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Spanish Pages 212 [220] Year 2022
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PERSPECTIVAS ROGELIO ALTEZ
ESTUDIOS AMERICANOS. Perspectivas
Esta investigación revisa con cuidado ese proceso de fijación asido a las necesidades metropolitanas de control territorial, deteniéndose en la conformación de las relaciones con la naturaleza donde se fundaron aquellas posesiones ultramarinas. La cohabitación con esa naturaleza y todas sus manifestaciones representadas en fenómenos, morfologías, ambientes, vegetación, animales y microorganismos devino en incomodidades insalvables, desastres, epidemias, vulnerabilidad, y una materialidad siempre deficitaria que contribuyó con esos padecimientos. A duras penas reúne largos años de revisión documental en archivos y bibliotecas de América y Europa. Con un enfoque analítico transversal, reconstruye los siglos coloniales en las regiones hoy venezolanas, discutiendo categorías y derroteros metodológicos tradicionales y recientes, con base en propuestas críticas que llaman a debate más allá de su objeto de estudio particular, explorando conceptos y generalidades sobre la sociedad colonial hispanoamericana.
A DUR AS PENAS ROGELIO ALTEZ
2. Rossend Rovira Morgado, San Francisco Padremeh. El temprano cabildo indio y las cuatro parcialidades de México-Tenochtitlan (1549-1599), 2017.
En 1783 el intendente de Venezuela, Francisco de Saavedra, comentaba lo aniquilada que se hallaba la provincia, la languidez del comercio, la despoblación y la pobreza general. El eco de sus afirmaciones entonaba una retahíla ya centenaria, fundada de antiguo en una región tan diversa como desatendida por su falta de riquezas minerales. A pesar de tantas carencias y penurias, aquel desconcierto de sociedades ancladas a este territorio se levantó como república independiente, la primera en toda Hispanoamérica, surgida de la implantación colonial y, sobre todo, de sus propias formas de sobrevivir mientras estuvo fijada a los intereses imperiales.
A DURAS PENAS
1. Andrés Galera – Víctor Peralta (eds.), Historias malaspinianas, 2016.
(Montevideo, 1964) es antropólogo e historiador. Doctor cum laude en Historia por la Universidad de Sevilla. Fue profesor titular de la Escuela de Antropología de la Universidad Central de Venezuela (1998-2020). Actualmente es investigador del Departamento de Historia de América de la Universidad de Sevilla. Fundador y coordinador del Seminario de Estudios Históricos y Sociales sobre Endemias y Epidemias en América Latina (2021, Universidad de Sevilla-CIESASColegio de Michoacán-Universidad de Córdoba, Argentina), ha recibido el Premio al Libro Universitario (Universidad Central de Venezuela, 2008), el Premio Nacional de Historia (Academia Nacional de la Historia, Venezuela, 2011), el Premio Extraordinario de Doctorado (Universidad de Sevilla, cohorte 2014) y el Premio Nuestra América (CSIC-Universidad de Sevilla-Junta de Andalucía, 2015). Con amplia trayectoria en el estudio de las independencias americanas, en los procesos de vulnerabilidad, en la sociedad colonial y en antropología política, destacan, entre sus últimos títulos: Las revoluciones en el largo siglo xix latinoamericano, coeditado con Manuel Chust (Iberoamericana-Vervuert, 2015); Desastre, independencia y transformación. Venezuela y la Primera República en 1812 (UJI, 2015); Historia de la vulnerabilidad en Venezuela. Siglos xvi-xix (CSIC-Universidad de Sevilla, 2016); Historia, antropología y vulnerabilidad. Miradas diversas desde América Latina, coeditado con Isabel Campos Goenaga (El Colegio de Michoacán, 2018).
Sociedad y naturaleza en Venezuela durante el período colonial
ROGELIO ALTEZ
ISBN: 978-84-00-10982-0
CSIC
ESTUDIOS AMERICANOS. Perspectivas CONSEJO SUPERIOR DE INVESTIGACIONES CIENTÍFICAS
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Imagen de cubierta: Archivo Histórico Nacional, Madrid, Consejos Suprimidos, Libros de Matrícula, 3174, legajo 20570, «Perspectiva Arreglada a sus Perfectas medidas del Puente construido sobre el Río Manzanares de la Ciudad de Cumaná, por disposición del Señor Gobernador don Pedro Joseph de Urrutia, en el año 1766», c. 1775.
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PERSPECTIVAS ROGELIO ALTEZ
ESTUDIOS AMERICANOS. Perspectivas
Esta investigación revisa con cuidado ese proceso de fijación asido a las necesidades metropolitanas de control territorial, deteniéndose en la conformación de las relaciones con la naturaleza donde se fundaron aquellas posesiones ultramarinas. La cohabitación con esa naturaleza y todas sus manifestaciones representadas en fenómenos, morfologías, ambientes, vegetación, animales y microorganismos devino en incomodidades insalvables, desastres, epidemias, vulnerabilidad, y una materialidad siempre deficitaria que contribuyó con esos padecimientos. A duras penas reúne largos años de revisión documental en archivos y bibliotecas de América y Europa. Con un enfoque analítico transversal, reconstruye los siglos coloniales en las regiones hoy venezolanas, discutiendo categorías y derroteros metodológicos tradicionales y recientes, con base en propuestas críticas que llaman a debate más allá de su objeto de estudio particular, explorando conceptos y generalidades sobre la sociedad colonial hispanoamericana.
A DUR AS PENAS ROGELIO ALTEZ
2. Rossend Rovira Morgado, San Francisco Padremeh. El temprano cabildo indio y las cuatro parcialidades de México-Tenochtitlan (1549-1599), 2017.
En 1783 el intendente de Venezuela, Francisco de Saavedra, comentaba lo aniquilada que se hallaba la provincia, la languidez del comercio, la despoblación y la pobreza general. El eco de sus afirmaciones entonaba una retahíla ya centenaria, fundada de antiguo en una región tan diversa como desatendida por su falta de riquezas minerales. A pesar de tantas carencias y penurias, aquel desconcierto de sociedades ancladas a este territorio se levantó como república independiente, la primera en toda Hispanoamérica, surgida de la implantación colonial y, sobre todo, de sus propias formas de sobrevivir mientras estuvo fijada a los intereses imperiales.
A DURAS PENAS
1. Andrés Galera – Víctor Peralta (eds.), Historias malaspinianas, 2016.
(Montevideo, 1964) es antropólogo e historiador. Doctor cum laude en Historia por la Universidad de Sevilla. Fue profesor titular de la Escuela de Antropología de la Universidad Central de Venezuela (1998-2020). Actualmente es investigador del Departamento de Historia de América de la Universidad de Sevilla. Fundador y coordinador del Seminario de Estudios Históricos y Sociales sobre Endemias y Epidemias en América Latina (2021, Universidad de Sevilla-CIESASColegio de Michoacán-Universidad de Córdoba, Argentina), ha recibido el Premio al Libro Universitario (Universidad Central de Venezuela, 2008), el Premio Nacional de Historia (Academia Nacional de la Historia, Venezuela, 2011), el Premio Extraordinario de Doctorado (Universidad de Sevilla, cohorte 2014) y el Premio Nuestra América (CSIC-Universidad de Sevilla-Junta de Andalucía, 2015). Con amplia trayectoria en el estudio de las independencias americanas, en los procesos de vulnerabilidad, en la sociedad colonial y en antropología política, destacan, entre sus últimos títulos: Las revoluciones en el largo siglo xix latinoamericano, coeditado con Manuel Chust (Iberoamericana-Vervuert, 2015); Desastre, independencia y transformación. Venezuela y la Primera República en 1812 (UJI, 2015); Historia de la vulnerabilidad en Venezuela. Siglos xvi-xix (CSIC-Universidad de Sevilla, 2016); Historia, antropología y vulnerabilidad. Miradas diversas desde América Latina, coeditado con Isabel Campos Goenaga (El Colegio de Michoacán, 2018).
Sociedad y naturaleza en Venezuela durante el período colonial
ROGELIO ALTEZ
ISBN: 978-84-00-10982-0
CSIC
ESTUDIOS AMERICANOS. Perspectivas CONSEJO SUPERIOR DE INVESTIGACIONES CIENTÍFICAS
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Imagen de cubierta: Archivo Histórico Nacional, Madrid, Consejos Suprimidos, Libros de Matrícula, 3174, legajo 20570, «Perspectiva Arreglada a sus Perfectas medidas del Puente construido sobre el Río Manzanares de la Ciudad de Cumaná, por disposición del Señor Gobernador don Pedro Joseph de Urrutia, en el año 1766», c. 1775.
A DURAS PENAS Sociedad y naturaleza en Venezuela durante el período colonial
ESTUDIOS AMERICANOS. Perspectivas DIRECCIÓN
CONSEJO ASESOR
Laura Giraudo, Escuela de Estudios
Deborah Dorotinsky Alperstein, Instituto
Hispano-Americanos, CSIC
SECRETARÍA Marta Irurozqui, Instituto de Historia, CSIC COMITÉ EDITORIAL Antonio Acosta, Universidad de Sevilla Esmeralda Broullón Acuña, Escuela de Estudios Hispano-Americanos, CSIC
Jesús Bustamante García, Instituto de Historia, CSIC
Manuel Chust Calero, Universitat Jaume I Emilio José Gallardo Saborido, Escuela de Estudios Hispano-Americanos, CSIC
Dolores González-Ripoll, Instituto de Historia, CSIC
Manuel Herrero Sánchez, Universidad Pablo de Olavide
Ascensión Martínez Riaza, Universidad Complutense de Madrid
de Investigaciones Estéticas, Universidad Nacional Autónoma de México Marcela Echeverri Muñoz, Yale University Jaime Flores Chávez, Universidad de la Frontera-Temuco Elisa Frühauf Garcia, Universidade Federal Fluminense Ilinca Ilian, Universitatea de Vest din Timișoara Parvathi Kumaraswami, University of Nottingham Ulrich Mücke, Universität Hamburg Elizet Payne Iglesias, Centro de Investigaciones Históricas de la América Central, Universidad de Costa Rica Vanni Pettinà, Centro de Estudios Históricos, El Colegio de México José de la Puente Brunke, Pontificia Universidad Católica del Perú Fernando Quiles García, Universidad Pablo de Olavide Carmen Salazar Soler, Centre National de la Recherche Scientifique Jean-Frédérick Schaub, L’Ecoles des Hautes Études en Sciences Sociales Mariana Terán Fuentes, Universidad Autónoma de Zacatecas Marcela Ternavasio, Universidad Nacional de Rosario, CONICET
A DURAS PENAS Sociedad y naturaleza en Venezuela durante el período colonial
Rogelio Altez
CONSEJO SUPERIOR DE INVESTIGACIONES CIENTÍFICAS Madrid, 2022
Reservados todos los derechos por la legislación en materia de Propiedad Intelectual. Ni la totalidad ni parte de este libro, incluido el diseño de la cubierta, puede reproducirse, almacenarse o transmitirse en manera alguna por medio ya sea electrónico, químico, óptico, informático, de grabación o de fotocopia, sin permiso previo por escrito de la editorial. Las noticias, los asertos y las opiniones contenidos en esta obra son de la exclusiva responsabilidad del autor o autores. La editorial, por su parte, solo se hace responsable del interés científico de sus publicaciones.
Catálogo de publicaciones de la Administración General del Estado: http://cpage.mpr.gob.es Editorial CSIC: http://editorial.csic.es (correo: [email protected])
© CSIC © Rogelio Altez © De las ilustraciones, las fuentes mencionadas a pie de figura Imagen de cubierta: Archivo Histórico Nacional, Madrid, Consejos Suprimidos, Libros de Matrícula, 3174, legajo 20570, «Perspectiva Arreglada a sus Perfectas medidas del Puente construido sobre el Río Manzanares de la Ciudad de Cumaná, por disposición del Señor Gobernador don Pedro Joseph de Urrutia, en el año 1766», c. 1775. ISBN: 978-84-00-10982-0 e-ISBN: 978-84-00-10983-7 NIPO: 833-22-066-8 e-NIPO: 833-22-067-3 Depósito Legal: M-11810-2022 Maquetación: Enrique Barba (Editorial CSIC) Impresión y encuadernación: Imprenta Mundo Impreso en España. Printed in Spain En esta edición se ha utilizado papel ecológico sometido a un proceso de blanqueado ECF, cuya fibra procede de bosques gestionados de forma sostenible.
Ín d i c e
Reconocimientos y agradecimientos...........................................................................................
11
Introducción........................................................................................................................................
15
Capítulo 1. Fijados irreversiblemente...................................................................................
21
Proceso, historia, relaciones....................................................................................................
21
La sociedad implantada............................................................................................................
27
El proceso regional.....................................................................................................................
33
Fijezas.............................................................................................................................................
40
Capítulo 2. Contener la naturaleza......................................................................................
45
Adaptación....................................................................................................................................
45
Ambiente.......................................................................................................................................
56
Disposiciones formales para la contención.........................................................................
60
Capítulo 3. Los parientes pobres de Tierra Firme...........................................................
67
Resignados....................................................................................................................................
67
Una materialidad deficitaria.....................................................................................................
71
Islote a la deriva.........................................................................................................................
71
La peor tierra del mundo...........................................................................................................
76
Agrodependencia........................................................................................................................
91
Capítulo 4. Tramas vulnerables................................................................................................ 103 Infraestructuras frágiles............................................................................................................. 103 Sobreviviendo a barrancos y ríos........................................................................................... 117 Capítulo 5. La naturaleza como amenaza............................................................................. 127 Multiamenazas............................................................................................................................. 128 Coyunturas desastrosas............................................................................................................. 152
8
ÍNDICE
Capítulo 6. La prosperidad inalcanzable............................................................................. 163 Desequilibrios estructurales..................................................................................................... 163 Historicidad de una cotidianidad vulnerable...................................................................... 176 Epílogo. El inexorable resultado de un asentamiento sin elección...................... 193 Fuentes y bibliografía....................................................................................................................... 197 Índice de figuras, cuadros y gráficos........................................................................................... 211
A Virginia García Acosta, maestra, colega y amiga, quien señaló los derroteros de esta línea de investigación en América Latina. A los estudiantes de la Escuela de Antropología de la Universidad Central de Venezuela, a aquellos que pasaron por mis aulas y a todos los que hoy luchan por sobrevivir. A mis hijos, Rogelio y Benjamín, siempre. Y a Miranda, recién incorporada a la vida, con una biografía chiquita y redondita, plena de ojos muy abiertos y balbuceo. A Inés.
Reconocimientos y agradecimientos
Este libro fue escrito íntegramente durante la pandemia de la covid-19. Entre encierros y restricciones, lo comencé en Caracas y lo terminé en Sevilla. Por supuesto, no es lo mismo vivir la pandemia en una y otra ciudad. Las circunstancias de cada país exhiben contextos en extremos opuestos. Los temores que acompañan a los cuidados frente al contagio en Venezuela vienen de mucho antes, y saben a escasez, hiperinflación, crimen, totalitarismo, y la desaparición del sistema de asistencia pública, ahora apenas sostenido por hospitales derruidos y la voluntad del personal de salud, que se deja la vida en su trabajo, literalmente. Enfermarse allí ya era un riesgo antes de la llegada del virus. Vale este testimonio, pues resulta muy difícil despegar el corazón y las emociones de una realidad como esa. Poco importa alejarse; te llevas esa cotidianidad asida a la piel, a los sentidos, convertida en un afecto que sigue presente. En mi caso, además, la emoción se fragmenta y aumenta cuando pienso en mis hijos, hoy viviendo en Santiago de Chile, huyendo de esa realidad. Irse del país en el que se nace y se fundan los afectos, irse sin querer irse, siembra un dolor sin remedio. Hay un tiempo que se queda allá en el último minuto antes de partir, y no vuelve nunca más. Es el drama del inmigrante, repartido entre tiempos que no corren por el mismo riel y que no es posible unir sino bajo sus propias huellas. Hoy, cuando ya se superan los seis millones de venezolanos que han emigrado en los últimos años, asistimos, por tanto, a millones de historias atomizadas entre diferentes destinos, algunos muy remotos. Quien no ha tenido que salir de su país contra su voluntad no conoce en carne propia el dolor irremediable que acompaña al inmigrante. A mí me duele por partida doble. Nací en Montevideo y me tocó salir de allí huyendo de la dictadura. Me hice hombre en La Guaira, donde tuve a mis hijos, y maduré en la UCV, que vino a darle identidad a mi vida de inmigrante hecha pedazos desde la adolescencia. Nadie que cría a sus hijos los quiere lejos, y yo los tengo allá en el sur, a miles de kilómetros. Me consuela saberlos cerca el uno del otro, unidos, hoy acompañando la llegada de una nueva generación que vendrá con sangre venezolana y acento chileno. Tener a Rogelio y Benjamín en la distancia me genera la doble sensación de llevarlos conmigo en todo momento junto con la imposibilidad de abrazarlos y darles un beso cada día.
12
A DURAS PENAS
Ahora vine a dar a Sevilla, por segunda vez en mi biografía. Por ello agradezco, en primer lugar, al Departamento de Historia de América de la Universidad de Sevilla, que hoy me honra al haberme recibido como investigador. Este libro forma parte de los productos vinculados al Proyecto I+D+i «Medio ambiente, dinámicas urbanas y respuesta social en la Monarquía hispánica durante el siglo xviii: un estudio comparativo entre Andalucía y América» (Programa FEDER Andalucía 2014-2020, Referencia: US1263159). Su contenido intenta aportar a esos objetivos. También pretendemos aportar con este trabajo al Seminario de Estudios Históricos y Sociales sobre Endemias y Epidemias en América Latina, fundado no por casualidad en 2021, en el centro de la actual pandemia. Reunimos allí a colegas investigadores de casi toda América Latina, agrupados en una sede compartida entre la Universidad de Sevilla, el Colegio de Michoacán, el Centro de Investigaciones y Estudios Superiores en Antropología Social de México, la Universidad Nacional de Córdoba en Argentina y la Universidad de Los Andes en Chile. A ellos, mi reconocimiento por sus esfuerzos y empeños en la fundación de este seminario. Le agradezco muy sinceramente a Marta Irurozqui (CSIC, Instituto de Historia), quien me estimuló a la conclusión de este trabajo y a su presentación ante la editorial del CSIC. A su solidaridad, amistad y gran calidad como investigadora, le estoy profundamente agradecido. La admiro y la quiero mucho. Va también mi agradecimiento a Laura Giraudo (CSIC, Escuela de Estudios Hispano-Americanos), por la lectura aguda y crítica del manuscrito. Sobreviví a sus correcciones y comentarios, y por sus oportunas observaciones, este libro ahora se puede leer. Quiero mencionar con especial emoción a Emilio Luque Azcona (Departamento de Historia de América, Universidad de Sevilla), por su amistad, su compañía, su apoyo, su afecto. En todo esto ha sido fundamental, como lo es el gran cariño y respeto que me unen a él. A Raúl Navarro García (CSIC, Escuela de Estudios Hispano-Americanos), extraordinario amigo y compañero, de inalterable compromiso con la amistad. Su crítica mordaz es directamente proporcional a su honda dedicación a la investigación. Y a mi amigo y colega Raymundo Padilla Lozoya (Universidad de Colima), por los diálogos abiertos, el intercambio permanente de ideas y opiniones, y por su inmensa bonhomía. Soy un hombre afortunado. Estos agradecimientos así lo demuestran. Sin embargo, el siguiente párrafo da testimonio del pilar decisivo en mi vida como investigador. A Inés, mi compañera, mi mujer, la causa de mis sonrisas, incluso en los momentos más grises. Nada se compara con su estado de ánimo siempre entusiasta y pleno de energía. Tiene tanta que en ella me recargo. Podría terminar su mención aquí, y estaría bien, pero sería incompleto e injusto. Inés Quintero es, con diferencia, la mejor historiadora de Venezuela, y si mi palabra no es de fiar porque duermo a su lado, les invito a realizar una consulta al respecto y lo constatarán de inmediato. De ella aprendo cada día, y es una aventura hacerlo. Nuestro matrimonio de bibliotecas —como hemos llamado a la suma de anaqueles y libros comunes en casa— es testigo de una reunión que se suscribe con párrafos y mares de tinta, y viaja en una misma conversación que amanece con sus ojos y prosigue sin final, hecha de amor y
RECONOCIMIENTOS Y AGRADECIMIENTOS 13
comunicación. Estamos juntos, bendición que celebramos cada día, especialmente esos que ya pintan años de tristezas en su amada Caracas. Gracias por estar conmigo, y por hacerme sentir, entre tus brazos y tu compañía, que todos estamos juntos, en un hogar que lleva tu nombre. Caracas, 2020 - Sevilla, 2021
Introducción
First of all, the whole problem of cultural history appears to us as a historical problem. In order to understand history, it is necessary to know not only how things are, but how they have come to be. Franz Boas1
Los temas de investigación, así como los problemas que los conforman, no están ahí graciosamente frente a los ojos del investigador para su entendimiento: son una construcción analítica que sucede a las formas de comprender, lo cual, de por sí, tiene lugar en el tiempo y en el espacio en el que se encuentra ese investigador. Pensamos que, en el caso de nuestro objeto de estudio, muchos ojos e interpretaciones nos anteceden con total propiedad; no somos originales en nuestra aproximación, pero pretendemos serlo en la forma de plantear y comprender los problemas que desplegamos según observamos el tema en sí mismo. Nos proponemos realizar un recorrido que va de lo universal a lo particular, partiendo de la ineludible pertinencia que supone definir eso que es general y envuelve y determina nuestro objeto, para alcanzar su comprensión como parte constitutiva e indivisible de ese universo en el que se halla inserto. Tal recorrido se desplaza históricamente sobre un proceso conocido y altamente debatido: desde la captura y control de América luego de la expansión peninsular, hasta dibujar esas regiones que luego serán Venezuela, especialmente en sus primeros tres siglos de existencia. En ese marco temporal y espacial surgirá una sociedad, o bien un abanico de sociedades asidas a la diversidad natural en donde fueron fijadas, que interpretaremos en su complicada relación con el contexto fenoménico y morfológico en el que desarrollaron su existencia. De entrada, tropezamos con la dificultad de una definición. La sociedad que surgió y se desenvolvió en América entre los siglos xvi y xix ofrece una serie de problemas
Boas, 1920, p. 314.
1
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A DURAS PENAS
interpretativos que figuran un asunto conflictivo desde su origen. Aquello que llamamos sociedad colonial hispanoamericana condensa un espectro de tensiones que se asoman con su sola denominación. Es, ante todo, un problema categorial múltiple sumido en océanos discursivos especialmente historiográficos. Los discursos de la investigación científica no operan sobre palabras, únicamente sujetas a su compromiso etimológico y a sus diferentes acepciones, sino sobre categorías con funciones conceptuales, analíticas y descriptivas, cuyo compromiso es epistemológico. Tales categorías están dotadas de contenidos que, a su vez, hallan sentido en ciertos universos de interpretación. Las disciplinas científicas figuran esos universos, y los discursos que despliegan al respecto, además, poseen sentidos y contenidos que permiten las funciones de esas categorías de acuerdo con sus ámbitos de interpretación y corrientes teóricas. Conceptos científicos paradigmáticos como «función» y «sistema», por ejemplo, no significan exactamente lo mismo en biología que en sociología. Y esto se complica aún más si tales conceptos se orientan en relación con ciertas corrientes teóricas. Decir «sociedad colonial hispanoamericana», por tanto, no solo supone un problema con relación a «colonia» o «Hispanoamérica»; lo es también la definición de sociedad. Cada una de estas categorías cuenta con significados asidos a contextos semánticos historiográficos, sociológicos, antropológicos, entre otros, cuya función puede alcanzar matices metodológicos e incluso ideológicos. En nuestro caso, intentaremos elaborar una definición que, ante todo, se ubique en el extremo opuesto de las ideologías, todas ellas. Asimismo, ciertos aspectos que son transversales al problema, o los problemas, de aquella sociedad se anteponen a su interpretación. Algunos de ellos los seguiremos como derroteros analíticos. Es el caso de la noción de implantación, que conduce a comprender la fundación de aquella sociedad, sus conflictos originales, las diferentes formas en que los resolvió o los reprodujo en el tiempo y en el espacio, sus sucesivas cristalizaciones, su consolidación, hasta llegar al cese de su eficacia. La forma en la que fue implantada esta sociedad, e incluso todas sus variaciones históricas y geográficas, es determinante en sus resultados posteriores, ya cercanos o inmediatos, como en sus manifestaciones de mayor alcance en el tiempo. Otro aspecto que representa un derrotero interpretativo en esa dirección subyace a la noción braudeliana de fijeza, la cual, según el maestro francés, supone ese afianzamiento a los espacios que observaba en las grandes civilizaciones, a partir de la cual las sociedades producen relaciones con la naturaleza que las envuelve en sus asentamientos. Aquí se impone una discusión con este concepto al observarlo con relación al caso hispanoamericano, pues no estamos hablando de una «civilización» ni de una fijeza construida por su asentamiento milenario, sino de una fijación impuesta por intereses de expansión, luego imperiales. La gran utilidad metodológica y analítica del término nos permite esta extrapolación, y su aplicación, aquí por negación, da cuenta de tal utilidad. Parece que el ejemplo más accesible continúa todavía siendo el de la coacción geográfica. El hombre es prisionero, desde hace siglos, de los climas, de las vegetaciones, de las poblaciones animales, de las culturas, de un equilibrio lentamente construido del que no puede apartarse sin correr el riesgo de volverlo a poner todo en tela de juicio.
INTRODUCCIÓN 17
Considérese el lugar ocupado por la trashumancia de la vida de montaña, la permanencia en ciertos sectores de la vida marítima, arraigados en puntos privilegiados de las articulaciones litorales; repárese en la duradera implantación de las ciudades, en la persistencia de las rutas y de los tráficos, en la sorprendente fijeza del marco geográfico de las civilizaciones.2
Llamaba la atención de Braudel la articulación complementaria entre movilidad y estabilidad en las civilizaciones, a lo que se refirió en diversas oportunidades a lo largo de su obra, insistiendo en la importancia del segundo aspecto, que entendía como «una historia casi inmóvil» que describía como «lenta en fluir y en transformarse, hecha no pocas veces de insistentes reiteraciones, de ciclos incesantemente reiniciados».3 En las largas duraciones que advirtió Braudel, comprendió que la fragua de las civilizaciones tenía lugar en esa estabilidad sobre el espacio, sin contradecir las expansiones geográficas, como una tozudez orgánica propia de las sociedades que acababa por anclarlas a sus asentamientos en una búsqueda incesante por el acomodo. Podemos entender, sobre la base de estos argumentos, que la relación con la naturaleza no tiene lugar, en el caso hispanoamericano, como un proceso cultural, sino como un conflicto que se sucede a la sujeción de aquella sociedad a ese espacio, a esos ambientes, y a las regularidades fenoménicas con las que tuvo que convivir sin solución de continuidad. Lo que se presenta como un conflicto elemental en el caso de los asentamientos originales de civilizaciones o sociedades humanas —la resolución de la convivencia con la naturaleza, sus formas, manifestaciones y regularidades— aquí no fue resuelto por procesos culturales de articulación simbólica progresiva, sino por la propia implantación y sus despliegues materiales, sociales e históricos. Las relaciones humanas que se produjeron durante la larga duración colonial entre todas las sociedades que acabaron conformando Hispanoamérica, así como aquellas producidas con la inconmensurable variabilidad natural que se halla en semejante vastedad territorial, las podemos advertir y comprender a través del mismo proceso histórico que implantó y desarrolló esas sociedades. Sus resultados, sean los que fueren, se explican a partir de ese proceso, y no de otra manera. Si aquel conflicto elemental derivó en formas vulnerables de existencia, en materialidades deficitarias, y en incomodidades largamente sostenidas, se debe a causalidades históricas que pueden advertirse analíticamente en la observación de ese proceso. Esto, que así entendemos en el caso de las regiones hoy venezolanas con relación al desarrollo de su existencia durante aquellos siglos, se convierte en tema y problema de investigación. Todo lo que observamos al respecto, bajo un extenso entretejido documentado sobre aquel proceso, viene a dar en eso que llamamos «Venezuela», ardid metodológico que nos permite unificar en un solo objeto aquello que luego será, irreversiblemente, una unidad histórica y social. Ajustamos así a este caso de estudio la afirmación de Habermas:
Braudel, 1966, p. 71. Braudel, 1968, p. 16.
2 3
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A DURAS PENAS
«La unidad de la historia es un resultado, y no algo garantizado desde el principio por el proceso de la formación de un sujeto que se generase a sí mismo».4 Venezuela no es una teleología que se desprende del tercer viaje de Colón o las perlas de Cubagua; es un resultado histórico que se va conformando, desde el siglo xvi en adelante, sobre esas regiones y las diferentes comunidades que allí se asentaron y se entrelazaron por implantación, fragmentadas geográfica e históricamente como realidad inexorable por trescientos años, y finalmente unificadas por recursos administrativos que la dotaron de instituciones cuya función insospechada va a ser, precisamente, la de conjuntar tales regiones como base territorial de su futuro republicano. De todo ello nos ocuparemos aquí, en el intento de plasmarlo con una mirada diferente a la de nuestros predecesores en el tema. Este estudio cuenta con antecedentes que sirven de derroteros interpretativos. Otras investigaciones que hemos desarrollado sobre el tema y sus problemas son tributarias de este trabajo y sobre ellas, en más de una oportunidad, apoyaremos la información, datos, documentación y reflexiones. Todo esto que esbozamos enhebra el esquema de este libro, distribuido en seis capítulos que escalan entre el análisis, la interpretación y la descripción. Desplegamos inicialmente, en los primeros dos capítulos, una plataforma teórica que soporta nuestro enfoque sobre los procesos históricos, con arreglo al eje analítico de la investigación: la implantación de la sociedad colonial hispanoamericana, su inexorable fijación al territorio, y su resultado regional vinculado al territorio hoy venezolano. Sobre dicha plataforma interpretativa construimos la crítica a nuestro objeto de estudio, y la iniciamos, en el capítulo tercero, con la expresión que Pierre Chaunu utilizó para referirse a estas regiones en particular: «Los parientes pobres de Tierra Firme». A partir de este segmento realizamos una descripción densa de los siglos coloniales en este territorio, evidenciando su materialidad deficitaria y una equívoca relación con la naturaleza, sus morfologías y regularidades, como resultado concreto de su proceso histórico y social. Del cuarto al sexto capítulo ahondamos en nuestro recorrido histórico trasladando la mirada hacia aspectos aún más específicos, directamente articulados con la propia existencia y el transcurrir de aquella sociedad en estos contextos ambientales y naturales. Proponemos, con base en todo lo anterior, que las relaciones producidas con esa naturaleza cristalizaron en forma de amenazas y multiamenazas, conformando graves y dilatadas coyunturas desastrosas que alcanzaron la fase final del proceso colonial como adversidades directamente proporcionales al cese y al colapso de aquellas estructuras. Finalmente, en nuestro epílogo realizamos una síntesis analítica de lo observado, concluyendo críticamente sobre el efecto de la implantación en la larga duración. Advertimos, sobre la base de la información tratada y el enfoque con el que nos aproximamos al proceso, que la producción y reproducción de estructuras vulnerables, la relación equívoca con la naturaleza, la conversión de las regularidades fenoménicas en amenazas in-
Habermas, 1996, p. 448.
4
INTRODUCCIÓN 19
salvables, la conformación de materialidades deficitarias como ambiente y contexto de existencia, y el enraizamiento de una pobreza endémica, representan algo más que una característica insoslayable de esos siglos, y se figuran como la sociedad colonial en sí misma, al menos en este caso. Pensamos que, seguramente, no se trata de un ejemplo aislado y que sin duda muchas realidades de América Latina han de coincidir con buena parte de los resultados históricos observados. Estamos convencidos, por tanto, de que el análisis crítico de esa larga duración conduce a la comprensión de procesos de hondo calado estructural, conformadores de sociedades que alcanzaron la modernidad a zarpazos sin necesariamente haber transformado su condición más conspicua: la de realidades profundamente vulnerables.
Capítulo 1
Fijados irreversiblemente
Proceso, historia, relaciones Nos hemos dispuesto aquí al análisis y comprensión de ciertas sociedades del pasado que hicieron vida sobre territorios y ambientes específicos, diversos y complejos, sometidos a intereses de todo tipo y a toda clase de fuerzas de la naturaleza. Entre intereses y fenómenos, aquellas sociedades, como todas las de nuestra especie, produjeron su historia. Para lograr nuestro cometido hemos recurrido a teorías, premisas, categorías y métodos que, combinados entre sí, nos han ensanchado el horizonte de la comprensión sobre realidades que se nos manifiestan a través de textos que leemos en la documentación que legaron, y que aún sobreviven en contextos que siguen allí, transmutados entre regularidades fenoménicas y cambios históricos, llenos de huellas y cicatrices que testimonian tiempos con velocidades y escalas múltiples. Nuestro trabajo parte de un axioma sustancial: los seres humanos no se contentan con vivir en sociedad, sino que producen la sociedad para vivir, como ha dicho Maurice Godelier.1 Se advierte aquí una característica sustancial de nuestra especie: la sociedad en sí misma, como condición natural que nos garantiza la supervivencia, no es suficiente; nos hace falta transformarla.2 Producir la sociedad, por consiguiente, es algo más que ser una especie social: es una condición no biológica que nos distingue de otras especies igualmente sociales. Cuando esas otras especies sociales han de cambiar algo en su patrón de existencia lo hacen con fines adaptativos; esto es, acomodando su forma de organización y reproducción a las
Godelier, 1989, p. 17. Para una definición temprana sobre las diferencias entre las sociedades humanas y animales, véase Marx, 1965, p. 78. 1 2
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constricciones del ambiente y la naturaleza donde hacen vida. Los seres humanos también lo hacemos, pero nuestras formas de organización van más allá de la adaptación al medioambiente; las hemos cambiado infinidad de veces y no son las mismas entre sociedades ni a través del tiempo. Ni siquiera lo son ante ambientes de idénticas características en diferentes partes del planeta. La producción de la sociedad no ocurre por impulsos gonadales o presión ambiental, ni como recurso adaptativo. La inmensa variedad de formas de organización social humana da cuenta de ello. Diferencias claras en los patrones de asentamiento o en el uso de los recursos ambientales evidencian que la relación con la naturaleza no depende de una misma estrategia adaptativa ni de un modelo único de relación. Grandes civilizaciones utilizaron la fuerza hidráulica para el riego o las corrientes para la navegación, en tanto que otras comunidades solo ven en el agua una fuente de bebida, de comida a través de la pesca o acaso un vehículo para la cocción. La ilimitada variedad en las formas de alimentación y consumo de proteínas, además, demuestra que no existe un recurso único de sustento para la supervivencia. Culturas milenarias rechazan la carne de cerdo con fuertes prohibiciones basadas en la fe, cuando otras hacen un festín con sus proteínas y grasas. Las diferencias entre las sociedades humanas no solo se advierten en sus formas de organización, sino a través del tiempo. Todas las formas de organización social que los seres humanos han producido se han transformado. Si conocemos alguna que haya desaparecido, vemos allí la prueba de su transformación, no de su evaporación. El Imperio romano desapareció, pero las formas de sociedad que le sucedieron hasta el presente representan la cristalización y decristalización sucesiva de las transformaciones históricas de aquellos antepasados.3 Las transformaciones de las sociedades conforman la existencia de la especie humana, y en ellas se aprecia nuestra forma particular de pasar por el tiempo: la historia. La pervivencia de características, tradiciones o formas de parentesco milenarias en algunas sociedades no representa la inalterabilidad de su existencia. Cada uno de esos aspectos se ha resignificado a través del tiempo, y su presencia sostenida por miles de años contiene esas resignificaciones, así como su plasticidad histórica y simbólica. A la vuelta de siglos de movilidad humana, hasta las sociedades de dinámicas más lentas, o bien aquellas que Lévi-Strauss llamó «frías», han acomodado sus estructuras de cara al contacto con otras sociedades, ya por beneficio propio como por ser explotadas.4 La historia de la humanidad es la de sus transformaciones sociales. La especie existe desde mucho antes de las civilizaciones, y ha producido formas de existencia tan variadas como las dietas o los rituales; sin embargo, todo lo ha transformado en el tiempo. Podemos explicar cada una de esas transformaciones según los conflictos de poder que observemos, o bien a la vuelta de invasiones, guerras y sometimientos, así como a partir de profundos 3 Para los conceptos de cristalización y decristalización, aunque con relación a otros objetos de investigación, véase Glick, 2005, p. 220. 4 Claude Lévi-Strauss explicó su mirada sobre la «historia» y la «cronología» en El pensamiento salvaje, donde se detuvo a describir las sociedades «frías» y «calientes», asunto que no deja de llamar a debate a los antropólogos. Las primeras, menos susceptibles a la historia; las segundas, donde el tiempo es, en sí mismo, historia. Véase Lévi-Strauss, 1964.
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cambios discursivos e interpretativos en el seno de sus sistemas de pensamiento, y hasta por el cruce de fenómenos o microorganismos capaces de condicionar esos cambios en medio de marcos catastróficos. No obstante, más allá del cambio, es decir, de aquello que cristaliza como resultado del proceso de transformación, interesa comprender analíticamente ese proceso. Si la transformación de las sociedades es una condición propiamente humana, en su interpretación hallaremos la comprensión de los procesos históricos. La dinámica de la existencia de nuestras sociedades representa un constante movimiento en el tiempo, solo perceptible analíticamente, y no en el curso de los hechos o en su vivencia directa. «El cambio, pues, no es un desfile que se puede ver conforme pasa».5 Los seres humanos, a diferencia de los elementos, no cambiamos por el paso del tiempo, sino a través del tiempo. Nuestra exposición al tiempo no conduce solo a una «duración», independientemente del término utilizado por Braudel, pues no nos hallamos simplemente expuestos a su paso. El tiempo de los seres humanos es histórico, no es solo biológico ni fenoménico, ni el resultado de hallarnos sometidos al hecho físico de durar. Hacemos de nuestra existencia algo que trasciende la exposición al tiempo, pues nuestra dinámica de transformación tiene lugar en el tiempo, y no por el tiempo. Tal dinámica constante es, como ha sugerido Thomas F. Glick, un proceso permanente de cristalización. La cristalización de una sociedad se observa en la aparente permanencia de sus estructuras, en su seductora invariancia, en su relativa fijeza. Su proceso opuesto, la decristalización, enseña la pérdida estructural de la función de los entramados sociales, el desgaste del modo de producción. Ambos procesos pueden coincidir, ocurrir simultáneamente en una misma sociedad, pues la dinámica de los procesos históricos nunca se detiene y su sentido más hondo es la propia transformación.6 La humanidad es, al fin y al cabo, el despliegue planetario de diferentes formas de organización social desarrolladas por una especie que cuenta con la capacidad de cambiarlas en el tiempo. El problema está en comprender cómo cambia, y no por qué. Cambia porque es su naturaleza; las formas en las que cambia nos revelan los problemas de cada sociedad en ciertos contextos y momentos de su devenir, y ese es el objeto de estudio por antonomasia de la antropología y de la historia.7 La particularidad de cada proceso de transformación social es un aspecto de esa condición. El problema a observar no se encuentra simplemente en las formas históricas de organización (los modos de producción que explicó Marx), sino en qué hace que se produz-
Geertz, 1996, p. 14. Hemos adaptado ambos conceptos, cristalización y decristalización, con ese sentido para este trabajo. 7 La conciencia sobre el cambio permanente en las sociedades humanas como una de sus propiedades no es un descubrimiento del evolucionismo y sus derivados científicos modernos; ya existía a comienzos del siglo xviii. Giambattista Vico, Principi di una scienza nuova d'intorno alla commune natura delle nazioni, Napoli, Stamperia de'classici latini, 1859 [original de 1725], por ejemplo, ya aseguraba que «el mundo de la sociedad civil» contenía «las fuentes perennes del cambio» (citado en Malefijt, 1983, p. 72); no obstante, será más de un siglo después cuando esta base analítica de los procesos humanos conforme las teorías fundamentales sobre nuestra especie alcanzando los razonamientos de Darwin, Wallace o Marx, por ejemplo. 5 6
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ca el proceso de transformación en esas organizaciones. Todo parece indicar que esto tiene lugar en el seno de las relaciones sociales de producción, tal como ha explicado Hobsbawm: Sean cuales sean las relaciones sociales de producción, y sean cuales sean las otras funciones que puedan tener en la sociedad, el modo de producción constituye la estructura que determina qué forma tomarán el crecimiento de las fuerzas productivas y la distribución del excedente, cómo la sociedad puede o no puede cambiar sus estructuras y cómo, en momentos apropiados, puede ocurrir u ocurrirá la transición a otro modo de producción.8
En otra característica que nos define, los humanos dotamos de contenido las relaciones sociales, y al cambiar en el tiempo, ese contenido tampoco es invariable, como no lo es asimismo entre sociedades: Las relaciones sociales no son cosas. No existen sin la intervención y la acción de los hombres, que las producen y las reproducen a diario, lo que no implica que se reproduzcan cada vez idénticas a cómo eran la víspera o el día anterior. Todas las relaciones son realidades en flujo, en movimiento, y en ese movimiento se deforman en mayor o menor medida, se alteran, se erosionan cotidianamente, desaparecen o se metamorfosean a un ritmo imperceptible o brutal, según el tipo de sociedad al que pertenezcan.9
Esto trasciende el ámbito de lo social e incluye, por supuesto, la naturaleza y sus fenómenos, sus manifestaciones, regularidades, retornos, morfologías, microorganismos, energías, elementos, especies, todo cuanto no es humano, pero se encuentra al alcance sensoperceptible o imaginable, según sea el caso. Con todo ello establecemos relaciones, ya simbólicas, materiales, biológicas, económicas y, especialmente, históricas. Estas relaciones, como las sociales, también poseen contenidos que son contextualmente determinados. Un temblor de tierra en 1610 no se percibe ni se comprende de la misma manera que un sismo en el siglo xxi. El fenómeno es el mismo, pero el hecho histórico que se sucede tras su manifestación, desde luego, no lo es. Se entiende, por tanto, que mientras las relaciones sociales de otras especies funcionan como recursos de adaptación y son sostenidas en el tiempo según la utilidad de dichas funciones, los seres humanos hacemos de las relaciones sociales una forma específica de producción que ha de variar tantas veces como sociedades existan, y ha de transformarse en el tiempo tantas veces como haya de suceder. Nuestras relaciones sociales son relaciones de producción, no relaciones biológicas de adaptación.10 La premisa Hobsbawm, 2002, p. 170. Godelier, 1989, p. 37. 10 «Las relaciones sociales de producción y reproducción (esto es, organización social en el sentido más amplio) y las fuerzas materiales de producción no pueden separarse». Hobsbawm, 2002, p. 159. Las relaciones sociales también son relaciones de poder, estructuras que ponen en orden a la sociedad y producen el sentido con el que operan las relaciones de producción. 8
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fundamental que alcanzó Marx al respecto así lo aclara: «en la producción social de su vida, los hombres contraen determinadas relaciones necesarias e independientes de su voluntad, relaciones de producción, que corresponden a una determinada fase de desarrollo de sus fuerzas productivas materiales».11 La función de esas relaciones, sin duda, es la reproducción de la vida; no obstante, si fuesen de la misma naturaleza que las de otros animales sociales, no habrían de cambiar jamás. El objetivo de todas estas estructuras comunitarias es su conservación, es decir, la reproducción como propietarios de los individuos que la componen, es decir, su reproducción en el mismo modo de existencia, el cual constituye al mismo tiempo el comportamiento de los miembros entre sí y por consiguiente constituye la comunidad misma. Pero al mismo tiempo, esta reproducción es necesariamente nueva producción y destrucción de la forma antigua.12
Cada modo de producción es, en sí mismo, un modo de vida de la especie, una forma particular de su existencia que permite la supervivencia, la reproducción y el resto de las funciones concomitantes, siempre variables en el tiempo. Por ello «la primera premisa de toda existencia humana y también, por tanto, de toda historia, es que los hombres se hallen para “hacer historia”, en condiciones de poder vivir»; que los humanos produzcan los medios para la supervivencia y reproduzcan en el tiempo ese modo particular de sobrevivir.13 A decir de Godelier, «los demás animales sociales también son sin duda producto de una historia, pero de una historia que ellos no han hecho».14 Hacer la historia supone, entonces, la transformación de la naturaleza para la satisfacción de la existencia y, a su vez, la transformación de la sociedad, en ese mismo hecho y en el tiempo. La producción de la existencia es la producción de la sociedad, al igual que de la historia y de todos los modos de producción, formas de organización, explotación, desigualdades, creencias, instituciones, en fin, relaciones propiamente humanas. Nuestro paso por el tiempo supone, así, una forma diferente de transcurrir, una dinámica asociada a la producción, reproducción, transformación, desaparición de ciertos modos de vida y aparición de otros nuevos.15 Este transcurrir encierra un movimiento que le es propio, igualmente independiente de los instintos y las hormonas, o de los ambientes y la adaptación. Se trata de una dinámica múltiple y heterogénea que es intrínseca a los procesos históricos. No son velocidades ni causalidades mecánicas: es historia. En consecuencia, definimos proceso histórico como la dinámica del transcurrir de una sociedad y de sus relaciones, las que la conforman en su organización, las que sostienen en el tiempo con otras sociedades, con su espacio de asentamiento y, por consiguiente, Marx, 1989, pp. 6-7. Marx, 1859, en la edición de Godelier, 1976a, p. 39. 13 Marx y Engels, 1974, tomo I, pp. 26-27. 14 Godelier, 1989, p. 17. 15 Godelier, 1976b, p. 295. 11 12
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con la naturaleza. Se trata, por tanto, de advertir la articulación indefectible entre proceso histórico, sociedad y existencia. Tal articulación es, en sí misma, la realidad de nuestra especie y, al mismo tiempo, es una sinonimia epistemológica. Esta concepción de la historia consiste, pues, en exponer el proceso real de producción, partiendo para ello de la producción material de la vida inmediata, y en concebir la forma de intercambio correspondiente a este modo de producción y engendrada por él, es decir, la sociedad civil en sus diferentes fases, como el fundamento de toda la historia.16
Las sociedades humanas no son «bolas de billar duras y redondas», «internamente homogéneas y externamente diferenciadas y limitadas», a decir de Wolf.17 Son entidades plásticas en continuo movimiento interno y hacia su exterior, cuyas relaciones están en conflicto permanente a pesar de su duración, expuestas a procesos de transformación lentos o brutales, y dispuestas para la asociación, beneficiosa o perjudicial, con otras sociedades. Son productos colectivos «siempre inacabados, en vía constante de realizarse, de construirse y darse un sentido», explica George Balandier, por lo que puede concluirse, además, que «todo orden social es problemático y vulnerable».18 Esos «sistemas de desigualdad y dominación», como agrega luego Balandier, existen en relación con la naturaleza, y no como entes perfectamente diferenciados del ámbito donde se asientan. La escisión epistemológica entre cultura y naturaleza es solo un producto cultural, y no tiene nada que ver con la realidad de los procesos humanos. Sustraer esa relación en el desarrollo de una investigación no solo reduce la capacidad de comprensión de los procesos, sino que conduce a equívocos interpretativos sobre las sociedades humanas. Toda la concepción histórica, hasta ahora, ha hecho caso omiso de esta base real de la historia, o la ha considerado simplemente como algo accesorio, que nada tiene que ver con el desarrollo histórico. Esto hace que la historia se escriba siempre con arreglo a una pauta situada fuera de ella; la producción real de la vida se revela como algo prehistórico; mientras que lo histórico se manifiesta como algo separado de la vida usual, como algo extra y supraterrenal. De este modo, se excluye de la historia la actitud de los hombres hacia la naturaleza, lo que engendra la oposición entre la naturaleza y la historia.19
La comprensión analítica de las sociedades es la misma comprensión de los procesos históricos, y esto no puede realizarse sin comprender, a su vez, las diferentes relaciones que la sociedad observada ha producido con la naturaleza en la que se asienta. La historia, al fin y al cabo, es «un proceso único de interacción entre los seres humanos y la naturaleza, que puede ser interpretado por referencia a varias totalidades sociales mutuamente limitantes», aclara Josep R. Llobera. La variedad de esas totalidades sociales da
Marx y Engels, 1974, p. 40. Wolf, 1987, p. 19. 18 Balandier, 1975, pp. 12-13. 19 Marx y Engels, 1974, p. 19. 16 17
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cuenta de las transformaciones en el tiempo, pero también de los cambios en la interpretación de la realidad, y con ello de la naturaleza; por tanto, Llobera agrega: «Los elementos solo adquieren significado cuando están relacionados con otros elementos en el conjunto», pues «las cosas pueden ser lo que son y también su opuesto».20 La cuestión fundamental en historia entraña el descubrimiento de un mecanismo tanto para la diferenciación de varios grupos sociales humanos como para la transformación de un tipo de sociedad en otro, o la falta de tal descubrimiento.21
Las relaciones de producción, relaciones sociales en sí mismas, son relaciones con la naturaleza, cuyos sentidos y contenidos funcionan según contextos (simbólicos, materiales, históricos), y tampoco son eternos.22 Ni siquiera las relaciones aparentemente más invariables, como las de parentesco, conservan un único sentido afectivo a través de los siglos. Padres e hijos producen afectos mutuos cuyos contenidos y significados operan según el contexto histórico y simbólico en el que tienen lugar; no es lo mismo ser hijo en la Inglaterra victoriana que serlo en la Caracas del siglo xxi, y tampoco es lo mismo ser madre en la Francia del siglo xviii que en la del siglo xx. La forma de la relación es la misma, pero su contenido ha cambiado con el tiempo. Sucede igual con las relaciones que se establecen con la naturaleza, en todo contexto y en todo momento. Todo lo anterior sintetiza nuestra plataforma interpretativa. Pensamos que los procesos históricos, esa dinámica del transcurrir de las sociedades humanas, despliegan todas las formas de organización social y modos de producción a través del tiempo y del espacio, y enseñan en esa dinámica las transformaciones que igualmente producen mientras reproducen su existencia. Sostenemos que esto debe comprenderse, a su vez, observando también las relaciones que se establecen, reproducen y transforman con la naturaleza donde esas sociedades hacen vida. En la comprensión de esa articulación simbólica y material entre historia, sociedad, existencia y procesos naturales, subyace el análisis histórico de los procesos humanos. Todo esto, conjunto de herramientas para el análisis, lo disponemos para la comprensión de una sociedad en particular, difícil de asir a un solo concepto que la explique en una única definición, y apostada sobre una dinámica problemática y analíticamente compleja, como lo es la sociedad colonial hispanoamericana.
La sociedad implantada Si bien existe una clara convergencia epistemológica entre los autores antes consultados y las premisas que hemos tomado al efecto, esos planteamientos, en su origen, nunca tuvie Llobera, 1980, p. 79. Hobsbawm, 2002, p. 156. 22 La primera explicación sociológica sobre el sentido y el contenido de las relaciones y las «acciones» sociales la alcanzó Max Weber, y la seguimos aquí como hilo interpretativo. Weber, 1964, pp. 137142, especialmente. 20 21
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ron como objeto ni fueron desarrollados para analizar un problema, o bien una sociedad como la que trataremos aquí. Nos enfocamos sobre un espacio y ciertos grupos específicos de la sociedad colonial hispanoamericana que de por sí representan una dificultad metodológica y analítica dada su heterogeneidad, extensión, diversidad, contradicciones y cambios en sus procesos. Con todo, es necesario partir de una definición general y envolvente sobre aquella sociedad que nos permita comprenderla como tal y como objeto de estudio. Pensamos que es imposible comprender la relación con la naturaleza que una sociedad produce y reproduce a través del tiempo sin definir a esa sociedad. Esa definición debe prestar atención, ciertamente, a los procesos que determinaron sus formas de asentamiento, sus articulaciones con los intereses que condujeron a la ocupación de ese espacio, las transformaciones consecuentes, y las cristalizaciones y materializaciones que resultan de todo ello. Cualquier intento por analizar esas relaciones con la naturaleza que produce una sociedad sin pasar por una definición al respecto podría conducir a equívocos metodológicos e interpretativos. Ese «apiñamiento empíricamente verificable de interconexiones entre personas» — tal como Wolf ha definido en forma sintética el concepto de sociedad— sin duda debe comprenderse igualmente como un conjunto de relaciones, interrelaciones, intercambios, conexiones y todo cuanto la existencia humana puede sugerir en su desplazamiento en el tiempo, que no es otra cosa que el proceso histórico mismo. No hay diferencia entre historia y sociedad, pues la una no puede concebirse sin la otra. Esta noción de sociedad, desde la profunda simpleza con la cual Wolf la define, nos conduce también a apoyarnos en sus propias palabras para subrayar su condición de abstracción con funciones analíticas: «A lo largo de toda esta obra seguiré empleando la palabra con esta misma acepción con preferencia a otro significado no tan claro».23 Por encima de sus especificidades, la sociedad colonial hispanoamericana representó una variedad de estratificaciones sociales que merece «una elaboración teórica particular y por tanto parcial», como indica Balandier, añadiendo que esa «es la condición de toda sociología comparativa de las estratificaciones».24 En palabras de Godelier, se trata de una «teoría comparada de las relaciones sociales» que, al mismo tiempo, se propone la «explicación de las sociedades concretas aparecidas en el curso irreversible de la historia».25 La sociedad colonial hispanoamericana es, al fin y al cabo, una forma histórica de estratificación social, diferente a sus contemporáneas, a las anteriores y a las posteriores, y por ello parece pertinente que vaya acompañada de la precisión «hispanoamericana» cuando se pretenda extender una definición al respecto. En palabras de Balandier: Es pues importante determinar mejor las condiciones de formación y de utilización de las nociones empleadas para calificar las estructuras de desigualdad y dominación. Lo que lleva a considerar: por una parte las exigencias lógicas para fijar estrictamente el sentido
Wolf, 1987, p. 33. Balandier, 1975, p. 118. 25 Godelier, 1976b, p. 295. 23 24
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de cada uno de los términos —el de la estratificación social mantenido por el momento en sus acepción más amplia—; por otra parte las circunstancias históricas y geográficas que han provocado la elaboración y la especialización en cuanto a su empleo se refiere, de cada una de estas nociones; la historia permite mirar la génesis, los procesos de constitución de lo real y la construcción de teorías que lo expresan; la geografía manifiesta la diversidad de formas de estratificación que son contemporáneas distribuidas en el espacio y obliga así a una interpretación fundada en la comparación.26
Se tropieza, también, con un problema epistemológico: la sociedad colonial hispanoamericana, hasta el presente, no ha sido definida con propiedad teórica desde disciplinas cuyo objeto es, precisamente, la comprensión analítica de las sociedades humanas, como la sociología o la antropología, lo cual conduce a equívocos y confusiones interpretativas.27 Algunas propuestas, sin embargo, han venido a contribuir con el análisis. Serrera plantea la existencia de una sociedad colonial a secas, identificada por una serie de «patrones de diferenciación social no coincidentes que terminaron dando origen a ciertos desajustes y contradicciones entre, por ejemplo, condición legal y estatus social, o entre estos y las funciones socioeconómicas de los distintos grupos que integraban el organismo indiano». Complementa lo dicho citando a Heraclio Bonilla: son «jerarquías múltiples basadas en diversos criterios de rango social que se hallan interrelacionados, pero que distaban mucho de ser idénticos».28 Sin duda la voz colonia o colonial encierra conflictos interpretativos que no pueden desprenderse fácilmente de su contenido semántico, el cual, en todo caso, está sujeto al sentido que cada contexto (histórico, social, discursivo) le otorga. Esa relación problemática con la denominación sobre el período se complica aún más cuando en el siglo xx se conforma el rechazo general, especialmente en el seno de las ciencias sociales, al llamado neocolonialismo, o segunda expansión europea, que tuvo lugar desde finales del siglo xix hasta la Primera Guerra Mundial, aproximadamente. La connotación negativa del término colonial condujo a su transformación en categoría éticamente comprometida, hacia un proceso de sustitución de la noción colonia como categoría descriptiva de un período en particular: «fuera por parte de los partidarios o de los adversarios de la expansión colonialista, “colonia” cobró una significación única: la de un territorio extranjero sometido a una dominación política casi exclusivamente dirigida hacia la explotación económica llevada a cabo por los capitalistas metropolitanos en provecho de la potencia económica y militar del Estado-nación».29
Balandier, pp. 122-123. Reconocemos, no obstante, los esfuerzos realizados por Bonilla, 2011, si bien no todos los estudios presentados allí apuntan a resolver el problema de una definición epistemológicamente sustentada; mientras que el trabajo de Serrera Contreras, 2011, sí logra precisiones pertinentes y con el sentido teórico que señalamos, quizás por primera vez en la historiografía americanista. 28 Serrera Contreras, 2011, p. 138. Cursivas originales. 29 Lempérière, 2004, p. 112. Luego señala la necesidad de cautela a la hora de utilizar estos conceptos y plantea el uso de «Antiguo Régimen» (pp. 113 y 119). Aunque no estamos de acuerdo en sen26 27
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El paso de un uso descriptivo y ajeno a la polémica o al uso político, o bien el trasvase de una voz ideológicamente vacía hacia un término ideológicamente confuso pero polivalente, no es ajeno tampoco al proceso historiográfico. Contra la evidencia de una estabilidad semántica desde el siglo xv hasta mediados del siglo xix, sostengo que durante el siglo xviii la locución colonia hace el tránsito de vocablo unívoco y relativamente poco polémico a concepto sociopolítico fundamental de la modernidad occidental e ibérica. Esto quiere decir que para principios del siglo xix proliferan los sentidos de «colonia» y se cristaliza conceptualmente una comprensión de la experiencia colonial, marcadamente diferente de la de principios del siglo xviii. Esa conceptualización —no necesariamente recogida por los diccionarios de la época— será usada como prisma de manera varia y polémica por actores del mundo ibérico para designar, evaluar o criticar la relación de América con España.30
El sentido analítico del término debe justificarse teóricamente, en todo caso, y no blandirse ideológicamente. Tampoco cabe dar la espalda a la conflictividad que representa su uso, incluso en sentido descriptivo, como bien explica Ortega, aunque con otro objeto.31 Convertir colonia en categoría histórica conduce a señalar su particularidad, e incluso sus particularidades, pues no fue una unidad absoluta e idéntica en todo momento. En un sentido básico, colonizar un espacio significa ocuparlo con gente extraña, ajena al lugar, como explicó Covarrubias en 1611, quizás por primera vez de manera formal y de cara a cómo será entendido hasta el presente: «Colonia es puebla, o término de tierra que se ha poblado de gente extranjera, sacada de la ciudad, que es señora de aquel territorio, o llevada de otra parte».32 Esta acepción viene a complementarse en 1780: «Cierta porción de gente que se envía de orden de algún príncipe, o república, a establecerse en otro país: llámese también así el sitio o lugar donde se establecen».33 Ocupar los espacios bajo este movimiento que resulta estratégico o formalizado hace coincidir el hecho en sí mismo con lo que se entendía por ello en aquel contexto discursivo y semántico, así como lo hace coincidir con su práctica. Como categoría histórica, colonia es eso, esencialmente; sin embargo, debe quedar claro que la forma en la que se llevó a cabo no fue idéntica en cada caso, como tampoco lo es a través del tiempo, es decir, históricamente. No lo hicieron de la misma forma, ni lo harán en el futuro, los franceses, los ingleses, los portugueses, alemanes, belgas, holandeses…
tenciar al tiempo pre-independencias, o anterior a los Estados nacionales americanos, con la generalidad «Antiguo Régimen» (el gran ardid de François-Xavier Guerra), aceptamos aquí lo comentado por Lempérière en su sentido más amplio y en su advertencia sobre los significados diferentes en las realidades aludidas. 30 Ortega, 2011, p. 14. 31 Ibidem, p. 29. 32 Covarrubias, 1611, p. 448. 33 Real Academia Española, 1780, tomo 1, p. 243.
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Se trata, por tanto, de comprender un proceso histórico, y por consiguiente social, en su marco específico, tanto temporal como geográfico. En este sentido, lo fundado desde la llegada de los europeos a América, por sus características específicas, fue una sociedad colonial. Las diferencias históricas con otras experiencias a las que les cabe el término deben comprenderse en sus características distintivas, precisamente.34 Creemos que aquella fue, sin duda, una sociedad colonial, y su particularidad histórica la diferencia de otras experiencias coloniales en la historia, y de ahí que resulte pertinente comprenderla como el resultado distorsionado de un modelo de diferenciación social castellano impuesto por reglamentación, negociación o coerción, circunstancialmente entrecruzado con jerarquías indígenas, cuya expresión concreta se desplegó a través de tres formas características de distinción de calidades: la jurídica, la genealógica y la fenotípica, todas ellas con manifestaciones estratigráficas heterogéneas, regionalmente diferenciales e históricamente dinámicas. Esta particularidad histórica que refleja, a su vez, un proceso social específico puede ser denominada sociedad colonial hispanoamericana; no ha existido otra con estas características.35 Esta definición pretende ofrecer una categoría con funciones metodológicas, una herramienta que contribuya con la decodificación de una realidad compleja, heterogénea, múltiple, de larga extensión territorial y temporal, que no persigue homologar ni cosificar, sino comprender sus contradicciones y complejidades, precisamente. Pensamos que la categorización con este sentido permite atender tales heterogeneidades y multiplicidades en sus dinámicas sociales, históricas, regionales e incluso simbólicas. Llama la atención Serrera sobre ciertos riesgos que son propios a los intentos por definir esta sociedad colonial. El primero de ellos, que tomamos como punto de partida interpretativo, supone «la costumbre de aplicar un mismo modelo de análisis a la totalidad de las Indias, tanto a las áreas nucleares (México, Perú o Nueva Granada) como a los espacios periféricos (Chile, Venezuela o el Río de la Plata), con muy distintos esquemas de poblamiento y sistema administrativo, y con diversos grados de integración económica dentro del Imperio».36 La sociedad colonial hispanoamericana es una abstracción con fines analíticos, pues está claro que no se trató de una misma sociedad y que su proceso histórico se extendió sobre un amplísimo territorio tan diverso como socialmente diferenciado. No obstante, si bien es una abstracción, no es una entelequia, sino una realidad histórica difícil de enfocar interpretativamente, y de ahí la necesidad de precisarla metodológicamente. Buena parte de la historiografía analítica sobre este proceso, cuando se dispone a analizar y comprender aquella sociedad, incurre en generalizaciones que, como bien explicó Serrera, derivan de la observación de los grandes núcleos hispanoamericanos, como México o Perú, preferentemente. En estas miradas ha privado una interpretación
Pensamos que un aporte sustancial al problema colonial para las ciencias sociales en general, con foco en el caso africano, lo alcanza Balandier, 1970. 35 Retomamos y ampliamos la definición que alcanzamos en otra oportunidad. Véase Altez, 2016a y 2016b. 36 Serrera Contreras, 2011, p. 134. 34
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centrípeta enfocada en esos núcleos como si a partir de ellos se explicara toda Hispanoamérica, excluyendo las particularidades. Esas interpretaciones, imantadas por la robustez de semejantes desarrollos, olvidan que se trata de espacios que ya estaban ocupados por grandes civilizaciones imperiales que arropaban en sus dominios a millones de personas, lo que claramente resulta incomparable con otras áreas americanas. Sobre dichas civilizaciones, además, el impacto de la reducción demográfica luego de la conquista, tan evidente como innegable, ha ofrecido a esas interpretaciones excluyentes un derrotero analítico que también generaliza el efecto hacia el resto del proceso. Si se observan todos los casos al respecto se podrá advertir que la dominación y la ocupación de América en beneficio de los intereses europeos, no se produjo de la misma manera en todas partes.37 Si los procesos de conquista, ocupación y dominación no tuvieron lugar con las mismas estrategias en todos lados, las sociedades que van a desarrollarse, en consecuencia, tampoco pueden ser consideradas de una misma manera, pues su proceso de conformación, en buena medida, procede de esas formas diferenciales de captura de territorios y personas. La sociedad colonial hispanoamericana, en este sentido, resulta de un proceso de implantación que deriva de la expansión europea y que agrupa en su desarrollo, en primer término, a las poblaciones indígenas preexistentes, y luego a los esclavos africanos. El proceso de control y explotación de esos territorios es también el proceso de repoblamiento en provecho del Imperio castellano (en este caso), lo que obliga a ver ese repoblamiento en su dinámica histórica y geohistórica. Por un lado, en la descendencia de esos europeos y de los indígenas sobrevivientes o beneficiados, así como de los africanos, destinada a la reproducción de la esclavitud, básicamente, pero también aportando otras calidades sociales producto del mestizaje (como lo harán todos), o del cimarronaje, e incluso de beneficios aislados cuando, en condición de negros libres, prestaron servicios a la Corona.38 Por otro lado, esas dinámicas históricas tienen lugar sobre espacios geográficos específicos (diversos también, sin duda), que deben ser comprendidos en relación con la sociedad. The colonial settlements established and developed by European states and their subjects in the early modern period were characterized by remarkable heterogeneity, both in their individual composition and when viewed comparatively against one another. In large measure, this heterogeneity emerged from the mixing and melding pell-mell of diverse peoples of varied geographical and cultural provenance. […] Also contributing to the divergence of colonial societies from their original models, and from each other, were
Acerca de la reducción demográfica de la población amerindia, véase Livi-Bacci, 2016 y, para una interpretación que subraya la combinación de factores: Altman y Krause, 2020, p. 424. 38 La unidad histórica imperio —a partir de la cual reconocer la administración y dominación de las posesiones americanas para el caso «español»— nos parece adecuada, pues a pesar de que esa unidad está demarcada por la extensión temporal del dominio, y no por las diversas formas, estrategias y estilos desplegados en ese tiempo, se ajusta a ciertas características que le son propias. Al respecto, nos hacemos eco de las consideraciones de Hausser y Pietschmann, 2014, pp. 3-4. 37
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differences of terrain, climate, disease, and a host of other ecological and epidemiological factors, many of which were unknown in Europe and to which European colonists were compelled to adapt.39
La implantación, asimismo, no solo debe observarse en el progreso genealógico y generacional de la población que se desarrolló en los primeros siglos, pues no es únicamente un proceso social. Es también un proceso material, a través del cual se sustituyen y entrecruzan estrategias y tecnologías indígenas con las transferidas o impuestas desde Europa, y es igualmente un proceso simbólico, pues la evangelización, por un lado, condujo a la producción de nuevas interpretaciones de la realidad y del orden universal de todas las cosas a través de la conversión al cristianismo y el control eclesiástico de la fe, y, por otro, la creación de un cuerpo de leyes igualmente diverso y eventualmente contradictorio que intentó contener aquella infinita heterogeneidad social e institucional. «Se trata de la conformación inicial de un conjunto de relaciones que progresivamente van definiéndose como la totalidad colonial».40 El proceso de implantación, por tanto, efecto concreto y simbólico de la expansión europea, ha de comprenderse en relación con las causas del salto transoceánico dado por la cultura occidental. La búsqueda de riquezas minerales, tierras fértiles, mano de obra, y grandes posesiones que robustecieran los poderes señoriales del Viejo Mundo, fue el motor de aquella expansión y sobre esa dinámica han de leerse sus resultados. En el caso de Venezuela, de sus regiones y de su sociedad, hemos realizado una primera aproximación al respecto, donde creemos haber demostrado el largo efecto de la estrategia metalista sobre este territorio y sus procesos subjetivos y materiales en forma de una estructura profunda identificada como vulnerabilidad.41
El proceso regional La unidad histórica de este territorio y esas sociedades, y su significado como problema analítico, no suponen una unidad sociológica, ni mucho menos cultural, en el sentido nacionalista del término. Reconocerla como unidad histórica, tal como lo hemos planteado, es un ardid metodológico, toda vez que sabemos del resultado posterior de aquel proceso, es decir, su cristalización como república, su proceso de fundación como nación y su unidad territorial sobre la base de las mismas regiones prácticamente inconexas durante tres siglos. En rigor, se trataba de un conjunto de zonas de realización histórica de la implantación que habían evolucionado en forma más o menos independiente entre sí, y en las cuales se
Paquette, 2015, p. 280. Carrera Damas, 1981, p. 10. 41 Altez, 2016b. 39 40
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percibía una marcha accidentada hacia la integración que solo se tornaría viable ya entrado el siglo xx.42
Tomamos, además, otra determinante analítica: el hecho de que ese territorio, compartido insospechadamente como una unidad por varios siglos, será el primer elemento que unifique a esas sociedades. Asimismo, durante el tiempo colonial tiene lugar un proceso de desarrollo y concentración administrativa sobre dicho territorio que lo va conformando como tal unidad, lo que contribuye, por tanto, a que esas sociedades se articulen históricamente dentro de ese proceso, unas con otras progresivamente, dotando con ello de mayor sentido analítico a su calificación como objeto de estudio. Las une, además, un marco geográfico diverso pero agrupado bajo constricciones naturales que contribuyeron con un evidente aislamiento espacial en relación con otras jurisdicciones vecinas, que va de la mano con el proceso de concentración administrativa que le definió como unidad ante los ojos de la metrópoli, y luego ante la fundación de la nación y la república. Siguiendo el esquema de la implantación, el proceso de establecimiento de esta sociedad colonial deriva de los vectores propios de la expansión europea sobre un territorio cuya característica esencial fue la escasez de metales preciosos. Desde las primeras aproximaciones hasta su control administrativo general, las regiones hoy venezolanas atravesaron un proceso de ocupación desmembrado y virtualmente inconexo, apoyado en intentos y fraguas específicas que comenzaron por «núcleos primarios» coincidentes con las primeras estrategias de ocupación y dominación del territorio, sin que ello necesariamente condujese de inmediato a la penetración y asentamiento en el mismo.43 Esto, por lo general, no supuso de entrada la intención de conformar una sociedad; sin embargo, sobre estos núcleos han de constituirse en adelante los desarrollos regionales más estables que darán paso a la sociedad colonial. La advertencia acerca de este asunto tiene por objeto atender lo que representó ese proceso histórico, especialmente en estas regiones de estudio. Nos apoyamos en el esquema propuesto por Cardozo, Vázquez y Urdaneta con relación a este problema y la historiografía venezolana sobre la colonia.44 El punto de partida de sus argumentos se enfoca en el hecho de que la ocupación original de estos territorios, producto de migraciones precolombinas y asentamientos indígenas, «no los realiza un mismo grupo aborigen». Los asentamientos resultantes de las migraciones procedentes de diversos lugares de América condujeron a una ocupación diferencial del territorio, con relaciones interétnicas también diferenciales y eventualmente antagónicas, y con un producto final que representó «sociedades diversas con procesos históricos específicos». De entrada, esto fractura la idea de cualquier unidad territorial-cultural que de por sí es inexistente, imaginada como una unidad histórica «originaria» o precolombina.
