroe. Un año después, la historia sería muy diferente.
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“La llamada unión sacra entre los cubanos, la invocación a la república ‘con todos y para todos’, la defensa de los intereses nacionales y todas estas palabrejas, sirvieron maravillosamente a los fines de la dominación burguesa”. Walterio Carbonell (Crítica: cómo surgió la cultura nacional)
Al morir José Martí, en 1895, quedó en los Estados Unidos una comunidad de exiliados dispersa en diferentes ciudades de la Unión, que leía con ansiedad las noticias de lo que estaba sucediendo en Cuba. En este contexto, Raimundo Cabrera, uno de los intelectuales cubanos más importantes de su época, padre de la famosa etnógrafa cubana Lydia Cabrera, comenzó a publicar en la revista Cuba y América (1897-1917), la historia titulada Episodios de la guerra. Mi vida en la Manigua (Relato del Coronel Ricardo Buenamar). Tres años después, en 1898, el año en que Estados Unidos interviene en la contienda, Cabrera la publica en forma de novela, en Filadelfia. En esta ocasión, llevaba el prólogo de otro escritor cubano, quien residía también en este país y había sido autonomista como él, Nicolás Heredia, que la cataloga de “novela histórica”. De modo que, el lector que estaba pendiente de los acontecimientos que se sucedían en la Isla debió sentir que tenía delante un texto que reclamaba autenticidad y verdad historiográfica y que, al mismo tiempo, ayudaba a comprender la
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situación política de Cuba desde el punto de vista de los revolucionarios. La narración recurrirá así a tópicos conocidos de la narrativa de la guerra como son los conflictos familiares por razones políticas; el romance entre el protagonista y una criolla, y a las historias de valentía de los cubanos que, seguramente, encontraban eco en la comunidad de exiliados. En lo que sigue, me interesa enfatizar el discurso de la fraternidad racial en esta novela, en especial, la alianza que se crea entre los antiguos amos blancos y sus esclavos, el de la rebeldía del hijo criollo frente al padre español, la pareja de amantes que representan la nueva patria, que, combinados, nos muestran el ideal de virtud republicana y el mejor futuro para Cuba. El personaje principal de la narración es Ricardo Buenamar, apellido que parece una combinación de “bueno” y “amar” / “amo”, como el de “Delamour”, en la novela que publicará años más tarde Emilio Bacardí. Pero, a diferencia de aquel o de los personajes de las novelas de Julio Rosas y Antonio Zambrana, este personaje blanco, dueño de esclavos, no muestra ningún sentimiento de “culpa” por haberlos tenido, ni ve como inevitable un castigo por tenerlos. El énfasis no estará en salvaguardar ese mundo interior de valores humanos que la esclavitud había dañado. El interés será mostrar el sacrificio de los blancos dueños de esclavos, y la fraternidad entre las razas que era necesaria para ganar la guerra. En la novela, Buenamar, después de luchar en la Isla en el momento inicial de la revolución de 1895, regresa a Estados Unidos para contar en forma de diario lo que le aconteció en Cuba. Según el narrador, Ricardo salió a escondidas de la casa del padre con dos hombres, entre ellos, “un valiente mulato empleado en la finca en el cuidado del ganado” (Cabrera 1898: 8), con el objetivo de alistarse en el ejército independentista. Primero, le quita a un bodeguero su vieja escopeta en nombre de la revolución y, más tarde, se enfrenta a dos parejas de guardias civiles en una fonda de pueblo, se apoderan de sus caballos y sus rifles, y los hacen prisioneros. Después del altercado, Ricardo muestra su bondad diciéndoles a los españoles que ellos pueden matarlos, pero que “la República de Cuba no quiere derramar sangre inútil [...] aunque nosotros no esperemos de los españoles más que la muerte” (1898: 14).
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Desde el inicio, entonces, el personaje principal encarna los valores que distinguen al héroe independentista: abandona su hogar y al padre español para alistarse con el ejército mambí, paga las mercancías que toma y, finalmente, se muestra compasivo con sus enemigos, a pesar de que, como dice, los españoles no lo eran con ellos. Ricardo y sus hombres salen del lugar y, un tiempo después, uno de ellos le trae un periódico proespañol donde se cuenta la escena con visos de heroísmo para las huestes españolas. Cuenta el periódico que las dos parejas de guardias civiles habían sido sorprendidas por una “partida insurrecta perfectamente armada”, y no “pudiendo resistir al mayor número se retiraron” y se parapetaron detrás de la Bodega, donde “después de heroica resistencia y para evitar el incendio del edificio que amenazaban llevar a cabo los rebeldes, se rindieron y entregaron las armas”. Termina la nota diciendo que “el enemigo tuvo varios heridos que llevó consigo” (Cabrera 1898: 16). La noticia no podía causar más sorpresa en el grupo de insurrectos y muestra otro de los mecanismos más importantes en la literatura del período: la disputa por los hechos reales, y las acusaciones de ambos bandos de que se alteraban las cifras de muertos y heridos. El mejor ejemplo en los Estados Unidos de la facturación de las noticias desde diversos ángulos ideológicos eran los reportajes de William Randolph Hearst y Joseph Pulitzer quienes, a través de una óptica parcializada con los intereses del gobierno norteamericano y los cubanos, manipulaban las historias y crearon lo que se conoce como “the yellow press” (Kobre 1964: 279-294). George Bronson Rea, un reportero para El Nuevo Herald, quien incluso llegó a convivir en la manigua con Máximo Gómez, se quejaba de las inconsistencias de estas noticias y la forma en que eran abordadas en la prensa norteamericana. A su regreso de Cuba, Rea publicó un libro muy crítico de los insurgentes, Facts and Fakes about Cuba (1897), donde, incluso, afirmaba que “las grandes fábricas de ‘noticias de la guerra’ establecidas en la Florida, bajo la dirección de cubanos, rivalizaban con el celebérrimo Barón de Munchausen en la fertilidad y absurdidad de sus invenciones” (Rea 1897: 26; la traducción nuestra). Un año después, ese mismo libro apareció traducido al
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español en Madrid, bajo el título Entre los rebeldes, la verdad de guerra revelaciones de un periodista yankée (1898). Esta disparidad de opiniones nos da una idea del contexto en que se inserta esta narración y la intensa pelea entre ambos grupos por dominar la opinión pública y mostrar quién tenía la razón. Esta lucha no se dio únicamente entre los grupos en conflicto; sino, también, en la misma España donde, como dice D. J. O’Connor, la opinión pública estaba fuertemente dividida. Los intelectuales discutían sobre cómo debían crearse una opinión, qué medios utilizar y cuál era la responsabilidad del gobierno, los periódicos y los dramaturgos en informar a los ciudadanos qué estaba pasando en la Isla (O’Connor 2001: 19-21). Tal era la desconfianza entre los dos bandos que, cuando el gobierno español anunció la muerte de José Martí en el campo de batalla en 1895, los cubanos del exilio no lo querían creer, y tuvieron que pasar varios días para que lo aceptaran. De manera, que el hecho de que la prensa española creara una historia falsa sobre la experiencia que el protagonista de esta novela había vivido, mostraba el poco respeto que se merecían los periodistas peninsulares y la necesidad que tenían los lectores de no darle crédito a lo que dijeran. Dice Ricardo: “¡Así inventan sus victorias los españoles! ¡Así contarán muy pronto su final derrota y podremos los cubanos reír de sus leyendas en el regazo feliz de la patria redimida…!” (Cabrera 1898: 16). Martí, por otro lado, es un referente central de la narración, ya que, a través de él, Cabrera introduce el conflicto entre el padre español y el hijo criollo. No en balde, su nombre se menciona en el prólogo y en el capítulo introductorio como un modelo de héroe, dado que, como dice Nicolás de Heredia, Martí había sido el genio que hizo posible la revolución. En una de las conversaciones más tensas que tienen Ricardo Buenamar y su padre, éste último le enseña el periódico dónde aparece la noticia de la muerte del líder cubano. El padre sostiene que todos los revolucionarios debían correr la misma suerte, pero el hijo le responde molesto que Martí era un “héroe y un mártir” (Cabrera 1898: 7) y, con su respuesta, el hijo expondrá claramente las diferencias entre ambos que reaparecerán más tarde, y dejarán en claro de qué lado estaba el hijo.
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Episodios de la guerra es, además, un texto en el que Cabrera aprovecha para poner en boca de sus personajes acusaciones en contra de los maltratos y las injusticias que sufrieron los cubanos bajo el gobierno colonial, algo que ya había hecho en Cuba y sus jueces, uno de los alegatos más críticos de la dominación española en la Isla. Una de estas denuncias viene en boca de Lorenzo, otro de los que se une a la partida de tres hombres en Villa Clara. Lorenzo cuenta su historia de amor y traición, que le había llevado a la cárcel y a perder a su novia. Un español era el culpable y, por eso, ahora no pensaba más que en vengarse (Cabrera 1898: 24). Esta historia de amor frustrado por la política servirá de trasfondo para entender la imposibilidad de reconciliación entre las dos naciones y alimentará una narrativa de la venganza (social, histórica y racial) donde, junto con el sentimiento patriótico, se centra en la ofensa personal hecha contra un criollo, un negro o un indígena por un español. Su origen hay que buscarlo en los conceptos de honor y caballerosidad española que todavía tenían un gran peso en Cuba, donde eran comunes los duelos con espada o pistola por diversas causas, y en narraciones, como la de Sab de Avellaneda y “La Luz de Yara” de Victoriano Betancourt, que recalcan el mismo discurso para crear un grupo heterogéneo que luchara junto por la misma “venganza”. No obstante, recordemos que la memoria vengativa es, también, un tropo de la literatura integrista, que aparece en poetas como Francisco Camprodón y en novelistas como López Bago, quienes afirmaban que, después de liberados los negros, se vengarían de los blancos por los años que pasaron esclavizados. Además del guajiro al que le quitaron la novia, entre los hombres de la partida de Ricardo, destacaba también Bruno, a quien este llama el “más inteligente y resuelto de mis subalternos” (Cabrera 1898: 40). Bruno cuenta, también, su historia al inicio de la narración, y es, entonces, que el lector se percata que no era ni labriego ni mozo de Bodega, sino un médico que, cuando fue sorprendido por el grupo de Ricardo Buenamar, se hallaba en el pueblo conspirando contra el gobierno (1898: 40). Bruno y Ricardo se nos describen como jóvenes blancos con fortuna, que lo dejan todo para irse a la guerra. Ricardo
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había crecido en un ambiente de bienestar económico, “educado en una vida muelle y confortable cimentada en la posesión del rico patrimonio que estaba llamado a heredar” (1898: 17). En consecuencia, debía verse su participación en el conflicto como un doble sacrificio, al tener que dejar el patrimonio que iba a heredar y enfrentar “las vicisitudes y durezas del soldado” (1898: 17). El dilema del criollo blanco que presenta esta novela no es diferente, entonces, del de otros más conocidos, como el de Salvador Cisneros Betancourt, marqués de Santa Lucía y el de Carlos Manuel de Céspedes, a quien Martí calificó como “generoso” por entregarlo todo antes de partir a pelear (Martí 1963-1975, vol. V: 325). Al igual que Ricardo, Bruno había estudiado en la Universidad de La Habana y había tenido la oportunidad de ir a los Estados Unidos donde, dice: “tuve el honor de cultivar la amistad de José Martí, de admirarle y amarle” (1898: 41). Según Bruno, en acuerdo con Martí, había regresado a Cuba para organizar el levantamiento el 24 de febrero, pero fue sorprendido por las autoridades españolas. El hecho de que fuera médico, además, nos dice mucho, porque fueron los hombres de esta profesión quienes, después de instaurada la República en 1902, ocuparon los principales puestos políticos, como nos indica Carlos Loveira en Generales y doctores (1920). Analizaré, por eso, este aspecto en el próximo capítulo. Ahora, me interesa señalar que Bruno, para suerte de la banda, había ocultado unas 50 escopetas en un armario de la sacristía del templo, que tuvo que dejar allí después que su criado le avisara que el ejército español había tomado preso a todos los conjurados. En ese momento, dice Bruno, llaman a la puerta y, dándose cuenta de que era el ejército el que venía a arrestarlo, le dijo al sirviente: —¿Tienes resolución para ayudarme a huir? Le pregunté a mi sirviente. —Estoy dispuesto a morir por Vd, me contestó (Cabrera 1898: 43).
Entonces, según Bruno, le dio un revolver al mulato, se lanzó sobre su caballo, y se fue del lugar entre un mar de balas. Continúa diciendo:
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Di orden al mulato que abriese de súbito y de par en par la puerta del corral que daba al campo. Si ves que me atacan, le ordené, haz lo que puedas por salvarme. Cumplió aquel amigo leal todas mis órdenes y al abrir la puerta, espoleé a mi potro y me lancé al campo […] Sin duda mi mulato había cumplido su deber sosteniendo una lucha imposible con mis perseguidores (Cabrera 1898: 44).
