4005 Libro El enigma de la felicidad -


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Claudio abarca

de la felicidad

Cl audio ALarca

BL ENIGMA DE LA FELICIDAD

EdicioneS Mar del Plata

© Claudio Abarca Ponce EL ENIGMA DE LA FELICIDAD Registro de Propiedad Intelectual N° 134.931. Año 2003. TODOS LOS DERECHOS RESERVADOS I.S.B.N. 956-7218-17-X EDICIONES MAR DEL PLATA Javier de la Rosa 4365. Fonofax: 2084163. Santiago, Chile. E-mail: [email protected] 2003. Ilustración portada: Fragmento del cuadro Sonata de la estrella, de Mikolajus Ciurlionis.

“He cometido el peor de los pecados: no he sido feliz.’ JORGE LUIS BORGES

CAPÍTULO UNO LAS PREGUNTAS SIN RESPUESTA Quizás no existe ningún ser humano que no se formule a veces ciertas preguntas de fondo sobre su propia vida. Esas preguntas con­ vergen todas hacia un gran enigma: el enigma de la felicidad. Lo sepamos o no, en cada momento de nuestra existencia, en todo lo que hacemos, pensamos, sentimos y experimentamos, esta­ mos impulsados por un deseo secreto que nunca deja de asediarnos en los subsuelos de nuestra conciencia: el deseo de ser feliz. Ese deseo opera por sí solo, como un dinamismo autónomo, independiente de nuestro pensamiento y de nuestra voluntad. Y es casi siempre implícito: sólo lo percibimos directamente cuando nos detenemos a examinarlo, mediante una deliberada reflexión mental. Fuera de esos momentos, nuestra conciencia está ocupada por un flujo continuo de deseos concretos, de los que sí nos damos cuenta de manera explícita. Esos deseos son tan variados y cambiantes, que nos es muy difícil hacernos de ellos un cuadro coherente, pero nos mantienen en un estado de perpetuo movimiento, porque todos exi­ gen ser cumplidos, y para cumplirlos tenemos que actuar. En último término, nuestra vida consiste en el flujo de nuestros deseos y de lo que hacemos para cumplirlos. Deseamos salud, de­ seamos satisfacer nuestras necesidades biológicas, deseamos bienes económicos, deseamos darnos agrados y gustos, deseamos amistad, deseamos aprobación y reconocimiento social, deseamos ser atrac­ tivos, deseamos las experiencias del sexo, deseamos encontrar el amor, deseamos una buena vida familiar, deseamos adquirir nuevos conocimientos, deseamos hacer cosas excitantes, deseamos ser ca­ paces y tener talentos, deseamos una potente personalidad, desea­ mos el éxito en nuestros proyectos, deseamos seguridad, etc., etc. Si intentáramos hacer un inventario completo de nuestros deseos gran­

des y minúsculos, inmediatos y a largo plazo, seguramente nos sería imposible. En definitiva, todo lo que hacemos en cada instante de nuestra vida tiene por causa algún deseo. Sin embargo, los deseos concretos son sólo manifestaciones puntuales de un solo anhelo trascendental, que no se identifica con ninguno de ellos, y que es el que en realidad esperamos satisfacer en cada una de nuestras experiencias. Lo que esperamos cada vez es atrapar y saborear algún destello de esa sustancia mágica a la que hemos dado el nombre de felicidad. La felicidad es un anhelo exclusivamente humano. Los sim­ ples animales carecen de este imperativo inexorable que a nosotros nos acosa noche y día, desde el nacimiento hasta la muerte. Les bas­ ta satisfacer sus necesidades biológicas para sentirse bien; su bien­ estar orgánico marca el tope de sus exigencias vitales. Nada esperan ni desean más allá de esa beatitud somática; si están en concordan­ cia con lo que requieren sus cuerpos -nutrición, salud, hábitat físi­ co, satisfacción de su instinto sexual y procreativo, etc.-, ahí termi­ na su búsqueda. La vida animal es así un ciclo biológico cerrado sobre sí mismo, incapaz de abrirse a ninguna otra expectativa. El hombre es el único ser vivo de este mundo cuyos deseos están todos subordinados a una expectativa que los sobrepasa por completo, y en una medida cuyos límites ni siquiera conoce. Es el único que en cada una de sus experiencias intenta encontrar algo que está más allá de la experiencia misma. Es el único que trata de ser feliz. Ahora bien, en la cadena sin fin de nuestros deseos puntuales, algunos se cumplen, otros se cumplen a medias, y otros simplemen­ te no se cumplen. Pero aquí empieza el enigma. Porque aun en el caso de los deseos cumplidos, lo que no se cumple es nuestra expec­ tativa de felicidad. Todos habremos conocido cuando niños los cuentos de hadas. Si examinamos esos relatos desde nuestra óptica de adultos, vere­ mos que en la mayoría de ellos lo que estaba en juego no eran “cosas de niños”, sino el asunto más crucial de la vida: nada menos que la felicidad humana. Y era frecuente en esas narraciones la aparición de personajes mágicos que recompensaban a los protagonistas por sus hazañas o por sus buenas acciones, cumpliéndoles uno o más deseos. Quizás el cuento más representativo de este género es el de

Aladino y la lámpara maravillosa, en la que habitaba un genio que tenía el poder de cumplir todo lo que el poseedor de la lámpara le pidiera. Me he permitido imaginar una versión filosófica de dicho cuen­ to, en la que el relato se transforma en una breve parábola. La pará­ bola sería más o menos la siguiente: El genio le dice a Aladino que le concederá todo lo que le pida. Aladino reflexiona largamente sobre ese pasmoso ofrecimiento, y al fin, en vez de pedirle al genio el cumplimiento de ningún deseo con­ creto, le formula uno que a su juicio colmará por completo todas sus aspiraciones: -Quiero ser feliz. El genio le contesta: —Puedo cumplirte todos los deseos externos que correspondan a la condición humana. Pero no puedo concederte la felicidad. —¿Por qué?—, pregunta Aladino, desconcertado ante es^ respues­ ta, que no había entrado en sus cálculos. -Porque eso no se obtiene con el cumplimiento de ningún de­ seo concreto. Pertenece a una zona que está fuera de mi alcance. -¿Y cuál es esa zona? —Tienes que averiguarlo tú mismo. Y para eso debes indagar en tu propia mente. Creo que este imaginario diálogo entre Aladino y el genio de la lámpara deja planteado en esencia el enigma de la felicidad. Haga­ mos lo que hagamos, no la encontramos en ningún logro concreto de nuestra vida. Podremos a veces sentir una enorme exaltación por ha­ ber tenido éxito en alguno de nuestros propósitos o proyectos -éxito amoroso, económico, profesional, social, artístico, o de cualquiera otra índole-, y creer que la estamos paladeando; pero casi siempre esa conmoción emocional está mezclada con sensaciones opuestas ansiedad, aprensión, e incluso hasta un extraño malestar orgánico-, o con ominosos interrogantes sobre el futuro, que nos impiden dis­ frutarla en plenitud. Entonces, cierta oscura intuición de nuestra con­ ciencia nos dice que eso no es la felicidad, sino sólo el cumplimiento “físico” de uno de nuestros deseos, no de lo que esperábamos sabo­ rear con su logro. Y todas las satisfacciones provocadas por los lo­ gros son transitorias; se nos van desvaneciendo misteriosamente, sin que sepamos cómo ni por qué, y devolviéndonos de manera inexora­ ble a nuestro estado habitual: el del deseo incumplido.

Entonces empiezan las preguntas de fondo: ¿Por qué es así la vida? ¿Es la felicidad un espejismo, un anhelo ilusorio y sin desti­ no? ¿Hay que olvidarse de ese sueño imposible, y tomar de la vida lo que se pueda tomar, o lo que la vida quiera darnos? Y en el centro del enigma parpadea una pregunta que parece ser la más indescifrable de todas: qué es ser feliz. Ahora bien, nuestra existencia no es una aventura en solitario. Habitamos en un vasto y heterogéneo mundo humano, en el que es­ tablecemos toda clase de relaciones e intercambios, directos e indi­ rectos, con un gran número de seres semejantes a nosotros, que, pese a sus múltiples diferencias y circunstancias individuales, están im­ pulsados por el mismo deseo de fondo. Es natural entonces que acu­ damos a ellos en busca de respuestas. Pero parecería que ni siquiera es necesario hacer las preguntas, porque el mundo en que hoy vivimos nos ofrece por sí solo un ex­ tenso repertorio de respuestas, que pretenden decirnos cómo y dón­ de encontrar la felicidad, o por lo menos algo que se le parezca. Y los que las ofrecen son muchos. Están a veces nuestros familiares, amigos y conocidos. Está la televisión —el oráculo de nuestra época— , plagada de mensajes que nos invitan a encontrar la felicidad en el éxito económico, en el consumo, en el confort, en la buena salud, en el mejoramiento de nuestro atractivo físico, en la diversión, en las experiencias del sexo, en los viajes, en el turismo aventura, en el vértigo de las emociones intensas, y en otras cosas del mismo estilo. Está la expectativa del amor, exaltada de muchas maneras como la experiencia más dichosa de la vida, pero que casi nunca funciona en la vida real. Están las voces que hablan desde el arte, proponiéndo­ nos los disfrutes estéticos como un ámbito de experiencias superio­ res, y por lo tanto más felices. Están la ciencia y la tecnología, que aseguran trabajar para dar mayor felicidad al género humano. Están los modelos culturales, cada uno de los cuales pretende imponernos su propio recetario respecto de lo que necesitamos y debemos hacer para vivir mejor. Están las religiones y sus respuestas sobrenatura­ les, que en la mayoría de los casos no logran hacer felices a sus cre­ yentes. Están las escuelas esotéricas, que proliferan cada día más entre los desencantados de las otras respuestas, y que a menudo pro­ ducen peores desencantos, cuando no graves trastornos de la perso­ nalidad. Están las filosofías, que aseguran haber indagado de arriba a abajo el secreto de la felicidad humana, pero que emiten propues­