Ríos de Hernández, 1981, p. 47. Esta noción de «núcleos primarios» la tomamos de Beroes, 1981. 44 Cardozo, Vázquez y Urdaneta, 1998. 42 43
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Luego, «la conquista y colonización hispanas no respondieron a un plan uniforme de ocupación, poblamiento y organización político-administrativa», prosiguen los autores citados. Junto a la precisión acerca de los núcleos primarios de ocupación, podemos razonar que sobre aquel territorio originalmente ocupado por indígenas (que no por ello guardaban relaciones entre sí), cuyos vínculos (cuando los había) eran diferenciales y no necesariamente estables ni armónicos, se fue desarrollando una ocupación hispánica lenta pero progresivamente integradora, la cual tuvo lugar a través de recursos institucionales, coercitivos, negociadores, sociales y simbólicos, para acabar conformando regiones articuladas por entidades administrativas e intercambios económicos inmediatos (circunstanciales, espasmódicos y no siempre exitosos) entre esas regiones (y en su interior), con otros espacios coloniales, y vinculadas o no con la metrópoli. Por lo tanto, se trata de un proceso «producto de la coexistencia de regiones históricas cabalgando en espacios y tiempos diferentes; regiones no integradas ni idénticas, con características propias y diferenciables en sus líneas vinculatorias o contradictorias con la totalidad del proceso local, regional, continental y mundial».45 Esto significa que aquella sociedad colonial se conformó aquí desde ese proceso histórico concreto y sobre el proceso social, heterogéneo y contradictorio, que supone el despliegue de la sociedad colonial hispanoamericana. La conformación de estas regiones históricas sucede al desarrollo de los núcleos primarios y al asentamiento que tendrá lugar luego de las fundaciones más importantes, aquellas que sirvieron de base al control del territorio y que, en su mayoría, perduraron sin solución de continuidad. No obstante, la vastedad territorial que hoy se reconoce como Venezuela reservó grandes áreas sin mayor ocupación que algunas poblaciones indígenas marginadas o automarginadas, e incluso espacios despoblados, como efecto del desinterés inicial en zonas carentes de oro, plata o cobre, y también por el rechazo a fundar en condiciones ambientales incómodas para los peninsulares. […] la implantación geohistórica del poblamiento hispánico no ocupó por igual todo el territorio e incluso evitó extensas áreas geográficas. Hubo, de esta forma, espacios percibidos como repulsivos por la extrema aridez, factor que explica las bajas densidades humanas en Paraguaná y la Guajira, sectores orientales de la isla de Margarita, Araya y Coro. O por la humedad y densidad vegetal excesivas en el delta del Orinoco, áreas selváticas guayanesas y amazónicas de clima tropical lluvioso, sur del lago de Maracaibo, selvas de San Camilo y Ticoporo y los llanos bajos inundables de Apure.46
Siguiendo el esquema de la implantación, el repoblamiento del territorio como resultante de la ocupación europea tiene lugar sobre regiones que hoy podemos orientar cardinalmente en relación con Caracas, la ciudad fundada como parte del proceso de captura de tierras y búsqueda de metales preciosos que se convertirá, a partir de media-
Cardozo, Vázquez y Urdaneta, 1998, p. 122. Rodríguez, 2007, p. 213.
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dos del siglo xvii, en la punta de lanza de aquel territorio.47 Teniendo, pues, como referencia a Caracas, podemos precisar geográficamente ese proceso de repoblamiento y ocupación de las regiones hoy venezolanas según su orientación: oriente, occidente, llanos o región central, y región guayanesa. A pesar de algunos intentos aislados y esporádicos de fundaciones puntuales, «el poblamiento de Venezuela comenzó por el oriente», dice Rodríguez. En realidad, esta región también tuvo un primer intento fundacional que solo duró un par de décadas a comienzos del siglo xvi, en el contexto del rescate de perlas anclado a la isla de Cubagua, específicamente, y que fracasó por diversos motivos, abandonando el objetivo hasta retomarlo en 1569, con la fundación definitiva de Cumaná. Tardará un siglo, aproximadamente, en penetrarse el territorio con propiedad, lo que sucederá con las misiones y la sujeción de indígenas por la vía de la evangelización, y también por el control armado de la zona. La Provincia de la Nueva Andalucía, jurisdicción de la región, se crea en 1568, aunque en realidad va a consolidarse entre finales del siglo xvii y comienzos del xviii. El desarrollo de la región occidental también encontró tropiezos y avances espasmódicos, aunque supuso un proceso más sistemático y exitoso. Comienza con la fundación de Coro en 1527, de la mano de la contratación que la Corona suscribió con los Welser, producto de lo cual aquella avanzada fue protagonizada por conquistadores alemanes. El objetivo del contrato fue encontrar una ruta hacia el Pacífico y, desde luego, hallar oro. Ninguna de las dos cosas sucedió, aunque de estos intentos se fundaron importantes enclaves que luego serán base de nuevas fundaciones: El Tocuyo, en 1545; Barquisimeto, en 1552; Valencia, en 1555, y Trujillo, en 1558. Este avance hacia la región andina con proyección hacia la zona central va a encontrarse con las fundaciones provenientes del territorio neogranadino: Mérida, 1558; San Cristóbal, 1561; La Grita, 1576; Barinas, 1577; Pedraza, 1592, y Gibraltar, 1592, puerto ubicado en el Sur del Lago de Maracaibo, fundamental en el control comercial de la región durante el siglo xvii. El lago, por cierto, representó el vehículo más efectivo para el contacto entre los Andes y la salida al mar, a través de Maracaibo. La conquista del valle de Caracas, a finales de la década de 1560, representó el comienzo de la avanzada sobre los llanos. Ya la fundación de Valencia había posicionado las intenciones en esa dirección, pero será Caracas la ciudad que impulse la consolidación definitiva de todo este territorio que, recién a finales del siglo xviii, ofrece una unidad administrativa de cara a la posterior conformación republicana. La ocupación y control de los llanos no contó con la sistematicidad y continuidad de la región occidental-andina. Las avanzadas hacia las extensas llanuras ocurrieron desde el centro-norte, pero también desde los Andes. Esta ocupación contará con fundaciones que corren entre finales del siglo xvi, todo el xvii y buena parte del xviii. Fue un terreno hostil, a pesar de contar Pensamos que es más oportuno y pertinente hablar de repoblamiento con relación al proceso de captura, fundación y ocupación del territorio americano por parte de la avanzada europea, toda vez que se trata de tierras previamente ocupadas por sociedades precolombinas, y no es «poblada», sino reordenada en su ocupación y distribución poblacional a partir de la administración colonial de las Indias. El repoblamiento de América, en este sentido, forma parte del proceso material de implantación colonial. 47
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con grandes extensiones fértiles, y demasiado amplio como para lograr una ocupación rápida y sostenida. Mucho tiene que ver en este largo proceso de consolidación regional el hecho de que no hubo, como veremos, redes de comunicación eficientes ni vínculos interregionales que consolidaran contactos comerciales prósperos. En buena medida, todo el proceso colonial escogió mirar hacia los puertos marítimos, con gran preferencia, dando la espalda a los afianzamientos regionales internos. La última región en consolidarse fue la guayanesa-amazónica. Selvática, irrigada por serpenteantes ríos, atravesada por el imponente Orinoco y poblada por comunidades indígenas que no siempre estuvieron dispuestas a las negociaciones con los peninsulares, esta zona estimuló los delirios sobre El Dorado. Desde las primeras décadas del siglo xvi hubo penetraciones, exploraciones y diversos intentos por fundar allí enclaves estratégicos. Las expediciones de Diego de Ordaz (1531) o Alonso de Herrera (1535) evidencian esos intentos tempranos. Más tarde, Walter Raleigh incursionará en la región y despertará el interés de potencias competidoras que atrajeron aventureros y comerciantes franceses, holandeses e ingleses, contribuyendo con las dificultades para controlar plenamente el territorio. La primera fundación de importancia, Santo Tomé de Guayana, en 1595, sufrió incendios, saqueos y mudanzas hasta asentarse de forma definitiva «en el lugar denominado Los Castillitos» hacia 1746.48 Las fundaciones posteriores comenzarán a finales del siglo xvii a impulsos de misiones, y no será hasta la segunda mitad del siglo xviii cuando la región quede finalmente consolidada como posesión española, a la vuelta de la expedición de los límites.49 El empaque administrativo que acabó conjuntando estas regiones fue decisivo en su resultado posterior como base de la nación. Debe entenderse, al mismo tiempo, como la cristalización territorial del proceso histórico colonial y, a su vez, como un aspecto esencial en su decristalización. Tuvo lugar sobre la base de estrategias jurisdiccionales, institucionales y administrativas desplegadas por la Corona española desde la ocupación del territorio de la actual Venezuela en el siglo xvi. Las primeras demarcaciones territoriales, contenidas en las capitulaciones firmadas con conquistadores de mayor o menor éxito, permitieron el trazado de provincias que, en adelante, darán forma administrativa a estas posesiones. Más tarde, a partir de la unificación resultante, se esgrimieron los primeros argumentos políticos según los cuales se señaló como una unidad territorial aquello que fue agrupado bajo una misma jurisdicción con el nombre de Capitanía General de Venezuela desde 1777.50 Con los mismos argumentos, por otro lado, se han defendido y reclama Rodríguez, 2007, p. 244. «La labor misional en Guayana se inició en la segunda mitad del siglo xvii, pero se había frenado por las características propias de la región: su lejanía a la costa norte, vía principal de penetración y asentamiento progresivo, su economía de subsistencia, las grandes dificultades para el abastecimiento debido a los enormes y torrentosos ríos, extensas selvas y la presencia de indígenas belicosos.» Donís Ríos, 2010, p. 95. 50 De entre la gran cantidad de trabajos al respecto, referimos dos que resultan emblemáticos y mejor perfilados que muchos otros: González Oropeza y Donís Ríos, 1989; y Briceño-Iragorry, 1934. 48 49
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do aquellas fronteras originales (sin ningún éxito) ante potencias y vecinos como Brasil, Colombia o el Reino Unido. Esos límites definen hoy una soberanía que indefectiblemente ha sido la base concreta y el espíritu imaginado de la nación. La unidad administrativa que supuso la Capitanía General, y un año antes la creación de la Intendencia de Real Ejército y Hacienda, acabó articulando regiones y «provincias autónomas, que incluso tuvieron dependencias diferentes y cambiantes de distintas audiencias», como el primer paso de una escalada irreversible de «centralización en ascenso a favor de la Provincia de Venezuela o Caracas».51 Fue la expresión de la «madurez de la colonia», tal como algunos autores han imaginado el siglo xviii, especialmente luego del lento proceso de consolidación del territorio llevado a cabo en los siglos anteriores. Sin duda, este proceso colonial de definición del territorio fue controlado, y sobre todo aprovechado, desde poderes centralizados en ciudades que históricamente dominaron extensiones mayores, como Maracaibo, Cumaná y, especialmente, Caracas, la capital de todo a partir de 1776. El poder centrípeto de la capital de la Provincia y el crecimiento «lento pero continuo», como lo describió Chaunu, le otorgaron a Caracas la primacía regional desde la segunda mitad del siglo xvii hasta el presente.52 Con todo, su concentración de poder administrativo y económico nunca garantizó, como tampoco lo hace ahora, la unidad territorial de todas las regiones ni su articulación interna. Fue un proceso desintegrado, de característica propia y diferenciable, contradictoria, heterogénea y multilineal.53 Es un territorio que semeja un «mosaico», en palabras de Frédérique Langue, o un «archipiélago», como lo define Elías Pino Iturrieta al hacer referencia al accidentado proceso decimonónico de articulación republicana desplegado sobre estas regiones que, como islas flotando en un océano de contradicciones, parecían dibujar la realidad geográficamente desmembrada del territorio reclamado como Venezuela.54 Fueron «las islas continentales» que vio Chaunu en ese lento y espasmódico proceso de conformación colonial que acabó articulando «dos o tres masas mal soldadas entre sí», al referirse a las regiones de oriente, occidente y centro.55 Lo que vendrá a unir esas comarcas es el proceso nacional a partir de todos sus efectos, tanto en lo concreto como en lo simbólico e ideológico, de manera que, para hacer referencia a la historia de estas regiones en cuanto que temporalmente anteriores a la nación, resulta pertinente señalarlas como regiones hoy venezolanas, pues el gentilicio no se corresponde con la realidad histórica que envolvió la larga duración colonial.
González Oropeza y Donís Ríos, 1989, p. 112. Chaunu, 1983, p. 99. 53 Así lo describen Cardozo, Vázquez y Urdaneta, 1998. 54 Langue, 2010; Pino Iturrieta, 2001. Del trabajo de Langue, 2010, p. 283, tomamos lo siguiente: «Del territorio conocido como Capitanía General de Venezuela y, más adelante, Audiencia de Caracas, siempre se ha resaltado el carácter de mosaico, característica que perdura, dicho sea de paso, a lo largo de la historia republicana —es el “país archipiélago” ejemplificado por Elías Pino Iturrieta— y, de cierto modo, en los imaginarios políticos hoy en día. De hecho, inmensos espacios han sido dejados a la buena voluntad o al interés de los colonos y evangelizadores hasta bien entrado el siglo xviii». 55 Chaunu, 1983, p. 93. 51 52
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El estudio de esas regiones, de por sí, no debe ser confundido con la historia fraccionada del territorio nacional ni la suposición de la existencia de tales regiones antes del proceso histórico que las conformó. Las regiones hoy venezolanas se fraguaron de la mano de «múltiples tendencias centrípetas» que, como se observa, entendemos impulsadas por los poderes locales en un movimiento histórico hacia lo regional, «representadas por diversos flujos de dependencia económica, eclesiástica, judicial, administrativa, débiles en los siglos coloniales».56 Con todo, y como han notado los expertos en historia territorial venezolana, en el caso de estas regiones, las «provincias genésicas» contaron con continuidades históricas y cierta estabilidad jurisdiccional desde el siglo xvi o xvii, según sus respectivas fundaciones.57 Esas provincias, integradas luego por la real cédula en la Intendencia de Real Ejército y Hacienda el 8 de diciembre de 1776, son las siguientes: Venezuela o Caracas, Cumaná, Guayana, Maracaibo, y las islas de Margarita y Trinidad. Hay que incluir otras instancias que, tarde o temprano, alcanzaron autonomía jurisdiccional, o bien la detentaron con anterioridad y se encontraban entonces sumidas en otros territorios: Mérida, Coro y Barinas. Salvo Trinidad, el resto de las provincias conformarán un año después a la Capitanía General, y luego de la independencia, a Venezuela. La continuidad jurídico-administrativa fraguada con este decreto perduró en la vida nacional, y la cartografía histórica parece ser el único recurso capaz de vincular aquella vastedad regional inconexa y de escasa densidad demográfica. La escalada institucional que se inició en 1776 con la Intendencia continuó con la Capitanía General y la creación del Obispado de Mérida en 1777; le siguieron la Audiencia de Caracas en 1786, el Obispado de Guayana en 1790, el Real Consulado de Caracas en 1793 y la Arquidiócesis de Caracas en 1803. No fue un acelerado proceso institucional: fue vertiginoso. En menos de treinta años se habían creado siete instituciones que transformaron la administración de aquellas regiones, casi intactas desde el siglo xvi. Todo esto, desde luego, tuvo consecuencias especialmente políticas, antes que económicas o sociales, y se verán expresadas de manera inconexa o paroxística, dependiendo del momento y el contexto, ya en los últimos años del siglo xviii. Sobre estas regiones como conjunto geográfico escribieron, desde un sentido moderno, Humboldt y Agustín Codazzi, uno tributario del otro. Son, quizás, los primeros en definirlas con criterios más formales y no sujetos a la lógica del informe o descripción oficial. Aseguró Humboldt que sobre «las provincias reunidas en la Tierra Firme» se desplegaban «tres zonas distintas extendidas de Este a Oeste».58 Más recientemente las han sintetizado en tres conjuntos de la siguiente manera: «litoral-montaña-agricultura, sabana-llanos-ganadería y bosques-ríos-caza salvaje, suponen en cada uno, relaciones de correspondencias objetivas entre los factores diferenciadores, que se traducen en espacios continuos, extensos y relativamente homogéneos de uso de la tierra».59
Cunill Grau, 1991, p. 47. Véase González Oropeza y Donís Ríos, 1989; Donís Ríos, 2011. 58 Humboldt, 1956, vol. II, p. 235. 59 Rojas López, 2007, p. 77. 56 57
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Continuaba Humboldt: «hay que observar, y esta observación es muy importante para los que quieran conocer a fondo el estado político de las diversas colonias, que la distribución de las tres zonas, la de los bosques, la de los pastos y la de las tierras labradas, no es igual donde quiera, y que en ninguna parte es tan regular como en el país de Venezuela».60 Codazzi reiteró, básicamente, lo dicho por el sabio alemán, optando por mayores detalles sobre la zona de los llanos, quizás por ser la apuesta hacia el crecimiento económico con el que soñaba la naciente república del siglo xix. La geografía de Codazzi viene a ser la primera obra sobre las condiciones naturales de la Venezuela republicana.61 Otro alemán, Wilhelm Sievers, añadió una cuarta región a las tradicionalmente reconocidas: «el litoral del Norte, de relieve alternado y de modalidades bien distintas», junto a la advertencia de otros espacios ahora observados con precisión geográfica: «la cordillera de los Andes, las grandes llanuras fluviales… y los terrenos antiguos del Este».62 No obstante, no será hasta la descollante actuación del geógrafo y pedagogo catalán Pablo Vila, así como la de su hijo Marco Aurelio, cuando se reconozcan las regiones geográficas como «regiones naturales de Venezuela», tal como al presente se demarcan sobre el territorio nacional: Los Andes, cordillera de la Costa Central, cordillera de la Costa Oriental, sistema de Colinas Lara-Falcón, Guayana, Insular, depresión del lago de Maracaibo, Llanos, región deltaica del río Orinoco.63 Esta precisión geográfica es heredera de las capitulaciones genésicas, de la administración colonial y de la unidad jurisdiccional que resulta de ello, reconvertida en patria a partir de la independencia. Lo que observamos aquí como proceso regional entre los siglos xvi y xix es indivisible de su proceso social; ambos, solo separados como recurso metodológico, configuran el proceso histórico colonial de las regiones hoy venezolanas y de la sociedad que se conformó sobre esos ambientes y condiciones naturales.
Fijezas El ardid Venezuela —para hacer referencia al pasado de aquel territorio que solo será una unidad a partir de la construcción republicana— contiene todas las variables que lo articulan como problema histórico y social, presentes en la dinámica de su proceso, de su transcurrir, como aspectos decisivos en su transformación, cambios, y contradicciones características de su existencia. Esto incluye su relación con la naturaleza, en todas sus condiciones. Lo que ocurre a través de ese proceso histórico es la producción de una sociedad que, en nuestro caso, la sabemos cristalizada como Estado-nación más adelante, pero la observamos aquí en ese transcurrir, en su producción histórica en desarrollo.
Humboldt, 1956, vol. II, p. 236. Véase Codazzi, 1940. 62 Sievers, 1931, p. 135. 63 De Pablo Vila: 1960 y 1965. De Marco Aurelio Vila: 1950 y 1952. 60 61
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«¿Qué es entonces una civilización sino el antiguo emplazamiento de una determinada humanidad en un determinado espacio?», planteó Braudel. No obstante, esta no es una civilización, pero nos vale metodológicamente el planteamiento, pues se trata de varios núcleos de emplazamiento que se fueron constituyendo en regiones consistentes a la vuelta de los siglos coloniales, independientemente de que, entre ellas y en esencia, no siempre existió una relación en tanto que territorio unificado. Fueron islas, en todo caso, que flotaron en un espacio que solo podrá ser una unidad tiempo después, pero que se va conformando como tal unidad en ese proceso. Otra cita del propio Braudel, haciendo alusión a las civilizaciones y nuestra especie, resulta metafóricamente articulada con nuestro problema: «Hasta entonces, y cada vez más, a medida que se remonta el curso de los siglos, estuvo repartida en planetas diferentes, cada uno de los cuales alojaba una civilización o una cultura particulares, con sus originalidades y sus opciones de larga duración».64 Esta base territorial, administrativa y geográfica funciona, también, como base material y natural, como marco físico del transcurrir, lo que nos permite observar dicho proceso bajo las premisas del maestro francés: fijeza y larga duración. Son esas progresiones, esas «series», esas «largas duraciones» las que han retenido nuestra atención: dibujan las líneas de huida y, regularmente, la línea del horizonte de todas esas perspectivas de la vida material. Todas ellas introducen un orden, suponen equilibrios, hacen deducirse permanencias y constantes, todo aquello que es, en suma, algo más explicable dentro de ese aparente desorden. «Una ley —decía Georges Lefevbre— es una constante». Evidentemente, se trata en este caso de constantes a plazo largo o mediano […]. La vida material se somete más fácilmente a esas lentas evoluciones que los otros sectores de la historia de los hombres.65
Una sociedad no existe flotando en el espacio y en el tiempo sino, precisamente, en relación con un espacio (cuando menos) a través del tiempo. Tal relación produce, a su vez, contenidos y significados que son el resultado concreto y simbólico de ese proceso, y esto es la historia en sí misma. Las cristalizaciones óptimas o deficientes al respecto se expresan material y subjetivamente. «Las sociedades humanas, para persistir, deben ser capaces de administrarse bien, y, por consiguiente, todas las que existen tienen que ser apropiadas desde el punto de vista funcional; en caso contrario, se habrían extinguido».66 No obstante, la supervivencia no siempre es el resultado de una buena administración. Eventualmente tiene lugar por la combinación de otros aspectos, incluso el hecho de no tener remedio ni salida a sus circunstancias. Así sucedió con la sociedad colonial hispanoamericana, implantada desde el siglo xvi y sin solución de continuidad por la prolongación de intereses imperiales, en primer lugar, y por la transformación de su forma de organización en una diferente que le per Braudel, 1974, p. 455. Ibidem, p. 454. 66 Hobsbawm, 2002, p. 157. 64 65
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mitirá seguir ocupando ese espacio, aunque con otros recursos de reproducción. Aquella implantación no fue una elección, sino un resultado. El repoblamiento de América fue una estrategia, y no una migración. La sociedad fundada tenía como misión sostenerse allí, pues con su permanencia habría de mantenerse el imperio. No hubo elección, más allá de decisiones personales o de paraísos imaginados desde el Viejo Mundo. El control administrativo y jurídico de esa población, ejecutado desde la centralidad metropolitana, indica la responsabilidad de tal fundación, así como de su sostenimiento en el tiempo. La vida en las Indias no contó con autonomía ni decisiones propias; se trata de una sociedad que no se fundó a sí misma, sino que fue fijada, algo diferente a lo que se puede entender por «fijeza». Tampoco hubo la posibilidad de una «elección económica», pues las riquezas y su administración se hallaban bajo control metropolitano. No desarrollaron un modo de producción propio ni crearon economías; en una palabra, no fueron una cultura. Como comenta Kula, aunque con relación a otro problema, «no tienen a su disposición ninguna alternativa, o, cuando menos, no se percatan de que la haya», razonamiento igualmente válido aquí.67 El sistema de circulación de las riquezas, el monopolio imperial, impedía, además, mayores libertades que el contrabando, asunto castigado hasta con la excomunión y perseguido, so pena de muerte. Se trata de una sociedad conminada a servir los intereses monárquicos, más allá de que en aquel contexto simbólico las monarquías no fuesen cuestionadas, e independientemente de que unos pocos, especialmente en el caso de las regiones hoy venezolanas, se vieran beneficiados por esa circunstancia. Implantados sin elección, los hispanoamericanos —ya europeos o sus descendientes—, indígenas, africanos y todas las mezclas subsecuentes, se hallaban fijados a este territorio. No fue una fijeza producto de una relación milenaria con la naturaleza y estos ambientes, sino un resultado histórico concreto que resulta de la ejecución de estrategias de administración sobre posesiones ultramarinas. Entre una civilización y esa sociedad, esta no es una diferencia menor. El caso de la sociedad colonial hispanoamericana no es el de una civilización ni mucho menos, sino el efecto de la expansión europea y sus causas: la búsqueda de riquezas y la consolidación de poderes en la carrera por ser potencias continentales ante sus competidores inmediatos, en primer lugar, y luego por consolidar ese poder por sobre varios continentes. Esta diferencia entre fijeza y fijados explica en buena medida el hecho de que las relaciones con la naturaleza, sus regularidades y sus eventualidades, tuviese que producirse históricamente sobre la base de esta condición. Poco contaron las sabidurías ancestrales de los indígenas en este proceso, cuando las hubo, como poco aportaron, a su vez, los conocimientos técnicos de los europeos. Prácticamente, hubo que forjar esa relación, y de ahí que, quizás, el lento proceso de adecuación al ambiente que tuvo lugar en contextos material y económicamente deprimidos como el de las regiones hoy venezolanas no haya alcanzado resultados positivos en casi ningún caso.
Kula, 1970, p. 487.
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La relación que una sociedad establece con la naturaleza es la determinante de su existencia. No se trata de señalar únicamente aquello que se despliega y redespliega sobre el conflicto elemental que subyace a esa relación (la subsistencia-supervivencia), sino de señalar que sobre ella se establecen recursos producidos por la sociedad para resolver ese conflicto elemental. Interesa comprender que esos recursos, al ser producidos por la sociedad, son en consecuencia histórica y contextualmente determinados. No se trata únicamente de la producción social de fuerzas económicas, sino de la producción de la sociedad misma, algo que no ocurre solo una vez en el tiempo, como si se tratase de un génesis, sino que se reproduce y se transforma en el tiempo y en el espacio, precisamente. Esta es una relación que no solamente es económica, y siempre resulta pertinente recordar que se trata de lo contrario: lo económico está contenido en esta relación. En pocas palabras, la apropiación de la naturaleza que se establece en el proceso productivo tiene lugar bajo relaciones sociales determinadas, responsables del control y distribución del producto total. Estas relaciones sociales de producción gobiernan, por tanto, el modo en que cada sociedad alcanza una conexión específica con su entorno natural.68
Pensamos que una noción que dialoga con esta idea de totalidad y existencia, es la de geograficidad, especialmente la que propuso Dardel.69 De acuerdo con Jean-Marc Besse, «la geograficidad humana precede a la ciencia geográfica», pues se trata de «la presencia y la potencia» del impulso sobre el espacio, el «movimiento donde se edifica la existencia humana», la «estructura en la organización de la vida humana individual y colectiva».70 El medio geográfico, base constante e indispensable de la vida social, se halla transformado por dos categorías de fuerzas: por las fuerzas de la naturaleza y por las fuerzas sociales de producción, existiendo entre las mismas una interdependencia dialéctica… la acción de las fuerzas naturales se halla limitada o modificada por cada modo de producción, estando a su vez acelerada o frenada la acción de las fuerzas productivas en función del nivel de los recursos naturales y de los procesos que se operan en el medio geográfico.71
Al comprender que la sociedad colonial hispanoamericana resulta de una implantación, de una fijación que no tiene lugar por elección propia, la relación con la naturaleza queda determinada por esa forma particular de fundación. Los vehículos de articulación sociedad-naturaleza se fundaron sobre intereses concretos, sobre misiones asignadas, estrategias desplegadas en beneficio de intereses que, en este caso, se hallaban anclados a la metrópoli. Y, aunque eventualmente favorecieron a ciertas familias que actuaron en su nombre, o en nombre propio, no funcionaron en ningún momento como mecanismos eficaces destinados a levantar asentamientos acomodados en equilibrio frente a esos
Sauri Pujol, 1998, p. 262. Dardel, 1946. 70 Besse, 2010, pp. 328-329. 71 Dobrowolska, 1953, pp. 62-63. 68 69
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marcos geográficos y fenoménicos donde se ejecutaban, precisamente, tales misiones y estrategias. En consecuencia, detectamos aquí una geograficidad equívoca, resultado de procesos históricos que no dieron lugar a procesos simbólicos que surgieran de esa relación, sino que, por el contrario, los vehículos simbólicos también fueron impuestos por la vía del control institucional de la fe y sus diferentes manifestaciones regionales, locales y sociales. Con todo, la imposición de los mecanismos de control y sujeción sobre aquella sociedad acabaron por funcionar simbólicamente, por ser eficaces como referentes y como representaciones. Por ello contó con una larga duración de tres siglos. La contradicción que se advierte en ello no excluye su eficacia ni sus resultados, tanto los que advertimos como deficitarios o equívocos, como aquellos que podrían calificarse de más exitosos o acomodados, según sea el ejemplo, en el contexto hispanoamericano. Las formas y contenidos que la sociedad produce histórica y simbólicamente para comprender la naturaleza y comprenderse dentro de ella, sus representaciones al respecto, pueden apreciarse, a su vez, a través de indicadores históricos que ocurren en el mundo de lo concreto, en primer lugar. En segundo lugar, esto también se observa, desde luego, tanto en lo discursivo como en lo ritual, e incluso en el fondo y en la fuente de los conocimientos y recursos aplicados. Nos hallamos, finalmente, ante un objeto de estudio complejo, en un evidente proceso de cristalización-decristalización, entendido como sociedad por un ardid metodológico y por su propio destino a la vez, asido a un territorio diverso e inconexo, pero base de su consolidación como nación y república a partir de su cambio en la forma de organizarse, determinado históricamente por el proceso colonial hispanoamericano, y articulado ante un contexto natural que acabó siendo, en la mayoría de los casos, un amplio espectro de amenazas. Nos proponemos, sobre estos planteamientos, la comprensión analítica del proceso histórico de esta sociedad a partir de la relación que produjo material y simbólicamente con el medioambiente, y de la producción de tales amenazas. En el entendido de que la naturaleza de por sí no amenaza a nadie, aquello que la convierte en un peligro resulta de una relación humana, lo cual, en este caso, viene a hacer de riel interpretativo en la aproximación al problema.
Capítulo 2
Contener la naturaleza
Adaptación El significado de adaptación resulta muy valioso para las teorías de la evolución. Su función analítica está originalmente asida a las explicaciones científicas de los procesos biológicos. La idea de la adaptación de los organismos como fondo último de la evolución es antigua. Probablemente halló una primera definición formal en la obra de Lamarck Filosofía Zoológica, donde el naturalista explicó lo siguiente: […] innumerables hechos nos enseñan que a medida que los individuos de una de nuestras especies cambian de situación, de clima, de manera de ser o de hábito, reciben por ello las influencias que cambian poco a poco la consistencia y las proporciones de sus partes, de su forma, sus facultades y hasta su misma organización; de suerte que todo en tales individuos participa, con el tiempo, de las mutaciones experimentadas.1
Esta propuesta se enfocaba con mayor atención en los cambios morfológicos como indicadores de ese proceso; no obstante, las teorías posteriores rebatieron rápidamente este argumento. Incluso sus más tempranos adeptos reconocieron las limitaciones. Para él [Lamarck], la adaptación consiste solamente en una relación entre la modificación lenta y constante del mundo exterior y un cambio correspondiente en las actividades, y por consecuencia, en las formas de los organismos. Sin duda es este un agente extremadamente importante de la metamorfosis de las formas orgánicas.2
Lamarck, 1910 [original de 1809], p. 56. Haeckel, 1910, p. VIII.
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Darwin, por su parte, entendió que la adaptación iba más allá, pues representa el mecanismo de la evolución en sí misma: «El problema de la adaptación está desde un principio ligado al problema del dinamismo de las especies, a su transformación, a la aparición de variedades nuevas por acumulación de diferencias, etc.».3 Podemos convenir, de forma sintética, que la adaptación es la «autorregulación de un organismo para responder de modo positivo a la situación ambiental en que se encuentra».4 El contenido del concepto, pero sobre todo su función, guarda una inequívoca relación con la biología. No obstante, como muchos otros términos de las ciencias naturales, alcanzará diversos sentidos y utilidades en otras disciplinas. Las sugerencias asociadas con la literalidad del término adaptación pueden conducir a paralelismos de significados con términos cercanos. Nociones como aclimatación, por ejemplo, estimularon tempranos razonamientos sobre la capacidad de ciertos fenotipos ante los ambientes a los que son expuestos.5 «Parece, entonces, que el concepto de “adaptación a un medio ambiente” (o clima) se originó en la experiencia colonial y en el discurso sobre los cuerpos europeos y africanos “bajo los trópicos” (sub tropicis)», dice Rohland. Estas argumentaciones son tributarias del sentido positivo que subyace al término: esa idea última de un acomodo beneficioso entre, por un lado, cuerpos, organismos, individuos, sociedades o especies y, por otro lado, el ambiente, la naturaleza, aquello que envuelve y sirve de marco vegetal, geológico, hídrico, climático o fenoménico. Lo que se adapta funciona biológicamente (permite la vida y la reproducción de los genes) y por tanto incluye una cohabitación mutuamente beneficiosa entre especie y contexto. Adaptación no ha sido la única categoría biológica que las ciencias sociales han utilizado como préstamo conceptual; la más influyente de todas ha sido, con diferencia, organismo, esgrimida para definir a las sociedades humanas en una analogía con seres vivientes que se autorregulan, precisamente. Su uso ha sido la base epistémica del funcionalismo, y de ahí su noción de sistema, esa idea de que el todo es la suma de las partes que se afectan mutuamente, y en tal actividad mecánica subyace su funcionamiento. La biologización del discurso científico social no es una novedad; el problema se encuentra en cómo esas categorías pueden resemantizarse y hallar, en este lado del pensamiento científico, una función analítica que no sea una transposición literal de la que cumplen en otras disciplinas. Las categorías no pueden ser metáforas, sino herramientas decodificadoras de la realidad. Los estudios sociales sobre desastres, sus variables y sus problemas, asentados y consolidados en las últimas décadas, han estado fundados, en la mayoría de los casos y corrientes, sobre la ecología cultural. De ahí que ciertas nociones al respecto, como la de Barahona, 1983, p. 12. García Hoz, 1961, p. 30. 5 «Aunque el término adaptación no se utiliza en estos registros, la noción preconcebida de que los africanos esclavizados serían más adecuados (y más baratos) para esta obra se encuentra claramente en la correspondencia colonial. […] En 1798, el verbo aclimatar […] se definió como “acostumbrarse a la temperatura de un nuevo clima” (Dictionnaire de l’Académie Française, 1798). En Francia y Gran Bretaña, a lo largo de los siglos xviii y xix, la teoría de la aclimatación se convirtió en una ciencia que incluía el trasplante de plantas, animales y humanos a diferentes climas». Rohland, 2020, p. 61. 3 4
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estrategias adaptativas, resulten comunes en la literatura especializada. El fondo evolucionista de esta corriente no esconde el uso de estos términos, los cuales se insertan como una advertencia sobre la insoslayable relación entre los seres humanos y el ambiente. Dice Virginia García Acosta: Las estrategias adaptativas son, en primer lugar, elementos constitutivos de la cultura de una sociedad. Son parte de la adaptación que las sociedades han llevado a cabo con el medio que les rodea y del tipo de relaciones que han desarrollado tras haber vivido en condiciones de riesgo a lo largo de generaciones. Como cualquier adaptación ecológica-cultural, las estrategias adaptativas en condiciones de riesgo constituyen procesos creativos.6
Se trata de «hábitos, costumbres, comportamientos, tradiciones y prácticas desarrollados frente a las amenazas naturales», agrega la investigadora mexicana. El substrato último de esta propuesta proviene del autor que desplegó originalmente el enfoque de la ecología cultural, Julian H. Steward. «El significado de ecología es adaptación al ambiente», subrayó el maestro norteamericano, indicando que es necesario observar cómo «la cultura se ve afectada» por ese proceso, en alusión a algo más que el problema biológico al respecto, pues «más que la capacidad genética de adaptación, la cultura explica la naturaleza de las sociedades humanas».7 Steward se preguntaba si las adaptaciones de las sociedades humanas a las constricciones de la naturaleza «requieren modos de conducta particulares», o bien pueden hallarse en diferentes patrones al respecto. Los procesos adaptativos, pensaba, son ecológicos, lo que supone, de por sí, una «interacción adaptativa» que articula la especie y la naturaleza en la que se asienta, donde la cultura desempeña un rol determinante en los resultados, a pesar de verse afectada por el mismo proceso en el que encuentra su adaptación. Steward comenzó por invertir la pregunta: ¿qué efectos tiene la cultura sobre el medio ambiente? Enseguida la reorientó: ¿qué arreglos sociales resultan de la interacción entre la cultura y el medio ambiente? Para responder a ésta, hubo que precisar: ¿qué procesos suceden en esta interacción y qué medios desarrolla un grupo social para obtener del medio ambiente su subsistencia?8
De inmediato se aprecia que, ciertamente, la adaptación a la que se hace referencia desde la ecología cultural se encuentra en lo que nuestra especie levanta o interpone entre sí y el ámbito en el que hace vida. Estos recursos desplegados al efecto, ya sea para acondicionar la reproducción de su existencia o para garantizar la habitabilidad del espacio que ocupa, deben valer como eficientes ante su cometido, pues de lo contrario ya no pueden ser identificados como «adaptativos». Queda claro, por tanto, que la analogía García Acosta, 2006, p. 40. Steward, 2014 [original de 1955], pp. 53-55. 8 Boehm Schoendube, 2005, p. 80. 6 7
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con el término biológico viene dada por el efecto positivo de aquello que se interpone ante la naturaleza.9 Las transformaciones culturales y sociales que se suceden por ello representan la relación que los seres humanos establecen con el ambiente, es decir, su evolución al respecto.10 Sin embargo, Steward dejó muy claro que su propuesta se alejaba de la evolución biológica: «La explicación de la conducta cultural humana es un problema de orden distinto al de la explicación biológica», mientras que «la evolución del homínido se relaciona estrechamente con la aparición de la cultura», al tiempo que «el Homo sapiens es probablemente resultado de causas culturales, más que de causas físicas».11 El problema sobre la aplicabilidad del término adaptación a los procesos culturales tampoco es nuevo. Raymundo Padilla explica que «la antropología cultural, la antropología ecológica, la ecología humana y la ecología cultural han debatido el problema de la adaptación hasta nuestros días y no tiene solución general, si es que hay una…».12 Padilla sistematiza el uso del término en los estudios sociales sobre desastres, e identifica las aplicaciones que historiadores y antropólogos dan al caso: «estrategias de sobrevivencia o subsistencia», «estrategias ecológicas», «estrategias adaptativas», «mecanismos culturales», «respuesta adaptativa» o «prácticas estrategias».13 Todas estas categorías vienen a describir, con los casos que sirven de ejemplo a cada autor, esas «estrategias adaptativas, es decir, caminos sociales y culturales para manejar el riesgo y confrontar desastres reales y potenciales. Dichos caminos se manifiestan en hábitos, costumbres, comportamientos, tradiciones y prácticas específicas».14 No se trata de respuestas espontáneas, sino del resultado de «experiencias acumuladas», lo que coincide con el hecho de que funcionen como «adaptativas». Sin embargo, parece pertinente interpelar estas teorías con relación a sociedades que, a la vuelta de «largas duraciones» y «fijezas», han demostrado la capacidad de sobrevivir en condiciones adversas y en
9 Esfuerzos recientes que han reunido muchas miradas sobre el problema de la adaptación al cambio climático, por ejemplo, asumen (sin profundizar en revisiones conceptuales) que el término supone esa relación positiva con la naturaleza a partir, especialmente, del esfuerzo conjunto que para ello deben desplegar los Estados y los organismos bilaterales y multilaterales al respecto. La adaptación, en este sentido, es el resultado concreto de medidas desplegadas con ese fin, exitosas o no. Aquí el término se reduce a una práctica concreta; la adaptación resulta de proyectos, exitosos o no, donde la vulnerabilidad es el objeto de su aplicación. Véase, por ejemplo, Eriksen et al., 2021. 10 García Acosta nos recuerda, con acierto, el origen epistemológico de la teoría de Steward: «En los últimos años se ha reconocido la importancia que los aportes de la escuela de la ecología cultural, derivada del enfoque del evolucionismo multilineal, han tenido en el desarrollo de la denominada Antropología de los Desastres». García Acosta, 2006, p. 33, cursivas nuestras. 11 Steward, 2014, p. 54. 12 Padilla Lozoya, 2018, p. 141. 13 Se refiere Padilla Lozoya a los connotados investigadores Herman Konrad, Anthony OliverSmith y Greg Bankoff, quienes utilizan el término con esas variaciones; ya hemos visto que Virginia García Acosta se refiere directamente a «estrategias adaptativas». Ninguno de estos autores, fundamentales en el planteamiento del enfoque adaptativo en la comprensión de la vulnerabilidad y los desastres, es citado o referido en el reciente trabajo sobre adaptación al cambio climático (Eriksen et al., 2021). 14 V. García Acosta, 2006, p. 40.
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medio de la regularidad de ciertos fenómenos naturales que se manifiestan como amenazas, pero no necesariamente de la mano de estrategias adaptativas, sino de padecimientos consuetudinarios que salvan eventualmente con manotazos de supervivencia o respuestas de ocasión, sin que por ello se desarrollen «tecnologías» exitosas o patrones de conducta que vayan a dar en «rasgos culturales».15 Los seguidores de la ecología cultural en la antropología de los desastres han desarrollado la noción de adaptación con base en la observación de esos procesos sociales y materiales que demuestran cierto acomodo beneficioso ante el ambiente: «las adaptaciones humanas a los cambios ambientales son en gran medida de organización social y tecnológica», ha dicho Oliver-Smith.16 Agrega que el sentido que las ciencias sociales otorgan al término, según su enfoque, supone «cambios en las creencias y/o comportamiento en respuesta a circunstancias alteradas para mejorar las condiciones de vida (o supervivencia)». De esta manera, adaptación parece encajar con modos de supervivencia, lo que ofrece un espectro más amplio a ese perfil positivo que encierra el término. Sin duda, la supervivencia de la especie, en el largo curso de su existencia, evidencia empíricamente el significado de adaptación. No obstante, nos planteamos aquí un problema más pragmático y menos ontogenético: la supervivencia como superación de la cohabitación con una amenaza. En última instancia, pensamos que a eso se refiere la antropología de los desastres desde un enfoque cultural del problema. Con todo, podríamos distinguir tres tiempos ante los cuales confrontar la función del término «adaptación» y observar su uso como categoría analítica, siempre con relación a la especie humana. En primer lugar, hallamos la adaptación en su sentido más hondo, el biológico, encerrada en tiempos con velocidades ontogenéticas y filogenéticas imperceptibles generacionalmente, solo comprobables a través de la interpretación y la evidencia científica. No es posible apreciar los cambios en los organismos conforme suceden, sino a la vuelta de miles de años. En segundo lugar, entendemos la adaptación a la que alude la ecología cultural como aquellos cambios sociales y tecnológicos que mejoran la calidad de vida y representan un acomodo positivo ante el ambiente y la naturaleza donde se asientan las sociedades. Estos resultados pueden observarse a través de la investigación documental, en los registros de procesos locales o sociales, y corroborarse con aproximaciones empíricas, como lo hacen los antropólogos.17 En tercer lugar, adaptación podría ser un sinónimo de supervivencia
15 «[…] el concepto de ecología cultural tiene menos que ver con el origen o difusión de tecnologías, que con el hecho de que se las puede utilizar de modos distintos y que promueven arreglos sociales diferentes en cada medio. […] Los procesos adaptativos que hemos descrito se conocen como ecológicos. Pero el interés no se limita a la comunidad humana como parte de la red total de la vida, sino también a rasgos culturales que afectan esos cambios. A su vez, esto requiere que se conceda especial atención solo a los rasgos ambientales importantes y no a la red de la vida en sí. Solo se deben considerar las características a las cuales la cultura local atribuye importancia». Steward, 2014, pp. 61-63. 16 Oliver-Smith, 2009, p. 13. 17 «A través de los significados culturales, los humanos perciben los cambios ambientales, consideran sus implicaciones y las posibles respuestas a través de una rejilla individual e interpretado cono-
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si igualamos el significado a las respuestas o las prácticas eventuales que permiten a una comunidad o sociedad superar la manifestación de una amenaza natural potencialmente destructora. Hablamos de esas respuestas de ocasión, y no de la acumulación de experiencias; es decir, de sociedades en las cuales las experiencias se acumulan pero no van a dar en ningún «rasgo cultural». En este caso, la observación se restringe a una condición pragmática, al hecho específico que confronta a esa sociedad con un fenómeno particular en un espacio y tiempo específicos. En esta última acepción, las estrategias de supervivencia que puntualmente funcionan ante la manifestación de una amenaza, al ser aplicadas sucesivamente y adoptadas como recurso exitoso, y al trascender en el tiempo, podrían constituirse como «mecanismos adaptativos», siguiendo la ecología cultural. Sin embargo, nos planteamos un problema adicional: si estas respuestas o prácticas que se anteponen a un fenómeno potencialmente adverso solo representan paliativos eventuales cuya eficiencia no resuelve ni transforma las condiciones materiales ni sociales, y tampoco alcanzan una eficacia técnica suficiente como para beneficiar a toda la sociedad, ni permean los entramados simbólicos hasta volverse memoria o ser legados a generaciones subsiguientes, ¿pueden ser entendidas como adaptación o como simple supervivencia? La diferencia entre una y otra cosa subyace en que estos paliativos eventuales no se vuelven «cultura» ni «estrategia», sino que a duras penas operan como una eventualidad y solo representan, en sus limitaciones tecnológicas y materiales, las propias condiciones deficitarias que los determinan. Pensamos que muchas sociedades han alcanzado largas duraciones y fijezas sobre ambientes que combinan fenómenos potencialmente destructores en forma de amenazas, de la mano de estos paliativos que no alcanzan eficiencias como respuestas ni calzan los puntos de «estrategias» ni mucho menos significan «adaptación». Estas sociedades no han desaparecido y tampoco han mejorado sus condiciones de vida; permanecen ahí, apenas sobreviviendo. Son materialmente deficitarias, profundamente desiguales, sin riquezas, asidas largamente a modelos de explotación que reproducen esas condiciones, incapaces de producir recursos sociales, tecnológicos ni simbólicos que transformen sus circunstancias ni beneficien a las generaciones subsiguientes, carecen de memoria ante las regularidades de la naturaleza donde se asientan, y no generan mecanismos exitosos que conduzcan a una cohabitación mutuamente provechosa con el ambiente en el que hacen vida; han pervivido y continúan sobreviviendo a través de los siglos de esa manera. Creemos que esto no demuestra ningún tipo de adaptación; antes bien, estas condiciones representan formas de supervivencia elementales, al tiempo que enseñan la producción y reproducción de vulnerabilidades que cimiento cultural y significados, toman decisiones y elaboran respuestas que pueden reflejar una variedad de posiciones de valor, incluyendo el despliegue de la tecnología.». Oliver-Smith, 2009, p. 13. «Los registros antropológicos, con enfoque etnográfico, y el histórico también, basado en documentos, confirma que los individuos no son inconscientes de las amenazas que existen en sus comunidades. Han vivido enfrentándose a ellas y han desarrollado estrategias adaptativas, incluso cuando las amenazas eran consideradas actos de Dios.» García Acosta, 2002, p. 63.
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acaban por ser estructuras sociales y simbólicas, arrastrando sus deficiencias a través del tiempo sin solución de continuidad. Sospechamos que este tipo de sociedades, como las que atendemos en nuestra investigación, no califican en las categorías que la ecología cultural, especialmente, ha desarrollado para explicar sociedades y culturas que se han adaptado al ambiente en el que se asientan. Alcanzan largas duraciones en tales condiciones deficitarias, y contradicen con sus resultados la noción más elemental de adaptación. Duran, pero no se adaptan; se mantienen fijas a un mismo contexto ambiental y natural, pero no desarrollan condiciones que les permitan superar esa cualidad sempiterna de vulnerabilidad. Son sociedades en permanente supervivencia, en constante lucha por seguir con vida. Continuar asidas a un mismo lugar no necesariamente significa que se hayan adaptado. En correspondencia con lo anterior, cabe preguntarse: ¿cómo calificar las condiciones deficitarias largamente sostenidas en una sociedad ante cierto ambiente, que no han derivado en estrategias ecológicas ni mucho menos, y que, antes bien, favorecen adversidades frente a las regularidades de la naturaleza donde se asientan? Si a esto le podemos llamar, someramente, vulnerabilidad, ¿acaso estamos ante el antagonismo de las «estrategias adaptativas»? ¿Pueden convivir ambas condiciones? ¿Cómo habríamos de llamar, en todo caso, al conjunto de respuestas, medidas, prácticas, que una sociedad desarrolla a lo largo de su existencia ante condiciones naturales adversas y que no son suficientes para garantizar una convivencia favorable con ese ambiente? ¿Cómo hemos de identificar esa relación con la naturaleza, a todas luces perjudicial para la vida de esas sociedades, si tal relación se prolonga por siglos, si alcanza una larga duración? Lo que queremos señalar es que las fijezas, esto es, la permanencia de una sociedad o comunidad sobre un espacio en particular, no necesariamente representa una adaptación a sus condiciones naturales. La larga duración que una sociedad enseña sobre cierto ambiente puede evidenciar la concatenación de experiencias catastróficas ante la regularidad de fenómenos potencialmente destructores, lo contrario de un conjunto de patrones que evidencian su adaptación. ¿Cómo explicar la reproducción de la vulnerabilidad en largas duraciones sin que ello conduzca a la desaparición de esas sociedades? ¿Cómo se comprende que, en lugar de desarrollar estrategias adaptativas, las sociedades produzcan relaciones equívocas con el ambiente en el que hacen vida, y aun así perduren? ¿Cómo se llaman estas relaciones?18 Por otro lado, el problema de la relación con el ambiente y con los fenómenos naturales no siempre puede leerse desde un enfoque cultural, pues esta relación eventualmente tiene lugar en comunidades o sociedades insertas dentro de marcos culturales mayores, lo que no necesariamente conduce al desarrollo de mecanismos o patrones que alcancen a transformar la cultura, o bien representen estrategias propias de culturas particulares. Nos referimos, por ejemplo, a comunidades insertas en naciones o sociedades diferen-
Sin duda, tampoco podemos llamar a esto «resiliencia». Observar la capacidad que tiene una sociedad de reproducirse sobre sí misma en permanente condición de vulnerable no puede confundirse con una capacidad de recuperación que no necesariamente ha de significar lo mismo, en todo caso. 18
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ciadas dentro de culturas. Una comunidad ubicada dentro de un país o Estado-nación, cuyo asentamiento posea siglos de existencia, no puede entenderse como una cultura en sí misma; un país entero, una nación moderna, puede comprenderse como una sociedad, pero no necesariamente como una cultura, más allá de insistencias nacionalistas. México o Venezuela, con todo y sus variabilidades étnicas o sus comunidades indígenas, se encuentran insertos en el marco global de la cultura occidental, de manera que aquello que observemos allí como medidas institucionales o tecnologías comunales ante ciertos riesgos o amenazas, ¿puede señalarse como estrategias adaptativas?, ¿son patrones de conducta?, ¿mecanismos culturales? Conceder pertinencia analítica a una categoría como adaptación es suscribirse a enfoques evolucionistas, ya sean de corte multilineal o unilineal. Representa asumir que las culturas «evolucionan», ya con un fin, como pensaba Lamarck, o sin ningún objeto en especial, como entendió Darwin, lo que pone de manifiesto una naturaleza que las supera en su paso por la historia. En la dinámica del transcurrir, tal como entendemos los procesos históricos, las culturas no evolucionan: producen las funciones simbólicas con las que las sociedades comprenden el orden de todas las cosas, y en ese sentido producen a su vez las diferentes materialidades que se interponen entre dichas sociedades y la naturaleza que las rodea. Esto no conduce a ninguna evolución, ni tecnológica ni de ningún tipo. La reproducción de las sociedades no implica su evolución; reproducir la existencia no necesariamente es adaptarse al ambiente, y las comunidades que producen relaciones en forma de «amenazas naturales» así lo demuestran.19 La transformación de las sociedades, incluso, no coincide literalmente con «evolución». Los cambios materiales y tecnológicos no han garantizado históricamente la adaptación de sociedades o culturas al ambiente ni a las regularidades de los fenómenos naturales. Las sociedades industriales no representan ninguna adaptación, independientemente de que su tecnología sea más compleja y avanzada que la de sociedades precedentes. Tampoco la tala y quema de antiguas comunidades con agricultura básica es un medio que beneficie ecológicamente al ambiente; la caza de grandes mamíferos que hace varios milenios se dio en África condujo a la desaparición de muchas especies, y la minería de extracción intensiva, tanto en el siglo xvi como en el xxi, ha producido catástrofes ambientales que tienen lugar igualmente con tecnologías rudimentarias o poderosos mecanismos industriales. La tecnología y la producción material de la exis-
19 Los autores que plantean el problema de la adaptación al cambio climático como un problema asido a las decisiones políticas, o institucionales, asumen el término maladaptation como el resultado de decisiones políticas o de poder que conducen a la profundización de la vulnerabilidad: «The idea that an adaptation intervention can result in vulnerability is embodied in the notion of maladaptation». En su trabajo se proponen, precisamente, explicar este problema: «While many of the examples described below can be considered maladaptive, rather than label them as such, we are seeking to unpack the reason why they are increasing vulnerability rather than reducing it». Véase Eriksen et al., 2021, p. 3. Anthony Oliver-Smith también aporta en el mismo sentido, indicando que «cuando una amenaza se activa, el grado en el cual se convierte en desastre en una sociedad es un exponente de su adaptación o maladaptación al medioambiente». Oliver-Smith, 2001.
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tencia, hace diez mil años o en la actualidad, no han sido desarrolladas con conciencia ecológica ni pensando en el medioambiente, más allá de algunos esfuerzos contemporáneos por contener la destrucción del planeta. La conciencia ecológica tampoco es un indicador de evolución, sino una forma cultural de valoración, como cualquier otra en el pasado. Los procesos históricos no ascienden ni evolucionan en ninguna dirección; son la existencia misma de la humanidad, y en esa larga duración de decenas de miles de años podemos advertir formas de organización y asentamiento que no han sido ni exitosas ni permanentes, ni adaptativas ni ecológicas. La existencia de las sociedades humanas, por el contrario, enseña la transformación continua de sus formas de organización, asentamientos y relaciones con la naturaleza, y en cada cambio histórico se demuestra el desplazamiento de ciertas relaciones de producción en beneficio de las que emergen, lo que no representa, en el seno de esas formas, ninguna evolución. Sin embargo, no se niega de ninguna manera la presencia de formas exitosas de organización social que resultan en asentamientos humanos que favorecen la existencia y garantizan su reproducción sin mayores adversidades.20 El desarrollo y perduración de este tipo de estrategias, luego convertidas en estructuras culturales, conforma las diversas relaciones que los humanos hemos producido ante la naturaleza. De esas diversas relaciones forman parte también las que no perviven en el tiempo, las que producen adversidades y las que reproducen la vulnerabilidad. Destacar la existencia de unas sobre otras solo conduce a comprender los procesos históricos de manera fragmentada o parcial. Tal como explica Padilla (en su extenso examen sobre los diferentes enfoques que la antropología despliega con el término «estrategias adaptativas»), algunos investigadores suman al uso la noción de «prácticas» o «prácticas estratégicas», «prácticas culturales», «ecológicas», «agrícolas», así como de «supervivencia».21 Se entiende que ciertas prácticas pueden conducir al desarrollo y perpetuación de estrategias adaptativas, pero se considera que las prácticas tienen un carácter más dinámico, individual, específico y circunstancial, que puede responder a la pregunta ¿cómo lo hacen? Es decir, cuáles son los instrumentos utilizados, los mecanismos, los equipos, los alimentos, los usos y costumbres, etcétera.22
Creemos que la noción de prácticas a la que se refiere Raymundo Padilla, en este sentido «específico y circunstancial», podría coincidir con nuestra necesidad de definir
20 Sobran los ejemplos, y será suficiente con nombrar algunos estudios de importantes investigadores que han demostrado tal cosa con sus trabajos: Konrad, 2003 y 1985; Carballal Staedtler y Flores Hernández, 1997; García Acosta, Audefroy y Briones, 2012. 21 Explica el investigador mexicano que, por ejemplo, Virginia García Acosta utiliza «prácticas» y «estrategias adaptativas», y también Greg Bankoff, 2003; Anthony Oliver-Smith utiliza igualmente practice strategies (prácticas estratégicas). 22 Padilla Lozoya, 2014, p. 65.
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y explicar esos paliativos eventualmente desplegados en algunas sociedades que apenas alcanzan para sobrevivir circunstancialmente a las amenazas.23 Cada sociedad, cada cultura, en un momento histórico específico, desarrolla ciertas formas de enfrentar los efectos derivados de la presencia de una determinada amenaza de origen natural. Dichas formas dependen tanto de su manejo y conocimiento del medio natural, como del grado de dependencia o independencia que tenga de los recursos disponibles en su ambiente físico, social, económico, político y cultural.24
Esta precisión ayuda aún mucho más. Esas «formas de enfrentar la amenaza» se manifiestan determinadas contextualmente, por lo que podemos comprenderlas históricamente, ante todo. Para tal precisión, García Acosta se apoyó en Kenneth Hewitt, quien utiliza el término ajustes alternativos, en lugar de «estrategias adaptativas». Nos parece pertinente el uso de Hewitt, pues estas prácticas las apreciamos en sus alternativas contextuales antes que en patrones culturales. Las determinaciones contextuales de esas formas de enfrentar las amenazas, en muchos casos, operan circunstancialmente, con un sentido mucho más pragmático que estructural, lo que no siempre conduce a que dicho recurso calce los puntos de una estrategia cultural que se transforma en mecanismo y acaba heredada por generaciones subsiguientes, convertida en memoria y en legado. Quizás la idea de que existe una variedad de respuestas ante cualquier peligro resulta relativamente obvia, pero debe entenderse el contexto en el cual surgió por primera vez, así como sus implicaciones mayores. Las sociedades pueden aplicar solo algunos de los ajustes posibles y favorecer un tipo de respuestas por encima de otras.25
En correspondencia con la discusión anterior, hemos hallado una similitud muy clara entre la noción de estrategias adaptativas que proviene de la ecología cultural y la que propone Godelier como «adaptación», desde un enfoque materialista de los procesos: La noción de adaptación designa de hecho distintas estrategias inventadas por el hombre para explotar los recursos de la naturaleza y para hacer frente a las constricciones ecológicas que pesan tanto sobre la reproducción de los recursos como sobre su propia repro23 «La diferencia temporal hace que las estrategias sean identificables preferentemente a través de un detallado análisis histórico, con una amplia perspectiva diacrónica que permita identificar la presencia de un plan, y arreglos, escalas, ajustes pertinentes efectuados para mejorar el procedimiento estratégico durante un periodo de larga duración. En cambio, las prácticas son evidencias etnográficas de ciertas actividades para responder de manera simple y práctica a una manifestación natural, son sincrónicas o coyunturales, se presentan en un contexto particular y permiten enfrentar una situación, en este caso, amenazante o percibida como peligrosa para ciertos individuos o grupos. Es necesario realizar estas precisiones porque en gran parte de la literatura consultada se utilizan los términos “prácticas” y “estrategias” como sinónimos y no se analiza detalladamente la complejidad de estos distintos procesos». Padilla Lozoya, 2014, p. 144. 24 García Acosta, 2001, p. 118. 25 Hewitt, 1997, p. 172. También citado por García Acosta, 2001, p. 118.
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ducción. Adaptarse es a la vez someterse a las constricciones, tenerlas en cuenta y ampliar los efectos positivos para el hombre, así como atenuar los negativos, mediante la reglamentación, por ejemplo, de la movilidad de los individuos y de los grupos, limitando sus efectivos, inventando medios para almacenar los alimentos, etc., en suma, oponiendo una práctica material y social a las constricciones materiales de la naturaleza.26
Esta definición, aun alejada de enfoques funcionalistas o analogías biológicas, tampoco responde a la interrogante acerca de sociedades capaces de reproducir su existencia sobre la base de relaciones equívocas o escasamente satisfactorias con la naturaleza en la que se asientan. «Las realidades materiales, las de la naturaleza exterior al hombre y aquellas que él mismo ha creado o transformado, actúan sobre la organización de su vida social», dice Godelier al definir la materialidad. Se trata de aquello interpuesto entre sociedades humanas y naturaleza, lo cual no constituye en su totalidad ninguna estrategia adaptativa; solo una parte de ella viene a representar el conjunto de soportes materiales «para la producción de la vida social en todas sus dimensiones».27 La interrogante sigue ahí: cuando esos soportes, esas elaboraciones concretas o simbólicas que se interponen entre los seres humanos organizados en sociedad y el ambiente donde se encuentran asentados no son satisfactorias y, por tanto, contribuyen con la producción y reproducción de adversidades a lo largo de la existencia de esas sociedades, ¿cómo se llaman? Está claro que no pueden llamarse estrategias «adaptativas». La reproducción de la existencia no siempre parece estar desplegada sobre adaptaciones al ambiente; sabemos de sociedades que a duras penas son capaces de sobrevivir en condiciones materialmente deficitarias y aun así reproducir su fijeza por siglos. Y ante esta afirmación resulta ineludiblemente pertinente señalar que no nos estamos refiriendo a sociedades cuya apariencia material resulta menos compleja que la del Occidente moderno e industrial. Cazadores y recolectores, culturas demográficamente reducidas, o comunidades pastoriles que trashuman con lo que llevan puesto y poco más, no necesariamente representan una materialidad deficitaria. Muchas de esas culturas constituyen equilibrios bióticos y ambientales producidos y reproducidos por milenios, a pesar de la intervención del mercado y el capital. Las comparaciones etnocéntricas y racistas que ven como culturas «primitivas» las realidades materiales que se hallan distantes del consumismo y la tecnología industrial, están fuera de toda consideración analítica. Las diferencias materiales entre culturas no son sinónimo de las desigualdades materiales y sociales dentro de cualquier cultura o momento de la historia. Cuando nos referimos a sociedades que reproducen su existencia a pesar de no hacerlo sobre mecanismos de adaptación al ambiente donde hacen vida, estamos haciendo alusión a comunidades cuya condición material es deficitaria en relación con el resto de la cultura a la que pertenecen. Tales sociedades o comunidades representan en sí mismas a las formas de desigualdad social y material que un orden simbólico o un sistema de
Godelier, 1989, p. 22, cursivas nuestras. Ibidem, pp. 20 y 21.
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desigualdad y dominación, a decir de Balandier, impone sobre una parte de sus componentes. Las desigualdades sociales, de por sí, no conducen a relaciones equívocas con la naturaleza, pero cuando esas desigualdades representan formas de explotación y sujeción que desatienden la transferencia de recursos, tecnologías, conocimiento y cualquier otro medio suficiente como para establecer una relación adaptativa con la naturaleza donde se asientan tales comunidades, entonces se advierten en ello las carencias estructurales que impiden el desarrollo de esas relaciones. Parece, pues, que debemos entender la adaptación como el resultado de una relación, o un conjunto de relaciones, que las sociedades humanas establecen con la naturaleza (y consigo mismas, así como con otras sociedades) a partir de las cuales pueden convivir con las regularidades fenoménicas y sus oscilaciones de baja o alta frecuencia, con sus constricciones geográficas, hídricas, climáticas, vegetales o animales, de forma tal que no se produzcan adversidades recurrentes ante esas variables propias del ambiente en el que se asientan y se desenvuelven, capaces de intervenir negativamente en la reproducción de su existencia. En este sentido, adaptación es el resultado positivo de ese conjunto de relaciones, un producto histórico y simbólico que, a la vez, no atenta contra la estabilidad de la reproducción de la existencia. No se trata de un mecanismo biológico ni de una pulsión hacia la supervivencia, sino de la cristalización de un proceso que articula positivamente la existencia humana con la naturaleza externa. Por lo tanto, la adaptación, en este sentido, nada tiene que ver con la evolución de las culturas. En pocas palabras, y en este caso, podríamos decir que la adaptación es el acomodo mutuamente beneficioso entre las sociedades humanas y el ambiente en el que se establecen. Nuestro objeto de estudio, por cierto, se encuentra muy alejado de ello.