El mulato era el antiguo esclavo de Bruno y, en la narración, lo describe como un “amigo leal” que había cumplido con su deber. A través de esta relación, Cabrera mostrará la fraternidad entre las razas durante la guerra, que fue, como ya vimos uno de los discursos que Martí fomentó en su campaña libertadora y, seguramente, los lectores que leyeron este texto no podían dejar de recordar. En uno de sus artículos, publicado en periódico Patria en 1894, titulado: “Los cubanos de Jamaica y los revolucionarios de Haití”, Martí decía que no podía haber una “guerra de razas” en Cuba, porque en la lucha se habían hermanado ambos grupos étnicos. “El sargento Oliva cargó al teniente Crespo a sus espaldas. El Marqués de Santa Lucía enterró al negro Quesada junto a su hija” (Martí 1963-1975, vol. III: 103). No obstante, el miedo a una guerra racial pervivió durante la insurrección del año 68 y Martí, quien conocía de este miedo y el uso que hacían de él los españoles, enfoca su prédica desde una óptica humanista, cuya función es unir ambas razas para vencer al Ejército español. Sin embargo, en el pasaje en que se describe en acción esta “fraternidad”, el mulato no tiene otra opción que cumplir las “órdenes” de su antiguo amo, y hace bien cuando pelea él solo contra todos los españoles que vienen a buscarlo. En ese momento, el narrador no dice nada más del destino que siguió el antiguo criado; pero, una vez que Ricardo, Bruno y su gente logran entrar al pueblo para rescatar las armas que estaban escondidas en la sacristía, los soldados del pueblo huyen y dejan abandonado al antiguo esclavo en una de las celdas del calabozo. Era “el criado del Dr. Bruno […] estaba allí reponiéndose de la herida que recibió en el costado al proteger al Doctor y esperando las resultas de un Consejo
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de Guerra” (Cabrera 1898: 45). En este momento, pues, la narración pasa de describirlo como un amigo fiel, a catalogarlo como un criado o sirviente; lo que indica que una cosa era igual que la otra, y el Dr. Bruno, salvándolo del Consejo de Guerra, pagaba de esta forma lo que en un origen el “amigo leal” había hecho por él. Debo agregar que, ya en 1895, hacía casi diez años que las Cortes de España habían abolido definitivamente la esclavitud en Cuba y que, a pesar de esto, Bruno y el narrador de la novela lo siguen llamando “mi mulato”, “mi criado” (Cabrera 1898: 43), con lo cual, el narrador da a entender que la supeditación del antiguo esclavo al amo no cambia durante la contienda. Nunca se nos dice, por ejemplo, su nombre, ni sus inclinaciones políticas; solamente, que era uno de los conspiradores. En realidad, el lector nunca entiende si el mulato va a la guerra por patriotismo o por lealtad a su antiguo dueño. El antiguo amo es, simplemente, quien dirige, planea y lleva a cabo las acciones, mientras que el negro / mulato es quien se mantiene como subalterno y recibe órdenes de su antiguo señor. En la obra España en Cuba: episodio líricodramática en un acto, de Ricardo Caballero y Martínez, representada en 1896, en la Península, ocurre algo similar. A pesar de narrar una escena de la guerra de 1895, nueve años después de que España les diera la libertad a los esclavos en la Isla, uno de los personajes principales, Teófilo, es un negro del ingenio que sigue llamando “amo” al español (1898: 14), se muestra como su protector y termina salvándole la vida al matar a uno de los revolucionarios (1898: 41). En la novela de Cabrera, el asalto a la sacristía y el triunfo de los mambises, reitera, además, otro punto que se repite en la obra: los delatores y enemigos siempre pierden. Primero, fue aquel voluntario que le quitó la mujer al guajiro Lorenzo, a quien poco después este mata y, después, el voluntario que había delatado a Bruno, que también muere. Una vez que los soldados se rinden en el templo, Bruno los hace prisionero y le pregunta a Ricardo que debían hacer con ellos, perdonarlos o matarlos. “Perdonarlos”, respondió Ricardo Buenamar, a lo que contestó Bruno con una sola objeción: el traidor debe morir (Cabrera 1898: 51). Estas palabras
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y la aprobación del público sellaron la suerte del voluntario, a quien dejaron colgando con un cartel en el cuello para terror de todos los que lo veían, porque, como dice Aline Helg en Our Rightful Share, “la justicia militar no tenía compasión con los traidores, ladrones y violadores” (Helg 1995: 67). El objetivo era mantener la disciplina y el apoyo popular; pero, también, en el caso de los negros, combatir las acusaciones hechas por los españoles de que los insurrectos era negros bandidos y violadores. Esta narración no es la única que ejemplifica este doble rasero cuando se trataba de juzgar a los prisioneros y a los colaboradores de España en la guerra. En Mi diario de la guerra de Bernabé Boza, quien fue el Jefe del Estado Mayor de Máximo Gómez, el Generalísimo, dice, trataba con mayor severidad a los cubanos que se habían pasado al bando contrario que a los mismos soldados españoles. En una ocasión, cuenta el mismo Bernabé Boza, Gómez hizo quemar la casa de la familia de un cubano solo porque estaba ubicada dentro de los predios de un fuerte español (Boza 1900: 51-52). A juzgar por esta narración y la misma circular de Gómez y Martí en la guerra, cualquier cubano que fuera acusado de espía o colaborador del ejército peninsular terminaba colgado1. No obstante, en Episodios de la guerra, Ricardo cuenta una historia que puede leerse como la “conversión” del cubano traidor en un fiel patriota, mostrando, por un lado, el pragmatismo de los libertadores y, por otro, la capacidad de “regenerar” a quienes habían escogido servir a la metrópoli. La historia de esta regeneración es la que cuenta Ricardo en el capítulo XIII de la novela, titulado simplemente: “Francisco”. Este hombre, Véase la “circular a los jefes”, firmada por ambos líderes independentistas, el 26 de abril de 1895, donde se les ordenaba a los guerrilleros bajo su mando que cualquiera que viniera a proponer rendición o cesación de hostilidades fuera castigado con “la pena asignada a los traidores a la Patria” (Martí 1963-1975, vol. IV: 137). Recuerda el propio Martí en otro artículo que Tomás Estrada Palma fue el autor de este decreto en la guerra de independencia (1963-1975, vol. V: 231), algo que corrobora el mismo Estrada Palma en una carta a Trujillo, publicada en su polémica con Juan Bellido de Luna en 1892. Véase La anexión de Cuba a los Estados Unidos (Estrada Palma 1892: 92). 1
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como dice el narrador, no había tenido una hoja “limpia” antes de incorporarse al Ejército Libertador. Era negro, “tenía un pobre celebro, presuntuoso y simple”, y había pertenecido al Cuerpo de Bomberos y al de los voluntarios de la ciudad (Cabrera 1898: 173). Había recibido numerosas condecoraciones sin darse cuenta de que “combatía bajo el pabellón de sus déspotas la causa redentora de sus hermanos de todos los colores” (1898: 173). Francisco sufrió, sin embargo, por ser negro en el mismo ejército peninsular. No recibió el ascenso que merecía por su valor y no servía más que de “carne de cañón” en las peleas (1898: 173). Un día fue golpeado por su superior, un mulato a quien Francisco acuchilló antes de que fuera internado en el calabozo y baleado después. Gravemente herido y maltrecho, las tropas de Ricardo lo hallaron en el monte y, como afirma el narrador, a pesar de los llamados de sus soldados que decían que Francisco debía ser ahorcado por servir a los españoles, él entendió que “aquella masa que guardaba un pobre intelecto presuntuoso y simple, podía ser a mi lado auxiliar valioso” (1898: 175). El diálogo que reproduce el narrador en esta sección de la novela vuelve a retrotraer el discurso a las categorías que se usaban durante la colonia, y la relación entre el amo y el esclavo. Una vez que Ricardo le dice que debe ahorcarlo por haber servido bajo las órdenes del ejército peninsular, Francisco le responde: —Si el niño no me ahorca […] yo le serviré bien contra los españoles. —No me digas más niño, le dije, mi Coronel que es mi grado. —Está bien, niño Coronel; respondió imperturbable, manteniendo aquel dictado al que su educación de siervo le había habituado, pues había sido esclavo en su niñez (Cabrera 1898: 175).
Esta cita, por sí sola, muestra cómo la forma clásica de tipificar al negro fue a través del uso de la lengua y su psicología. Prueba, además, que, a pesar de ser libre, seguía produciendo los mismos patrones lingüísticos y afectivos que había aprendido en la niñez y, sobre todo, que Ricardo le perdona la vida a cambio de lo que podía hacer por él en
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la guerra. En otras palabras, es otro ejemplo de quid pro quo o de “intercambio de favores” entre el antiguo amo y el esclavo. Y, en efecto, a partir de este momento, Francisco fue una ayuda imprescindible para la tropa. Su fuerza hercúlea la salvó en innumerables circunstancias y, como dice el narrador, si bien otro de sus hombres, Gonzalo, era una especie de D’Artagnan, como en la novela de Dumas Los tres mosqueteros; Francisco era Porthos, el hombre capaz de desmenuzar en un instante a cualquiera de sus enemigos (Cabrera 1898: 176). Hay que recalcar que, a Francisco, al igual que a otros personajes de esta novela, lo que lo impulsa es la venganza, no “la defensa de la patria” (1898: 24); vive para lograrla y servir a los revolucionarios. “De mi persona”, dice el narrador, “Francisco fue el guardián más celoso y fiel” (1898: 177). Ricardo, al igual que el Dr. Bruno, había encontrado a su esclavo. No sorprende, entonces, que el mismo nombre de Francisco remita a dos personajes esclavos dentro de la literatura antiesclavista cubana, y que los soldados negros sean descritos en esta novela como sirvientes de los “niños” blancos y como fuerza bruta donde se apoyaba la revolución. Aline Helg en Our Rightful Share, constata esta realidad al decir que “algunos blancos fueron a la Guerra acompañados por sus siervos personales. Eduardo Rossel quien era dueño de un ingenio en Pinar del Rio, tenía a su servicio el ‘negrito Alfonso’, “un amigo de la infancia y sirviente doméstico de la familia” (Helg 1995: 68). Lo que, por un lado, pone en duda los motivos que llevaron a los negros a la guerra, si fue su deseo y patriotismo o una cuestión de clientelismo, donde, como dice Jorge Ibarra Cuesta, en Patria, etnia y nación, “la palabra de los amos constituía la ley inapelable de la tierra” (2007: 23). Una anécdota, contada por el militar español Ramón Domingo de Ibarra, quien había nacido en Cuba, pero servía bajo las órdenes de España, puede ilustrar este punto. Contaba Ibarra en Cuentos históricos, recuerdos de la primera campaña de Cuba, 1868-1878, una escena donde él mismo tomó prisionero a un padre y a su hijo mambí, junto con un negro que los acompañaba. Cuando Ibarra los va a fusilar, el padre le suplica que deje ir al muchacho y al negro, que había ido a la guerra por acompañar
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a su hijo. Dice: “este ha sido mi esclavo siempre; fue el guardián de mi niñez, pero tampoco está aquí por su gusto; no tiene más ideas políticas que el cuidado de su amito, mi hijo, que es su ídolo; con él ha venido y a su lado está constantemente, y solo para defenderle a él sería capaz de tomar las armas y dejarse matar cien veces” (1905: 24). De ser verdad las palabras que cuenta el padre, el antiguo esclavo no estaba allí por un sentimiento patriótico o porque deseaba ser libre. Estaba allí por la lealtad y el cariño que le tenía al hijo. Podemos ver, entonces, cómo estos testimonios apuntan a una subordinación consciente de los negros a sus antiguos propietarios y a una participación en la guerra por afecto familiar o por la costumbre, más que por la ideología, lo cual necesariamente mantenía las jerarquías que habían creado en la colonia, y los ingenios2. Domingo de Ibarra termina su historia contando que, después de escuchar las suplicas del padre, dejó ir al hijo, pero fusiló al padre y al negro. Del mismo modo, Manuel de la Cruz cuenta en Episodios de la Revolución cubana (1890), la anécdota de José Antonio Legón, otro negro esclavo, que combate por la libertad de Cuba, porque su amo también combatió y, cuando murió lleno de heridas en la manigua, le dijo que nunca se presentara (Cruz 1890: 197). En la novela de Cabrera, se repite esta percepción del Otro, negro o mulato, como propiedad del amo, como un sujeto subordinado y dispuesto a sacrificarse por ellos. El único soldado de color a quien se le rinde tributo es a Antonio Maceo, a quien describe “con formas griegas” (Cabrera 1898: 60). Martí, por otro lado, en sus crónicas de Patria muestra una imagen similar de lealtad del negro al blanco, de su fortaleza en el combate e, incluso, de su disposición de pelear contra los otros Jorge Ibarra opina que el sentimiento patriótico en los negros se manifestó a través de la lucha contra la esclavitud, las rebeliones de esclavos y “la defensa de la comunidad cultural y de actividades sociales y económicas relativamente independientes” (2007: 23-24). Menciona negros criollos como José Antonio Aponte, y blancos patricios como Félix Varela y José Francisco Lemus, pero agrega que “hasta las guerras independentistas de 1868 y 1895, el sentimiento de pertenencia étnica prevaleció en amplias capas de la población criolla sobre el sentimiento nacional” (2007: 29). 2
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negros si alguno de ellos se levantaba en armas contra los blancos. Para Martí, los negros eran nada menos que los guardianes de los blancos, porque, como dice en Patria, ellos habían sido “los únicos que habían ganado con la revolución” (Martí 1963-1975, vol. V: 325). En el caso de Francisco, además, como sucede con el guajiro Lorenzo, no hay una ideología que lo guíe. Su motivación principal es la ofensa recibida y la venganza por haber sido discriminado, golpeado y dejado por muerto por sus propios compañeros del ejército. No obstante, Francisco salva varias veces al narrador en situaciones de peligro, y es quien se queda solo, como el mulato de Bruno, enfrentándose con los españoles. Su única razón para pasarse al lado de los revolucionarios fue que no lo mataran y su “único anhelo”, encontrar el batallón donde antes servía para matar a su antiguo jefe (Cabrera 1898: 178). Un día, finalmente, Francisco logra dar con él y, tras un intercambio, consigue asestarle un machetazo que lo divide a la mitad. Poco después de logar este cometido, muere; supuestamente, como resultado de otro enfrentamiento con una guerrilla española (1898: 180). De esta forma, se cierra la narración de Francisco, del que aparece una pintura en el libro, posiblemente, la primera de un negro mambí en la guerra. Si, al inicio de la narración los mambises lo habían encontrado casi sin vida, y renace para ayudar a los blancos, al final, termina muerto. La ilustración que aparece en el libro lo recoge tendido, rodeado del paisaje insular. Episodios de la guerra articula, por tanto, una narrativa de la alianza que tiene mucho de interés personal, de deuda y subordinación de los negros a los blancos. La fraternidad entre unos y otros se manifiesta a través de la conexión que existía entre los antiguos amos y sus esclavos, y a través del desquite o la ofensa de honor que tiene que ser reparada. Pero, esa fraternidad siempre representaba una jerarquía de poder que, en la novela de Cabrera, pertenecía a los blancos. La historia de la esclavitud, que dividía ambas razas, se borra y, en su lugar, se privilegia una narrativa de la fraternidad racial que incluye la lealtad, el perdón, el pragmatismo de los libertadores. Sobre todo, son los blancos quienes muestran su “amor” por la Patria, razón por la cual, los protagonistas