tas tan contradictorias, que configuran literalmente una torre de Ba­ bel, de la cual es casi inevitable salir más extraviado que antes. En último término, todas las convocatorias del mundo de hoy, desde las más utilitarias hasta las más trascendentales, son invita­ ciones de otros seres humanos para que vivamos mejor, para que seamos más felices. Pero la experiencia misma de vivir va demostrando que ningu­ na de esas convocatorias responde por sí sola y de verdad a la gran pregunta. La respuesta final parece escaparse siempre de las manos. Así, la búsqueda moderna de la felicidad es un tráfago informe, mar­ cado por los intentos fallidos y la decepción, en el que mientras más se busca, menos se encuentra. No es de extrañar entonces que mu­ chos corten por lo sano y renuncien a lo que parece ser una empresa imposible, contentándose con abrirse paso como pueden en el labe­ rinto de la vida, y extraer de allí lo que les resulte, esperando que sea más bueno que malo. Por añadidura, en contraste con las ofertas de felicidad que llueven de todas partes, muchas personas deben enfrentar las dure­ zas de la vida concreta: la necesidad de trabajar, casi siempre en condiciones indignas u odiosas; el deber de responder a las exigen­ cias económicas y a las de la vida familiar; los problemas de todo orden que es preciso resolver cada día. Ese fárrago de obligaciones ocupa casi todo su tiempo físico, y gran parte de su tiempo mental, al punto que parecería no quedar espacio para ninguna búsqueda superior, para ningún intento de dilucidar el mayor de los asuntos humanos. Son tantas las exigencias de la vida, que a muchos les impiden descifrarla. Se agregan a eso las enfermedades, los conflictos afectivos, los inevitables antagonismos con las personas que nos rodean, los con­ tratiempos, fracasos y adversidades, que contribuyen con su propia carga a generar lo que se ha llamado “el peso agobiante de la vida”. Sin embargo, incluso en las conciencias más absorbidas por el tumulto de los deberes y problemas cotidianos, las preguntas de fon­ do no dejan de emitir sus señales, aunque sea de manera incoherente y difusa, o a menudo en la forma de un sordo malestar existencial. Este es, en sus líneas más determinantes, el panorama humano que predomina en el mundo de hoy. Pese a todo, aunque nos cueste creerlo, las respuestas existen. ¿Dónde están, entonces? ¿Por qué, detrás de cada puerta que gol­

peamos para esclarecer el enigma, aparece siempre una respuesta equivocada? Lo que ocurre es que las respuestas están donde casi nadie las busca: en la naturaleza misma de la felicidad. Porque la felicidad no es la corona de laureles del “éxito”, ni tampoco un maná caído del cielo, sino el resultado de un proceso, del modo en que cada cual lleva a cabo la aventura de vivir. Si ese proceso se cumple en con­ cordancia con los códigos esenciales de la condición humana, el re­ sultado es una vida más feliz. Si se desconecta de ellos, la conse­ cuencia invariable es alguna forma de infelicidad. Pero la condición humana es una especie de rompecabezas com­ puesto de muchas piezas, que necesitamos identificar y ensamblar unas con otras, hasta armar algo así como la figura total de lo que somos y podemos ser. Y las respuestas equivocadas pretenden ar­ mar el rompecabezas tomando sólo algunos de los fragmentos que lo componen, y uniéndolos además de cualquier manera. El resulta­ do inevitable es una figura trunca o deformada, incapaz de satisfacer el anhelo humano, porque el anhelo humano necesita todos los frag­ mentos, y cada uno en su verdadero lugar. La única manera de aprender a armar el rompecabezas de lo humano y de la felicidad es acudir a la filosofía. Pero estoy hablan­ do de la verdadera filosofía, no de las propuestas erróneas de ciertos filósofos. Hay quienes incursionan en el pensamiento filosófico en busca de respuestas, pero tienen la mala fortuna de toparse con filo­ sofías fallidas, que son las que más abundan. Entonces desisten del intento, convencidos de que no conduce a ninguna parte. Los que tratan de “explorar” ciertas formulaciones filosóficas modernas, como el racionalismo cartesiano, el empirismo, el neokantismo, el positivismo lógico, el idealismo hegeliano, el existencialismo, el nihilismo, la teoría de los valores de Max Scheler, la del superhombre de Nietzsche, el materialismo dialéctico de Marx, u otras que parecen más inspiradas por la petulancia intelectual que por el auténtico pensamiento, tienen la invariable impresión de in­ ternarse en artificios irreales, en los que no logran reconocer casi nada que tenga relación con su propia vida, ni que responda al anhe­ lo humano de felicidad. Lo más desconcertante es que no se trata de elucubraciones de baja categoría. Por el contrario, son armazones teóricas de tremenda potencia, sustentadas en una lógica aparente­ mente inexpugnable, ante las cuales la propia inteligencia se siente

en desventaja, casi incapacitada para oponerles una visión crítica distinta. Pero eso se debe más que nada al precario entrenamiento filosófico de muchos que entran en contacto con esas filosofías. A medida que se progresa en dicho entrenamiento, se van detectando las fisuras a primera vista invisibles de tales sistemas, y haciéndose cada vez más evidentes sus vacíos e inconsistencias, su desconexión de la verdadera realidad y del verdadero mundo humano. Ya en tiempos del Imperio Romano, esa extraña propensión del pensamiento filosófico a extraviarse de sí mismo fue lúcidamen­ te señalada por Cicerón, con estas sarcásticas palabras: “No es posi­ ble pensar o decir ningún absurdo que no lo haya antes pensado o dicho algún filósofo”. Si se estudiara la historia de la filosofía occi­ dental desde esa perspectiva, el inventario de sus absurdos e incon­ gruencias resultaría más que sorprendente, y al mismo tiempo cons­ tituiría una saludable terapia para muchas inteligencias contempo­ ráneas. Ya veremos a qué se debe esta asombrosa anomalía de tantas mentes filosóficas del pasado y del presente, cuyos altísimos coefi­ cientes intelectuales no cabe sin embargo poner en duda. En consecuencia, la filosofía no consiste en lo que dicen los filósofos. Los filósofos son simplemente seres humanos que han em­ prendido la aventura de pensar, pero muchos se han extraviado en algún punto del camino, y han desembocado en ficciones mentales imposibles de ensamblar con el mundo real. Unos pocos, sin embar­ go, han acertado con el verdadero rumbo, hasta descubrir y armar las piezas del rompecabezas. Este libro quiere dar cuenta del reco­ rrido de esos pocos, y sobre todo de sus descubrimientos, a fin de que cada lector pueda examinarlos a la luz de sus propias experien­ cias, y tomar de ellos lo que de verdad pueda producir resultados en su vida. Lejos de ser un territorio reservado para los especialistas, para los “profesionales” del pensamiento, la filosofía es una necesidad humana primaria y universal. De una u otra manera, todos somos filósofos, pues todos nos planteamos interrogantes y nos formamos ciertas convicciones sobre los asuntos cruciales de la realidad y de la vida. El problema es que en la mayoría de los casos esas convic­ ciones no pasan de ser opiniones o creencias rudimentarias y carentes de fundamentos sólidos, o francamente erróneas, porque no han sido alimentadas por la auténtica reflexión filosófica. Contribuir a gene­ rar esa reflexión es el propósito fundamental de este libro.