Ambiente Si los seres humanos producimos nuestras sociedades, producimos también la relación con la naturaleza y por tanto el ambiente en donde nos asentamos para existir: «la obra de una sociedad que modifica según sus necesidades el suelo en que vive es, como todos percibimos por instinto, un hecho eminentemente histórico».28 El medioambiente, esto es, el marco producido y percibido por las sociedades humanas en el espacio donde se asientan, no es el fondo de una escena donde nuestra especie hace vida: es un componente indivisible de la historia cuyas leyes de existencia son ajenas y diferentes a las de los humanos, pero susceptibles a la actividad humana. Está claro que «existe esa parte infinita de la naturaleza que se encuentra siempre fuera del alcance directo o indirecto del hombre, pero que sin embargo en ningún momento cesa de actuar sobre él: el clima, la naturaleza del subsuelo, etc.».29 No obstante, aunque inalcanzable, esa parte infinita es comprehendida culturalmente, percibida y asi-
Bloch, 1952, p. 24. Godelier, 1989, p. 20.
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milada a través del marco simbólico que cada cultura otorga a sus sociedades; de esta manera, el clima o la corteza terrestre y sus movimientos conforman, asimismo, a los procesos históricos al ser incorporados a sus dinámicas desde la convivencia, desde la cohabitación que le es propia a cada ambiente. […] estas oscilaciones de las relaciones generales entre el hombre y el ambiente en que vive se combinan con otras fluctuaciones: las de la economía, a veces también lentas, pero, por lo general, más cortas. Todos estos movimientos se entrelazan. Unos y otros gobiernan la vida, en modo alguno simple, de los hombres. Y éstos no pueden construir nada sin fundar sus acciones, conscientemente o no, en tales flujos y reflujos. O, dicho con otras palabras: la observación geográfica de los movimientos a largo término nos lleva hacia las oscilaciones más lentas que conoce la historia.30
Las relaciones que suceden a la producción del ambiente ocurren también con el espacio en donde tienen lugar, así como con todos los elementos allí existentes y la dinámica bio-fenoménica que le determina. En el curso de su existencia, esas relaciones son, al mismo tiempo, el ambiente históricamente producido, su cristalización sucesiva y la materialización progresiva de todas sus formas y transformaciones. De esta manera, si en ese proceso tales relaciones resultan en adaptaciones, esas sociedades han logrado, a su vez, una forma de reproducción de la existencia sin mayores alteraciones. De no ser así, las relaciones que los seres humanos conforman con el ambiente cristalizan en la reproducción de la vulnerabilidad, y de ello se deduce la historicidad de las adversidades consecuentes. Todas las teorías e interpretaciones sobre las relaciones entre las sociedades humanas y la naturaleza parecen asumir que ese proceso tiene lugar desde un origen en adelante, es decir, a partir de una fundación que da a entender el inicio del establecimiento en ese lugar, en esa geografía, en ese espacio. Por lo tanto, toda sociedad asida a un territorio ha tenido un punto de partida, un asentamiento original, un inicio en esa relación con la naturaleza que envuelve y determina morfológica y fenoménicamente a ese territorio. Allí habría de observarse la fijeza que advirtió Braudel en las civilizaciones, cuyos cambios en el tiempo no han transmutado sus asentamientos en grandes proporciones. Tal origen en nuestra especie pudo haber ocurrido, qué duda cabe, con los establecimientos agrícolas hace doce o quince mil años, configurando con ello a esas civilizaciones y a otras sociedades circunscritas a sus poderes, así como a otras que fueron enviadas a los márgenes de sus dominios en forma de grupos menores aún dispersos entre el nomadismo, la cazarecolección y el pastoreo. Se suma a esta noción global de los procesos humanos el efecto igualmente planetario, progresivo y envolvente que generó la expansión europea a partir del siglo xv, y que va a dar en el modo de producción capitalista y la modernidad. A este último movimiento se le adjudican intervenciones sobre procesos mayores conformados durante milenios, y se le achacan, desde luego, las alteraciones resultantes. No obstante, aunque es innegable el impacto desestructurante que la expansión europea Braudel, 1966, pp. 99-100.
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tuvo sobre las civilizaciones y comunidades amerindias, y sobre muchas otras a nivel global, creemos que no se ha tenido en cuenta, igualmente, que en ese mismo proceso se implantaron sociedades como las que derivan de la conquista y ocupación de América, cuyos resultados heterogéneos y complejos reclaman interpretaciones analíticas sobre las relaciones (particulares, locales, regionales, simbólicas, materiales) que esas sociedades produjeron con la naturaleza en la que se asentaron. El origen de estas sociedades tiene otras causas históricas y no obedece a grandes migraciones o antiguas fundaciones milenarias, sino a intereses de poder que instauraron bases de administración y control que van a dar en la sociedad colonial hispanoamericana. Las relaciones que se produjeron con la naturaleza, la producción material y simbólica de esos ambientes hispanoamericanos, contienen en su seno la combinación de diversos factores que hacen de ese proceso un desarrollo histórico específico, particular, sin símiles que pudiesen servir de antecedentes o comparaciones. Comprender este proceso, esas relaciones, sus resultados y sus transformaciones, deviene en una necesidad analítica. Del mismo modo que la sociedad colonial hispanoamericana no es una sola sociedad, los ambientes que produjeron, así como las relaciones con la naturaleza que de ello resultan, tampoco pueden entenderse como una misma cosa. La variedad ambiental característica de grandes extensiones territoriales —insertas aquí en la infinita diversidad natural americana— representó una serie de contextos morfológicos y fenoménicos particulares sobre los que aquellas sociedades se asentaron y desenvolvieron. Si esas sociedades, en sus características más conspicuas, sintetizan en su conformación los aportes fragmentados y heterogéneos de estructuras indígenas, castellanas (o de otros ámbitos europeos) y, en una proporción relativa, africanas, no pudo existir, de ninguna manera, una sola forma de relacionarse con esa naturaleza, con su diversidad y con los ambientes que se produjeron. Se entiende, por tanto, que tampoco podrían homologarse o unificarse las prácticas, estrategias o respuestas que esas sociedades ofrecieron ante las regularidades o eventualidades de esos contextos naturales, independientemente de que compartieran un mismo proceso histórico. La diversidad y heterogeneidad que caracteriza a la sociedad colonial hispanoamericana es directamente proporcional a las relaciones que estableció con la naturaleza, según cada caso, cada región, cada contexto. Un territorio con gran diversidad geográfica, climática, vegetal y morfológica — como representa el de la actual Venezuela— conformó procesos sociales, simbólicos y materiales igualmente diversos en la producción de ambientes durante la implantación, desarrollo, consolidación y cese del modelo colonial castellano. No es lo mismo fundar una ciudad a orillas del golfo de Cariaco que levantarla en las estribaciones andinas; tampoco lo es fundar un pueblo al Sur del Lago de Maracaibo que hacerlo en el piedemonte de cara a los llanos. También habrá diferencias entre ciudades fundadas antes o después de Felipe II, como las hay entre asentamientos construidos en la primera mitad del siglo xvi y otros de la primera mitad del siglo xviii. Es posible observar docenas de divergencias entre casos que dan cuenta de la diversidad natural de estas regiones como de las diferencias entre contextos históricos. Cada ejemplo comprueba que los ambientes que resultaron de ese proceso fundacional, así como la materialidad producida al respecto, enseñaron relaciones particulares en correspondencia con el mismo proceso
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que fragmentó aquellas regiones, para unirlas administrativamente hacia el final del dominio colonial. La particularidad de esas relaciones, a su vez, no se prolonga en el tiempo de forma aislada, espacial y socialmente, ni de manera eterna, sino que ha de conformar conexiones e intercambios de todo tipo en el curso de los procesos históricos que le envuelven y determinan. Las regiones que hoy conforman el territorio venezolano representan un buen ejemplo al respecto. Inconexas desde el origen de la implantación, articularon lenta pero progresivamente sus relaciones de intercambio bajo la dinámica del proceso colonial. Esa dinámica supuso relaciones de intercambio económicas, sociales y eventualmente bélicas que, entre regiones, incidieron poco en la conformación y transformación de sus ambientes, hasta que la administración del imperio decidió intervenir en beneficio de un mayor control y reunió la base territorial que servirá de plataforma a la organización republicana. Mientras eso no sucedió, cada región, cada caso particular materializado en villas, ciudades, infraestructuras, tecnologías y entramados de poder locales, produjo relaciones con el ambiente y todos sus componentes que pueden seguirse según sus trayectorias. Qué se construyó y cómo se construyó, cuál fue el objeto de esas construcciones, qué materiales se utilizaron, con qué tecnología se procedió, qué recursos naturales se aprovecharon o cómo se lidió con las constricciones de la naturaleza. Y también: qué tipo de recurso simbólico se estableció con las regularidades fenoménicas, qué se celebró o lamentó, qué se conmemoró o fue enviado al olvido, a qué tipo de intermediación divina se acudió en casos de adversidades y, finalmente, qué tipo de paisaje fue construido como resultado del modo de producción en cada caso. Estos aspectos, cuya historicidad se observa empíricamente en la documentación, e incluso en restos materiales aún presentes, son evidencia de ese proceso en todos sus momentos. La implantación, como decisión imperial, se impone, en primer lugar, sobre los indígenas y todas sus diversidades sociales y culturales; sobre los propios peninsulares, desde sus orígenes como conquistadores, sujetos por contratos y capitulaciones, luego como colonos, por leyes y obediencias, y finalmente como descendientes, a través igualmente de leyes y fidelidades; sobre los africanos, esclavizados o como negros libres, y ciertos componentes marginales (milicias indígenas, indios independientes, blancos de orilla, y otros sectores fenotípicamente marginados); en fin, sobre toda la sociedad colonial hispanoamericana que se vio sujeta por tres siglos a ese espacio en condición de dominios ultramarinos, y que no tuvo otra opción, si acaso se la planteó, sino permanecer allí. Ser conscientes o no de este sometimiento, de esta sujeción a ese espacio, no incide en el problema. La permanencia de la sociedad en estos territorios derrumba la alternativa; no obstante, tal permanencia no es una decisión, sino el resultado de la implantación. Por lo tanto, los ambientes producidos en la América hispana no tienen lugar por esos procesos milenarios que identifican el origen de las civilizaciones, sino como producto de un proceso de captura y ocupación de territorios que reestructuró, precisamente, sus configuraciones milenarias en beneficio de otros intereses. Nos encontramos frente a un proceso histórico que reestructura ambientes ya existentes y los transforma bajo otros sentidos y recursos. La conformación material y simbólica de estos ambientes es, al
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mismo tiempo, el proceso de conformación y desarrollo de la sociedad colonial, no son instancias divisibles. Y este proceso no cuenta con antecedentes. Expansiones imperiales como la de los romanos, por ejemplo, no conformaron sociedades con estas características. Lo mismo podemos decir del Imperio musulmán, por citar solo un par de casos de larga expansión territorial. Aquellos imperios asimilaron sociedades preexistentes, o bien se aprovecharon de la conversión a nuevas formas de fe a las que optaron los conquistados como salvación de sus vidas o evasión de esclavitudes. Otros imperios eligieron el arrase y la refundación, o simplemente el saqueo y posterior repliegue, abandonando territorios que no representaban más riquezas que las capturadas en cada asalto. La expansión castellana, en particular, supone un proceso diferente; fue la primera experiencia masiva y extensiva de colonización que condujo a la fundación de una sociedad que, si bien controló bajo variadas estrategias, no representó la extensión de sí misma, sino un reflejo distorsionado de sus estructuras con desarrollo propio, sí, aunque sujeto a los intereses metropolitanos. Se trata de un proceso sui generis que debe ser comprendido en su particularidad y en sus características más conspicuas. Cada ambiente producido como efecto y resultado de ese proceso condensa esta particularidad histórica.
Disposiciones formales para la contención La supervivencia de la sociedad colonial en las regiones hoy venezolanas, su perduración durante aquellos tres siglos, no prueba el logro de ninguna adaptación o el éxito de estrategias al respecto. Es el producto de haber estado sujeta a un espacio en beneficio de intereses imperiales, en sus inicios, y luego por la reproducción de esa instancia ya naturalizada generacionalmente. No obstante, la permanencia de esos asentamientos, de los espacios y ambientes producidos por la implantación y su cristalización material y social, fue un proceso propio, particular, una parte del todo llamado sociedad colonial hispanoamericana que exhibió sus experiencias y su transcurrir desde sus condiciones, y no otras. En la producción del ambiente y de la materialidad se advierten las decisiones que se tomaron ante esa naturaleza en la que aquella sociedad se asentó. Bien podrían entenderse como «prácticas», siguiendo el gran trabajo de Raymundo Padilla, aunque en este caso no suponen ninguna estrategia cultural sino respuestas eventuales, en su mayoría. Tampoco alcanzan la categoría de «medidas», pues no siempre se trata de acuerdos que pretenden normar una circunstancia, sino atenderla, resolverla en lo inmediato. Aunque fuesen prácticas, pensamos que son, antes bien, decisiones pragmáticas, básicamente reactivas. No son medidas ni estrategias, no persiguen trascender generacionalmente y tampoco logran normar la relación con el problema. Sin embargo, son disposiciones formales, a veces circunstanciales y otras más sopesadas, ancladas por marcos institucionales, el estatal y el eclesiástico, eventualmente superpuestos en el modelo colonial, cuyas incidencias y alcances tuvieron lugar en correspondencia con jerarquías jurisdiccionales, ya en planos locales o provinciales, y ajustadas a los recursos de cada contexto: material, tecnológico, jurídico, institucional, social e histórico.
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Cada marco institucional legitimó esas disposiciones de acuerdo con su estructura de funcionamiento y en correspondencia con sus campos de acción. El eclesiástico lo hizo sobre recursos locales (parroquiales, capitulares, confesionales), provinciales o regionales (diócesis, arquidiócesis), y bajo la eficacia del manto simbólico que permite la legitimidad del orden universal de todas las cosas, propio de la fe cristiana. El estatal lo hizo en correspondencia con un cuerpo de leyes que operó en diferentes escalas (imperial, virreinal, provincial, local), y sobre referentes institucionales de diversos rangos (audiencias, gobernaciones, cabildos), que van a diversificarse y desplegarse con mayores funciones hacia el final del dominio colonial (intendencias, capitanías, consulados).31 Las disposiciones que emanaron de instancias eclesiásticas, si bien operaban bajo marcos normativos preestablecidos, se ajustaron a interpretaciones locales y circunstancias específicas. Funcionaron envueltas en rituales y tradiciones, pero articuladas con las eventualidades que atendieron. Intercedían entre los fenómenos y los seres humanos para restaurar el orden, y lograron calmar ansiedades; apuntaban a aspectos subjetivos, en todo caso.32 Las que provenían de la institucionalidad estatal se hallaban en correspondencia con el cuerpo jurídico indiano. Esto podría representar una tarea ardua, ya que las Leyes de Indias conformaban un cuerpo complejo, heterogéneo y, también, contradictorio, pues la pretensión de escala imperial no siempre dialogaba con los problemas locales y puntuales, especialmente si estos problemas eran entendidos como eventos únicos y sin antecedentes, como solía suceder con los fenómenos de baja frecuencia. Aquellas disposiciones, aunque formales, no siempre alcanzaron la jurisprudencia. En muchas ocasiones solo fueron paliativos o resoluciones de contingencias, y poco más. Operaron en forma de refacciones, reconstrucciones, reordenamiento e incluso como recursos de última instancia ante emergencias. Si acaso anticiparon problemas, como la limpieza o el desvío de ríos, no fueron consuetudinarias, sino específicas, puntuales, incluso locales, y a veces en discordancia con marcos jurídicos generales, o bien a espaldas de la metrópoli.33 La dilación en las respuestas del Consejo de Indias o de las autoridades
31 Dice Andrea Noria, con relación a la regulación del agua, por ejemplo, que «La legislación castellana, no obstante, no funcionó de manera hermética. Las diferencias culturales y geográficas de las Indias Occidentales conllevaron a que estas normativas se amalgamaran en algunos casos con los requerimientos y necesidades locales y surgieran nuevas regulaciones que permitieran consolidar el sistema de distribución». Y agrega más adelante: «En las regulaciones para las Indias Occidentales no había homogeneidad en el tratamiento de los fenómenos naturales ni de los distintos tipos de amenazas». Véase Noria, 2018, pp. 152-154. 32 Esto ha sido atendido en otras oportunidades: Altez, 2019 y 2016a. 33 En un trabajo sobre «plagas elementales» en las regiones hoy venezolanas durante el período colonial, Arístides Medina Rubio comentó «el carácter regional y local de los efectos de estas plagas»; casi todas las referencias halladas en su investigación, según dijo, evidencian «sequías, lluvias, taras, viruelas y calenturas, a nivel local, que podemos extrapolar hasta una valoración regional en cuanto a las denominaciones geográficas». Medina utilizó la categoría plagas elementales, que proviene de la obra de Kula, 1977, para hacer referencia a aquellos padecimientos asociados con amenazas naturales en sociedades preindustriales y agrarias. Véase Medina Rubio, 1991.
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peninsulares ante problemas que requerían de atenciones inmediatas obligó en muchas oportunidades a actuar sin esperar el resultado de las consultas.34 La calificación de reactivas, por otro lado, no proviene de una valoración, sino de su propia característica. Son disposiciones ex post facto, en su mayoría, pues difícilmente alcanzan a ser medidas preventivas. Son acciones que están lejos de la protocolización, pues tampoco había mayor conciencia de ciertas nociones modernas como la «planificación», e incluso el sentido de «proyecto». Ambas cosas, claramente, conforman una racionalidad moderna, una forma de comprender a la sociedad y su desplazamiento en el tiempo que aún estaba por venir. Un protocolo es un esquema a seguir que protege el logro de un objetivo, en todo caso; es la forma de una disposición que supone la anticipación o prevención de una contingencia, si pensamos en la posibilidad de adversidades asociadas a regularidades fenoménicas, por ejemplo. En este sentido, conviene tener en cuenta el momento en el que se desarrollan este tipo de acciones. Interesa, por tanto, si es antes, durante o después de los hechos, e incluso el objeto de lo que se pretende ejecutar. Por ello, las medidas, respuestas, estrategias, o la reglamentación de probables contingencias, no son una misma cosa, no significan ni representan lo mismo. Opera sobre cualquiera de ellas el sentido del tiempo. La prevención, esto es, la anticipación de una adversidad a partir de la probabilidad de su ocurrencia, contiene un sentido del tiempo que objetiva el futuro. Esto no podría existir en un universo simbólicamente regido por el orden cristiano de la realidad. En el contexto colonial hispanoamericano el tiempo se hallaba sujeto a una concepción cristiana asida a sus rituales, a través de los cuales se marcaba la regularidad de la fe y la comprensión del orden universal de todas las cosas. No obstante, los rituales, aunque fijados a reglas siempre prestablecidas, no representan ninguna conciencia de la antelación (tal como subyace a la planificación o al proyecto). En el ritual lo prestablecido no significa prevención, sino tradición. El cumplimiento de los rituales normados por la institución eclesiástica se apoyaba en manuales, reglas y ceremoniales que establecían su regularidad y estricta observancia, ajustada a esas disposiciones. La normalización del ritual no representa, en sí misma, una protocolización sino, antes bien, su control reglamentado, una forma de normar ciertas manifestaciones que ponen en orden a la sociedad, marcando sus tiempos y ritmos. No son recursos dispuestos para atender eventualidades; no fueron creados como medidas preventivas. Están ahí para sostener un esquema de comprensión de la realidad. Con todo, esos rituales, en muchos casos, sirvieron de respuestas ante eventualidades y adversidades que ameritaban un retorno al orden. No se trataba de disposiciones preventivas asociadas con materialidades, sino de recursos simbólicos destinados a contener disociaciones y estremecimientos emocionales, muchas veces conducentes al caos. Las
34 Especialmente con relación a las regiones hoy venezolanas, sobran los casos en los que aquellos interrogatorios que se enviaban para probar las circunstancias de miseria y destrucción luego de terremotos o aludes, apenas llegaban varios años después de los hechos. Ante dilaciones semejantes, las autoridades locales no tenían más remedio que actuar como buenamente pudiesen.
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disposiciones a las que aludimos aquí, aunque emanadas de instituciones civiles o eclesiásticas, debían guardar relación con la naturaleza y sus fenómenos en un ex ante y no en un ex post. Los recursos de la fe cristiana, resguardados en manuales y reglas, no tenían como objeto contener o prepararse frente a la naturaleza, sino aceptar su inevitabilidad como voluntad divina y resignar ante ello la voluntad humana. Las disposiciones formales desplegadas ante ciertas regularidades de la naturaleza capaces de causar desorden, pérdidas o destrucción, tampoco pueden ser calificadas como «políticas públicas», lo que podría considerarse como un anacronismo, toda vez que no son decisiones planificadas desde el Estado, sino respuestas o prácticas locales, principalmente, en un mundo donde lo público y lo privado, además, no cuentan con las definiciones y delimitaciones que hallarán más tarde en la modernidad. La condición de «preventivas» habría de estar asociada con la consciencia sobre las regularidades de la naturaleza, lo que no siempre estuvo presente bajo la convicción de su retorno en el tiempo, esto es, de su factibilidad de regresar a futuro. La naturaleza opera, en la lógica cristiana, como ejecución de voluntades divinas; por lo tanto, los fenómenos no podrían normarse, y sus efectos, desde luego, habrían de ser interpretados como «casos fortuitos»: De hecho, no pudiéndose explicar de otra manera, faltando los conocimientos científicos necesarios, las manifestaciones más aterradoras de la naturaleza (los casos fortuitos) se volvieron, en consecuencia, prerrogativa específica de las divinidades, que solían, a través de ellos, manifestarse a los hombres.35
La condición contextual de las disposiciones ajustó sus alcances en relación con el momento histórico en el que se ejecutaron. En este sentido, está claro que las decisiones tomadas en el siglo xvi difieren de las que se tomaron en la segunda mitad del siglo xviii. La comparación no es casual, especialmente por lo que representaron las reformas borbónicas para los dominios ultramarinos, en este y en todos los aspectos. En buena medida, la llegada de los borbones al trono español condujo a atender las Indias con otra perspectiva y otros recursos de administración. La sistematización y profesionalización de las decisiones, así como su burocratización, caracterizaron el nuevo enfoque. También hay que advertir ciertos cambios en el conocimiento de la naturaleza, en las tecnologías, e incluso en el bagaje de información que un par de siglos de asentamiento representaron para los habitantes americanos. Si bien la información no siempre operó 35 De Nardi, 2020, p. 342. Agrega: «caso fortuito, la categoría jurídica llamada a disciplinar, desde el derecho romano, las consecuencias (patrimoniales, contractuales y penales) de los hechos ajenos a la negligencia, culpa o dolo del agente, como son, por ejemplo, todos los acontecimientos relacionados con amenazas de origen natural (terremotos, inundaciones, etcétera)». La lógica de los juristas al respecto, desde el redescubrimiento del derecho escrito en el siglo xiii en adelante, convierte el desastre, el hecho como tal, en un caso, el cual es fortuito, casual, especialmente imprevisto e irresistible. Hemos hallado menciones fincadas en esta noción de «caso fortuito» en algunos documentos de estas regiones. Por ejemplo: el cura de Trujillo decía en 1620 que «por fortuito acontecimiento el río de Mocoi se llevó unas casas»; Juan Matheos al obispo, Trujillo, 5 de abril de 1620, Archivo Arquidiocesano de Caracas (en adelante AAC) Episcopales, legajo 3, f. 37.
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como memoria ni como tradición, ocasionalmente alcanzó recursos de utilidad a aquellas disposiciones eventuales o locales. La dominación española, con estilo castellano, de Habsburgo o borbónica, no siempre incorporó la transferencia de tecnología o información para el desarrollo de sus posesiones ultramarinas, toda vez que estas posesiones no representaron una unidad homóloga ante la mirada metropolitana ni en su propia constitución. Los espacios de mayores riquezas, especialmente minerales, contaron con atención privilegiada y con presencia de funcionarios mejor preparados en relación con las regiones periféricas, como fue el caso del territorio hoy venezolano. A pesar de los esfuerzos desplegados desde la administración borbónica por profesionalizar la resolución de problemas materiales y ambientales, especialmente en la segunda mitad del siglo xviii, las condiciones contextuales absorbieron esos intentos. Quizás debamos analizar el efecto contextual, y por tanto heterogéneo, de aquellas reformas administrativas, para comprender sus resultados y sus alcances como una relación directamente proporcional a esas condiciones sobre las que se implementaban. Esta distribución contextual de la eficacia administrativa también puede observarse históricamente: sobre regiones sin riquezas, los esfuerzos por desarrollar recursos eficientes son escasos y a veces inexistentes. Pongamos por caso, en estas regiones, las salinas de Araya. Cuando la sal fue fundamental en el circuito mercantil y en la demanda europea a finales del siglo xvi, la defensa de estas salinas condujo a una inversión extraordinaria y al envío de los mejores ingenieros para la construcción de una fortaleza. Allí fueron a dar los Antonelli, padre e hijo, y Cristóbal de Roda, ingenieros de confianza para la Corona y los más capacitados del momento. El castillo de Araya se concluyó hacia 1645, y fue la infraestructura de defensa de mayor envergadura en este territorio, pero su vigencia duró solo unas décadas, quedando a la deriva y sin mantenimiento ya a finales de ese siglo. Fue demolido a mediados del siglo xviii por inútil. No hubo otra construcción por el estilo ni mayor interés al respecto; aquella inversión solo fue un objetivo contingente.36 El ejemplo sirve de reflejo al resto de las circunstancias. Se aprecia esa atención espasmódica y eventual, dilatada por la distancia y la falta de interés en los contextos periféricos, en todas las características del proceso. No obstante, la relación con la naturaleza, con sus regularidades y su marco físico, representa en sí misma un proceso particular y situado sobre este espacio, esta sociedad, estas condiciones. Sin duda, la atención de la metrópoli es igualmente decisiva en ello; sin embargo, y aunque esa atención metropolitana conforma la cristalización y decristalización de tal relación, sus resultados se aprecian en los efectos concretos que se alcanzan sobre estas regiones. Estos resultados, estas expresiones contextuales del proceso histórico colonial sobre esta sociedad y este territorio, ponen de manifiesto una relación de contención ante la naturaleza y aquellos ambientes producidos desde la implantación. Está claro que no fueron medidas, ni políticas públicas ni estrategias adaptativas, o normativas para regla-
Sobre Bautista Antonelli, su hijo Juan Bautista y la fortaleza de Araya, ver los trabajos de Gasparini, 2007, 1985 y 1965. 36
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mentar problemas ambientales o embates de fenómenos destructores. Las disposiciones formales solo alcanzaron a contener, como mejor se pudo y cuando se pudo, las regularidades físicas, climáticas o biológicas de los ambientes sobre los que hizo vida aquella sociedad. Aquellos fueron asentamientos humanos que, en la irreversibilidad de su fijación histórica al espacio donde fueron conminados, vivieron sitiados por esas mismas condiciones naturales y ambientales. La solución a ese asedio tuvo lugar por disposiciones formales, sí, pero en forma de paliativos y eventualidades que no alcanzaron la calidad de estructurales o consuetudinarias. Incluso los desarrollos materiales de mayor envergadura —como los que alcanzaron Caracas y La Guaira ya en los últimos años del proceso colonial— fueron precarios, austeros, hoscos, escasamente mantenidos, y lo comprobaron catastróficamente con los temblores de 1812, con el huracán de 1780 o con los aludes de 1798, todos eventos propios de estos contextos geológicos o climáticos, según fuese el caso, con baja o alta frecuencia, pero igualmente regulares. Aunque se intentó contener a la naturaleza por todos los medios, los recursos y posibilidades de aquella sociedad, ciertamente, no fueron suficientes para lograr su objetivo. A duras penas lograron sobrevivir.
Capítulo 3
Los parientes pobres de Tierra Firme
Resignados La ocupación del espacio en el Nuevo Mundo por parte de los castellanos, especialmente, condujo al desarrollo de «ciudades», presencia material que garantizaba las posesiones ultramarinas según su concepto y estrategia al respecto. No sucedió igual con los portugueses y su expansión atlántica, por ejemplo, satisfechos con los negocios en puertos y playas, incluso durante su experiencia inicial en Brasil, «contentándose con andar arañando las orillas del mar como cangrejos».1 Los castellanos penetraron los territorios americanos hasta donde pudieron llegar, y en todas partes fundaron poblados según los recursos hallados y las riquezas que valoraban. Es por ello que México y Cumaná, o Quito y Maracaibo, se corresponden con escalas de comparación diferentes, y al contrastar unas con otras se aprecian de inmediato sus diferencias materiales. Junto a esas riquezas que podrían sustentar tales desarrollos, deben observarse las condiciones naturales de esos asentamientos y la relación indefectible que ha de tener lugar entre la capacidad concreta del desarrollo material —fruto de la riqueza valorada según el contexto histórico— y la sostenibilidad de esa fundación.2
Así los describía Vicente do Salvador en 1627, cuando decía: «Da largura que a terra do Brasil tem para o Certão não trato, porque athé agora não houve quem a andasse por negligencia dos Portuguezes, que sendo grandes conquistadores de terras não se aproveitão dellas, mas contentão-se de as andar arranhando ao longo do mar como caranguejos». Do Salvador, História do Brasil, Bahía, 1627, Livro Primeiro, p. 8 [edición de la Bibliotheca Nacional, Río de Janeiro, 1889]. 2 «The establishment of cities and urban networks in the Americas did not always proceed smoothly, however. Often it proved difficult to choose optimal sites for towns, whether because of climate and topography, relations with indigenous groups, or economic change over time». Altman y Krause, 2020, p. 422. En ese mismo libro, Schwartz, 2020, p. 328, comenta: «This use of the city to establish “civilized” 1
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Las decisiones tomadas sobre cómo desplegarse materialmente en los lugares donde fundaron, por tanto, se hallaron en relación directamente proporcional a los recursos con los que contaban. La materialidad, en consecuencia, fue el reflejo concreto de ello. Su despliegue en el tiempo es proyección y desarrollo histórico en un mismo movimiento. De esta manera, aquellas fundaciones que proceden de contextos carentes de riquezas no hallarán en los siglos venideros mejores circunstancias. Auxiliadas por algunos productos cuyo valor comercial va a servir de paliativo a la ausencia de oro y plata, en contextos como el de las regiones hoy venezolanas apenas habrían de sostenerse. En la heterogeneidad del proceso fundacional no hubo desarrollos urbanos idénticos, a despecho del intento por aplicar un patrón al respecto ya desde el siglo xvi. Del mismo modo, los procesos económicos tampoco contaron con un movimiento constante en el tiempo. Podemos observar, en la larga duración colonial, crecimientos irregulares o fracasos abruptos en algunos de aquellos desarrollos urbanos. Buena parte de esas diferencias se encuentran ancladas a procesos naturales y a la imposibilidad de enfrentar exitosamente la regularidad fenoménica en la que dichos asentamientos se ubicaron. Estas condiciones y procesos no se dieron de igual forma en toda Hispanoamérica. Los ritmos regionales de desarrollo fueron muy desiguales, según coyunturas algo frágiles, muy dependientes de premisas exógenas y, en algunos casos, de los periódicos desastres (terremotos y huracanes) que azotaban ciertas zonas; éstos implicaban no sólo vastos programas de reconstrucción, sino el replanteamiento de las más fundamentales premisas arquitectónicas.3
Las fundaciones e implantaciones se toparon constantemente con la naturaleza y los ambientes americanos. En palabras de Cunill Grau, esto significó someterse a la «tiranía» geográfica del Nuevo Mundo. Fue una interminable variedad de «constricciones físicas y naturales» que sometieron la voluntad de aquella sociedad, condicionando, «de diversa manera e intensidad la relación entre geografía e historia».4 En esta relación, sin duda, privan los procesos históricos, pues dependerá de las formas en que las sociedades humanas desarrollen recursos exitosos y perdurables para levantar las materialidades con las que han de enfrentar a la naturaleza que las rodea. En el caso hispanoamericano, los contextos materiales de cada región, ciudad o villa fueron el resultado del éxito, fracaso o ralentización del crecimiento económico correspondiente a esos contextos donde hubo o no riquezas minerales. Sobre las regiones hoy venezolanas, ha dicho Gasparini: «La sencillez que caracteriza a nuestra arquitectura colonial, al igual que la exuberancia del barroco mexicano, fueron manifestaciones que reflejaron de manera coherente las distintas condiciones económicas, surgidas en el proceso de colonización».5 life in newly settled lands among hostile or non-Christian populations was now transported to the Indies. The Castilian ideal of stable urban settlements with resident householders (vecinos), and a town council (cabildo) with jurisdiction over the surrounding countryside and authority over urban life and law became the norm». 3 Tejeira Davis, 2001, p. 774. 4 Cunill Grau, 1999, p. 35. 5 Gasparini, 1965, p. 10.
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En muchos de esos asentamientos, puertos y ciudades desplegados en América como presencia concreta de la dominación europea, y especialmente en las regiones hoy venezolanas, la existencia fue una lucha permanente por sobrevivir, por acomodarse y no desaparecer, por durar. Si las viviendas representan uno de los aspectos más elementales de la existencia humana, en sus características materiales y tecnológicas, y en el éxito o fracaso de su función de abrigo y protección, hallaremos un reflejo de las condiciones estructurales de esa sociedad. Las diferencias aparentes entre esas características no deben confundir al observador: un edificio de cemento con decenas de niveles podría sugerir un mejor abrigo y mayor protección que una churuata de palmas y madera; ambos son viviendas colectivas, pero mientras el edificio requiere de grandes cantidades de energía para su funcionamiento y materiales industriales para su construcción, la choza amazónica se levanta con elementos propios de su ambiente y no consume más energía que la alcanzada por la luz solar, cumpliendo la misma función. Si el edificio se encuentra en una región de actividad sísmica y no está preparado para resistir los temblores, puede transformarse en un alto riesgo para la vida de sus habitantes, lo que no sucede con una churuata, por lo liviano de sus materiales. Una choza de palmas y madera en el centro de una ciudad moderna nada tiene de funcional; es vulnerable al ruido, a las vibraciones de los coches, y no representa ninguna seguridad frente a la delincuencia o los robos. Las comparaciones solo dan cuenta de diferencias culturales, antes que materiales o funcionales. Ambos ejemplos son formas de materialidad, ajustados en cada caso al contexto cultural y tecnológico que les corresponde. Lo que interesa destacar es que la función de las viviendas no reside únicamente en el abrigo y la protección, sino en lo que significan materialmente. Su ajuste frente al ambiente en el que se asientan es un indicador de los recursos que esa sociedad despliega para sortear el conflicto elemental que supone acomodarse ante la naturaleza. La resolución exitosa de ese conflicto, esto es, una materialidad que se adapta a la naturaleza donde se asienta, así como lo opuesto, una materialidad deficitaria, representa la efectuación concreta de la existencia de una sociedad. No obstante, el abrigo y la protección no son las únicas funciones que ostentan las edificaciones; también cuenta la función ritual, el poder, la fe, la infraestructura con diferentes fines e incluso la recreación. Con todo, aquello que se levanta como recinto para albergar seres humanos, sea con la función que sea, condensa materialmente lo que esa sociedad puede construir al respecto, y su sostenibilidad en el tiempo es el resultado de la capacidad y los recursos (concretos y simbólicos) con los que cuenta para ese fin. Cada construcción, edificio, vivienda o infraestructura tiene lugar en relación con esos recursos y esas capacidades. Son la corroboración tridimensional de las condiciones materiales de una sociedad, de su relación con el ambiente en el que se asienta. La resolución del conflicto elemental que significa el enfrentamiento con la naturaleza y sus regularidades se manifiesta históricamente. Cuando ese conflicto no es resuelto favorablemente, pueden presumirse el fracaso y la desaparición de una sociedad, superada por las regularidades fenoménicas y físicas que la rodean; no obstante, en la larga duración de algunas sociedades, aun superadas por esas regularidades, la desaparición no fue un destino, y su existencia, reducida a la supervivencia y la reproducción de la vulnerabili-
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dad, acaba siendo su modo de vida. Este parece haber sido el caso de la sociedad que habitó las regiones hoy venezolanas durante el período colonial. En una interpretación laxa de la noción de resiliencia, quizás podría decirse que aquella sociedad así lo fue, capaz de seguir adelante a pesar de sus condiciones, de resolver sus problemas y no desaparecer. Este principio, el de resolver problemas, resulta seductor si pensamos que en este caso nos encontramos ante una sociedad sin riquezas y al margen de los intereses del imperio, cuya existencia en la larga duración colonial supuso una exposición permanente a conflictos que la superaban y que, finalmente, logró sortear. «Resilient societies must have reserve problem-solving capacity to adjust to major challenges».6 En el más reciente lenguaje institucional, resiliencia se define así: La capacidad de prepararse y adaptarse a las condiciones cambiantes y recuperarse rápidamente de las interrupciones operativas. La resiliencia incluye la capacidad de resistir y recuperarse de ataques deliberados, amenazas, accidentes o incidentes de la naturaleza.7
Sin embargo, aquella no fue una sociedad «exitosa ante los problemas», con herramientas «complejas» ni «adaptada a grandes desafíos». Nunca acabó de «adaptarse a las condiciones cambiantes», y, aunque parezca haber resistido las «amenazas, accidentes o incidentes de la naturaleza», la resistencia no fue su virtud, sino un sinónimo de duración, muy a duras penas. En lugar de resiliente, le cabe la condición de resignada con mayor propiedad, en correspondencia con el sentido más elemental del término resignación: «La entrega voluntaria que uno hace de sí, poniéndose en las manos y la voluntad de otro», tal como lo definía la Real Academia en 1737.8 Aquella resignación no era sino la fijación irreversible procedente de la implantación. Sus disposiciones con relación al ambiente, la naturaleza, los fenómenos, los procesos, las regularidades y eventualidades que la acompañaron por tres siglos, reflejan tales condiciones. Enriquecimientos circunstanciales y familiares nunca representaron la resolución de aquel conflicto elemental. La misma pobreza sobre la que se fundó no va a desaparecer y será una demostración crítica de los desequilibrios y desigualdades que la conformaron desde siempre. Siglos de fijación a un mismo ambiente no fueron suficientes para adaptarse, y en su transcurrir se advierte el movimiento constante por acomodarse como mejor se pudo en cada caso. Desde luego, acomodarse y adaptarse no son sinónimos y, si el intento por el acomodo es tan duradero como incesante, se advierte ahí una relación equívoca y escasamente beneficiosa con la naturaleza. Se trata de una relación que solo alcanzó para durar, pero no para adaptarse.
Tainter y Taylor, 2014, p. 168. U.S. Department of Homeland Security - Federal Emergency Management Agency Federal Continuity Directive 1, 2017. 8 Real Academia Española, 1737, tomo quinto, p. 593. 6 7
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Una materialidad deficitaria La historia presenta a nuestros conquistadores como los más empecinados campeones de la tenacidad. Los trabajos y los fracasos mellaron su soberbia, y aquellos hombres que atravesaron el mar, empujados por la codicia de amasar fortuna en breve tiempo, terminaron por hacerse ganaderos y agricultores, y no desdeñaron en adelante los miserables lienzos tejidos toscamente por las indias. Eduardo Arcila Farías9
Islote a la deriva Persiguiendo la promesa del oro y otras riquezas minerales que aguardaban complacientes en el paraíso del Nuevo Mundo, las naves que cruzaban el Atlántico en el siglo xvi iban cargadas de ambiciones. El modelo expoliador ejecutado en un primer momento en las islas del Caribe desnudó la falta de correspondencia entre esa ambición y la fundación de asentamientos estables y duraderos. En el marco de esa estrategia se explotaron las perlas de Cubagua. Por entonces, la durabilidad de las fundaciones tenía la edad de los aljófares o de las vetas, o bien alcanzaban el tiempo que subsistieran las posibilidades de un tráfico de esclavos sin mayores dificultades. Así se levantó la Nueva Cádiz de Cubagua, y así se vino al suelo la ilusión de un asentamiento permanente en las bocas del río Cumaná, en Tierra Firme. Lo ocurrido entonces en la isla que flota al oriente de la actual Venezuela fue el reflejo más claro de la época. Las perlas fueron descubiertas entre el tercer viaje de Colón y las empresas de Pero Alonso Niño, los hermanos Guerra y Alonso de Ojeda, es decir, hacia 1499. El desarrollo del lugar como ranchería de rescate sucede en la década de 1510, y su consolidación como ciudad llegará a finales de la década siguiente. Con las perlas como posible fuente de financiamiento se firmará una capitulación con Bartolomé de Las Casas, quien prometió la pacificación de los indios de la zona por medio de la evangelización y la fundación de un asentamiento permanente en las proximidades de la actual Cumaná. Las prácticas esclavistas de los comerciantes del momento y los malos tratos entre los propios indígenas que colaboraban con el apresamiento de sus vecinos llevaron la región a un desquicio incontrolable. El ensayo de Las Casas fue aniquilado muy pronto y a la zona enviaron al pacificador Ocampo, quien se encargó de aplastar los alzamientos indígenas. Mientras tanto, los de Cubagua dependían del río de Cumaná para la toma de agua dulce, y al efecto levantaron allí una pequeña fortaleza que vino al suelo con el sismo y tsunami del 1 de septiembre de 1530.10 Los aljófares fueron agotados muy pron-
Arcila Farías, 1946, pp. 13-14. Para remediar el asunto, en sustitución de la fortaleza, construida de cal y canto por Jácome de Castellón, apenas se pudo levantar un parapeto con duelas de pipas que servía de defensa ante los embates indígenas. 9
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to, y ya hacia 1540 Cubagua ofrecía una decadencia irreversible. Entre un huracán que la destruye en 1541 y el arrase de los piratas franceses en 1543, la isla de las perlas fue deshabitada y abandonada. Su esplendor apenas duró un par de décadas, enmarcadas en la etapa de la expoliación y la depredación. Cubagua no volvió a desarrollarse nunca más, y de la Nueva Cádiz solo quedan sus ruinas; Cumaná va a fundarse definitivamente recién en 1569, medio siglo después de los intentos de Las Casas y su proyecto de evangelización financiado con el rescate de perlas. Algo similar sucedió al occidente de este territorio, cuando las capitulaciones con los Welser condujeron a la fundación de Coro entre 1527 y 1528 como base de razias y puerto de colocación de esclavos indígenas. La suerte de Coro, si cabe, tuvo mejores resultados, pues perduró sin solución de continuidad hasta el presente. Habría que esperar hasta la segunda mitad de ese siglo para observar el comienzo de la ocupación del territorio más allá de las actividades extractivas y esclavistas de la costa. Con Coro como plataforma se penetró el occidente y se dio inicio a la fundación de pueblos con el ritmo que imprimía la búsqueda de minas de oro y plata. Ocupar, reducir, pacificar y fundar llevaban el sello del sondeo de filones y fuentes de minerales. Luego de los primeros espejismos y promesas de riquezas, aquellas fundaciones enseñaron su rostro más característico: el de un territorio sin metales preciosos, destinado en consecuencia a la periferia de los intereses peninsulares. Ese resultado produjo aquello que fue advertido por Chaunu como un proceso económico «arcaico, replegado sobre sí mismo», con «penuria de moneda», de «comercio interior precario», «débil islote a la deriva», de «mediocre actividad económica», al que llamó, además, «pariente pobre», en comparación con otros asentamientos ibéricos en América.11 «No se encuentra Venezuela entre las posesiones españolas en América más desarrolladas», apuntó Arcila Farías con relación a la consolidación material de estos territorios.12 La ausencia de riquezas condujo a un escaso crecimiento económico, y con ello a la austeridad material. La mayor prosperidad para las regiones hoy venezolanas durante el período colonial se vio representada por unos pocos productos que, ciertamente, solo significaron el enriquecimiento de algunos sectores, y aunque tal cosa no indica ninguna novedad o particularidad, conviene destacar que esos sectores tampoco desarrollaron mejores condiciones ante las regularidades naturales, el medioambiente, o bien frente al simple paso del tiempo. La cotidianidad de la sociedad colonial en estas regiones nada tuvo de bucólica; fue un padecer sostenido que se hace palpable en la documentación de aquellos tres siglos. Desde el testimonio de las autoridades públicas hasta las fuentes eclesiásticas, desde las cartas de particulares hasta las descripciones de viajeros y cronistas. No existe una fecha de inicio para indicar el comienzo de estas circunstancias, y tampoco existe un final. Las narraciones acerca de una materialidad deficitaria se hacen presentes en todo tiempo y lugar. Esta condición se va a expresar en las edificaciones de todo tipo, especialmente en aquellas que deberían ser de mayor envergadura, e incluso en las viviendas.
Chaunu, 1983; véase especialmente el capítulo «Las islas continentales» (pp. 93-104). Arcila Farías, 1961, p. 17.
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[…] el conjunto de obras que datan de la época española es escuálido sobre todo si se compara con el de otras provincias americanas de aquel gran imperio, donde la riqueza mineral, la abundancia de recursos y de población permitieron un rápido avance del cual quedaron, como decisivas pruebas que el tiempo ha respetado, los grandes monumentos que aún hoy son orgullo de muchas ciudades del continente.13
Tal deficiencia material se vio claramente expuesta y manifiesta ante el comportamiento regular (e irregular) de los fenómenos naturales, especialmente aquellos que resultan potencialmente destructores. Se hizo evidente también ante medioambientes que se antojaron indomables para los recursos de esos contextos, así como ante el clima y sus variaciones regionales. Viene al caso subrayar que todas las dificultades halladas en ese pasado no representan, por sí mismas, la ausencia de conocimientos para enfrentar exitosamente las condiciones naturales de estas regiones, o la inexistencia de tecnologías ajustadas a esos ambientes. Si se identifican el conocimiento y la tecnología como una propiedad exclusivamente occidental, se incurre en un error metodológico e interpretativo. Si se asume que las tecnologías y la tradición indígena americana eran, de por sí, suficientes como para contar con una materialidad eficaz, el error es el mismo. Las sociedades amerindias, además, no contaban con una misma información ni una misma tecnología, y ya sabemos de sus importantes diferencias culturales y desigualdades de todo tipo. La materialidad deficitaria de ciertos asentamientos en la sociedad colonial hispanoamericana fue el resultado de un proceso histórico que desdibujó el posible aprovechamiento del conocimiento tradicional, donde lo hubiere y fuese útil, y fragmentó la transferencia tecnológica occidental según el interés en cada región o ciudad. En el caso de estas regiones y sus asentamientos, tal materialidad deficitaria deriva de ese proceso histórico que, especialmente en tiempos fundacionales, no persiguió desarrollar estrategias adaptativas y solo se interesó en la explotación de lo poco que halló como riqueza, según su forma de comprenderla. Lo que detectamos sobre este problema para estas realidades proviene de los testimonios hallados en cada caso, que se traducen en indicadores de dicho déficit. Son los discursos de esos mismos contextos los que señalan tal deficiencia, y no la comparación con la información o la tecnología del presente o de otros contextos de la época. En muchas oportunidades, tales testimonios ofrecían las soluciones técnicas o de infraestructura, al tiempo que daban cuenta de la carencia de recursos económicos para su implementación. Otro indicador de aquel déficit material proviene de la lentitud en los procesos de recuperación y de la prolongación en el tiempo de los efectos devastadores de ciertas coyunturas desastrosas, o bien de las crisis estructurales padecidas en estas regiones. Un estudio comparativo con el resto de Hispanoamérica, seguramente, conduciría a resaltar esas distancias características con los centros de poder coloniales. Las variables que Arcila Farías identificó como las causas de tanta precariedad permiten comprender esas
Idem.
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diferencias en la conformación histórica de cada contexto: lentitud en el proceso de conquista y colonización; ausencia de riquezas minerales; escasa población indígena y ausencia de grandes desarrollos materiales, sociales y políticos; un medio físico hostil y diverso que impidió un trato unitario como problema y como ambiente, y el lento proceso de formación de un sector acomodado en aquella sociedad. Estas variables operan para diferenciar este proceso material y económico tanto como para particularizarlo. Tratándose de regiones con población indígena menos concentrada y más reducida, en comparación con otros contextos, y observando la ausencia de metales preciosos, estamos ante fundaciones y desarrollos que, también, fueron demográficamente magros. Solo en los Andes y otros pocos lugares se hallaron comunidades indígenas sedentarias y sujetas a la tierra. El resto del territorio ofrecía habitantes nómadas, cazadores, recolectores y renuentes a verse como labradores amarrados a una encomienda. Esta condición se sumaba a la falta de riquezas minerales. En adelante, la baja densidad demográfica fue igualmente otra característica de la vida en el proceso colonial de estas regiones. Conviene detenerse aquí y realizar un ejercicio de síntesis interpretativa sobre el número de habitantes en las ciudades de este territorio, así como una breve mención a lo que ello representa comparativamente con otras fundaciones hispanoamericanas. Por un lado, conocemos las dificultades para establecer cálculos fieles que permitan estimar números de habitantes en cualquier instancia de la vida colonial, y también el riesgo que ello significa como intento generalizador para todas las poblaciones americanas del período. Sin embargo, resulta tan ineludible como necesario plegarse a una estrategia que facilite las estimaciones en esa dirección. Jorge E. Hardoy y Carmen Aranovich realizaron, en este sentido, una revisión del problema sobre los cálculos poblacionales ante la heterogeneidad hispanoamericana, y expusieron diferentes vías de aproximación para realizar estimaciones por el estilo; entre ellas destacamos dos: el «número de viviendas» y el «número de vecinos».14 En el primer caso los autores señalan índices de apreciaciones que oscilan entre 6,3 y 6,6 habitantes por vivienda, según los ejemplos de México en 1569 y Lima en 1614, respectivamente. Quito también arroja un índice de 6,3 para 1582. Luego, haciendo referencia a la segunda estrategia, en el caso de Lima (1614) «la relación entre la población española y el número de vecinos», de acuerdo a lo revisado en el padrón de ese año, sería de 3,2. No obstante, Jaén, «un pequeño centro de la Provincia de Quito», ofrecía en 1606 una relación de 5,7. Estas proporciones permitirían suponer que los españoles residentes en las ciudades hispanoamericanas hacia el final del siglo xvi y comienzos del xvii, podrían oscilar entre el 30 % y el 60 % del total, dependiendo de la ciudad, con lo cual no parece prudente tomar una de las dos estrategias como herramienta general para todos los casos. Hardoy y Aranovich advierten, no obstante, que «la información sobre el número de viviendas en las diferentes ciudades no sólo es escasa, sino esparcida a lo largo de muchos
Hardoy y Aranovich, 1973-1974, pp. 345-381. El trabajo de Arretx, Mellafe y Somoza, 1983, a pesar de su amplitud y alcance, no ofrece posibilidades de estimaciones ni relaciones cuantitativas sobre estos períodos. 14
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años, lo que impide comparaciones».15 Agregan, con relación al índice de población según el número de vecinos que «el empleo de un índice como el analizado sólo serviría para determinar la población urbana blanca con ciertos agregados, la que constituía un porcentaje muy variable de la población total de una ciudad».16 Pensamos que en el caso de las regiones y ciudades hoy venezolanas el asunto es igualmente variable y heterogéneo. No obstante, el trabajo de Juan Almécija, enfocado en el caso de Venezuela, propone «un tamaño medio del hogar y de la unidad doméstica» de 5,40 personas.17 Sin embargo, su propuesta está ceñida a la segunda mitad del siglo xviii, y podría no resultar válida para las últimas décadas del siglo xvi y primeras del xvii. Por otro lado, Antonio Arellano Moreno indicó en un par de ocasiones, aunque sin argumentar su conjetura, que la relación vecino-poblador, en este mismo caso, debería calcularse «a razón de cinco cada uno», por lo que esta multiplicación simple sugerida por el autor parece suficiente para estimar totales poblacionales.18 Independientemente de lo rudimentario de este cálculo y de la ausencia de soportes al respecto, se trata de una propuesta que resulta aproximadamente válida para el período colonial en general, tomando en cuenta también la estimación de Almécija para el siglo xviii y la comparación con las relaciones de otras ciudades del momento. De ahí que resulta pertinente reducir en un punto la estimación, teniendo en cuenta la condición limitada en aquel contexto de las ciudades hoy venezolanas en comparación con Quito, Lima o México, por ejemplo (los casos tomados en cuenta por Hardoy y Aranovich), con lo cual podríamos proponer una probabilidad no estadística de 4 habitantes por vecino para estos años fundacionales, salvo información que precise los números. Para corroborar esto, especialmente desde las primeras fundaciones, acudimos a esos testimonios mencionados. Poco después de los primeros establecimientos, las noticias e informaciones sobre la situación en general no fueron alentadoras en lo absoluto. De Coro, «la primera población que se hizo en esta provincia», se decía hacia la década del setenta del siglo xvi que «habrá en ella como treinta vecinos españoles, todos pobres, ninguno encomendero, y sólo como doscientos indios tributarios en ocho poblezuelos».19 En 1582, y con relación a la situación eclesiástica del lugar, escribía fray Juan Manuel Martínez Manzanillo, entonces obispo de Coro y por consiguiente de la Provincia de Venezuela, que «esto es miseria y suma pobreza», que los vecinos son «muy pobres», por cuya causa «no tiene capellanía ninguna», y que la fábrica material de la iglesia tiene su «edificio de madera y paja y embarrada por fuera y dentro», corriendo riesgo de incendio el Santísimo Sacramento por estar acobijado con estos materiales.20 Ibidem, p. 358. Ibidem, p. 364. 17 Almécija, 1992, p. 52. 18 Véase Arellano Moreno, 1969 y 1972. 19 López de Velasco, 1894, p. 141 [escrito entre 1571 y 1574]. 20 Relación del obispo de Venezuela al rey, Coro, 30 de enero de 1582, f. 2, Biblioteca de la Real Academia de la Historia, Relaciones Geográficas de Indias, 9-4661, tomo IV. Hay un original también en AGI, Santo Domingo, 218. 15 16
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Estas descripciones sobre la primera ciudad fundada y de presencia continua en estas regiones conducen a pensar que, pocas décadas después de erigida, apenas podía sostener «treinta vecinos españoles», lo que podría representar, siendo optimistas, unos 120 pobladores peninsulares, a los que se suman los 200 indios encomendados que indicaba López de Velasco. Sin embargo, los indígenas no residían en la ciudad, ni siquiera los que prestaban servicio, pues según el obispo Manzanillo «están en parte donde no se puede exponer doctrina ni vienen a servir sino cuando ellos quieren por estar poblados en sierras y montañas y cada uno por sí».21 De esta manera, los cálculos deberían corregirse y con ello reducir la cantidad de pobladores a esos blancos españoles y nada más. A finales del siglo xvi, y atendiendo a ese número aproximado de habitantes de Coro, 120 españoles, parece igualmente pertinente comparar la situación de esta ciudad fundada en 1527 con otras erigidas sobre la misma época, como Panamá (1519), Quito (1532), Lima (1535) o Santiago de Chile (1541), teniéndolas como ejemplos de diversas condiciones y calidades, para hacer de la comparación un ejercicio de mayor alcance. Si seguimos las cifras ofrecidas por Hardoy y Aranovich, todas ellas tomadas de fuentes documentales, mientras Coro en 1582 sostenía 120 españoles, en 1580 Quito tenía 400 vecinos, Lima contaba en 1614 con 25 452 pobladores de todas calidades, Panamá sumaba en 1610 hasta 1027 habitantes blancos, y Santiago de Chile alcanzaba en 1613 hasta 1717 españoles. Las diferencias tienen que ver con las opciones de crecimiento, desarrollo y estabilidad que cada localidad podía ofrecer desde su fundación. Incluso Panamá, lejos de la robustez de Lima o Quito, resultó más favorable que Coro. Para completar el panorama comparativo, acudimos a Antonio Vázquez de Espinosa, quien señaló que esta ciudad «tendrá hasta cien vecinos españoles», en los primeros años del siglo xvii.22 En aquellas ciudades y pueblos, estructuralmente pobres y escasamente pobladas, no hubo edificaciones monumentales ni ostentosas durante el pasado colonial. La diferencia con otras ciudades hispanoamericanas de mayor poderío económico se hace notable en este aspecto. La austeridad de las construcciones religiosas, por ejemplo, demuestra la escasez de recursos materiales para dignificar la fe, independientemente de la relevancia simbólica del asunto. Desde muy temprano, todas las ciudades que luego representaron asentamientos de control y administración regional multiplicaron las solicitudes de mercedes y ayudas económicas para sus sustentos. Y si esto sucedía con esas ciudades de mayores recursos, qué decir de las localidades menores.
La peor tierra del mundo Una región sin riquezas atractivas para los intereses ibéricos levantó su horizonte material con fundaciones pobres y escasamente sostenidas. En 1550 Miguel Jerónimo Ballesteros, el obispo situado en Coro, decía que «a esta provincia no vienen navíos de ninguna Idem. Vázquez de Espinosa, 1948, p. 89. Sabemos, por la misma edición del Smithsonian, que Vázquez de Espinosa debió de publicar este libro hacia 1629, de manera que estas cifras deben de ser próximas a esa misma década del veinte. 21 22
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parte por la gran pobreza de ella», y que solo llegaban «unas canoas de la granjería de las perlas que vienen a rescatar maíz y gallinas». Se quejaba de los altos precios de «las mercadurías que traen para vender», y agregaba que «por mi pobreza, no he ido a consagrar».23 En la Relación de Caracas (fundada hacia 1567) que realizó su gobernador Juan de Pimentel en 1578, se dice que ya «el oro de las quebradas y madres como extranjero y no nacido allí, se ha ido acabando todo», dando a entender que el mineral hallado en forma aluvial ya se estaba agotando, o quizás estaba totalmente acabado.24 Chaunu comentó sobre la ciudad más importante del territorio: «Caracas está a la cabeza de una provincia pobre, mal administrada. Esta pobreza volvemos a encontrarla, con más razón, en aquello que es posible entrever entre los detalles de la vida material».25 La promesa del oro en torno al asentamiento más significativo de estas regiones se esfumó rápidamente.26 En 1596 se atendieron en Consejo de Indias las solicitudes del procurador general de la Provincia de Venezuela, quien acudió a suplicar «en nombre de las iglesias de ellas les haga merced de prorrogarles las que les tiene hecha de los dos novenos que pertenecen a V. Md. en sus frutos atento a que por la pobreza grande la tierra no se puede acudir al edificio de las dichas iglesias que las más están por acabar yo todas sin ornamentos cálices libros y otras cosas necesarias para el servicio del culto divino».27 Poco después, el obispo fray Antonio de Alcega, escribía desde Caracas en 1607 que «las iglesias de esta tierra son muy pobres y de paja. V. Md. ha mandado ayudar de su Real caja para edificarlas no se hace por ser poca la cantidad y los vecinos en extremo pobres». En otra correspondencia de ese mismo año Alcega decía que «vine Señor a la peor tierra del mundo y de gente más inculta del, indios de menos doctrina y policía y así me aflige mucho el poco remedio que puedo poner, y el ultimo abra de ser dejarlo si su Md. no me promueve a un convento en la Nueva España donde sé la lengua de los indios y serviré algo a nuestro Señor porque aquí hago mal esto sin prometerme enmienda ni mejora». Ya en esa fecha se comentaba la necesidad de mudar la catedral desde Coro a Caracas, por no ofrecer aquel primigenio asentamiento de la Península de Paraguaná ningún tipo de comodidades ni recursos, y hallarse entonces sumido en el desinterés sin el menor atractivo:
23 «Carta del Obispo de Coro don Miguel Jerónimo Ballesteros al rey de España, dándole cuenta de haber tomado posesión de su mitra, y de cómo se encontró su obispado, en 20 de octubre de 1550», publicada en Arellano Moreno, 1964, p. 37. 24 La Relación y Descripción de la Provincia de Caracas y gobernación de Venezuela, en AGI, Patronato, 294, N. 12. 25 Chaunu, 1983, p. 101. 26 No obstante, Nicolás de Peñalosa, procurador general de la Gobernación de Venezuela, envió una «Relación» sobre el oro y «otras cosas de dicha gobernación» hacia finales del siglo xvi, en la que refería fuentes auríferas en Caracas halladas en las quebradas con oro arrastrado por aguaceros y avenidas, así como otras vetas próximas al valle. Esta relación, muy optimista sobre toda la provincia, mencionaba el buen temple de la región, la sal en la costa de Caracas, cantidad de mulas para su labranza, trigo, algodón, caña de azúcar, madera, hortalizas y zarzaparrilla, todo en grandes cantidades. La Relación en AGI, Indiferente, 1530, N. 23, folios 1-4. 27 AGI, Santo Domingo, 5, Madrid a 22 de agosto de 1596. Tal cosa se lee en las anotaciones marginales que al documento le hiciera quien redactó la minuta.
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«yo y el gobernador dimos el parecer que va en la información sobre pasar la catedral del pueblo de Coro al de Santiago de León es cosa justísima y necesaria…».28 Caracas desde ya competía con Coro por la sede del obispado. «El edificio de las casas de esta ciudad ha sido y es de madera, palos hincados y cubiertas de paja», decía Pimentel, algo que pocos años después bastaría para superar a la primera de las fundaciones. «Las más que hay ahora en esta ciudad de Santiago son de tapias sin alto ninguno y cubiertas de cogollos de cañas». Indicaba que, para la construcción, «los materiales los hay aquí», dando a entender que eso era una ventaja. Sin embargo, sobre el convento franciscano dijo que estaba hecho de «tapias no durables», cuestión que pronto necesitó atención. Las técnicas constructivas en estas regiones estuvieron condicionadas por los materiales que cada contexto geográfico proporcionaba. También hubo combinación de estrategias autóctonas, como la horconadura, «que consiste en una estructura de horcones o pilares de maderas duras, enterrados entre 60 cm y 1 m de profundidad y que da lugar a edificios de planta ortogonal». Asociadas con esta técnica que sirvió de base a las primeras fundaciones, se desarrollaron las de bahareque, tapiería y mampostería. El bahareque implica una estructura de horcones hincados, que son el soporte de la techumbre, con cerramientos hechos mediante un encañado horizontal, en el que se embute barro para formar la pared, que luego es rematada mediante el llamado «empañetado». Por esta razón, en las construcciones de bahareque, a diferencia de las de tapia o adobe, las paredes no tienen una función portante, pues ésta es realizada por la horconadura. Aun cuando el bahareque, junto a la estructura de horcones y los techos de paja fueron utilizados en las primeras construcciones coloniales, se trata de una técnica constructiva de origen prehispánico, pero también era conocida por los africanos esclavizados.29
Como demuestra Molina, esas técnicas provienen de estrategias prehispánicas que luego se irán mezclando con las desarrolladas por los alarifes e ingenieros europeos, en el mejor de los casos. No obstante, conviene destacar que se trata de técnicas basadas en recursos materiales alcanzados por el marco natural en donde tenía lugar el asentamiento, y por ello hemos de observar, básicamente, tierra, madera y paja en los procesos. La piedra requería de un trabajo apoyado en herramientas de hierro o en hornos, lo que no siempre estuvo a mano, más allá de que las piedras sí lo estuvieran. Solo los pueblos y ciudades con mayor capacidad de inversión fueron capaces de contar con ello. De esta manera podemos comprender que el condicionamiento geográfico de los materiales no debe tomarse como la determinación geográfica de la materialidad. Esta última resulta de procesos históricos, mientras que aquella procede exclusivamente de la naturaleza. Aquellas primeras fundaciones, tempranas o tardías, siguen lo señalado. En buena medida, se aprecia aquí otra diferencia sustancial con otros contextos americanos, pues el desarrollo de la arquitectura prehispánica en estas regiones es, comparativamente, ínfimo. Lo que va a producirse con las fundaciones de pueblos y ciudades a partir de la implantación va de la mano de los recursos existentes para ese desarrollo. Queda claro Fray Antonio de Alcega al rey, Caracas, 20 de junio de 1607, AGI, Santo Domingo, 218. Molina, 2017, p. 141.