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de las novelas de Cabrera y Bacardí tienen esta palabra en su nombre: “Buenamar” y “Delamour”. En ninguna de las historias que cuenta la novela, los negros o mulatos terminan uniéndose al ejército peninsular. Tampoco, ninguno muestra rencor por el antiguo pasado esclavista, ni es víctima del racismo de los blancos. Esto nos recuerda que es una ficción, un relato idealizado de la guerra, en la que Cabrera nunca participó. Cabrera vivía, a la sazón, en los Estados Unidos, donde también había racismo, como lo relata George Reno, otro corresponsal norteamericano, que escribió varias reseñas de los líderes rebeldes. En una de ellas, Reno decía que era inconcebible que, aun después de la guerra, se dijera que Máximo Gómez tenía “sangre de negro” o era “nigger”, palabra despectiva con que los blancos se referían a los esclavos en el Sur. Según Reno, esto se lo había dicho “un hombre supuestamente bien informado, que se movía en círculos literarios y era uno de los propietarios de una publicación de esta ciudad [Nueva York] que había publicado mucho sobre Cuba y los cubanos” (Cabrera 1898: 168). “Bueno, él nació en Santo Domingo, de todas formas, no? Allí todos son negros [niggers]” (1899: 168). En la novela de Cabrera, repito, ninguno de los dos personajes negros lucha por “la patria” o aclara que desee liberar a Cuba. Su agenda personal se reduce a la lealtad al amo y el rencor que Francisco les tenía a los soldados españoles que eran de su misma raza. A través de estos ejemplos, la novela deja claro que su lugar estaba junto a los insurrectos, quienes eran capaces de perdonarlos. De esta forma, los rebeldes, que siempre estaban necesitados de ayuda, dejaban la puerta abierta para que otros se les unieran, porque en realidad su lugar estaba con ellos, “sus hermanos de todos los colores” (Cabrera 1898: 173). Tal énfasis en la hermandad ideológica, por encima de la raza y los afectos filiales, es otro de los discursos de la guerra, que tiene su expresión más clara en la “venganza” de unos y de otros contra la corona. Se trata de una venganza entendida en términos de la memoria histórica, que, en esta novela, se hace extensiva a los mismos indígenas (de
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carne y hueso) como antes Luis Victoriano Betancourt lo hizo en “La Luz de Yara” y la Avellaneda en Sab. Por primera vez después de la Conquista, y a pesar de que los indígenas se tenían hacía mucho tiempo como una raza extinguida, estos resurgen en la novela de Cabrera para combatir en contra de los españoles. Según el narrador, los indígenas cubanos se habían levantado en armas contra los españoles, porque llevaban en la sangre “el legado de odio y el deseo de venganza de sus progenitores” (Cabrera 1898: 183). Finalmente, después de tres siglos de colonia, los indígenas cubanos se vengaban. Y es cierto, durante la guerra de 1895, hubo un regimiento compuesto por descendientes de indígenas, que, sin embargo, sentían más lealtad por los españoles que por los independentistas cubanos. En realidad, los indígenas lucharon en un inicio al lado del Ejército español y en contra de las tropas de Maceo. José Barreiro, en “Beyond the Myth of Extinction: The Hatuey Regiment” explica que, “a pesar de que los indígenas cubanos fueron ignorados por la mayoría de los investigadores y dejados fuera de la historia nacional de Cuba durante el siglo xx, fue un hecho, de todas formas, que los indios cubanos lucharon primero para el Ejército colonial y después para la insurrección durante la Guerra de 1895”. Difícilmente, entonces, se encontrará en la literatura cubana, antes o después de Episodios de la guerra, un libro que intente abarcar tanto, porque, con la única excepción de los chinos –que también lucharon en la guerra– pasan por esta novela mulatos, negros, blancos, indígenas e, incluso, el “inglesito”; todos unidos contra el ejército peninsular para lograr la independencia. Personajes, que muestran la superioridad moral de los cubanos ante los españoles y el carácter inclusivo de la República. Una de estas muestras de superioridad aparece cuando después de una batalla, donde los españoles habían dejado en el campo unos quince cadáveres, ocurrió algo insólito: Pocas horas después vinieron a avisarnos que un anciano militar español había llegado atrevidamente hasta el campamento vestido de uniforme, sin armas y con las señales de un supremo dolor, solicitando ver al jefe: mis soldados lo condujeron a mi presencia con respeto.
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—Vengo a buscar, me dijo desesperado el anciano, los despojos de mi hijo que ha muerto en el combate de hoy defendiendo como soldado español su bandera. Yo mismo con varios de mis hombres acompañé al afligido padre que se postró en tierra y besó sollozando los despojos de su hijo, un apuesto teniente de caballería, jefe de las fuerzas derrotadas. Le facilité un caballo en que colocar el cuerpo y una escolta que le acompañara hasta cierta distancia a llevar los restos de su hijo (Cabrera 1898: 57).
Esta escena, sugiero, está inspirada en uno de los sucesos de La Ilíada que ocurre después de que Aquiles logra matar a Héctor, “domador de caballos” (Homero 1908: 259). Según cuenta Homero, Héctor le había pedido a Aquiles antes de morir que, si este lo vencía, le devolviera su cadáver al padre y a su esposa para que pudieran velarlo. Como se sabe, Aquiles no atiende este pedido y, cuando lo vence, lo ata por los pies y lo arrastra atado a su carro ante las murallas de Troya. Aquiles lleva, entonces el cuerpo del guerrero al campamento y es allí, cuando de forma inesperada, se le aparece el padre de Héctor, el rey Príamo, a suplicarle que le entregue el cuerpo de su hijo. La descripción del rescate aparece en el capítulo vigésimo cuarto de La Ilíada, donde Homero explica que, ayudado por el dios Mercurio, “el gran Príamo entró sin ser visto, y acercándose a Aquiles, abrazóle las rodillas y besó aquellas manos terribles, homicidas, que habían dado muerte a tantos hijos suyos” y le suplicó que le devolviera el cadáver de Héctor (Homero 1908: 383). Aquiles acepta y entonces, el rey de Troya se lo lleva de vuelta a la ciudad. En la narración de Cabrera, el episodio del padre español que va a buscar el cadáver de su hijo, quien es descrito como un “sargento de caballería”, para darle sepultura es casi un calco de este pasaje. Después y durante el combate, parece decir Cabrera, todavía había tiempo para el perdón, el respeto y la misericordia, ejemplos de civismo que contrastan con la forma de actuar de los soldados peninsulares, cuya conducta es de crítica constante contra los cubanos. El hecho,
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además, de que el autor de Episodios de la guerra tome La Ilíada como texto paradigmático para subrayar la virtud de los héroes no es fortuito; ya que, seguramente, Cabrera entendía la importancia de este texto fundador de la narrativa griega y, como hemos visto, lo utiliza como una forma de exaltar a sus héroes. Esto hace que reaparezca en esta narración la comparación entre los héroes griegos y los cubanos. Así, según el narrador, la vergüenza que muestra uno de los personajes fue un “rasgo homérico que le acreditó como caudillo heroico y hábil” (Cabrera 1898: 187). Más adelante, dice admirar a “aquel héroe imberbe, estoico, alma adolescente de cubano en antiguos moldes griegos” (Cabrera 1898: 236). Pero, sobre todo, es en la figura de Antonio Maceo donde esa comparación adquiere mayor intensidad, ya que “el hercúleo militar mulato estaba en toda la plenitud de sus fuerzas y las largas marchas y los reñidos combates no habían hecho más que hermosear sus esculturales formas griegas” (Cabrera 1898: 60). Las “formas griegas” de Maceo podríamos entenderlas como un “blanqueamiento” del héroe que adelanta el debate que se dará cuando se exhumen sus huesos durante la República3. No obstante, esta referencia a la cultura griega aparece, igualmente, en un poema de Bonifacio Byrne y otros escritores que, en consonancia con la época, establecían similitudes entre la epopeya cubana y la de Homero. Juan Arnao, al escribir sus Páginas para la historia de Cuba (1900), echa mano a la historia de la antigua Grecia para explicar la cubana. El punto en común para Arnao eran los orígenes de ambas naciones y su condición de esclavos, por esta razón, señala que tuvo a bien “tomar ciertos puntos análogos de una edición Americana [sic] respecto de la Historia de Grecia que concuerda perfectamente con la nueva era de nuestra tierra natal” (Arano 1900: 3). En efecto, su libro establece múltiples comparaciones entre los dos países, entre ellas, la del sujeto colonial como una especie de “ilota de la Para las discusiones sobre la raza de Maceo, véase el ensayo de James Pancrazio “Maceo’s Corps(e): The Paradox of Black and Cuban”. 3
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antigua Grecia” (Arnao 1900: 14). Se entiende, entonces, que Cabrera recurra a La Ilíada para modelar uno de los pasajes de sus Episodios, y que la relación entre padre e hijo que se establece allí sea una reminiscencia de la de Ricardo con su padre, o la de Martí con el suyo. El padre de Ricardo, recordemos, era español y había amasado una cuantiosa fortuna con su ingenio “Santiago Apóstol”. Se suponía que Ricardo heredaría su riqueza, pero renunciará a ella para irse con los revolucionarios. Una vez que se recupere de las heridas que sufrió en un combate y que lo obligan a alejarse por un tiempo del campo de operaciones, Ricardo se enfrenta al dilema de atacar la casa de su padre y el ingenio que seguía cosechando azúcar. De hecho, el ingenio del padre era el único que quedaba en pie en toda la comarca y alrededor de cien soldados españoles cuidaban de él. Ricardo no lo pensó dos veces y dirigió sus tropas contra su casa. En poco tiempo, lograron tomar el control del ingenio y, cuando se disponía a destruir las maquinarias, el dueño alzó una bandera blanca en señal de rendición. Entonces, pidió hablar con el jefe de la partida, y es en ese momento que se vuelven a enfrentar padre e hijo. La conversación que tienen ambos es emblemática de la lucha ideológica sobre los afectos familiares y la patria. El padre, al reconocer al hijo, le recrimina que vaya a destruir el hogar de sus padres, a lo que el hijo le responde: “No, es la revolución quien manda a hacerlo. Yo cumplo con mi deber” (Cabrera 1898: 90). Al igual que otras narraciones que hemos analizado en este libro, aquí se enfrentan diversas lealtades y tal enfrentamiento es posible leerlo en clave alegórica, ya que el padre mantendría la misma relación que tuvieron los cubanos con España y, por esta razón, se imponía la ruptura definitiva entre ellos. El hijo pertenecía ahora a una nueva familia de “hermanos” unidos por una misma ideología, que solamente aceptaba a otros que fueran leales a la causa. Estas narraciones, en las que se mezclan historias de amor y rupturas familiares, tenían la función de educar al público en la historia de las guerras de independencia y destacar las causas que tenían los cubanos para combatir en contra del gobierno colonial. Por el mismo motivo, los datos de personajes reales y héroes de la guerra, como Maceo o Máximo Gómez, que aparecen en esta novela,
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proveían a la ficción elementos reales que acentúan su veracidad y creaban, a la vez, un archivo de hombres célebres y hazañas relevantes para los independentistas. Es otro ejemplo del uso de la memoria como herramienta útil para hacer la guerra. Por eso, esta novela destaca por su enorme capacidad de aglutinar discursos, etnias y documentos historiográficos, que nos recuerda una de las características fundamentales de la literatura latinoamericana: su carácter de archivo, como dice González Echevarría, un archivo formado con los datos recopilados en el exilio, en la manigua y en las historias que contaban los revolucionarios. De ahí que la novela recoja, también, fotografías de soldados cubanos en el campo de batalla y fotos de los barcos expedicionarios el Dauntless y el Three Friends, que zarparon de los Estados Unidos (Cabrera 1898: 92). Cabrera incluye, asimismo, fotos de Gómez, Maceo y otros jefes del Ejército Libertador tomadas en la manigua (1898: 99), y la imagen visual “El sueño del patriota” (1898: 101), que, según Cintio Vitier en Flor oculta de la poesía cubana (Siglo xviii y xix), es la muestra que nos queda de un cuadro plástico representado en una velada del Club Patria de New York, y había sido publicada por Cabrera como ilustración a un soneto escrito por Benjamín Giberga (1898: 324). Algunas de estas fotografías e ilustraciones que acompañan la narración no tienen, incluso, una relación directa con lo narrado, pero, de todas formas, se incluyen por su carácter de testimonio. Esto vendría a apoyar su intención de veracidad, que en la novela se contrapone a las supuestas mentiras publicadas por la prensa española. En ningún momento, se hace alusión, por ejemplo, al conjunto artístico que muestra al patriota y a su amada; aunque, a lo largo de toda la novela, se pone el énfasis en el idilio entre Ricardo y su novia, como otra de las tantas parejas heterosexuales de la guerra, que nos muestran a modo de alegoría el futuro de Cuba. Tampoco, se hace alusión a una imagen de Martí, Gómez y Maceo en “La Mejorana”, un encuentro real pero oscuro de la guerra, cuya narración se perdió después que un desconocido arrancara las hojas del Diario de Martí donde este hacía referencia al encuentro. La imagen visual que aparece en la novela es, por otro lado, muy sugerente.