El único lugar donde podemos encontrar la felicidad es la vida real. La vida real es lo que nos ocurre momento a momento, y sobre todo, el sabor que tiene para nosotros cada una de esas fraccio­ nes de nuestra existencia. La aventura consiste entonces en apren­ der a extraer en la mayor medida posible el sabor de la felicidad de ese flujo incesante que es nuestra propia vida. 'Este es el gran asunto humano, en el que se concentra todo lo que esperamos de nuestro paso por este mundo. Y el valor que pueda tener este libro reside en que ha tratado de congregar en un panora­ ma coherente lo mejor que se ha pensado y descubierto sobre la fe­ licidad humana, tanto en el pasado como en la época en que hoy vivimos. No es sin embargo un panorama exclusivamente filosófico. Al­ gunas de las más recientes y mejores investigaciones de la psicolo­ gía, la neurología y otras ciencias antropológicas están también con­ tribuyendo al esclarecimiento del enigma, y serán igualmente ex­ puestas y analizadas en este libro. Anticipo desde ya que esos ha­ llazgos científicos están ratificando de manera sorprendente las cla­ ves descubiertas por la auténtica filosofía. Quiero hacer algunas advertencias previas. La primera es que el desciframiento de la felicidad exige aplicar en todos sus recorri­ dos una lúcida conciencia crítica. La palabra “crítica” proviene del término griego xritixé, que significa “examen”, “discernimiento”. Aplicar la conciencia crítica consiste entonces en examinar los he­ chos de punta a cabo, sin dejar fuera ninguno de los factores que los configuran, y luego discernir lo verdadero de lo falso, lo que funcio­ na de lo que no funciona, lo que sirve para la vida de lo que es sim­ plemente lastre, o material tóxico. Y sobre todo consiste en no dejar­ se deslumbrar ni confundir por ninguna teoría que no resista la prue­ ba de fuego de todas las propuestas humanas: la prueba de fuego de la realidad. Porque ésa es la piedra de tropiezo de todas las respues­ tas equivocadas: no funcionan en la vida real. En segundo lugar, el desciframiento no puede hacerse de ma­ nera simplista, es decir, pretendiendo dilucidar lo que es complejo mediante una o dos fórmulas que parecen profundas pero que no esclarecen nada. Simplismos de este tipo los encontramos en ciertas consignas actuales que pretenden entregar en una sola frase algo así como la “clave áurea” que permite resolverlo todo. Hay consignas simplistas que nos dicen que la felicidad consiste en “ser auténtico”,

o en “sonreírle a la vida”, o en “la seguridad en sí mismo”, o en “pensar de manera positiva”, o en cualquier otra cosa por el estilo. La parábola del Hombre Feliz, cuya moraleja es que el hombre feliz “no tiene camisa”, es otro ejemplo de simplismo que no da resulta­ dos en la vida real. El verdadero desciframiento no cabe en ninguna fórmula; es complejo, porque la realidad y la vida son complejas. Por último, el desciframiento de la felicidad no se lleva a cabo en un día. Es un proceso gradual, que va avanzando paso a paso, y que se cumple mediante la aplicación progresiva de una nueva ópti­ ca y de un nuevo modo de experimentar la propia vida. Puede inclu­ so cometer errores, sufrir retrocesos, enfrentar momentos de duda, desconcierto y desánimo. Pero cada avance, por mínimo que sea, produce un cambio de conciencia que hace ver y paladear de otra manera la realidad, e impulsa a seguir adelante. Así, cada tramo del proceso tiene su propia recompensa. Emprender esta búsqueda no significa de ninguna manera cam­ biar radicalmente de escenario, irnos a vivir a un lugar completa­ mente distinto de aquel en el que transcurre habitualmente nuestra vida, o dejar de hacer muchas de las cosas que estamos haciendo. Significa sobre todo hacerlas con otra intención y otro significado, cada vez con mayor clarividencia. En el desarrollo de los diversos temas de este libro, traté de registrar en la mayor medida posible las diferentes situaciones de conciencia que se dan en la gente de hoy, señalando las principales variables mentales con que actualmente las personas enfrentan el problema de descifrar la vida. En otras palabras, me propuse evitar los planteamientos excesivamente abstractos, y conectar los descu­ brimientos filosóficos sobre la felicidad con la vida real, no tanto mediante el recurso de relatar casos concretos, que a menudo resul­ tan insuficientes o “foráneos” para muchos lectores, sino entregan­ do más bien un panorama medianamente representativo de la pro­ blemática mental contemporánea, en el que cada cual pueda recono­ cer lo que está ocurriendo con sus propias experiencias de la vida. Sé que tal propósito no puede cumplirse cabalmente, porque todos los seres humanos somos distintos, pero también estoy convencido de que todos compartimos ciertas percepciones existenciales comu­ nes, que podrán ser diferentes en sus circunstancias individuales, pero no en sus significados. Esos significados que a todos nos afec­ tan son los que he procurado abordar en estas páginas.

Es posible que a algunas personas que lean este libro les parez­ ca en algún momento que exige pensar demasiado. Pero pensar es el punto de partida ineludible de cualquier intento que podamos hacer para mejorar nuestra vida, y sólo se convierte en un esfuerzo que cansa y abruma cuando no conduce a ninguna parte. En cambio, si empieza a esclarecer los interrogantes existenciales que asedian nues­ tra conciencia, se va transformando progresivamente en una necesi­ dad, en un deseo que impulsa a indagar más, porque está sustentado por la satisfacción de entender y encontrar. Uno de los síndromes típicos de nuestro tiempo es un hábito mental implantado en un gran número de seres humanos por la lla­ mada “cultura moderna”: el hábito de pensar a medias. Dicho hábito induce a descartar de antemano todos los asuntos de fondo de la vida, y a concentrarse exclusivamente en la solución de la proble­ mática concreta que nos acosa de mil maneras día a día, o en respon­ der lo mejor que se pueda a las exigencias de la ciencia y la tecnolo­ gía, que están rigiendo de manera cada vez más totalitaria las activi­ dades humanas, y que pretenden imponer el dogma de que los úni­ cos conocimientos y perspectivas mentales que sirven para vivir son los de tipo científico y tecnológico. Pero las claves de la felicidad no se encuentran en la problemática visible de la vida actual, ni en los dictados de la ciencia y de la técnica. Son de carácter metafísico, y sólo pueden atraparse ingresando en las zonas profundas de nuestra inteligencia. Eso no podemos cambiarlo, y si realmente queremos dar mayor valor y significado a nuestra vida, no tenemos otra alter­ nativa que entrar en el juego de pensar de verdad. Si a algunos este libro los decepciona, quiero pedirles que no lo atribuyan a la filosofía, pues la filosofía es lo único de lo que dis­ ponemos para sacar a luz las articulaciones secretas de la realidad. Sólo significará que yo como autor no logré transmitir en toda su potencia las claves descubiertas por los grandes descifradores de la vida. Espero sin embargo que los decepcionados no sean muchos, y que haya quienes empiecen a encontrar aquí las respuestas que qui­ zás desde hace mucho tiempo andan buscando.

CAPÍTULO DOS LOS MODELOS MENTALES: EL PRIMER CONDICIONANTE. Mucha gente de nuestro tiempo ha llegado a convencerse de que la felicidad es un mito, de que no existe ni ha existido ningún ser humano verdaderamente feliz. Sin embargo, la mayoría admite que se pueden tener en la vida ciertos “momentos felices”, y que dichos momentos dependen de diversos factores, distintos para cada perso­ na. En otras palabras, que las experiencias de felicidad están condi­ cionadas. Pero lo que pocos saben es que el condicionante más deci­ sivo son los modelos mentales. Parecería que no es así, que todo se juega en lo que nos sucede. Si nos suceden acontecimientos afortu­ nados, somos felices; si nos sobrevienen hechos adversos, somos desgraciados; si no nos sucede nada bueno ni nada malo, experi­ mentamos la vida de manera neutra, sin disfrutarla, pero también sin mayores sufrimientos. Esta es la primera óptica errónea sobre la felicidad. Porque todo lo que nos ocurre -excepto el dolor físico- nos resulta agradable o desagradable, placentero o doloroso, afortunado o adverso, según el significado que le atribuimos. Y todos los significados proceden de los modelos alojados en nuestra mente, porque es a través de ellos cómo interpretamos todas nuestras experiencias. Un modelo mental es un conjunto de creencias sobre la reali­ dad y sobre la vida. Algo así como un sistema interno de procesa­ miento y diagnóstico, mediante el cual asignamos ciertos significa­ dos a las cosas y dictaminamos qué es verdadero y qué es falso, qué es bueno y qué es malo para nosotros. Según cuál sea nuestro mode­ lo mental, así vemos el mundo, y así experimentamos lo que nos sucede. Los modelos o creencias constituyen el andamiaje básico de

nuestra mente. Y su poder es mucho mayor de lo que podamos ima­ ginar. Actúan como condicionantes decisivos de nuestras experien­ cias, del sabor que tiene para nosotros cada momento y cada cir­ cunstancia de nuestra vida. Ahora bien, los modelos mentales existen en dos planos. El primero es el de la conciencia. De esos modelos tenemos un conoci­ miento directo: sabemos cuáles son nuestras creencias y conviccio­ nes conscientes. El segundo plano es el del inconsciente. Pero res­ pecto de ese plano estamos en total oscuridad. Ignoramos por com­ pleto lo que allí ocurre. Pese a ello, la investigación psicológica ha demostrado que el inconsciente es un recinto mental igualmente car­ gado de creencias. Y ha demostrado además que esas creencias son las más potentes, porque no podemos manejarlas a voluntad, y por­ que condicionan más que ningún otro factor el modo en que experi­ mentamos la vida. Más aún: a menudo nuestras creencias inconscientes difieren de las conscientes, y a veces se encuentran abiertamente en pugna con ellas. El resultado de esa oposición es la perplejidad. Porque entonces, en lugar de obtener de las propias experiencias la satisfac­ ción que esperábamos en el plano consciente, lo que obtenemos es insatisfacción, malestar, angustia, o cualquier otra sensación negati­ va. Y sin saber por qué. Dice Deepak Chopra (*), en su libro Cuerpos sin edad, mentes sin tiempo: “La conciencia es la realidad fundamental. Se expresa en nues­ tra fisiología, en nuestra mente y en nuestro cuerpo.” “Aunque la conciencia está programada de mil maneras distin­ tas, las más poderosas son las que llamamos creencias. Una creencia es algo a lo que uno se aferra porque considera que es verdad. Pero, a diferencia de los pensamientos, que forman palabras e imágenes en el cerebro, la creencia suele ser silenciosa (es decir, inconscien­ te).” “Los que padecen de claustrofobia luchan desesperadamente por usar el pensamiento para calmar el miedo, pero de nada les sir­ (*) Deepak Chopra. Biólogo, médico y filósofo nacido en la India, actualmente radicado en los Estados Unidos. Autor de numerosas obras que han alcanzado resonancia mundial. En 1999, la revista Times lo seleccionó como una de las cien figuras del siglo XX más influyentes en el campo del pensamiento.