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que aquí no los hubo en abundancia. Quizás por esto, además, el costo de las construcciones, si se pretendían hacer de mejor calidad, resultaba muy alto. Con relación a la compra de una casa que sirviese de almacén en el puerto de La Guaira, el mismo obispo decía que la que estaba en funciones «es de muy poco valor por ser esta de horcones y cubierta de paja y me parece vale menos de doscientos pesos y el haberse de hacer nueva de tapias y teja costara mil ducados». Añadía que, por la miseria de la región, «un navío es suficiente para proveer aquella provincia respeto de su cortedad y pobreza por no tener más frutos que cueros y zarzaparrilla y en tan poca cantidad que con solo un navío de trescientas toneladas bastara».30 En efecto, en 1598 los frailes de San Francisco afirmaban que «en esta tierra los oficiales y los materiales son muy caros», y lo hacían para solicitar ayuda para terminar la iglesia que estaban construyendo junto al convento, la cual, además, era «un edificio cómodo sin llevar ni tener cosa que sea superflua ni demasiada en que se gaste dinero mal gastado». Ya tenían la iglesia enrasada, pero no lograban acabar el proyecto por falta de fondos.31 Las iglesias, los únicos edificios de envergadura a pesar de la adustez y precariedad especialmente en regiones por el estilo, representan los mejores indicadores de las condiciones materiales de aquella sociedad. Iglesias «pajizas», de barro, sin mayor estructura, eran señaladas como «riesgosas» para el Santísimo Sacramento e incluso para el culto de la fe. En 1590, el dominico Jorge de Acosta solicitaba mercedes, pues «atento a que las iglesias de aquella gobernación son muy pobres y todas pajizas y tan mal seguras que se tiene en ellas el santísimo Sacramento con mucho riesgo».32 Desde luego, un techo de paja ofrecía altas probabilidades de incendio en un contexto tropical. Podría decirse que se trataba de formas de cubrir las edificaciones con recursos a la usanza; no obstante, techos por el estilo eran, antes bien, indicadores de pobreza, y no de una arquitectura condicionada por el medioambiente. […] no son bastantes las limosnas ordinarias para el reparo de los conventos e iglesias de esta gobernación ni aun para cubrirlas de teja sino de paja como lo están las de los conventos de Coro, Maracaibo, Tocuyo de Barquisimeto y la de Carora, cuyas paredes son de barro y el techo de hoja de palma expuestas a incendio y ruinas.33
Tal pobreza resultaba evidente en la calidad de las construcciones, como le había sucedido a la iglesia de Trujillo (la de Venezuela, fundada en 1557), hacia 1595, que se había caído por sí sola, debido «a los malos cimientos y paredes con que al principio se fundó».34 AGI, Santo Domingo, 218, Trujillo, 20 de enero de 1608. Informaciones: Convento de San Francisco de Caracas, 8 de mayo de 1598, AGI, Santo Domingo, 15, N. 42. Antes de esto, ya los franciscanos estaban solicitando mercedes para su convento. Véase Informaciones a nombre de los franciscanos de Caracas por parte del comisario general de la Provincia de Santa Cruz, 4 de marzo de 1593, AGI, Santo Domingo, 15, N. 4. 32 Expediente sobre mercedes a las iglesias de Venezuela y buen trato a los indígenas, AGI, Santo Domingo, 221. La carta de Jorge de Acosta es de 10 de enero de 1590. 33 Juan de Meneses al rey, Caracas, 30 de marzo de 1633, AGI, Santo Domingo, 27-A. 34 Orden al gobernador para reedificar la iglesia de Trujillo de la Paz, El Campillo, 15 de octubre de 1595, AGI, Caracas, 1, L. 2, f. 41v-42v. 30 31
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Derrumbada por sí misma, la iglesia de Trujillo se averió todavía más con ciertos temblores ocurridos hacia 1604, tal como denunció el cabildo de la ciudad para pedir más ayuda al objeto de volver a levantarla: «la dicha obra ha de ser aun con más fortaleza respecto de los temblores que ha habido de tres o cuatro años a esta parte que se ha moderado».35 A la iglesia de San Cristóbal (fundada en 1561) le ocurrió algo similar en esos años. En 1609 «un alcalde ordinario de la villa» informaba «que de doce años a esta parte han sucedido en la dicha Villa grandes terremotos y temblores de tierra», y que con ellos se arruinó la parroquial y el resto de los edificios y casas, producto de lo cual se hallaba sin ornamentos, cálices y sin sagrario, por haberse hecho pedazos el que tenía, que era de madera.36 Ya lo había señalado Antonio Beltrán de Guevara en la visita que realizó hacia 1602, cuando sobre esta iglesia dijo que «la de esta Villa ha algunos años que un temblor de tierra vino a fallar juntamente con todo el lugar y con la necesidad grande que tiene no ha podido acabar de levantarla y se celebra el Culto Divino no con la decencia que se debe». Sobre las condiciones generales del sitio, Guevara decía que «vio por vista de ojos la mucha miseria con que se vive en este lugar respeto de los muy pocos naturales de esta provincia».37 De esos temblores de finales del siglo xvi, estimados hacia 1598-1599 si seguimos estas informaciones, hay otras noticias, aunque todavía menos precisas, y también provienen de las actuaciones del mismo visitador Beltrán de Guevara, cuando se daba a la tarea de fundar pueblos y recoger indígenas dispersos a través de encomiendas y doctrinas. Eso hizo cuando fundó Capacho en 1602, por ejemplo, en donde explicaba que los intentos por hacer la iglesia de tapias parecían ser rechazados por los habitantes, pues decían que si así «se hiciese no duraría y se caería», y que parecía más seguro levantarla de «bahareque y estantillos, bien embarrada y blanqueada», ya que «de esta forma tendrá seguridad para los temblores que en esta tierra hay tan de ordinario».38 Con la fundación de Peribeca, también hacia 1602, sucedió algo similar, pues los encomenderos se resistían a levantar la iglesia de «tapiales», por hallarla poco resistente ante los terremotos.39 A pesar de que en los Andes hoy venezolanos los conquistadores y fundadores hallaron algunas comunidades indígenas más sedentarias y menos resistentes que en las costas orientales, el crecimiento económico fue lento, más allá de que sus asentamientos fuesen más estables que en otras zonas. En Mérida, por ejemplo (fundada definitivamente en 1559), se utilizaba el lienzo de algodón como moneda hacia 1609, equivaliendo a «un peso de oro de veinte quilates cinco varas del dicho lienzo con lo cual se sustenta la
Cabildo de Trujillo al rey, 14 de mayo de 1608, AGI, Santo Domingo, 202. Dicen también que «a más de tres o cuatro años a esta parte han continuado en esta ciudad y provincia grandes temblores de tierra que no solía haber a cuya causa es necesario hacerse la obra con más fortaleza y firmeza…». 36 Informaciones echas la ver ante el Cabildo Justicia y Regimiento de la dicha ciudad de Mérida de pedimento del procurador general de ella por 5 de enero del año pasado de 610, AGI, Santa Fe, 67, N. 25. 37 Cabildo de San Cristóbal al rey, 1 de enero de 1604, AGI, Santa Fe, 67, N. 30. 38 Capacho: diligencias de visita, San Cristóbal, 21 de diciembre de 1602, Archivo General de la Nación, Bogotá (en adelante AGN-C), Colonia, 62, 11, D 15, f. 752v. 39 Cazabata, Capacho, Peribeca, otros: diligencias de visita, Capacho, 6 de agosto de 1602, AGN-C, Colonia, 62, 13, D 6, f. 854v. 35
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ciudad», algo que ya venía siendo utilizado por sus vecinos desde hacía «cuarenta y cinco años» en «la trata y contrata», por «no haber en ella [la ciudad] ni en sus términos oro plata perlas ni otro metal». Se solicitaba, en consecuencia, que se admitiera formalmente el lienzo como moneda en la misma equivalencia que se venía utilizando por entonces. Se añadía a este informe que la «dicha ciudad no tiene propios a cuya causa no puede hacer la casa de cabildo ni otras obras públicas muy precisas».40 Figura 1. Dibujo del algodón, su hoja y su capullo.
Fuente: Relación de Maracaibo, Diego Sánchez de Sotomayor, sin fecha, presumiblemente anterior a 1571, BM, Add. Ms. 13964. Alonso Arias de Reinoso, Depositario General y Regidor Perpetuo de Mérida al rey, recibido en 26 de marzo de 1609, AGI, Santa Fe, 67, N. 23. Se discutió el asunto en Consejo de Indias ese mismo año: «1609. En la ciudad de Mérida se labra lienzo de algodón que sirve de moneda dando por un peso de oro 20 quilates cinco varas del dicho lienzo. Informe a 16 de mayo». Véase Índice General de los Papeles del Consejo de Indias, 1924, tomo III, p. 128. 40
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Tampoco había moneda en Caracas hacia los primeros años del siglo xvii. Se quejaban en el cabildo de que «los pobres padecen mucha necesidad por este respecto y la gente menuda es engañada de los pulperos y regatones». Según comentaban, circulaban perlas como monedas, «en las cuales hay mucho engaño por no poderse ajustar el valor de ellas». Decían que, a pesar de «que se ha procurado por muchas vías», no se había conseguido remedio al problema de la falta de circulante. Solicitaban al rey que les enviara «cuatro mil ducados en reales sencillos, de a dos y de a cuatro», los cuales canjearían por perlas, y luego repartirían «entre los vecinos». También pedían permiso para «echar contramarca y señal de esta ciudad» en la moneda que recibieran, «para que no pueda salir de ella, y si fuere cosa conveniente se podrá pedir tengan los dichos reales menos del peso y valor ordinario para obviar la dificultad que hay de que no se saquen de la tierra».41 La vida cotidiana en estas aldeas que ostentaban el título de ciudad era tan precaria como sus edificaciones. Es de imaginarse que por sus calles no circulaban carros ni carretas, e incluso el paso de personas sobre bestias debió de ser escaso. Un ejemplo de que el uso de esas calles no gozaba del paso regular de ningún vehículo se aprecia en el caso de Mérida, precisamente, cuando por ese mismo año de 1609 se denunciaba «que en esta ciudad en sus solares están pozos que se siegan de agua y que en ellos se han ahogado y se ahogan indios e indias, y que se mandase segarlos que se los cubran con peñas».42 Estos pozos, tan profundos como para que se ahogara la gente que corría con el infortunio y la distracción de caer en ellos, inferimos que se hacían para aprovechar la tierra en la construcción de las casas. Todo indica que se cavaban en las calzadas: «por haberse hecho y consentido [esos pozos] ha resultado ahogarse algunos muchachos e indios de más del daño que reciben las calles y solares comarcanos dentro de la traza».43 Fue por esos años que se puso en práctica en la región andina la política de los resguardos indígenas, como estrategia de control de la mano de obra y su sujeción a la tierra de labor. La fundación de pueblos con indígenas como fuerza de trabajo, asida a las encomiendas y con ello a los encomenderos, se articuló con la política de los resguardos, especialmente en esta región y desde finales del siglo xvi. Unos 79 pueblos al respecto fueron fundados a partir de 1586, e independientemente de su destino, muchos de ellos continuaron funcionando por décadas e incluso sin solución de continuidad hasta el presente.44 En 1602, cuando la visita de Beltrán de Guevara, se les asignó a esos pueblos la iglesia que les correspondía como sede de sus confesiones y pasto espiritual. También el visitador fundó algunos pueblos, como queda claro, a su paso por la región. Con lienzos de algodón como moneda se financió la reconstrucción del convento franciscano de El Tocuyo, el cual «por notoriedad y voz pública consta haberse quemado» Acta de 30 de julio de 1603 (Actas del Cabildo de Caracas, tomo II, 1946, p. 137). Solicitud del Procurador Ferraguti al cabildo para que se tapen los huecos que hay en la ciudad, Mérida, 12 de marzo de 1609, Actas del Cabildo de Mérida, Biblioteca Nacional, Sala Tulio Febres Cordero, Mérida (en adelante BNFC). 43 Solicitud del Procurador Alonso Pérez de Hinostroza al cabildo para que no se abran huecos en las calles, Mérida, 7 de enero de 1614, Actas del Cabildo de Mérida, BNFC, folio 129v. 44 Véase Samudio, 1995, pp. 185-186. 41 42
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hacia 1612 por tener el techo de paja. Cargaron el coste a las Cajas Reales de Caracas, pero como no había circulante en la región, se acordó que «para que el dicho convento y monasterio de la dicha ciudad de El Tocuyo se haga y acabe como conviene», y se tomara de la Real Hacienda «quinientos pesos de oro, pagados en lienzo, seis varas al peso».45 En Barquisimeto, fundada en 1552, el panorama no enseñaba variantes. Cuarenta años después de su establecimiento contaba con una iglesia de paja, ya característica de estas tierras por entonces. En 1591 el cabildo solicitaba mercedes, pues «por ser muy vieja la dicha iglesia se cayó y en ella no se celebra ni dice misa». El Santísimo Sacramento fue mudado a una ermita, también de paja, que resultó ser demasiado pequeña para toda la población que «no cabe toda la gente en ella y están con mucho aprieto y trabajo».46 Unos años antes, cuando se hizo relación de la ciudad, se describían sus casas como «unos pajares», similares a «donde se encierra la paja para los ganados». Sobre la técnica y los materiales utilizados indicaban que «las paredes de dichas casas están rodeadas de horconcetes de nueve o diez pies de altura fuera de la tierra», y se hallaban cercadas con cañas atadas «con bejuco». En señal de cierto desorden al respecto, se decía que «a estas casas, cada uno le pone el anchor que se le antoja». Con dos horcones en el centro que servían de apoyo a las vigas, se tendía el techo con varas y cañas, atadas con el mismo bejuco de las paredes en forma de entretejido, sobre el que se extendía «una gran cantidad de paja larga». La duración de estos techos, según la relación, es de «seis o siete años». La descripción de la técnica y los materiales puede contribuir a ilustrar las condiciones generales de las fundaciones, así como su durabilidad estimada e incluso su resistencia ante todo tipo de fenómenos, clima y ambiente. Añadían que en la ciudad «ahora se empiezan a hacer algunas tapias» y que comenzaban a traer piedra para hacer cal. Desde luego, a la relación no le faltaba el señalamiento más habitual de todos los testimonios de la época: «las minas de oro que hay son pobres, y por la pobreza de los vecinos son más pobres». Además, «no hay ni minas de plata ni otros veneros de metal».47 Una realidad similar se vivía al otro extremo de estas regiones, en el oriente. Cumaná, erigida en 1562 con los estertores del ensayo expoliador de comienzos de siglo, se levantó con extrema dificultad, algo que quedó expuesto con su propia fundación.48 El acta del 1 de febrero de ese año indica que el pueblo allí recogido al efecto por fray Fran-
Expediente sobre la reconstrucción del convento de San Francisco del Tocuyo (1615), publicado en la obra de Gómez Canedo, 1974, tomo I, pp. 99-110. 46 La ciudad de la Nueva Segovia de la provincia de Venezuela sobre que se haga merced para el Edificio de la Iglesia y ornamentos y cosas del servicio de ella, Barquisimeto, 4 de noviembre de 1591, AGI, Santo Domingo, 220. Ya en 1588 se había hecho merced a la misma iglesia. 47 Descripción de Nueva Segovia, Barquisimeto, 2 de enero-3 de mayo de 1579, AGI, Patronato, 294, N. 11. 48 «No recuerdo ninguna de estas factorías que haya dado origen a una fundación permanente o haya tenido una vida prolongada». Véase Hardoy, 1973-1974. Como un ejemplo al respecto, y vinculado a nuestro caso, podemos mencionar la fortaleza que levantó Jácome de Castellón en 1523 para proteger la toma de agua dulce para Cubagua y que sirvió de base a la trata de esclavos, la cual no fue, a despecho de quienes pretendan extender la vida de la ciudad hasta la fundación del fuerte, el origen de Cumaná. 45
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cisco Montesinos tenía 29 vecinos, incluidos los indios cristianos. Pablo Ojer refiere que al año siguiente se decía en Santo Domingo que «el dicho pueblo es poca cosa, por ser una ranchería de hasta diez buhíos y casas de paja, y aun estos vecinos que allí hay, tienen poco asiento de permanecer allí». La ciudad se fundó definitivamente en 1569 por Diego Fernández de Serpa, quien le colocó el nombre de Cumaná «para siempre jamás».49 En 1597 se elevaron ante el Consejo dos relaciones hechas por las iglesias de Cumaná y la Nueva Écija de la Provincia de la Nueva Andalucía, declarando que «por ser tierra pobrísima no hay modo ni traza de edificarse y así son de paja», agregando que «ninguna de ellas tiene campana y muy pocos ornamentos de manera que en todo se padece notable falta».50 En 1602 decían «que así por la enfermedad de viruelas y muertes que ha habido en ella como por otras causas que ha tenido y tiene esta muy pobre y necesitada como consta».51 La misma pobreza impedía su adecentamiento, y en 1609 el mayordomo de la parroquial de Cumaná, entre otras cosas, decía «que la dicha iglesia está cubierta de paja como se fundó muy vieja deshecha así en las paredes como en el techo». Anunciaban el consabido riesgo de incendio que corría el Santísimo Sacramento y la pobreza general de los vecinos, añadiendo la solicitud de mercedes reales para solucionar la situación.52 El 31 de octubre de 1601 el rey hacía merced de limosna a Cumaná proveída de las penas de cámara, pues de «la dicha ciudad se me ha suplicado atento a que tiene muchas obras a que acudir». Por otra súplica se prorrogó cuatro años más el 24 de marzo de 1608. En 28 de octubre de 1621 se hace nueva prórroga por seis años, pues se «ha hecho relación que las obras están empezadas en la dicha ciudad como son casas de cabildo, cárcel y carnicerías, no se ha podido acabar sin les hago merced de proveer el dicho tiempo, suplicándome atento a ello ya que esta tierra y vecinos de ella están necesitados». En 16 de octubre de 1626 hallaron prórroga por cuatro años más para lo mismo. En esas dos décadas nunca fue posible hallar recursos para terminar tales obras.53 Las circunstancias de Cumaná ya venían siendo preocupantes con relación a las entradas del río, asunto que empeoraba su declarada pobreza. Por ello el gobernador Diego Suárez de Amaya pretendía mudar la ciudad en 1604, con anuencia del cabildo, por «el
Ojer, 1965, p. 429. Sobre el documento fundador: Elección y nombramiento de la Justicia y Regimiento del Nuevo Pueblo de Córdoba, en AGI, Santo Domingo, 71. 50 Cumaná, 22 de abril de 1597, AGI, Santo Domingo, 584. 51 La Ciudad de Cumaná sobre que se le haga merced de ciertas cosas contenidas de su relación, Cumaná, 6 de marzo de 1602, AGI, Santo Domingo 190. 52 Cartas y expedientes de personas eclesiásticas de la Provincia de Cumaná, 1577-1690, Cumaná, 11 de marzo de 1609, AGI, Santo Domingo, 192. Agregaba el mayordomo que «para la fábrica de la dicha iglesia por no haberse fabricado cosa ninguna en ella desde que se hizo en un bohío de paja al principio que se fundó esta ciudad el cual estaba por muchas partes del techo y las paredes cayéndose por cuya causa está el santísimo sacramento indecentemente además del gran riesgo que tiene de poderse quemar la iglesia por ser cubierta de paja». 53 Expediente Provincia de la Nueva Andalucía. Penas de Cámara y Merced de ellas para obras públicas. 1601 hasta 1626, AGI, Caracas, 461. 49
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mal sitio que tiene», en donde iría «en disminución en lugar de acrecentarse».54 Las avenidas le habían «derribado algunas casas y tienen otras muchas para hacer lo mismo», y por esto «los dueños de ellas viven de prestado en otras, porque les falta sitio donde volver a reedificarlas». Decidido a su traslado, solo se lo impedía el empeño de algunos habitantes «por el amor de sus casas pajizas», quienes se negaban a salir de allí. Aunque no se tiene más noticia del asunto, sabido es que Cumaná no se mudó, y se ignora igualmente si esto tuvo que ver con la negativa de esos vecinos aferrados a sus ranchos de paja. El 20 de mayo de 1611 los oficiales reales de Cumaná escribían al rey que las casas de hacienda se habían construido «hace más de 28 años», y por ser de bahareque y pajizas se estaban reparando; sin embargo, un par de meses antes de esta representación, las casas se vinieron al suelo «con tanta presteza que corrieron mucho riesgo el testigo y oficiales que en ella trabajaban». Volvían a solicitar ayuda en 1613 (prácticamente todos los años pedían licencia para que les enviaran navíos de abastecimiento), mencionando que «la iglesia de la ciudad es de paja y de bajareque y muy vieja que toda se llueve y de tal manera que el santísimo sacramento está con poca decencia y en riesgo de que se pueda prender fuego y quemarse y la pobreza de la tierra es de manera que no pueden acudir al remedio de ella y si V. A. con su acostumbrada clemencia no le hace merced siendo como es la iglesia mayor de aquella ciudad se caerá y no habrá templo en que poder celebrar los divinos oficios».55 En nada cambiaban las circunstancias del lugar, a pesar de llevar por entonces varias décadas de fundada. Un siglo después de estas descripciones que testimonian de las penurias generales en estas regiones, el gobernador de la Provincia de Venezuela, Fernando de Rojas, daba testimonio en 1706 «de celebrarse los divinos oficios en la santa iglesia catedral de esa ciudad con mucha puntualidad y asistencia, y con grande solemnidad en sus festividades», aunque con «penalidad y desconsuelo» por «la falta de capacidad que impide sus mayores concursos por la angostura y división que padece con ocasión de la fábrica de la capilla mayor y las de sus lados y sacristía, cuya obra (que pudiera haberse ejecutado en otra calidad y forma según requería el espacio para lograr su mayor desahogo y vista) y la de sus bóvedas está al presente suspensa por falta de los medios considerables que se necesitan para su conclusión y perfección». El gobernador describía el resto de la iglesia hallándola presa de una situación lastimera. Aquí, como en el resto de estas regiones, los insectos que se comían las maderas o anidaban en el barro crudo o cocido, e incluso en la mampostería, aceleraban los procesos de deterioro y evidenciaban la falta de mantenimientos: «es fábrica de unos pilares antiguos delgados sobre que carga su cubierta que es toda de maderas viejas que se corrompen con brevedad», decía Rojas, anunciando la ruina de las alfardas y las vigas
54 Diego Suárez de Amaya al rey sobre la pesca de perlas, vela de la salina, mudanza de la ciudad de Cumaná y vacante de Obispado de Venezuela, Cumaná, 22 de mayo de 1604, AGI, Santo Domingo, 187, R. 3, N. 14. 55 AGI, Santo Domingo 190, Cumaná, 15 de febrero de 1613. Mismo expediente para la carta de 1611 de los oficiales reales.
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«carcomidos y taladrados de un gusano que llaman comején que en este clima crían las maderas a que ayuda la humedad de las aguas y goteras que resultan».56 En 1765 el gobernador de Maracaibo elevaba al Consejo de Indias una carta señalando que «la iglesia parroquial de la ciudad de Gibraltar se halla enteramente arruinada y sin posibles sus moradores para redificarle, haciéndola de cal y canto, por lo deteriorada de la ciudad y haciendas, y por los insultos de los indios motilones (a quiénes es imposible resistan sin crecido real auxilio) siendo digno de la mayor atención el poco menos que en un rincón se tenga con muchos riesgos al Señor sacramentado».57 La iglesia de Gibraltar estaba arruinada desde 1745, es decir: al menos veinte años en la misma situación.58 El cura del pequeño pueblo de Aragua de Barcelona, en la Provincia de Cumaná, denunciaba en 1762 que su iglesia era de paja y que por ello «se hallaba expuesta a fuego»; para resolver el asunto consultó al «Arquitecto de la Ciudad de Barcelona», quien preparó un presupuesto para su renovación de unos 3000 pesos. Sin embargo, en el pueblo no había «artífices» que pudiesen ejecutar el proyecto del arquitecto. Por una real cédula de 12 de diciembre de 1763 se resolvió que el gobernador de Cumaná asistiera el caso, «regulando el coste», «nombrando peritos» y dando inicio a la obra. Mateo Gual, gobernador a la sazón, envió un lugarteniente «secreto» para que averiguase la real situación de la iglesia; se corroboró que la misma era de «bajareque sencillo, cuyos horcones se hallaban comidos en su cimiento hasta la superficie de la tierra»; tenía techo de paja y las paredes estaban torcidas por los efectos del terremoto del 21 de octubre de 1766, «de modo que se halla amenazando ruina». Contaba con dos campanas, una prestada y la otra rajada a la mitad, y concluían que debía reconstruirse utilizando bahareque, «material al uso del país, por no haber en la nominada villa, ni en sus inmediaciones piedra con que poderse construir». Añadía el informe que los costos se elevarían debido a la necesidad de trasladar las maderas y las tejas desde otras partes, por no haberlas allí, así como también aumentaban los gastos por la contratación de maestros y oficiales de carpintería que debían traer de poblados donde los hubiese.59 El gobernador de Margarita escribía en 1772 al bailío Julián de Arriaga que «el continuo deterioro que cada día más se halla en los renglones de armas, municiones y demás subsiste en los almacenes de estos castillos y fuera de ellos en un repuesto en esta ciudad [Asunción] causado del comején, orín y polilla o carcoma, por más cuidado que se pone por los capitanes de estos fuertes encargados de ellos, y por los demás a quien corresponde, en hacer componer y limpiar para asegurar estas cosas del justo temor de que andando el tiempo vengan a hallarse las más necesarias y de importancia en tal inutilidad que no sirvan de algo en ocasión de una invasión o rompimiento de guerra».60
56 Fernando de Rojas al rey, Caracas, 24 de junio de 1706, AGI, Santo Domingo, 799. En el mismo legajo, y con relación a la misma situación, se encuentra también una carta del Cabildo Eclesiástico de Caracas del 4 de diciembre de 1706. 57 Caracas, 12 de septiembre de 1765, AGI, Caracas, 946. 58 Minuta del Consejo de Indias con fecha 28 de abril de 1766, AGI, Caracas, 203. 59 Pedro Luis de Bastardo y Loaiza al Consejo de Indias, Cumaná, 3 de diciembre de 1762, AGI, Caracas, 12; luego Mateo Gual en 27 de enero de 1767. Este caso fue elevado al Consejo en 26 de enero de 1768. 60 Joseph de Matos a Julián de Arriaga, Margarita, 14 de junio de 1772, AGI, Caracas, 879.
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Andrés Josef Narváez, mayordomo de la parroquial de La Asunción de Margarita, decía al capitán general en 3 de junio de 1802 que necesitaba mayor apoyo económico para el reparo de la capilla mayor, pues amenazaba ruina «por estar su arco toral con tres graves hendeduras, y los cimientos de dos de sus paredes y los de la torre casi destruidos por el insecto de la hormiga: ocurrencia que llamó la atención por el daño a que se exponía, e impidió hacer la aplicación de su destino [se refiere al dinero que le habían otorgado anteriormente con el mismo fin]…».61 Toda esta fragilidad endémica en estas regiones, de la que escasamente enseñamos algunos detalles, vino a dar de lleno y con todas sus carencias en el colapso del modelo colonial, demostrando con claridad una larga duración cuya característica fundamental fue el déficit material. Ningún sector de la sociedad estuvo a salvo de tales carencias, y las mismas se padecieron en todos los niveles. Las edificaciones religiosas, por ser las de mayor envergadura y ornamentos, condensan los testimonios más ricos. No obstante, las construcciones de defensa, las viviendas de las autoridades, o las casas de habitación, sufrieron las mismas circunstancias, cada una en su propio contexto. La variable común a todo ello fue el señalamiento de la «pobreza» generalizada, la cual, independientemente de que en ciertas oportunidades se tratase de un recurso de atención, de financiamiento, o de búsqueda de ayuda, acaba siendo un indicador fundamental de las condiciones económicas y materiales de la sociedad colonial en estas regiones.62 No parece pertinente suponer que tal señalamiento de pobreza fuese (en todos lados y durante los tres siglos) únicamente un medio o una estrategia para obtener mayor respaldo económico. Aun si así lo fuera, tal recurso debía contar con cierta cuota de realidad palpable y comprobable para que resultara eficaz. Las condiciones materiales de aquella sociedad desplegada sobre estas regiones pueden observarse con detalle en la calidad de las construcciones, y en este sentido parece oportuno tomar como ejemplo a Caracas, la ciudad de mayor poder económico y la de más estabilidad. Si se observan algunas características técnicas y tipológicas al respecto, ciertamente podrían realizarse extrapolaciones y comparaciones con el resto de los contextos, dentro de las proporciones correspondientes y partiendo de esas diferencias económicas que favorecían a la capital de la Provincia de Venezuela, especialmente. A pesar de su perfil de «centro de poder» ante el resto de las ciudades, Caracas apenas contó con una tasa de expansión interanual para el área urbana de 1,7 hectáreas entre 1578 y 1906.63 Quizás este aspecto ofrezca luces acerca de su condición periférica con relación a otras urbes hispanoamericanas y demuestre la escasa capacidad de crecimiento material durante aquellos tres siglos. Sus construcciones más relevantes son testimonio
Andrés Josef Narváez al Capitán General, La Asunción, 3 de junio de 1802, AGI, Caracas, 963. «En Hispanoamérica colonial, con sus matices, la pobreza consistió muchas veces en un campo de negociación en el que diferentes grupos o actores sociales, solicitando el reconocimiento de su pobreza, gozaban del derecho de asistencia y formas de ayuda por parte del Estado paternalista español del Antiguo Régimen.» Rojas López, 2012, p. 54. También hay alusión al asunto en Moreno Egas, 2008. 63 Véase De Lisio, 2004. 61 62
de ello; el resto de las edificaciones, especialmente en el caso de las casas de habitación, padecieron con mayor sufrimiento esta «economía mediocre», como la llamó Chaunu. Las primeras casas que se levantaron allí eran de madera, palos hincados y techos de paja; poco después, algunas se levantaron con piedras, ladrillo, cal y tapias, alcanzando techos de teja y dos niveles.64 De los pocos edificios que se alzaron unas décadas después, puede decirse lo siguiente: la iglesia y el convento de San Jacinto, por ejemplo, eran de paja hacia 1608; la ermita de San Mauricio era de teja, lo cual indica que seguramente sus paredes habrían de ser de mampostería o al menos de bahareque con grosor considerable; el templo de los franciscanos era de una sola nave, de cal y canto y tapia, con piso de ladrillos. La catedral, consagrada como tal desde 1636, se levantó originalmente como una iglesia parroquial, acorde con la pobreza de la ciudad, y su torre apenas comenzaría a construirse hacia 1665.65 Para dignificarla como sede obispal fue reforzada y ampliada, pero ello no impidió que sufriera daños con el terremoto de 1641, como el resto de la ciudad que acabó por los suelos. La hospedería de los mercedarios iniciaba sus funciones en el propio año de ese temblor, y en realidad se trataba de una casa de dos plantas con techo de tejas en las afueras de la ciudad, a la entrada al camino hacia La Guaira.66 Una investigación arqueológica realizada en la iglesia de San Pablo a finales del siglo xx indicó que la primera fase constructiva de la ciudad parece no haber contado con tejas, algo que conduce a los investigadores a inferir que «se utilizaban techos de paja u otro material perecible para cubrir las viviendas».67 Detectaron también el uso de «pisos de mortero, evidenciando quizás la utilización de paredes de bahareque o muros de tapia para la armadura de las edificaciones». Señalan que, a partir de 1630, aproximadamente, comienza la erección de «edificios con muros de piedra y de tapia».68 La primacía administrativa e institucional de la ciudad hacia la segunda mitad del siglo xviii y sus beneficios económicos gracias a la exportación de cacao y tabaco durante esa centuria no redundaron en su crecimiento material. Su reducida tasa de expansión interanual, como se indicó, enseña un crecimiento casi nulo en varios siglos. El alcance de su zona urbana era realmente reducido; hacia 1812, ya en el momento final del período colonial, contaba con un radio de apenas siete cuadras. Partiendo desde la plaza Mayor o del Mercado (hoy plaza Bolívar), desplegaba unas 120 manzanas y su aumento con relación al plano original de 1576 (es decir, dos siglos y medio antes), representa apenas cinco cuadras más. Esto indica que, a pesar del crecimiento institucional logrado en el último cuarto del siglo xviii, la ciudad no creció urbanística ni arquitectónicamente. Buena parte de las edificaciones adoptadas para las nuevas funciones administrativas eran las mismas que ya existían, adquiridas y remozadas al efecto. Heredaban su antigüe-
64 Véase Relación y Descripción de la Provincia de Caracas y Gobernación de Venezuela, por el gobernador Juan de Pimentel, Caracas, 13 de diciembre, c. 1578, AGI, Patronato, 294, N. 12. 65 Según lo explica Núñez, 1963, pp. 46-57. 66 Véase Castillo Lara, 1980. 67 Sanoja et al., 1998, tomo 2 dedicado a la iglesia de San Pablo y al Teatro Municipal, p. 222. 68 Ibidem, p. 225.
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dad y su precario mantenimiento, como vino a notarse con los temblores de 1812. Tampoco hubo mayores mejoras a las casas particulares, aunque muchas de ellas acabaran sirviendo de edificios de administración pública. Pocas de esas construcciones, además, alcanzaban los dos niveles, y su calidad aparente no ofrecía mayores atractivos: «Hasta la mejor de las habitaciones tiene su interior simplemente encalado, y la cal invariablemente se desprende al menor contacto con cualquier cosa».69 Las casas de sectores con menores recursos eran de bahareque y cañas, con techos de paja o palmas; las de sectores medios (por lo general, comerciantes y artesanos), contaban con paredes de tapia y techos de paja o tejas, soportados con troncos delgados; en los sectores más pudientes las viviendas estaban construidas con paredes de tapia y piedra, frentes de ladrillo, ventanas enrejadas con madera y techos a dos aguas de tejas. La calidad de estas construcciones fue la mayor responsable de los efectos devastadores de los sismos de 1812, como notó años después el ingeniero y matemático venezolano Alejandro Ibarra: La poca profundidad de los cimientos o su falta muchas veces; los materiales de diversa densidad, de forma y hasta de naturaleza impropia, que indistintamente se empleaban para fabricar los muros principales aun de los grandes edificios: el poco espesor de aquellos, el uso de los que llamamos mezclote en lugar de mezcla: y otras faltas más relativas al arte de fabricar, fueron otras tantas causas sin duda que contribuyeron a aumentar los estragos del terremoto de 1812.70
A todo ello hay que sumar el escaso mantenimiento, el efecto de los insectos, las lluvias, la humedad y el paso del tiempo. Se trataba de una ciudad que evidenciaba una condición material parcialmente estacionaria con relación a sus orígenes, algo que a todas luces reflejó una situación de precariedad que, sin duda, habría de incidir en la vulnerabilidad generalizada de sus construcciones. Si esta era la realidad de Caracas hacia el final de los siglos coloniales, el resto de las villas, pueblos y caseríos no ofrecería una situación mejor. Tulio Febres Cordero observó la calidad de las construcciones de Mérida a partir del devastador terremoto del 28 de abril de 1894. Notaba el historiador merideño que en la ciudad andina podían observarse dos tipos característicos de viviendas: «La forma llamada de cañón, empleada generalmente en las piezas principales, en que el techo se levanta sobre dos paredes de carga, con dos costados o vertientes para las aguas; y la forma llamada “media agua” o “colgadizo”, en que el techo se apoya en su parte más alta sobre una sola pared, que recibe la sobretapia, y en la parte más baja, sobre pilares de madera que sostienen la otra solera».71 Más allá de la discusión acerca de la técnica de construcción y su resistencia ante las ondas sísmicas, queremos llamar la atención acerca del tipo y calidad de los materiales 69 Así lo notaba, por ejemplo, el diplomático y encargado de negocios inglés en Caracas Robert Ker Porter, quien residió allí entre 1825 y 1842. Véase Ker Porter, 1997, p. 63. 70 Ibarra, 1862, p. 4. 71 Febres Cordero, 1960, tomo III, p. 175.
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que el propio Febres Cordero describe: tapias de tierra pisada, rafas, piedra, paja, barro, piedra de yeso, bajareque, tejas de barro cocido, argamasa de tierra, tirantes de varas y clavos. Estos materiales fueron utilizados en la región andina como recursos comunes, pues se trataba de lo que podía hallarse según el medioambiente y las condiciones naturales. Con todo, es de notar, asimismo, que se trata de materiales que no provienen de alfarerías o fabricación específica destinada a la construcción, sino de recursos naturales ofrecidos, precisamente, por el contexto ambiental. No hubo intermediación de tecnologías, sino un trato directo entre el recurso natural y su destino funcional. Además, las técnicas de construcción no resultaban ser homólogas entre todos los sectores sociales, a pesar de que los materiales fuesen, básicamente, los mismos, dependiendo, quizás, de la calidad de una mano de obra apropiada o de ejecutores no especializados. Tampoco se evidenciaba en sus acabados que los artesanos y alarifes enseñaran grandes habilidades sino, antes bien, la rusticidad propia de una región con recursos magros. Algo similar sucedía en el oriente, como se notó anteriormente con la iglesia de Aragua de Barcelona, pero en ese caso, por las condiciones de la región, la obtención de buenos materiales de construcción representaba un alto coste económico y un problema característico. El citado cura del pueblo señalaba que no podía levantar una iglesia de teja, pues apenas le alcanzaban los recursos para tener una «de paja, material que solo puede costear este pobre y corto vecindario». También se aseguraba que, por hallarse distante de Cumaná, la mano de obra para la edificación tardaba en contratarse y doblaba los sueldos; algo similar ocurría con los materiales, especialmente con la madera. Por ello afirmaban «que la Fábrica Material de la dicha Iglesia fuese de horconería, y paredes al uso de la tierra, por no haber en toda su jurisdicción piedras para construirla de otro material, haciendo el techo de teja con la alfardería toda labrada».72 Agregaban que «la citada Iglesia existente es la misma que se hizo cuando se principió aquella población», es decir, no contó con remodelaciones ni otros mantenimientos hasta ese momento.73 En el caso de la región oriental, a estas condiciones materiales de fragilidad y escasa consistencia se deben sumar los temblores, frecuentes al final del período colonial. Los hubo con efectos destructores en 1766, 1794, 1797, 1799, 1802 y 1805, específicamente en Cumaná. La alta frecuencia de los terremotos en esos años se convirtió en amplificador de esa vulnerabilidad y no en causa de los daños. Sus efectos son indicadores del déficit material, antes que el factor determinante de los daños recibidos. Independientemente de la frecuencia de los sismos, la sociedad colonial que se asentó en las regiones hoy venezolanas se caracterizó por una deficiencia material que se expresó en el desarrollo de las construcciones, y que se hizo evidente en su enfrentamiento con el medioambiente y con los fenómenos naturales. El paso del tiempo, la carencia 72 Mateo Gual al gobernador, 27 de enero de 1767, AGI, Caracas, 212. Es el mismo caso citado anteriormente, pero hallado en otro legajo y con otros detalles, como solía suceder con los expedientes sobre asuntos públicos que, eventualmente y al realizar varias copias, podían enseñar diferencias entre unos y otros. 73 Ibidem, la construcción de la iglesia la estimamos hacia 1735-1736, según se deduce de lo escrito por García Castro, 1998, p. 192.
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de mantenimiento, la ausencia de recursos económicos, e incluso la falta de materia prima apropiada, son indicadores tangibles de una sociedad materialmente deficitaria. Y esto se hizo evidente, también, en el caso de la infraestructura y las vías de comunicación, características que han sobrevivido a la cotidianidad colonial incluso hasta el presente.
Agrodependencia Tal como hemos comentado al comienzo, la sociedad colonial hispanoamericana no es el resultado de migraciones con pasados milenarios ni la cristalización de profundos procesos culturales y regionales. No obedece, por tanto, a un patrón de asentamiento que le identifique como una «herencia cultural», ni representa la transformación estructural de una sociedad que desarrolla nuevas formas de organización o un nuevo modo de producción.74 Tampoco eligió cómo organizarse ni produjo un modelo económico propio, más allá de que sus cristalizaciones particulares (regionales, locales o eventuales) representaran, en sí mismas, formas heterogéneas de existencias igualmente articuladas con el modelo colonial imperial. Todo esto acaba por ser decisivo para comprender las diferentes formas de su economía, en concordancia con sus particularidades y características. Con todo, la sociedad colonial hispanoamericana, en su definición más general, debe ser asociada con un modelo económico también general que permita comprender su propia condición, independientemente de sus particularidades, o bien, comprendiendo esas particularidades dentro de ese modelo general. La tarea no es fácil, y cuenta con hondas discusiones que se remontan a los primeros análisis del período, ya desde el propio siglo xix. Aún más problemático resulta construir una generalidad que se adapte analíticamente a un objeto específico, como representa, en este caso, el de la sociedad que hizo vida sobre las regiones actualmente venezolanas. Sin embargo, intentaremos simplificar el problema a partir de generalidades que ayuden a despejar la definición. Las generalidades, de por sí, también son un problema. Calificaciones como «colonialismo», «feudalismo», «mercantilismo» o «pre-capitalismo» no suelen decir nada y solo acaban funcionando como cosas que, por tanto, cosifican y fragmentan la realidad.75 El concepto de patrón de asentamiento al que nos referimos proviene de Julian H. Steward, referido y sintetizado en el trabajo de Bohem, 2005, pp. 232-233. Una propuesta más reciente sobre el problema la hallamos en el trabajo de Stuart B. Schwartz, 2020, donde plantea la articulación de varios factores que conformaron el asentamiento castellano en América, especialmente las redes de parentesco y afinidad, la conquista como campaña militar, y el uso de antecedentes medievales, instituciones y modelos ya antes desarrollados en el proceso de retoma de territorios y expulsión de musulmanes en la península ibérica, «but modified them according to geographical and ecological realities and local conditions, especially those created by the nature, size, and density of the indigenous populations that they encountered» (p. 319). Esta advertencia sobre la determinación ambiental de los asentamientos coincide con nuestro enfoque. 75 «[…] el mundo de la humanidad constituye un total de procesos múltiples interconectados y […] los empeños por descomponer en sus partes a esa totalidad, que luego no pueden rearmarla, falsean la realidad. Conceptos tales como “nación”, “sociedad” y “cultura” designan porciones y pueden llevarnos a convertir nombres en cosas.» Wolf, 1987, p. 15. 74
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Al mismo tiempo, la heterogeneidad característica de esta sociedad colonial impide que sea tipificada o reducida a una sola definición, en este y en todos los sentidos. No obstante, resulta igualmente pertinente, como indicamos, intentar generalizar la forma económica con la que aquella sociedad, o bien aquel modelo, articuló su existencia y conformó ciertos recursos a través de los cuales sobrevivió en todas sus instancias. […] debería comenzar con una crítica y meditada renuncia a la pretensión de abarcar demasiado, de tratar todos los problemas, de desentrañar todos los aspectos. En otras palabras, se debe renunciar a una falsa totalidad de las nociones, conservando al mismo tiempo la globalidad de los puntos de observación.76
Ruggiero Romano elaboró, en ese sentido, un esquema analítico para comprender el sistema económico colonial americano, y para ello se apoyó en ciertos «elementos», como él los llama: población, como elemento base y fundamental del trabajo; recursos, los cuales han de provenir de la energía y el contexto natural, sea el que fuere; formas de trabajo, que suponen diferentes modos de organización de la energía humana para la producción; la propia producción, enmarcada aquí como agrícola o minera; fases de transformación industrial, especialmente sobre ciertos rubros: textiles, metalúrgicos, azucareros; procesos comerciales, asociados a la circulación lícita o ilícita de lo producido y lo adquirido; instrumentos de cambio, como monedas o sus sustitutos; indicadores, que el autor llama señales, y que se evidencian en precios y otros movimientos asidos a las Cajas Reales, por ejemplo; y los protagonistas económicos: encomenderos, hacendados, comerciantes, propietarios de minas, corregidores y funcionarios públicos.77 El análisis de la economía, por consiguiente, pasa por ese esquema, siguiendo a Romano, lo que permitiría tratar de responder, por ejemplo, una pregunta que nos interesa y mucho, que retomamos del propio autor: «¿Cómo se verifica el hecho de que una población vive (o, en su mayoría, sobrevive), se enriquece o se empobrece constantemente?». Inserta en un entramado heterogéneo pero controlado desde una sola metrópoli, la economía de las regiones hoy venezolanas requiere de un esquema analítico que, insistimos, la articule con ese modelo mayor y envolvente que impuso el imperio, independientemente de todos los cambios administrativos y reguladores que tuvo a la vuelta de tres siglos de duración. ¿Cómo ha de definirse, de manera general, ese modelo económico colonial desplegado e impuesto por la Corona castellana sobre sus dominios americanos? Coincidiendo puntualmente con Manuel Lucena Salmoral, partimos de una lista de negaciones que contribuyen a perfilar ese modelo. Dice Lucena que no se trata de una economía precapitalista, y tampoco fue una economía de mercado. Acompaña estas precisiones con aspectos característicos y decisivos: Hispanoamérica no tuvo mercado de capitales, ni de trabajo, ni de tierras, y mucho menos un libre juego de mercado: «el Estado tenía un poder interventor, que ejercía esporádicamente, cuando consideraba en peligro los
Romano, 2004, p. 26. Ibidem, tomado especialmente de la p. 395.
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intereses de determinado grupo o sector preferencial, rompiendo el equilibrio entre la oferta y la demanda. De hecho, la monarquía española era la propietaria de todo (suelo, subsuelo, mano de obra indígena, comercio, etc.)».78 No compartimos con Lucena, por otro lado, su idea de «cierta integración de carácter regional», refiriéndose a Hispanoamérica, pues a pesar de algunos circuitos de intercambio intracolonial, los procesos regionales evidenciaron grandes desarticulaciones, básicamente determinadas por las constricciones geográficas, la falta de tecnología para superarlas y la inexistencia de un mercado colonial autosuficiente. Esto, desde luego, no siempre fue impedimento para esos pocos circuitos, pero su existencia no es la corroboración de ninguna integración, ni siquiera en el presente. Pensamos que la estrategia metalista —como hemos denominado la búsqueda de metales preciosos que condujo las naves de la expansión europea y la penetración continental— produce una primera forma netamente sustractiva de la riqueza, básicamente sin sistematicidad, apoyada en la extracción incluso hasta el agotamiento del recurso, como sucedió con las perlas de Cubagua, por ejemplo.79 Poco después, el mismo afán por los metales, elemento sustancial en la transformación mercantil planetaria, se ordenará bajo diferentes formas de explotación de mano de obra indígena, esclava o criolla, y será «el sector productivo dominante», como destaca Serrera, «en torno al cual surgirán, subordinados, no solo otros sectores de la economía del Nuevo Mundo, sino incluso gran parte del mismo sistema colonial».80 La creciente organización y sistematización de la extracción minera hará de este sector el eje sobre el cual giró la economía colonial hispanoamericana, o bien, dicho con mayor precisión: la economía metropolitana. Si bien este aspecto de la economía colonial hispanoamericana es el más determinante, lo es también la incidencia de la plata, esencialmente, en el creciente circuito global de intercambios que va perfilando históricamente el paso de un modo mercantil de circulación de las riquezas, a uno donde la riqueza aparecerá en forma de capital. Con todo, en el proceso colonial podemos detectar, siguiendo a Serrera, un «mercantilismo» más allá de su presupuesto teórico: un modelo en el que «todos los recursos financieros se ponen al servicio de los poderes del Estado como fin de toda la política económica».81 Conviene destacar aquí el peso determinante que tuvo sobre este proceso «la difusión del valor de cambio», a decir de Marcello Carmagnani, como uno de los tres aspectos fundamentales que identifican «la inserción de las economías americanas en el contexto occidental».82 Los otros dos aspectos destacados por el autor son: la abundancia de recursos y un persistente déficit en la fuerza de trabajo. Con todo, esta economía mercantil basada en los metales que parece identificar al contexto hispanoamericano no es idéntica a ese circuito crecientemente global de circulación de mercancías que dará, unos siglos después, en la base del modo de producción
Lucena Salmoral, 1990, p. 327. Véase Altez, 2016b. 80 Serrera Contreras, 2011, p. 151. 81 Ibidem, p. 150. 82 Carmagnani, 2004, p. 56. 78 79
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capitalista. Esta economía está lejos de ser un mercado libre, desde luego, y se encuentra regida, aunque no siempre controlada, por la metrópoli. Se trata de un monopolio (a veces «ficticio», según algunos autores),83 que produce un flujo unidireccional de riquezas en beneficio de la metrópoli, precisamente. Asistimos, en todo caso, a una economía mercantil encerrada en un sistema monopólico, donde la riqueza se va transformando progresiva y aceleradamente en valor de cambio, aunque sin llegar a convertirse en capital. La riqueza solo aparece aquí como un fin en sí mismo entre los pocos pueblos comerciantes… La riqueza es aquí, por un lado, cosa, algo realizado en cosas, en productos materiales, a los cuales se contrapone el hombre como sujeto; por otra parte, como valor, es mero control sobre trabajo ajeno, pero no con el objetivo del dominio sino del goce privado, etc. En todas estas formas se hace presente con la configuración de cosa, trátese de una cosa o de relación por medio de las cosas, que reside fuera del individuo y accidentalmente junto a él.84 Mientras la riqueza permanezca siendo externa al proceso de producción, mientras se limite a desnatar los productos de los productores primarios y a obtener sus utilidades vendiéndolos, esta riqueza no es capital.85
De todas maneras, y aunque la definición general da cuenta de una forma histórica que permite identificar el modelo castellano durante esos siglos, básicamente, no permite comprender la particularidad de las formas regionales, provinciales, y hasta locales en que ese modelo mercantil-metalista-monopólico se desplegó y redesplegó geográfica y socialmente a través de toda América. No obstante, esas formas particulares deben comprenderse dentro de ese modelo general, y en articulación (concreta y simbólica) con la representación y el control, fallido o exitoso, de la metrópoli. La riqueza, con el sentido en que fue entendida en aquellos contextos, carente o en abundancia, va a definir esas particularidades, precisamente, a partir del acceso a ella, de su presencia o de su ausencia. Otro aspecto igualmente determinante en la comprensión de la economía hispanoamericana se observa en el hecho de que, si bien los metales preciosos significaban el objetivo mayor, la economía en sí misma no funcionaba únicamente por su explotación y comercio. El desarrollo agrícola, indefectible para la subsistencia y luego, según el producto, para otros valores mercantiles, será decisivo en el modelo colonial. Esto tuvo lugar, con diferencia, en contextos donde no hubo metales preciosos ni de segundo orden, como ocurrió en las regiones actualmente venezolanas. Las fundaciones de pueblos, ciudades y misiones rápidamente tuvieron que conformarse con una vida basada en la agricultura, tanto para la subsistencia como para el intercambio.86 Fontana Lázaro y Delgado Ribas, 2001, ven el monopolio español como una «ficción», pues lo entienden ya vulnerado especialmente a partir del siglo xvii luego de la Guerra de los Treinta Años. 84 Marx, 1859 [en la edición de Godelier, 1976a], p. 33. Cursivas nuestras. 85 Wolf, 1987, p. 103. Cursivas originales. 86 Una advertencia sobre este problema la hizo Richard Konetzke: «Como en los inicios de todas las colonizaciones europeas de América el deseo general era el hallazgo de oro, de especias y otros productos 83
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De techos de paja incendiados o colapsados con las lluvias, paredes de barro que se caían solas, cimientos insuficientes o ausencia de tejas para cubrir edificaciones están llenos los documentos de las villas, poblados y ciudades de aquellas regiones. Todo intento por fundar núcleos urbanos se veía sepultado por la carencia de recursos y la falta de soportes económicos con los cuales construir una base de asentamientos sólida, estable, segura y prometedora. Persiguiendo a los indígenas o de propia mano, la labranza de la tierra y su explotación correspondiente se abrió como destino inescrutable. No hubo paraíso ni metales preciosos, más allá de ilusiones, empeños y, sobre todo, los intereses de la Corona que conminaban a todos a tratar de sacar el mayor provecho de estas provincias. Figura 2. Descripción gráfica de la fabricación del casabe, resultado del procesamiento de la yuca.
Fuente: Relación de Maracaibo BM, Add. Ms. 13964.
exóticos y el pronto regreso con las riquezas allí adquiridas, faltó al principio el acicate para la fundación de colonias agrícolas»; y agrega: «La minería tuvo una significación decisiva para el desarrollo de la agricultura. Allí donde se desvanecía la ilusión de obtener enormes tesoros de oro y plata, o se agotaban con mayor o menor rapidez los veneros de metales preciosos, los conquistadores y primeros colonos se veían obligados a ganarse el sustento con las actividades agropecuarias». Konetzke, 1972, p. 286 y 287, respectivamente.
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Como dijo Pablo Ojer, «a falta de minas de oro que sólo tuvieron alguna importancia pasajera […] las encomiendas de indios fueron el único aliciente para la fundación de ciudades».87 Al mismo tiempo entendemos, con Demetrio Ramos Pérez, que «la estabilidad de la empresa española en América […] sólo fue posible mediante un despliegue de actividad agraria, que ya por este solo motivo, alcanzaría un rango histórico de primer orden».88 A los fundadores de ciudades en este territorio no les quedó otra alternativa que mirar hacia el suelo y pensar en cultivar. Figura 3. Dibujo de la hoja y la raíz de la yuca «al propio tamaño y color».
Fuente: Relación de Maracaibo BM, Add. Ms. 13964. Ojer, 1990, p. 21. Ramos Pérez, 1966.
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Esfumadas las ilusiones de los metales preciosos, e independientemente de que continuaran explorando por décadas todo escarpe y río próximo o lejano en busca de alguna riqueza mineral, los habitantes y colonizadores necesitaban sobrevivir. En un contexto ajeno a la estabilidad de otras fundaciones americanas y que se hallaba rodeado, por lo general, de naturales indóciles, vivir de la tierra condujo a una economía de subsistencia elemental e ineludible. Este fue el primer paso hacia una sociedad agrodependiente, resultado indefectible de unas regiones sin oro ni plata.89 Aquella economía estuvo asida por siglos a ciertos productos eventualmente demandados desde la península o desde otros dominios españoles, de manera que los ingresos de los terratenientes dependieron de esas demandas. Ni siquiera la ganadería pudo reportar buenas ganancias, pues sus derivados, como el sebo y el cuero, no eran requeridos por el consumo europeo, bien abastecido de ganadería propia. Tampoco se producía tanta carne como para exportar con creces hacia las Antillas, zona intervenida por piratas y asaltantes de ocasión. Todo esto condujo, en las décadas fundacionales, a que esa actividad agrícola y pecuaria solo sirviese de consumo interno, de supervivencia, y de eventual moneda. En el caso de la región oriental, por ejemplo, entre finales del siglo xvi y comienzos del xvii, las naves de abastecimiento no recalaban en las costas de estas regiones, que tampoco podían preciarse de contar con puertos desarrollados y seguros. El control metropolitano sobre la zona se esforzó por evitar que los que allí residían sacaran ventajas de su contacto con los holandeses, especialmente, cebados por las salinas de Araya. La medida condujo a apartar a Cumaná de la Carrera de Indias, lo que aisló aún más a la región y profundizó sus condiciones de pobreza. Los artículos que debían importar, entre ellos aceite para la iluminación, vino para las ceremonias o ropa de vestir, debían adquirirse muy por encima de su valor, para lo cual no había recursos ni moneda de cambio. Lienzos de algodón eran utilizados en su lugar, e incluso el trueque acabó siendo la forma de intercambio más común. A comienzos del siglo xvii el tabaco pareció dar oxígeno a los propietarios de tierras, pero los controles impidieron que el cultivo se generalizase, y solo Barinas, varias décadas después, se vio beneficiada por su siembra. Ante el comercio formal o informal que tenía lugar en puertos y playas (a falta de muelles o infraestructuras para el atraco de las naves), el algodón y otros sustitutos de moneda no resultaban atractivos ni funcionales. Esto redujo aún más la posibilidad de abastecimiento en regiones donde las embarcaciones españolas, especialmente, dejaron de pasar con la frecuencia necesaria. La alternativa, esto es, naves de otros orígenes y condiciones, veían con buenos ojos el intercambio si la oferta era de interés; pero si no se contaba con artículos que pudiesen ser intercambiados por buena moneda en otros puertos, estas naves, por tanto, también se alejaban de las costas. El lienzo sirvió como instrumento monetario de circulación forzosa, y constituyó el vestido de la mayor parte de la población. Además, fue uno de los principales artículos de comercio foráneo en el siglo xvii, extendiéndose hasta el año de 1608 a partir del cual
Sobre la definición de agrodependencia, véase Altez, 2016b; Altez y Rodríguez Alarcón, 2015.
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desaparece de ese cuadro siendo su producción absolutamente absorbida por el consumo de la población de medianos y escasos recursos, los esclavos y sobre todo los indígenas que lo empleaban en sus vestidos originarios y los que impusieron los españoles, particularmente los clérigos.90
Ni el tabaco ni el algodón ni el cuero representaron riquezas atractivas para nadie hacia finales del siglo xvi o comienzos del siglo xvii. No se acercaban al valor y al magnetismo del oro o la plata, minerales capaces de concentrar decenas de miles de habitantes en otras ciudades hispanoamericanas por aquellos años. Los metales preciosos han tenido la histórica virtud de poseer un valor por encima de las vicisitudes de ofertas y demandas, y en el peor de los casos nunca han estado por debajo de aquellos productos que, con mucha dificultad, se originaban entonces en las regiones hoy venezolanas. Así se estaba forjando una sociedad agrodependiente, estructuralmente pobre, sin riquezas minerales, y sin mayor atractivo para los intereses de la Corona, más enfocada en el avance de las minas y su funcionamiento a largo plazo. Quizás convenga subrayar que, ciertamente, las sociedades que se estaban desarrollando bajo el amparo de las minas más ricas de Hispanoamérica, como sucedería en Lima, México, Santa Fe o Quito, por ejemplo, también vivían de los productos agrícolas y pecuarios, y que, tal como explica Kula, se trata desde luego de sociedades no-industriales, igualmente susceptibles a «las fluctuaciones de la cosecha»; no obstante, no son agrodependientes ni sobreviven por una economía de subsistencia, pues giran en torno a la minería de metales preciosos y sus ingresos permiten suplir los desequilibrios redistributivos o las crisis agrícolas de la mano de excedentes, o bien de la mayor atención que suscitaban en la metrópoli.91 Su crecimiento económico, o bien su estabilidad al respecto, no dependía de ciertos productos de la siembra, sino de sostener el flujo del oro o la plata. La ausencia de minerales de valor determinó el destino de esas regiones en Hispanoamérica. Sobre el desarrollo económico impuesto por la Corona castellana, Céspedes del Castillo señala la importancia «estratégica, política y económica» de las ciudades en la construcción de ese modelo, y al respecto destaca las ciudades agrícolas, las comerciales, las mineras, las ganaderas y las industriales. «En la práctica, esta tipología se complica y difumina, porque muchas ciudades pertenecieron a la vez a dos o más de las citadas categorías —lo que en general aumentó su importancia y estabilidad— o pasaron de una a otra en el transcurso de su historia».92 Cada región, en palabras de Arcila Farías, representaba «una cierta división del trabajo, determinada no por la libre elección de los hombres que la poblaban, sino impuestas en primer término por las propias cualidades del medio, y en segundo lugar por los dictados de una política que miraba el conjunto universal del imperio español».93
Arcila Farías, 1986, p. 105. La cita de Kula en 1977, p. 530. 92 Céspedes del Castillo, 2009, p. 150. 93 Arcila Farías, 2004, p. 12. 90 91
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En cuanto a las regiones hoy venezolanas, la tipología advertida por Céspedes del Castillo se ve reducida, en algunos casos y no en su inmensa mayoría, a las dos primeras denominaciones; las otras no tuvieron lugar, salvo aislados espacios de cría de mulas hacia el final del período colonial. Insertas, por tanto, en ese modelo mercantil y monopólico castellano, las diferentes formas de subsistencia que se desarrollaron en este territorio deben comprenderse en relación con sus circunstancias, con sus medios físicos y constricciones naturales, con sus deficiencias materiales, y con una marcada dependencia de la asistencia metropolitana para el abasto y conexión con el exterior, ya fuese europeo, insular e incluso intracolonial. Sin riquezas minerales que representaran mejores ingresos, y eventualmente sin ingreso alguno, la sociedad colonial que se desplegó sobre estos territorios estuvo muy lejos de producir excedentes. «Los buscadores de oro que en Venezuela rastrearon las tierras y los ríos y se lanzaron a las más temerarias aventuras, desafiando su violenta geografía, terminaron sus vidas convertidos en humildes y pacíficos agricultores».94 Salvo unas pocas familias que vivieron del comercio formal e informal del cacao —lo que tendrá lugar solo a partir de los últimos años del siglo xvii—, y otros pocos hacendados y comerciantes que tuvieron sus mejores momentos en las últimas décadas del dominio español, la inmensa mayoría de quienes hicieron vida en estas regiones desarrolló una economía de subsistencia y poco más. Tal como Elman Service definió con relación a los guaraníes, «la falta de riqueza minera, aislamiento y comercio limitado» condujeron a esa economía de subsistencia.95 Arcila Farías, además, apuntó cinco variables determinantes para explicar esta economía precaria: la lentitud en el proceso de conquista y colonización, del que podría decirse que tardó casi dos siglos en algunas regiones; la ausencia de riquezas minerales; la escasa población indígena, sin grandes desarrollos materiales, ni políticos o económicos, dispersa y de «resistencia tenaz y temeraria»; un medio físico hostil (a lo que agregaríamos sus extremas variaciones topográficas y ambientales, que impidieron tratarle como una unidad geográfica); y la «lentitud en la formación de una clase pudiente capaz de emprender por sus propios recursos obras de alguna consideración».96 La afirmación sobre una economía de subsistencia parece adecuada para estas realidades. Siguiendo a Kula podríamos decir que, básicamente, se trató de una economía agraria sin acumulación, lo que coincide con la afirmación de que no fue, desde luego, una economía excedentaria. En buena parte del período y en muchos lugares no se contó con moneda, por ejemplo; esto permitió el desarrollo de relaciones basadas en el trueque, en el comercio ilícito, y en la sustitución de la moneda de metal por lienzos de algodón, 94 Idem. Recién fundada Caracas se decía, hacia 1578, que «el oro de las quebradas y madres como extranjero y no nacido allí, se ha ido acabando todo». Este testimonio temprano sobre el agotamiento del oro en AGI, Patronato, 294, N. 12, Relación y Descripción de la Provincia de Caracas y gobernación de Venezuela, 1578, ya citado. 95 Service, 1951, p. 236. 96 Arcila Farías, 1961, tomo 1, pp. 18-19. Todas las referencias a esta obra, en adelante, provienen de este tomo.
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cacao, perlas devaluadas, maíz y hasta raíces. Sin circulante, podemos afirmar que, a decir de Kula, se trató de «una economía de dos sectores, monetaria y de especie»;97 la moneda metálica fue importante para esas pocas familias que se enriquecieron, y las especies lo fueron para el resto de la sociedad, especialmente en los dos primeros siglos. La consolidación de esta sociedad, o bien el proceso de cristalización de la ocupación del territorio en beneficio de la metrópoli conducente a la fijación de esa sociedad sobre estas regiones, no encaja completamente en el esquema de Romano sobre el sistema económico hispanoamericano. En este territorio no siempre se contó con una población solvente y abundante como fuerza de trabajo; el contexto natural no funcionó como fuente de energías o de proteínas; la mano de obra se hizo crecientemente mestiza, criolla o esclava por no disponer de grandes comunidades indígenas, como sucedió en otras partes de América; no es posible observar ninguna forma de producción minera, y el resto de la producción fue esencialmente agraria, enfocada en cultivos por demanda, como el cacao, el tabaco o el añil; los procesos comerciales estaban sujetos a intercambios ilícitos, lo que tuvo lugar a lo largo de los tres siglos y prácticamente en toda la fachada caribeña, o anclados a la posibilidad del comercio intracolonial, lo que eventualmente fue controlado y no contó con mayores opciones de crecimiento; el circulante, como comentamos, fue escaso y a veces inexistente, y los protagonistas económicos solo tendrán brillo hacia el final del período colonial, destacando únicamente a los terratenientes, unos pocos comerciantes, y en mayor medida a los funcionarios de la Corona. Podemos afirmar, sobre la base de lo anterior, que la mayoría en aquella sociedad, esto es: quienes no formaban parte de las pocas familias propietarias ni se encontraban vinculados a los funcionarios más influyentes (lo cual, desde luego, solo tenía lugar entre esas mismas familias), sobrevivió con una economía de subsistencia que se fue acomodando según cada contexto ambiental y cada contexto histórico. Esa inmensa parte de la sociedad estuvo dedicada a la producción de alimentos y bienes exclusivamente destinados al consumo doméstico a través de recursos de ocasión, o aprovechando oportunidades en el marco del sistema restrictivo que significaba el monopolio y el control metropolitano. De ahí el florecimiento del contrabando, precisamente. Fue una economía que estuvo lejos, asimismo, de esa integración regional que supuso Lucena, pues no hubo lugar para la reciprocidad ni la redistribución en ningún caso. Cuando una parte de esa sociedad comenzó a producir excedentes, como las familias que exportaron cacao, por ejemplo, no lo hicieron en beneficio de toda la sociedad, sino en provecho propio. No existió ninguna consciencia comunitaria ni regional ni de clase. Si estas familias pensaron en mejoras materiales, lo hicieron en su beneficio, nunca para bienestar colectivo. Los excedentes representaron aquí una riqueza puntual y específica que no circuló en ningún mercado y que no tuvo forma de capital. Tomando en cuenta que estamos ante una economía de subsistencia y ante sociedades agrícolas sin acumulación —sumado al hecho de que se trataba de asentamientos
Kula, 1970, p. 489.
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fijados al territorio para beneficio metropolitano, sin que hubiese elección de un tipo o estrategia de producción, conminados a insertarse en el modelo mercantil y monopólico imperial—, podemos entender que la recolección, la siembra y la cría no fueron una opción sino una salida, un modo de supervivencia, y más tarde un medio de enriquecimiento familiar y de reproducción de desigualdades y desequilibrios: «la relación entre la sociedad y el medio geográfico no es una relación constante basada en unas leyes inmutables y duraderas sino una relación variable, la cual se refleja en la transformación incesante de las dependencias».98 En el caso de las regiones hoy venezolanas, la dependencia agrícola, resumida en el término agrodependencia, fue la característica indefectible de una economía de subsistencia no siempre exitosa, especialmente en los primeros dos siglos de existencia colonial. Aquella economía agraria sin acumulación, de escasa producción de excedentes, inserta en el sistema mercantil-metalista-monopólico metropolitano, solo benefició a las familias propietarias. Hacia el final del modelo colonial, estas familias absorbieron funcionarios públicos peninsulares mediante estrategias de alianzas matrimoniales, enfocadas en su propio enriquecimiento y desplegando recursos lícitos e ilícitos para su provecho. Ambas caras de la economía, que podemos observar en estos contextos y esta sociedad, demuestran prioridades que apuntaban a objetivos muy específicos y concretos: el enriquecimiento familiar y excluyente, por un lado, y la supervivencia, por el otro. Tal economía, a su vez, flotó sobre una sociedad que predominantemente sobrevivió aferrada a la subsistencia, asida a su condición material deficitaria, a las desigualdades propias de su forma de organización, y largamente desfavorecida por la ausencia de metales preciosos en el territorio. Fue una economía de subsistencia que, no por ello, funcionó desarticulada del sistema metropolitano; antes bien, se hallaba engarzada a dicho sistema, tanto por el efecto estructural que representó la carencia de oro y plata en el seno de su estrategia metalista, como por las restricciones características del modelo monopólico y las regulaciones propias del imperio. Su materialidad deficitaria, además, empíricamente demostrada en una cotidianidad siempre amenazada por las propias regularidades de su medio natural, acabó siendo la variable constante del proceso histórico y social de estas regiones en sus trescientos años de existencia. Fue el producto más vertebral de la ausencia de metales preciosos, la «plaga elemental» que la hizo más vulnerable ante «las catástrofes de la historia», a decir de Kula, y la plataforma real de una sociedad indefectiblemente amarrada a las demandas e intereses de la metrópoli. Su perfil de agrodependiente fue tanto su condición como su salvación. En palabras de Arcila Farías: «De todas maneras sirvió como punto de partida para la consolidación de aquella sociedad en embrión que sobrellevó, por largos años, una vida de penalidades que hizo dudar a muchos de si sería posible su asentamiento».99
Dobrowolska, 1953, pp. 62-63. Arcila Farías, 2004, p. 14.
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Las circunstancias de esta sociedad y estas regiones son directamente proporcionales a las relaciones con la naturaleza que produjeron (y viceversa) a lo largo de esos tres siglos, ancladas a cada determinación contextual, ya fuese ambiental, material, tecnológica y, desde luego, histórica. Poco podría interesar el desarrollo de recursos adaptativos o la lectura preventiva de la regularidad de los fenómenos naturales a aquel residuo histórico de la estrategia metalista y el afán imperial castellano. La vulnerabilidad estructural que hemos observado en esta sociedad es el resultado coherente de todo ello.