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Es la primera que ubica a Martí en Cuba en una obra de ficción, y en ella se lo ve conversando con los dos héroes, sentado sobre una roca. Las manos de Martí y las de Maceo apuntan en la misma dirección, destacando el acuerdo entre ambos cuando, en realidad, sabemos, en ese momento, se produjo una gran discusión entre ellos por la dirección de la guerra. El Maceo de esta ilustración dista mucho del hombre forzudo que se conoce por otras fotografías. Realmente, se parece más un adolescente que a un general. Martí, por otro lado, a pesar de ser más pequeño que él, aparece ocupando una posición más elevada en el conjunto, indicando, otra vez, su importancia en la dirección de la guerra, que él quería que fuera civil y no militar. Por eso, no podemos estar de acuerdo con Adelaida de Juan, cuando dice en Pintura y grabado coloniales cubanos, que no hay imágenes pictóricas de la Guerra de Independencia en Cuba hasta después de terminada la contienda: “las pinturas históricas referidas a las guerras de independencia no se harán, claro está, sino algunos años después de terminadas estas, en el siglo xx” (1974: 52).
“Conferencia de Martí, Gómez y Maceo en la Mejorana”, Episodios de la guerra, de Raimundo Cabrera.
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Realmente, ese no fue el caso. Armando García Menocal pintó en 1896 “Carga al Machete”, y a esta obra, deberíamos agregar los dibujos que aparecen en la novela de Cabrera, el cuadro “La República cubana”, las caricaturas y los conjuntos fotográficos, como “El sueño del patriota” y los del libro de Gelpí y Ferro. Por esta razón, sugiero que hay que leer Episodios de la guerra como un texto híbrido, donde se mezclan varios géneros literarios: la novela, el diario, la crónica periodística, junto a dibujos y fotografías de batallas heroicas y las miserias de la reconcentración de Valeriano Weyler, con el fin de crear un universo de referencias lo más cercano posible al real. Se trata de un archivo que sustentaba la historia de la patria y servía para cohesionar la comunidad de exiliados en los EE. UU., que supieron de la guerra desde lejos, a través de diversos géneros y documentos, como las fotos, los cables telegráficos, las noticias publicadas en diversos periódicos y las versiones contradictorias de los hechos. En resumen, al analizar la literatura de la guerra en Estados Unidos durante esta época, la crítica, tanto histórica como literaria, debería prestar más atención a esta novela, y no enfocarse casi de forma exclusiva en los escritos de Martí. En la recepción de Martí, además, se ignora esta narración, que está de acuerdo con su ideología y que mantuvo su legado después de muerto. Un análisis de Episodios de la guerra revelaría la influencia que tuvo la novela en la prédica martiana, algo que viene a unirse más tarde en la República en la forma en que los primeros gobiernos liberales asumen e interpretan su política racial. En Episodios de la guerra, Raimundo Cabrera, no solamente crea una historia poderosa en la que se van engarzando acontecimientos históricos reales y ficticios. Lleva a escena, también, discursos y situaciones que eran comunes a otros escritores, como el enfrentamiento entre padres e hijos, la bondad de los sentimientos patrios, y la pareja heterosexual revolucionaria; todo, para darle cohesión y patriotismo. Estos discursos se entrelazan para crear una comunidad imaginada que aspiraba a tener una nación, una comunidad inclusiva, multiétnica, “con todos, para el bien de todos”, como lo había querido Martí (Martí 1963-1975, vol. IV: 238). Entre estas escenas de
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guerra que propone el libro, sobresalen la relación de Bruno con su antiguo esclavo, y la de Ricardo Buenamar y el negro Francisco, en cuyo personaje, como el del guajiro y los indígenas, se repite el argumento de la venganza. La guerra, parece proclamar el narrador, era el momento de saldar esas cuentas y, de paso, contribuir con ello a la victoria de los revolucionarios. En ese aspecto, la novela de Raimundo Cabrera no es tanto una descripción de la guerra, como su justificación y propaganda. A esto contribuyen las fotografías e imágenes que en ella aparecen, ilustrando escenas; pero, también, anclando la narración en un presente histórico, que da al espectador pruebas tangibles de lo que sucedía en la Isla. De esta forma, el lector se convierte en un testigo y el narrador, en un reportero, ambos unidos por su lealtad a Cuba.
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Después de la derrota de las tropas españolas en 1898, los cubanos separatistas celebraron con alegría el nuevo orden político. Erigieron monumentos a sus héroes y publicaron numerosos poemas e historias celebrando los símbolos patrios y las hazañas nacionales. El Fígaro (18851943), la revista más importante de la época, pasó de publicar fotos de autoridades españolas, a celebrar el triunfo de los mambises junto con textos inéditos de José Martí, Mercedes Matamoros y otros escritores que habían apoyado la causa. Desde muy temprano, sin embargo, comenzaron a aparecer, también, críticas a los políticos, a los oradores y a “la patriotería embustera”, como diría Márquez Sterling en 1902 (Márquez Sterling 2004: 292), que presagiaba críticas aún más duras en el futuro. Una de las razones de este malestar era la intervención norteamericana y su influencia en Cuba, que muchos rechazaban. En 1901, tres años después de la intervención, Digo Vicente Tejera (1848-1903) había escrito un poema titulado “El Esclavo”, donde hacía una especie de alegoría de la situación en la que se encontraba el país que había conquistado su libertad; pero que, más tarde, había sido entregada a otro amo. En el poema, no se dice quién era el nuevo dueño de Cuba, pero se explica, perfectamente, por el contexto y las imágenes que lo acompañaban en El Fígaro: una fotografía del general en jefe del Gobierno interventor, Nelson Miles, quien había acabado de visitar Cuba, y otra de Thomas Platt, “el senador americano, autor de la enmienda que lleva
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su nombre” (Tejera 1901: 125), y como se sabe, la independencia de Cuba estuvo condicionada por esta cláusula, que le permitía al gobierno estadounidense intervenir cuando quisiera en la Isla. El mensaje del poema de Tejera, por tanto, no podía ser más claro, y no era el único. La misma metáfora aparece en otros dos textos escritos por Bonifacio Byrne “El sueño del esclavo” y “Lascíate... (Elegía a Cuba)”, ambos firmados, también, en 1901. El primero apareció en El Fígaro, en el mismo número que el de Tejera, y luego, en Lira y Espada. El segundo fue escrito casi al mismo tiempo y está dedicado a Juan Gualberto Gómez, otro opositor de la ley. Allí dice: “los que han sabido quebrantar sus cadenas, no serviles aceptarán la esclavitud. ¡Inútil que disfrazada llegue bajo el manto /con que encubre la vil hipocresía / su aleva faz, desde que el mundo es mundo!” (Byrne 1981: 49). En este contexto, la frustración política actúa como un químico que parece corromperlo todo. A nadie, le importaban los escritores que realmente valían, como Mercedes Matamoros quien, en un poema dedicado a Martí, al eregirse en el Parque Central su estatua, se muestra abiertamente escéptica ante el futuro de la Isla y afirma que, si este volviera a vivir, vería con tristeza, el “dudoso porvenir” de su patria, y “¡quién sabe, /Quién sabe si esos ojos llorarían…!” (Matamoros 2004: 245). Fechado el 26 de febrero de 1905, dos días después de conmemorarse la fecha del alzamiento de 1895, y un año antes de su muerte, este poema era un lamento por el deceso de su amigo y por la crisis de la República. La estatua que, supuestamente, debía recordarles a los cubanos quién había hecho más por la patria, se convierte en un espacio de nostalgia y pesadumbre para Cuba. Cinco años más tarde, Jesús Castellanos (1879-1912), una de las jóvenes promesas del país, publica La manigua sentimental (1910), otro aldabonazo en la puerta republicana, en donde, en lugar de exaltar el valor de los mambises en la guerra, muestra una especie de “antihéroe”, que majasea en la manigua, y se preocupa más por las relaciones sexuales que por la lucha. Para colmo, si en el teatro mambí, en los poemas y en las canciones patrióticas como “La Bayamesa”, así como en la novela de Raimundo Cabrera, la relación entre la mujer y el hombre es una alegoría
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de la nación y del futuro de todos los cubanos. Castellanos rompe con esta imagen, su novia Juanilla termina con su amigo Cheo, mientras él y Esperanza viven juntos sin casarse, hasta que ella lo abandona por un militar español. Así, como un país en lucha necesitaba un matrimonio fiel, la victoria de los revolucionarios descubre a los protagonistas desolados, tristes, y sin futuro. Únicamente el personaje principal de la novela, con su nuevo puesto burocrático en el Gobierno, sobrevive el naufragio y termina con una mujer –que aun dispuesto a dejar si Juanilla lo quería de vuelta– nunca se menciona o se habla de ella en la narración. Desafortunadamente, Castellanos moriría en 1912; pero, ocho años más tarde, otro joven de talento, Carlos Loveira, publicará Generales y doctores (1920), donde, al igual que lo hace su compatriota, narra la contienda desde el interior de la emigración y la manigua, y pone el acento en los aspectos menos importantes de la épica revolucionaria. ¿Por qué logran estas narraciones ocupar un lugar tan relevante en el imaginario social de la República? ¿Qué las asemeja y qué las diferencia de otras que exaltaban a los revolucionarios? Además de ser narraciones bien escritas, su característica fundamental es la crítica a los políticos de aquel momento, que eran los antiguos patriotas. Desde el punto de vista estilístico, además, ambas recurren a la primera persona del singular; lo cual les da mayor fuerza narrativa al brindar la ilusión de que hablan con la experiencia de la guerra y la verdad del testigo. En esta época, se hicieron populares las memorias, testimonios y diarios publicados –lo mismo en España que en Cuba–, cuyo objetivo era acercar al lector a la experiencia del soldado en la manigua, y preservar así una página importante para la historia de ambos países. Textos como los de José Miró Argenter, Cuba. Crónicas de la guerra (1899); los diarios de Campaña de Martí y Gómez, así como las memorias de Loynaz del Castillo, escritas, posiblemente, entre 1930 y 1950 (Zaragoza Zaldívar 2015: 54), entran dentro de este género, en el cual se mezclan lo personal y lo histórico. De manera que, cuando hablamos de las obras más importantes de la postguerra, tenemos que recordar el período anterior que va de 1880 a 1895, en que, también, la memoria es la productora del discurso. En
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esta época, se publicaron textos como: A pie y descalzo, de Ramón Roa; Episodios de la revolución cubana, de Manuel de la Cruz, y Episodio de la Guerra de Cuba: El 6 de enero de 1871, de Melchor Loret de Mola. Estas narraciones comparten algunas características importantes con las de Jesús Castellanos y Carlos Loveira, especialmente, la de Ramón Roa, como la trama y la perspectiva ideológica que adoptan. Ellas vuelven a traer a la literatura el sufrimiento de la gente común, no glorificada, como en las narraciones de los “héroes” que habían hecho conocidos a Martí y a Carlos Manuel de Céspedes. Contienen, también, un sentido de decepción y derrota, ausentes en las obras de los independentistas cubanos anteriores. En este momento, seguramente, los escritores podían tomarse ciertas libertades improbables durante el conflicto; porque, una vez decidido el ganador y calmados los ánimos, se podía revisar la historia desde un punto de vista crítico, más imparcial, y ver cuáles habían sido los errores que afectaban y extendían su influencia sobre el presente. En el caso de Loveira, quien emigró con su madre a los EE. UU., y regresó luego a Cuba en una expedición fulibustera, en 1898, un fragmento de la narración ocurre en este país, en medio de los exiliados, otra en la manigua y la última durante el período de la República. Esta linealidad de la narración, encabalgada entre dos épocas y escenarios diferentes, le da la posibilidad de hacer una lectura desmitificadora de cada uno de los períodos por los que pasa, ubicándose el texto en la tradición moderna de la crítica a las instituciones y de la República; como habían hecho Matamoros, Sterling y José Antonio Ramos, este último, en su Manual del perfecto fulanista (1916). En lo que sigue, me interesa explorar, entonces, la genealogía del poder que describe Loveira en su obra, el pacto médicomilitar que comenzó como motivo de la insurrección de 1895 y terminó con el ascenso de una élite con un aval guerrero en 1902. Generales y doctores se enfocará en tal ascenso y, en especial, en los doctores y generales que surgen a la vida política de la nación por motivo de la guerra, y de políticas formativas que tienen su origen en el siglo xix. La prehistoria de este pacto médico-militar, podríamos decir, data de la segunda mitad del siglo xviii, cuando se impone una política de salud