ve. La creencia que genera el miedo fóbico se ha hundido tan pro­ fundo en su inconsciente, que su cuerpo cumple con sus mandatos, aunque su mente se resista con todas sus fuerzas. Lo mismo ocurre con todas las demás creencias. La vida es conciencia en acción.” Muchas personas experimentan frecuentemente esa extraña di­ cotomía entre lo que piensan y lo que sienten. La causa de tal diver­ gencia es la colisión entre las creencias conscientes y las incons­ cientes. Las creencias conscientes son pensamiento conocido; las inconscientes, pensamiento desconocido. Y ese ámbito mental ig­ norado es el principal detonante de lo que sentimos en cada momen­ to de nuestra existencia. Así, sucede a veces que el pensamiento consciente nos dice que todo está más o menos bien en nuestra vida, pero lo que senti­ mos es todo lo contrario: malestar mental, angustia, depresión, mie­ do, o cualquier otra carga psíquica de infelicidad. En otras ocasio­ nes (aunque esto es mucho menos frecuente), pese a que el pensa­ miento consciente emite un diagnóstico negativo sobre nuestros “lo­ gros” concretos, experimentamos un curioso sentimiento de frescu­ ra mental, de liberación, de reconciliación con nosotros mismos, que nos impulsa a vivir más intensamente. En ambos casos, es la creen­ cia inconsciente la que triunfa, y el pensamiento consciente, por mucho que lo intente, no logra revertir ese estado emocional, con­ virtiéndose en espectador pasivo e inerme del mismo. Norman Cousins confirma con estas palabras la función crucial que cumplen los modelos mentales en la vida humana: “La creencia crea la biología”. Esto significa que las sensaciones, e incluso las reacciones emocionales, que también constituyen experiencias or­ gánicas, son efectos directos de nuestros procesamientos psíquicos, conscientes e inconscientes. Ahora bien, los modelos mentales son estructuras adquiridas, no congénitas. Todos nacemos con un “diseño” psicosomático natu­ ral, distinto para cada individuo, y ese diseño incluye en cada caso un modo propio y también natural de sentir, al que la psicología ha dado el nombre de “temperamento”. Pero el temperamento no es una estructura fija, sino potencial: se va moldeando progresivamen­ te, mediante las propias experiencias, pensamientos y conductas, y asimismo por toda clase de influencias externas, recibidas de otros

seres humanos desde la primera infancia. Esas influencias proce­ dentes del exterior, que suelen ser las más determinantes, nos van imponiendo ciertas maneras de entender y sentir la realidad, hasta configurar por último un armazón de creencias y convicciones, es decir, algún modelo mental más o menos estable. Y puede ocurrir que dicho modelo, en lugar de concordar con nuestro temperamento natural, con nuestro propio modo de sentir la vida, lo altere conside­ rablem ente, reemplazándolo por una estructura antinatural, artificialmente adquirida. En realidad, es lo que sucede en la mayo­ ría de los casos. Y cuando eso ocurre, la vida empieza a cobrar un mal sabor, porque el instrumento que se nos ha dado para paladearla ha quedado deformado, y en algunos casos literalmente atrofiado. Finalmente, el proceso termina en un andamiaje de creencias más o menos definitivas sobre el significado y el valor de todas las cosas; en último término, sobre el significado y el valor de nues­ tras experiencias. Esa óptica marca predominantemente todo lo que sentimos en cada momento de nuestra vida. La gravitación de los modelos mentales en las vidas humanas fue investigada científicamente por Gregory Bateson (1904-1980), uno de los principales representantes de la filosofía holística con­ temporánea. (Más adelante revisaremos los planteamientos funda­ mentales de esta filosofía). Psiquiatra y antropólogo, Bateson llevó a cabo un extenso y penetrante análisis de los condicionantes exter­ nos, es decir, de las influencias ejercidas en los individuos por las demás personas, y sobre todo por las culturas, y concluyó que di­ chas influencias implantaban en las conciencias un modo adquirido y casi siempre deformado de percibir y sentir la realidad. El hallazgo central de Bateson fue que cada sociedad humana está “codificada” por un paradigma cultural propio, que a su vez codifica a casi todos los individuos que la componen. El paradigma puede ser más o menos simple, o extraordinariamente complejo, pero en todos los casos constituye un “molde” que uniforma las mentes bajo una visión única del mundo y de la vida. La codificación llevada a cabo por un sistema cultural se inicia en el momento mismo del nacimiento de cada individuo, y se va consolidando a través de un proceso de aprendizaje que Bateson de­ nomina “Aprendizaje Dos”, para diferenciarlo del aprendizaje natu­

ral o “Aprendizaje Uno”, que cada persona realiza por cuenta propia durante la infancia, al margen de las influencias externas. Según Bateson, es tan grande el poder condicionante del Apren­ dizaje Dos, que, salvo escasas excepciones, termina imponiéndose sobre el aprendizaje individual, a tal punto que incluso la personali­ dad y el carácter quedan predominantemente modelados por sus có­ digos y parámetros. De esta manera, la percepción del significado y del valor de las cosas se va convirtiendo en un hábito adquirido a través de rasgos de carácter también adquiridos. El resultado final es una visión en la que la realidad y la vida se perciben “filtradas” por una óptica mental constituida casi exclusivamente por las categorías implantadas por el Aprendizaje Dos. Para apreciar con mayor lucidez el peso de este planteamiento de Bateson sobre el poder condicionante de las culturas, pregunté­ monos simplemente cuál sería nuestra percepción del mundo y cuál sería nuestra “personalidad” (sentimientos, reacciones emocionales, hábitos de conducta, etc.) si hubiéramos sido mentalmente modela­ dos por otra cultura radicalmente distinta a la del Occidente actual, por ejemplo, la cultura islámica fundamentalista, la cultura tradicio­ nal del Japón, o alguna cultura tribal del Africa o de las selvas amazónicas del Brasil. Quizás así logremos entender mejor hasta qué punto también nosotros, los occidentales modernos, hemos sido codificados, sin darnos cuenta, por nuestros propios paradigmas cul­ turales. Por último, Bateson señala que la única forma de escapar del condicionamiento causado por el Aprendizaje Dos es lo que deno­ mina “Aprendizaje Tres”. Ese nuevo aprendizaje es un proceso de catarsis eminentemente personal, de profunda revisión crítica de los modelos culturales y mentales, de regreso a la propia identidad, a la manera natural de percibir y sentir la realidad. Su efecto es una pro­ funda reorganización de la personalidad, la recuperación del verda­ dero yo y la apertura a las mejores posibilidades de la vida. Estas son, muy en síntesis, las conclusiones más reveladoras de Bateson sobre la influencia de los paradigmas externos en el condi­ cionamiento de las conciencias individuales. Examinémoslas con ma­ yores alcances, aplicándolas además a la cultura occidental contem­ poránea.

El Aprendizaje Uno es el que llevamos a cabo por nuestra pro­ pia cuenta en la infancia, usando nuestro equipamiento natural: tem­ peramento, inteligencia, voluntad, memoria, imaginación, y todas nuestras características y capacidades somáticas. Pero ese aprendi­ zaje se realiza por tanteo, por reacción a los efectos que nos produ­ cen nuestras acciones y experiencias. Es por lo tanto errático e inse­ guro, porque la inteligencia infantil se encuentra en estado embrio­ nario, y la realidad es demasiado compleja para que el niño pueda descifrarla por sí mismo. Además, la condición del niño es de una casi completa dependencia de los adultos, sobre todo de sus padres y demás familiares. Requiere de ellos para satisfacer todas sus nece­ sidades biológicas: alimentación, salud, vestuario, vivienda, etc. Y también los necesita para entender el mundo y su propia vida. El niño posee en potencia la capacidad de comprender y de aprender a vivir. Pero no puede comprender por su cuenta, porque comprender es captar significados, y los significados se captan a través del lenguaje, es decir, de las palabras. El niño llega al mundo desprovisto de significados y de palabras, y descubrir por sí solo los significados de las cosas y cristalizarlos en un lenguaje es una tarea que está fuera de su alcance. Necesita recibir ese conocimiento de los que sí lo poseen, que son los adultos. Ese es el comienzo del Aprendizaje Dos, y el primer condicio­ nante, mediante el cual su comprensión de la realidad queda estructu­ rada por los significados de las cosas que le imparten los adultos a través del lenguaje. En cuanto a la posibilidad de que el niño aprenda a vivir por sí mismo, tampoco resulta viable. Tendría que hacerlo a costa de sus propios errores, con lo cual el proceso resultaría demasiado largo, o podría provocarle graves daños, e incluso daños irreversibles. Mu­ chos adultos, en cambio, creen haber completado en medida más o menos satisfactoria el aprendizaje de la vida, y no son pocos los que están convencidos de que han llegado al final del trayecto. Sin em­ bargo, casi siempre ese aprendizaje no ha sido otra cosa que la ad­ quisición de modelos mentales erróneos recibidos de otros adultos. Entonces, con las mejores intenciones, traspasan al niño esos mode­ los que consideran válidos, pero que no calzan con su temperamento natural, que le ha sido dado para disfrutar la vida. Así el Aprendizaje Dos, aun cuando tenga éxito en capacitar al niño para afrontar más tarde las exigencias pragmáticas del mundo