Capítulo 4
Tramas vulnerables
Infraestructuras frágiles En correspondencia con el escaso crecimiento económico de las regiones de estudio, la infraestructura en general puede ser calificada de básica, elemental y en muchos casos inadecuada. Las obras de mayor inversión, desde luego, se representaron en las fortificaciones portuarias y marítimas, levantadas entre los siglos xvii y xviii, aunque no todas con la misma calidad, inversión o atención. El control de las aguas en las ciudades también fue una preocupación permanente, aunque con resultados generalmente negativos o de soluciones tan lentas como espasmódicas. El ejemplo de Caracas, una vez más, viene al caso, como reflejo más significativo del problema. «El sistema de distribución de agua, al que impropiamente podemos dar el nombre de acueducto de Caracas, no correspondió a un proyecto preconcebido, sino que va realizándose por etapas que no respondían tampoco a ningún plan», dijo con propiedad Arcila Farías.1 En un principio, la ciudad recogía el agua por medio de acequias abiertas, lo que significa que tomaban el agua que corría frente a sus casas, aprovechando el declive natural de la topografía del lugar, y la hacían llegar al interior de las viviendas por medio de cañerías o canalizaciones rústicas hechas al efecto. Recién en 1609, es decir, unos cuarenta años después de fundada la ciudad, el cabildo vino a encargarse de adecentar las acequias y para ello mandó a construir una «caja de agua» desde la que se conducirían caños que abastecieran a las casas, siempre llegando al paso frente a sus puertas. La caja de agua no se construyó conforme se dio la orden para el caso. Ya se venía atendiendo el problema del estado de las acequias, pues el agua se derramaba por las
Arcila Farías, 2004, p. 71.
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calles echándolas a perder, por lo que solicitó que se empedrasen las acequias. Esto había ocurrido en 1603, y se reitera en varias oportunidades. El cabildo volvió sobre el asunto en marzo de 1607, ahora decidido a adecentar la toma. Se ordena acometer la obra de la caja de agua; en diciembre de ese mismo año, nueve meses después del acuerdo, se pregunta qué ha pasado con ello; todavía en 1609, el año en que por fin se construirá, se recuerda en sesión del 8 de enero que «este cabildo se trató que conviene se haga cubo y caja para el repartimiento del agua y se encañen las acequias que van por las calles y se cubran, y el hacer estas obras se pongan en pregón». Una decisión fundamental para la vida cotidiana tardó varios años en ejecutarse.2 Sin embargo, esas canalizaciones todavía no se construían con materiales duraderos, lo cual hacía del traslado del agua y de su salubridad un problema aún sin solución. Recién hacia 1658 se mandarían elaborar las primeras cañerías hechas de cal y canto, aunque con destinos particulares, pues las encargaban los conventos de San Francisco, San Jacinto, de las hermanas de la Concepción y el Colegio de Santa Rosa, así como el hospital de San Pablo.3 Con todo, las obras en realidad se retomaron hacia 1675, lo que representa que Caracas tardó más de un siglo en construir acequias decentes y funcionales, sin que por ello se resolviera eficientemente el sistema de acceso al agua. En el caso de la infraestructura de defensa, las inversiones fueron algo más contundentes. No obstante, ninguna ciudad fue cercada con murallas o encerrada en ciudadelas, como otras en los dominios españoles. Al efecto, algunas se proyectaron o iniciaron, pero no se llevaron a cabo. Un intento por cercar La Asunción, en Margarita, hacia 1595, tropezó con la mala calidad de los materiales y la ausencia de ingenieros al cargo, y la muralla no tuvo consecuencias ni durabilidad.4 Un proyecto de ciudadela que derivó en muralla o reductos se debatió en Caracas hacia la segunda mitad del siglo xvii, y se sabe que se iniciaron sus cimientos, pero el asunto no prosperó. Los reductos que se construyeron fueron demolidos por orden real y lo poco que quedó en pie fue dañado por las lluvias y el abandono. Los restos de esos materiales fueron utilizados posteriormente para otras obras, cuestión que indica algo más que un recurso de aprovechamiento, pues este tipo de materiales resulta altamente susceptible al paso del tiempo, enseñando su calidad perecedera. Reutilizarlos es un síntoma de ausencia de recursos económicos.5 2 Véanse las resoluciones de cabildo de 14 de julio de 1603 (Actas del Cabildo de Caracas, tomo II, 1600-1605, p. 132); y de 26 de marzo de 1607, 10 de diciembre de 1607, y 8 de enero de 1609 (Actas del Cabildo de Caracas, tomo III, 1606-1611). 3 Arcila Farías, 1961, pp. 71-75; Núñez, 1963, pp. 65-67. 4 Pedro de Salazar, entonces gobernador de la isla, había dado inicio a la obra, la que llevaba adelantada hasta en dos tercios, y era «una muralla fuerte con sus traveses y baluartes de tres tapias anchas en alto y su cimiento». Pedro de Salazar al rey, La Asunción, 8 de octubre de 1595, AGI, Santo Domingo, 184. 5 Para una historia detallada del proyecto de ciudadela y su posterior cambio a muralla: Castillo Lara, 1980, tomo I; para otros detalles sobre el asunto: Núñez, 1963; documentación sobre el caso: Residencia de Francisco Dávila Orejón Gastón, gobernador de la provincia de Venezuela, por Juan Bautista de Santiago, teniente de gobernador de la Habana, 1675-1685, AGI, Escribanía de Cámara, 700A; Autos sobre pedir a don Pedro Rengifo y don Pedro Martin Beato se avalúe la muralla de la calle nom-
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Las fortificaciones de los flancos marítimos incluyeron la defensa de los puertos y los puntos estratégicos. La obra más significativa al respecto, por su relevancia y por ser quizás la primera de tal envergadura, fue el castillo de Araya. La fortaleza estuvo a cargo del célebre ingeniero Juan Bautista Antonelli y fue iniciada entre 1623 y 1625, aunque tardó más de veinte años en ser concluida; la terminó Bartolomé Pernelete.6 La importancia de esta fortaleza resultaba fundamental para los intereses regionales de la Corona y para la protección, en efecto, de la salina de Araya, sistemáticamente asaltada por los navíos holandeses. La construcción del castillo se halló en el medio de ese objetivo geoestratégico mayor, y conforma un elemento más en esa coyuntura, que se suma, por ejemplo, a la creación de la famosa Armada de Barlovento.7 Sin embargo, tal importancia no se correspondió con los caudales necesarios para su inversión y sostenimiento como baluarte eficaz, y buena parte de la tardanza en su finalización tuvo que ver con asuntos económicos: falta de fondos para pagar la mano de obra, carencia de recursos para abastecer de materiales a la construcción, escasez de abastecimiento, y el aislamiento de Cumaná y Margarita de la Carrera de Indias en esos años precisamente; todo ello vino a hacer de la obra un padecer antes que un objetivo exitoso.8 La documentación sobre falta de pago de «los sueldos a los soldados que sirven en ese presidio de socorro» es elocuente. En correspondencia enviada por el rey a Francisco de Medrano en 1639 se aprecian descripciones dramáticas. Por ejemplo, uno de los fiadores que entregaron su hacienda para el mantenimiento de la fuerza contaba «siete años padeciendo mucha necesidad y pobreza», teniendo a su «su mujer y cuatro hijos donde están, en esta ciudad de Sevilla», en circunstancias deplorables, «pereciendo de la hambre sin otros grandes daños». El dicho Francisco de Medrano (el fiador y «vecino de la ciudad de Sevilla») escribía al rey desde Cumaná comentando que en 1625 había llegado al lugar con una nave de registro a su cargo, advirtiendo que en «la dicha provincia ni fuerza de Araya no había bastimento ni ropa con que vestirse así la gente de la ciudad como la infantería y demás oficiales de la dicha fuerza por haber tres años que no iba aquel puerto navío de registro
brada de la Pelota, por no ser de utilidad para esta Ciudad a su defensa, 1736, Archivo General de la Nación, Caracas (en adelante AGN-V), Diversos, tomo XVIII; Actas del Cabildo Eclesiástico de Caracas, tomo I (1580-1770), 1963. 6 Diego de Arroyo escribía al rey desde Cumaná el 21 de mayo de 1624 diciéndole que «la fábrica del fuerte que V. Md. me ha mandado fabricar para guardia de las salinas de Araya va muy adelante porque como no se abren cimientos por ser de piedra luce mucho y tengo por cierto y en cinco o seis años se acabará de todo punto…», AGI, Santo Domingo, 622. Véase también Gasparini, 1965, p. 305. En AGI, Santo Domingo, 191, se menciona la actuación del Ingeniero Mayor Pernelete, que, hacia 1633, va «continuando muy a prisa» la fábrica de la fortaleza. Alfonso Hernández de la Rosa al rey, Cumaná, 20 de junio de 1633. 7 Véase Torres Ramírez, 1981. Sobre la importancia de la sal en la «economía mundial» para entonces, Chaunu, 1983, pp. 96-99; también referido, con énfasis en el caso de las salinas de Araya, en la obra de Arcila Farías, 1961. 8 AGI, Santo Domingo, 191, Cartas y expedientes de personas seculares de la Provincia de Cumaná, 1578-1671. Sobre el aislamiento de la Carrera de Indias: Chaunu, 1983, p. 98.
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de España y dos que faltaba situado». Medrano acabó prestando dinero (480 reales), ropa y bastimento para la infantería de Cumaná, firmando un acuerdo con Diego de Arroyo Daza, gobernador y capitán general de la provincia por entonces.9 Hacia 1681, un informe de Juan Padilla de Guardiola —oidor de la Audiencia de Santo Domingo— «halló que el baluarte San Phelipe tenía una raja de alto a bajo, siendo común sentir que era necesario fabricarle de nuevo: para cuyo reparo hizo dos arcos en lo interior de la surtida, trabando la raja con mampostería, y con esto, y 28 calderas de metal derretido quedó tan bueno como si verdaderamente se hubiera hecho de nuevo, y este gasto llegó a 60 pesos; que la artillería estaba sin cureñas, y quedaba solicitando madera con conveniencia para fabricarlas».10 Padilla aseguraba, además, que el castillo tenía «24 cuarteles descubiertos y otros muy arruinados», y «que el aljibe viejo de esta fuerza había 58 años que no se limpiaba, y el que se mandó a hacer nuevo 20 años ha, no se había ejecutado». Con escaso mantenimiento y tal desatención, el sismo del 4 de mayo de 1684 le causó severos daños que la arruinaron «de un todo». Un informe de 1685 realizado por los Oficiales Reales de Cumaná, Castillos de San Antonio y Fuerza de Araya, daba testimonio de los efectos del temblor en la infraestructura militar de la zona y apuntaba sobre las inversiones realizadas en la reparación del castillo desde lo que había indicado Padilla años antes.11 Hacia 1709 informan del estado de la fuerza y de las reparaciones que se le hicieron luego de 1686, cuando aparentemente ya se habría arruinado del todo.12 Mencionan que pocos años antes las lluvias ya la estaban desmoronando.13 Un temporal le abrió una brecha en 1725 que lo dejó inundado por el mar, y aunque en 1777 se plantearon recuperarlo, ya no pudo ser rescatado de su deterioro. Había sido abandonado muchos años antes por considerarse inútil y fue demolido en 1762.14 Tal fue el destino de «la más Francisco de Medrano al rey, Cumaná el 25 de febrero de 1633, AGI, Santo Domingo, 191. Con relación al pago de oficiales a cargo del mantenimiento, el gobernador Cristóbal de Eguino decía al rey en 18 de junio de 1630: «en ninguna manera en esta provincia no hay ni puede haber ni del situado ni de sobras del ni de esta hacienda ninguna de que poder pagar al dicho capitán Joseph Muñoz el dicho entretenimiento ni se podrá sustentar ni acudir al servicio de V. Md. si no se le sitúa lo que monta su entretenimiento en la forma que se libra y paga el de este presidio». 10 Relación de don Juan de Padilla Guardiola, oidor de la Audiencia de Santo Domingo, destacado en Cumaná para verificar los excesos cometidos por su gobernador don Francisco de Vivero y Galindo, 9 de enero de 1682, AGI, Santo Domingo, 584. 11 Gobernación de Caracas. Valimentos. Informes sobre el producto de ellos y su remesa. 16211721, Los oficiales Reales de Cumaná, y Castillos de San Antonio y Fuerza de la Punta de Araya. Informe. Sobre un tanteo de Cuenta de dichos oficiales Reales del (sic) cantidad que distribuyeron en los reparos de los dichos castillos ocasionados con el temblor de tierra. 6 de septiembre de 1685, AGI, Caracas, 469. 12 Alonso de Vallejo Cabreras, tesorero de la Caja real de Cumaná, escribía al rey desde Aranjuez a 29 de abril de 1687, indicando haber dado parte en 3 de diciembre de 1684 acerca de «quedar acabada la Iglesia de la Fuerza de Araya»; AGI, Santo Domingo, 588. 13 Fortificaciones de Cumaná y Margarita, 1622-1714, AGI, Santo Domingo, 622. 14 Relación del Castillo de Araya y su salina, con reflexiones sobre el proyecto de reparación, Francisco de Hurtado y Pino, Cumaná, 6 de noviembre de 1777, Servicio Histórico Militar, 5-3-10-11, n.º 6978. Al final del documento se indica que había sido demolido en 1762. La demolición se correspondió 9
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importante y costosa construcción entre todas las realizadas en Venezuela durante la época colonial».15 Todas las obras de infraestructura militar resultaron espasmódicas y de atención especialmente coyuntural, determinada por el incremento de la actividad de los enemigos de turno y ralentizada por falta de fondos para su culminación o mantenimiento, como se observa con el castillo de Araya. La Guaira y Puerto Cabello fueron las zonas que captaron mayor inversión en defensa, contando el primero de esos puertos hasta con unas diecisiete obras para tal fin. Hacia finales del siglo xviii, La Guaira enseñaba cinco fuertes que la custodiaban y ostentaba seis baterías, un polvorín, un almacén militar, cinco baluartes y otras obras complementarias.16 Todas estas edificaciones padecieron con los sismos de 1812, y la topografía del lugar, así como la situación de su puerto (hondas profundidades y mar abierto), resultaron escollos ambientales que condujeron a reparaciones permanentes desde que el lugar comenzó a asistir como puerto a Caracas, es decir, desde siempre. Marejadas, tormentas, temblores, huracanes, lluvias, aludes, desprendimiento de rocas, salitre, y todo tipo de inclemencias produjeron una innumerable documentación al respecto que resultaría imposible sistematizar sin extenderse. Sobre la situación de defensa de La Guaira opinó Pedro José de Olavarriaga, el consejero del rey quien, además de gobernador del Nuevo Reino de Granada, también realizó un completísimo informe sobre la Provincia de Venezuela hacia 1720-1721. Dijo Olavarriaga que aquellas obras no tenían «solidez ninguna en sus fábricas, ni orden en sus proporciones y no se defienden unas con otras», para sentenciar luego: «son entretenidas con tan poco cuidado que caen todas al suelo por falta de repararlas».17 Otro ejemplo de inversión y esfuerzos por asegurar la defensa de una ciudad o una región también lo hallamos en oriente, esta vez con relación específica a la ciudad de Cumaná y su comunicación marítima a través del río. Descomunales deben de haber sido los trabajos por atender el caso, pues el asunto contó desde muy temprano con una decisión temeraria: secar el cauce original y abrir un canal alternativo. Desde luego, tal decisión acarreó consecuencias inevitables, como el hecho de que el río invadiera la ciudad regularmente. A pesar de que no se han hallado referencias documentales directas a esta labor, sí se ha hallado la propuesta al respecto, planteada por el entonces gobernador de Cumaná, Diego Suárez de Amaya, hacia 1601. La cartografía previa indica que la desembocadura del río era una sola y que, posteriormente, en una fecha no precisada entre dicha propuesta y 1623, aproximadamente, han de haberse ejecutado las obras al respecto. Luego de esto, la historia de ese brazo construido al efecto y del comportamiento del río con relación a la ciudad se dispersa sobre una documentación eventualmente concentrada en
con el gobierno de José Diguja y Villagómez. Hay información en Archivo del Museo Naval (en adelante AMN), 0293, Manuscrito 0572; AMN-0139, Manuscrito 0176. 15 Gasparini, 1965, p. 305. 16 Los fuertes: El Vigía, San Agustín, San Carlos, Palomo y Gavilán. Bencomo Barrios, 1998, p. 376. 17 Olavarriaga, 1965, p. 305 [original de 1720-1721].
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las salinas de Araya, en la construcción de un fuerte sobre la desembocadura del canal, las arremetidas del río sobre la ciudad, y una confusa cartografía que no permite observar con claridad y precisión el devenir de estas obras.18 Suárez de Amaya mostraba gran preocupación por el saqueo de la sal que «holandeses y zelandeses» perpetraban en Araya. Mencionó en varias oportunidades las ventajas de los diferentes tipos de embarcación que podrían utilizarse para acudir con presteza a la defensa de la salina, y al efecto destacaba el uso de naves pequeñas, como lanchas, canoas o piraguas. Señalaba también la importancia de sostener a toda costa las «velas» que vigilaban el golfo de Cariaco, aunque fuese, como lo eran, vigías realizadas por los mismos vecinos de Cumaná.19 Este gobernador es el mismo que había propuesto mudar la ciudad para resguardarla de las avenidas del río, por «el mal sitio que tiene», ya impactada, según lo refería, en otras oportunidades cuando se habían «derribado algunas casas y tienen otras muchas para hacer lo mismo, y los daños de ellas vienen prestado en otras, porque les falta sitio donde volver a reedificarlas, por estar metida la ciudad entre el dicho río y un cerro que la estrechan, de manera que faltan solares para fabricar».20 De aquellas preocupaciones de Suárez de Amaya se puede avanzar sobre dos aspectos: el que tiene que ver con la defensa de la sal y el resguardo de la ciudad, y el concerniente al río y sus avenidas. La mudanza de la ciudad, desde luego, no tuvo efecto, a pesar de haber contado con el apoyo del cabildo.21 Con relación a la defensa, se sabe que más adelante otro gobernador, Diego de Arroyo Daza, se encargó de atender el Puerto de Hostias, justamente por donde Suárez de Amaya indicó que debía desembocar el canal que habría de abrirse. Queda claro que por 1629, con Arroyo Daza como gobernador, el canal ya estaba abierto y se procuraba su protección con «trincheras» y «desmontando el río» para «defenderlo». También se cavó «un foso» junto a la ciudad con el mismo fin.22 Más tarde, hacia 1666, el gobernador de turno, Juan Bravo de Acuña, dispuso finalmente la fábrica de un fuerte que defendiera al río y la ciudad, el cual se llamó de Santa Catalina.23 El ejecutor de la obra fue el ingeniero Pernelete, el mismo que finalizó el 18 Hay planos, mapas, dibujos e idealizaciones sobre el río, sus desviaciones, canales y obras en la desembocadura en: AGI, Mapas y Planos, Venezuela; Servicio Geográfico del Ejército; y AMN; seguir la secuencia de estas ilustraciones solo puede ser posible de la mano de la documentación que va desde 1600 hasta finales del siglo xviii. 19 Toda la documentación sobre lo aquí señalado se halla en AGI, Santo Domingo, 187. En especial, véanse los documentos fechados en Cumaná a 13 de febrero y 27 de mayo de 1601; no obstante, todo el legajo ofrece información al respecto, especialmente entre los documentos n.os 6 a 25. 20 Diego Suárez de Amaya al rey sobre la pesca de perlas, vela de la salina, mudanza de la ciudad de Cumaná y vacante de Obispado de Venezuela, Cumaná, 22 de mayo de 1604, AGI, Santo Domingo, 187, R. 3, N. 14. 21 Ibidem, 9 de abril de 1604. 22 Memorial de Servicios del Capitán don Diego de Arroyo Daza, Gobernador y Capitán General que fue de la Provincia de Cumaná, donde caen las Salinas de Araya, AGI, Indiferente, 111, N. 86, impreso sin pie de imprenta, probablemente de 1629. 23 Carta del gobernador don Juan Bravo de Acuña en la que expone las incidencias de los piratas ingleses, desalojamiento de los holandeses en la isla del Tabaco, propósito de atacar Trinidad para domi-
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castillo de Araya. El fuerte, «hecho de estacas, mampostería y barro», contaba con «diez cañones».24 En 1687 se decía que «el castillo se demolió», por «haberse abierto» y «por ser su materia de barro»; quizás se dañó con el sismo de 1684, aunque esto no se indica en ninguna parte.25 Lo que se sugiere es que se desmoronó por sí mismo, debido a la inconsistencia de los materiales; fue reconocido en 1674 y lo dieron por destruido.26 La obra, levantada en 1666, prácticamente no tuvo vida útil. Hacia 1761 se reportaba abandonado. Se declaró «inútil», aunque «no lo era cuando se hizo», evidenciando con ello su desuso y discontinuidad un siglo después. El documento que lo describe en ese año indica que «por entonces corría el río por otra caja que se perdió abriéndola, que hoy tiene contigua al mismo fuerte». El río arrastraba arena en su desembocadura hacia el Puerto de Hostias, formando en consecuencia «un dilatado bajo que imposibilitaba el fondeo de embarcaciones mayores, y el fuerte, con la playa que ha hecho el bajo, ha quedado distante de la orilla», e incluso sepultado por un bosque de árboles, algo que indica igualmente el tiempo de abandono. La obra de defensa no pareció contribuir con la protección de la ciudad ante las avenidas del río. Si la decisión de Suárez de Amaya contenía una solución para el problema de las inundaciones, en realidad acabó por agravar la situación y aumentar las probabilidades al respecto. Su preocupación era múltiple (defensa y río), e incluía la mudanza de la ciudad que, ubicada en otro sitio, desde luego, no se vería afectada por la actividad regular del río ni por sus eventuales salidas de madre. Como esto no sucedió, el canal solo representó una solución parcial, y jamás se sabrá si su proyecto completo habría de funcionar. Las infraestructuras coloniales en estas regiones no van mucho más allá de lo descrito. Un despliegue de fortalezas inútiles colorea el período, espasmódica y coyunturalmente atendidas o desarrolladas, con inversiones que no podían ejecutarse, basadas en recursos locales inexistentes. El triste ejemplo del castillo de Araya es el más elocuente. Otros intentos, con una envergadura que no puede compararse con aquel monumento, ni siquiera pudieron llevarse a cabo, o apenas se representaron en estructuras de defensa que apenas alcanzaron el calibre de un parapeto. Con todo, la región oriental vio cómo, a la vuelta de un siglo, más o menos, se construían para su defensa hasta nueve fortificaciones: la de Araya, tres en la isla de Margarita, cuatro en Cumaná y la de Santa Catalina.27
nar aquella zona, robo reiterado de Cumaná y obras de la fortaleza, Cumaná, 7 de mayo de 1666, AGI, Santo Domingo, 620. 24 Véase Notas para la pronta comprensión del Mapa General de la Gobernación de Cumaná que dirige a Su M. en su Real y Supremo Consejo de Indias su Gobernador el coronel Dn. Joseph de Yguja (sic por Diguja) Villa Gómez, año 1761, Manuscrito 0487, Documento 5, AMN-0259, f. 145 v. 25 Gaspar Matheo de Acosta al rey, Cumaná, 8 de abril de 1687, AGI, Santo Domingo, 585. 26 Juan Bentura de Palacio Rada al rey, Cumaná, 10 de marzo de 1674; «se cayó por su mala fábrica»; AGI, Santo Domingo, 187. 27 Sobre las fortalezas de esta región, así como de América en general, véase Calderón Quijano, 1996 (pp. 362-365 para lo que nos interesa aquí). También, Ramos Pérez, 1985 (pp. 123-130, sobre los fuertes de las regiones hoy venezolanas).
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En 1595 el gobernador de Margarita, Francisco Gutiérrez, decía haber construido un fuerte entre La Asunción y Pampatar. Era una construcción de tapias, en realidad, pues fue todo lo que pudo levantar con los recursos que tenía.28 Pedro de Salazar sucedió a Gutiérrez y al efecto colocó una torre en Pampatar, llamada «castillo de San Bernardo», que consideró ambiciosamente como un fuerte. Asimismo, cercó La Asunción con una muralla basada en cimientos y con algunos baluartes. La muralla contaba con «tres tapias anchas de alto».29 En 1624 otro gobernador dijo de la torre de Pampatar que «no tiene de castillo más que el nombre», y sobre la muralla opinó que, siendo apenas una cerca de piedra y barro, bastaban veinte hombres para sortearla.30 En 1664 se dio inicio al fuerte San Carlos Borromeo en Margarita. Trece años después todavía no se había terminado, y esto quedó en evidencia con el saqueo de la isla perpetrado por piratas franceses.31 Por fin, el fuerte acabó de construirse en 1684. El ataque de los franceses provocó que se construyera una fortaleza más, que se hizo en 1681 y a la que se llamó Santa Rosa. La fragilidad de la construcción se notaba hasta en sus propios aljibes, incapaces de retener el agua y conduciendo al deterioro del techo que, ya podrido por la humedad, no guarecía a las municiones de la lluvia.32 A comienzos del siglo xvii Cumaná miraba con atención la construcción del fuerte en Araya. Mientras tanto, hacía lo que buenamente podía por su propia defensa. Hacia 1621 cavaron una trinchera y poco después se construyó un fuerte de barro que no soportó su propio peso. Se llamó de San Antonio de la Eminencia, estaba en funciones por 1649 y duró muy poco.33 Con el paso del tiempo y la amenaza de franceses e ingleses, cebados en la zona por el contrabando y la falta de buenas defensas, se hacía más clara la necesidad de prepararse mejor. Por 1670 se ordenó la construcción del castillo de Santa María de la Cabeza, luego residencia de gobernadores, del que se comentó sobre sus buenos cimientos, su «forma muy regular» y su buena disposición para la defensa.34 En 1681 se pidió permiso para reedificar el fuerte de San Antonio de la Eminencia. Se apro-
28 Informaba de ello en carta al rey desde Margarita el 18 de febrero de 1595. AGI, Santo Domingo, 182. 29 Pedro de Salazar al rey, Margarita, 8 de octubre de 1595, AGI, Santo Domingo, 184. «La mala calidad de los materiales empleados y el no haberse realizado con el parecer de ningún ingeniero habían de confirmar a la larga, o mejor en seguida, la ineficacia de las obras realizadas». Heredia Herrera, 1958, p. 450. 30 Andrés Rodríguez de Villegas al rey, Margarita, 10 de enero de 1624, AGI, Santo Domingo, 180. 31 Juan Fermín Huidobro al rey, Margarita, 16 de septiembre de 1683, AGI, Santo Domingo, 588: «por enero de 1677 con 11 embarcaciones y 700 hombres, habiéndola saqueado, hecho prisionera mucha gente, apoderándose de las mujeres, y atormentado a todos hasta que declararon donde tenían sus haciendas y llevándose los ganados y simientes dejándolos en la mayor aflicción». 32 «Los malos materiales y mezclas, eran motivo del agrietamiento de las murallas y parapetos, que añadían a su poca altura no ser de sillería sino de piedra en bruto»; Heredia Herrera, 1958, p. 480. 33 Gasparini, 1985, p. 203. 34 Sobre las descripciones de la obra: AGI, Santo Domingo, 622, Sancho Fernández de Angulo al rey, Cumaná, 19 de septiembre de 1671; AGI, Santo Domingo, 196, Francisco Dávila Orejón al Consejo de Indias, Cumaná, 16 de abril de 1674.
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bó atendiendo la fragilidad de su construcción original.35 En 1704 se decidió levantar una nueva fortificación a la que se llamó Reducto de La Candelaria.36 A pesar de esta aparente escalada en infraestructuras de defensa, la región había asistido en pocas décadas a la construcción de nueve fortificaciones, de las cuales tres se abandonaron o cayeron por su propio peso. A ello hay que sumar la corta vida útil del castillo de Araya, lo que testifica sobre la falta de sólidas inversiones en la región por parte de la Corona, y de la pobreza estructural de aquella sociedad prácticamente a la deriva después de la decisión que impidió el paso de la Carrera de Indias por la zona: Las fortificaciones de esta costa, abundantes en número, no tienen, con alguna excepción, la importancia arquitectónica de las que en este mismo siglo se construyeron en otras zonas del Caribe. Eran muchos los puntos a defender, muchas las obras a construir y no demasiados los recursos de un país menos rico de lo que se creía, que además no gozó de privilegios de la Corona.37
En ese mismo contexto del siglo xvii, en otro ámbito, se desplegaba también la amenaza de los holandeses. En 1634 ocuparon Curazao y desde entonces la isla es de su propiedad. Ruy Fernández de Fuenmayor, gobernador de Caracas desde 1637, debía ocuparse de su reconquista, lo cual no alcanzó siquiera a acometer más allá de reunir un pobre ejército que no se movilizó realmente. Bajo el temor de que Maracaibo fuese igualmente invadida, allá fue a dar Fuenmayor y en defensa de la ciudad levantó «una fuerza de madera» en la barra principal de la entrada al lago. Su sucesor concluyó el fuerte con cal y piedras. Esto, y poco más, se pudo hacer como infraestructura de defensa en el puerto que servía de aduana a los productos de los Andes.38 Poco después pagarían cara la falta de defensa. En esa región se cebaron los saqueadores más habituales de la época. Piratas y filibusteros hicieron del Caribe y sus proximidades un circuito de robos y asaltos que incluyeron a Maracaibo, puerta de entrada al lago que daba acceso a los puertos por donde se embarcaba el cacao de los Andes. Hasta las proximidades de Trujillo fueron a dar en una oportunidad.39 Solo después de tanto saqueo se vino a construir un fuer Detalles en: real cédula en respuesta a la situación de las fortalezas de Cumaná, Madrid, 31 de julio de 1682, AGI, Santo Domingo, 595; Juan de Padilla al rey, Cumaná, 25 de febrero de 1682, AGI, Santo Domingo, 211; real cédula de 31 de julio de 1682, AGI, Santo Domingo, 595. 36 Martínez-Mendoza, 1961. 37 Ramos Pérez, 1985, p. 123. 38 De la casi desconocida iniciativa de Fuenmayor hay noticia en Informaciones hechas a pedimento del capitán Antonio de Vicuña, procurador general de esta ciudad de Maracaibo, 1688, AGI, Santo Domingo, 202, f. 114. Por 1642, no obstante, se había comenzado a construir una batería en el lugar (AGI, Santa Fe, 25, Francisco Rubio Dávila al rey, Mérida, 4 de diciembre de 1642). 39 «Repetidas veces ha dado cuenta esta ciudad de Maracaibo a Vuestra Majestad de los trabajos, aflicciones y miserias en que se halla causadas de las entradas que en ella y su laguna han hecho las naciones enemigas de Vuestra Real Corona desde el año 641, 642, 666, 669, 676 y 678 obrando siempre atrocidades inhumanas.» Comunicación de la ciudad de Maracaibo a S.M. sobre las invasiones de 35
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te en la boca del lago, el castillo de San Carlos, en 1682, custodiado por una torre cilíndrica a modo de vigía en la isla Zapara.40 En 1759 la naturaleza daba cuenta de estas fortificaciones y enseñaba su comportamiento en ese ambiente. Una marejada el 2 de agosto de ese año destruyó un segmento del murallón que se había construido frente al castillo. Parte de la línea de costa allí mismo fue «devorada» por el propio lago entre 1752 y 1758, según lo indicaban, lo que obligó a rellenar «el poco terreno que existe» para asegurar la obra. Se decía, también, que el castillo se hallaba sobre un «anegadizo abundante» que contravenía su solidez. Mientras tanto, el torreón de Zapara era susceptible al «flujo y reflujo del lago», y a los «bancos de arena movedizos» debido a ese movimiento. El castillo de San Carlos sobrevivió; de la defensa instalada en Zapara quedaron restos del torreón, despedazado por el mar en varias oportunidades y eventualmente reconstruido en tiempos modernos.41 En el siglo xviii la administración de los borbones introduciría cambios especialmente en la atención al problema de la defensa. Interesados, en un principio, en el control del contrabando, comenzaron por intentar reducir el comercio ilegal en las bocas del río Yaracuy. Allí, a sugerencia de Olavarriaga, se construyó «un fortín de empalizada», cuyo resultado estuvo muy lejos de lo que sugiere la imagen de «fortín», pero hubo de ser suficiente como para soportar «cuatro piezas de artillería» apostadas allí para enfrentar el levantamiento del zambo Andrés López del Rosario, conocido como «Andresote», contrabandista de la zona, quien se alzó ante los nuevos controles impuestos por la Compañía Guipuzcoana entre 1731 y 1733.42 El informe de Olavarriaga contenía un proyecto para el levantamiento de esa fortaleza que habría de gobernar las bocas del Yaracuy. Su idea, más ambiciosa que ajustada a los recursos existentes, apuntaba a una construcción similar a las que más tarde habrían de levantarse en La Guaira, por ejemplo. Esto nunca sucedió. En su lugar vino a construirse la empalizada sugerida, pero distanciada de lo proyectado. Solo alcanzaron a armar una valla de madera a modo de parapeto, reminiscencia de la solución que en 1530 se ofreció ante la caída de la fortaleza de Cumaná, cuando fue sustituida por un cercado hecho con maderas de barricas. El orgulloso constructor fue
piratas, 4 de junio de 1681, AGI, Santa Fe, 219. Por allí pasó Enrique Gerardo en 1641 y estuvo pululando por el lago hasta 1643. Entre ese año y hasta 1678, desfilaron algunos de los piratas más connotados de la época y la región, incluyendo más de una entrada: Marestegui (1656), Juan David Nau (1666), L’Olonnais (1666 y 1667), Henry Morgan (1667,1669 y 1678), Jean Grammont (1668) y Coqueçón (1677). Detalles en Altez, Parra y Urdaneta, 2005. 40 Gasparini, 1985, p. 309. 41 Se sabe que ya en 1828 se hallaba «arruinado», según consta en un «plan hidrográfico» elaborado entonces para la breve República de Colombia por Justo Briceño. AGN-C, Mapas y Planos, Mapoteca 4, 274-A, Boca de la Barra Vieja hasta la Isla de Zapara, 1828. 42 Sobre las rebeliones contra la compañía: Aizpúrua, 1993; Arcila Farías, 1946, tomo I; Morales Padrón, 1955; Mijares, 1949; Cardot, 1957; Hussey, 1962.
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Francisco Andrés de Menezes, uno de los que habían perseguido al zambo Andresote, y le dedicó la obra al entonces Factor de la Compañía Guipuzcoana, Joseph de Iturriaga, importante años después en la Expedición de los Límites.43 Figura 4. Boca del lago de Maracaibo, 1759.
Fuente: Boca del lago de Maracaibo, 1759, AGN-C, Mapas y Planos, Mapoteca 4, 244-A [en la descripción del castillo de San Carlos se detallan los efectos del movimiento de las aguas y los bancos de arena, aludiendo a la marejada del 2 de agosto de 1759]. Hay indicación de la ubicación de la empalizada en el dibujo de Menezes al respecto: Defineción (sic) de la Costa de Caracas desde La Guayra hasta el Río del Tocuio, por Francisco Andrés Menezes, y la dedica a don Joseph de Iturriaga, Director de la Compañía Real de Guipúzcoa, 1743, AMN, 30-A-12. Agregaba Menezes en el dibujo lo siguiente: «El fortín de empalizada que puso el autor de esta carta el año de 1732 que fue a desalojar a los levantados y a quitarles el trajín del río de Yaracuy en que montó cuatro piezas de artillería contra los negros y Andresote». La publicamos en Altez, 2016a. 43
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Figura 5. Proyecto de fortificación para las bocas del río Yaracuy.
Fuente: Cuaderno de Láminas que acompaña al informe de Olavarriaga, no publicado, Archivo de la Academia Nacional de la Historia (en adelante AANH), sin signatura.
Las advertencias de Olavarriaga condujeron a obras de mayor relevancia. Entre ellas, destaca la fortificación de Puerto Cabello y La Guaira, los puertos más importantes que atendían a la región central. En 1732 se comenzó a construir el castillo de San Felipe en Puerto Cabello. Se terminó en 1741, envuelto en una nube de problemas que le hicieron ganar el mote de «castillo del engaño», aunque finalmente acabó siendo una construcción de gran notabilidad en la historia de Venezuela.44 El desarrollo de las defensas de La Guaira, con preocupación también desde el siglo xvii, vendrá a concretarse, desde luego, en el xviii. Estas obras, junto a las de Puerto Cabello, aunque austeras y elementales, serán las de mayor consistencia en la región.45
Lo comenzó el ingeniero Amador Courten y lo culmina el ingeniero Juan de Gayangos. Hay información en Relaciones acompañadas de planos y perfiles de construcción sobre La Guaira y Puerto Cabello, Puerto Cabello, 7 de febrero de 1737, AGI, Santo Domingo, 783; y en el mismo legajo, Plano, perfiles y proyecto de fortificación de Puerto Cabello, Caracas, 8 de mayo de 1737. Sobre los problemas en su construcción: AGI, Santo Domingo, 784, legajo dedicado exclusivamente a este asunto, 1734-1737. 45 Con todo, hacia 1790, se decía del almacén de la pólvora en La Guaira, por ejemplo, que era «sumamente sencillo», y que se había construido dejándolo «al descubierto de la mar». Relación de lo 44
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La infraestructura portuaria, no obstante, sufrió con mayor contundencia la escasez de recursos y la precariedad general. A la llegada de la Compañía Guipuzcoana a La Guaira, donde tuvo su sede principal, el puerto contaba más de un siglo con «unos muelles penosamente construidos». Se dio a la tarea de construir un muelle de madera de 58 metros de longitud por ocho de anchura, capaz de recibir hasta cinco naves. Insuficiente, el muelle prestó servicio de todas maneras hasta que en 1800 se acometió la construcción de uno de piedra. Tampoco Maracaibo tenía muelle, a pesar de su rol de puerto que servía a las mercancías que provenían de Mérida, Trujillo, San Cristóbal o el Sur del Lago. Recién en 1796 se aprobó la construcción de un muelle de madera. A Cumaná, asimismo, se le vino a construir un muelle, también de madera, en 1793.46 Más de dos siglos de actividades portuarias, algunas con mayor importancia que otras, se realizaron sin muelles apropiados. Esto fue un inconveniente grave en el caso de La Guaira, espacio de mar abierto y fuertes oleajes que hacía del desembarco una penuria que sirvió para descripciones dramáticas de viajeros y funcionarios. Lo que resulta claro al advertir esto es que la zona que era reconocida como Provincia de Venezuela no suponía un ámbito de interés a la Corona como para invertir en el desarrollo de una infraestructura elemental que estuviese en correspondencia con las actividades que, ciertamente, estaban asociadas con sus propios objetivos: la extracción de riquezas. Es decir, estas riquezas parecían no llamar la atención de la metrópoli. La infraestructura de estas regiones se reduce, finalmente, a unos pobres fuertes olvidados o venidos al suelo por sí mismos, con la excepción de los baluartes de La Guaira y el castillo San Felipe de Puerto Cabello. Los puertos no condujeron a mayores inversiones, como queda claro y, en todos los casos, la superación de las constricciones ambientales fue un problema con soluciones paliativas e ineficientes. Todo se hallaba en correspondencia con la condición deficitaria de la materialidad en estos espacios. La misma correspondencia la hallamos, por ejemplo, en las tecnologías de producción. Apenas podemos señalar algunos molinos de piedra que funcionaban con energía hidráulica dedicados al maíz, esencialmente, o bien los trapiches, molinos de caña para «hacer melado y azúcar». A finales del siglo xvii había unos 26 de estos ingenios en toda la Provincia de Venezuela.47 En 1751 se reportan 344 trapiches en la misma jurisdicción; 99 de ellos se hallaban al alcance de Caracas.48 En la segunda mitad del siglo xviii la actividad vinculada a la caña, el azúcar y los ingenios se había convertido en un factor fundamental en la economía de estas regiones. Hacia 1775, por ejemplo, solo en los valles de Aragua había unos 100 trapiches, y en el que se ha trabajado en las Plazas de Caracas, La Guaira y Puerto Cabello en la Provincia de Venezuela, Juan Guillelmi, 29 de septiembre de 1790, AGI, Caracas, 92. 46 Arcila Farías, 1961, pp. 203-205. 47 Molina, 2017. 48 Relación, y noticia de todas las haciendas de trapiche que a la fecha de esta se hallan en esta provincia de Venezuela en diversas jurisdicciones, Feliciano de Sojo Palacios, Caracas, 25 de abril de 1752, AGI, Caracas, 368; y Recopilación o resumen general de las almas que tiene esta Gobernación de Venezuela y Caracas, elaborada por Antonio de Lovera y Otañes, 22 de abril de 1752, AGI, Caracas, 368.
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litoral central se llegaron a contar unas 162 haciendas de caña.49 En torno a esta actividad, en realidad, se desarrollaron ciertos tipos constructivos asociados con la función del trapiche, como explica Luis Molina, pero no vienen a representar cambios ni evoluciones tecnológicas. Los ingenios utilizaban la misma tecnología que comenzó a emplearse en el siglo xvi cuando iniciaron las moliendas de caña con esta técnica.50 Por esa misma época, en 1777, el intendente José de Ábalos anunciaba la existencia de ricas minas de oro, plata y cobre, las cuales habían estado sepultadas en «el olvido en que estuvo en otro tiempo esta provincia». Descubre Ábalos, además, que no había mano de obra capacitada para estas labores. Se encargaron al efecto «expertos para el beneficio de los metales y dirección de los trabajos de las minas» a José de Gálvez, quien derivó la encomienda al virrey de la Nueva España. En 1786 llegaron a La Guaira, procedentes de Veracruz, ocho operarios mexicanos facultados para el caso. El resultado de este tardío intento por retomar la vía metalista en Venezuela acabó con una conclusión que solo corroboraría lo sabido desde un par de siglos atrás con relación a la calidad de las pocas minas existentes en el territorio: «no son tan ricas como se había vociferado».51 La aventura de la persecución de minas a finales del siglo xviii, una vez más en estas regiones, solo pudo dar cuenta de, por un lado, la carencia de mano de obra calificada para el caso, lo que resultaba indefectible, toda vez que en un par de siglos allí no se había trabajado en el asunto. Por otro lado, demuestra igualmente que no hubo ningún desarrollo tecnológico al respecto, ni siquiera un «trasvase», a decir de Isabel Arenas, pues todo fue un fracaso, uno más en la búsqueda de minerales. También, junto a todo ello, se aprecia el mal conocimiento que, aún entonces, se tenía de aquellas regiones. Los intentos por hallar metales preciosos tropezaron con una realidad que todavía se exploraba «por tradición y noticia actual de algunos indios», o quizás siguiendo las mismas vetas tras las cuales deliraron sus antecesores a finales del siglo xvi.52 De aquellos ensayos estimulados por el intendente Ábalos resultó que: De la mina de Catia… «nada hay que esperar». En el cerro de Baruta… no encontraron «veta alguna sobre la que poder fundar la menor esperanza». En el paraje llamado Onoto, cerca del pueblo de Maracay, hallaron una veta… «que ofrece algunas esperanzas». En el valle de Aroa se descubrieron dos vetas de cobre… «aunque no era de tan buena calidad Molina, 2017, describe estas edificaciones. En la localidad de Guarenas, por ejemplo, hacia 1764 había 39 trapiches; no obstante, se requerían más recursos para su buen funcionamiento. Razón individual de los trapiches que están situados en la jurisdicción del valle de Guarenas y lo que pueden producir cada año por don Juan Melchor Caraballo y el Capitán don Pedro Díaz de Estrada, AMN, Ms 566, doc. 6. 50 Según Herrera en sus Décadas, el trapiche se inventa en La Española hacia 1506, cuando se lleva la caña de Canarias a esa isla con el objeto de cultivarla y «granjearla» allí. Véase Herrera y Tordesillas, 1601, p. 105. 51 Todo en El intendente de Caracas a don José de Gálvez, Caracas, 26 de enero de 1778, AGI, Caracas, 790, y documentos siguientes. Hay estudio del asunto: Arenas Frutos, 1995. 52 La relación que Ábalos eleva a Gálvez está llena de referencias a hechos y cuestiones vinculadas al siglo xvi, como por ejemplo lo fue el alzamiento del negro Miguel en 1552, o el fracasado intento por explotar las minas de Buría en el siglo xvii. 49
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y abundancia». En las jurisdicciones de Petare y Anauco se analizaron dos vetas de plata, pero igualmente se desengañaron «de que puedan producir fruto alguno».53
Sobreviviendo a barrancos y ríos Fueron tres siglos de desarrollos austeros, sin infraestructuras de envergadura, ni siquiera para la defensa, y sin mayor tecnología que la molienda. El resto de las actividades económicas, como corresponde a una realidad preindustrial y agrodependiente, serán labores manuales. Sobre la base de estas condiciones, ciertamente, se desarrollaron todas las obras en estas regiones, incluyendo algunas que necesitaron de la combinación de buenos materiales y cálculos, como los puentes. Debido a la topografía de las regiones montañosas, algunas ciudades se asentaron en valles intramontanos de gran irregularidad, de manera que la comunicación interna de la propia ciudad ya era un problema. Este fue el caso de Caracas. La ciudad se levantó originalmente entre dos cauces extremadamente profundos, los de las quebradas Catuche y Caroata, quizás como recurso estratégico para la defensa de posibles ataques indígenas. Además de estas inmensas zanjas, el suelo ofrecía escasos sitios planos y se sabe de graves hondonadas en diferentes puntos, incluyendo la Plaza Mayor, que tuvo que ser rellenada para que alcanzara un nivel raso. Caracas estaba atravesada por profundos barrancos que interrumpían su tránsito a diario. A pesar de ello, su primer puente —es decir, la primera obra que vino a ofrecer una solución al problema del tránsito dentro de la propia ciudad— se construyó más de cien años después de haber sido fundada, hacia 1676 y por iniciativa particular, en este caso por el sargento Nicolás Puncel Montilla, quien costeó la obra para conectar su estancia con la carnicería de la ciudad. Este puente, de ladrillo y cal, se levantó sobre la quebrada Catuche.54 El segundo puente que vino a resolver cruces de cauces en la capital de la Provincia de Venezuela se construyó en 1735, también sobre la misma quebrada, aunque en este caso fue por iniciativa pública. En efecto, Juan J. Escalona y Calatayud, obispo de Venezuela hacia 1721, se disponía a impulsar la construcción de este elevado para enfrentar «las crecientes y avenidas» de la quebrada. Su voluntad se estrellaba con la ausencia «de formal arquitecto» y la falta de decisión del maestro de obras, sujeto a la autoridad del cabildo y a un aparente desinterés por parte del ayuntamiento, lo que retrasó las obras: […] no se resolvió determinadamente cosa alguna reservando la resolución para después y pasado algún tiempo insté al Gobernador Justicia y Regimiento para que volviésemos al expediente de lo mandado por V. M. instancia que tengo repetida con eficacia en tres o cuatro años, pero sin el efecto que solicitaba mi diligencia.55 53 Arenas Frutos, 1995, pp. 21-22. Agrega más adelante: «Por Real Orden del 18 de abril de 1792 se suspendieron definitivamente los ensayes de los mineros mexicanos en Guayana, ordenándoseles que, junto con los barreteros, regresasen a la Nueva España “a menos que prefieran quedarse en estas provincias”». 54 Montenegro, 1997, pp. 305-306. 55 Juan José Escalona y Calatayud, obispo de Caracas, respondiendo a una real cédula de 14 de octubre de 1718, Caracas, 6 de febrero de 1721, AGI, Santo Domingo, 794.
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Finalmente se hizo el puente a instancias del cabildo y con ayuda de los vecinos, aunque hubo que reconstruirlo años después, cuando lluvias y aludes en 1781 lo destruyeron.56 Una suerte similar corrió otro puente, levantado sobre la quebrada Anauco hacia la década de 1770, hecho de madera y arrastrado por las crecidas de ese mismo año 1781. Tiempo después fue reconstruido. Por entonces se observó la situación de la ciudad con relación a la necesidad de puentes; el procurador general decía en 1784 que en Caracas «se necesitaban por lo menos veinticinco puentes para salvar los barrancos».57 A la fecha solo existían cinco. Los puentes que conectaron caminos no solamente salvaron barrancos y abismos, sino que también sirvieron para evadir corrientes, como fue el caso del que se construyó en Cumaná, sobre el cauce original del río (y no sobre el Canal de Santa Catalina) hacia 1766. Lo levantó el gobernador Pedro de Urrutia y, en forma similar a su homónimo del siglo anterior, también lo hizo de manera inconsulta y fuera de formalidades. El puente de Urrutia, construido de madera y apoyado en piedras, vio pasar algo más que las corrientes del Manzanares por debajo de su obra, y vino a dar con violencia en la residencia que se le hiciera al gobernador tiempo después.58 El caso es que Urrutia se dio a la tarea de construir el puente sin atender a las «leyes, la correspondiente justificación e información de la necesidad y utilidad de su construcción, regulación y condiciones de ella, con los planos sobre que habría de girar y proceder a la calificación de la mínima obra en su práctica, examinándose si convendría ejecutarse bajo las reglas de remate o de a coste, y formal bajo la dirección de algún maestro de conocida pericia».59 En una palabra, lo hizo por su cuenta, al menos ante el Consejo de Indias. No obstante, el cabildo estaba al corriente, desde luego, y nunca se opuso ni solicitó mayores controles al efecto. Lo haría posteriormente, ante otra arbitrariedad de Urrutia. El puente se levantó, como se dijo, en 1766. Sin embargo, en 1771 sufrió graves daños con una crecida, y Urrutia decidió apuntalarlo y protegerlo de nuevas inundaciones con unas piedras que estaban destinadas a la reparación de la iglesia parroquial dañada con el sismo de 1766. Esto fue lo que condujo a que fuese denunciado y a que se le señalase de haberse apropiado de los fondos públicos en la construcción del puente. Urrutia aducía que se trataba de «una injusta contradicción que ha tenido el Ayuntamiento», por haber usado «unas pocas piedras sillares» para el reparo de su obra. Aseguraba que había suspendido el uso de esas piedras y que había ejecutado el reparo sin ellas, «a fin de evitar la total ruina que podría seguirse de dejarse sin la necesaria composición expuesto a las violencias de las crecientes de sus ríos en las venideras invernadas».60 En el caso de Mérida, ciudad colgada de las estribaciones andinas, los puentes eran una necesidad para todo: entrar o salir, comercio, defensa. Sin puentes, el paso por los Núñez, 1963, p. 33. Arcila Farías, 1961, p. 77. 58 El expediente completo, que consta de tres legajos, se encuentra en el Archivo Histórico Nacional (en adelante AHN), Consejos Suprimidos, 20570. 59 Pedro de Galbarreta [contador suplente] al Consejo de Indias, Madrid, 18 de septiembre de 1773, AGI, Caracas, 32. El informe de Galbarreta hacía las veces de vista de fiscal en el caso. 60 Pedro de Urrutia al rey, Cumaná, 30 de abril de 1772, AGI, Caracas, 343. 56 57
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ríos y valles se hacía con tarabitas, el recurso que, a modo de teleférico, se vio en casi toda la cordillera andina sudamericana. No obstante, la preocupación por los puentes fue constante en el cabildo merideño. «El 15 de abril de 1605 se presentaba el procurador Juan Pérez Cerrada ante el cabildo y señalaba que el paso del río Estanques se encontraba sin cabuya y al parecer ésta no se podía ubicar en el mismo sitio».61 Cuando no había puentes ni tarabitas, el paso se hacía colgando de una cuerda. El procurador sugería en ese año que se construyera un puente sobre el río. Todavía en 1622 no se había hecho nada en el lugar, y el paso seguía dependiendo de una cabuya. Otros pasos sobre ríos requerían de la misma solución, como en el cruce sobre el río Mucujún. En 1605 se estableció contrato con Pedro de la Peña para el asunto, quien se hizo cargo de ello, y se responsabilizaba si, por caso fortuito, el puente se cayera. Cuando tres años después estaba a punto de concluirse la obra, el río se llevó el puente, y a De la Peña le ordenaron cárcel. No fue encerrado; participó en la recogida de los materiales que aún estaban en el paso, encargando a unos indios de la zona el trabajo. Luego vendió los materiales recuperados y se fue de la ciudad.62 En 1808 muchos de los pasos que daban acceso a Mérida y debían hacerse sobre ríos aún se sorteaban con tarabitas.63 En 1776 decían desde Trujillo, otra ciudad anclada a las elevaciones de los Andes, que «está situada en los últimos confines de la provincia a más de 150 leguas de la capital, partiendo términos con las de Mérida y Barinas del virreinato de Santa Fe». Trujillo siempre estuvo en esos límites jurisdiccionales, precisamente, lo que le sumó a su condición de asentada entre montañas una dificultad más: la que supone el estar ubicada en el margen de provincias ya marginadas de por sí. Ir y venir a ciudades capitales solía ser un problema: «una distancia tan larga con malos caminos, y páramos de por medio hace muy tarde la correspondencia con la capital, y no hay quien de allí haga los viajes con facilidad, ni quien desde Caracas se atreva para Trujillo».64 Vadear ríos y quebradas no siempre corrió con la suerte de contar con puentes. Recién en el siglo xviii proliferaron, aunque en escaso número y calidad dudosa. En su mayoría, los puentes fueron de madera, y no todos tan acabados como el de Urrutia, por cierto.65 Antes de los puentes —muchos de los cuales, en el caso de las regiones hoy venezolanas, vinieron a aparecer en el siglo xx—, los ríos se cruzaban como bien se pudiese, y esto era mejor si no estaban crecidos.
González, 2010, p. 115. El caso en BNFC, Actas de Cabildo, Informe del cabildo sobre la obra del puente sobre el río Mucujún, Mérida, 15 de julio de 1608. También en Samudio, 1983; y en González, 2010. 63 Lo señala en varias oportunidades el «Mapa Corográfico del Nuevo Reino de Granada», 1808: AGN-C, Mapas y Planos, Mapoteca n.º 6, 137. 64 Informe de José de Ábalos, Caracas, 6 de septiembre de 1776, AGI, Caracas, 469. 65 El puente de Urrutia aparece en un hermoso dibujo (utilizado para la cubierta de este libro) en: Residencia del coronel Don Pedro Joseph de Urrutia, gobernador que fue de Cumaná entre 19 de julio de 1765 y 7 de septiembre de 1766, y luego entre el 27 de agosto de 1768 hasta el 16 de julio de 1775, AHN, Consejos Suprimidos, Libros de Matrícula, 3174, legajo 20570. El dibujo del puente es la pieza n.º 20. 61 62
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«Por mucho tiempo, nuestros caminos estaban reducidos a los que abrían las huellas frescas de los caballos y de las mulas», dijo Arcila Farías.66 Toda vía de comunicación es un producto histórico, y no el resultado de pulsiones gregarias o de la curiosidad natural de los seres humanos. Un camino es un producto material que se corresponde con un contexto que le determina, condicionando su función, su eficacia, su durabilidad y, desde luego, su cese o desaparición. No evoluciona por un natural avance en las infraestructuras o por satisfacer necesidades de contacto; no desaparece por olvido o por simple sustitución tecnológica; se transforma en el tiempo conforme se transforman los propios procesos históricos que lo produjeron. Con ello, cambia su sentido, su significación, su utilidad, y hasta puede cambiar de lugar. De este modo, las vías de comunicación en el pasado colonial de estas regiones se corresponden material, tecnológica y funcionalmente con el proceso que las determinó en su existencia y eventual eficiencia. Siguiendo lo dicho por Silvio Zavala con relación a todo el Nuevo Mundo, pensamos que la transformación de los procesos históricos entre la existencia prehispánica y el mundo colonial transformó a su vez, desde luego, la materialidad de aquellos territorios. Y si esto resulta una obviedad, también merece tenerla en cuenta al pensar en las vías de comunicación como un aspecto de esa materialidad transformada. No es posible pensar en caminos, senderos, picas y cortadas de origen indígena como vías de tráfico y tránsito españoles, más allá de su natural aprovechamiento y su irreductible base empírica para los nuevos contactos. Con todo, hay que tener en cuenta que se trata de un entramado de rutas que no se adaptó a las necesidades del imperio y los administradores de turno: ocurrió al contrario. Fue un eterno enfrentamiento contra «las grandes distancias, en las que caben varias veces las de Europa, y que se encuentran realzadas, a veces, por obstáculos naturales considerables que no facilitan la formación de una red concéntrica de relaciones geo-históricas».67 El factor geográfico, mencionado por tantos autores, vino a ser determinante en la vialidad de la colonia. Fue un escollo permanente, una búsqueda incesante, una «tiranía», en palabras de Cunill Grau, «la tiranía del tamaño y la distancia», de los contrastes abruptos, de las escalas incomparables, de la variabilidad indomable.68 A todo ello hubo que sobreponerse, aunque los resultados, sin duda, fueron heterogéneos y determinados por las condiciones económicas y los intereses invertidos en ciertas regiones, muchas veces en detrimento de otras que, como ya hemos comentado, acabaron muy rápidamente en la periferia de los dominios españoles de ultramar. En la larga duración colonial de estas regiones, las vías de comunicación no fueron depositarias de mayores inversiones, más allá del uso, el bloqueo o la vigilancia. Recién al final del período colonial, uno de los caminos más importantes, el que unía Caracas con su puerto, vino a ser parcialmente empedrado. En una economía con escasos y puntuales desarrollos de producción especializada, la eficiencia de las comunicaciones terres-
Arcila Farías, 1961, p. 88. Zavala, 1967, tomo I, p. 52. 68 Cunill Grau, 1999, pp. 14 y ss. 66 67
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tres dependió de la topografía o de la suerte del viandante. Y en el caso de las vías fluviales, la soñada red que interconectara todas las regiones hoy venezolanas entre sí y con las vecinas fue una búsqueda de pocos frutos y muchas desventuras. Retomando lo dicho por Arcila Farías, se trató de un «medio hostil» que se manifestó desde un primer momento de contacto. A ello hay que añadir la variedad ambiental y la diversidad topográfica, bañada de tal pluralidad de contrastes que se hizo imposible abordar estas regiones como una unidad, tanto en lo estratégico como en lo práctico. Esta condición de geografía contrastante y múltiple se corresponde con la ya señalada fragmentación regional, antojándose como la base positiva e ineludible de la desarticulación histórica entre estas regiones. Fue la plataforma geográfica de la realidad histórica en la larga duración colonial de las regiones hoy venezolanas. En el caso de las vías de comunicación terrestres, interesa señalar que, desde luego, no es posible comparar los caminos de los llanos con los senderos de las montañas, ni las travesías en ciénagas y pantanos con el cruce de los cauces. Todos ellos, sin embargo, poseen algo en común para el pasado colonial de estos territorios: fueron un problema. Muy temprano se tropezaron los conquistadores con el fragor de los caminos. Por mucho tiempo y desde un principio, el aprovechamiento de los senderos indígenas fue el único recurso. Con el aumento del tráfico y del transporte, se las tuvieron que ver con cada medioambiente como si fuera un castigo. Los primeros exploradores y fundadores recibían órdenes directas de la Corona para emprender «descubrimientos» de caminos, con el objeto, especialmente, de conectar las fuentes de riqueza con los centros de administración o con los puertos. En 1571, por ejemplo, escribía directamente el rey para averiguar qué había pasado con el «descubrimiento del camino para ir desde la Laguna de Maracaibo a Pamplona y Nuevo Reyno de Granada», tarea que estaba en manos de Alonso Pacheco.69 Estos caminos, precisamente, ofrecían la combinación de dos realidades geográficas contrastantes y problemáticas para la obtención de una vialidad expedita y segura. Por un lado, el ambiente fluvial de un medio tropical determinado por la depresión del lago de Maracaibo y su amplia cuenca, que desplegaba accesos pantanosos no siempre navegables, de cara a selvas tupidas con escasa seguridad ante las emboscadas indígenas, repetidos en esa zona hasta bien entrado el siglo xx, inclusive. Por otro lado, las estribaciones andinas, plenas de abismos, repechos y alturas muchas veces insalvables, al lado de temperaturas de páramo y heladas que condujeron a la pérdida de muchas vidas. En 1618 decían desde La Grita, por ejemplo, que además de que los vecinos eran «muy pobres y necesitados», se les imponía una «gran dificultad» y se les «imposibilitaba» acudir a Santa Fe a negociar sus asuntos, «por estar muy distante y apartada de mucha longitud de leguas […] y de caminos ásperos y fragosos y grandes diferencias de temples
69 Real Cédula a la Audiencia de Santo Domingo pidiendo noticias acerca del descubrimiento del camino para ir desde la Laguna de Maracaibo a Pamplona y Nuevo Reyno de Granada, y mandando que al descubridor, Alonso Pacheco, se le prestase apoyo y favor, Madrid, 16 de noviembre de 1571, AHN, Diversos-Colecciones, 45, N. 14.
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y ríos caudalosos», lo cual, por demás, les producía «graves enfermedades causadas del trabajo de tan largos caminos».70 Desde Mérida, hacia 1616, indicaban que «a más de cincuenta y ocho años» de fundada esa ciudad «ninguno de los arzobispos de Santa Fe ha venido a ella», acusando la distancia con la capital del Nuevo Reino y «las ciento y treinta leguas de tierras varias en temples y algunos no bien sanos con muchos ríos y otras graves incomodidades». El aislamiento en dirección a Santa Fe los había conminado a solicitar al obispo de la Gobernación de Venezuela, Juan Jiménez de Bohórquez, quien había llegado con su visita pastoral hasta Trujillo en ese año, a que los visitara para sus confirmaciones y consuelos. Bohórquez aceptó y acudió al llamado de buena gana.71 Las salidas naturales hacia el lago con las que milenariamente contaron las sociedades asentadas en las elevaciones andinas merideñas, luego de la presencia española, se convirtieron en un nudo de conflictos con y entre indígenas, así como una fuente de enfermedades endémicas. Fray Pedro de Aguado, el franciscano que conoció la región con detalle, señalaba a finales del siglo xvi lo siguiente: […] también esta laguna y las tierras que la cercan no son sanas, sino bien enfermas y de muy mala propiedad y constelación, porque en nuestros tiempos han bajado de Mérida, ciudad del Nuevo Reino, algunos caudillos con gente a descubrir puertos a esta laguna y a procurar otros aprovechamientos, y por poco que en ella en sus riberas y territorios se han entretenido, vueltos a su pueblo todos han caído enfermos de recias calenturas y algunos se han muerto, y los que han escapado, por mucho tiempo no se les quitaba del rostro una color casi amarilla que ponía admiración de los que los veían…72
Agregaba Aguado que hasta los indios caían enfermos con los contagios propios de la zona y el ambiente, y que vio «morir otros muchos de incisiones y llagas y otras enfermedades que en este lago y las tierras a él comarcanas, que la mayor parte son montuosas, que solemos decir arcabucosas, por los malos vapores que en todo ello se engendran, pudieron los españoles adquirir, y con ello la muerte».73 Sortear las elevaciones de los Andes no es una particularidad en la historia de Hispanoamérica, y al presente continúa siendo un asunto de cuidado. En el caso de nuestras regiones, esto fue una característica más que se sumaba a tantas otras que hacían de la cotidianidad un padecimiento común. Aquellos caminos representaban una penuria, inclusive para los privilegiados que podían transitarlos sin mucho esfuerzo, como le tocaba a la investidura de un gobernador. Al caso viene el testimonio de Antonio de Vergara Azcarate, gobernador y capitán general de la Provincia de Mérida hacia 1681, quien, al llegar de Santa Fe, decía que «el penoso viaje que hice desde Santa Fe a esta Provincia, y el haber desde que llegué a ella repetido incesantemente las lluvias y aguas con tal ex La Ciudad del Espíritu Santo de La Grita al rey, 5 de noviembre de 1618, AGI, Santa Fe, 67, N. 32. Cabildo de Mérida al rey, Mérida, 13 de agosto de 1616, AGI, Santa Fe, 67, N. 26. 72 Aguado, 1963, tomo I, p. 64 [original de 1582]. 73 Idem. 70
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ceso que han dado tan excesivo caudal a los ríos que hay en el camino que no se pueden pasar, porque no tienen puentes, ni son capaces de hacerse en ellos».74 El obispo Antonio González de Acuña decía en 1676 que algunas visitas no podían llevarse a cabo, pues «ha mostrado la experiencia ser imposible acudir a las necesidades espirituales», especialmente cuando se trataba de enfrentar «malos caminos de ríos, inundaciones y por tiempo intransitables».75 Hacia 1702, fray Lorenzo de Zaragoza señalaba las dificultades halladas en las entradas de los criollos contra de los indios que molestaban a los frailes en la Provincia de Cumaná, diciendo que aquellas eran: […] tierras tan dobladas con montes inaccesibles, asperísimos, y sin caminos, ni sendas, llenas de espinas, animales ponzoñosos, y fieras, llenas de culebras de extraña grandeza, muchísimos tigres, ciempiés, y arañas venenosísimas y en tanto trabajo, el alivio que se halla es solo un poco de pan de raíces de un árbol que llaman yuca, tan áspero, que al pasarlo parece que asierra la garganta.76
Las condiciones fueron ásperas para todos y en todo momento, y conviene señalar que los padecimientos recorrieron la larga duración colonial de extremo a extremo, especialmente en parajes alejados de las ciudades que, más tarde que temprano, habían crecido demográfica y materialmente, a pesar de las dificultades. Hacia el final del período colonial, el cura de Aguablanca, en los llanos al sur de Caracas, decía que ya no podía salir a cumplir con sus funciones pastorales porque «en estos lugares crece mucho la paja, y se moja uno como si le cayese algún invierno con el roció, y me expongo a no poder servir»; además, de andar tanto a lomo de mula, estaba imposibilitado por habérsele inflamado «las almorranas y el miembro... y sólo acostado boca arriba abiertas las piernas puedo descansar, y para deshincharme es menester muchas unturas de sebo lavado y bebidas frescas, y cualquier humedad por tenue que sea me embarro todo».77 La convivencia con los ríos, esencial en las fundaciones de pueblos y ciudades para contar con acceso al agua, no siempre fue pacífica. Ya vimos los problemas de Cumaná y el fracasado plan de su mudanza para salvarla de las avenidas y desbordamientos. En Tucupido, pueblo con menor importancia que aquella ciudad, ubicado en el flanco surandino de la actual Venezuela, de cara a los llanos centrales, hacia 1762 se esperaba la llegada de un «dragón». El cura Francisco Buenaventura de Egurrola anunciaba entonces no contar con «humanas fuerzas para retirar y sujetar lo que amenaza con su violencia y magnitud» a la comunidad que protegía con su pasto espiritual: «si de vista y ciencia saben y les consta que ahora cuatro para cinco años el dragón [...] distaba del pueblo de
74 Antonio de Vergara Azcarate al Consejo de Indias sobre relación de las encomiendas que hay en su distrito, Mérida, 10 de septiembre de 1681, AGI, Santa Fe, 217. 75 Relación de la visita a San Miguel del Río de Tocuyo, 1676, AAC, Episcopales, Expediente n.º 28. 76 Biblioteca Capitular y Colombina de la Catedral de Sevilla, Sala Noble, 33-4-10 (7), Lorenzo de Zaragoza, Memorial de la Misión de Capuchinos de la Provincia de Cumaná, y un breve resumen de las demás, c. 1702-1703. 77 Buenaventura del Barrio a Coll y Prat, Aguablanca, sin fecha, 1814, AAC, Parroquias, Carpeta 1.