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impulsada por los gobiernos europeos con el objetivo, entre otros, de eliminar las diversas epidemias que azotaban a Europa. En Cuba, estas son las epidemias de cólera que arrasaron el país durante el siglo xix. El Protomedicato, como otra institución colonial, aparece vinculado, en el siglo xix, a las élites gobernantes, hasta que en 1871, con el fusilamiento de los estudiantes de Medicina, este ramo entró de lleno en la reserva simbólica del discurso nacionalista, que utilizó la muerte de los educandos en su campaña libertadora. A ellos, les dedican poemas José Martí, Julián del Casal y José Joaquín Palma. Loveira hace uso de este acontecimiento histórico, también, para criticar la alianza médico-militar y reconstruirá el andamiaje del poder a partir de dos figuras emblemáticas, Ignacio García, “doctor” y “cirujano dental”, cuyo nombre recuerda uno de los principales guerreros del levantamiento del año 68, Ignacio Agramonte, y Cañizo, un médico devenido insurrecto mambí y, más tarde, político corrupto en la Cámara legislativa del Gobierno. Ambos personajes eran contrarios por su origen y por lo que representaban moralmente. Loveira encuentra la génesis de este pacto en Nueva York, en el momento en que el protagonista trata de embarcar en una de las expediciones insurrectas que se armaban para ir a luchar a Cuba. Para su asombro, en aquella oficina de reclutamiento, le dicen a Ignacio que un título de profesional era la única seguridad de poder regresar a la Isla en un bote; ya que, según la lógica de los organizadores, había suficientes hombres en Cuba dispuesto a morir y lo que necesitaban eran “médicos, enfermeros y profesionales” (Loveira 1973: 224). Esto es lo que motiva a Ignacio a buscar un título en un colegio norteamericano, el Maryland School of Medicine and Dentistry, donde termina graduándose de “doctor en cirugía dental” (1973: 265). Así, Ignacio logra salir para Cuba en un barco insurrecto y, paradójicamente, a pesar de que va a liberar al país de España y de los privilegios de clase, descubre en su trayecto hacia la Isla que su condición de “doctor”, no solo le permitía incorporarse a la guerra, sino también gozar de ciertos privilegios que no tenían el resto de los hombres que iban con él. En Tampa, los doctores expedicionarios eran hospedados en la casa de los cubanos pudientes, mientras que los
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pobres dormían en un lugar aparte. Esto, según el narrador, fomentaba la desigualdad entre los mismos patriotas, razón por la cual, el se queda con ellos, “porque en estas cosas la plebe es más noble; se mueve por un sentimentalismo puro, y no por quien sabe qué intenciones que llevan muchos de los ilustrados” (1973: 281-282). Tal confesión e insubordinación nos muestra desde un inicio que Ignacio no era como los otros expedicionarios y que, en lugar de pensar en cosas materiales o en los privilegios que podía conseguir gracias a su título, prefería estar con los pobres, con los “sentimentales” o los que expresan “sentimentalismo puro”, que será una forma de diferenciar a los materialistas de los idealistas, los que se aprovechan del sistema y quienes luchan por un ideal patriótico. Su toma de partido con ellos se repetirá en adelante, al triunfar la República, en que el narrador compara sus esfuerzos por acabar con las corruptelas sociales, al estilo de un “Quijote” poco práctico en un ambiente donde los pocos que defendían al pueblo eran acosados por matones y políticos corruptos. Mas importante aún, es su crítica a los que él llamaba, en esta misma cita, “ilustrados”, que se valían de su título universitario para ascender en el juego político. Al fin y al cabo, Loveira era un líder obrero antes de dedicarse a la escritura. Creció en un hogar humilde, sin padre, y su madre era sirvienta de una familia rica, con la cual emigró a los Estados Unidos en 1896 (Martínez 1971: 73). Similar reproche aparece en su descripción de la manigua cubana, donde Ignacio sigue los pasos de Cañizo, responsable de un hospital de sangre que, en lugar de pelar, vive del “gran majaseo” y seduciendo a una guajirita del lugar (Loveira 1973: 314). La crítica de Loveira se enfoca, entonces, en estos hombres, que, en lugar de arriesgar su vida, viven sin tener que pasar por los sacrificios de la guerra ni disparar un tiro y, al final, son tratados como héroes. Tal reprobación no era nueva, ya que, si recordamos bien, ya había aparecido en el libro de Ramón Roa, A pie y descalzo, quien se llama a sí mismo “majá” (Roa 1890: 54), y aparece después en la narración de Jesús Castellanos, cuyo protagonista decide irse a La Habana y estarse allí durante el conflicto bélico. En vez de señalar los peligros a los que, usualmente, estaban expuestos los mambises durante
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los combates; en lugar de resaltar la importancia y el peligro que corrían los hospitales de campaña, Loveira se enfoca en un médico, cuyas ideas antes de la guerra, para colmo, eran opuestas a las de los independentistas, ya que, como le escribe más tarde Ignacio a la madre, había: muchas gentes de ideas y aspiraciones mezquinas entre nosotros. Aquí tienes a Cañizo. Después de cansarse de decir que la república sería un Haití, una merienda de negros y que sé yo cuántas cosas más, la leva de la invasión lo encontró en una finca, se lo llevó y ahora es más ultramontano que el Papa. No hace más que limpiar las estrellas, escribir sus fabulosas hazañas en un gran diario de campaña e inflar discursos de suicida espartano (Loveira 1973: 330).
Ignacio podía contar la historia de Cañizo, porque este había sido su doctor antes de la guerra, y en su presencia había tenido palabras muy fuertes contra los revolucionarios. Sin embargo, Cañizo mismo y su tío Pepe, eran los “doctores” que habían llegado a tener poder durante la República, los dos primeros por ser veteranos y el último, por dinero, con el que apoyaba las campañas políticas de los otros dos. Por tanto, al mostrar hombres como Cañizo o él mismo, quien confiesa en la misma carta que nunca pudo ejercer su profesión en la manigua, al terminar la guerra, Ignacio tiene el grado de “Capitán de sanidad militar” (Loveira 1973: 329); todo lo cual mostraba la injusticia que se cometía con otros que nunca fueron ascendidos por no ser “ilustrados”. Esta representación del doctor como “antihéroe” contrasta, pues, con la importancia que la historiografía de la guerra y, más tarde, de la República, le había dado a esta figura y a los hospitales de sangre1. En la guerra, Para más detalles sobre la labor de los doctores en la guerra, véase el libro de Eugenio Sánchez Agramonte, publicado en 1897, en Nueva York y, luego, en 1922, Historia del cuerpo de sanidad militar. Ejército libertador de Cuba: campaña 1895-1898 (1922), y las referencias a los médicos y hospitales de guerra en la revista El Fígaro, de La Habana. Igualmente, véase el libro de B. Escobar Nuestros médicos (1893), que resalta la importancia de los galenos a finales del siglo xix en la Isla. 1
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los hospitales eran, por lo general, los lugares más expuestos, ya que casi todos los enfermos eran incapaces de moverse y eran las mujeres quienes los cuidaban. Por esta razón, eran atacados y los enfermos, fusilados. Una de estas matanzas en los hospitales de sangre es descrita por Ramón Domingo de Ibarra en Cuentos históricos, recuerdos de la primera campaña de Cuba, 1868-78 (1905). Ibarra había nacido en Cuba, en Guantánamo, pero estudió la carrera militar en La Habana y sirvió bajo el gobierno de España en la Guerra de los Diez Años. Entre sus recuerdos, cuenta uno “horroroso”, en que los soldados españoles sorprenden una de estas clínicas y fusilan a ocho enfermos. En su narración, Ibarra narra con angustia este y otros sucesos y muestra su desasosiego a la hora de realizar estas acciones en virtud de la guerra y España siendo él mismo cubano. Como ya vimos, además, Raimundo Cabrera había hecho doctor a su protagonista, quien había colaborado con Martí en la inmigración y fue Martí, de acuerdo con un testimonio que recoge Gonzalo de Quesada y Miranda en Anecdotario Martiano, quien había diseñado esta estrategia. Según el coronel Martín Marrero, el delegado del Partido Revolucionario Cubano le había dicho antes de morir: Los médicos son los más apropiados, y, por lo tanto, serán los mejores delegados [del Partido Revolucionario Cubano]. Sus pasos en ninguna hora, ni en ninguna parte llaman la atención: siempre son bien recibidos. Todos les deben algo: unos la vida, otros dinero. El médico es quien mejor conoce los secretos todos: por eso, ésta será la revolución de los médicos (Quesada y Miranda 1948: 70).
Si Martí, en efecto, dijo tales palabras, estas reflejarían un pragmatismo impresionante y un conocimiento estratégico de las expectativas que se tenían de un doctor en su tiempo. No obstante, el locus enunciativo de esta frase lo hace, al menos, sospechoso por ser una anécdota, y por ser Marrero, además un médico, coronel de la guerra de independencia, que representaba entonces los intereses de la clase políticamente privilegiada. Pese a esto, hay que recordar que su testimonio confirma la enorme presencia
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de los galenos en la contienda de 1895, que la historiografía médica republicana se encargó de resaltar. Esta presencia aparece en la vida política del país, en la literatura, en la educación y hasta en el periodismo, ya que, después del triunfo revolucionario, se editaron periódicos como “La Higiene”, órgano paralelo a la campaña de saneamiento de la ocupación norteamericana en la Isla y se escribieron manuales de escuela, como los del doctor y escritor naturalista Miguel de Carrión. En estos años, los doctores ocuparon los sitios claves de la estructura social y las estadísticas cubanas demuestran la disparidad social en la Isla entre los blancos y negros según las distintas profesiones, entre las que destacan tres en particular: la abogacía, la medicina y la telegrafía. Según los censos de 1899, 1907 y 1919, los médicos blancos en Cuba totalizaban 284 (1899), 240 (1907) y 233 (1919), lo que nos dice que el número de doctores en Cuba alcanzó un pico en la época posrevolucionaria y, a partir de entonces, comenzó a disminuir. Su número total contrasta con el de los negros que ejercían la misma profesión en esta época (de 1899 a 1919), cuya cifra total asciende a 21 en toda la Nación (De la Fuente 2000: 168). Está claro, entonces, que ser doctor representaba una marca de prestigio social, a la vez que era un claro indicio de las diferencias raciales que existían en Cuba. Loveira no registra, sin embargo, estas diferencias en su novela ni la disparidad social entre ambas razas. Sus comentarios los reserva para “el pueblo”, que era víctima de los políticos corruptos, entre los que destacaban: los doctores, los abogados y los generales. ¿Por qué estas tres profesiones llegaron a tener tanto poder en Cuba? La respuesta, como muestra Loveira, está en el pasado colonial, en la guerra (especialmente, la de 1895), y podríamos agregar, en la historia de enfermedades y fallecimientos a causa de la viruela, el vómito negro, la tuberculosis y otras enfermedades, que debió hacer que la de médico, en particular, fuera una profesión muy popular en Cuba. A esto se suma el hecho de que en la colonia, las dos profesiones principales eran la de doctor y abogado, muchos de los cuales, a finales del siglo xix, eran de filiación autonomista y se nuclearon alrededor de publicaciones en las que se discutía con frecuencia la “cuestión social”. Ellos eran los únicos
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que, durante el sistema esclavista que existía en Cuba, podían estudiar y ejercer estas profesiones, cuya función, además, era la de preservar el bienestar económico y el poder blanco de la colonia. Dos personajes de la novela muestran esta conexión, José Inés Oña, un mulato estudiante de derecho y Carlos Manuel Amézaga, futuro doctor en Medicina (Loveira 1973: 158). Ambos políticos pertenecen al Partido Liberal autonomista, y Loveira los critica duramente por su extracción social y por haber estado al lado de España durante la guerra de independencia. Especialmente, sus críticas más mordaces son para el tío Pepe, quien se supone que fue un personaje rico y prominente en la política cubana de aquel entonces; así como para José López Rodríguez y Carlos Manuel Amézaga, cuya identidad verdadera se cree que fue la de Rafael Montoro (Owre 1966: 382). Montoro se presentó en 1908 como candidato a la vicepresidencia del país por el Partido Conservador y, más tarde, ejerció altos puestos en los gobiernos de Mario García Menocal y Alfredo de Zayas. En este contexto histórico, el cuestionamiento de Loveira de tal conjunción de poderes, así como de los políticos autonomistas que entonces ocupaban puestos en el gobierno, tomaría la forma de un desmontaje de los canales de legitimización que constituyó la colonia y la República. Por tal motivo, priorizará las faltas de estos “héroes” y las circunstancias históricas que los habían llevado al poder. Trata de mostrarle al lector lo que está detrás de sus títulos, las aspiraciones nada patrióticas que tenían y la forma oculta en que habían logrado sus objetivos. De esta forma, Loveira concibe la historia dentro de un patrón causal, donde el presente es el resultado de prácticas del pasado, de estructuras económico-ideológicas que no desaparecieron con la guerra; sino que, más bien, se reprodujeron durante la República; estructuras que perpetuaron el poder de unos pocos, sobre el pueblo, los obreros y hombres que no se dejaban comprar. Como le dice en un lugar a su tío Pepe, que representa todo lo contrario a lo que él aspiraba: Por más que se habla mucho del trabajo, y se ha dicho y repetido que la república será agrícola, o no será, todos siguen haciendo doctores a sus
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hijos. Y como estos señores monopolizan la ciencia, la intelectualidad, la superhombría, resulta que en todo se meten y todo se lo cogen, y a los otros solo nos queda contemplar cómo los generales de oficio y los doctores sin clientelas se disputan la presa (Loveira 1973: 345).