actual, especialmente las económicas, constituye al mismo tiempo un implante artificial, que desconecta al verdadero yo de sus verda­ deras expectativas humanas, que son esencialmente expectativas de felicidad. Ese implante, por ser un “cuerpo extraño” al modo natural de sentir del niño, le provoca un daño mental de vastas proporciones y consecuencias, que muy pocos adultos advierten. Es una especie de cirugía mayor de la conciencia, que extirpa del niño su propio tem­ peramento y lo reemplaza por el modo adulto de experimentar la vida. En realidad, no lo “extirpa”, porque el temperamento natural no puede ser extraído como si se tratara de un órgano del cuerpo; es un componente esencial de la individualidad. Lo que hace el Apren­ dizaje Dos es sustituirlo por un modo de sentir ficticio -el modo establecido por cada paradigma cultural-, y relegarlo a las oscuras zonas del inconsciente. Pero esa sustitución no se lleva a cabo impu­ nemente. Obligado a refugiarse en el inconsciente, el modo natural de sentir la vida empieza a emitir toda clase de señales negativas —insatisfacción, angustia, malestar existencial, e incluso estados se­ veros de neurosis, o graves perturbaciones de la personalidad. Son “voces internas”, voces sin palabras, a través de las cuales la verda­ dera identidad denuncia la suplantación contra natura de la que ha sido víctima. Es posible que este análisis provoque el desconcierto e incluso el rechazo de algunos lectores. ¿Cómo se puede calificar de “daño mental” la erradicación de los impulsos y fantasías infantiles, y la entrega de conocimientos absolutamente necesarios para desenvol­ verse en el mundo real? ¿De qué sirve respetar el “temperamento natural”, si ese temperamento es completamente inepto para enfren­ tar las exigencias concretas de la vida? ¿No están a la vista los de­ sastrosos resultados de ese tipo de educación que permite al niño hacer lo que se le dé la gana, sin ninguna tutela formativa de los adultos? Preguntas como ésas son legítimas, pero apuntan en una direc­ ción equivocada. De ninguna manera estoy diciendo aquí que el niño no deba recibir de los adultos una educación que lo prepare eficaz­ mente para su futuro. Está claro que ése es uno de los objetivos esen­ ciales del proceso educativo. Pero lo que ocurre es que el modelo de educación que hoy predomina en Occidente, si bien puede capacitar

para afrontar las exigencias pragmáticas generadas por nuestra pro­ pia cultura, no enseña a paladear la vida, no enseña a ser feliz. Y el único dinamismo operativo del que disponemos para paladear la vida y ser felices es nuestro temperamento natural. La infancia es la etapa más frágil y desvalida del desarrollo humano. La conciencia infantil es insegura, torpe, caprichosa, pro­ pensa al llanto, a la imposición egoísta de todos sus deseos. Pero desde el punto de vista de las sensaciones, es mucho más potente que la de la mayoría de los adultos. El niño mentalmente sano es un prodigio de energía sensorial. Todo lo siente en “alto voltaje”, todo le interesa, todo lo asombra; el mundo entero es para él un territorio poblado de misterios y maravillas. Todo lo que cae dentro de su campo de atención le provoca un intenso estado de concentración mental. Puede permanecer largo tiempo absorto en el examen y la manipulación de un objeto, cualquiera que sea, pero lo que en reali­ dad está haciendo es poner en juego todos sus sentidos y toda su inteligencia para descifrar ese “enigma”, que le genera una tremen­ da excitación y le provoca toda clase de interrogantes. De pronto, sin proponérselo, fija su atención en otra cosa, y vuelve a ocurrirle lo mismo. Así, su vida mental es un proceso de exploración sin lími­ tes, abierto a toda la realidad. Y esa exploración la lleva a cabo en un estado de “encantamiento” que lo hace percibir el mundo entero como un lugar mágico, poblado de sorpresas y prodigios. Algunas de esas sorpresas son desagradables o dolorosas, pero su experiencia domi­ nante es la experiencia mágica, y cada vez que la tiene, paladea ávi­ damente la vida, y es feliz. No importa que lo sepa o no lo sepa; lo siente, y eso lo mantiene en un estado de permanente expectación, de intenso deseo de vivir. Casi todos los adultos occidentales han perdido en gran medi­ da ese alto voltaje sensorial de la infancia, la capacidad de maravi­ llarse del mundo y de todo lo que en el mundo existe. A medida que van siendo condicionados por los modelos externos, la realidad se va despojando de su esplendor, se les va apagando sin que sepan cómo ni por qué, y va adquiriendo los significados y cualidades que el modelo imprime en sus mentes. Y como esos significados son casi todos pragmáticos, es inevitable que la vida se les convierta en una trama de exigencias, deberes, problemas, estrategias de super­ vivencia y de éxito, modos artificiales y preestablecidos de disfru­ tarla, de los que ha quedado expulsada la capacidad natural de sabo­

rear intensamente las propias experiencias. ¿Y qué pasa con el conocimiento? Se convierte asimismo en lo que no es: en un deber, en un imperativo profesional, en un requisito para ganar dinero, para tener éxito, para alcanzar notoriedad o po­ der. El impulso natural de conocer, que está marcado por la excita­ ción, el asombro y la satisfacción de descubrir, queda abortado por una óptica que lo degrada a la categoría de simple medio utilitario para obtener otras cosas, no el conocimiento en sí mismo, no la ex­ periencia deslumbrante de palpar y descifrar con la propia inteligen­ cia los interminables secretos de la realidad. En su libro La vida contra la muerte, el analista Norman Brown dice que la infancia es la etapa en que el ser humano prueba “la fruta del árbol de la vida, y sabe que es buena, y jamás la olvida.” Ese sabor es el que los paradigmas culturales y el modelo educativo de Occidente hacen desaparecer de las conciencias adultas. Por su parte, Ronald Laing, en El yo dividido, señala que los modelos culturales erróneos crean un “falso sistema de sí mismo”, que comienza en la infancia, se va solidificando a través de la edu­ cación oficial impartida en los establecimientos de enseñanza, y fi­ nalmente se endurece en las conciencias adultas, dejando fuera al verdadero yo. De esta manera, el Aprendizaje Dos es casi siempre un proceso de atrofia de la mente, una especie de progresivo exilio de la reali­ dad, una armazón ficticia, que expulsa de sí misma lo mejor del mundo y de la vida. Acabo de decir “casi siempre”. Porque puede ocurrir también que el Aprendizaje Dos constituya un acertado desciframiento de la realidad. En ese caso, el proceso entra en concordancia con el yo natural, y activa sus potencialidades sin distorsionarlas. El resultado es la expansión de la auténtica personalidad, el equilibrio vital, el verdadero disfrute de la vida. Pero eso sucede raramente, sólo cuan­ do es conducido por adultos no condicionados por ningún modelo cultural desfigurador, y que han logrado a su vez el genuino desarro­ llo de sus potencialidad naturales. Lo más sorprendente es que ese aprendizaje vital, concordante con el verdadero yo, capacita mucho mejor para responder a las exigencias pragmáticas del mundo actual que el modelo educati­ vo que hoy predomina en Occidente. Los hechos lo demuestran de manera incuestionable, y la explicación de tal resultado es perfecta­

mente lógica: el aprendizaje basado en la verdadera identidad pone en acción las más potentes energías mentales y somáticas, y esas energías proporcionan una excepcional aptitud para afrontar los re­ querimientos de la vida, en todos sus planos y en todas sus circuns­ tancias. Al final de cuentas, todos los modelos culturales, cual más cual menos, introducen factores que desfiguran la identidad, porque cons­ tituyen estructuras colectivas que tienden a uniformar las concien­ cias bajo parámetros igualitarios, en los que casi no encuentra cabi­ da la sana expansión de la propia individualidad. Prueba de ello es que hasta ahora no se ha dado en la historia ningún modelo cultural que favorezca abiertamente esa expansión, y que asegure al mismo tiempo que la individualidad no naufrague en deformaciones peores que el modelo mismo, como ocurre con ciertas personas que, por defender su identidad, caen en la misantropía, el egocentrismo, la marginalidad, el marasmo existencial, o en cualquier otra patología de la misma índole. El Aprendizaje Tres es la recuperación del yo natural con una óptica adulta, no ya infantil, mediante la revisión crítica de los modelos erróneos adquiridos a través del Aprendizaje Dos. Si esa revisión es correcta, derriba los falsos andamiajes construidos por el Aprendizaje Dos, pero deja en pie todo lo que en esos andamiajes concuerda con el diseño humano natural. No se trata entonces de una demolición total, sino de un proceso de discernimiento, que erradica de la mente las creencias inservibles y se queda con las que realmente funcionan en la vida. Pero el Aprendizaje Tres no es sólo un ejercicio crítico de la inteligencia, exclusivamente orientado a procurar un esclarecimien­ to teórico en el plano de las ideas. Requiere al mismo tiempo una profunda modificación de los sentimientos artificialmente genera­ dos por el Aprendizaje Dos. Implica descubrir que la realidad y la vida encierran atractivos y expectativas mucho más grandes que las mezquinas perspectivas ofrecidas por los modelos culturales. Y re­ quiere sobre todo la irrupción en la conciencia de un nuevo e intenso deseo: el de explorar ese territorio desconocido, porque se vislum­ bra que ahí está la verdadera vida. Sólo ese deseo puede impulsar al individuo a actuar para rehacer su personalidad y reconectarse vitalmente con el mundo. Si no aparece, la sola revisión crítica se