Tucupido hoy a mi cargo una legua corta; que en una avenida ganó dicho terreno y se puso en las cercanías del citado pueblo».78 El aterrado religioso afirmaba «que se han hecho innumerables diligencias en cuadrillas y costosas para sujetarle y que las ha resistido de modo que no ha servido ninguna; que en dos años de avenidas el referido dragón ha consumido y sumergido la mitad de las casas de dicho pueblo; que en el dicho presente se halla a cada minuto y ora corriendo hacia la parte del pueblo y que distará de la iglesia como ciento y cincuenta varas poco más o menos». Egurrola temía que, si el dragón atacaba próximamente, podría «acaecer en una hora que no se pueda dar socorro ni liberar todas las reliquias». Es por ello que le solicitaba al obispo que certificara el estado de la situación y «la ruina que amenaza a la Iglesia del consabido pueblo el ya dicho dragón», pues el mismo entraría «desvolcanando», para lo cual y hasta ese momento no existía «ningún remedio con que sujetarle». Desde luego, el cura del pueblo no estaba haciendo mención a un monstruo medieval sino al río Guanare, figurado aquí como «dragón» por su potencial capacidad de dragar todo a su paso si se salía de madre. Se trataba, pues, de avenidas de barro, aludes torrenciales, cauces desbordados y corrientes fuertes, propias de un río crecido por lluvias intensas.79 Los ríos, más allá de representar amenazas a las fundaciones en estos territorios, aparentaban soluciones comunicacionales que no siempre fueron alcanzadas. Al caso viene una de tantas búsquedas infructuosas con el objeto de resolver el problema del tráfico interno del comercio y hallar una salida hacia el Atlántico. Sucedió hacia mediados del siglo xviii, cuando se persiguió una ruta fluvial para el tabaco, pensando en los ríos como un sistema de interconexión entre regiones, especialmente por los llanos hacia el Orinoco o el Esequibo. Varios intentos y exploraciones iniciales vieron perdido todo su esfuerzo, pero el caso de siete hombres y cuarenta cargas de tabaco que en 1744 habían sido despachados desde Guanare por el río Boconó tras esa ruta fue dramáticamente elocuente: «por lo intransitable del río y no haberse nunca navegado se perdería esta gente».80 Una expedición se dio a la tarea de hallar el camino en 1745, y no pensó en ensayos al respecto: se embarcó con cargamento y todo. Unos «cien hombres» de los «llanos de Caracas», gente «de armas, las más prácticas de ellas» y «peones» emprendieron el viaje con «300 cargas de tabaco de Barinas y muy crecido número de mulas», navegando por el río Apure hasta el Orinoco. La intención era llegar al Esequibo, para lo cual tomaron «sendas y derroteros con infinitos inconvenientes de faltas por la manutención de agua,
78 Expediente Sobre Nueva Misión de La Pastora y San Genaro en el sitio de Boconó, 1762, AAC, Parroquias, Carpeta 15. 79 Los testigos hablaban de lo «caudaloso» y del «ímpetu» del río Guanare: «en el año pasado y en el presente invierno el citado río con sus avenidas y aluviones ha arrimado su cauce a las cercanías del dicho pueblo en tanta manera que sus corrientes se hallan como a ciento y cincuenta varas de la fábrica material de la santa iglesia». 80 Manuscrito 0571, Documento 22, AMN-0292, documento anónimo que menciona estos intentos, y que será la referencia del resto de la información que presentaremos sobre el asunto. Quien escribe esta carta refiere que el intento por el río Boconó partió el 29 de agosto de 1744.
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de intrincados montes, de pasos anegadizos, de ríos y de caños del mismo Orinoco, que con balsas, trabajos y convenidos en algunos pasos con los Caribes, juzgaron superar, pero que totalmente perdieron 30 hombres muertos a la fatiga y desgracia del temerario proyecto».81 Perdieron todo el tabaco, abandonaron las mulas, y los que se salvaron lo lograron por sus propios medios y divididos en cuadrillas que se las entendieron «por su libre». De esta expedición hallaron en el pueblo de Calabozo a veintiséis sobrevivientes, «hinchados como botas», de quienes se creía habrían de morir en su mayoría. Buscando el recorrido inverso, un comerciante del Esequibo persiguió el mismo proyecto, «se abrieron caminos, construyeron puentes en pasos de ríos y caños, e hicieron balsas en parajes anegadizos». Se juntaron para el caso «prácticos holandeses y caribes», y llegaron hasta las misiones, en donde se embarcaron con doscientas mulas y «dos españoles los más prácticos baqueanos». Estos españoles murieron en la jornada junto a mucha de la gente que vino desde el Esequibo; de las mulas, sobrevivieron cincuenta, «estropeadas e inútiles, con lo que se abandonó el imaginado proyecto». El comerciante que lo intentó dijo «que no quería más mulas por aquella parte». Fueron las décadas más importantes en la exploración de los ríos, ya por repasar los límites del imperio en toda Hispanoamérica, ya por indagar las posibilidades de comunicación interna. Los llanos de la actual Venezuela fueron especialmente atractivos y necesariamente revisados; el Orinoco como ruta de salida al Atlántico y los caños y ríos que lo conectaban vieron sus riberas y corrientes llenas de naves y exploradores, todos con una agenda formal. Un ejemplo importante al respecto lo representa el relato de José de Iturriaga, el factor de la Compañía Guipuzcoana y primer comisario de la Expedición de los Límites, quien realizó un «Reconocimiento del río Apure y de la Provincia de Barinas» con estos fines en 1757. En su viaje Iturriaga recorrió el Orinoco, se internó en el Apure y allí escudriñó caños y conexiones, pasando por Barinas hasta dar a San Cristóbal. Inspeccionó pueblos, atendió la situación de «los indios arrochelados» y de las misiones, y contó el número de habitantes de cada lugar.82 Aunque la Expedición de los Límites en su aventura por el Orinoco fue un fracaso, Iturriaga no sería el único en padecer la situación fluvial en torno a la cuenca del famoso río. Los trabajos más importantes van a corresponder a los esfuerzos de Solano y Bote, quien después de esta misión llegó a ser gobernador de la Provincia de Venezuela. Su interés en las rutas por los ríos quedó patente en sus recorridos por la zona y en las solicitudes que al respecto encargó a otros bajo su mando. Las vías fluviales continuaron siendo un escollo insalvable por décadas, y un proyecto perdido y abandonado más tarde en favor de los tardíos caminos carreteros. Entre las dificultades características de los ríos tropicales, enfrentar reptiles y depredadores, así como sobrevivir al paludismo, se antojaban problemas más difíciles de resolver en lugar 81 Idem. Refiere el narrador que esto se lo explicaba el Gobernador de Cumaná en carta fechada el 15 de enero de 1745. 82 «Reconocimiento del río Apure y de la Provincia de Barinas, por D. José de Iturriaga en 1757», Boletín de la Sociedad Geográfica, tomo XXVIII, 1890 (en adelante BSGM), pp. 144-149. La relación era firmada por Iturriaga en Cabruta a 12 de junio de 1757.
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de un eficiente medio de transporte. Incontables vidas se quedaron para siempre entre las corrientes y la profunda oscuridad de los ríos selváticos. Como productos materiales de procesos históricos, las vías de comunicación son expresiones concretas de los contextos que las produjeron. Su funcionalidad, su eficiencia, su durabilidad, se encuentran en relación directamente proporcional a los intereses que las construyeron y al sentido histórico de su existencia. Su uso y provecho lo evidencian, así como las inversiones que van a dar en sus mejoras y mantenimiento. Algo similar sucede con su colapso o desaparición, pues tal cosa no tiene lugar sino como manifestación transparente de procesos históricos concretos y tangibles.83 En la larga duración colonial sobre estas regiones, las vías de comunicación reflejaron permanentemente la realidad vulnerable de una economía de «pariente pobre», expresando en todo momento las carencias propias de la falta de riquezas minerales y la desatención característica sobre estos territorios periféricos, condenados a la apatía general de la metrópoli y a sus lentas y dubitativas respuestas administrativas, precisamente por no reportar los ingresos que otras latitudes le remitieron desde el contacto. Se trata de una frágil red de comunicaciones terrestres y fluviales que, antes bien, representaron mucho más un riesgo que un medio de contacto y circulación. Fueron tramas vulnerables que hicieron, a su vez, más vulnerable a aquella sociedad. Contaron con una circunstancial atención hacia mediados del siglo xviii por hallarse en un contexto que los alcanzó de manera concomitante, como fue el de la revisión de los límites con Portugal. Recién con la creación del Real Consulado de Caracas en 1793, los caminos principales y los puertos lograron mayor atención, dando cuenta con ello de intereses forjados ya sobre el horizonte de comercios mayores. Empedrados algunos, desmalezados otros, y con urgencias sobre los puertos, los viejos senderos aspiraron al rango de caminos carreteros. Sin embargo, la rueda llegaría muy tarde a estas regiones, y las carretas, tan lujosas y exclusivas como el caballo, no serían un medio de transporte común sino hasta la llegada de la república. Mientras tanto, el modelo colonial, a la vuelta de tres siglos de implantación en las regiones hoy venezolanas, aún se colgaba de las picas indígenas que todavía llevaban huellas anteriores a la presencia española, y se abría paso a fuerza de caminar, del tranco de las mulas o de la aventura de la canoa.
Hemos adelantado algunos razonamientos al respecto con anterioridad; véase Altez, 2006b; Parra, Altez y Urdaneta, 2008. 83
Capítulo 5
La naturaleza como amenaza
Así, fijados por implantación, sujetos a una economía imperial encauzada por los metales y el monopolio, sin capacidad ni recursos para la movilidad regional ni para articularse regionalmente, materialmente deficitarios, sin oro ni plata, enfocados en el enriquecimiento propio o en la mera supervivencia, aquella sociedad colonial que se desplegó históricamente sobre las regiones hoy venezolanas solo podría haber producido una relación con la naturaleza desde esas condiciones, y no de otra manera. A pesar de que los procesos naturales y los humanos resultan indivisibles, conviene precisar que la naturaleza —y sus regularidades, morfologías y seres vivos— posee sus propias leyes y manifestaciones, las cuales son independientes de las culturas y operan con o sin nuestra presencia. Un fenómeno que no interactúe con una sociedad humana es solo un fenómeno, y nada más. Por ello, cuando las manifestaciones de la naturaleza se cruzan con contextos humanos, dejan de ser únicamente fenómenos o leyes ajenas, y se convierten en hechos históricos, indefectiblemente. Un fenómeno es, lo que significa que es algo a partir de sí mismo. Por ello los fenómenos naturales operan por causalidades ajenas a la sociedad, mientras que todo lo que es socialmente humano es igualmente histórico, es decir, no existe simplemente por sí mismo, sino que se trata de un producto histórico y social. Con esta diferencia es posible advertir que los hechos y los fenómenos no deben confundirse; en este sentido, los hechos sociales e históricos nunca serán ni han sido «fenómenos», no existen por sí mismos, sino que representan el resultado de procesos humanos que pueden comprenderse en esa dinámica del transcurrir que hemos observado analíticamente. Lo que un fenómeno contribuye a desencadenar en un contexto dado es producto del proceso histórico, material y social en el que irrumpe. Si sus efectos son adversos, hay que hallar las causalidades de tal adversidad en ese contexto humano, y no en la potencialidad destructora o en la energía liberada por el fenómeno. La capacidad de convertirse en una amenaza no es propia de la naturaleza: es el resultado de procesos humanos que la transforman en peligros potenciales.
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A DURAS PENAS
Una amenaza natural no es un ente externo a la sociedad que la padece, sino que ha sido conformada histórica, material y simbólicamente como tal, como una adversidad factible que tiene la probabilidad de ocurrir a partir de su manifestación. Se trata de una relación humana; por ello, las amenazas naturales se encuentran contextualmente determinadas, y sus efectos, como sus significados, no son invariables en la historia y tampoco son universales. Se transforman, como todo en el proceso histórico y, por tratarse de fenómenos naturales, se transforman simbólica y materialmente. El fenómeno puede ser el mismo, pero su significado y sus efectos son históricamente susceptibles. Es por ello que las amenazas no representan lo mismo a través del tiempo ni culturalmente, y su condición de adversidad factible también puede transformarse históricamente. Así, cada contexto, cada ambiente producido por la sociedad implantada en estas regiones durante el proceso histórico colonial, produjo relaciones con la naturaleza desde sus condiciones particulares. Por lo tanto, esas relaciones condujeron, en casi todos sus planos, a convertir la naturaleza en un amplio espectro de amenazas que, junto a la fijeza a la que esa sociedad fue conminada, acabó produciendo una suerte de sitio sobre cada región, cada localidad, cada ambiente. Fue una sociedad sitiada por la naturaleza, por sus fenómenos, su morfología, sus regularidades, su insoslayable marco físico y fenoménico. No fue una fuente de recursos para la supervivencia, sino un obstáculo a salvar para sobrevivir. Antes que un espacio de asentamiento, en las regiones actualmente venezolanas la naturaleza fue un padecimiento. Todo devino en una existencia incómoda, manifestada en la materialidad que a duras penas se levantó como recurso de supervivencia, en la mayoría de los casos, o como expresión de la austeridad propia de unas condiciones materiales siempre deficitarias. Fenómenos de alta frecuencia, como las lluvias, o de baja frecuencia, como los sismos y las grandes anomalías climáticas, embates de contagios y epidemias, mudanzas inconclusas o con destinos peores que el asentamiento original, infraestructuras insuficientes, ríos incómodos e indescifrables, ilustran la historicidad de aquellas condiciones, ajustadas a cada contexto, ya sea material, social, ambiental, natural, simbólico o bien, y por encima de todo, siempre histórico.
Multiamenazas La presencia de amenazas asociadas con fenómenos naturales no supone la parcelación de sus ámbitos de influencia o un despliegue de manifestaciones aisladas entre sí; por el contrario, estas regiones presentan la cohabitación de todas estas condiciones de acuerdo con sus características ambientales o morfológicas, y muchas de ellas actuaron regularmente articuladas en el tiempo y en el espacio. A este tipo de convergencia múltiple de amenazas naturales se le denomina técnicamente multiamenaza, y aunque no supone formalmente un concepto, su uso es una convención reciente en ciencias naturales que remite a descripciones por el estilo. Por ejemplo, la cordillera de la Costa en la actual Venezuela supone una región multiamenazada por aspectos geológicos, hidrometeorológicos y biológicos. Se encuentra
LA NATURALEZA COMO AMENAZA 129
tectónicamente determinada por el sistema de fallas de San Sebastián y conforma una estrecha franja cuya anchura máxima es de solo tres kilómetros, ubicada entre elevaciones que superan los 2000 metros y el mar Caribe. Allí convergen, por naturaleza, sismos, desprendimientos de rocas, deslizamientos, aludes torrenciales, sequías, huracanes, marejadas, inundaciones, licuación de suelos, serpientes, alacranes, comején, bachacos, mosquitos y, en el mar, los tiburones. A ello se deberían sumar, dependiendo del contexto histórico, otras plagas y diferentes contagios que arribaron a través de la condición portuaria de la zona, que asiste a Caracas de ese modo desde el siglo xvi. Desde luego, esta fue, es y será una región multiamenazada. Las investigaciones especializadas sobre amenazas naturales en estas regiones han concentrado sus esfuerzos, fundamentalmente, en el estudio de aquellas con origen geológico. Quizás por la creciente profesionalización en el área, o bien por contar con más de un siglo de atención sistemática y científica a los problemas y condiciones geológicas de la actual Venezuela, los trabajos enfocados en sismología, geomorfología o suelos marcan la tendencia en el asunto.1 Por otro lado, los estudios sobre epidemias, escasos con relación a estas regiones y su historia, se distinguen como los únicos esfuerzos (aislados, además) por atender los efectos de estas amenazas biológicas en el pasado. Esas investigaciones se han concentrado en estudios de casos, y no en la presencia sostenida de la amenaza en la sociedad. Por encima de ello, se trata de trabajos que observan esa presencia desde la perspectiva de la historia de la salud, como sus mismos autores la definen.2 En la larga duración colonial es posible advertir la combinación catastrófica de estas amenazas con efectos nefastos a corto, medio y largo plazo. Algunos de ellos contaron con terremotos en el centro de tal articulación; en otras ocasiones, las combinaciones se dieron con mayor dilación en el tiempo, articulando sequías prolongadas, invasiones de plagas y contagios mortíferos, o bien, lluvias torrenciales, deslizamientos y destrucción de infraestructura; la conjunción nefasta de estos fenómenos representó, por lo general, la imposibilidad de recuperarse estructuralmente de tantas afecciones. Los sismos, fenómenos de baja frecuencia, pero liberadores de grandes cantidades de energía, fueron amenazas de envergadura para aquellas condiciones materiales. La conformación orográfica y geomorfológica de estas regiones, así como su dinámica geológica, se encuentra fundamentalmente determinada por la actividad tectónica sobre la que se asienta Venezuela. La placa del Caribe, la de Suramérica y la de Nazca afectan a estos territorios. La dinámica entre ellas es la detonante de los movimientos sísmicos que se han sentido y se sentirán. La placa del Caribe se asoma en la cartografía mundial con la presencia de las Antillas menores, de cara al océano Atlántico, y se pierde luego hacia
1 Con apoyo en información histórica, algunos investigadores han aportado estudios sobre fenómenos geológicos distintos a los terremotos: Laffaille y Ferrer, 2005, y 2002; Ferrer y Laffaille, 1998; Ferrer, 1999; Singer, 1998. 2 «Nuestro interés se orienta a […] procurar estudios de las condiciones sanitarias en que vivían nuestros antepasados y el impacto que las patologías tenían sobre las actividades económicas, sociales, políticas, religiosas y culturales». Yépez Colmenares, 2002, p. 8.
130
A DURAS PENAS
Centroamérica. Su borde sur dibuja la cordillera de la costa venezolana y alcanza a enmarañarse con los Andes. La placa sudamericana conforma prácticamente el resto del país en su plataforma continental, desplegándose a lo largo de los llanos. La zona de mayor movilidad, donde ocurren las principales deformaciones, la constituye el cinturón de unos 100 km de ancho, desarrollado en los dos bloques contiguos separados por los accidentes dextrales de primer orden de Boconó, San Sebastián y El Pilar. Desde la frontera con Colombia hasta Trinidad, estos tres accidentes se concatenan para formar un sistema continuo de más de 1200 km de largo.3
La sociedad asentada sobre estas regiones durante el período colonial se desplegó sobre un territorio con una alta exposición al riesgo sísmico: es decir, la mayor parte de sus fundaciones convivieron con el fenómeno. El significado de esa convivencia se representó en la producción y reproducción de una vulnerabilidad que no solo se expresó materialmente; también lo hizo en todos los planos de su organización. La historicidad de esa vulnerabilidad puede observarse siguiendo la manifestación de los sismos y sus efectos en aquella sociedad.4 A continuación se ofrece un registro general y descriptivo. Cuadro 1. Sismos registrados entre 1530 y 18125 Fecha
Localidad/es
1 de septiembre de 1530
Boca del río de Cumaná. Golfo de Cariaco
Principales efectos
Daños M
C
G
X
Tsunami. Las olas alcanzaron las bocas del río de Cumaná (hoy Manzanares) destruyendo una fortaleza de cal y canto que se había construido allí, y el golfo de Cariaco, donde anegó varios pueblos indígenas y murieron muchos de sus habitantes. Algunos pobladores indicaron que salieron nadando de sus moradas. Un cacique salvó a su gente llevándola a lo alto de un cerro. Se observaron árboles derribados y peces colgando de sus ramas. Grietas en la zona del golfo de Cariaco. Manó agua de ellas. Grietas también en zonas próximas a la fortaleza. Abertura en un cerro. Ruidos subterráneos
Audemard, 2002, p. 3. Altez, 2016b. 5 La columna «Daños», clasificados como M (Menores), C (Considerables) y G (Graves), solo toma en cuenta las afecciones materiales en relación con su contexto. La columna «Principales efectos» se enfoca únicamente en aquellos más destacados. La aparente ausencia de información no significa la carencia de fuentes documentales, sino ahorro de espacio. 3 4
LA NATURALEZA COMO AMENAZA 131
c. 1597
San Cristóbal
X
Solo referencia a los temblores
c. 1604
Trujillo
X
Solo referencia a los temblores
3 de febrero de 1610
La Grita, San Cristóbal
X
Movimiento de masa con obturación de cauce de río. En La Grita fallecieron unas 80 personas
1629
Cumaná
X
Destrucción de casas y todos los templos
11 de junio de 1641
Caracas, La Guaira
X
Desprendimiento de rocas. Se propuso la mudanza de Caracas, sin éxito. Se estima que hubo unas 200 muertes
16 de enero de 1644
San Cristóbal, Capacho
diciembre de 1673-enero de 1674
Mérida, Trujillo, El Tocuyo, Gibraltar
X
4 de mayo de Cumaná 1684
Daño en las iglesias de ambos pueblos
X
Movimientos en masa con obturación de cauces en los ríos Pocó, Torondoy y Chama. Muchas haciendas en el Sur del Lago de Maracaibo quedaron sepultadas con los aludes. Mucha gente huyó a los montes
X
Grietas. Brotó agua sulfurosa y arena en algunas partes. La fortaleza de Araya quedó severamente averiada y su reparación tardó años en efectuarse
c. 1691
San Antonio de Mucuño
X
Deslizamientos de tierra
1703
Caracas
X
Solo referencia a un temblor
19 de julio de Cariaco 1709
X
Daños en la iglesia parroquial
1736
Barquisimeto, Santa Rosa, Guama, Humocaro Bajo
X
Daños en las iglesias parroquiales de estas localidades
c. 1743
Santa Ana de Coro
21 de octubre de 1766
Cumaná y toda la región oriental, Trinidad, Margarita, Caracas, La Guaira, Puerto Cabello. También sentido en Maracay, Maracaibo, Surinam, el Esequibo, la Guayana francesa, Berbice, Barbados, Guadalupe, Martinica y el norte de la actual Colombia
7 de junio de 1772
Tinajas
X
Solo referencia a un temblor
X
X
Grietas y erupciones de agua sulfurosa en una llanura que corre hacia Casanay. Se vieron llamas a orillas del río Manzanares y en el golfo de Cariaco. Grietas en el terreno cerca de monte Paraurí y márgenes del río Orinoco, donde desapareció un islote. Casi todos los pueblos de misión de la entonces Provincia de Cumaná sufrieron algún daño
Solo referencia a varios temblores
132
A DURAS PENAS
X
26 de diciembre de 1775
Trujillo, Boconó, San Lázaro, Esquque
25 de enero de 1779
Caracas
15 de octubre de 1782
Guanare
2 de octubre de 1785
Gibraltar
X
Daños en la capilla parroquial
1786
Mérida
X
Daños en algunas casas y en el convento de San Francisco
Octubre de 1792
Tinajas
9 de octubre de 1794
Cumaná
14 de diciembre de 1797
Cumaná
4 de noviembre de 1799
Cumaná
enero de 1801
Boconó, Tostós
Daños en algunas iglesias
X
Solo referencia a un temblor
X
Daños en las casas y el hospital, que quedó inútil, y en la iglesia parroquial
X
Daños en la iglesia parroquial
X
Solo referencia a un temblor
X
X
26 de julio de Coro 1801
Se vieron llamas en las orillas del río Manzanares y cerca de Marigüitar. Olor a azufre en la colina del convento de San Francisco (Cumaná), una media hora antes del terremoto. Licuación de suelos. A pesar de la gran destrucción en Cumaná, solo fallecieron 12 personas Solo referencia a un temblor
X
Daños en las iglesias parroquiales
X
Daños en la Casa de Hacienda y en el cuartel de La Vela
2 de octubre de 1801
Orinoco (misión de La Urbana)
¿?
Anegada una playa cercana a esta misión por movimiento del agua, que se retiró al rato
27 de mayo de 1802
Puerto Cabello
X
Solo referencia a un temblor. Daños menores a la iglesia
14 de agosto de 1802
Cumaná
X
Daños en el convento de San Francisco y en el almacén de la pólvora
1803
Taria, Cabria
X
Solo referencia a un temblor
27 de enero de 1805
Cumaná
X
Solo referencia a un temblor
LA NATURALEZA COMO AMENAZA 133
26 de marzo de 1812, c. 15:30
Barquisimeto, San Felipe, serranía de Aroa
X
En San Felipe: de sus ruinas salió fuego y hubo desprendimientos en los cerros. En Cocorote: fuego subterráneo, ríos obturados. La ruina en los pueblos al pie de la serranía de Aroa fue casi absoluta. Se calculan en unas 1500 las muertes con este temblor
26 de marzo de 1812, 16:07
Caracas, La Guaira, toda la cordillera de la costa central, Llanos
X
En Caracas: los arroyos se habían secado o desviado de su curso. Se abrieron grietas en el suelo de la ciudad y en la serranía de donde brotó agua negra y fétida. En La Guaira: enormes masas de cerros se desprendieron de las cimas. Grietas en la base de las rocas. En Choroní: grietas en la tierra vomitando arroyos de agua. Solo en Caracas fallecieron unas 2000 personas y en el litoral la cifra llegó a 1700
26 de marzo de 1812, 17:00
Mérida, Tabay
X
Probable colapso del borde del talud donde se asienta la ciudad de Mérida en la entrada del camino que le daba acceso. Se estima que murieron unas 500 personas
Fuentes: AGI; AGN-V; AGN-C; AAC; AANH; Grases, Altez y Lugo, 1999; Palme, 2004.
Destaca el aumento de sismos registrados con el paso del tiempo: dos en el siglo xvi (uno de ellos de fecha imprecisa); ocho en el siglo xvii; quince en el siglo xviii; y en solo doce años del siglo xix se indican diez temblores. Aunque parezca una obviedad, no se trata de un aumento en la ocurrencia del fenómeno, sino un incremento de la información al respecto, determinado por una mayor ocupación de los espacios y por un nuevo interés metropolitano en estas regiones, resultado de la escalada institucional que acaba por unificarlas territorial y administrativamente. De ahí que se cuente con más reportes hacia el final del proceso colonial, en coincidencia con la aparición de instituciones de amplia cobertura jurisdiccional y mayor envergadura política y administrativa. La formalización de las relaciones de autoridad y subordinación a lo interno del funcionamiento territorial, ciertamente, se vio favorecida con estas instituciones, y con ello la información y la atención a los problemas cotidianos cobró mayor interés (los sismos muchas veces tuvieron que ver con ello). Del total de temblores que podemos documentar en el período colonial (35), 18 se registran a partir del lapso coincidente con la creación de estas instituciones (desde 1776 en adelante). La amenaza sísmica no fue el único peligro con el que convivió esta sociedad. Con variedades ambientales que oscilan entre el calor tórrido y los fríos extremos, humedales
134
A DURAS PENAS
y desiertos, depresiones y cordilleras, climas tropicales y páramos, lluvias torrenciales y sequías prolongadas, mar abierto y ríos selváticos, animales ponzoñosos e insectos propagadores de virus, criaturas capaces de devorar personas y pestilencias insalvables, así como pantanos interminables y plagas insaciables, las regiones hoy venezolanas poseían todas las variedades de amenazas naturales que por entonces representaban riesgos insuperables con mayores probabilidades de muerte que de supervivencia. Todo ello, a veces hilvanado como un entretejido letal, acompañó la cotidianidad de aquella sociedad sin riquezas, desarticulada regionalmente, periférica, y de escaso interés metropolitano, como una sombra que lo cubría todo. Las amenazas más regulares provenían del clima. El actual espacio de Venezuela conjunta territorios que se ven afectados por «variaciones estacionales y regionales de los patrones de circulación atmosférica sobre el Sur del Caribe y el extremo norte de Suramérica». Ubicados íntegramente en el hemisferio norte, estos territorios presentan un período de invierno (octubre a mayo, aproximadamente), similares a las «características de los alisios». El período del verano (junio a septiembre), evidencia comportamientos «que se consideran típicos de la zona de vaguada tropical».6 Siguiendo la caracterización anterior se pueden identificar tres sistemas o tipos de perturbaciones atmosféricas que afectan a este territorio, según una división regional: sistemas del este, norte-nororiente y sur. En el primero convergen ondas, depresiones y tormentas tropicales, huracanes, ondas del este y altas presiones del Atlántico Norte. En el segundo se aprecian vaguadas, burbujas de aire frío e invasiones de aire frío provenientes del norte. En el tercero se observan invasiones de aire frío del sur, el paso de la zona de convergencia intertropical y altas presiones del Atlántico Sur. La distribución de las lluvias según el período del año resulta ajustada a los bloques estacionales, verano e invierno, propios del hemisferio norte. No obstante, estas regiones ofrecen variaciones que impiden la homogeneidad de este comportamiento. A esto se deben añadir los fenómenos que producen mayores anomalías (déficit o exceso) en las precipitaciones regulares en todo el territorio, como es el caso de El Niño y La Niña. El efecto más característico del primero es el decrecimiento de la precipitación, «importante en los totales anuales, en todas las regiones». La Niña, por el contrario, produce un aumento en las precipitaciones en todas las regiones, precisamente. «Los impactos de los eventos La Niña son numéricamente mayores que los asociados a los eventos El Niño».7 En relación con estas condiciones, reunimos en los siguientes cuadros varios ejemplos vinculados a las lluvias, regulares o anómalas, y a las sequías, especialmente aquellas que se extendieron por largos períodos y condujeron a desenlaces catastróficos. Hemos incorporado al cuadro de las sequías una columna sobre probables vínculos con el fenómeno El Niño, sobre el cual existen cronologías documentadas.
Andressen, 2007, p. 240. Córdova Rodríguez y López Sánchez, 2015, p. 353.
6 7
LA NATURALEZA COMO AMENAZA 135
Cuadro 2. Eventos por precipitaciones, 1541-1813 Fecha
Evento
Zonas de impacto
Efectos
1541, 24 de diciembre
Huracán
Cubagua
Grave destrucción en la ciudad de Nueva Cádiz
1624
Lluvias
Caracas, quebrada Caroata
Inundaciones, arrastres torrenciales
1693
Lluvias
Cagua
Inundaciones, arrastres torrenciales, aludes
1720, 10 de abril
Lluvias
Maracaibo
El castillo de Zapara se inundó y quedó aislado
1725
Temporal
Araya
Al castillo se le abrió una grieta
1740
Lluvias
La Guaira
Inundaciones, arrastres torrenciales
1742, enero
Lluvias
Caracas, quebrada Catuche
Arrastres torrenciales
1757, 19 de febrero
Temporal y lluvias
La Guaira
Una fragata holandesa naufragó al querer atracar en el puerto de La Guaira
1759, 2 de agosto
Tempestad y marejada
Maracaibo
Destrucción de un segmento del murallón al pie del castillo San Carlos
1773, junio
Lluvias
Caracas, quebradas Catuche, Anauco y Caraota
Inundaciones, arrastres torrenciales, aludes
1780, 11 al 14 de octubre
Huracán
1781, octubre
Lluvias
Margarita, Cumaná, La Guaira, Puerto Cabello y otros lugares más alejados de la costa, como los valles del Tuy, San Mateo y Turmero
En La Guaira averió la batería de Santa Isabel, el cuartel de Artilleros Pardos, el fuerte de El Gavilán, la batería de La Caleta, las murallas del mar y el baluarte de La Plataforma. En Puerto Cabello causó daños en el baluarte de El Príncipe (que se lo llevó el mar en buena parte), el baluarte de La Princesa, y el castillo de San Felipe, la batería del Campo Santo, los cuarteles de la tropa y el hospital del castillo. Se desbordaron los ríos Tuy, San Mateo y Turmero, inundando haciendas y perdiendo cosechas, cañaverales de azúcar, sementeras de tabaco y árboles de cacao. En la Provincia de Cumaná arruinó haciendas y se llevó una porción de la salina de Araya
Inundaciones, arrastres torrenciales, aludes. Destrucción del puente sobre la Caracas (quebradas Caroata y Catuche) La quebrada Catuche, hecho de madera. Esta creciente también destruyó el puente Guaira La Trinidad, y el puente de La Pastora
136
A DURAS PENAS
Huracán
La Guaira, Puerto Cabello, Ocumare
Destruidos más de ciento ochenta mil árboles de cacao
Huracán
Margarita
Encallaron embarcaciones en el puerto de Pampatar y se desbordaron ríos y quebradas. La lluvia duró dos horas
1798, 11 al Lluvias 14 de febrero
La Guaira, Macuto, Maiquetía, Puerto Cabello, Río Chico
En La Guaira destruyó cinco puentes y averió severamente todos sus fuertes. La muralla que se había construido unas décadas antes volvió a padecer con las aguas y los arrastres de sólidos traídos por las quebradas, arruinando los reparos que ya se habían realizado luego de los daños causados por el huracán de 1780. El lugar quedó incomunicado al quedar obstruidos los caminos por los derrumbes. Se perdieron las embarcaciones allí apostadas. En Puerto Cabello se dañó el fuerte, desmoronándose y cayendo un pedazo al mar, y se inundaron las casas. En Macuto y Maiquetía las haciendas quedaron sepultadas
1798, 3 de junio
Lluvias
Barcelona
Destrucción del puente sobre el río Nevería por crecida
1800, 23 de marzo
Tempestad y marejada
Cumaná
Pérdida de embarcaciones y alimentos que estaban en el puerto
1801, 15 al 17 de enero
Lluvias
La Guaira, Caracas
En La Guaira se inundó la cárcel. En Caracas se desbordaron las quebradas
1810, mayo
Lluvias
La Guaira
Arrastres torrenciales
1813, 25 de julio
Lluvias
Maracaibo
Daños en la ciudad
1786, 2 de agosto 1790, 11 de agosto
Fuentes: AGI; AGN-V; AGN-C; AAC; AANH; Landaeta Rosales, 1900; Singer, Rojas y Lugo, 1983; Grases, 1994; Pacheco Troconis, 2002; Singer, 2010; Grases, Gutiérrez y Salas Jiménez, 2012.
En el caso de los eventos asociados con el clima, aún más que en el caso de los sismos, es posible advertir la carencia de noticias. En buena medida, mucha de la información que apreciamos aquí proviene de lluvias estacionales, y no necesariamente extraordinarias. Las condiciones de la mayoría de la población asentada en piedemontes, valles, abanicos aluviales, márgenes de ríos, o al lado de quebradas y torrenteras, condujeron a tropiezos consuetudinarios con las manifestaciones regulares de las lluvias. Llama la atención que contemos con información tan espaciada en el tiempo. Sin duda, esta carencia de noticias al respecto está determinada por los mismos factores antes comentados: ausencia de población que reportase los eventos, y carencia de interés metropolitano en estos territorios.
LA NATURALEZA COMO AMENAZA 137
Cuadro 3. Sequías registradas entre 1526 y 18048 Año 1526-1527
Lugares más afectados Cubagua, Margarita
Efectos directos e indirectos Escasez
ENSO ¿?
1534-1535
Coro
1541-1544
Margarita
Escasez. Reducción de la población
No ¿?
1596
Barquisimeto, San Felipe
Langostas
F
1607-1608
Margarita, Caracas
Escasez de maíz, granos y carne. Langostas en 1608. Hambre en Margarita
M
1612
Barquisimeto, San Felipe
Langostas
No
Langostas en Cumaná
1617-1619
Caracas, Cumaná
1622-23
Caracas
M
1645
Margarita
No
1661-1662
Caracas
1673-1676
Unare
No
Langosta. Escasez de maíz. Muere el ganado
M
No
1679-1681
Araya, golfo de Cariaco
No
1686
Cumaná
M
1702
Barquisimeto, Cumaná
Escasez de granos. A los soldados de las salinas hubo que socorrerlos llevándoles agua desde Cumaná
No
1707-1709
Cumaná, Cariaco
Langostas. Pérdida de cosechas
No
1727-1728
Caracas
Escasez de granos
MF
1747-1751
Margarita
En Margarita, escasez y huida de la población
1752-1753
Maracay, Barcelona, Unare
No
1759-1761
Caracas
M
1762-1763
Barquisimeto, Tocuyo, Carora, Coro, Nirgua
No
1766
Caracas, Cumaná, Caucagua
Incendio de árboles de cacao que causó escasez de grano
No
1770
Barinas
Incendios
No
1771-1772
Caracas
No
1774-1775
Caracas, Chuao
No
F
La intensidad del fenómeno ENSO (El Niño Southern Oscilation) se indica con las abreviaturas M (Moderado), MF (Moderado a Fuerte), F (Fuerte). La interrogación indica duda sobre su relación, y la negación, la ausencia de vínculo al respecto. 8
138
A DURAS PENAS
1776-1777
Caracas, Chuao, golfo de Cariaco
No
1777-1780
Caracas
No
1791
Quíbor
F
1798-1799
Yuruari
No
1799-1800
San Felipe, Araya, Maracaibo
No
1803-1804
Caracas
Incendios forestales
F
Fuentes: AGI; AGN-V; AGN-C; AAC; AANH; Vila, 1975; Röhl, 1948; Medina Rubio, 1991; Ortlieb y Hocquenghem, 2001.
El problema de la información en el caso de las sequías es aún más elocuente que los ejemplos relacionados con lluvias o sismos. No impactan de súbito como los terremotos o los aludes, sino que sus efectos son lentos, e incluso con consecuencias a corto, medio y largo plazo. Precisar una sequía en el tiempo resulta un problema metodológico para la investigación histórica. Aunque las lluvias, estacionales o extraordinarias, representaron un problema recurrente en la larga duración colonial, los mayores peligros se hallaban en las amenazas biológicas, seguramente las más mortíferas de todas. Allí encontramos dos variables de amplio espectro y alcance: epidemias y plagas. La lista es abundante; de las plagas destacan la langosta (asociada eventualmente con las sequías, como quedó claro), la alhorra, los gusanos, los ratones, el comején (termita o isóptera), los bachacos (hormigas del tipo Atta laevigata), los mosquitos. Los virus y las bacterias, asesinos en serie sobradamente eficaces en todos los tiempos, fueron identificados mayoritariamente con viruelas, pestes, sarampión, fiebre amarilla, paludismo, tuberculosis, disenterías. No siempre se logró diagnosticar cada una de estas enfermedades de manera clara y precisa; se sabe de la presencia de alguna de ellas por ser endémicas en estas latitudes y ambientes, como el paludismo, por ejemplo. Las identificaciones con que definieron las epidemias en el pasado colonial no siempre permiten que la descripción sea asociada con la enfermedad exacta.9 En lo que toca a la nomenclatura, cabe destacar el hecho de que no existía todavía un vocabulario científico, vale decir, un sistema universal y completo para designar a las enfermedades. De aquí la vaguedad de la terminología patológica («Pujos», «Calenturas») y la multiplicidad de la sinonimia (Eico, Phtisis, Tabes o consunción universal, tisis peri-
9 La documentación es abundante en referencias a «calenturas», «pestes» y todo tipo de malestares durante el período colonial, no siempre diagnosticados con precisión o descritos con mayor detalle más allá del nombre con el que se les identificó. Con las enfermedades digestivas, ciertamente, hubo más detalles: pujos, cámaras o diarreas de sangre, vómitos, hinchazones, ahítos, empachos, hidropesía o «dolor de ijada: Siempre o casi siempre suceden de ventosidades, que se levantan de los excrementos de comidas ventosas», y produce dolores en «el intestino colon, que es donde se forma el mal que llaman cólica». López de Hinojosos, 1595, p. 118.
LA NATURALEZA COMO AMENAZA 139
neumonía), propios del siglo xviii, a lo cual se añadía, desde luego, la consabida falta de ortografía. Tal aclaratoria es pertinente, por cuanto podría chocar la simplicidad o vulgaridad de los nombres que se exponen enseguida.10
Algunos de los contagios declarados de los que hemos hallado información directa o indirecta se presentan a continuación. Cuadro 4. Epidemias y padecimientos por enfermedades y contagios, 1570-1813 Años
Contagio
Lugar/Región
1570
Viruela
Trujillo
1573
Viruela
Trujillo
c. 1578
Viruela Sarampión Catarro
El Tocuyo
1579
Viruela
Trujillo
Mueren dos tercios de la población indígena de la zona
1580
Viruela Sarampión
Provincia de Caracas
Muere más de la mitad de la población indígena. Pueblos enteros desaparecieron. Se hallaban cadáveres por docenas en los caminos y quebradas
1585
Catarro Calenturas11
El Tocuyo
1588
Viruela
Provincia de Caracas Mérida
1599
Viruela
Mérida
1599-1600
Viruela
Provincia de Caracas
1600-1602
Viruela
Cumaná
1601
¿Calenturas?
Gibraltar
1612
Viruela
Gibraltar, San Pedro, Sur del Lago
Impactos Mortandad
Muere 1/3 de la población indígena
Sarampión
Cumaná, Guayana
Gran mortandad
1614
Viruela
Caracas
Huida de la población
1635-1636
Viruela
Caracas y pueblos circunvecinos
Huida de la población
Archila, 1961, p. 357. Fiebre palúdica o fiebre amarilla, dice Archila.
10 11
140
A DURAS PENAS
1638
Bubas
Yaracuy, Aroa
1647
Calenturas
Gibraltar
1648
Peste bubónica
Margarita, La Guaira
1651
Peste
La Guaira, Margarita, Cumaná
1658
Fiebre amarilla Puntadas12 Peste Viruela
Caracas
1661
Viruela
Caracas
1662-1663
¿Peste?
Araya
1664
Puntadas
Caracas
1667
Viruela
Caracas
1668
Sarampión Viruela
Caracas
1669
Viruela
Caracas
1679
Viruela
Píritu
1680
Peste
Píritu
1687
Viruela Vómito negro
Caracas
1693
Viruela
Caracas, Morón, Alpargatón
Sarampión
La Guaira, región oriental
Fiebre amarilla Vómito
Caracas, Turmero
Viruela
La Guaira, Cumaná
1695
Viruela
Cumaná
1696-1697
Viruela
Caracas
1698
Tuberculosis
Caracas
1714
Vómito negro
Coro
1724
Viruela
Caracas
1726
Bubas
Cocorote
1733
Viruela
Guayana
1694
Pleuresía, según Archila.
12
Se achacan más de 2000 muertes por la peste en Caracas y pueblos aledaños. Muerte de «casi todos los esclavos». Muchos cadáveres quedaron insepultos
16 meses de padecimientos
Mortandad en la región oriental
Mortandad. La gente caía muerta en las calles
Desaparece una misión de los jesuitas en la zona por la mortandad
LA NATURALEZA COMO AMENAZA 141
1737
Puntadas
1739
Viruela
Barcelona
1742
Viruela
Aroa, Puerto Cabello, Morón, Nirgua
Calenturas
Nirgua, Morón
Calenturas
Aroa
Paludismo Viruela
Guayana
1745
Viruela
Mérida
1747
Peste
El Tocuyo
1743
Caracas
Una expedición a la región perdió la mitad de su tripulación por el paludismo. La viruela diezmó la misión capuchina de Suay
1750-1751
Viruela
Margarita
Huida de la población
1750
Viruela
San Sebastián
Huida de la población
1756
Viruela
Cumaná, Barcelona
1759
Paludismo
San Fernando de Atabapo
1760
Catarro (¿Tosferina?)13
Caracas
Viruela
Píritu
Más de 300 muertos en la expedición de José Solano y Bote
1762
Calenturas
Valle de Aroa
Mortandad
1763-1772
Viruela
Caracas, región oriental
Entre 10 000 y 13 000 fallecidos
1764
Calenturas
Caracas
Más de 1000 muertes
1767
Viruela Calenturas
Región oriental, Guayana
Más de 10 000 muertes
1770
Viruela
La Vega (Caracas)
1776
Viruela
Caracas
1778
Calenturas
Puerto Cabello
1779
Viruela
Caracas, región oriental
1782
Fiebre Bubas
Puerto Cabello
1784
Viruela
Guarenas
1788
Rabia
Caracas
Viruela
Cagua, Turmero
Núñez, 1963, p. 164, la llama «tos contagiosa».
13
Más de 6000 fallecidos
142
A DURAS PENAS
1789
Viruela
Irapa, Cumaná, Macarao (Caracas)
Mortandad en Cumaná
1793
Fiebre amarilla
Puerto Cabello
1797
Fiebre amarilla
Caracas
1798
Fiebre amarilla
Puerto Cabello, La Guaira, Cumaná, región oriental
1799
Fluxión catarral
Caracas
Calenturas
San Francisco de Cara
Mortandad Mortandad
1800-1801
Fiebre amarilla
Valencia
1802
Fiebre amarilla
Puerto Cabello, La Guaira
Vómito prieto
Puerto Cabello
Viruela Escarlatina
Caracas Maracay
Fiebre amarilla
Valencia, La Victoria, Maracay, San Mateo, Turmero, Cagua, Magdaleno
1804-1805
Calenturas
Caracas
1806
Fiebre amarilla
Maracay, Valles de Aragua
1808
Paludismo
Valles de Aragua, Lago de Valencia
1811-1813
Calenturas
Llanos
1804
Mueren 2975 personas
6000 fallecidos
Fuentes: AGI; AGN-V; AGN-C; AAC; AANH; Martí, 1998 [original realizado entre 1771 y 1784]; Díaz, 1811; Archila, 1961; Yépez Colmenares, 2002, 1998; Arteta, 2006.
La población amerindia había vivido aislada de los procesos del Viejo Mundo por unos quince mil años, poco más o menos. Habiendo migrado desde Asia, se sabe que no llevaron consigo las enfermedades que, hacia el siglo xv, podrían considerarse como infantiles en Europa.14 El equilibrio biótico que se había producido en América era diferente al de los ambientes de donde procedían sus conquistadores; esto explica la ausencia de defensas ante microorganismos que hallaron aquí un campo abierto para mutaciones y contagios. La llegada de la viruela al Nuevo Mundo fue mucho más mortífera que cualquier enfrentamiento bélico o sometimiento: «el impacto del desequilibrio que la enfermedad infecciosa ejerció sobre las poblaciones amerindias ofrecía así una clave para comprender la facilidad de la conquista española de América, no solo en lo militar, sino también en lo cultural».15
«No es de extrañar por tanto que, una vez que el contacto quedó establecido, las poblaciones amerindias de México y Perú fueran víctimas, a escala masiva, de enfermedades infantiles comunes en Europa y para África.» McNeill, 1984, p. 202. Véase también el estudio clásico de Borah y Cook, 1960. 15 Ibidem, p. 2. 14
LA NATURALEZA COMO AMENAZA 143
[…] los indígenas del Caribe, de México y de América del Sur y del Norte debieron absorber en una sola vez el choque de innumerables agentes patógenos: éstos infestaban hacía mucho tiempo el viejo continente, pero su acción nociva era desconocida hasta 1500 en los territorios recién descubiertos que iban a formar el Nuevo Imperio español. Las enfermedades venidas de Europa, benignas o menos benignas, tales como el sarampión, la viruela, las diversas variedades de gripe o la escarlatina, toman por ese hecho dimensiones de catástrofe allende el Atlántico.16
El caso de la epidemia de viruela de finales del siglo xvi en la región andina suma víctimas a aquel catastrófico proceso de reducción demográfica. Noble David Cook la llamó «serie epidémica», en la que actuaron, junto a la viruela, el sarampión, el tifo y las paperas, recorriendo los Andes entre 1585 y 1591. La ruta de entrada se estima hubo de ser por el puerto de Cartagena. Fray Pedro Simón menciona la epidemia con relación al año 1588, y afirma que su ingreso tuvo lugar por Mariquita «en solo una negra que entró infestada de esta enfermedad en la ciudad», asegurando que provenía de Guinea.17 Debió de haberla transportado una nave esclavista y su ingreso tuvo que ser por el norte, seguramente por Cartagena, en coincidencia con lo que supuso Cook. A la Provincia de Caracas entró por Caraballeda en 1580, precisamente, con un barco portugués que trajo esclavos de Guinea, lo que aparece descrito en la narración de José de Oviedo y Baños.18 Hizo tan general estrago, que despobló la provincia, consumiendo algunas naciones enteras, sin que de ellas quedase más que el nombre, que acordase después la memoria de su ruina: fatalidad de las mayores que ha padecido esta gobernación desde su descubrimiento, pues convertida toda en lástimas, y horrores, hasta por los caminos y quebradas se encontraban los cuerpos muertos a docenas, sin que por todas partes se ofreciese a la vista otra cosa, que objetos para la compasión, y motivos para el sentimiento.19
Unas 30 000 personas fallecieron en Quito; de 20 000 trabajadores en las minas de Zaruma solo sobrevivieron 500, y en la provincia de Jaén hubo hasta 29 000 víctimas.20 El impacto de este brote sobre las regiones hoy venezolanas es grave. La población indígena se vio reducida a menos de la mitad, lo que afectó a la mano de obra y con ello a las cosechas. No serán las únicas afecciones por enfermedades durante aquellos
Le Roy Ladurie, 1989, p. 62. Cook, 2004, p. 47. 18 Lo dicho por Simón: 1892, Parte Segunda, Cap. XXXVII, p. 271. Oviedo y Baños, 1723, pp. 580-581, describe: «y fue el caso, que llegó por este tiempo, que ya era el año de ochenta, al puerto de Caraballeda un navío portugués, que venía de arribada de las costas de Guinea, y no habiéndose hecho reparo a los principios de que venía infestado de viruelas, cuando se advirtió en el daño fue cuando no tuvo remedio». 19 Oviedo y Baños, 1723, p. 581. 20 Cook, 2004, p. 47. 16 17
144
A DURAS PENAS
siglos. El cuadro anterior resulta elocuente. Una de las mayores crisis tiene lugar en Caracas con la peste de 1658, concatenada con otras enfermedades que fueron igualmente mortales: La epidemia pestosa de 1658 sumió a Caracas en una tétrica situación. Espanto, soledad y muerte, reinaban en todas partes. Fue tal la magnitud del desastre que el Cabildo Eclesiástico, en vista de la mortandad de negros e indios, insinuó al Ayuntamiento pidiera al Rey permiso para que trajeran dos mil esclavos a la Provincia, de modo de reponer a los braceros perdidos.21
Lo descrito con los contagios puede sugerir que ante las epidemias no había remedio y que no podemos achacar a aquella sociedad ninguna responsabilidad por su vulnerabilidad ante semejantes amenazas. Y es cierto. Sin embargo, los microparásitos no caminan solos, y necesitan de hospedadores para ser trasladados tan lejos como desde la península indostana hasta el Caribe, o desde el Mediterráneo hasta los Andes. Lo que permite la propagación de estos microorganismos va de la mano de procesos humanos, especialmente históricos y sociales. La velocidad de esa propagación, e incluso su alcance geográfico va a depender, a su vez, de tecnologías y formas de comunicación que, indefectiblemente, son históricamente producidas, y no naturalezas indomables. Por otro lado, la distribución demográfica de los contagios es, antes bien, social. Es decir, no sucede únicamente entre grupos de edades o sexos; ocurre entre grupos sociales cuyas condiciones no se diferencian únicamente por calidades, sino que tales calidades, a su vez, enseñan sus diferencias en las condiciones de existencia, materiales e inmunológicas, especialmente. La propagación de las enfermedades tiene lugar por la proximidad entre seres humanos, la cual es socialmente determinada y materialmente condicionada: por contacto directo; intercambio de fluidos; por convivir con otros vectores, como mosquitos, pulgas, chinches, garrapatas; por compartir espacios contaminados; por el acceso al agua y alimentos infectados o en mal estado. Por lo tanto, en el impacto de aquellos virus que arribaron provenientes del otro lado del Atlántico en el siglo xvi, observaremos no solo la afectación entre indígenas sin defensas debido a su histórico aislamiento geográfico, sino también la distribución social de los contagios, o bien un «impacto diferencial».22 Grupos mal alimentados, deprimidos emocional e inmunológicamente, con escasos abrigos ante las condiciones ambientales, son más vulnerables. La desigualdad en las condiciones materiales de vida favorece, cómo no, el oportunismo de virus y bacterias, y especialmente sus efectos en forma de padecimientos, malestares y enfermedades mortales.
Archila, 1961, p. 85. El término «impacto diferencial» proviene de los trabajos de Márquez Morfín, 1994; Molina del Villar, 2001; Márquez Morfín y Molina del Villar, 2010; Molina del Villar, 2015 y 2016. 21
22
LA NATURALEZA COMO AMENAZA 145
Figura 6. «Maniere dont les sauvages de Paria gouvernent les malades».
Fuente: BM, Prints & Drawings, 1914,0214.197AN561661 [el dibujo es asociado con una edición desconocida del libro de Jean Frederic Bernard Ceremonies et coutumes religieuses de tous les peuples du monde, Ámsterdam, impreso por el mismo autor entre 1723 y 1743].
Esto que se observa en las desigualdades de toda sociedad también lo debemos apreciar en desigualdades a otra escala, como las que se manifiestan entre los diferentes dominios de un imperio. Las posesiones ultramarinas de la Corona castellana, como sabemos, no contaron con igualdad de condiciones entre sí mismas ni ante la metrópoli. Espacios marginales, como los observados aquí, fueron reducidos a la estrechez material propia de un mundo sin riquezas. Su materialidad deficitaria, sus largos siglos de pobreza, su vulnerabilidad estructural, figuraron plataformas de impulso a todo tipo de enfermedades, tanto epidémicas como endémicas, y todas aquellas que podrían padecerse en medio de unas condiciones de vida tan deplorables. El impacto demográfico de las muertes por epidemias, asimismo, resultó más relevante en poblaciones pequeñas, como lo eran las de estas regiones durante el período colonial. Si Caracas, la ciudad más importante, hacia 1664 contaba unos 220 vecinos que, a la sazón, habrían de ser 880 habitantes, podemos suponer que el paso de las enfermedades padecidas años antes, como la peste, la viruela, fiebres, disenterías y otras no espe-
146
A DURAS PENAS
cificadas, debió diezmar su población.23 La mala alimentación y un sistema inmunológico débil, seguramente, contribuyeron con el avance mortífero de aquellos contagios. Cada epidemia, cada entrada y propagación de microorganismos capaces de matar a miles de personas, suponía un retroceso demográfico significativo en estas sociedades vulnerables y apenas resistentes a sus propias condiciones cotidianas. Figura 7. «Les habitants de Venezuela pleurant sur le corps de leurs Caciques».
Fuente: BM, Prints & Drawings, AN561662001 [también asociado con una edición desconocida del libro de Bernard, aunque el dibujo aparece firmado por B. Picart y realizado en 1721].
Sabemos del número de vecinos por la noticia que de ello da el cabildo eclesiástico de Caracas en ese año. Estimamos la población para entonces a partir del cálculo que indicamos más atrás, lo que conduce a una relación de cuatro miembros de familia por un vecino. El documento: Las ciudades que tiene la Provincia de Venezuela, su vecindad e iglesias, Caracas, 20 de noviembre de 1664, AGI, Santo Domingo, 220. La población en otras ciudades: Maracaibo, 265 vecinos; Trujillo, 259; El Tocuyo, 70; Carora, 30; Barquisimeto, 40; Valencia, 98; Coro, 26; San Sebastián, 18; Nirgua, 46; Guanaguanare, 12. 23
LA NATURALEZA COMO AMENAZA 147
Peores impactos representaron las muertes por viruelas en la segunda mitad del siglo xviii, tanto en Caracas como en el oriente. Advertir miles de víctimas en aquellos años permite comprender el escaso crecimiento de esas poblaciones, incluso en períodos en que, según algunos autores, hubo mejores ingresos por actividades comerciales. Lo que veremos es que en esas décadas —por las viruelas, por la debilidad endémica de estas sociedades y finalmente por la guerra— la población no creció, e incluso retrocedió. Las enfermedades padecidas en aquellos siglos reflejan la implantación con mayor dramatismo que cualquier otro proceso. Sus impactos son insoslayables y prácticamente cotidianos. Aquel equilibrio biótico producido por la migración asiática miles de años atrás se rompió por un proceso histórico que movilizó a millones de seres humanos en todas direcciones para alterar la distribución demográfica del planeta. Lo mismo había sucedido con esa migración asiática. Las diferencias en los resultados son históricas y materiales, pero en ambos casos nos hallamos ante procesos determinados por circunstancias humanas. En los siglos xiv y xv la unificación microbiana concierne, por lo menos, a Eurasia hasta el oeste del Tibet y especialmente a Europa occidental, cuyo caso es bien conocido; tal vez concierne también a China donde los signos sospechosos de ahogo demográfico se hacen sentir al final de nuestra Edad Media (en cronología europea). A partir del extremo fin del siglo xv, sin embargo, y durante los cien o cincuenta años que siguen, los procesos de polución epidémica dan un paso de gigante en dirección al oeste, más allá del cabo de Finisterre.24
Las plagas de insectos que asediaron la vida diaria, los cultivos y las construcciones, propias de estos ambientes y felices con las nuevas oportunidades de alimentos, acompañaron catastróficamente todos los padecimientos antes descritos. Conformaron las condiciones de aquella sociedad como un componente indivisible de sus padecimientos. Al igual que sucede con las enfermedades, buena parte de los nombres adjudicados a estas plagas no permiten una identificación específica; no obstante, algunas no necesitan de mayores explicaciones, como sucede con la langosta, las hormigas, los ratones o el comején. En el caso de los gusanos, comunes devoradores de cosechas, la gran variedad al respecto y la generalidad con la que se les menciona en los documentos, impide una identificación específica. El cuadro que sigue da cuenta de lo hallado, y las casillas en blanco indican la ausencia de descripciones elocuentes al respecto. Cuadro 5. Afecciones por invasiones de plagas, 1574-1785 Años
Plaga
Región
1574
Langosta
Caracas
1576
Gusanos
Barquisimeto, San Felipe
1594
Gusanos
Cumaná
Le Roy Ladurie, 1989, p. 60.
24
Impactos
Hambre
1596
Langosta
1607-1608
Langosta
Barquisimeto, San Felipe Caracas Margarita
Langosta Taras Gusanos Alhorra
Barquisimeto, San Felipe
Tara Gusanos
Caracas
1614
Langosta Tara
Barquisimeto, San Felipe
1615
Tara
Caracas
1612
Hambre
1617
Tara
Caracas
1619
Langostas
Cumaná
1630-1645
Alhorra
Caracas
1637-1639
Alhorra
Cumaná
1644
Alhorra
Ocumare
1660
Langosta
Barquisimeto, San Felipe
1661
Langosta
Caracas, Barquisimeto, San Felipe
1662
Tara
Coro
Hambre
Ratones
Caracas
Hambre
Langosta Gorgojos
Barquisimeto, San Felipe, El Tocuyo, Carora
1663
Ratones
Barquisimeto, San Felipe
1664
Langosta Gorgojos
Barquisimeto, San Felipe
1670
Alhorra
Cumaná
1702
Langosta
Caracas
1705-1706
Langosta
Caracas
1707-1709
Langosta
Cumaná
1709
Gusanos
Cariaco
1711
Gusano Alhorra
Mérida
1716
Alhorra
Caracas
1778
Tara
Barquisimeto, San Felipe
1785
Langosta
Caracas
Fuente: AGI; AGN-V; AGN-C; AAC; AANH.
Pérdida de siembras de cacao Escasez
Pérdida de cosechas
Pérdida de cosechas
Pérdida de cosechas
LA NATURALEZA COMO AMENAZA 149
Las langostas serán controladas recién en el siglo xx, cuando se descubre la manera de contrarrestar su reproducción. La alhorra, por otro lado, parece haber sido reducida en los campos gracias a los insecticidas.25 No sucede lo mismo con las hormigas o el comején; la disminución de sus afectaciones tiene que ver con la sustitución progresiva de los materiales de construcción. Sin embargo, en los siglos coloniales representaron un factor determinante en la fragilidad de las estructuras ante los temblores. La penetración de las vigas de madera, escasamente sustituidas o mínimamente mantenidas por entonces, así como el aprovechamiento de las paredes de barro crudo o cocido, e incluso las de mampostería, permitió a los bachacos y termitas vivir plácidamente por mucho tiempo. Cuando los terremotos de 1812 impactaron sobre las ciudades más importantes de estas regiones, la antigüedad de sus fundaciones (siglo xvi o xvii) no se correspondía con ninguna robustez sino, antes bien, con una fragilidad macerada lenta y sostenidamente. Los temblores arrasaron con construcciones viejas y débiles, con paredes y columnas carcomidas, vigas podridas o taladradas por insectos, y techos que no podían ser soportados por esas estructuras ya vencidas sin remedio.26 Estos fenómenos vinieron a dar de lleno en el colapso del modelo colonial. Todo cuanto destruyeron materialmente ya venía desmoronándose progresivamente desde tiempo atrás. Los insectos ya estaban allí, al igual que en el siglo xvi o xvii, cuando carcomían las mismas estructuras con los mismos resultados, pero sin hallarse acompañados, como ahora, por el colapso del modelo colonial. La destrucción causada por un temblor en 1641 no podría significar lo mismo entonces que en 1812, a pesar de que las causas materiales de los daños coincidiesen. La diferencia no subyace únicamente al paso del tiempo, sino al transcurrir de la sociedad, a su proceso histórico. Otras amenazas del mismo orden que los virus o los insectos pueden observarse en los animales característicos de estos ambientes, ya ponzoñosos (reptiles, arañas, alacranes), o bien depredadores de mayor tamaño (serpientes constrictoras, caimanes, felinos de monte e incluso tiburones), aunque con menor impacto demográfico o cuantitativo que las anteriores. De todas ellas hay ejemplos documentados que evidencian su recurrencia y sus peligros en la larga duración colonial. La captura de estos ambientes no siempre representó su dominio, ni en el siglo xvi ni al final del proceso. Aquella riesgosa convivencia con esos animales acompañó la vida colonial. De entrada, en tiempos de rescate de perlas en Cubagua, muchos indígenas perdieron la vida al ser
Puede hallarse en la documentación como aljorra o ahorra. Su mención formal es tardía, y recién aparece como entrada en los diccionarios de la lengua castellana en el siglo xix. Se identifica igualmente como tizón (hongo Tilletia), plaga que ataca al trigo. En el libro de Morena, 1991, alhorra («plaga de color oscuro que afecta a los cereales y legumbres») se describe como un arabismo propio de las islas Canarias. Álvarez Rixo (1864, pp. 344-345) aseguró que alhorra era una voz portuguesa que se correspondía con la plaga llamada roya (del latín, y que proviene de la palabra rubigo, que significa rojizo, color que toma el trigo cuando le afecta esta plaga), tal como se identificaba en Castilla. Roya aparece en el Diccionario de la Lengua Castellana, 1737, p. 646, y allí se asocia al tizón o tizoncillo. 26 Véase Altez, 2006a, 2010 y 2015. 25
150
A DURAS PENAS
utilizados en la faena, por tener que sumergirse en aguas habitadas por depredadores: «Algunos mueren en el mar cuando bajan a pescar porque un pez llamado Tiburón y otro nombrado Marrajo se los tragan vivos y enteros: tan grandes y fuertes son los dos peces».27 Grandes felinos, también, «y otras muchas fieras no conocidas en España», se cebaban con el ganado, lo que ocurría en todo momento: «comúnmente son de irregular grandeza y fortaleza, pues las pieles suelen tener diez y doce pies de largas».28 Figura 8. Dibujo de un caimán, c. 1570, del cual se decía que era «el más fiero animal» y podía crecer «hasta 20 o más pies».
Fuente: Relación de Maracaibo, Diego Sánchez de Sotomayor, ya citada, BM, Add. Ms. 13964.
Depredadores de ambientes fluviales hacían de los trabajos en los ríos un riesgo grave. A finales del siglo xviii, mientras se disponían a limpiar el cauce del Santo Domingo para la navegación, un peón fue alcanzado por un caimán, y luego «haciendo Las Casas, 1822, tomo I, pp. 167-168. «Relación de lo trabajado en el río de Santo Domingo para facilitar su navegación», eneroabril de 1787, escrita por Andrés Pastrana y dirigida a Fernando Miyares, publicada en BSGM, 1890, pp. 151-158. 27
28
LA NATURALEZA COMO AMENAZA 151
presa al cabo se sobreaguó embistiendo a todos con ferocidad». En esta relación notificaban que ese mismo día «una culebra de 12 varas de largo y extraordinario grueso, hizo presa a un hombre dentro del agua, y cuando se advirtió por las ansias del paciente le tenía tragado pierna y muslo basta la cintura».29 Las serpientes constrictoras causaban asombro y temor: En toda esta Provincia, por estar tan despoblada, y ser tan montuosa, se halla gran diversidad de culebras, y muchas de ellas son de tan extraña grandeza y calidad, que si no es viéndolas, parecerá fabula el referirlo: hay culebras tan monstruosas de grandeza, que se comen un venado, u otro animal mayor y esto tragándosele poco a poco, sin despedazarle.30 Figura 9. Idealización sobre las dificultades que atravesaban los conquistadores y expedicionarios en los ríos tropicales.
Fuente: Gottfried, 1655, p. 379. Biblioteca Estatal de Baviera, signatura: 999/2Hist.pol.614 [la ilustración alude a la navegación del río Orinoco por Sir Walter Raleigh y enseña el momento en que un cocodrilo, o quizás una anaconda, se come a un joven esclavo negro que viajaba con su tripulación, quien se lanzó al río con la intención de nadar].