De ahí, el “pesimismo” que ve en casi todo lo que lo rodea y que el mismo texto urja al lector a descubrir esa genealogía para acabar con el mal, lo cual convierte a Generales y Doctores en una “novela de tesis”, heredera del Naturalismo de Émile Zola, como decía Arturo Montori en una de las primeras reseñas del texto (Montori 1922: 224), ya que, en efecto, muchas de sus novelas fueron escritas para abogar por una causa social y criticar la moral establecida, que, en este caso, es la de los políticos corruptos. Para Montori, quien era un educador, la cuestión de las obras de Loveira se reducía a un conflicto entre belleza estética y adoctrinamiento y, si bien él rechazaba la preponderancia de la ideología sobre la estética, no deja de darle razón al narrador, porque él también sentía la misma “indignación ante el derrumbe de todos los soportes orgánicos y morales de nuestra nacionalidad, abatidos por la brutal desaprensión de aquellos mismos a quienes el pueblo incauto ha confiado su custodia” (1922: 226-227). Este sentimiento de frustración, tan bien interpretado por Montori, es lo que hace de la novela de Loveira un lugar ideal donde leer los enunciados legitimantes de la labor del médico asociado a la esfera militar y política durante estos años. Sus formas no discursivas estarían constituidas por la oficina de reclutamiento de Nueva York, que exige un diploma de médico, y un cuerpo saludable, según la concepción moderna, para ir a luchar por la patria y, por otro lado, la Cámara, donde los doctores sin clientes hacen política. Su reescritura de la historia renuncia a la apología del Estado para convertirse en una crítica de las desigualdades y las lagunas del poder. En términos de Foucault, su memoria sería una “contra-memoria” y su novela, un “meta-relato” del resultado último (1977: 153-154). Con esto, Loveira, intentaría atravesar la máscara republicana descubriendo lo que está en el fondo, viajando al origen del mal, porque, según Foucault, la
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contramemoria es el elemento principal de las historias “efectivas”, que se oponen a las historias “tradicionales” (1977: 153-154). Según el narrador de Generales y doctores estos son los “doctores que vinieron conmigo, o en otras de aquellas expediciones de última hora, que sin más ni más, a los cinco meses de manigua pacífica, se hacen llamar coroneles y generales” (Loveira 1973: 330). Consecuentemente, la mirada del narrador se vuelve un desafío doble: a las élites de poder que intentan privilegiar este sujeto y a la ciencia, como receptora de un saber positivo que hereda la República del proyecto ilustrado. Su crítica hará uso de un lenguaje desmitificador, que va a medicalizar las faltas republicanas, convirtiendo al médico y al militar en sujetos paradójicos, que “enferman” a la Nación en lugar de salvarla. En tal sentido, es llamativa la insistencia del narrador en somatizar la sociedad. Según la concepción neoplatónica organicista del Estado, la República, para Loveira, es un cuerpo inútil, un organismo biológico “comido” por la “lepra política” o, como afirma al final de la novela, devorado “como por un cáncer, por la plaga funesta de los generales y doctores” (Loveira 1973: 409). Lenguaje paradójico, que usa para criticar las mismas herramientas de la profesión de la que sospecha, ya que las referencias a tales enfermedades que contaminan el cuerpo del país son imprescindibles por el valor funesto que se les atribuía por ser un verdadero flagelo de las sociedades modernas, especialmente, el cáncer, cuya importancia se hacía más evidente por el fracaso reiterado de la medicina para curarlo. Por la misma época en que Loveira escribe esta narración, Juan Antigas llamaba la atención de los lectores habaneros sobre este mal, cuyas estadísticas eran cada día más alarmantes en Cuba. Uno de los artículos de Antigas se titulaba “la aterradora invasión del Cáncer” y, al igual que él, Loveira demuestra, a lo largo de la novela, un profundo escepticismo sobre los resultados de la medicina convencional. Si Ignacio de niño, según el narrador, “tuvo la banal creencia” de que el viejo médico del pueblo le había salvado, más tarde, en la manigua, alerta al lector de los intentos fallidos de Cañizo para recetar y curar sus heridas con una dieta láctea y píldoras, que él botaba al menor descuido del médico.
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Porque, según afirmaba, “en aquella época los médicos combatían la dieta de frutas, al igual que hoy combaten otras cosas que mañana aceptarán” (Loveira 1973: 310). Este escepticismo y rebeldía ante la medicina convencional de la época se convierte en otra forma de desmitificar la ciencia y la figura del doctor en su novela. Su preferencia eran los remedios naturales, por lo cual deja las medicinas para los otros. Esto coloca al narrador de Generales y doctores en una posición muy similar a la del “naturismo”, que ejerció en México antes de escribir esta novela, y a la del propio Juan Antigas quien, siendo médico de profesión, hizo un verdadero evangelio del uso de tratamientos no convencionales para tratar enfermedades como el cáncer y la tuberculosis (1927: 338-346). Curiosamente, la joven nación no es la única que aparece “enferma” en la novela por las corruptelas morales. El malestar social está, también, presente en Ignacio quien, cuando hace la “historia de sus primeros años”, enumera las distintas enfermedades que padeció y cada enfermedad representa una época en su imaginación. La imagen de Ignacio siendo atacado por enfermedades diversas se corresponde así con la de la República, y su pesimismo sobre el valor de la medicina. No obstante, la crítica loveriana a la medicina, a los doctores y a las instituciones, se contrapone de forma paradójica, también, con su naturalismo y su énfasis en las ciencias sociales. Ignacio, al final de la novela, se autotitula “sociólogo” y, en su discurso ante la Cámara y en las conversaciones con su tío, hace referencia a “la fuerza del atavismo” (Loveira 1973: 391), el “determinismo” (1973: 343) y las teorías de Cesare Lombroso (1835-1909), que ya había aparecido en la literatura médica cubana en 1876, y más recientemente, en Los negros brujos (1906), de Fernando Ortiz, indicando rasgos de los sectores marginales de la sociedad cubana. Ortiz, quien fue discípulo del criminalista italiano, usó en su primera etapa como etnólogo el tradicional discurso positivista criminológico para criticar las prácticas afrocubanas, en especial la de los ñáñigos, cuya orden aparece referida en esta novela muchas veces, al aludir el narrador a los elementos “hamponescos” de la política cubana. En su libro, Ortiz analizó el fenómeno de la religión como remanente
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de un tiempo y una cultura extraños a la cubana. De modo que, si Loveira rechaza la medicina convencional y el poder ejercido por los generales-doctores, no hace lo mismo con la etnología y la sociología, que eran ciencias emergentes en aquella época y gozaban de un marcado respaldo entre los propios intelectuales cubanos. Estas ideas surgen, precisamente, en una de las conversaciones sobre su experiencia en la Cámara con su tío Pepe, donde Ignacio declara que sus colegas no le daban miedo, sino que, más bien, sentía al verlos “impulsos de domador, porque salvo las excepciones dichas, aquello me parece un jardín zoológico: cráneos simiescos, quijadas lombrosianas, espaldonas capaces de resistirlo todo” (Loveira 1973: 384). La comparación entre los individuos y animales como el mono, así como la insistencia en caracteres hereditarios, es un discurso propio de la teoría criminalista de Lombroso, que creía en el determinismo biológico, el atavismo y en lo que él llamaba el “criminal nato”. En el caso de la novela de Loveira, se trata de un discurso crítico que funge como una herramienta del anti-poder, como otra arma con la cual combatir el presente orden de corrupción del país y legitimar sus ideas. Estas muestras del pensamiento cientificista, puestas en boca del protagonista principal, ejemplifican la imposibilidad que tiene nuestro escritor de escapar a la episteme que domina el ámbito cultural e intelectual cubano en la época de entre siglos. Apuntan a su imposibilidad de romper con los discursos que le precedieron y, sobre los cuales, se erigía el consenso para mantener al otro —negro, asiático, inmigrante y pobre— sojuzgado. Poco antes de esta observación, en que Ignacio habla de “cráneos simiescos, [y] quijadas lombrosianas”, este alecciona al tío sobre el “determinismo” biológico que, según deja entrever, existe en cualquier país. “Pero, ¿qué quiere usted? Unos venimos al mundo a una cosa, y otros a otra. Unos vienen a buscar pan, por vilipendiado que sea, y otros a rompernos la crisma con los molinos de viento. Usted me conoce desde muchacho, y no sé si, con todo y que usted es doctor, sabe lo que es determinismo” (Loveira 1973: 343). Resulta, entonces, que Loveira se sirve del gran relato de la ciencia positiva para poner al descubierto las corruptelas morales que azotaban el país, lo que pone, a su vez, al descubierto las aporías de su discurso que,
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por un lado, crítica a los médicos y a la ciencia, y por otro, trata de legitimar sus puntos de vista con argumentos pseudocientíficos, de los cuales, se sirvió ese mismo poder para medir, controlar y castigar a quienes tenía bajo control. Por tanto, Generales y doctores, no solo es un texto crítico de las instituciones modernas y republicanas; sino que es, también, un argumento convencional al respaldo de las formas deterministas de representar al Otro, algo que Loveira reitera en otras novelas, asimismo, de corte naturalista, como Juan Criollo (Uxó 2010: 250). Generales y doctores debiera leerse, por estos motivos, como un complicado reajuste de cuentas entre el poder y sus críticos, entre la historia pasada y la presente, y la ansiedad de legitimar su punto de vista, tan idealista como el del Quijote, para salvar la República cubana. No es raro, entonces, que Loveira eche mano a otro de los sucesos fundacionales de la nación cubana, que respaldaba el prestigio del médico en la sociedad antes y después de la independencia: el fusilamiento de los estudiantes de Medicina. Ignacio recuerda este suceso para vincularlo con su propia vida al contar un incidente muy desagradable que le había sucedido en el colegio cuando era niño. La escena aparece en las primeras páginas de la novela cuando el narrador cuenta cómo en medio de una celebración religiosa y un desfile militar español, él y los otros alumnos de la clase se burlaron de los voluntarios españoles de la ferretería contigua que celebraban con una sonara trompetilla y mentándoles la madre. Ignacio recuerda cómo los voluntarios españoles que los escucharon del otro lado se encolerizaron, y acusaron a los transgresores de traidores a España. No era para menos, ya que, si recordamos bien, el incidente que había puesto a Martí en presidio y la misma muerte de los estudiantes de Medicina habían comenzado como juegos y burlas a los integrantes de este cuerpo militar que no aceptaban ningún tipo de transgresión, quienes tenían un gran poder en la colonia. Según el narrador, las fiestas religiosas y patrióticas que realizaban frecuentemente eran “modalidades de la intransigente política colonial” (Loveira 1973: 19), con lo cual, se entendía que cualquier burla fuera tomada como un acto político, como una forma de traición a la Madre
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Patria. De modo que, Ignacio, que ya tenía 12 años y asistía a la escuela de un maestro español, a pesar de ser criollo y tener sentimientos separatistas, sabía que tal “choteo” era una forma de insubordinación política, que podía costarle caro (1973: 21). Su acto transgresor consistió en terminar una frase de una canción popular asturiana que coreaban los voluntarios, alterando un simple pronombre, que fue suficiente para hacer estallar la ira de los españoles. Cuenta el narrador: En este preciso instante en que más prodiga corría la vena de la alegría mataperril, salió del otro lado de la tapia la letanía estridente: //“Soy de Pravia, soy de Praviaaaaa, //Y me salta repentina, incontenible, la necesidad de terminar el canto, soltando con la voz de pito de mis doce años el consabido aunque alterado: //y tu madre una pravianaaaa…” (Loveira 1973: 21).
Después de escuchar el insulto, el padre de Carlos Manuel Amézaga se presenta con su uniforme de voluntario en el recinto escolar y le reclama al maestro un castigo para el “granuja que le había mentado la madre a sus dependientes y a España” (Loveira 1973: 22), y es el hijo quien, luego, será uno de los principales dirigentes del Partido Liberal autonomista, quien lo delata, acusándolo de separatista y diciendo que, seguramente, tenía en el bolsillo propaganda revolucionaria, como en efecto ocurrió. Es en ese momento, cuando el capitán de voluntarios entra “bufando” con la mano en el machetín, que Ignacio afirma: “Al verlo recordé a los estudiantes del 71, cuya historia conocía yo por mis lecturas de escondite, y un más intenso escalofrío de terror me electrizó todo el cuerpo” (1973: 22). Ignacio es, entonces, insultado, golpeado y el maestro promete echarlo de la escuela, aunque para su beneficio, el padre llega y lo defiende, tomando su lugar; apesar de ser también español y soldado del ejército; pero, como dice, entendía que esta forma de actuar los españoles no era la mejor para atraerse las simpatías de los criollos. Así, se repite en la novela de Loveira el drama de muchas familias cubanas en este período: el de la casa dividida, el hijo dispuesto a luchar por Cuba y el padre decidido a defender a España.