convierte en una rumia mental estéril, incapaz de producir el cambio existencial. ¿Por qué los modelos culturales tienen tanto peso en las con­ ciencias individuales? Una de las razones fue señalada por el propio Gregory Bateson: porque infligen ciertos castigos a quienes no los aceptan o no ciñen su conducta a sus parámetros, y al revés, recom­ pensan de diversas maneras a quienes los acatan y actúan según sus mandatos. El recurso de castigar a los “rebeldes” y recompensar a los “obe­ dientes” se aplica a menudo en la educación de los niños basada rígidamente en la “autoridad” de los adultos. Es también el mecanis­ mo más empleado en los regímenes políticos totalitarios, en las sec­ tas fanáticas (por ejemplo, el Ku Klux Klan, los thugs de la India) y en ciertos modelos religiosos que no toleran disidencias de ninguna especie (como es el caso del fundamentalismo islámico). Pero no ocurre lo mismo con los modelos contemporáneos puramente cultu­ rales, cuya capacidad de sancionar es bastante más modesta, redu­ ciéndose más que nada a la censura, la reprobación o la excomunión social de los insumisos. Existe sin embargo otra razón quizás más poderosa que la de los castigos y recompensas para explicar el peso de los modelos cul­ turales. Por lo general, las personas condicionadas por un modelo de ese tipo, cualquiera que sea, no logran imaginar que les sea posible encontrar fuera de él un mejor modo de vivir. Porque el modelo no es una mera creencia intelectual, desconectada de sus vidas, sino mucho más que eso. Es una pauta operativa y existencial que ha marcado todas sus experiencias, generándoles hábitos de pensamien­ to, de sensibilidad y de conducta de los cuales les es muy difícil desprenderse para sustituirlos por otros. Y llega un momento en que esos hábitos se convierten en su “segunda naturaleza”, en un falso sí mismo (como dice Ronald Laing), más condicionante aún que los modelos, porque les detona toda clase de reacciones automáticas, en su cuerpo, su sensibilidad, su inteligencia y su voluntad. Así, la ex­ pectativa de liberarse del modelo, en lugar de resultarles atractiva y deseable, genera en su imaginación una especie de miedo instintivo e irracional: el miedo de “perder su identidad”. A tal punto sus pro­

pios hábitos los han convencido de que “son así” y de que cambiar significaría adulterar o traicionar su “personalidad”. Los modelos culturales son de todos los tamaños. Considera­ dos a escala mundial, puede decirse que, fuera de los que se han consolidado en otras áreas del mundo, existe a grandes rasgos un modelo de vida occidental, en el que a su vez cohabitan una serie de modelos menores: religiosos, raciales, étnicos, nacionalistas, regio­ nales, e incluso locales. Asimismo, muchas actividades humanas or­ ganizadas se rigen por submodelos que de una u otra manera condi­ cionan mentalmente a los que participan en ellas, generando “mun­ dos” humanos específicos: el mundo científico, el mundo de los in­ telectuales, el mundo académico, el mundo militar, el mundo em­ presarial, el mundo laboral, los mundos profesionales, los mundos artísticos, los mundos deportivos, y así hasta el infinito. Pero no se agota aquí el inventario de los modelos externos. En todos los países del hemisferio occidental, la mayoría de la gente “pertenece” a ciertos núcleos socioeconómicos más o menos defini­ dos, que agregan a los modelos ya enunciados ciertos formatos o códigos propios, igualmente condicionantes. Esos nuevos formatos generan nuevos hábitos, hábitos “grupales” mucho más específicos, que uniforman más férreamente aún los pensamientos, los sentimien­ tos, las conductas, los gustos y las costumbres, y que incluso origi­ nan repertorios “típicos” de lenguaje, es decir, una misma manera de hablar. El producto de ese condicionamiento adicional son los estereotipos sociales, que atrofian más gravemente aún la personali­ dad individual, hasta el punto de hacerla casi inexistente. En efecto, una de las consecuencias más patéticas del condi­ cionamiento estereotípico es que la propia personalidad queda en gran medida reemplazada por el “formato”. Las personas formateadas dan la impresión de no ser seres humanos reales, poseedores de una conciencia propia, sino ejemplares fabricados en serie a partir de un mismo molde, al punto que casi todas sus reacciones parecen res­ ponder a reflejos condicionados. Pero no es posible tener verdadero contacto humano con un molde social ni con reflejos condiciona­ dos, y los que han sido absorbidos por el molde ni siquiera pueden contactarse de verdad consigo mismos. (Se confirma aquí nueva­ mente lo del “falso sistema de sí mismo” señalado por Ronald Laing).

Los formatos sociales no tendrían mayor importancia si se li­ mitaran a uniformar ciertos rasgos externos, como el modo de ha­ blar y de vestirse. El problema está en que van mucho más allá: igualan las conciencias, y ese igualitarismo equivale al arrasamiento de la identidad. De esta manera, bajo el fuego cruzado de los modelos cultura­ les, los formatos estereotípicos y los hábitos, y no teniendo además a la vista nada que puedan percibir como una alternativa mejor para sí mismos, muchos optan por seguir siendo leales al paradigma cul­ tural o al molde social dentro del cual fueron “codificados”. En cuan­ to a su verdadero yo, continúa al margen del juego de la vida, obli­ gado a esconderse y a buscar refugio en las oscuras zonas del in­ consciente. El filósofo español José Ortega y Gasset definió así la condi­ ción humana: “Yo soy yo y mi circunstancia”. Quiso decir con eso que la personalidad es el resultado de lo que cada individuo, cada “yo”, hace con los hechos y situaciones externas en medio de los cuales se desenvuelve su vida. Pero son incontables los casos en que el yo queda “borrado” por la circunstancia, porque la circunstancia más determinante de casi todo el mundo es el modelo cultural y el formato social estereotípico que han sustituido a su verdadera iden­ tidad. Sucede a veces, sin embargo, que quienes “militan” en un de­ terminado modelo cultural o social se trasladan a otro que no impli­ ca un rompimiento total con el antiguo, y que les parece que mejora­ rá sus vidas y acogerá más satisfactoriamente su modo de ser. No obstante, si eso llega a ocurrir, se produce sólo en escasa medida, porque todos los modelos y formatos son estructuras colectivistas, y la identidad y la felicidad son conquistas que sólo pueden alcanzarse a través de un proceso esencialmente personal. Las personas rígidamente condicionadas por un modelo cultu­ ral o un formato social suelen rechazar a los que están “fuera”, y sancionar mediante la censura, la reprobación e incluso la “excomu­ nión” a los que desertan de su respectivo núcleo humano colectivi­ zado. Eso ocurre por lo general cuando los disidentes adoptan con­ ductas que atenían contra los intereses de los individuos que forman parte de dicho núcleo, o cuando su “escape” desemboca en algo peor

que el modelo mismo. En cambio, si los “emancipados'’ acceden a algún modo de vida realmente superior, en el que se perciben nuevas y más potentes energías vitales, y una inequívoca expansión de la personalidad, muchos de los “condicionados” suelen reconocer di­ cha superioridad, y en lugar de repudiarlos empiezan a sentir por ellos una mezcla de respeto y admiración, que sin saberlo constituye un vislumbre de la verdadera naturaleza humana. Existen en nuestro tiempo grandes emancipados de los mode­ los culturales que están ejerciendo una extraordinaria influencia en mucha gente, a través de libros, conferencias, charlas televisivas, etc., y que entregan una penetrante visión crítica de los condicionantes mentales, y al mismo tiempo genuinas claves de la vida y de la feli­ cidad. Algunos han llegado a convertirse en figuras públicas que, lejos de ser rechazadas por los que se identifican con uno u otro modelo, son reconocidas por un buen número de ellos como voces que abren nuevos horizontes a las expectativas humanas. Ya he men­ cionado aquí a Deepak Chopra y Gregory Bateson, este último falle­ cido hace pocos años pero plenamente vigente en nuestros días, a través de sus obras escritas. Y hay otros como ellos, auténticos descifradores de la vida, cuya influencia se extiende cada vez más entre los que aún conservan una básica capacidad de reaccionar críticamente ante los establishments culturales. Los modelos colectivistas recurren a veces a sanciones extre­ madamente duras -dentro de las cuales está el castigo físico- para lograr el implante mental de sus códigos y parámetros, o al menos para asegurar que las acciones externas se sometan a sus normas de conducta. Eso ocurre cuando disponen de poder para hacerlo; en­ tonces se trasforman en sistemas fuertemente coercitivos. Es el caso de los totalitarismos políticos y religiosos, el de las sectas fanáticas, y también, en mayor o menor grado, el de la educación de los niños rígidamente marcada por la autoridad inapelable de los padres o de los maestros. Gracias al rigor de los castigos que imponen a los rebeldes y disidentes, y al miedo que provocan incluso en los que los acatan, los modelos coercitivos poseen una enorme capacidad para moldear a su imagen y semejanza las conciencias humanas. La fórmula es