Idem. «Noticias de las Misiones de los RR. Padres Capuchinos Catalanes de la Provincia de Guayana, Orinoco y Caroni, año de 1805», en Strickland, 1896, pp. 67-69; National Archive, Foreign Office, 881/7085. 29 30
152
A DURAS PENAS
Coyunturas desastrosas Los procesos históricos que producen contextos vulnerables no construyen correspondencias excluyentes. Una sociedad que interpone ante la naturaleza una materialidad deficitaria no es únicamente vulnerable ante ciertas amenazas; lo es ante todo aquello que haya convertido en un peligro probable. Cuando las regularidades fenoménicas vueltas amenazas se manifiestan ante esos contextos, el resultado es, indefectiblemente, un desastre.31 Y si esas manifestaciones tienen lugar en medio de otras que han irrumpido al mismo tiempo, las adversidades se ven amplificadas. Michael E. Moseley ha denominado a esto «catástrofes convergentes». Antes de esta definición, Richard Stuart Olson y Vincent T. Grawonski habían propuesto la noción de «coyunturas críticas», según la cual el cruce de amenazas en cierto período podría conducir a «cambios significativos» en una sociedad.32 Hemos introducido en otras oportunidades la noción de coyunturas desastrosas con relación a estas situaciones, sumando, a su vez, la presencia de amenazas antrópicas, siempre oportunistas frente a circunstancias catastróficas.33 En otros estudios advertimos sobre casos cuyos resultados enseñaron transformaciones estructurales en sociedades enteras, y procesos históricos regionales o nacionales. Uno de esos casos, por ejemplo, tuvo lugar en la región andina en el siglo xvii, cuando una concatenación de adversidades acabó con la preponderancia regional de Mérida y su crecimiento en aquellas décadas. En enero de 1674 ocurrieron varios temblores de alta magnitud que causaron una grave destrucción en la ciudad, así como obturaciones en algunos de los ríos que bajan hacia el Sur del Lago de Maracaibo, donde se ubicaban ricos sembradíos de cacao. Los aludes consecuentes arrasaron con las siembras y con las haciendas, generando tal nivel de pérdidas que la ciudad de Mérida —entonces capital de la provincia que llevaba su nombre— perdió su primacía en favor de Maracaibo, que a partir de entonces gobernó la región. Mérida tardó aproximadamente un siglo en recuperarse de aquel impacto.34 Las condiciones geomorfológicas, como queda claro en el caso anterior, también resultan decisivas en la combinación de factores que, asociados catastróficamente, producen graves destrucciones y pérdidas. Muchos ejemplos dan testimonio de ello, incluso con re-
La definición más clara al respecto la alcanzó Virginia García Acosta cuando presentó ante el mundo de la investigación a la línea Estudios Histórico y Social de los Desastres: «el desastre es el resultado de la confluencia entre un fenómeno natural peligroso y una sociedad o un contexto vulnerable». Véase García Acosta, 1996, p. 18. 32 Stuart Olson y Grawonski, 2003; Moseley: 1999. 33 Altez, 2016b. 34 El caso de la coyuntura desastrosa de la región andina durante el siglo xvii es elocuente, especialmente con relación a Mérida: invasiones de piratas, epidemias, sismos destructores, aludes que arrasaron cultivos y pueblos, tuvieron lugar entre las décadas de 1640 y 1670, y mientras eso llevó a la ruina a esta ciudad capital de provincia, la metrópoli tardó más de una década en corroborar lo sucedido a través de interminables interrogatorios. Estudios basados en fuentes documentales: Altez, Parra y Urdaneta, 2005; Palme y Altez, 2002; Palme, 1993; Altez, 2016b. 31
LA NATURALEZA COMO AMENAZA 153
sultados de muy largo alcance. Uno de ellos tuvo lugar el 3 de febrero de 1610, cuando un fuerte sismo —también en la zona andina, entre La Grita y Bailadores— provocó el desprendimiento de grandes cantidades de masa provenientes de las montañas e interrumpió el cauce del río Mocotíes, generando con ello una laguna de obturación que, con las lluvias, reventó unos meses después y corrió río abajo cambiando el paisaje de la zona. Entonces deshabitado, en comparación con el presente, el lugar solo sufrió cambios en su entorno y topografía; no obstante, esos cambios conforman el paisaje que aún hoy ofrece ese espacio.35 Los efectos generados por las lluvias torrenciales en contextos de laderas inestables, como muestran las áreas geográficas que se despliegan sobre las elevaciones de los Andes y la Cordillera de la Costa, representaron (y representan todavía en la actualidad), una amenaza insoslayable sobre las construcciones ubicadas al pie de tales laderas o en las faldas de esas estribaciones, así como impactos recurrentes generados por los deslizamientos que se suceden de la combinación agua-masa-gravedad propia de esas condiciones. Durante el período colonial, las lluvias no solamente impactaron sobre construcciones, sino muy especialmente sobre las vías de comunicación, interrumpiendo con ello la circulación en general y sobre todo los intercambios económicos. Desastres concatenados con décadas de duración vinculados a diversas amenazas manifestadas en combinaciones letales se dejaron sentir en más de una ocasión y en casi todas estas regiones. Sin embargo, otras articulaciones catastróficas cuyos impactos se aprecian en períodos cortos también resultaron altamente perjudiciales. Sequías y langostas estuvieron asociadas en muchas oportunidades, pues estos insectos son especialmente sensibles a los factores climáticos, movilizándose en grandes migraciones tras la ausencia de precipitaciones. Luego de amplios períodos de sequía, por lo general se sucedían las invasiones de langostas, y de esto hay también amplia documentación. Por ello, los efectos sobre la siembra y cultivos son doblemente negativos, pues las langostas destruyen cosechas, ya de por sí escasas como consecuencia de la ausencia de precipitaciones, ocasionando hambruna e incluso mortandad.36 Sequías, langostas y ladrones denunciaba el gobernador de Cumaná Alberto de Bertodano en 1708. En agosto de ese año, acorralado por una sequía de cuatro meses, indicaba que padecían una invasión de langostas desde 1702. Por la pobreza de la región, sus guarniciones estaban exhaustas y sin recursos, para lo cual acudió a Santo Domingo, desde donde le despacharon unas balandras con bastimentos a costa de un vecino cumanés, que corrieron con el infortunio de ser asaltadas en el camino dejando sin alimentos a los soldados allá apostados. Peor la pasaban los soldados de la fuerza de Araya, a quienes hubo que socorrer acarreando agua desde el río de Cumaná. Recibieron ayuda de las misiones de Cumanagoto, finalmente. 35 La descripción más conocida la da Simón, 1892, pp. 257 y ss. [original de 1627]. Hay documentación en AGI y AGN-C. Estudios especializados: Singer y Lugo, 1982; Ferrer, 1999; Ferrer y Laffaille, 1998. 36 Sabemos que la aparición de esta plaga ha estado históricamente vinculada a factores climáticos. Véase Retana, 2000; León Vegas, 2012; Rocha Felices, 2002; Alberola Romá, 2012; Arrioja, 2012. Sobre Venezuela: Rodríguez Alarcón, 2012, 2013, y 2017; Altez y Rodríguez Alarcón, 2015.
154
A DURAS PENAS
Hacia 1750 se las vio Margarita con una intensa sequía, aunque esta vez combinada con una epidemia de viruelas. Un evento Niño calificado de «fuerte» ocurrido entre 1746 y 1748 produjo una larga sequía en la región oriental con severas consecuencias para la isla.37 El gobernador Francisco Pepín González decía ese mismo año de 1750 que estaban «precisados de mendigar por fuerza», debido a «cuatro años de seca», a lo que sumaba haberse declarado una epidemia de viruelas. Los alcaldes ordinarios denunciaban la despoblación general en 1751, pues la gente huía del contagio y de las deudas contraídas, especialmente con los religiosos del convento y la iglesia parroquial. Recién en 1754 declaraban haberse recuperado, no sin mencionar el haber estado incomunicados con tierra firme debido al terror por contraer el mal. Los efectos de todo esto no solo se padecieron de inmediato, como se nota, sino a medio plazo también, pues en medio de aquella crisis, el gobernador solicitó ayuda a las autoridades de la metrópoli para el convento de San Francisco; se les indicó que desde las cajas de México se enviaría dinero para asistir a los religiosos. La solicitud del gobernador se hizo con fecha 30 de octubre de 1751; fue contestada por el Consejo de Indias el 12 de julio de 1752. Todavía el 31 de mayo de 1756 no se había ejecutado el mandato del Consejo; el asunto pasó a manos del rey en 1760, cuando acabó firmando una orden directa el 4 de mayo de ese año para que se enviaran 2000 pesos a cuenta de las cajas de México.38 Estas circunstancias enseñan la condición periférica de estas regiones, pues la atención a la emergencia vino a ser decidida casi diez años después. Si prestamos atención a los cuadros antes elaborados es posible advertir que en diversas oportunidades se entrecruzaron amenazas por largos períodos. Ciudades y regiones padecieron de forma articulada por varios años a los peligros que hemos listado aquí. Un breve ejercicio de cruce de información permitirá observar el problema de forma más clara. Los cuadros conservan la descripción de las afectaciones para hacer más claras las comparaciones y los efectos. Cuadro 6. Coyuntura desastrosa en las provincias de Caracas, Cumaná y Mérida, 1580-1612 Fecha
Amenaza
Región
Afectaciones documentadas
1580
Viruela Sarampión
Provincia de Caracas
Muere más de la mitad de la población indígena. Pueblos enteros desaparecieron. Se hallaban cadáveres por docenas en los caminos y quebradas
Altez, 2018. Expediente sobre la estrechez y miseria que padecen los religiosos del Convento de San Francisco, 1750-1760, AGI, Caracas, 946. En 1760 se hacía un censo acerca de la gente «dispersa en los montes», que desde luego es el efecto a medio plazo de esta desbandada; véase Relación del Escribano de Cabildo de La Asunción de Margarita de los vecinos que viven fuera de ella y arrabales…, Margarita, 30 de octubre de 1760, AGI, Caracas, 229. 37 38
LA NATURALEZA COMO AMENAZA 155
1585
Catarro Calenturas
El Tocuyo
1588
Viruela
Provincia de Caracas Mérida
1596
Sequía (ENSO) Langosta
Barquisimeto, San Felipe
c. 1597
Temblor
San Cristóbal
1599
Viruela
Mérida
1599-1600
Viruela
Provincia de Caracas
1600-1602
Viruela
Cumaná
1601
¿Calenturas?
Gibraltar
c. 1604
Temblor
Trujillo
1607-1608
Sequía (ENSO)
Margarita, Caracas
1607-1608
Langosta
Caracas
1612
Viruela
Gibraltar, San Pedro, Sur del Lago
Margarita
Sarampión
Cumaná, Guayana
3 de febrero de 1610
Temblor
La Grita, San Cristóbal
1612
Sequía
Barquisimeto, San Felipe
1612
Langosta Taras Gusanos Alhorra
Barquisimeto, San Felipe
Tara Gusanos
Caracas
Daños considerables Muere 1/3 de la población indígena
Daños considerables Escasez de maíz, granos y carne. Langostas en 1608. Hambre en Margarita Hambre
Gran mortandad Movimiento de masa con obturación de cauce de río. En La Grita fallecieron unas 80 personas
Fuente: elaboración propia sobre la información utilizada en los cuadros 1, 3, 4 y 5.
Epidemias, sismos, sequías e insectos se combinaron de forma mortífera sobre casi todas las regiones en un período de tres décadas que coincide con los intentos de consolidación en la toma del territorio. A la vuelta de estos impactos, los testimonios resultan elocuentes. En Caracas, hacia 1615, se rogaba la condolencia del rey ante «el miserable estado de esta república», solicitando esclavos que viniesen a sustituir la mano de obra indígena, casi desaparecida con la viruela y otras enfermedades. La escasez de alimentos fue una realidad insoslayable, tanto por la carencia en la mano de obra como por las invasiones
156
A DURAS PENAS
de plagas. Se carecía de moneda y de recursos económicos, y además se veían amenazados por el asedio de piratas, para lo que instaban a que les enviaran arcabuces, pólvora y municiones para hacer frente a los invasores. Sus deudas con la Corona ascendían a unos 30 000 ducados en esos años, mientras la viruela seguía haciendo estragos entre los indígenas.39 En Mérida la situación no era diferente. El visitador Alonso Vázquez de Cisneros informaba en 1619 sobre aquellos «miserables indios tan desamparados» que «desde Pamplona acá, no tienen población ni doctrina formada, y muchos de ellos viven en los arcabucos y montañas y otros sitios apartados unos de otros, y muchos se mueren sin confesión y baptismo». La pobreza del lugar le resultaba evidente, especialmente en el caso de las iglesias, los edificios que, de por sí, debían ser los más notables y mejor mantenidos: «es gran compasión verlas, son muy cortas estrechas e indecentes de paja, y las más de bahareque, y otras, las paredes, son de palos delgados y cañas, faltas de imágenes y ornamentos». Agregaba que «desde Santa Fe hasta San Antonio de Gibraltar, donde está este puerto de la laguna de Maracaibo, no hay medico ni botica en estas provincias».40 En La Grita decían en 1618 que eran «manifiestos los inconvenientes notables y grandes trabajos» que padecían, por ser una «tierra pobre» y sus «vecinos y moradores muy necesitados».41 Cumaná exhibía una circunstancia similar. En medio de aquella coyuntura desastrosa, una solicitud de mudanza de la ciudad que jamás se llevó a cabo exponía ante las autoridades que «la santa iglesia es muy pobre y no tiene renta ninguna y los vecinos son ni más ni menos», y los indios de las encomiendas «no les dan renta ninguna».42 Ya habíamos visto más atrás cuando el comerciante Francisco de Medrano pasó por allí en 1625, quien comentó sobre la situación que «en la dicha provincia no había bastimento ni ropa con que vestirse así la gente de la ciudad como la infantería y demás oficiales». Añadía que la ciudad «está desprevenida de todo lo necesario así la gente como los almacenes de ella en ocasión que se estaba esperando el enemigo holandés que luego fue a aquella costa y estuvo en el dicho puerto cincuenta días».43 Cuadro 7. Coyuntura desastrosa en Caracas, 1630-1661 Fecha
Amenaza
Región
1630-1645
Alhorra
Caracas
1635-1636
Viruela
Caracas y pueblos circunvecinos
1644
Alhorra
Ocumare
Afectaciones documentadas Huida de la población
39 El cabildo de Caracas sobre las calamidades y miserias de esta provincia, Caracas, 25 de septiembre de 1615, AGI, Santo Domingo, 201; el gobernador García Girón al rey, Caracas, 26 de septiembre de 1615, AGI, Santo Domingo, 201. 40 Alonso Vázquez de Cisneros al rey, Mérida, 20 de mayo de 1619, AGI, Santa Fe, 19, R.8, N. 83. 41 Cabildo de La Grita al rey, 5 de noviembre de 1618, AGI, Santa Fe, 67, N. 32. 42 Diego Suárez de Amaya al rey, Cumaná, 22 de mayo de 1604, AGI, Santo Domingo, 187, R.3, N.14. 43 Cartas y expedientes de personas seculares de la Provincia de Cumaná, 1578-1671, AGI, Santo Domingo, 191.
LA NATURALEZA COMO AMENAZA 157
11 de junio de 1641
Temblor
Caracas, La Guaira
Desprendimiento de rocas. Se propuso la mudanza de Caracas, sin éxito. Se estima que hubo unas 200 muertes
1662
Ratones
Caracas
Hambre
1658
Fiebre amarilla Puntadas Peste Viruela
Caracas
Se achacan más de 2000 muertes por la peste. Muerte de «casi todos los esclavos». Muchos cadáveres quedaron insepultos
1661-1662
Sequía
Caracas
Langosta. Escasez de maíz. Muere el ganado
1661
Viruela
Caracas
Fuente: elaboración propia sobre la información utilizada en los cuadros 1, 3, 4 y 5.
Estas décadas resultaron nefastas para Caracas. Tiempo después, hacia 1681, el cabildo decía estar todavía sufriendo consecuencias. Comentaban sobre el «horroroso temblor» de 1641, del que decían había demolido todos sus edificios, dejándolos «postrados por el suelo sin quedar casa particular ni templo que no fuese un despojo». Cuarenta años después aún no lograban reedificar la ciudad. Se declaraban arruinados por la pérdida de cosechas que provocó la alhorra y por el paso de las langostas, con «cuatro años continuos talando y consumiendo los sembrados». Las epidemias pestilenciales ocasionaron miles de fallecidos en una ciudad demográficamente estrecha, y golpearon severamente la mano de obra esclava, así como la de los «naturales que por su falta no se benefician los campos». Añadían el paso de otras enfermedades que también produjeron muerte en el ganado. Y estando presente las causas referidas, a ellas se llega la que se padece de doce años continuos de los robos de enemigos de la Real Corona que navegan estos mares asaltando y robando las arboledas de cacao que estos vecinos tienen en los valles de la costa de la mar llevándose el fruto y los esclavos…44 Cuadro 8. Coyuntura desastrosa en la región oriental, 1684-1709 Fecha
Amenaza
Región
Afectaciones documentadas
4 de mayo de 1684
Temblor
Cumaná
Grietas. Brotó agua sulfurosa y arena en algunas partes. La fortaleza de Araya quedó severamente averiada y su reparación tardó años en efectuarse
1707-1709
Langosta
Cumaná
La Ciudad de Caracas al rey, 19 de septiembre de 1681, AGI, Santo Domingo, 201.
44
158
A DURAS PENAS
1686
Sequía (ENSO)
Cumaná
1693
Sarampión
Región oriental
1694
Viruela
Cumaná
1695
Viruela
Cumaná
1702
Sequía (ENSO)
Cumaná
1709
Gusanos
Cariaco
1707-1709
Sequía
Cumaná, Cariaco
19 de julio de 1709
Temblor
Cariaco
Mortandad en la región oriental
Escasez de granos. A los soldados de las salinas hubo que socorrerlos llevándoles agua desde Cumaná Langostas. Pérdida de cosechas
Fuente: elaboración propia sobre la información utilizada en los cuadros 1, 3, 4 y 5.
En 1712 pasó por la zona el obispo de Puerto Rico, cuya jurisdicción abarcaba la región por entonces, y al respecto comentó «el miserable estado en que están los Pueblos de miserables indios de esta provincia».45 En 1709 se decía desde la propia Cumaná «que la provincia se halla totalmente falta de ropas, harinas, aceite, y vino, hasta el tiempo de no tener lo preciso de estos géneros para celebrar la Misa».46 San Felipe de Austria acusaba con el rigor de la sequía y la invasión de las langostas la pérdida de sus cosechas y el desahucio de sus fondos, todavía en 1737. Se sumaba a todo ello la invasión de gusanos, todo lo cual dejó a sus moradores en situación de «comer para mantenerse raíces de palo, yerbas y otros frutos silvestres», lo que a su vez produjo el fallecimiento de muchos de ellos al escoger la yerba equivocada y perecer por ingerir alguna considerada como «nociva para la salud». Según añadía el testimonio, esto estaba teniendo lugar en toda la región.47 Cuadro 9. Coyuntura desastrosa en la región central y oriente, 1759-1781 Fecha
Amenaza
1759-1761
Sequía (ENSO)
Caracas
1760
Catarro
Caracas
Viruela
Píritu
Calenturas
Valle de Aroa
1762
Región
Afectaciones documentadas
Mortandad
El visitador del obispado al rey, Barcelona, 25 de julio de 1712, AGI, Santo Domingo, 609. Alberto de Bertodano al rey, 30 de junio de 1709, AGI, Santo Domingo, 609. 47 Manuel Bermúdez, cura de San Felipe de Austria, al rey, 5 de julio de 1737, AGI, Caracas, 946; carta del cura de San Felipe de Austria, 30 de abril de 1738, AGI, Santo Domingo, 599. 45 46
LA NATURALEZA COMO AMENAZA 159
1762-1763
Sequía
Barquisimeto, Tocuyo, Carora, Coro, Nirgua
1763-1772
Viruela
Caracas, región oriental
Entre 10 000 y 13 000 fallecidos
1764
Calenturas
Caracas
Más de 1000 muertes
21 de octubre de 1766
Temblor
Cumaná y toda la región oriental, Trinidad, Margarita, Caracas, La Guaira, Puerto Cabello. También sentido en Maracay, Maracaibo, Surinam, el Esequibo, la Guayana francesa, Berbice, Barbados, Guadalupe, Martinica, y el norte de la actual Colombia
Grietas y erupciones de agua sulfurosa en una llanura que corre hacia Casanay. Se vieron llamas a orillas del río Manzanares y en el golfo de Cariaco. Grietas en el terreno cerca de monte Paraurí y márgenes del río Orinoco, donde desapareció un islote. Casi todos los pueblos de misión de la entonces Provincia de Cumaná sufrieron algún daño
1766
Sequía
Caracas, Cumaná, Caucagua
Incendio de árboles de cacao que causó escasez del grano
1767
Viruela Calenturas
Región oriental, Guayana
Más de 10 000 muertes Incendios
1770
Sequía
Barinas
1770
Viruela
La Vega (Caracas)
1771-1772
Sequía
Caracas
1773, junio
Lluvias
Caracas, quebradas Catuche, Anauco y Caraota
1774-1775
Sequía
Caracas, Chuao
1776
Viruela
Caracas
1776-1777
Sequía
Caracas, Chuao, golfo de Cariaco
1777-1780
Sequía
Caracas
1778
Calenturas
Puerto Cabello
1779
Viruela
Caracas, región oriental
25 de enero de 1779
Temblor
Caracas
Inundaciones, arrastres torrenciales, aludes Más de 6000 fallecidos
160
A DURAS PENAS
1780, 11 al 14 de octubre
Huracán
Margarita, Cumaná, La Guaira, Puerto Cabello y otros lugares más alejados de la costa, como los valles del Tuy, San Mateo y Turmero
En La Guaira averió la infraestructura militar y la defensa ante el mar. En Puerto Cabello dañó fortalezas y hospitales. Se desbordaron los ríos Tuy, San Mateo y Turmero, inundando haciendas y perdiendo cosechas, cañaverales de azúcar, sementeras de tabaco y árboles de cacao. En la Provincia de Cumaná arruinó haciendas y se llevó una porción de la salina de Araya
Octubre de 1781
Lluvias
Caracas (quebradas Caroata y Catuche) La Guaira
Inundaciones, arrastres torrenciales, aludes. Destrucción del puente sobre la quebrada Catuche, hecho de madera. Esta creciente también destruyó el puente La Trinidad, y el puente de La Pastora
Fuente: elaboración propia sobre la información utilizada en los cuadros 1, 2, 3 y 4.
En estos años, especialmente en Caracas, la caída de la población fue estrepitosa. Miles de fallecidos por los contagios impidieron su crecimiento demográfico, y los efectos de sequías sobre las siembras, así como los incendios asociados al caso, impactaron duramente en una sociedad empobrecida y desequilibrada. Cuando retornaron las lluvias lo hicieron con la contundencia de las tormentas tropicales, produciendo todo tipo de consecuencias asociadas con los efectos característicos sobre las condiciones topográficas y geomorfológicas antes descritas. El huracán de octubre de 1780 sirvió de remate a esta coyuntura desastrosa, y a su paso dejó huella por las costas de Margarita, Cumaná, La Guaira y Puerto Cabello. Este huracán forma parte de una tríada que tuvo lugar ese mismo año y recorrió buena parte del Caribe, y se convirtió en uno de los eventos más importantes en la historia de la región.48 Se sabe de daños en Barbados, Puerto Rico, el golfo de México, Martinica, Santa
48 Algunos autores coinciden en afirmar que ese mes de octubre de 1780 se presentaron tres huracanes. De entre ellos, el que tuvo lugar entre los días 10 y 16, llamado de San Calixto II, fue el que impactó en las regiones hoy venezolanas. Véase Reid, 1838; Neely, 2012; Schwartz, 2018; y el estudio enfocado especialmente sobre estas regiones: Noria, 2015.
LA NATURALEZA COMO AMENAZA 161
Lucía, Trinidad y Curazao.49 En el caso de las localidades ubicadas sobre la costa actualmente venezolana, los daños fueron graves en las infraestructuras de defensa. En La Guaira dañó baterías, cuarteles, fortalezas e incluso las incipientes murallas frente al mar. En Puerto Cabello sucedió algo similar, con afectación en las edificaciones militares, especialmente en el baluarte de El Príncipe, del cual el mar se llevó un pedazo.50 A pesar de la intensidad y la combinación de factores que contribuyeron decididamente con una situación catastrófica en el período 1759-1781, no será esta la última coyuntura desastrosa ni la peor de todas. Lo veremos. Tal como hemos indicado en otros trabajos, el inicio del proceso de independencia, de la mano de la guerra, y los sismos de marzo y abril de 1812, harán las veces de colofón siniestro al colapso del modelo colonial en estas regiones. No obstante, esta coyuntura aquí indicada será tributaria del desastre final, tanto como lo es la propia vulnerabilidad estructural conformada a través de la larga duración colonial. No estamos ante una suma de eventos desastrosos o adversidades, no se trata de un listado de catástrofes ni una cronología de casos; son indicadores de un proceso histórico coherente con la implantación de una sociedad que se origina como efecto de intereses imperiales y ciertas formas de riqueza que determinan tal implantación. La concatenación irrefrenable de adversidades representa aquí la relación con la naturaleza que se levanta desde una materialidad siempre deficitaria. No hubo fijezas ni adaptación: solo una sociedad agrodependiente y profundamente vulnerable.
García Bonelly, 1957. Luis de Unzaga y Amézaga a José de Gálvez, Caracas, 31 de octubre de 1780, AGI, Caracas, 85. 50 Relación de gastos y obras del gobernador de Caracas en el último semestre, 31 de enero de 1782, AGI, Caracas, 85. 49
Capítulo 6
La prosperidad inalcanzable
No hay en la capital, ni en toda la Provincia, sino pocos hombres verdaderamente ricos […]. En pocos años pueden remediarse parte de los males que tienen aniquilada esta Provincia, elevándola a cierto grado de prosperidad que no ha conocido hasta ahora. Francisco de Saavedra, 17831
Desequilibrios estructurales Hacia la segunda mitad del siglo xviii las regiones hoy venezolanas estaban creciendo, relativamente. Aunque su población prácticamente no había aumentado, su producción se había asentado en torno al cacao y al tabaco, independientemente de los vaivenes en los precios o los controles de su comercialización. Nuevos géneros ensancharon su capacidad productiva en los últimos treinta años del setecientos, entrando en escena el café y el añil, fundamentales en el posterior despegue republicano, al tiempo que repuntó el algodón, ahora en un rol distinto al que desempeñó cuando corrió por moneda. En este contexto, además, fueron creadas las instituciones que le otorgaron un perfil de integración definitiva a aquellos territorios que en poco tiempo serán reclamados como el suelo de una nación. Tal escena, más allá de su realidad irrefutable, representa igualmente la propia relatividad de ese crecimiento, así como también el desequilibrio característico que se sucede a una redistribución desigual de la riqueza, la que se encuentra reflejada en las distancias concretas que separan a las calidades sociales, y en la reproducción del déficit material común y transversal a todos los sectores de esa misma sociedad. Francisco de Saavedra al secretario de Hacienda, La Guaira, 24 de octubre de 1783, AGI, Caracas, 362, f. 1 v. 1
164
A DURAS PENAS
El rol del cacao fue determinante. Su valor en estas regiones podría equipararse con el oro de otros contextos, y su importancia fue tal que hasta se creó una compañía de navegación con acciones privadas y participación de la Corona exclusivamente para controlar la fuga del producto a manos extranjeras.2 La transformación de ese valor en riqueza mercantil fue una obra propia de los criollos hacendados, aferrados al intercambio ilícito y al comercio con México desde los últimos años del siglo xvii para adquirir buena moneda de plata. Hacia 1722, el consejero Olavarriaga había sumado, solo en la jurisdicción más cercana a Caracas, unos 228 000 árboles de cacao, repartidos apenas entre veinte propietarios, sin tomar en cuenta «algunos conucos» en manos de unos pocos indios o las posesiones de los religiosos.3 «En términos comparativos, la riqueza representada por las labranzas de trigo y los trapiches azucareros era insignificante», apuntó al respecto Magnus Mörner.4 El desequilibrio que se advierte no solo se corresponde con la notable desproporción entre el reducido número de propietarios y la cantidad de árboles, sino también, como advirtió Mörner, en ese desnivel de las inversiones en relación con otros productos. Para el momento en que Olavarriaga contaba árboles de cacao, solo en Caracas (incluyendo ahora a las zonas menos pobladas de su territorio inmediato, aunque no toda la provincia), había unas 161 haciendas, acotando el comisionado que «también tiene diferentes trapiches […], pero se mantienen hoy en lo necesario que gasta la jurisdicción».5 En 1752 se señalaba que, sobre ese mismo territorio, había unos 99 trapiches e ingenios de azúcar, lo que indica que hacia esa fecha estaban creciendo los esfuerzos al respecto, aunque solo se hallaban destinados al consumo interno. Hay que sumar a ese ámbito los del litoral central (24), y los de Valencia, Nirgua y San Carlos (34).6
La primera disposición de los borbones con relación a Caracas y Venezuela supuso el intento por controlar el comercio ilícito, medio a través del cual las familias propietarias de tierras habían logrado acceder a la buena moneda de plata, especialmente mexicana. Al efecto, la metrópoli envió, como sabemos, al juez de Comisión Pedro José de Olavarriaga, quien levantó su cuidadoso informe entre 1721 y 1722 sobre aquella situación, que ya hemos citado anteriormente. El desenlace de este enjundioso informe vino a dar en la conformación de la Compañía de Caracas o Compañía Guipuzcoana, la empresa naviera que contaba con participación accionaria de la monarquía, cuyo objeto era el control del contrabando en las costas hoy venezolanas. Lo logró en gran medida. La cédula que constituye la compañía en AGI, Caracas, 924, expedida en Madrid el 25 de septiembre de 1728. Los detalles de la constitución de la compañía en el Archivo General de Guipúzcoa, Juntas y Diputaciones, JD IM 2/22/72, Carpeta 10, documento 2, Capitulado de fundación de una compañía para la práctica del Comercio y Corso de Guipúzcoa en la Provincia de Venezuela, Azpeitia, 17 de noviembre de 1728. Sobre el problema del contrabando y la actuación de la Compañía de Caracas, véase Vivas Pineda, 1998, 1995, y 2006; y Aizpúrua, 1993. 3 Olavarriaga, 1965, pp. 222-231. La totalización de árboles y dueños la hemos realizado para este trabajo. La jurisdicción de Caracas, en este caso, tal como lo atendió el funcionario vasco, no comprende a la provincia, sino al alcance de la ciudad como autoridad de cabildo, lo que se corresponde con sus dominios más inmediatos. 4 Apuntó el historiador sueco que a finales del siglo xvii «172 personas poseían un total de 167 plantaciones de cacao con 450.000 árboles y 28 hatos con 38.000 cabezas de ganado». Véase Mörner, 1990, p. 215. 5 Olavarriaga, 1965, p. 257. 6 «En toda la jurisdicción de Caracas incluyendo los Valles de Santa Lucia, Guarenas, Guatire, Paracotos, Valles de Aragua, y Valles del Tuy, se encuentran 99 ingenios y trapiches que producen anual2
LA PROSPERIDAD INALCANZABLE 165
Las desproporciones también eran regionales. A pesar del crecimiento económico de Caracas, aun en detrimento de sus vecinos, la variedad de su producción no era mucha. Además del cacao, del que se decía que «es cierto e innegable que es el sustento más común, desde el más rico al más pobre, y desde el más anciano al párvulo»,7 se producía para el alimento diario maíz, yuca, casabe, frijoles y poco más. La carne, abastecida desde los llanos, representaba una parte importante de la dieta, aunque el cálculo del consumo anual por individuo era de poco más de 12 arrobas, lo que reportaba unos 37 gramos por día, sin contar lo que podían consumir las tropas. La estimación podía ser algo más optimista si se reducían los días de Cuaresma y festividades religiosas, pero si pensamos en que no todos tendrían acceso a los alimentos más costosos, esa distribución gramos de proteínas/personas, habría de ser mucho más reducida y desigual.8 La atención enfocada en la siembra del cacao también había generado un desequilibrio en la distribución y concentración de la mano de obra. Hacia esos mismos años se decía de la cosecha del maíz que rendía «con exceso» y que se daba muy bien en esos mismos valles de la jurisdicción de Caracas; sin embargo, «se experimenta de ordinario escasez de este fruto», pues los pocos que se aplicaban a su cultivo, «por lo común son los indios y pobres recién venidos de las Islas Canarias, que no pueden por su pobreza sembrar mucho».9 Mientras tanto, solo en los años de actividad de la Compañía Inglesa de los Mares del Sur, desde 1713 hasta 1750, se habían introducido en la provincia entre 177 000 y 200 000 esclavos africanos como recurso fundamental para el cultivo del cacao.10 Queda claro que la mayor parte de ese recurso no era destinado a otros fines. La siembra de otros productos cuyo objeto era la alimentación, como el caso del maíz, parecía no estar encomendada a los esclavos, con lo que su cultivo y su cosecha mermaban, disminuyendo su capacidad de producción y con ello su eficacia como recurso de alimentación. Los esclavos, ciertamente, formaban parte de un engranaje económico que apuntaba al comercio, y no a la satisfacción de la demanda alimentaria local o
mente sus frutos a cómputo y regulación prudente y moderada la cantidad de 213.628 ps. unos con otros». Recopilación o resumen general de las almas que tiene esta Gobernación de Venezuela y Caracas, por Antonio de Lovera y Otañes, 22 de abril de 1752, AGI, Caracas, 368. La distribución territorial de aquellos 344 trapiches es la siguiente: Caracas, los valles de Aragua, los valles del Tuy, Guatire y Guarenas: 99; litoral central: 24; Villa de Cura: 5; Orituco: 12; Valencia, Nirgua y San Carlos: 34; Barquisimeto: 63; San Felipe: 7; El Tocuyo: 58; Carora: 3; Coro: 15; y Trujillo: 36. Se incluye la producción de Barinas, pero no se contabilizan sus ingenios. 7 Idem. 8 Ibidem. «Son pues 31.500 reses que multiplicadas por 14 @ la cantidad de un producto es de 441.000 @ que partida por las 36.139 personas le toca a cada una 12 @ y 5tt poco más de carne anualmente por aquí se evidencia que, aunque se asignaran 360 reses para el consumo o abasto anual en las predichas partes, atendiendo a que se ha aumentado el número de gente con la tropa, no sería desproporción fuera de cómputo prudencial». F. 43 r. 9 Descripción de la Provincia de Caracas, anónimo, sin fecha, pero lo estimamos para comienzos de los años sesenta del siglo xviii, AMN, Caja 0286, Manuscrito 0565, Documento 3, f. 198 v. 10 Arcila Farías, 1998, p. 880.
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regional. Todo indicaba que se trataba de una economía volcada hacia la producción intensiva-extensiva con preferencia sobre el cacao.11 Un ejemplo que ilustra ese desequilibrio en el uso y distribución de la mano de obra proviene de San Felipe, al pie de la serranía de Aroa, espacio de siembra de cacao y corredor importante en la colocación del fruto hacia las bocas del río Yaracuy, por donde se continuaba comerciando con los holandeses, como se hacía desde el siglo xvii. En 1765 se señalaba una «gran necesidad de esclavos» para el trabajo en las haciendas, pues «las tierras a propósito para el cacao no están laboreadas y las que hoy fructifican, van en decadencia porque como ha años que se fundaron, están cansadas, y no fructifican como al principio». Se decía que, aunque «hay peones con que cultivar», no se justificaba la inversión por el costo de sus «jornales», caudal que «nunca vuelve a poder del dueño». La explicación que se ofrecía al respecto era clara: «No sucede lo mismo con los esclavos, porque estos solamente gastan el mantenimiento, y aunque el fruto de seis u ocho años sea para su costo, le queda al amo libre el esclavo, y la hacienda, que este ha trabajado».12 Los «peones», jornaleros que ciertamente eran indígenas, mestizos o negros libres, no eran utilizados por lo general en estas labores, y que los propietarios preferían contar con esclavos a tener que pagar por el trabajo. Esta estrategia, en el extremo opuesto del modo de producción capitalista, se revertía en otros aspectos de la vida cotidiana del lugar: A la fama de las riquezas de esta ciudad, acuden las demás de la provincia, para abastecerla, de cuanto necesita para el preciso diario, y así concurren de la ciudad de Guanare, de las villas de San Carlos y de Ospino, y otros parajes más de diez mil reses vacunas al año, y se comen en ella. De las ciudades de Barquisimeto, y Tocuyo, las harinas y dulces que necesita, porque, aunque en esta jurisdicción, hay tal cual trapiche, no son suficientes todos a abastecer un mes al consumo que hay de este género en la ciudad. También las bestias de carga, que se
Un ejemplo de ello lo podemos observar en los valles del Tuy: «Como este valle esta todo dedicado a la agricultura del cacao, no produce ganado mayor, ni menor, ni bestias mulares, ni se ha procurado descubrir otros minerales, ni vegetales, que dicho fruto: a que se dedicaban solamente sus habitantes». En 124 haciendas que contabilizaban en el lugar, había «1.152.000 árboles de cacao de toda planta». Descripción del territorio y valle del Tuy Tácata remitida a don Joseph Solano en 1767 por don Gonzalo Bello, Tuy, 14 de diciembre de 1767, AMN, Caja 0287, Manuscrito 0566, Documento 9, f. 63 v. 12 Principio y origen de la Muy Noble Ciudad de San Phelipe El Fuerte, por don Juan Tomas Fort, San Felipe, 22 de mayo de 1765, AMN, Caja 0287, Manuscrito 0566, Documento 18, ff. 192 v.-193 r. El manuscrito fue publicado en la obra de Altolaguirre y Duvale, 1908, pp. 95-105. Desde Quíbor pensaban lo mismo: «que para el fomento de la agricultura, los medios más conducentes, son: que hubiere operarios esclavos, porque como no hay con que comprarlos, son muy pocos los que tienen los dueños de haciendas, y los más con que mantienen las labranzas, son peones libres, de jornal, que no subsisten, y en pagarles, se consume lo que se coge, y a veces no se hallan». Descripción de la ciudad de Nuestra Señora de la Concepción del Tocuyo en la provincia de Venezuela por don Diego Hurtado de Mendoza, capítulo correspondiente a Quíbor, El Tocuyo, 23 de febrero de 1768, AMN, Caja 0287, Manuscrito 0566, Documento 21, ff. 231 v.-232 r. 11
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necesitan para el tráfico del cacao, y tabacos se proveen de aquellos parajes, porque aquí no hay comodidad para su multiplico.13
Este desabastecimiento del «preciso diario» lo hallamos también en otros lugares más cercanos a Caracas. En La Guaira, por ejemplo, «para el alimento, y vestuario de los habitantes en su jurisdicción […], todo viene de otras [poblaciones] excepto la poca hortaliza, que se ha referido arriba [junto al azúcar, yuca y algunas frutas]».14 Con todo, la capital de la provincia era el único centro de consumo regional que proveía de ingresos a otras zonas y localidades. Los pueblos del llano, quizás, eran los más beneficiados por este abasto unidireccional, pues de allí provenían la carne y los derivados de la ganadería, como el queso y los cueros. En algunos sitios, como en El Sombrero, se tejía «cogollo de palma para la fábrica de sombreros, la curtiembre de cuernos de venado, y suelas para el trajín de los vaqueros, y en algunas partes he visto tejer lienzos de algodón».15 Caracas era el lugar que concentraba las mejores posibilidades de consumo. Joseph Luis de Cisneros decía en 1764 que «bien puedo asegurar que en esta ciudad se consume la mayor parte de géneros nobles, que trae la Real Compañía, porque es la gente de más lustre, más caudal, y de más cultivo que tiene esta Provincia».16 Añadía que «la gente ordinaria» compraba seda también transportada por las naves vascas, y que «pasa su consumo anual de todos géneros y víveres de cien mil pesos». Tal capacidad de gasto contrasta con las otras regiones, donde se consumía lo que allí se cultivaba o criaba.17 Poco circulaban los productos internos si no era con destino a la capital o a los puertos. El comercio, pues, miraba hacia el exterior. El consumo interregional puede calificarse de autoabastecimiento para la subsistencia, pero no de mercado interno. La producción de mercancías colocada en un mercado, y que no necesariamente tiene como destino el abasto sino la obtención de moneda para ganancias específicas, era una realidad propia de los puertos e intensificada con la participación de los hacendados. Este comercio dependía formalmente de las restricciones o permisos otorgados desde la metrópoli. Como dijo Altolaguirre, «¿de qué les servía a los ganaderos el fomento de las crías y a los
Ibidem, ff. 192 r.-192 v. Descripción del territorio de La Guaira, remitida al Gobernador y Capitán General don Joseph Solano por el conde Roncali, La Guaira, 5 de mayo de 1768, AMN, Caja 0287, Manuscrito 0566, Documento 8, f. 59 v. Está publicado en Altolaguirre y Duvale, 1908, pp. 17-21. 15 Descripción del territorio correspondiente a San Sebastián de los Reyes y estadística detallada del número de sus habitantes por don Joseph Antonio Montero, El Sombrero, 9 de abril de 1768, AMN, Caja 0287, Manuscrito 0566, Documento 11, f. 123 v. 16 Cisneros, 1981 [original de 1764] p. 131. 17 En Carora, por ejemplo, no se consumía ganado mayor, «porque es contingente el comerlo, por tener como tiene fundado su abasto en la carne de cabra así fresca como seca». Recopilación o resumen general de las almas que tiene esta Gobernación de Venezuela y Caracas, elaborada por Antonio de Lovera y Otañes, 22 de abril de 1752, AGI, Caracas, 368. 13 14
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agricultores el aumento de las cosechas, si no encontraban quien se las comprasen en el mercado, y llevarlas a los puertos les costaba casi tanto como lo que por ellas obtenían?».18 Esta circunstancia era un problema de todos, pero como aspecto inherente a la estructura y funcionamiento de la economía, era un asunto identificado y comprendido por unos pocos. Solo los propietarios podían estar realmente conscientes de esto, y tal consciencia era ya un producto madurado con el tiempo, como sus propios intereses. El comercio situado sobre un mercado, y no como circuito de consumo interno, era el horizonte de los hacendados. De acuerdo con Céspedes del Castillo, «primero fue la riqueza, vino después la nobleza indiana».19 En el caso de los caraqueños, esto comenzó con la compra de títulos hacia la segunda mitad del siglo xvii, cuando el cacao empezaba a enriquecer a unos pocos, y luego al resto de las familias dedicadas a ese cultivo.20 A esto podríamos agregar un tercer momento: el surgimiento del mercado como interés. Fue este tipo de consciencia históricamente producida en un sector de la sociedad la que transformó el valor del cacao o del tabaco en riqueza mercantil. El factor determinante para que esta transformación tuviese lugar se halla en el reconocimiento del mercado, es decir, aquello que transformó el producto comerciado en valor de cambio. Lejos ya de ser un intercambio simple y plano, o el vehículo para la obtención de moneda circulante, el comercio convirtió estos productos en mercancía: una forma concreta y específica de riqueza, cuyo valor es histórica y socialmente determinado, y no universal ni eterno. Este fue el proceso que, al menos en estos contextos, transformó a su vez el sentido de riqueza con el que originalmente se implantaron estas sociedades hispanoamericanas, aquel que perseguía los metales preciosos con el fin de poseerlos, y no de hacerlos circular en un mercado. Asistimos ahora a un sentido mercantil de la riqueza, sin que por ello alcance el rango histórico de capitalista. Aun así, la preocupación por los precios —conflicto transparente a partir de los controles ejercidos por la Compañía Guipuzcoana— daba testimonio no solo de propugnar mejores ingresos, sino de una atención más consciente y clara del funcionamiento del mercado. Con todo, no eran capitalistas ni burgueses en formación, a despecho de los historiadores marxistas: su lógica era la de contar con mano de obra esclava, y no la de pagar por el esfuerzo humano. El surgimiento de esta consciencia sobre la riqueza mercantil no es exclusivo de Caracas y sus hacendados; también en Maracaibo, la aduana de los Andes, se había gestado «una riqueza distinta a la del oro, plata o las perlas», dice Ileana Parra, producto del «negocio del cacao despachado desde la ciudad-puerto». Como plataforma de productos que venían de las montañas y más allá por la vía lacustre, y que viajaban desde allí a Veracruz, a las Antillas, o bien hacia la península, el puerto alcanzó a otorgar denominación de origen al codiciado fruto haciéndolo conocer como «cacao de Maracaibo», aunque proviniese de Gibraltar, Mérida o Cúcuta.21 Los marabinos, independientemente de
Altolaguirre y Duvale, 1908, p. XXXII. Céspedes del Castillo, 2009, p. 311. 20 El trabajo de Quintero, 2009, analiza este proceso. 21 Parra, 2010, p. 231. 18 19
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que tuviesen tierras en el Sur del Lago, se habían convertido en comerciantes, más que en hacendados.22 El paso del comercio simple al mercado, con el que puede identificarse una de las claves históricas del surgimiento del modo de producción capitalista, en este caso (o en este momento), no iba más allá de la consciencia sobre la riqueza mercantil. Los ojos de los hacendados y comerciantes miraban hacia los puertos, y no hacia el interior de aquellas regiones. Lo que interesaba era el intercambio con el exterior. Tal era el sino de su economía, el sentido de riqueza con el que comprendían la realidad y con el que miraban a su propia sociedad. La mercancía fue la base material de esa transformación. Con una especialización regional de la producción, a partir de la cual se despliegan cultivos intensivos y extensivos, aquellos hacendados concentraron sus inversiones en el cacao y el tabaco ya desde el siglo xvii, y a partir de la segunda mitad del siglo xviii, de la mano de las transformaciones impulsadas por la metrópoli, comenzaron a diversificar los productos con la explotación del café, el añil y el algodón. Esta diversificación de la agricultura, a su vez, intensificó su condición de agroexportadores. El hecho general fue el tránsito hacia una colonia cuyo proceso social, globalmente, descansaba sobre la actividad agroexportadora. Ahora sí, y sin duda alguna, la relación con el mercado exterior se convirtió en el factor clave de desenvolvimiento de la economía y, en general, de la sociedad.23
Uno de los indicadores más firmes acerca del desarrollo de esa consciencia sobre el valor de la riqueza en el mercado lo hallamos en el arribo de los nuevos productos a finales del siglo xviii. Cuando el cacao bajó de precio, los hacendados no vacilaron en priorizar las tierras para los cafetales. Aunque el cacao no desapareció, el avance del café evidencia una nueva demanda en el mercado exterior y un cambio en la producción. Con todo, el uso de la mano de obra esclava seguía siendo el preferido de los propietarios, quienes además aumentaron su número con la intensificación de las nuevas siembras.24 Todo esto estaba sucediendo en un contexto de crecimiento económico y diversificación agrícola anunciando una prosperidad que no terminaba de florecer. Las fuentes describen, en efecto, la extensa potencialidad de las regiones, la amplia capacidad existente para explotar la tierra, los frutos que se dan naturalmente allí, y la interminable Véase sobre el proceso histórico de Maracaibo y su articulación comercial con el Caribe y los puertos coloniales, además del trabajo de Ileana Parra: Vázquez, 1986; y Cardozo, 1991. 23 Ferrigni Varela, 1999, p. 64. 24 Ibidem, pp. 93-105. En estas páginas Ferrigni explica este proceso con detalle y documentación. Advierte al respecto que «la razón principal del cambio, según opinión de la época, fue la baja rentabilidad del cacao frente a los otros productos de exportación», mientras que «el cultivo del cacao era una actividad de mucho riesgo como consecuencia de la fragilidad de la planta a los factores climáticos y a las plagas», y también «el cacao era un artículo de muy difícil conservación que no sobrepasaba, con las mejores técnicas de almacenamiento de la época, un año sin corromperse» (pp. 99-100). Cita a Humboldt indicando que «el establecimiento de las plantaciones, que sólo data de 1795, vino a aumentar el número de negros labradores» (p. 97). 22
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diversidad de productos que pueden aprovecharse en estos territorios. Al mismo tiempo, esas fuentes incluyen aspectos que contradicen esta bonanza tan seductora.25 Altolaguirre fue el primero en revisar estas fuentes. Notó, antes que otros investigadores, la variable común a todas ellas: el «lento progreso de Venezuela», las dificultades de desarrollo económico observadas, a pesar de la potencialidad natural en estas regiones. Las descripciones coincidían en señalar una «viciosa administración», advertida en el control poco exitoso del contrabando y en su estímulo subrepticio, así como en las «rivalidades de las distintas jurisdicciones», identificadas en las trabas impuestas a la circulación interna de los productos y en los «impuestos generales» que afectaban el estímulo a la cría de ganado o al cultivo.26 «De aquí esa inercia, esa apatía de que las autoridades se quejan en las relaciones», dice Altolaguirre. Todo esto se propiciaba desde los centros más favorecidos con el control de esa circulación, como Caracas o Maracaibo, que servían de plataforma a la colocación de los productos en el comercio exterior. No todas estas «relaciones» son exclusivamente «geográficas», como las han llamado, pues en ellas se advierten descripciones generales de la situación y características de cada localidad o región. De ahí que en su contenido podamos hallar varios ejemplos de esa «inercia» o «apatía» que mencionó Altolaguirre. Desde El Tocuyo decían, en 1768, que la producción de ganado mayor «es muy corta», en comparación con regiones vecinas, y que ello se debía a «la falta de estímulo en la cría», sugiriendo cierta pereza en los propietarios, enfocados en otras actividades.27 En Valencia, en ese año y por el mismo asunto, comentaban que «es incompatible estar el labrador junto con el criador», pues los ganados invadían las siembras y acababan con las labranzas; decían de inmediato que «habiendo sabanas (como las hay) suficientes puede haber ganados sin perjuicios». Pero esto no se lograba por no haber quien pusiera orden en el asunto.28 En Quíbor también indicaban que la cría de ganado mayor era corta y que solo alcanzaba para mantener a sus dueños, aunque eventualmente se realizaba «algún abasto a la ciudad en tiempo de necesidad urgente». También era «corto y costoso el comercio que tiene esta ciudad», el cual se basaba en dulces y harinas, pero se hallaban
La mayoría de estas fuentes provienen de las relaciones y descripciones que se hicieran en el contexto de la Expedición de los Límites, y de cuando José Solano y Bote fue gobernador de la Provincia de Venezuela (1763-1771). Solo las que tienen que ver con este contexto, y unos años después, alcanzan más de 70 informes al respecto. Del contexto de Solano fueron publicadas 25 de esas relaciones en el libro de Altolaguirre y Duvale, 1908; tres de ellas reeditadas en la obra de Arellano Moreno, 1964. Este libro incorpora seis descripciones más de la segunda mitad del siglo xviii, y hallamos en el BSGM de Madrid otras nueve relaciones de la época. Inéditas se encuentran unas 35, que hemos consultado en el AMN. No obstante, otros manuscritos similares descansan en el AGI. 26 Sobre estos aspectos, volvemos a sugerir los trabajos de Gerardo Vivas Pineda y Ramón Aizpúrua antes citados. 27 Descripción de la ciudad de Nuestra Señora de la Concepción del Tocuyo en la provincia de Venezuela por don Diego Hurtado de Mendoza, El Tocuyo, 4 de noviembre de 1768, AMN, Caja 0287, Manuscrito 0566, Documento 21, f. 226 r. 28 Descripción de la Laguna de Valencia y otra de dicha ciudad y su jurisdicción por Antonio Manzano, Valencia, 10 de septiembre de 1768, AMN, Caja 0287, Manuscrito 0566, Documento 13, f. 136 v. 25
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en «decadencia», pues esos géneros los introducía la Compañía Guipuzcoana, de manera que no tenían cómo competir con los vascos.29 En Cumaná, por ejemplo, se decía que por entonces no había «mercados ni en plazas ni en calles», pues «cada vecino vive de sus frutos, y los que no tienen sembrados los compran en las casas de sus vecinos».30 Desde Guarenas decían que «por industria de los habitantes de este territorio» se producían «caña dulce, el cacao, el maíz, el tabaco, la yuca, las caraotas, los frijoles, las judías, el arroz, el plátano, el cambur, el quinchoncho, el maní, y el quimbombó», pero «por lo que mira a la salida que pueden tener estos frutos, como son pocos, se consumen en la misma jurisdicción». Por otro lado, en el caso del maíz el problema era otro: las tierras «en donde pudieran sembrar los habitantes, son del beneficio de los trapiches», y como el papelón y el azúcar de caña «sí tienen su expendio y salida para la ciudad», se privilegiaban por ser lo único que se comerciaba, aunque de manera igualmente local.31 En Araure, donde vivían 707 blancos dueños de 237 esclavos, junto a 1773 habitantes repartidos entre mestizos, indios libres y mulatos, la siembra del tabaco «prevalece a todo», seguida del algodón. El tabaco se colocaba en Puerto Cabello, «y los algodones, se venden algunos por dinero; y los más por aquellos efectos y víveres de que se carece en este país», demostrando que todavía hacia 1767, año de esta relación, se recurría al trueque para paliar la escasez.32 En situación opuesta se hallaba el tabaco de San Felipe; «por ser cosecha de pobres» no se explotaba ni rendía comercialmente: «es la lástima que no se cultive, porque no tiene valor, y solo se pone el que se puede consumir en esta ciudad a corta diferencia, como la del cacao, porque siendo cosecha de pobres, se remediaran con ella para el preciso vestuario y otras necesidades».33 Estos ejemplos, entre muchos otros con perfiles similares, demuestran la inexistencia del comercio interno, aspecto que demuestra, a su vez, la desintegración territorial y la carencia de vínculos concretos entre las regiones.34 La producción se destinaba al autoabastecimiento, y en muchos casos servía de subsistencia. Se consumía lo que se sembraba y lo que se criaba, y eventualmente se utilizaban esos mismos productos para Ibidem, capítulo correspondiente a Quíbor, f. 231 v. Descripción de Cumaná y su Provincia, anónimo, sin fecha, aunque lo estimamos anterior a 1766, AMN, Caja 0285, Manuscrito 0564, Documento 27, f. 314 v. 31 Relación individual de las provincias de Guarenas y Guatire, Pedro Felipe de Llamas, Guarenas, 25 de junio de 1768, AMN, Caja 0287, Manuscrito 0566, Documento 6, f. 55 r. En Venezuela se le dice quinchoncho (Cajanus cajan) a lo que en España se conoce como gandú o gandul, y quimbombó al Abelmoschus esculentus. 32 Estado de los criadores de ganado y de los hierros que usan de Araure, Francisco Pérez de Hurtado, Araure, 22 de diciembre de 1767AMN, Caja 0287, Manuscrito 0566, Documento 13. 33 Principio y origen de la Muy Noble Ciudad de San Phelipe El Fuerte, AMN, Caja 0287, Manuscrito 0566, Documento 18, ff. 194 v.-195 r. 34 Ya hemos referido anteriormente algunos estudios que explican con precisión el problema de la desintegración regional: Cardozo, Vázquez y Urdaneta, 1998; González Oropeza y Donís Ríos, 1989; Pino Iturrieta, 2001. 29
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el trueque. Más de doscientos años después de ocupado el territorio, el único aspecto que había cambiado en la estructura económica de aquella sociedad descansaba en contar con un fruto de gran demanda, capaz de articular la producción con el mercado exterior, pero incapaz de transformar el funcionamiento esencial de esa sociedad: continuaban siendo agrodependientes, tanto en el consumo y la subsistencia como en su nueva condición de comerciantes. Habían resuelto, sí, la ausencia de metales preciosos, pero la riqueza descubierta en los productos exportables provenía de la agricultura, y no contaría, como sucede con el oro o la plata, con una garantizada estabilidad de su valor en el tiempo. Es cierto, por otro lado, que la demanda de metales por parte de la metrópoli había bajado en comparación con el siglo xvi. En tiempos de conquista y persecución de minas, la estrategia metalista fue el derrotero de la penetración territorial y el objetivo de la mayoría de las fundaciones. Dos siglos después, y con una administración diferente en la Corona, el foco parecía estar colocado sobre el comercio en general, quizás resignados ante la ausencia de minerales y decididos a poner orden en la salida del escaso valor que se producía en estas tierras. Ya sabemos de la aventura del intendente Ábalos tras unas vetas alucinadas y su fracaso al respecto. La resolución frente a la carencia de metales preciosos vino, finalmente, por resignación, pero también por el crecimiento de esas pocas familias propietarias que vieron en el comercio legal e ilícito la única oportunidad de enriquecerse. Por más de un siglo, desde mediados del xvii hasta finales del xviii, el cacao era el único destino de la economía en la Provincia de Venezuela y sus jurisdicciones vecinas. Enfocados casi exclusivamente en un solo producto, es posible asociar aquella economía con un sistema monoproductor; no obstante, esta ausencia de diversificación productiva estaba apoyada en regiones inconexas, aisladas entre sí, y estructuralmente empobrecidas. No era un «sistema»: era una economía vulnerable que dependía de uno o dos artículos y de sus vaivenes en el mercado exterior, el cual, además, no podían controlar. Dependieron del cacao y el tabaco como dependerán del café y el añil. Su producción se asentaba en haciendas de cultivos intensivos-extensivos, figuradas en focos desarticulados, dispersos sobre el territorio sin relación mutua. No se trataba de una economía que unificaba a una sociedad, sino una sociedad dispersa regionalmente que contaba con una misma característica económica. En síntesis: hacia la segunda mitad del siglo xviii asistimos a un vasto territorio con diferentes regiones inconexas y económicamente desarticuladas; sobreviviendo por autoabastecimiento de consumo limitado; estructuralmente pobre; de actividad intensiva-extensiva concentrada en un par de productos exitosos por demanda externa cuya presencia era mayoritaria en las haciendas pero de distribución regionalmente desequilibrada; con un solo sentido de dirección en la colocación de las cosechas cuyo destino estaba en los puertos; sin circulación ni circuitos internos de consumo; de tierras desaprovechadas por el notorio desequilibrio en la distribución de la mano de obra; con propietarios que rechazaban razonadamente la contratación de jornaleros sosteniendo la utilización de esclavos y conduciendo al aprovechamiento ineficiente de las tierras para fines de alimentación; con una o dos ciudades, quizás, con
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capacidad de consumir productos importados, y con localidades que aún subsistían por trueque.35 En 1783 el intendente Francisco de Saavedra informaba sobre la Provincia de Venezuela, indicando su crítica situación. Partiendo de la «ventajosa situación local y la abundancia y variedad de sus producciones», comentaba de inmediato que «en el día se hallan muy remotos de esta feliz época».36 Con una «agricultura muy decaída», la «despoblación y pobreza son casi generales», de la mano de «la languidez del comercio». Agregaba que «no hay en la capital, ni en toda la Provincia sino pocos hombres verdaderamente ricos, y si mantienen alguna decencia exterior, es a fuerza de una indecible economía». Saavedra detectó de inmediato la necesidad de abrir el comercio (en franca sugerencia de que se extendiera el Reglamento para el comercio libre recién promulgado), sobre todo hacia las islas extranjeras.37 Con relación a los productos de la cría, diría que «es necesario promoverla facilitando salida a las mulas y bueyes de que hay gran consumo» en esas islas; «y a las pieles, tasajos y salazones que de aquí se extraen y pueden extraerse en mucha mayor cantidad». Con excepción del cacao, «establecido desde lo antiguo», el resto de los frutos que se daban en estas regiones no era explotado comercialmente. Destacaba el añil, algodón, azúcar, café, vainilla, palo de tinte, y las «maderas exquisitas para construcción y marqueteras», todas «producciones naturales y excelentes de este benigno clima», pero «por la falta de extracción» no eran comerciados. Veinte años antes, las relaciones solicitadas por José Solano y Bote ya mencionaban la existencia de estos productos, especialmente en la Provincia de Venezuela, presentándolos con tanta potencialidad como necesidad de explotación.38 En cuanto a las maderas, que parecían disfrutar de una demanda contemporánea a Saavedra, hay informes específicos elaborados en 1780.39
Sobre el mercado interno ha opinado Michael McKinley: «Este mercado estaba compuesto sobre todo por la venta de bienes importados tales como textiles, harina y vinos además de la comercialización de productos agrícolas locales procesados derivados del tabaco, el ganado y la caña de azúcar. La comunidad de mercaderes locales no tenía acceso a toda la actividad comercial doméstica; la evidencia demuestra que su participación en esta actividad era sorprendentemente limitada». 1993, p. 104. 36 Francisco de Saavedra al secretario de Hacienda, La Guaira, 24 de octubre de 1783, AGI, Caracas, 362. 37 De fecha 12 de octubre de 1778. No será sino hasta 1789 cuando se permite a Caracas el acceso al comercio libre, después de desaparecida la Compañía Guipuzcoana. Véase Navarro García, 1991, p. 163. 38 Descripción de la Provincia de Caracas, AMN, Caja 0286, Manuscrito 0565, Documento 3. Allí se listan estos productos: cacao, tabaco, corambre, brasilete, azúcar, vainillas, jengibre, zarza, añil, grana silvestre, cobre, «zalapa», bálsamos de olor y medicinales, brea, cera «por Coro o Carora», «bálsamo de Cabimas o Carapa», cáscaras medicinales y para tintes, algodón, café, dividivi, cordobanes, «cristal de boca», leches de palo y yerbas para purgantes, «contra yerbas», caracoles, aceite de comer, quina, cañafístola, resina, almácigos y palos de tinte. Son 63 folios que indican lo que se produce, indicando el lugar de origen. 39 Relación de las maderas útiles de construcción marcadas en los montes de Barinas y las Nutrias, remitido por el intendente Ávalos, Caracas, 22 de agosto de 1780, AGI, Caracas, 371; Relación y noticia de los árboles y plantas que se hallan en los montes y valles de Aroa, remitida por Pedro Berastegui, Caracas, 30 de agosto de 1780, AGI, Caracas, 371. 35
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Comentaba el intendente que el comercio interior «exige que se simplifique» y que se atienda el problema de la «embarazosa percepción de los derechos», pues se encontraba «expuesta a arbitrariedades». Sobre las vías de comunicación diría que son «caminos inaccesibles» y que convendría buscar rutas fluviales, pues de esa manera se facilitaría la circulación. Ya desde los viajes en el contexto de la Expedición de los Límites, también liderados por Solano en estas regiones, las noticias sobre las posibilidades de utilización de los ríos proliferaban en los informes, convirtiéndose en una obsesión que costaría vidas y mucho tiempo, y que no cristalizaría en ningún momento tal como se esperaba. En cuanto al comercio exterior, Saavedra lo dividió en tres secciones: el de España, el de Veracruz y el de las colonias extranjeras. El proveniente de la metrópoli era el mejor, y generaba algo más de un millón de pesos anuales, aunque recomendaba enviar navíos de pocas toneladas, pues «los habitantes están reducidos a cubrir las necesidades físicas, y no se encuentra quien pueda levantar una carga de treinta mil pesos». Comentaba los problemas del comercio por haber estado mucho tiempo «en una sola mano», en alusión a la Compañía Guipuzcoana, y señalaba la falta de almacenes y comerciantes. Insistía en que, si se enviaban navíos de «registros gruesos», no habría quien comprara, y «se perderán los dueños, el país estará muy desprovisto y volveremos al contrabando». «El comercio de Nueva España es el que trae dinero a estas provincias», decía, con una ganancia anual de «quinientos mil pesos». No obstante, se hallaba en decadencia por el ingreso del cacao de Guayaquil a México, para lo cual sugería su restricción y el estímulo a las exportaciones por la vía de Caracas y Maracaibo, como siempre. Del trato con los extranjeros comentaba que se hacía con los sobrantes del comercio con España, y que por esta vía ingresaba «el único dinero que ha mantenido el numerario», así como también se compraban y vendían esclavos. A pesar de todas estas circunstancias y problemas, la economía de la Provincia de Venezuela habría de crecer en las últimas décadas del siglo xviii, de acuerdo con las cifras presentadas por la investigación de Ferrigni. Se observa que entre 1770 y 1799 la exportación en La Guaira aumentó de 290 731,50 pesos a 1 541 885,10 pesos. También había aumentado la utilidad líquida de la renta del tabaco entre 1779 y 1799, entre 77 139,59 pesos y 614 282,02 pesos.40 Apunta Ferrigni, y con acierto, que las fundaciones de pueblos llevadas a cabo en ese siglo contribuyeron a consolidar lo que posteriormente vendría a ser el territorio venezolano, y que de la mano de esas nuevas fundaciones también se posicionaría la Venezuela agroexportadora de la vida republicana. La escalada fundacional que se sucede en esas décadas viene a continuar lo que aquellos núcleos iniciales de la segunda mitad del siglo xvi y primera del xvii habían conformado.41 En buena medida, estas nuevas poblaciones provienen de otros objetivos, más próximos a la consolidación de la presencia española sobre sus dominios en estas regiones, y no por el afán explorador que buscaba minerales al comienzo. De ahí que muchas
40 Ferrigni Varela, 1999, vol. 1, Cuadro 14, Movimiento Comercial de La Guaira, 1770-1810, p. 150. Renta de Tabaco, 1779-1809: Cuadro 3, p. 102. 41 Beroes, 1981. También lo indica Ferrigni en su trabajo.
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de esas fundaciones acabaran por ampliar penetraciones territoriales ya existentes dentro de las demarcaciones jurisdiccionales, antes negadas por falta de recursos, por resistencia indígena o bien por desinterés.42 Puede decirse, sin que resulte temerario, que la ocupación casi definitiva de lo que se había intentado penetrar más de doscientos años atrás vino a lograrse en este momento. No significa que durante todo ese tiempo se haya intentado una y otra vez avanzar hacia las zonas que ahora se estaban ocupando, sino que recién en este contexto viene a acelerarse, o bien a reactivarse, lo iniciado con la conquista. Esta avanzada rápida y exitosa tuvo un complemento determinante a partir de 1776, con la creación de la Intendencia de Ejército y Hacienda, la primera institución que agrupa, al menos jurisdiccionalmente, el territorio que ya prefiguraba a la posterior Venezuela.43 El primer intendente fue José de Ábalos, quien había sido contador cuando José Solano y Bote era el gobernador de la provincia. El nombramiento tiene lugar por su gran conocimiento del territorio.44 Fue esta la primera institución de efectos aglutinadores sobre estas regiones, y el comienzo de una atención decisiva y determinante que hasta ahora no habían disfrutado en su carácter de zonas marginales o periféricas. Por fin habían sido tomadas en cuenta con decisiones que las dotaban de títulos y cargos, así como de un lugar preciso en el mapa de las Indias. Estas regiones parecían conformar a partir de entonces un conglomerado coherente de territorios. Nueve meses después de esta designación, y con el objeto «de consolidar la dominación española sobre zonas antes relativamente marginales, pero que ahora suscitan la apetencia de otras naciones», se creaba la Capitanía General de Venezuela, el 8 de septiembre de 1777.45 A partir de entonces se sucede una escalada institucional que, como dijimos, será vertiginosa, y viene a acelerar esa consolidación pretendida, otorgando a estas regiones la apariencia de unidad con que serán apreciadas en adelante. Se produjo, también, la determi-
Solo en la segunda mitad del siglo xviii se fundaron en la región oriental Mapire (1753), Güiria (1767), San Juan de las Galdonas (1769), Yaguaraparo (1769), Boca de Uchire (1783); en el sur oriental, en la Guayana, San Fernando de Atabapo (1756), Guasipati (1757), Upata (1762), Angostura (1764), La Paragua (1770), Tumeremo (1778). Muchas de esas fundaciones se realizaron por impulso de las misiones capuchinas, especialmente. En la región andina se fundaron Mucurubá (1751), Carache (1760), Mucuchachí (1770), Betijoque (1784), Pregonero (1790), Burbusay (1790). En el occidente se fundaron San Carlos del Zulia (1774) y Cabimas (1790). Y en la jurisdicción de la Provincia de Caracas o Venezuela, Capaya (1752), Calabozo (1752), Tucupido (1760), Naguanagua (1772), Valle de la Pascua (1774), Los Teques (1777), Zaraza (1778), Mariara (1781), Tocuyito (1782), Santa Teresa (1783), San Fernando de Apure (1789), Higuerote (1790), Río Chico (1790), San Joaquín (1795). Desde luego son muchos más; estos son los más representativos. 43 La Instrucción sobre la Intendencia en AGI, Caracas, 470, 8 de diciembre de 1776. Fue reproducida y editada así: Real Cédula de Intendencia de Ejército y Real Hacienda, Caracas, Ediciones de la Presidencia de la República, 1976. 44 Detalles de esto en Navarro García, 1959, pp. 66-68. 45 Navarro García, 1991, p. 160. La cédula en AGI, Caracas, 374, 8 de septiembre de 1777. Para comprender los efectos de este decreto sobre el territorio que posteriormente será Venezuela, véase la obra ya citada de González Oropeza y Donís Ríos, 1989. 42
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nante concentración de poderes en la ciudad de Caracas, aspecto que otorgó a sus principales una robustez que ensancharía las diferencias, como si eso fuese necesario, con el resto de las ciudades y provincias vecinas. La diócesis de Mérida se creó en 1778, la Audiencia de Caracas en 1786, el Obispado de Guayana en 1790, el Real Consulado de Caracas en 1793 y la Arquidiócesis de Caracas en 1803. En veintiocho años había ocurrido lo que no sucedió en tres siglos desde el Obispado de Venezuela creado en 1531. A lo largo de todo ese proceso que tiene como punto de partida las primeras capitulaciones a comienzos del siglo xvi, apenas se delimitaron provincias, gobernaciones y corregimientos, de manera que a partir de esta escalada institucional se imponía cierta unidad jurisdiccional sobre unas regiones con dudosa unidad histórica. Con todo, aquel manto administrativo perfiló de una vez y para siempre el territorio sobre el que se levantó la nación. El territorio indiano que sin duda se vio más profundamente afectado por las reformas administrativas de los gobernantes ilustrados fue el venezolano. Pero para comprender estas transformaciones, hay que remontarse a épocas anteriores, concretamente al primer tercio del siglo xvii, cuando se inicia la consolidación de la capitalidad de Caracas sobre un ámbito cada vez más dilatado. A esto contribuyó la espectacular e ininterrumpida difusión del cultivo cacaotero y el control que sobre dicha riqueza ejerció la poderosa aristocracia mantuana, que desde Caracas fue ampliando su influencia, primero sobre su provincia vecina, y más tarde, en el siglo xviii, sobre gran parte del territorio de la futura capitanía general de Venezuela, cuando los crecientes volúmenes de producción y exportación de dicho fruto alcanzaron cotas hasta entonces insospechadas.46
Se había conformado, dice Serrera, la «concentricidad institucional», en respuesta a la «excentricidad funcional» con la que aquellas regiones se habían desenvuelto hasta entonces. Fue el ascenso administrativo, y con ello político, de Caracas, pero no necesariamente de todo el territorio. Tal crecimiento, siempre en beneficio de los principales y más poderosos propietarios, se lograba, como siempre, en detrimento de sus vecinos menos robustos, pero también se constituía sobre una plataforma concreta que apreciamos como deficitaria, carente de infraestructuras y sin recursos sólidos sobre los cuales vehiculizar ese ascenso.