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Destaco este incidente por ser un ejemplo del choteo político en la novela, y por la importancia que tiene el fusilamiento de los estudiantes de Medicina en el imaginario cultural de la revolución; ya que el incidente es tomado por Ignacio como una especie de alegoría de la situación de la Isla, dividida entre hijos criollos y padres peninsulares. Ambos son cubanos, estudiantes, independentistas, que comienzan jugando y terminan siendo “víctimas” de los voluntarios. Por todo ello, durante la escena, Ignacio asume la personalidad de uno de los condenados, el padre de Carlos Manuel Amézaga, la del gobierno colonial y su propio padre, la de Federico Capdevila (1845-1898), el abogado peninsular que defendió a los alumnos durante el juicio y se negó firmar la sentencia de muerte. Ignacio llega a decir que su padre al defenderlo “sobre aquel vejete cobarde empezó a desatar un tremendo discurso capdevilesco” (Loveira 1973: 25). Lógicamente, el acto de burlarse del voluntario no podía circunscribirse, únicamente, al ámbito familiar o al de un juego de niños. Debía entenderse en términos de la lucha ideológica entre criollos y españoles, entre las víctimas de la colonia y sus victimarios; por lo cual, el choteo aparece aquí como una crítica a España y una forma asociada a la verdad, al valor de los jóvenes y a la idiosincrasia del cubano. Loveira lo llamará “alegre y característico el incomparable choteo cubano” (1973: 277). Desde este punto de vista, el choteo no es una herramienta que mina la autoridad legítima en esta novela, o que amenazaba la sociedad cubana como pensaban algunos intelectuales. Era una crítica saludable, alegre, y propia del cubano, de aquellos que, como Ignacio, de niño, estaban en contra de la corona y utilizaban cualquier oportunidad para desinflar de efectismo o solemnidad vanidosa una situación dada, como el desfile español, el mitin de los autonomistas en Pláceres, o la autoridad de los políticos. Por esta razón, podríamos decir que el humor de Loveira tendría una función similar al de José Antonio Ramos, el autor de la obra de teatro “El traidor”, que había defendido el choteo pocos años antes, criticando a los que pensaban que era un “vicio” del cubano. Por el contrario, según Ramos, en Manual del perfecto fulanista, este era “una fuerza represiva contra los excesos, extralimitaciones, vanidades y ridículas pretensiones
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de todo género; es agua fuerte que deja indemne al oro verdadero y descubre al falso” (Ramos 1916: 254). No por casualidad, el libro de José Antonio Ramos es, también, una crítica a los nuevos gobernantes cubanos, de quienes los apoyaban y se beneficiaban de ellos, era un estudio, como decía el subtítulo “de nuestra dinámica político-social”. Ramos, también se apoyaba en la sociología y en la psicología para definir las costumbres criollas. Ponderaba su capacidad de asimilación y la “serie inconfundibles de rasgos psicológicos” que tenía (1916: 254). Por eso, según él, era un error atribuir al choteo todas las culpas que usualmente se le achacaban. “El choteo es más efecto que causa, efecto no solo de añejos vicios, sino de causas inmanentes, perfectamente amorales y perpetuas”, como las características físicas del país (1916: 252). En contraste con la “taciturnidad de los países nórdicos”, el cubano tenía su forma burlona de referirse a la realidad, y “puede haber buena fe” haciéndolo (1916: 252-254). Sugiero, entonces, entender las críticas de Loveira en esta novela como una forma de choteo que tiene la función de señalar lo falso y privilegiar lo verdadero. Una burla que, indiscutiblemente, era portadora de un malestar político y un reflejo de las capas populares, que el narrador utiliza como una “fuerza represiva contra los excesos” del poder, como decía Ramos, y deja otra marca naturalista en la narración (1916: 254). No por gusto, según Montori, uno de los cuadros de la novela está “realzado por regocijados tonos humorísticos cargados especialmente en torno a un coronel de Sanidad Militar, en el que han debido sentirse aludidos más de uno, entre nuestros encumbrados prohombres, astros fulgentes en el tachonado cielo de nuestra ubérrima república” (1922: 219). Este “humorismo” es más que una simple carcajada, porque está dirigido a los que gobernaban el país, como apuntaba Montori. No era una burla hecha desde el poder, como había ocurrido tantas veces durante la colonia, en revistas como Don Circunstancias, Don Junípero (1869-1874), o El Moro Muza, que se burlaban muchas veces de los negros, los revolucionarios y los asiáticos. Es un humor que habla al Estado, que va dirigido a “profesionales” como Cañizo, en cuyo retrato debió “sentirse aludido” más de prócer cubano. En uno de estos retratos burlescos, narrado por
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el tío Pepe, que también era doctor, él y Cañizo son invitados a comer por un amigo, donde al descorchar una botella, dice Pepe, el mayor de los hermanos, se llevó casi un dedo “y Cañizo y yo salimos gritando, muy asustados, sin darnos cuenta de la plancha: ‘¡Un médico, pronto! que llamen a un médico!’” (Loveira 1973: 359). Podríamos decir, entonces, que si la medicina y los médicos pudren la Nación, el chiste, la burla y la sátira la limpian y la sanan. Si fuera posible, por eso, unir discursivamente la oficina de reclutamiento en Nueva York, la cámara legislativa en la República y Cañizo, como una genealogía del poder republicano, por otro lado, tendríamos que armar otra con su origen en el nacionalismo criollo, los sucesos del 1871 y el choteo que llegaría hasta el propio Ignacio. En conclusión, podemos decir que la literatura de principios de la República se caracteriza por manifestar un profundo malestar por la situación política y social en que vivían los cubanos. Muestra que los intelectuales como Tejera, Bonifacio Byrne, Mercedes Matamoros, Arturo Montori y el propio Carlos Loveira veían con inquietud y tristeza cómo se iba deteriorando la sociedad cubana por el intervencionismo norteamericano, la corrupción de los políticos, y otras lacras sociales. Con Generales y doctores, Loveira se propone juzgar esta situación, enfocándose en el desarrollo de las élites o los “ilustrados” desde el comienzo de la guerra de 1895 hasta después del triunfo de la República. En su libro, ocupan un lugar principal los médicos y los abogados, quienes eran veteranos de la guerra de independencia, y usaban su “veteranismo” para escalar en la sociedad. Loveira critica, pues, esta institución, censura a la medicina; pero, a su vez, utiliza la ciencia, en especial, la sociología y la antropología criminal para tipificar a sus enemigos. Ellos son los políticos que más se asemejan a los animales, quienes tienen “quijadas lombrosianas”, grandes espaldotas y rasgos simiescos. Su mirada divide a la sociedad en dos mitades que, al igual que los criminalistas lombrosianos, ven reproducirse a través de rasgos hereditarios, comportamientos “atávicos” y primitivos. De este modo, Loveira maneja dos tradiciones: una crítica de la ciencia y los médicos, y otra, que utiliza esta misma ciencia para criticar la sociedad. Finalmente, en su novela, Loveira valora y ensalza los ideales y
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“sentimientos puros” que ayudaron a crear la República, usa el choteo para criticar a los políticos, que usufructuaban el poder. Enjuicia el pacto entre generales y doctores, que venía de la colonia y se reproducía en el presente. Es fundamental, por esto, al leer esta narración, prestar atención a la historia constitutiva de este pacto, a los periodos y a las formas en que este poder se expresa, ya que el desmontaje de tal alianza es la razón principal de la existencia de este texto.
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En este libro he hecho un análisis de las narraciones principales que trataron el tema de la guerra de independencia de Cuba entre 1868 y 1920. En estas novelas, poemas y obras de teatro, los escritores cubanos y españoles se apoyaron en dos conceptos básicos para hablar del país: el de la raza y el de género. Con estos conceptos expresaban su lealtad a la patria o justificaban la integridad nacional. La forma en que lo hacen unos y otros, sin embargo, es radicalmente distinta. Si los criollos crean alianzas con los negros y los indígenas, incluso, con los españoles que querían unirse a la causa de los revolucionarios, los partidarios de la corona tachan a estos de hijos desleales e ingratos, y afirman la superioridad de su cultura sobre la de aquellos. Por eso, los primeros subrayan la deuda de gratitud que los criollos le debían a España por haber recibido de ella la civilización, sin la cual, argumentaban, regresarían a la barbarie. Ambos bandos generan símbolos, mitos y recuerdos para apoyar sus respectivos programas políticos. Crean narraciones en donde los independentistas se ven a sí mismos como redentores y vengadores de los otros grupos étnicos del país, y en cuyas acciones priman el discurso de la libertad y el de los derechos civiles sobre el de la riqueza y el individualismo. De esta manera, podemos hablar de dos maneras de representar a Cuba. Una, a través de la imagen de “la linda criolla” y otra, la de la india semidesnuda sujeta por España. La primera representaba las aspiraciones de los cubanos a ser libres; la segunda, la visión paternalista de los españoles, ya que, mientras la primera contempla el porvenir, la segunda mira al pasado. Así cada bando mostraba un imaginario cultural diferente, una ideología e imágenes visuales que entraban en pugna una con otra. En
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este conflicto, si los revolucionarios minimizaban los temores a una lucha racial, los partidarios del poder español los acentuaban, creando, en consecuencia, miedo y rechazo en quienes, incluso, podían ayudarlos. Este es el caso de los poemas de Francisco Camprodón y las novelas de Francisco Fontanilles y Quintanilla, así como de Eduardo López Bago, en cuyos textos se explota el miedo al negro, a la anarquía social y a la guerra de razas. En consecuencia, los negros, quienes formaron una parte considerable del Ejército Libertador en ambas contiendas, se convirtieron, desde el inicio, en un componente esencial del conflicto bélico desde el punto de vista retórico, ya que podían significar lo peor para ambos bandos. España lo entendió así, cuando, después de la guerra de 1868, promulgó medidas que los favorecieron, y Martí respondió argumentando que los negros no le debían su libertad, ni sus nuevos beneficios a la Corona, sino a los cubanos, que habían sido sus verdaderos redentores. Se entendía que, en pago de agradecimiento, ellos (los negros) debían a regresar a pelear por una Cuba libre. Para Martí, estaba claro que quien se “ganara” a los negros decidía el conflicto, y fue él quien se los “ganó” con su extraordinario talento, con su prédica antirracista y la fórmula política “con todos y para el bien de todos”. En sus escritos, la futura nación uniría bajo una misma bandera a todos los nacidos en Cuba, en igualdad de condiciones y sin prejuicio alguno. Sería una nación multiétnica, en la cual hasta los restos mortuorios de los indígenas servirían, como él mismo dice, de “fuerza y poesía de la patria venidera” (Martí 1963-1975, vol. IV: 470). De este modo, Martí “exhuma”, también, los cuerpos de los habitantes originarios de la Isla, y se apoya en la memoria de “tres siglos” de esclavitud para conquistar la independencia. A través de sus escritos y discursos políticos, la historia, los recuerdos y los símbolos nacionales se convierten en carne de la patria y, con ellos, logra convencer a los cubanos de que regresen a pelear. Estos textos confirman, entonces, que la guerra no se hizo, únicamente, con balas y machetes; sino, también, con memorias interesadas, promesas de un futuro mejor, símbolos etno-nacionales y la prédica de una comunidad unida, con la cual enfrentar al ejército colonial. Solo así podían los revolucionarios convencer a los blancos de
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que no serían víctimas de otra venganza, que nunca sucedería en Cuba otra guerra como la de Haití y que, bajo el estandarte de la nueva Nación, todos serían iguales. Antes que concluir, quiero añadir que este libro está dedicado a dos de mis antepasados: a la “abuelita” Nicolasa Milán Figueredo, y al “abuelito” Alejandro Martínez Blanco, y la razón de esta dedicatoria es de tipo personal, pero también histórico. Desde niño escuchaba a mi abuela contarme cómo su abuelita había luchado en la guerra de independencia e, incluso, había perdido a sus hermanos combatiendo contra el ejército español. Nicolasa, me recordaba, era prima hermana de Perucho Figueredo, el autor del himno nacional de Cuba, y fue mambisa como él, aunque irónicamente, decía, se casó con Alejandro Martínez Blanco, quien fue teniente del ejército peninsular. De Alejandro, mi abuela no recordaba mucho; pero, en el transcurso de esta investigación, pude averiguar que llegó a Cuba siendo un adolescente y que, antes de morir, interpuso una demanda en España contra las “Reales órdenes del Ministerio de la Guerra de 5 de febrero de 1914 y el 1 de mayo de 1916”, tratando de reclamar la pensión que le correspondía por haber luchado en el conflicto armado. Según estos documentos, en la última guerra, Alejandro alcanzó la Cruz de Plata al Mérito Militar por su participación en los combates de “Los Quemados” y “Loma del Gato” (15 de julio de 1896), donde murió nada menos que el mayor general del Ejército Libertador, José Maceo. Por la misma demanda, supe que Alejandro había sido promovido de sargento del primer Tercio de guerrillas, a segundo teniente de Infantería en 1898; pero, cuando el gobierno español perdió la guerra y retiró sus tropas de la Isla, él no se presentó y, por esta razón, fue dado de baja. Después de esperar por varios años la respuesta del tribunal militar español, recibió la noticia de que estas eran “extemporáneas” e “inadecuadas” por dejar de “cumplir los deberes militares que el mismo le impone y por ignorarse su paradero fue separado del Ejército por Real Orden del 14 de enero de 1901” (1923, vol. IIC: 324) Alejandro Martínez Blanco murió en Cuba, en 1933, a la edad de 85 años.
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Saber esto me permitió entender mejor lo que cuentan los autores que analizo aquí sobre los matrimonios de españoles y cubanas, que tenían, incluso, diferencias políticas. Las estadísticas corroboran estos matrimonios mixtos, en los cuales las mujeres eran, muchas veces, las que representaban el sentimiento patrio, de lo cual, se desprende su participación en la contienda del lado de los revolucionarios, su enseñanza de los hijos y su representación como el ideal de República. Las historias de estas narraciones, que yo he leído aquí como alegorías de la Nación, no son, por tanto, simples relatos de ficción; sino un reflejo de la realidad del país, donde abundaban todo tipo de conflictos políticos y raciales. Por desgracia, estos conflictos no desaparecieron con el fin de las luchas por la independencia. Por el contrario, se han repetido y se reflejan en la literatura y el imaginario social de la revolución de 1959, que reafirmó el culto al heroísmo y se declaró “heredera” de los mambises, como antes los mambises se habían declarado herederos de los indígenas. Esta misma revolución puso la ideología por encima de los afectos filiales y apeló a la “deuda de gratitud”, en la medida que defiende la tesis de que los negros son los deudores de los revolucionarios por haber acabado ellos con la discriminación en Cuba. Vista desde este ángulo la historia de la Isla, al menos, me consuela saber que, a pesar de que Nicolasa y Alejandro pensaban diferente, pusieron a un lado sus lealtades políticas para ayudar a construir con sus hijos, nietos y bisnietos la nación cubana.