burda y simplista, pero brutalmente eficaz: “Si no obedeces, sufri­ rás; si obedeces, serás feliz.” Sin embargo, la promesa del sufrimiento por la vía del castigo no se cumple siempre, porque eso es algo que depende de la con­ ciencia del que lo recibe, del significado que le atribuya. Así por ejemplo, hay quienes se rebelan contra un modelo político totalita­ rio y reciben durísimas sanciones -privación de derechos civiles, confiscación de sus bienes, cárcel, torturas, etc.—, pero las afrontan con un extraordinario temple mental, en virtud del cual el sufrimiento pierde buena parte de su terrible carácter. Así ocurrió con el escritor ruso Alexander Solzhenitsin, Premio Nobel de Literatura 1970, cuya valiente rebelión contra el totalitarismo soviético sobrevivió incólu­ me a todos los castigos que le impuso la dictadura stalinista. Así ocurrió con el dirigente polaco Lech Walesa, quien, luego de ser encarcelado por las autoridades comunistas de Polonia, se convirtió en el líder del derrocamiento de ese régimen y en presidente de su nación. Así ocurrió también con Mahatma Gandhi, el liberador de la India, y con Nelson Mandela en Sudáfrica, condenado a cadena per­ petua y finalmente elegido como el primer presidente negro de ese país. Pensemos además en el caso de muchos mártires cristianos, que cantaban mientras eran devorados por las fieras en el circo ro­ mano, y en el de Sócrates, bebiendo con asombrosa serenidad la cicuta, en castigo por sus convicciones filosóficas contrarias al mo­ delo cultural de los jueces que lo condenaron. Son ejemplos magní­ ficos de temple mental generado por el poder de la conciencia. En cuanto a la promesa de los modelos erróneos de “hacer feli­ ces” a los que los acatan, no se cumple nunca. Por muy reconfortan­ te que pueda resultar ser aprobado como “buen ciudadano” por un régimen político totalitario, o ser aceptado por un conglomerado so­ cial, o formar parte de un núcleo humano —familia, amistades, club, asociación, gente en general-, si esa “acogida” se da a costa de la propia identidad, el efecto invariable es alguna forma secreta de in­ felicidad psíquica, más agobiante aún porque no hay nadie a quien contársela, porque todos exigen lo que exige el modelo, y no queda entonces otra opción que simular, es decir, ponerse “máscaras” que aseguren la aprobación de los otros: máscaras de conformidad, de acatamiento, de satisfacción, de servilismo, de mimetismo grupal; en último término, de sumisión social. Pero todas las máscaras so­ ciales generan una contracara inevitable, que instala al individuo en

una tétrica condición humana: la atrofia del propio yo y la atrofia de su vida. Después de llevar a cabo este recorrido, queda en evidencia que nuestra búsqueda requiere un desciframiento básico: revisar críticamente nuestros modelos y formatos mentales, sobre todo los que tenemos acerca de la vida, y en consecuencia acerca de la felici­ dad. Porque, como lo señala Gregory Bateson, la mayoría de los modelos son visiones erróneas implantadas en las conciencias por las culturas, por los núcleos sociales y por los “agentes transmiso­ res” de esas instancias, desde la familia hasta las voces mayores que nos hablan desde el arte, la literatura, la filosofía, las ideologías po­ líticas, etc. Creo que esta revisión debe comenzar por el examen de los macromodelos culturales que existen en nuestro tiempo acerca de la felicidad humana, para averiguar primero si entregan o no las verda­ deras respuestas, y después cuál es la influencia que ejercen en nuestra conciencia y en nuestra vida. Algunos de esos modelos circulan entre la gente de hoy de ma­ nera difusa y errática, pero fuertemente condicionante. Otros, los más potentes, son cristalizaciones de ciertas filosofías que están mar­ cando el rumbo de la vida actual, y que han llegado a constituirse en imperativos casi ineludibles para un gran número de seres humanos. Revisemos entonces las actuales creencias colectivas sobre la felicidad, y los trasfondos filosóficos de los cuales han emanado algunas de ellas.

CAPÍTULO TRES LOS PARADIGMAS CULTURALES CONTEMPORÁNEOS Es casi imposible trazar un panorama completo de los innume­ rables modelos culturales que existen en nuestra época, tanto en Oc­ cidente como en las demás áreas del mundo. Por otra parte, no es necesario para los propósitos de este libro. Nos abocaremos así a examinar los macromodelos occidentales, que son los que nos aleetan directamente, y cuya influencia es mucho más determinante que la de los submodelos existentes también en nuestro hemisferio: étni­ cos, regionales, nacionalistas, locales, sectoriales, grupales. etc. He seleccionado para esta revisión los macromodelos que a mi juicio constituyen las ópticas dominantes de la población occidental contemporánea. Los enunciaré anticipadamente, a fin de que el lec­ tor tenga al respecto un panorama de conjunto. Me he permitido asignar a cada uno un título especial, que pretende señalar su signi­ ficado fundamental, o el efecto más importante que cada uno produ­ ce en las conciencias y en las vidas humanas. 1. A merced del destino. 2. La ilusión pragmática. 3. El relativismo: vivir en el aire. 4. La amenaza científico-tecnológica. 5. En la trampa de las ideologías. 6. La moral del deber y la moral del sufrimiento. 7. Los idealismos fallidos. 8. El viaje a ciegas del esoterismo. 9. La religión adulterada. 10. La embestida contra el esiablis/imenl.

1. A MERCED DEL DESTINO. Aunque parecería impropio de nuestra época, que se enorgu­ llece de ser científica y racional, una de las creencias más difundi­ das en el Occidente actual es que la trayectoria de cada ser humano en este mundo, y por lo tanto su felicidad, dependen exclusivamente del “destino”. Según esta creencia, todos estamos gobernados por un poder superior, que traza de antemano (o a cada instante) el curso de nuestra vida, y nos asigna ciertos momentos felices y ciertos mo­ mentos desgraciados. E incluso hay algunos (o muchos) a los que el destino condena a una existencia predominantemente marcada por el sufrimiento. Los grados y formas de felicidad y de desdicha va­ rían de un individuo a otro, y se alternan de distinta manera en cada vida humana. Y el destino es ineluctable: nada podemos hacer para cambiar sus designios, y la actitud más sensata que podemos adop­ tar, dada nuestra impotencia, es acatar sus decretos cuando nos son adversos, pues así al menos nos evitaremos el sufrimiento adicional de rebelarnos inútilmente contra ellos. Esta creencia, mucho más común de lo que se pueda pensar, se alimenta de una confusa variedad de fuentes muy dispares. La prin­ cipal de ellas es la mitología, sobre todo la griega, que constituye hasta nuestros días una de las herencias culturales de Occidente, si bien hoy ha perdido su carácter de sistema religioso -actualmente nadie cree en los dioses griegos—y adquirido un significado pura­ mente metafórico, plasmado en una serie de símbolos arquetípicos. Sin embargo, pese a encontrarse extinguida, esa mitología ha legado a nuestra época un sobreviviente que ha resistido a todos los cambios de la historia, y que continúa siendo, hoy como en el pasa­ do, un poder real y operante para muchas conciencias humanas. Ese sobreviviente único es precisamente el destino. Según el mito helénico, las vidas humanas, e incluso las de los dioses, estaban regidas por el Hado (Moira), una entidad situada por encima del mundo, y a la que todo estaba sometido. La Moira no era Dios, no era un ser personal, sino algo así como una ley suprema del universo, que gobernaba todo su acontecer y repartía venturas y des­ dichas a su soberano arbitrio, teniendo como único propósito asegu­