Historicidad de una cotidianidad vulnerable Lo que esta unidad jurisdiccional no revelaba, precisamente, era la realidad interna de estas regiones, sobre las cuales se asentaba una sociedad dispersa, tan inconexa como su inexistente comercio interno, cuya base material de existencia era la agrodependencia, tanto para su subsistencia como para sus ingresos. Sobre esa realidad se habían robustecido los propietarios caraqueños, los comerciantes marabinos y algunos hacendados con Serrera Contreras, 2001, p. 244.
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siembras desperdigadas sobre ese territorio, todos consolidando sus bienes, pero sin revertir sus ganancias en favor de su entorno, localidades o de las propias regiones en las que habitaban. Sus miradas apuntaban hacia el comercio exterior, fraguado con el intercambio ilícito sostenido desde las primeras décadas del siglo xvii, que ahora parecía formalizarse con las reformas institucionales que se imponían desde la metrópoli. Tampoco se resolvía con esta unidad jurisdiccional el verdadero problema que representaba la incomunicación interna. Toda la documentación demuestra las infranqueables barreras ambientales y geográficas que impedían el desplazamiento fluido en aquel territorio, y los siglos por venir lo ratificarán incluso hasta el presente. La «tiranía del tamaño y la distancia» a la que se refirió Cunill se aplica con precisión a este territorio. Las «constricciones físicas» a las que alude el gran investigador han «condicionado, de diversa manera e intensidad, la relación entre geografía e historia».47 El manto institucional que arropa a estas regiones a partir de entonces recogía doscientos cincuenta años de historia provincial con perfiles autónomos, como explicaron González Oropeza y Donís, cuyas mayores vinculaciones se construyeron desde los vínculos inmediatos, producidos a partir de necesidades igualmente inmediatas y nunca resueltas, o asistidas exitosamente desde otras regiones.48 Sabemos que la defensa de Maracaibo, por ejemplo, jamás pudo ser auxiliada desde Caracas ni desde Mérida, del mismo modo que la región oriental tuvo que resolver como mejor pudo los hostigamientos padecidos en épocas de piratas y embates de indios caribes.49 Nada unía a esas regiones más que su circunstancia administrativa y provincial ante la metrópoli. ¿Qué relación podría existir entre Pampatar, en la isla de Margarita, y La Grita, al suroeste de los Andes? ¿Cómo vincular Maracaibo con Angostura o Guanare con Carúpano? Cuando el Real Consulado se dio a la tarea de trazar o reparar caminos que conectaran Caracas con otros puntos de interés, especialmente comercial o de abasto, los proyectos tardaron décadas en ejecutarse. Algunos fueron culminados en tiempos de la república. Entre Cumaná y la Nueva Barcelona, separadas por unas veinte leguas, recién se vino a abrir un camino en 1754, más de siglo y medio después de fundada la segunda de ellas.50 Los viejos senderos, ineficientes para favorecer fluidamente el transporte, apenas fueron sustituidos en dos o tres oportunidades por iniciativa del Consulado, logros que de por sí resultaron tan laboriosos como importantes. Las obras para la ejecución de las vías de Caucagua a Caracas, de Caracas a Puerto Cabello y de Puerto Cabello a Valencia
Cunill Grau, 1999, p. 35. Véase González Oropeza y Donís Ríos, 1989, p. 8. 49 Altez, 2016b. 50 Véase Eugenio Martínez, 1995. Ese mismo camino tuvo que ser reparado en 1803 y su renovación le costó al Consulado unos 36 000 pesos (Arcila Farías, 1946, tomo II, p. 124). En 1798, Esteban Fernández de León, entonces intendente, decía del estado del «camino desde Barcelona a esta capital [que] está lleno de caños anegadizos y ríos abundantes», y por el hecho de que por allí se conducía la correspondencia oficial, quedaba «expuesta a mojarse», y por tanto «se entregaba, según estoy informado, la llave de la valija al conductor [del correo], para que en tal acontecimiento pudiese sacar los pliegos y orearlos». Esteban Fernández de León al rey, Caracas, 9 de septiembre de 1798, AGI, Caracas, 508. 47 48
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fueron aprobadas en 1797.51 Por lo demás, ahora en tiempos de ampliar la circulación comercial, las rutas eran las mismas que tantas veces se horadaron desde la conquista y antes, con el andar de los indígenas. Por ello la insistencia en hallar rutas fluviales, que ahorrarían tiempo y facilitarían el transporte; sin embargo, esta fue una ilusión que nunca logró realizarse, salvo en el caso del Orinoco, con exiguos resultados. Mientras tanto, la vida cotidiana en el tránsito terrestre de estas regiones continuó con las mismas condiciones de siempre, invariables circunstancias que hacían de la comunicación una quimera. Desde la nueva Barinas, hacia 1802, se quejaban de su aislamiento con relación a los centros y autoridades regionales a los que se debía como sufragánea y subalterna, localizados en Mérida y Maracaibo, aquella por sede de la diócesis y la otra por ser la capital de la provincia. En su última mudanza, Barinas vino a dar al piedemonte surandino, ya totalmente en el llano, dejando las estribaciones montañosas a su espalda, e interponiendo la cordillera ante Mérida. Qué decir de la distancia que guardará con Maracaibo. Barinas bajó al llano para quedar a tiro de contacto con Caracas, lo que fraguó en tiempos de la Compañía Guipuzcoana. Quejarse de la distancia con sus autoridades escondía el verdadero propósito de volverse una provincia separada de aquellas ciudades. De los caminos en dirección a las capitales decían: Que las sierras que dividen esta provincia de la Capital de Mérida y Provincia de Maracaibo, son tan altas y escabrosas que se hacen absolutamente intransitables a nuestras cabalgaduras, y si por lo agrio de sus caminos es casi imposible el tránsito de esta a aquella Capital para personas delicadas por los muchos saltos, y voladeros, profundidad de sus callejones, y por la vehemencia del frío en sus dilatados paramos que llega a sofocar a los hombres y hasta las bestias.52
Las advertencias sobre las dificultades para el traslado que imponían las estribaciones andinas fueron observadas en toda proporción, incluso a escala regional. Juan Francisco de la Torre —en el expediente que pretendía la fundación de un obispado en Barinas— decía que «es notoriamente cierto» que las sierras «son de inmensa elevación, sus caminos sumamente peligrosos por las muchas y empinadas cuestas, estrechos y profundos callejones, saltos y desrriscaderos (sic) que el que expone lo ha andado en tres ocasiones». En una de ellas «iba pereciendo un hijo suyo en el Páramo de Mucuchíes entumecido del frío, por cuyas razones es temible y casi intransitable dicho camino especialmente a gentes delicadas y acostumbrados a los países cálidos como lo es esta Ciudad y Provincia». Otro vecino, Juan Briceño, respondió que las «sierras son tan altas y escabrosas que aun los mismos habituados a aquella serranía temen su tránsito, y que por esta razón son las cabalgaduras de este país inapropósitas (sic) para viajar por ellas, por cuyo motivo los
Arcila Farías, 1946, tomo II, p. 124. AGI, Caracas, 963, del expediente en el que la ciudad de Barinas solicita desmembrarse del obispado de Mérida y erigirse como obispado, 1802. Sobre la intención de fundar un obispado con sede en Barinas, también: Documentos relacionados con la solicitud de crear un Obispado en la Provincia de Barinas, Acuerdo de la Real Audiencia de Caracas sobre el asunto, Caracas, 1802, AAC, Varia, Carpeta 14. 51 52
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sujetos de esta Provincia que se hallan en precisión de ir a Mérida, se ven obligados a tomar mulas a flete de las acostumbradas a aquel piso, sin embargo de tener las propias».53 Un ejemplo que evidencia las circunstancias en una escala local tiene que ver con la construcción de la iglesia de Santa Ana en El Tocuyo hacia 1761. Los aspirantes incluían dentro de sus argumentos el hecho de que unas «mil almas», que vivían a «siete cuadras de la Iglesia Parroquial», veían impedida su asistencia a los rituales, pues «los lodazales que median entre aquel y esta son muchos y tan grandes en tiempo de invierno que no permiten que los moradores del mencionado barrio pasen con ningún pretexto a la ciudad, y les obligan de consiguiente a quedarse sin misa, y a carecer de pasto espiritual competente».54 El drama de comunicación es descrito por Serrera con precisión: A lo más, se aprecian algunas triangulaciones viales de limitado alcance espacial, sobre todo en el sector occidental del país. Sin embargo, pocas rutas transitables permitían el enlace entre ese sector y los valles centrales de la provincia de Caracas y, desde luego, no había posibilidad material de desplazarse por un itinerario terrestre fijo desde la propia Caracas hasta ese inmenso espacio que entonces —y aún hoy— se denominaba Oriente, cuyas comunicaciones había que establecerlas recurriendo al flete marítimo, normalmente más barato y seguro que el terrestre (salvo para las remesas pecuarias), excepto en períodos de conflictividad bélica, muy frecuentes, durante la centuria que nos ocupa en el litoral caribe.55
A cualquier escala, las vías de comunicación tropezaban con la topografía y el medioambiente. En los grandes tramos esto era un suplicio mayor. Con todo y las nuevas fundaciones de la segunda mitad del siglo xviii, a la realidad de los caminos se sumaban las inmensas distancias y la despoblación general. Una extensión tan vasta, aunque unida jurisdiccionalmente, enseñaba más espacios vacíos que habitados. Esto lo observaba Vicente Emparan en 1802, cuando proponía que se aprovecharan «las millares de leguas» existentes entre las provincias de Cumaná y Caracas («cuyos cabildos dan la norma a los demás de la Provincia»), para sembrar tabaco, a ejemplo de los extensos campos que en la península ibérica se utilizaban para los olivares, el trigo y el vino. Aseguraba, en referencia a los notables de Cumaná, que «la pobreza de los capitulares instruidos, como es natural de las circunstancias de su propio País», se expresaba en «un vecindario pobre, errante, o esparramado en un territorio dilatadísimo y mal poblado».56 Lo que Juan Carlos Garavaglia describió como paisaje, «un mosaico humanizado de ecosistemas», se observa aquí en escalas que van de lo micro a lo macro, siempre sobre regiones escasamente conectadas, que en realidad acaban pintando una escena de mu-
Del mismo expediente donde Barinas solicita desmembrarse del obispado de Mérida, 1802, AGI, Caracas, 963. 54 La Cofradía de Santa Ana de la Ciudad de Nuestra Señora de la Concepción del Tocuyo en la Provincia de Venezuela, El Tocuyo, recibido en Consejo en 12 de enero de 1763, AGI, Caracas, 190. 55 Serrera Contreras, 2001, p. 244. 56 Vicente Emparan al rey, Cumaná, 26 de marzo de 1802, AGI, Caracas, 523. 53
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chos paisajes, o bien muchos mosaicos desintegrados.57 Sobre esta realidad geográfica y ambiental, preexistente a las provincias y nuevas instituciones, se conformó la base material de la agrodependencia, quizás como una caleidoscópica reproducción de los agrosistemas a los que Garavaglia hace referencia en su trabajo. La vastedad sobre la que se asentaron los hacía conscientes de la dificultad de dominio a la que se enfrentaban. Cuando se realizó una de las tantas descripciones de la Provincia de Caracas hacia los años sesenta del siglo xviii, se señalaban sus límites así: «por la parte del naciente con la Provincia de Cumaná, por la del poniente con el Nuevo Reino de Granada y Provincia de Maracaibo, por la del medio día con el famoso río Orinoco, y por el septentrión con el Mar del Norte». Tal inmensidad, para lograr comprenderla en su diversidad, era dividida en «tres zonas o fajas de tierra»: la «Cordillera de la Serranía», que coincide con la zona costa-montaña que da al Caribe; una «Segunda Cordillera», en la que destacaban los valles sembrados, que parece estar asociada con los valles del Tuy y de Aragua, y una «tercera zona que es toda de llanos». Indicaban que «es necesario usar de agujón para no perderse».58 Estas sociedades que hicieron vida sobre aquel vasto territorio de incontables accidentes geográficos nunca lograron convivir en paz con los propios ambientes que produjeron desde su implantación, ni desarrollar una vida materialmente próspera; antes bien, esta fue siempre deficitaria, carente, sobreexpuesta y vulnerable. La riqueza alcanzada por algunas familias y anclada a unas pocas ciudades jamás guardó proporción con su contexto material, contradictoriamente producido por su propio asentamiento e históricamente desarrollado desde la explotación del entorno con la que perduraron en aquellos paisajes. No fueron sólidas las fortalezas, no eran resistentes las edificaciones públicas, ni decentes o mucho menos opulentas las religiosas. Dos siglos y medio después de ocupadas, esas regiones continuaban demostrando su vulnerabilidad material y su pobreza general. Todo era susceptible al comportamiento regular de la naturaleza, y hasta las hormigas atentaban contra la estabilidad de las construcciones. En 1772, por ejemplo, el gobernador de Margarita señalaba «el continuo deterioro» en que se hallaba el castillo de La Asunción, «causado del comején, orín y polilla o carcoma», y «por más cuidado que se pone por los capitanes de estos fuertes encargados de ellos, y por los demás a quien corresponde», todo estaba en situación de «inutilidad».59 Unos años después, en la misma isla, el mayordomo de la iglesia de La Asunción solicitaba apoyo económico para la reparación del arco toral, pues se hallaba con «tres graves hendeduras, y los cimientos de dos de sus paredes y los de la torre casi destruidos por el insecto de la hormiga».60
Garavaglia, 2001, p. 103. Descripción de la Provincia de Caracas, AMN, Caja 0286, Manuscrito 0565, Documento 3. Creemos que hace referencia al uso de la brújula. 59 Joseph de Matos, gobernador de Margarita, al bailío Julián de Arriaga, Margarita, 14 de junio de 1772, AGI, Caracas, 879. 60 Andrés Josef Narváez al capitán general, Margarita, 3 de junio de 1802, AGI, Caracas, 963. 57
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En 1767 vivían en Araure, incluyendo a los esclavos, 2717 personas, pero en la villa apenas había 50 casas, de las que se decía «la más parte de ellas arruinadas y sin gente».61 De Cumaná se decía, en la misma década, que «la fábrica de la ciudad es de débil materia, no tanto por los terremotos que padece, como por la pobreza voluntaria y desidia de sus naturales». No daba crédito quien redactaba este informe a esta situación, especialmente al entender que se hallaban rodeados de fuentes de riqueza inexplotadas.62 En 1765 denunciaban desde Gibraltar que su iglesia se hallaba arruinada desde 1745, y que se había caído por sí sola; pedían auxilio para su reedificación.63 En 1773 la iglesia de Yaritagua, de paja, se incendió sin motivo aparente.64 En 1781 escribían desde Barquisimeto para informar que la capilla pública del sitio de La Vega era un despojo, pues el comején «despedazó» las paredes.65 En 1797 temían en Boconó que el río Pedernales acabase con el pueblo, pues «sus aguas en el tiempo de invierno andan tan desavenidas que entran por las calles» y forman «unos zanjones tan formidables que dan terror y espanto, como que hay algunos que no les faltan cuatro estados».66 En 1785, el obispo de Mérida de Maracaibo, como se denominaba aquella diócesis con sede en la ciudad de los Andes dentro de la jurisdicción que tenía su capital en el puerto del lago, indicaba «las miserias de este país», y comenzaba diciendo que «el hospital no tenía aun fábrica material». Sobre la iglesia diría que se encuentra «en extremada miseria», y que se hallaba «en deplorable estado en su construcción material».67 En 1793 se creía que la iglesia de Chivacoa era «inconveniente» por ser de bahareque y paja, temiendo que se incendiara en verano. En 1803 la iglesia de Quíbor amenazaba ruina y estaba destechada, «por su antigüedad». En 1806 la iglesia de Cuara se cayó, «porque los bachacos se comieron sus cimientos».68 De bichos que se comían las edificaciones hay interminables denuncias; no obstante, los insectos hallaban otros manjares igualmente apetecibles en sus andanzas. El cura de Baruta, pueblo hoy conurbado con Caracas, se quejaba del comején en 1812: «acometieron la caja donde yo tenía guardadas las partidas, y desmesurados, se comieron los cuadernos de ellas, otros varios papeles, y hasta uno de los libros parroquiales de mi predecesor, que tiene buen forro de cuero, lo dañaron los insectos».69
61 Estado de los criadores de ganado y de los hierros que usan de Araure, AMN, Caja 0287, Manuscrito 0566, Documento 13, f. 180 v. 62 Descripción de Cumaná y su Provincia, AMN, Caja 0285, Manuscrito 0564, Documento 27, f. 311 r. 63 El gobernador de Maracaibo al Consejo de Indias, Maracaibo, 12 de septiembre de 1765, AGI, Caracas, 203. 64 Cartas al obispo, Yaritagua, 4 de diciembre de 1773, AAC Apéndice de Parroquias, Carpeta 164. 65 Sobre la capilla pública del sitio de La Vega, 1781, AAC, Parroquias, Carpeta 13. 66 Cartas al obispo, Boconó, 1797, AAC, Parroquias, Carpeta 15. 67 Fray Juan Ramos de Lora a José de Gálvez, Mérida, 6 de mayo de 1785, AGI Caracas, 286. 68 Todo en Provisiones de curato de cada uno de estos pueblos, 1793, 1803 y 1806, AAC, Parroquias, Carpeta 104. 69 Pedro Manuel de Mesa al arzobispo, Baruta, 7 de abril de 1812, AAC, Parroquias, Carpeta 14.
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Treinta años después del sismo de 1766 decían desde la iglesia de Petare, entonces un pueblo a las afueras de Caracas, que «con motivo de la mala construcción del techo y el desplome de la pared de enfrente de la sacristía causado por el terremoto», le ha «penetrado la humedad de las lluvias» de cada año, y a pesar «de los estrenos de las maderas», se pudrieron y desprendieron, «y vino a tierra dicho techo en mayo de 1794.70 En 1808 denunciaban desde Calabozo que su iglesia tenía «desplomadas las paredes de la sacristía» y que «hasta las alfardas se encontraban quebradas». En 1809 continuaban con el caso, comentando que «por su mala construcción, por la antigüedad, y por las injurias de los tiempos, está totalmente deteriorada y amenaza ruina». Describían el asunto con detalle: «parte de los horcones introducidos en el bahareque están podridos»; «sus paredes consumidas»; «cuando mucho, podrá subsistir el templo como seis meses, más o menos». En 1812, cómo no, se vino al suelo con los temblores de ese año.71 Si nos concentramos únicamente en las edificaciones religiosas, las cuales, como hemos afirmado anteriormente, representaban las construcciones de mayor envergadura después de las fortificaciones, y las más comunes por estar presentes en todas las localidades de Hispanoamérica, un seguimiento a su situación podría convertirse en indicador del estado material de aquella sociedad. Del estado de algunas edificaciones religiosas de la diócesis de la Provincia de Venezuela hacia finales del siglo xviii, informaba el obispo Mariano Martí en su visita.72 Las calificaciones que más se repiten al describir las iglesias son las siguientes: ruina, indecente, desaseada, desplomada, maltratada, cuarteada, rendida, podrida, rajada, junto a comentarios como «se vino al suelo», «no tiene plan ni concierto» o «pueblo de infelices». Su gobierno espiritual duró desde 1771 hasta 1784. Uno de sus antecesores, Antonio Díez Madroñero, quien actuó entre 1757 y 1769, contabilizó en su relación sobre el obispado «once ciudades, seis villas y ciento y treinta aldeas», «doscientas y tres iglesias», de las que «ciento y cincuenta y seis son parroquias», con «quince conventos» y «trece hospitales». Diría de sus construcciones que muchas «son construidas de lodo, pajas y maderos», pero que «ahora se han reedificado con materiales firmes y sólidos».73 Como demuestra la visita de Martí, esto último no parecía ser una realidad alcanzada. Ciertamente, no es este el panorama de una sociedad próspera ni el indicador de crecimiento económico que se advertía en el movimiento de las mercancías y la exportación. Es justo decir, igualmente, que también había localidades y ciudades cuyas construcciones se hallaban en buen estado, a pesar de que no reflejaran en su aspecto el estatus al que aspiraban los criollos o la decencia que pretendían los peninsulares.
Pablo Romero al obispo, Petare, 13 de abril de 1795, AAC, Parroquias, Carpeta 101. Juan Rodríguez al arzobispo, Calabozo, 31 de enero de 1808, AAC, Parroquias, Carpeta 29; Bachiller Betancourt al arzobispo, Calabozo, 20 de mayo de 1808; y documentos ss. 72 Ha sido publicado en siete tomos por la Academia Nacional de la Historia de Venezuela: Mariano Martí, Documentos relativos a la visita Pastoral de la Diócesis de Caracas (1771-1784), 1998. 73 Relación del estado de la iglesia de Caracas, y del Obispado de Venezuela en las Indias Occidentales, Antonio Díez Madroñero, Caracas, 12 de julio de 1765, AGI, Caracas, 207. 70 71
LA PROSPERIDAD INALCANZABLE 183
Aunque la economía seguirá creciendo hasta la llegada de la independencia, de acuerdo con lo que demuestra Ferrigni, en nada redituaron esas ganancias sobre una mejora material común o general. Está claro que el aumento de la producción, especialmente la ganadera y la de nuevos géneros, así como las exportaciones, tuvo dificultades, e incluso estancamiento; no obstante, las familias de siempre, propietarios y hacendados con más de un siglo de ingresos y robustez, continuaron en las mismas circunstancias. Su situación no cambió, como tampoco cambió la pobreza que los rodeaba. Probablemente no habrían de tener mucha voluntad de mejorar el contexto en el que se anclaban sus propiedades, y eventualmente fueron mezquinos con sus vecinos. Desde luego, no tenían por qué ser benefactores o filántropos, pero a la vuelta de más de cien años de opulencia y crecimiento, habiendo comenzado a amasar sus riquezas desde las últimas décadas del siglo xvii, llama la atención que continuaran viviendo en medio de tanta pobreza. Valga el ejemplo de Martín de Tovar, conde y descendiente directo de Manuel Felipe de Tovar, sobrino del obispo don Mauro llegado a Caracas en 1640. En sus tierras de Mamporal, que incluían el sitio donde se hallaba el pueblo, el conde no permitía que se construyeran casas ni que se fabricase iglesia nueva. No obstante, dejaba que los hacendados de la zona se hospedaran en las viviendas «inmediatas a esta Iglesia, para para oír misa y concurrir a las demás funciones eclesiásticas». Sus habitantes se quejaban de que «los pocos pobres que ahora viven en algunas de dichas doce casas [el total que conformaba al pueblo] están como disimulados y expuestos a que los lancen de allí». Sin embargo de que el sitio de esta Iglesia está algo alto, me dice este Cura que es húmedo, y que a distancia de una cuadra y media de esta Iglesia, hacia el Sur, hay un sitio más a propósito… para Iglesia, siempre que se hubiere de fabricar o reparar ésta, pero hay también en aquel sitio la misma dificultad que en este, porque el dicho sitio son también tierras del mismo don Martín de Tovar, que no quiere dar licencia a quien quisiere para fabricar casas…74
Con su actitud, el conde de Tovar no solo estaba siendo mezquino, sino que representaba la indiferencia general ante el ambiente que aquella sociedad produjo para su existencia. El ejemplo exhibe lo escasamente preparados que estaban para enfrentar la propia pobreza endémica que los acompañaba desde sus asentamientos primarios, así como para convivir exitosamente con los distintos ambientes y regularidades características de aquellos contextos. En esa segunda mitad del siglo xviii padecieron los mismos problemas de siempre, como si ese crecimiento económico jamás hubiese ocurrido, lo que indica, una vez más, que riqueza y bienestar común no necesariamente representan una relación de iguales proporciones. El ejemplo de la coyuntura desastrosa que sufrió la isla de Margarita luego de aquella larga sequía en la década de 1750 y la epidemia de viruelas que diezmó a los pocos sobrevivientes, es igualmente claro. La isla estuvo al borde de ser abandonada. A tal punto Tomado de la visita del obispo Martí, 1998, tomo II, pp. 660 y 661. La fecha es 23 de febrero de 1784. 74
llegó la dispersión de sus vecinos que se elaboró un padrón para precisar la situación con detalle, en el que se indicaba que solo en La Asunción hasta 865 personas habían abandonado la ciudad, llevándose sus esclavos y hasta el poco ganado que les quedaba.75 En doscientos años de ocupación de la isla nunca se resolvió la convivencia con la regularidad de las sequías. La escasez de precipitaciones, especialmente en verano, solía coincidir con los incendios, habituales en poblaciones con techos de paja y con caña como estructura de viviendas. Importante fue el que sucedió en la misión de Lagunitas, cerca de Valencia, en 1773. Las llamas acabaron con el pueblo. Había ocurrido por la técnica de la roza, que eventualmente se realizaba prendiendo fuego al monte, para erradicarlo. En este caso exterminaron el monte y la misión.76 La roza, de práctica común entre los agricultores, estaba secando el lago de Valencia hacia 1768, según el teniente y justicia de la ciudad. Aseguraba que «tengo por cierto que el irse secando poco a poco, es porque como sus montañas se han ido esterilizando con las rosas, los ríos padecen la falta de agua los dichos meses del año, será el motivo de su seca, pues yo la conocí desaguar al río de Maruria (alias el Pao)».77 Por otro lado, las lluvias regulares, que en estas regiones tropicales suelen ser abundantes, ya representaban un problema por su alta pluviosidad. Como hemos comentado, cuando enfrentaban lluvias intensas, los resultados solían ser catastróficos, especialmente en las zonas con laderas inestables y quebradas que canalizaban aludes torrenciales. El caso más resonante de la segunda mitad del siglo xviii lo encontramos con lo ocurrido en La Guaira y el resto del litoral central en 1798, entre el 12 y el 13 de febrero de ese año. Según comentaba el gobernador Pedro Carbonell, «ni en los monumentos antiguos, ni en la noticia de los ancianos, hay memoria alguna de semejante tempestad a la presente».78 En La Guaira «se llevó cinco puentes», y hubo que derribar la muralla a cañonazos para permitir la salida al mar del agua que bajaba por la quebrada. Todas las fortalezas se vieron dañadas, así como cortados sus caminos de acceso. Muchas viviendas quedaron anegadas y «en el puerto se perdieron un bergantín, una goleta, una lancha, siete canoas, porción de cayucos pescadores y cuatro barcos fondeados se hicieron a la vela». Se ahogaron vecinos, soldados e incluso tripulantes de los buques apostados. Los sobrevivientes 75 Sobre la sequía: Representación de los alcaldes ordinarios al rey, Margarita, 31 de agosto de 1751, AGI, Caracas, 391. Sobre la epidemia, Francisco Pepín González al rey, Margarita, 13 de septiembre de 1750, AGI, Santo Domingo, 612. Sobre la dispersión de los vecinos, Relación judicial hecha por ante el escribano de cabildo de esta ciudad de la Asunción de Nuestra Señora Isla de la Margarita de los vecinos que viven fuera de ella y arrabales, esparcidos por todo su territorio montuoso, ocultos en su maleza en casas de todas clases, Alonso del Río y Castro, La Asunción, 30 de octubre de 1760, AGI, Caracas, 229. Estudio sobre el caso en Altez, 2018. 76 Relación Histórico-Geográfica de la Provincia de Venezuela, por Agustín Marón, 1775, publicada en Arellano Moreno, 1961, p. 465. 77 Descripción de la Laguna de Valencia, AMN, Caja 0287, Manuscrito 0566, Documento 13, f. 137 r. 78 Pedro Carbonell al rey, Caracas, 23 de marzo de 1798, AGS, Secretaría de Guerra, 7184, Expediente 52. Una relación pormenorizada de los daños ocurridos en La Guaira acompaña esta carta.
LA PROSPERIDAD INALCANZABLE 185
quedaron desnudos y se perdieron las armas de las guarniciones. En Puerto Cabello se inundaron casas y se dañó su fortificación, desmoronándose y cayendo al mar un pedazo. Maiquetía y Macuto «quedaron arruinados», y muchas haciendas de la costa se vieron sepultadas por las avenidas.79 Aunque resulte muy sugerente la afirmación del gobernador Carbonell sobre la ausencia de memoria acerca de «semejante tempestad», no sería ese el primer evento por el estilo ni estaban tan distantes en el tiempo otros de corte similar. Las lluvias de 1780, producidas por el huracán San Calixto II, y las de los años siguientes, también habían causado daños en el litoral conducentes a reparaciones en las infraestructuras de defensa. De ríos desbordados hay innumerables noticias sobre los llanos a lo largo de todo el siglo xviii. De hecho, tenían reconocido el efecto de la época de lluvias sobre los cauces y zonas inundables, al punto que los ganaderos, «con tiempo, especialmente los que viven entre Orinoco y Apure, se traen sus ganados a invernar al Norte, y así suelen escapar». Con todo, «las reses y demás ganados que pueden abrigarse en algún banco alto sólo escapan, todos los demás perecen».80 Describían el fenómeno en la región como «formidable», pues alcanzaba a cubrir hasta «160 leguas», de tal manera que convertía la región en un «mar navegable», efecto que duraba todo «el invierno», hasta «seis meses».81 Barinas, por ejemplo, se había inundado en 1770, a pesar de haber sido escogido el lugar con suma insistencia por los pobladores que trasladaron su nombre, no la ciudad, al llano. El mayor efecto padecido una y mil veces en aquellos ambientes, sin embargo, provenía de las epidemias. Sería interminable documentar todas las que hemos presentado más atrás en los cuadros al respecto. No obstante, y para complementar el panorama general en estas décadas de la segunda mitad del siglo xviii, podemos señalar que la de viruelas que caminó desde 1763 hasta 1772 por Caracas y el oriente fue de las peores, y conformó una de las coyunturas desastrosas más contundentes de la época, tal como vimos. En seis ciudades de la Provincia de la Nueva Andalucía alcanzó a producir 2005 víctimas en 8396 contagios, lo que representa un 24% de mortalidad del virus. Un interesante cuadro a manera de relación estadística acompañó el informe que al respecto hizo el gobernador José Diguja.82 79 Idem. Este evento causó daños en todo el litoral central, desde Río Chico hasta, como se observa, Puerto Cabello. Sobre Río Chico hay información en AAC, Apéndices de Parroquias, Carpeta, 165. Sobre La Guaira, con más detalle, Expediente relativo a los estragos que causó en los puentes, casas y demás edificios del Puerto de La Guaira, el río crecido que se introdujo por él, 1798, AGN-V, Diversos, 49 folios. Y sobre el evento en general, véase AGN-V, Gastos Públicos, tomos V y XI; AGN-V, Intendencia, tomo CXXIX; AGN-V, Gobernación y Capitanía General, tomo LXIX; y en Blanco y Azpurúa (eds.), 18751878, pp. 355-356, siendo esta la narración más conocida sobre el caso. 80 Relación Histórico-Geográfica de la Provincia de Venezuela, por Agustín Marón, 1775, p. 465. 81 Documento 3, Descripción de la Provincia de Caracas, AMN, Caja 0286, Manuscrito 0565. 82 Estado que manifiesta el número de personas de todas calidades, sexos y edades que en la Gobernación de Cumaná han padecido el contagio de Viruelas, José Diguja, Cumaná, 4 de julio de 1765, AGI, Caracas, 203. Estudios sobre esta epidemia: Gómez Tovar, 1998 y 2002. Hay más información documental sobre esta epidemia en Antonio Díez Madroñero al rey, Caracas, 10 de mayo de 1764, AGI, Caracas, 368.
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Solo en Caracas esta epidemia parece haber causado entre 10 000 y 13 000 víctimas mortales en sus largos años de impacto.83 Cuando el virus llegó a Guayana en 1767 se hizo relación de los contagiados y sobrevivientes en el fuerte del lugar, y se totalizó lo siguiente: en 1767 había 84 enfermos y 17 muertos; y en 1768, 95 contagiados, 19 fallecidos, 38 sanos y 11 desertores.84 La coyuntura desastrosa en la que se insertó esta epidemia, especialmente padecida en Caracas y el oriente, incluyó fuertes sequías y un sismo en 1766. De ello se quejaban los hacendados hacia 1769 cuando señalaban que con el virus murió mucha gente, incluidos esclavos, y que con la sequía se habían incendiado algunos árboles de cacao. El temblor, por fortuna, no causó daños graves en la ciudad, aunque sí en otros parajes.85 Ciertamente las epidemias resultaban inevitables, como los terremotos, las lluvias o cualquier fenómeno natural; no obstante, está claro que las precarias condiciones de salubridad favorecían los contagios o la prolongación del virus. Esa precariedad, característica de estas regiones y de esta sociedad en general, representaba un ambiente de cultivo al mundo virulento y bacteriológico de entonces. Y por lo general no hacía falta que llegara una epidemia para demostrarlo. Por ejemplo, en Cumaná, hacia 1789, se describía una situación muy penosa al comentar que personas de todas calidades eventualmente eran halladas —como sucedía con los pobres y los indígenas jornaleros— tiradas «en las calles o debajo de algún árbol» con las «enfermedades ocurrentes» (viruela), «destituidas de todo auxilio temporal».86 Escenas como estas, quizás, fueron las que empujaron a los principales de Caracas a crear juntas de misericordia o casas de beneficencia que mantuviesen al margen a los menesterosos, o bien a recluirlos a modo de «solución» al asunto.87 La pobreza, en este caso, se convertía en un problema a erradicar del horizonte, aislándola del espacio compartido. Con todo, estas circunstancias demuestran que esa pobreza y todas sus manifestaciones consecuentes resultaban aspectos comunes de la vida cotidiana en la ciudad más importante de estas regiones, como sucedía también en las otras o en todas partes.
83 Gómez Tovar, 2002. Núñez, refiriéndose a la Provincia de Caracas, dice que «la epidemia existente desde 1763 ha devorado más de cuarenta mil personas», 1963, p. 149. Con relación a la ciudad en particular indica que «trece mil personas se cuentan entre muertos y ausentes», p. 167. 84 Relación individual de los enfermos y muertos que ha habido en el presidio de la Guayana entre 19 de mayo y fines de noviembre de 1767 en que empezaron las enfermedades, Juan Antonio Bonalde, Guayana, 1 de enero de 1768, AGI, Caracas, 879; y enseguida, del mismo Bonalde, Relación de los que han enfermado en aquel destino y de los que han muerto y desertado, Guayana, 20 de marzo de 1769. 85 La ciudad de Caracas al Consejo de Indias, 31 de enero de 1769, AGI, Caracas, 12, sobre el aumento del precio del cacao: «la notoria escasez de aquel fruto, y el acrecentamiento de su valor que adquieren todas las especies, cuando las cosechas son poco abundantes podían inclinar su justificación a la condescendencia de tan regular instancia, mayormente constándole los contratiempos que ha padecido, y aun experimenta aquella Provincia con la epidemia de viruelas del año de 1764 que ha quitado crecido número de vidas, y esparcido el temor de tan fuerte azote por los campos mucho gentío, y la sequía e incendios sucedidos en el de 1766 que consumó y redujo a cenizas innumerables árboles de cacao con ruina de los hacendados y de sus fondos de que ha resultado la escasez de su fruto…». 86 Antonio Patricio de Alcalá al capitán general, Cumaná, 17 de febrero de 1789, AGI, Caracas, 395. 87 Hay estudio del problema en Langue, 1994.
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Indicaban, a su vez, que el desequilibrio y la desigualdad entre los sectores que conformaban aquella sociedad era un problema cada vez más evidente y agudo. Ninguna de estas manifestaciones que hemos atendido aquí aparecían por primera vez en esas regiones, ni las afecciones ante los fenómenos naturales ni las ruinas en las construcciones ni los contagios ni la pobreza. Se trataba de condiciones contextuales que habían estado presentes desde las primeras fundaciones, como un resultado coherente y correspondiente con las circunstancias halladas en el proceso de ocupación y asentamiento colonial. Todo iba asido a la implantación, y se reproducía históricamente a partir de la base material originalmente conformada. Aquella ausencia de riquezas minerales que condujo a una economía de subsistencia y a colocar en la periferia a estos territorios cristalizó en las deficiencias materiales que hemos observado, así como en la pobreza endémica y general demostrada empíricamente con la documentación. Ese proceso plasmó, con dramatismo y contundencia, la historicidad de una cotidianidad vulnerable. El reflejo más significativo de todo esto se observa en el casi inexistente crecimiento de la población en Caracas, la capital de todo y la ciudad que reunía, o bien debía reunir, las mejores condiciones en aquel territorio. Además del impacto catastrófico de la viruela entre 1763 y 1772, así como otras enfermedades y padecimientos propios de las regularidades fenoménicas del contexto, su pobreza estructural, esencialmente, impidió que la población aumentara, e incluso se advierten en la época ciertos períodos con retrocesos. Unas condiciones tan deplorables favorecían el efecto mortífero de las enfermedades, y restaban fuerzas a una sociedad ya diezmada por tanta precariedad. En 1811 comentaba José Domingo Díaz, médico criollo, sobre la salubridad de Caracas, «a pesar de sus excelentes circunstancias» latitudinales. Decía el experimentado galeno que era «causa bien sensible» que el agua de sus pilas no fuera de fiar: «Conducida por antiguas cañerías que rarísima vez se han limpiado, está llena de substancias impuras y ofensivas que dan de sí las materias arrastradas desde el río donde se toma». Señalaba que desde 1803 se había ordenado construir una nueva cañería en beneficio de la calidad del agua, pero esta obra no se llevó a cabo. Comentaba Díaz, además, sobre la mortandad por parroquia asociada, según sus observaciones, a la contaminación del agua: en la parroquia Santa Rosalía morían 31 habitantes cada mil personas; en Altagracia, 35; en la Catedral, 38; en San Pablo, 41; al igual que en La Candelaria, 41.88 En su estudio sobre la población de Caracas, Lila Mago reunió los padrones eclesiásticos entre 1772 y 1815.89 En ellos se puede apreciar, tal como indicamos, el movimiento demográfico con tendencia al decrecimiento: I) Entre 1772 y 1802 la población se mantuvo más o menos estable, con un crecimiento lento. A partir de 1802 se inicia un proceso de recuperación en casi todas las parroquias estudiadas, tendencia que se acentuó en el transcurso de esta primera década del siglo xix. Díaz, 1811, p. 6. Mago de Chópite, 1997. Los padrones eclesiásticos consultados en este trabajo son tomados de AAC. Conviene decir que los indígenas son tomados en cuenta solo en los padrones de 1802, 1804, 1811 y 1815. 88 89
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II) Entre 1810 y 1815 la población descendió notablemente, con pérdida de 10.918 habitantes. Las causas de este deterioro demográfico pueden atribuirse a dos hechos fundamentales que afectaron notablemente la sociedad caraqueña: el terremoto de 1812 y los sucesos que condujeron a la Guerra de Independencia.
En complemento del trabajo de Lila Mago, hemos hallado la población de Caracas para 1750-1751, 1769, y tomaremos, además, la cifra que Joseph Luis de Cisneros —aquel comerciante cercano a la Compañía Guipuzcoana— indicó hacia 1764, fecha de la publicación de su libro. También tomamos en cuenta la cifra que aporta J. D. Díaz para 1810, sumando datos poblacionales al período con respaldo documental. El «Resumen de las almas» de 1750-1751, cabe aclarar, no incluye a los indios en sus cifras (porque con «los indios se quiebra de todo punto las reglas de la naturaleza, se mantienen con animales de campo y raíces silvestres, y en todo se encuentra una extravagancia grande») ni a los soldados.90 De esta manera, para poder comparar las cifras entre cada año, restamos a los indígenas en los padrones que compiló Mago. Son estimados, por tanto, los blancos, pardos libres, negros libres, esclavos y los eclesiásticos. Las cifras de Cisneros y Díaz no especifican ninguna calidad social, así que suponemos que han de incluir a toda la población. De esta manera, los habitantes de Caracas, teniendo en cuenta las calidades sociales indicadas, serían los siguientes en el período observado. Cuadro 10. Población de la ciudad de Caracas, 1750-1815 Fuente
Año
Población
Matrícula
1750-1751
18 008
José Luis Cisneros
1764
26 340
Informe
1769
18 050
Padrón eclesiástico
1772
18 628
Padrón eclesiástico
1792
28 362
Padrón eclesiástico
1802
28 922
Padrón eclesiástico
1804
30 223
José Domingo Díaz
1810
31 183
Padrón eclesiástico
1811
29 837
Padrón eclesiástico
1815
18 937
Fuente: Cisneros, 1981 [original de 1764]; Díaz, 1811; Mago de Chópite, 1997; AGI; AMN; AAC.
Cisneros, 1981 [original de 1764]. La matrícula de 1750-1751: Recopilación o resumen general de las almas que tiene esta Gobernación de Venezuela y Caracas, elaborada por Antonio de Lovera y Otañes, 22 de abril de 1752, AGI, Caracas, 368. El informe con totales de población de 1769: Estados de población, 1 de marzo de 1769, AMN, Caja 0287, Manuscrito 0566, documento 1, Caracas, firmado por Francisco Fermín de Gazzara. 90
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Del cuadro anterior podemos deducir que, aunque la cifra de Cisneros pudiese ser cuestionable (no refiere ninguna fuente, padrón o matrícula), es muy probable que entre 1750 y 1764 haya crecido la población. Este crecimiento va a ser demolido inexorablemente por la viruela, y es por ello que, en 1772, cuando todavía campeaban sus efectos, se totaliza una población casi idéntica a la de veinte años atrás. El retroceso observado en 1769 revela el severo impacto causado por la epidemia. Hacia 1792 la población se recuperó y parece haber alcanzado, e incluso superado, aquella cifra que estimó Cisneros. En 1802, esto es, diez años más tarde, la población, prácticamente, no ha crecido, y aunque aumentó en 1804 y 1810, vuelve a caer en 1811. Al año siguiente, 1812, inicia la guerra y tienen lugar los terremotos, lo que explica la drástica reducción observada en 1815, cuando los caraqueños alcanzan una población apenas unos cientos por encima de la que enseñaban sesenta y cinco años atrás. Figura 10. «La marquesa del Toro transportada por un sillero».
Fuente: detalle del mural de José Hilarión Ibarra, c. 1828, Museo de Arte Colonial, Caracas [la marquesa es llevada por un sillero durante su regreso a Venezuela después de haber huido del horror de la guerra].
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Solo con los sismos han sido estimadas hasta 6420 víctimas fatales en la tarde del 26 de marzo.91 Luego, la guerra fue capaz de multiplicar la muerte en cifras que compiten con la viruela. Es pertinente subrayar que, en todo caso, los capítulos más cruentos del conflicto armado se reparten entre 1812 y 1815, aproximadamente. Entre esos años se deben separar diferentes momentos: el comienzo, asentado esencialmente en 1812 con los terremotos como protagonistas; un segundo momento determinado por el decreto de Guerra a Muerte que impulsó Simón Bolívar, que corre entre 1813 y 1814; y un tercero, protagonizado por los asaltos de Boves y la emigración a oriente, que abarca los años 1814 y 1815. José Domingo Díaz, quien además de médico era un monárquico convencido y enemigo acérrimo de Bolívar, estimó en 1817 que las pérdidas humanas entre 1812 y 1816, en el caso de la Provincia de Caracas, ascendían a 42 287, incluyendo las ocasionadas por los terremotos. Su cálculo con relación a la región oriental es espeluznante: 134 487 víctimas.92 En el caso de la emigración a oriente de 1814, de unas 20 000 personas que huyeron de Caracas, 12 000 murieron en el intento. Gráfico 1. Variación de la población de Caracas, 1750-1815
Título del gráfico 35.000 30.000 25.000 20.000 15.000 10.000 5.000 0
1750
1764
1769
1772
1792
1802
1804
1810
1811
1815
Fuente: elaboración propia sobre las mismas fuentes del cuadro 10.
Los habitantes de la capital, como los del resto de las regiones, ciudades y pueblos, vivieron décadas nefastas al final del modelo colonial, coronando su colapso con una Altez, 2006a; 2010; 2015; 2016b. Díaz, 1817.
91 92
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guerra atroz y violenta, condimentada por la destrucción generalizada que causaron los sismos. Sus vicisitudes no fueron «fortuitas», sino la cristalización coherente de un proceso anclado en deficiencias materiales, profundas desigualdades, vulnerabilidad, pobreza y una relación con la naturaleza que jamás fue positiva.
Epílogo
El inexorable resultado de un asentamiento sin elección
El proceso de implantación, en el caso que hemos atendido, produjo un ámbito marginado de los intereses centrales del imperio, estructuralmente empobrecido, anclado a regiones desatendidas por falta de riquezas minerales, y con una relación equívoca ante la naturaleza y sus regularidades. Sobre todo esto emergió una sociedad, o bien un desconcierto de sociedades ancladas a estas regiones, agrupadas bajo diversas formas de administración que acabaron por conjuntarlas en una unidad territorial, cuya condición elemental fue el déficit material sostenido, la agrodependencia, la ausencia de adaptación y la vulnerabilidad. La pobreza, como la vulnerabilidad, no son cosas, o carencia de cosas, y tampoco son literalidades que deben comprenderse únicamente a través de la comparación entre realidades materiales desiguales; ambas son productos históricos, condiciones producidas y reproducidas históricamente cuyas manifestaciones o expresiones determinan resultados concretos. Las relaciones conflictivas con las regularidades fenoménicas y las condiciones ambientales que resultan de ese mismo proceso, en este caso, condujeron a transformar la naturaleza en un amplio abanico de amenazas, en un espectro de peligros con probabilidades certeras, en incomodidades representadas por una existencia profundamente deficitaria. La fijación al territorio como producto de intereses imperiales y metropolitanos hizo de la implantación un asentamiento en desequilibrio, algo que nunca se pudo resolver durante el proceso colonial. La reproducción de esas condiciones tiene lugar en el tiempo, pero también en el espacio. Se trata de la no resolución de la fijación original, representada en la incomodidad sostenida frente a la naturaleza, sus fenómenos e incluso ante el propio ambiente que esa sociedad levantó como contexto de existencia. La reproducción en el espacio de esas condiciones, por un lado, se observa empíricamente; su reproducción histórica se interpreta en sus procesos sociales y materiales. La presencia permanente de las precariedades que se acusaban directamente desde cada ámbito a lo largo de esos siglos da cuenta de su historicidad y de la vulnerabilidad de aquella sociedad. No se es vulnerable solamente por exponer una realidad construc-
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tiva deleznable o «indecente», sino por el sostenimiento de esas condiciones concretas y por la profundización de fragilidades generales. La vulnerabilidad es, ante todo, un contexto históricamente producido que se manifiesta en diversas variables, las cuales demuestran la escasez de recursos, respuestas y condiciones que una sociedad posee para el desarrollo exitoso o satisfactorio de su propia existencia. Es por ello que la entendemos como una totalidad entramada sobre todas las estructuras. La pobreza característica de estas regiones no solo fue el fruto de la carencia de oro y plata, sino de la producción y reproducción de ese desequilibrio social y económico que la misma sociedad proyectó a través del tiempo. Su riqueza estaba en manos de un sector, y en ningún momento representó el crecimiento material de su propio entorno, pues acabó por ser un beneficio amasado y sostenido entre generaciones y linajes, especialmente excluyente como toda forma de riqueza. Y, qué duda cabe, la vulnerabilidad es también un producto transversal de las desigualdades, como las que surgen del desequilibrio característico de la distribución heterogénea de la riqueza. Lo observado para el caso de lo que será Venezuela a la vuelta de los siglos coloniales no ha de ser una excepción. Muy probablemente hallemos procesos y cristalizaciones similares en otras regiones y naciones hoy latinoamericanas. Las desigualdades, las deficiencias materiales, las relaciones equívocas con la naturaleza y sus fenómenos, no aparecen aquí como un descubrimiento, sino como un problema que sucede a la implantación, y que en este caso evidenció tales condiciones. Lo advertido en la particularidad de esta sociedad y estos territorios al respecto indica, ciertamente, que no hubo atención ni adaptación a tales regularidades. La adaptación no es una situación ideal de convivencia exitosa con el medioambiente, que habría de lograrse, de alguna manera, por medio de la «evolución» tecnológica que se interpone entre el humano y su entorno; se trata de una relación cultural e históricamente producida en código de equilibrio entre la especie y la naturaleza, o bien entre la sociedad y su existencia misma. Por ello, la articulación sociedad-existencia-historianaturaleza es una relación que se observa mutuamente condicionada a través del tiempo, ya en sus resultados exitosos como en sus fracasos o padecimientos. Por consiguiente, adaptación y adaptabilidad no pueden ser asumidas como aspectos exclusivamente biológicos, pues parece claro que en el caso de las sociedades humanas ambas cosas se manifiestan en formas que son históricamente producidas. Aquella fue una sociedad ante la cual la naturaleza, el medioambiente y los fenómenos en general representaron algo más que «barreras infranqueables»: todo conformó una realidad hostil que nunca pudo dominarse, y que tampoco cristalizó en entornos apacibles y cómodos sobre los cuales desarrollar la prosperidad que se ofrecía, siempre comprendida en tono de promesa, de horizonte, de porvenir o de misión que se debía cumplir en favor de los intereses de la monarquía. Pocos, realmente, podrían demostrar haber alcanzado una situación de satisfacción, o acaso de acomodo ante las circunstancias. A pesar de habernos enfrentado a un volumen de información que parece volver una y otra vez sobre las mismas escenas de ruina y fragilidad, no estamos ante actos que se «repiten», pues no se trata de ciclos que se cierran y reinician en el tiempo, sino de procesos. Son hechos históricos y por lo tanto sociales. Encierran condiciones que se produ-
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cen históricamente desde contextos concretos y simbólicos que les otorgan significación y sentido, y perviven mientras esos contextos hayan de mantener su eficacia. Tienen lugar en una sociedad a través de su existencia, de manera que también se reproducen en el espacio, el mismo que les sirve de ambiente, de contexto material y de referente fenoménico. De ahí que, para comprender su lógica, siempre subyacente a la realidad aparente, resulte pertinente observar el proceso en la larga duración, persiguiendo entender los efectos de aquella fijación histórica que los sujetó a estos territorios. La geograficidad de esa sociedad, ese movimiento histórico y espacial donde edificó su existencia, estuvo determinada por condiciones de déficit material que nunca pudo superar. Vivió entre la pobreza general, independientemente de la riqueza de algunas familias y del perfil de agroexportadora que alcanzó en las décadas finales del siglo xviii. Las carencias estructurales con las que se asentó originalmente fueron extendidas hacia los siglos posteriores, tanto en los desarrollos locales como en las expansiones territoriales que ejecutó espasmódica o sistemáticamente. Fue una sociedad que se forjó a sí misma a través de la producción masiva de contextos vulnerables y materialmente deficitarios. La historicidad de esta circunstancia es su historia misma. Su condición de agrodependiente, además, no redundó en una adaptación que se correspondiera con su medioambiente. La agrodependencia no fue una elección, sino una salida, un medio de supervivencia, y más tarde un medio de enriquecimiento particular, siempre en desproporción y distribuido sobre desigualdades y desequilibrios estructurales. Como sociedad implantada, no fue por naturaleza una cultura agrícola. Su relación con la tierra fue un reflejo de su relación con la naturaleza en general, determinada, además, por la sujeción característica de la economía imperial. Al igual que en todos los procesos históricos, esa relación con la naturaleza, sus fenómenos, morfologías y características, no fue estática ni inmutable. Por ello, hacia la segunda mitad del siglo xviii se observan algunos cambios sustanciales a partir de la incorporación de nuevos cultivos, como el café y el añil, por ejemplo. Su conversión en agroexportadora, sin embargo, no condujo a la transformación del aparato productivo. Al mismo tiempo que se intensificaban las exportaciones, una inmensa mayoría continuó sujeta a una economía de subsistencia. Aquella sociedad sostuvo con crudeza sus formas vulnerables de asentamiento, y las hizo extensivas a todos los sectores, incluidos los principales. En síntesis: el conflicto elemental que representa el asentamiento de una sociedad en el contexto natural y fenoménico sobre el cual ha de desarrollar su existencia y su historia no fue resuelto en el caso de la sociedad implantada durante la larga duración colonial en las regiones hoy venezolanas. Su materialidad deficitaria representó la cristalización de todo ello, y al mismo tiempo se constituyó en una estructura profunda de manifestación empírica sostenida en el tiempo, incluso a través de transformaciones tan importantes como la que supuso el advenimiento de la nación. Concluimos que la existencia de la sociedad colonial fue la efectuación concreta de su implantación; por lo tanto, no debe perderse de vista que el proceso que la produjo, consolidó y sostuvo durante su larga duración representa la cristalización de todo ello y, a la vez, es su decristalización hasta el colapso final. Todo cuanto se manifestó durante el derrumbe
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de ese orden enseñó el desgaste y la ineficiencia de sus estructuras, incapaces de sostener nada en su crisis definitiva. El cese del orden colonial, asimismo, no necesariamente vino a solucionar los problemas que lo constituían. Su colapso es, antes bien, la representación del desgaste de su paradigma; sin embargo, el advenimiento de un nuevo paradigma no ha de significar, de por sí, la resolución de las contradicciones que conforman a una sociedad. Lo que un nuevo orden resuelve, en primer lugar, es la satisfacción de intereses contenidos o desatendidos en el orden anterior, y esto no significa que allí se remedien todos sus problemas, conflictos o deficiencias producidas y reproducidas en la conformación de aquella sociedad. La transformación hacia una nueva forma de existencia no borra las estructuras profundas como si se tratase de un cambio de página. Los cambios de la historia no son relevos de cosas, sino la expresión de procesos, y en el caso de las sociedades humanas, esos procesos nunca son mecánicos, sino dialécticos. El final de aquellos tres siglos, figurado en una catástrofe inconmensurable, es igualmente un resultado coherente con su proceso. Cientos de años de deficiencias en todos los sentidos, y de desigualdades que ya no hallaban ninguna solución en el propio orden que las conformó, no habrían de llegar a su colapso en paz. Ese umbral catastrófico del proceso de independencia, en el caso venezolano, representó el colapso del modelo colonial, antes que el surgimiento de la nación. No fue una transición gloriosa sino un padecimiento más, una tortura para la mayoría de aquella sociedad desgastada por su pobreza estructural y sumida en la precariedad desde su fundación. El desastre con el que se cierra el modelo colonial, así como todas las coyunturas desastrosas que se desplegaron en las últimas décadas sobre estas regiones, revela la producción histórica de la vulnerabilidad como una condición sustancial a su existencia. Ambas cosas coinciden en el tiempo y en el espacio, y deben ser advertidas como planos complementarios de un mismo proceso que tuvo lugar, precisamente, en esa sociedad y sobre las condiciones advertidas.
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Índice de figuras, cuadros y gráficos
Figuras Figura 1. Dibujo del algodón, su hoja y su capullo, c. 1570.................................................... 81 Figura 2. Descripción gráfica de la fabricación del casabe, resultado del procesamiento de la yuca............................................................................................................................... 95 Figura 3. Dibujo de la hoja y la raíz de la yuca «al propio tamaño y color»........................ 96 Figura 4. Boca del lago de Maracaibo, 1759............................................................................. 113 Figura 5. Proyecto de fortificación para las bocas del río Yaracuy....................................... 114 Figura 6. «Maniere dont les sauvages de Paria gouvernent les malades»............................. 145 Figura 7. «Les habitants de Venezuela pleurant sur le corps de leurs Caciques»................ 146 Figura 8. Dibujo de un caimán, c. 1570, del cual se decía que era «el más fiero animal» y podía crecer «hasta 20 o más pies».................................................................................... 150 Figura 9. Idealización sobre las dificultades que atravesaban los conquistadores y expedicionarios en los ríos tropicales........................................................................................ 151 Figura 10. «La marquesa del Toro transportada por un sillero»........................................... 189
Cuadros Cuadro 1. Sismos registrados entre 1530 y 1812..................................................................... 130 Cuadro 2: Eventos por precipitaciones, 1541-1813................................................................ 135 Cuadro 3: Sequías registradas entre 1526 y 1804.................................................................... 137 Cuadro 4: Epidemias y padecimientos por enfermedades y contagios, 1570-1813........... 139 Cuadro 5: Afecciones por invasiones de plagas, 1574-1785.................................................. 147 Cuadro 6: Coyuntura desastrosa en las provincias de Caracas, Cumaná y Mérida, 1580-1612........................................................................................................................... 154 Cuadro 7: Coyuntura desastrosa en Caracas, 1630-1661....................................................... 156
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A DURAS PENAS
Cuadro 8: Coyuntura desastrosa en la región oriental, 1684-1709....................................... 157 Cuadro 9: Coyuntura desastrosa en la región central y oriente, 1759-1781........................ 158 Cuadro 10: Población de la ciudad de Caracas, 1750-1815................................................... 188
Gráfico Gráfico 1: Variación de la población de Caracas, 1750-1815................................................ 190
Editada bajo la supervisión de Editorial CSIC, esta obra se terminó de imprimir en Madrid en mayo de 2022
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PERSPECTIVAS ROGELIO ALTEZ
ESTUDIOS AMERICANOS. Perspectivas
Esta investigación revisa con cuidado ese proceso de fijación asido a las necesidades metropolitanas de control territorial, deteniéndose en la conformación de las relaciones con la naturaleza donde se fundaron aquellas posesiones ultramarinas. La cohabitación con esa naturaleza y todas sus manifestaciones representadas en fenómenos, morfologías, ambientes, vegetación, animales y microorganismos devino en incomodidades insalvables, desastres, epidemias, vulnerabilidad, y una materialidad siempre deficitaria que contribuyó con esos padecimientos. A duras penas reúne largos años de revisión documental en archivos y bibliotecas de América y Europa. Con un enfoque analítico transversal, reconstruye los siglos coloniales en las regiones hoy venezolanas, discutiendo categorías y derroteros metodológicos tradicionales y recientes, con base en propuestas críticas que llaman a debate más allá de su objeto de estudio particular, explorando conceptos y generalidades sobre la sociedad colonial hispanoamericana.
A DUR AS PENAS ROGELIO ALTEZ
2. Rossend Rovira Morgado, San Francisco Padremeh. El temprano cabildo indio y las cuatro parcialidades de México-Tenochtitlan (1549-1599), 2017.
En 1783 el intendente de Venezuela, Francisco de Saavedra, comentaba lo aniquilada que se hallaba la provincia, la languidez del comercio, la despoblación y la pobreza general. El eco de sus afirmaciones entonaba una retahíla ya centenaria, fundada de antiguo en una región tan diversa como desatendida por su falta de riquezas minerales. A pesar de tantas carencias y penurias, aquel desconcierto de sociedades ancladas a este territorio se levantó como república independiente, la primera en toda Hispanoamérica, surgida de la implantación colonial y, sobre todo, de sus propias formas de sobrevivir mientras estuvo fijada a los intereses imperiales.
A DURAS PENAS
1. Andrés Galera – Víctor Peralta (eds.), Historias malaspinianas, 2016.
(Montevideo, 1964) es antropólogo e historiador. Doctor cum laude en Historia por la Universidad de Sevilla. Fue profesor titular de la Escuela de Antropología de la Universidad Central de Venezuela (1998-2020). Actualmente es investigador del Departamento de Historia de América de la Universidad de Sevilla. Fundador y coordinador del Seminario de Estudios Históricos y Sociales sobre Endemias y Epidemias en América Latina (2021, Universidad de Sevilla-CIESASColegio de Michoacán-Universidad de Córdoba, Argentina), ha recibido el Premio al Libro Universitario (Universidad Central de Venezuela, 2008), el Premio Nacional de Historia (Academia Nacional de la Historia, Venezuela, 2011), el Premio Extraordinario de Doctorado (Universidad de Sevilla, cohorte 2014) y el Premio Nuestra América (CSIC-Universidad de Sevilla-Junta de Andalucía, 2015). Con amplia trayectoria en el estudio de las independencias americanas, en los procesos de vulnerabilidad, en la sociedad colonial y en antropología política, destacan, entre sus últimos títulos: Las revoluciones en el largo siglo xix latinoamericano, coeditado con Manuel Chust (Iberoamericana-Vervuert, 2015); Desastre, independencia y transformación. Venezuela y la Primera República en 1812 (UJI, 2015); Historia de la vulnerabilidad en Venezuela. Siglos xvi-xix (CSIC-Universidad de Sevilla, 2016); Historia, antropología y vulnerabilidad. Miradas diversas desde América Latina, coeditado con Isabel Campos Goenaga (El Colegio de Michoacán, 2018).
Sociedad y naturaleza en Venezuela durante el período colonial
ROGELIO ALTEZ
ISBN: 978-84-00-10982-0
CSIC
ESTUDIOS AMERICANOS. Perspectivas CONSEJO SUPERIOR DE INVESTIGACIONES CIENTÍFICAS
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Imagen de cubierta: Archivo Histórico Nacional, Madrid, Consejos Suprimidos, Libros de Matrícula, 3174, legajo 20570, «Perspectiva Arreglada a sus Perfectas medidas del Puente construido sobre el Río Manzanares de la Ciudad de Cumaná, por disposición del Señor Gobernador don Pedro Joseph de Urrutia, en el año 1766», c. 1775.
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PERSPECTIVAS ROGELIO ALTEZ
ESTUDIOS AMERICANOS. Perspectivas
Esta investigación revisa con cuidado ese proceso de fijación asido a las necesidades metropolitanas de control territorial, deteniéndose en la conformación de las relaciones con la naturaleza donde se fundaron aquellas posesiones ultramarinas. La cohabitación con esa naturaleza y todas sus manifestaciones representadas en fenómenos, morfologías, ambientes, vegetación, animales y microorganismos devino en incomodidades insalvables, desastres, epidemias, vulnerabilidad, y una materialidad siempre deficitaria que contribuyó con esos padecimientos. A duras penas reúne largos años de revisión documental en archivos y bibliotecas de América y Europa. Con un enfoque analítico transversal, reconstruye los siglos coloniales en las regiones hoy venezolanas, discutiendo categorías y derroteros metodológicos tradicionales y recientes, con base en propuestas críticas que llaman a debate más allá de su objeto de estudio particular, explorando conceptos y generalidades sobre la sociedad colonial hispanoamericana.
A DUR AS PENAS ROGELIO ALTEZ
2. Rossend Rovira Morgado, San Francisco Padremeh. El temprano cabildo indio y las cuatro parcialidades de México-Tenochtitlan (1549-1599), 2017.
En 1783 el intendente de Venezuela, Francisco de Saavedra, comentaba lo aniquilada que se hallaba la provincia, la languidez del comercio, la despoblación y la pobreza general. El eco de sus afirmaciones entonaba una retahíla ya centenaria, fundada de antiguo en una región tan diversa como desatendida por su falta de riquezas minerales. A pesar de tantas carencias y penurias, aquel desconcierto de sociedades ancladas a este territorio se levantó como república independiente, la primera en toda Hispanoamérica, surgida de la implantación colonial y, sobre todo, de sus propias formas de sobrevivir mientras estuvo fijada a los intereses imperiales.
A DURAS PENAS
1. Andrés Galera – Víctor Peralta (eds.), Historias malaspinianas, 2016.
(Montevideo, 1964) es antropólogo e historiador. Doctor cum laude en Historia por la Universidad de Sevilla. Fue profesor titular de la Escuela de Antropología de la Universidad Central de Venezuela (1998-2020). Actualmente es investigador del Departamento de Historia de América de la Universidad de Sevilla. Fundador y coordinador del Seminario de Estudios Históricos y Sociales sobre Endemias y Epidemias en América Latina (2021, Universidad de Sevilla-CIESASColegio de Michoacán-Universidad de Córdoba, Argentina), ha recibido el Premio al Libro Universitario (Universidad Central de Venezuela, 2008), el Premio Nacional de Historia (Academia Nacional de la Historia, Venezuela, 2011), el Premio Extraordinario de Doctorado (Universidad de Sevilla, cohorte 2014) y el Premio Nuestra América (CSIC-Universidad de Sevilla-Junta de Andalucía, 2015). Con amplia trayectoria en el estudio de las independencias americanas, en los procesos de vulnerabilidad, en la sociedad colonial y en antropología política, destacan, entre sus últimos títulos: Las revoluciones en el largo siglo xix latinoamericano, coeditado con Manuel Chust (Iberoamericana-Vervuert, 2015); Desastre, independencia y transformación. Venezuela y la Primera República en 1812 (UJI, 2015); Historia de la vulnerabilidad en Venezuela. Siglos xvi-xix (CSIC-Universidad de Sevilla, 2016); Historia, antropología y vulnerabilidad. Miradas diversas desde América Latina, coeditado con Isabel Campos Goenaga (El Colegio de Michoacán, 2018).
Sociedad y naturaleza en Venezuela durante el período colonial
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ISBN: 978-84-00-10982-0
CSIC
ESTUDIOS AMERICANOS. Perspectivas CONSEJO SUPERIOR DE INVESTIGACIONES CIENTÍFICAS
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Imagen de cubierta: Archivo Histórico Nacional, Madrid, Consejos Suprimidos, Libros de Matrícula, 3174, legajo 20570, «Perspectiva Arreglada a sus Perfectas medidas del Puente construido sobre el Río Manzanares de la Ciudad de Cumaná, por disposición del Señor Gobernador don Pedro Joseph de Urrutia, en el año 1766», c. 1775.