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Índice onomástico
Abad, Beatriz, 211
Barrado, Francisco, 36
Antigas, Juan, 280
Barrera, Pedro, 162
Agamben, Georgio, 14, 220, 226, 229
Barreiro, José, 261
Aguilera, Francisco Vicente, 39, 59, 60, 61, 62, 67, 70, 74, 109, 110, 135
Béjar, Eduardo C. 162, 195
Anderson, Benedict, 14, 81, 83 Arnao, Juan, 84, 263, 264 Arrate, José María de, 168, 169 Arrom, José, 23, 24, 30, 233 Augier, Ángel, 142 Azcárate, Gumersindo, 186
Benjamin, Walter, 83, 166 Berrong, Richard, 160 Betancourt, José Victoriano 24, 25, 27 Betancourt, Luis Victoriano, 82, 83, 100, 251, 261 Bizcarrondo, Marta y Antonio Elorza, 180, 204, 218, 230
Bacardí y Moreau, Emilio, 104, 108, 121, 122, 123, 124, 125, 126, 198, 205, 248, 260
Bonilla, Raúl Cepero, 60, 198, 199
Bachiller y Morales, Antonio, 83, 152
Brion Davis, David, 17
Bourke, Joanna, 19 Boza, Bernabé, 255
Balboa Navarro, Imilcy 60
Burguete, Ricardo 155, 172, 173, 174, 214
Balibar, Étienne, 14, 100, 139, 180
Byrne, Bonifacio, 263, 270, 287
Balmaseda, Francisco Javier, 18, 42, 56, 64, 65, 66, 67, 68, 70, 71, 72, 73, 74, 138, 140, 143, 146, 167
Caballero y Martínez, Ricardo, 254
Baralt y Peoli, Blanca Z. 142, 143 Barcía, María del Carmen, 189, 200
Caballero, José de la Luz, 105, 121, 123 Cabrera, Raimundo, 20, 153, 198,
314
Índice onomástico
205, 247, 248, 249, 250, 251, 252, 253, 254, 255, 256, 257, 258, 259, 260, 261, 262, 263, 264, 265, 266, 267, 268, 270, 276
Chicangana-Bayona, Yobenj Aucardo, 88 Collazo, Enrique, 63, 157
Calcagno, Francisco, 24, 188, 198
Concepción Valdés, Gabriel de la (Plácido), 53, 109, 113, 238
Camprodón Lafont, Francisco, 90, 111, 147, 251, 290
Conte, Francisco Augusto, 188, 209
Canel, Eva (Agar Eva Infanzón Canel), 211, 214, 216 Carbó, Luis, 28, 33, 44 Carbonell, Néstor, 140 Carbonell, Walterio, 179, 247 Casal, Julián del, 162, 176, 180, 273 Casas, Bartolomé de Las, 82, 166, 167
Corral, Manuel, 48, 172, 173 Couceiro Rodríguez, Avelino Víctor, 97 Craig, William, 223 Cruz, Manuel de, 155, 158, 159, 161, 162, 163, 164, 165, 166, 167, 168, 169, 175, 177, 179, 180, 189, 190, 196, 258, 272 Culler, Jonathan D., 189
Casas y González, Juan Bautista, 175, 232, 233, 234
De Leuchsenring, Roig, 23, 44
Castellanos, Gerardo, 60, 73, 74
Díaz Martínez, Yolanda, 170
Castellanos, Jesús, 270, 271, 272, 274
Delumeau, Jean, 106
Díaz de Comas, Vicente, 88, 89
Cento Gómez, Elda E. 60, 61, 99
Derrida, Jacques, 22, 34, 191, 192, 193
Cervantes y Saavedra, Miguel de, 24, 25, 244, 274, 283
Doyle, Don, 112
Céspedes Argote, Onoria, 62 Céspedes, Benjamín, 236 Céspedes, Carlos Manuel de, 16, 21, 28, 31, 36, 41, 49, 52, 54, 57, 58, 59, 60, 61, 62, 63, 64, 65, 66, 67, 68, 70, 71, 72, 73, 74, 75, 81, 94, 100, 101, 109, 110, 135, 138, 139, 140, 143, 153, 163, 198, 252, 272
Durante, Francisco, 225 Edreira de Caballero, Angelina, 188 El Moro Muza, 22, 26, 37, 38, 39, 46, 66, 81, 109, 153, 211, 287 Entralgo, Elías, 181, 194, 198, 200 Escapanter, José A. 23, 24, 25, 31 Estévez, Sofía, 84 Estrada y Céspedes, Francisco, 135
Índice onomástico
315
Estrada Palma, Tomás, 74, 255
Gimbernau, Juli Francesc, 225
Fabian, Johannes, 14, 94, 147
Girard, René, 14, 105, 120, 121
Fanon, Frantz, 111
Goodmann, H., 69, 115,123, 125, 126, 187, 198, 205, 226
Soulouque, Faustin-Élie, 215, 216 Ferrer, Ada, 21 Fernández Soneira, Teresa, 64 Figueredo, Candelaria, 16, 97 Figueredo, Fernando, 74, 85 Figueredo, Pedro (Perucho), 7, 36, 97, 291
Gómez de Avellaneda, Gertrudis, 16, 19, 37, 40, 53, 59, 69, 79, 80, 85, 103, 107, 123, 126, 183, 198, 251, 261 Gómez, Máximo, 68, 84, 140, 155, 161, 163, 169, 249, 255, 260, 264 González Bolaños, Aimée, 186
Fontanilles y Quintanilla, Francisco, 46, 110, 210, 211, 212, 213, 214, 215, 216, 217, 218, 219, 220, 221, 222, 223, 224, 227, 229, 240, 290
González Echevarría, Roberto 13, 265
Foucault, Michel, 14, 125, 229, 279, 280
Greenblatt, Stephen, 13
Fornaris, José, 16, 30, 53, 80, 81, 99, 100, 101, 176 Fuente, Alejandro de la, 277 Galván González, Victoria, 239 García del Pino, César, 52 García, Juan Carlos, 215 García Marruz, Fina, 195 García Pérez, Luis, 17, 52, 53, 54, 55, 56, 57, 58, 59, 60, 61, 62, 63, 64, 65, 70, 108, 115, 126, 167
González-Stephan, Beatriz, 18 Gott, Richard, 86 Gutiérrez Carvajo, Francisco, 230, 239 Hall, Gwedolyn Midlo, 202 Hatuey, 21, 42, 81, 82, 83, 84, 152, 165, 261 Helg, Aline, 182, 200, 202, 205, 206, 255, 257 Hemmet, John, 173, 174 Heredia, José María, 30, 53, 80, 107, 109, 113 Heredia, Nicolás, 247, 250
García González, Armando, 232
Hertz, Robert, 106
Geertz, Clifford, 111
Hobsbawm, Eric, 81
Gelpí y Ferro, Gil, 43, 80, 86, 87, 91, 92, 93, 97, 147, 267
Homero, 168, 262, 263 Humboldt, Barón Alexander de, 11,
316
Índice onomástico
12, 18, 105 Hurbon, Laënnec, 184, 185, 216 Huyssen, Andreas, 34 Ibáñez, Elías, 87
272 Loveira, Carlos, 20, 157, 252, 271, 272, 273, 274, 275, 277, 278, 279, 280, 281, 282, 283, 284, 285, 286, 287, 288
Ibarra Cuesta, Jorge, 60, 100, 257, 258
Luis, William, 103
Ibarra, Ramón Domingo de, 257, 258, 276
Manzano, Juan Francisco, 103, 183
Madrigal, José A. 23, 24, 25, 31
Imbert, Anderson, 162
Marfil, Bonifacio Esteban, 170
Jameson, Fredric, 121
Márquez Sterling, Manuel, 158, 269, 272
Juan, Adelaida de, 266 Kantorowicz, Ernst Hartwig, 139, 143 Kobre, Sidney, 249 Lafuente, Modesto, 26 Lamartine, Alphonse, 142 Landaluze, Víctor P. de, 39, 76, 81, 88, 89 Leal, Rine, 23, 25, 30, 31, 33, 35, 43, 62, 64 Leithart, Peter, J. 131, 192 Llofríu y Sagrera, Eleuterio, 44, 77, 92, 110, 129 Lombroso, Cesare, 175, 231, 232, 281, 282 López Bago, Eduardo, 48, 153, 175, 210, 230, 231, 232, 235, 236, 237, 238, 239, 240, 251, 290
Martí, José, 16, 20, 34, 41, 54, 57, 58, 62, 64, 70, 77, 79, 84, 92, 94, 120, 121, 123, 138, 139, 140, 141, 142, 143, 148, 155, 157, 159, 160, 161, 162, 163, 164, 165, 168, 175, 181, 182, 183, 184, 185, 186, 187, 188, 189, 190, 191, 193, 194, 195, 196, 197, 198, 199, 200, 201, 203, 204, 205, 206, 223, 226, 234, 235, 247, 250, 252, 253, 255, 259, 264, 265, 266, 267, 269, 270, 271, 272, 273, 276, 283, 290 Martínez de Velasco, Eusebio, 210 Martínez, Miguel A, 274 Martínez Casado, Luis, 17, 43, 47, 48, 49, 50, 51, 53, 75 Matamoros, Mercedes, 198, 269, 270, 272, 287
López García, A. 171
Merino, Eloy, 176
López Gómez, Jesús, 227, 228, 229
Mestre, Antonio, 181, 232
Loret de Mola, Melchor, 42, 136,
Miguel García Mora, Luis, 180
Índice onomástico
317
Millé Giménez, Isabel, 140
Pruna, Pedro M., 232
Miró Argenter, José, 166-167, 271
Quesada y Miranda, Gonzalo, 276
Modernismo 15, 155, 161, 180, 235
Quesada, Gonzalo de, 199
Molina, Galindo, 160
Quijano, Aníbal, 93, 94
Molina, Pedro, 156
Quilligan, Maureen, 24, 106
Montori, Arturo, 279, 286, 287
Quintana, Manuel Josef, 139
Montoro, Rafael, 218, 278
Quiñones, Ubaldo Romero, 155, 171, 210, 240, 242, 243
Morales y Morales, Vidal, 118, 198 Morán, Francisco, 176, 180, 223 Moreno Fraginals, Manuel, 53, 56, 60, 169 Nápoles Fajardo, Juan Cristóbal, 21, 28, 29, 30, 35, 80, 101-102
Ramos, José Antonio, 141, 142, 272, 286 Ramos, Luis A., 152 Remos, Juan José, 30
Naranjo Orovio, Consuelo, 180
Roa, Ramón, 155, 156, 157, 158, 162, 175, 272, 274
O’Connor, D. J, 48, 241, 243, 250
Robinson, Andrew, 56-57
Ortiz, Fernando, 86, 281, 282
Robreño, Joaquín, 28, 32, 33
Owre, J. Riss, 278
Rojas, Rafael, 141
Pagden, Anthony, 94
Romanticismo 14, 24, 52, 155, 176
Palma, José Joaquín, 148, 273
Rosal Vázquez de Mondragón, Antonio del, 65, 70, 86, 171, 172
Pancrazio, James, 263 Pascual, Pedro, 170, 180 Pérez, Louis A., 119 Pérez Martínez, Herón, 12 Pichardo, Manuel S., 156 Pichardo y Tapia, Esteban, 25 Pirala, Antonio, 44 Ponce de León, Néstor, 42 Porteous, J. Douglas, 148 Prados-Torreira, Teresa, 35, 64, 66
Rosas, Julio, 63, 104, 105, 106, 107, 108, 109, 110, 111, 112, 113, 115, 121, 123, 125, 126, 198, 205, 221, 248 Sáenz y Sáenz, Eusebio, 130, 131, 132, 133, 140, 143, 144, 145, 148, 149, 150, 151, 154, 155, 156, 170, 214, 218
102, 136, 146, 152, 171,
129, 138, 147, 153, 177,
Sanguily, Manuel, 165, 180, 201, 202, 203, 204, 205, 206
318
Índice onomástico
Santovenia, Emeterio S. 140 Sarmiento Ramírez, Ismael, 86, 87, 150
Víctor y Valdés, Francisco, 17, 63, 64, 65, 96, 97, 98 Vidal y Caretas, Francisco, 234
Serra, Rafael, 183, 203, 204
Vinat de la Mata, Raquel, 68, 179
Siboneyismo 14, 15, 16, 30, 31, 39, 100
Vitier, Cintio, 13, 159, 265
Smith, Anthony D., 14, 17, 52, 84
Weyler, Valeriano 18, 67, 68, 214, 267
Smith, James Bruce, 17, 34, 84, 134, 135
White, Hayden, 166
Sommer, Doris, 18, 24, 55, 69
Zambrana y Vázquez, Antonio, 62, 63, 100, 103, 104, 112, 114, 115, 116, 117, 118, 119, 121, 126, 191, 205, 218, 221, 248
Stolcke, Verena, 151 Tormey, Simon, 56, 57 Tuan, Yi-Fu, 169, 175 Valerio, Juan Francisco, 17, 22, 23, 24, 25, 26, 27, 28, 29, 39, 40, 49 Varela y Solís, Leopoldo, 76, 86, 89, 91, 92, 93, 152
Zahonet, Félix. R., 67, 68
Zaragoza, Justo, 13, 16, 28, 31, 32, 33, 35, 36, 37, 80, 81 Zaragoza Zaldívar, Francisco, 271 Zéndegui, Guillermo, 77, 92, 97, 191