rar el '‘equilibrio” de todas las cosas. Recurriendo a una analogía científica, podría compararse el Hado griego con la ley de la conser­ vación de la energía, en virtud de la cual el universo mantiene siem­ pre la misma cantidad total de energía que posee, pese a los innume­ rables cambios y mutaciones que ocurren en él instante tras instante. Aunque carezca de toda lógica racional, muchos occidentales modernos han hecho suya esta fantasía mitológica del pasado. Sin someterla a ninguna revisión crítica, y tal vez inducidos por cierto oscuro atavismo (que podría ser un reflejo de la tendencia humana a lo sobrenatural), se han convencido, de una u otra manera, de que sus vidas se encuentran gobernadas por algún poder análogo al Hado helénico. O bien, si no han llegado del todo a tal convicción, viven al menos con el temor de que ésa sea la trama oculta que rige el acontecer humano. En uno y otro caso, el resultado más frecuente es la inquietante sensación de estar a merced de ese poder imaginario, mezclada con la angustiosa hipótesis de que sus designios son por lo general más adversos que benéficos. Probablemente, esa visión ame­ nazadora del destino se debe al hecho de que lo imaginan, al igual que en el mito griego, como una entidad “impersonal”, con la que no es posible tener ningún contacto humano, desprovista de todo sentimiento e indiferente por lo tanto a los infortunios que descarga sobre uno y otro individuo. Otra fuente de la creencia en el destino es la astrología. Según el modelo astrológico, las vidas humanas están predeterminadas por los movimientos de los astros, principalmente los del sistema solar. Cada persona, según cuál sea la conjunción astral existente en el momento de su nacimiento, queda “marcada” por ella, tanto en su carácter como en su trayectoria por este mundo. Pero eso no es todo: día a día, el desplazamiento y la posición relativa de los astros res­ pecto de la tierra continúan trazando los acontecimientos y circuns­ tancias de su vida, de tal manera que cada ser humano está goberna­ do invisiblemente por la marcha del cosmos (aunque se trate del cosmos a una escala bastante modesta, que era la única que estaba a la vista de los antiguos astrólogos, puesto que no poseían instru­ mentos de observación astronómica). La astrología más difundida en Occidente es de origen babiló­ nico, y está basada en el Zodíaco, que es la zona del firmamento ocupada por nuestro sistema planetario, incluida la trayectoria anual del sol en el espacio.

Una creencia análoga a la de la astrología zodiacal, que ha em­ pezado a difundirse en los países occidentales, es la del Horóscopo chino, que introduce la influencia de cinco “elementos": agua, fue­ go, tierra, aire y metal. Esos elementos tienen un carácter simbólico, y representan “energías” que gobiernan el acontecer terrestre y que se combinan de distintas maneras a partir del nacimiento de cada individuo (hora, día, mes y año), para determinar primero su carác­ ter, y luego lo que le ocurrirá en cada momento de su existencia. La creencia mitológica en que todos los acontecimientos hu­ manos están decretados por algún poder superior, astral, cósmico o situado fuera de este mundo, ha generado otra creencia: la de que es posible conocer anticipadamente el futuro personal. En muchas cul­ turas del pasado, esta segunda creencia dio origen a toda clase de “ciencias” o “artes adivinatorias”, tales como augurios, vaticinios, oráculos, etc. Pero las artes adivinatorias no se han extinguido, ni mucho menos; siguen gozando de buena salud en nuestro tiempo, y alimentando un vasto y floreciente mercado, en el que pululan toda clase de “especialistas” que obtienen lucrativos ingresos “leyendo” el futuro de sus clientes en diversos códigos, según ellos articulados por el destino. Probablemente la más popular de estas “artes” o “ciencias” en los países occidentales es precisamente la que se basa en la astrolo­ gía del Zodíaco, un complicado sistema de “interpretación” que ase­ gura poseer las claves que permiten descifrar los caracteres y los destinos humanos, porque están “escritos” en los astros. Por su parte, el Horóscopo chino emplea un sistema análogo de interpretación, que reemplaza los movimientos astrales por las “combinaciones cronológicas” de los cinco elementos. Se agregan a estas “ciencias” la cartomancia (en especial la del Tarot), la quiromancia (basada en las líneas de la mano), la numerologia, las predicciones a través de una bola de cristal, etc. Lo más inexplicable de las artes adivinatorias es que todas afir­ man que el ser humano posee libertad, y que gracias a ella puede “modificar” lo que ha sido dispuesto por el destino. Pronto veremos cómo la libertad hace imposible la existencia de destino alguno, cual­ quiera sea su naturaleza. No existen estadísticas respecto de cuántos creyentes en el des­ tino hay actualmente en Occidente. Pero la simple observación nos muestra que la avidez por conocer el futuro mediante las artes adi­

vinatorias es un fenómeno generalizado, y de ninguna manera ex­ clusivo de La gente inculta; se da en todos los niveles culturales y sociales. Una tercera fuente de la creencia en el destino se aparta por completo de la mitología, y pretende sustentarse en argumentos es­ trictamente filosóficos y científicos. Se trata del determinismo, de­ rivado de la teoría mecanicista formuJada por Descartes en el siglo XVII. Para la óptica determinista, el mundo y las vidas humanas es­ tán regidos por la múltiple concatenación mecánica de causas y efec­ tos que tiene lugar en los fenómenos de la materia, de la cual es imposible evadirse. Incluso las decisiones aparentemente más libres de un individuo no son tales, sino consecuencia de ciertas causas que las provocan en forma automática, sin que pueda evitarlo. De esta manera, la libertad que creemos tener en nuestras acciones no existe; lo que llamamos libertad es sólo nuestra percepción de las diversas causas que están influyendo en nuestra conciencia al mo­ mento de cada decisión. Y al final siempre termina imponiéndose la más fuerte, la más determinante. De ahí el nombre de determinismo. La visión determinista del ser humano pretende estar “respal­ dada” por la constatación científica del modo en que ocurren los fenómenos físicos. Esos fenómenos son invariablemente determinísticos —a tal causa, tal electo-, y ese encadenamiento fijo es lo que ha permitido a la ciencia moderna descubrir las leyes que rigen con invariable regularidad los comportamientos de la materia. Pues bien, basándose en el determinismo de la materia, mu­ chos científicos modernos, influidos por el mecanicismo de Descar­ tes, para quien todos los organismos vivos, incluido el cuerpo huma­ no, eran meros artefactos mecánicos, han terminado por negar que el ser humano tenga una mente inmaterial, afirmando que lo que lla­ mamos “mente” es sólo un órgano del cuerpo: el cerebro. En conse­ cuencia, la mente es otro fenómeno de la materia, más complejo que los demás, pero también compuesto de procesos físico-químicos, igualmente mecánicos y determinísticos. Se ha derivado de aquí una visión fatalista del hombre, que lo concibe como un ser carente de libertad, inexorablemente condicionado por sus circunstancias y por su propia trama de causales biológicas, que son las que en verdad rigen sus decisiones y sus actos.

En síntesis, en la teoría determinista, los destinos humanos de­ jan de ser trayectorias decididas por un Hado o provocadas por las conjunciones astrales, y se convierten en un mero resultado de los ciegos procesos de la materia, que ocurren porque ocurren, sin nin­ gún sentido ni finalidad. Así la creencia en el destino, además de su carácter mitológi­ co, ha adquirido paralelamente un aura seudocientífica. Digo seudocientífica, porque la afirmación de que la mente es sólo el cerebro no pasa de ser una hipótesis, y peor aún, una hipótesis nacida de una óptica no científica, pues descarta deliberadamente una serie de fac­ tores humanos que para otros científicos, no cartesianos ni determinis­ tas, demuestran suficientemente que poseemos una mente inmate­ rial, y que todas nuestras decisiones, precisamente por ser mentales, escapan al fatalismo causal de la materia. En las primeras décadas del siglo XX, el determinismo invadió el campo de la psicología, dando origen al conductismo, teoría que sostiene que las acciones humanas están completamente condicio­ nadas por las circunstancias externas, especialmente por el medio social, a tal punto que los procesos mentales son sólo réplicas auto­ máticas de los factores ambientales que gravitan sobre la vida de cada individuo. Paralelamente, la biología contribuyó a consolidar la visión determinista del hombre, con el descubrimiento del ADN o código genético. A nivel de la mentalidad popular, ese descubrimiento ha difundido la creencia de que el ser humano está totalmente “progra­ mado” por su ADN desde que comienza a existir como organismo biológico, y que ese fatalismo determinístico marca irrevocablemente el modo en que actuará en la vida y el carácter que tendrán todas sus experiencias. Si examinamos críticamente las creencias mitológicas en el des­ tino y la generada por el determinismo, lo primero que queda en evidencia es que todas suprimen la libertad humana. (Aunque la as­ trología y otros sistemas digan que no es así, el destino y la libertad son recíprocamente contradictorios). Por lo tanto, su consecuencia estrictamente lógica es la más completa inacción. En efecto, si todo lo que nos ocurre en la vida está decretado por el Hado o por los movimientos astrales, o es producto de una cadena inexorable de

causalidades biológicas y mecánicas, ¿para qué hacer nada? ¿O para qué hacer alguna cosa, en lugar de otra? Pero es un hecho incuestio­ nable que, cuando no estamos absolutamente forzados por las cir­ cunstancias, todos elegimos hacer ciertas cosas y no hacer otras, y que esa capacidad de escoger entre dos o más opciones disponibles es una de las constataciones más lúcidas de nuestra conciencia, a lo largo de toda nuestra vida. En otras palabras, percibimos como un hecho evidente que tenemos libertad de elección, es decir, libre albedrío. Esta condición humana -la libertad- basta por sí sola para de­ mostrar que tanto la creencia en el destino como la creencia deter­ minista carecen de todo fundamento real. Pues cada acto libre pro­ duce una cadena de consecuencias que emanan de ese acto, y son dichas consecuencias las que en verdad determinan el futuro de cada persona, haciendo así imposible que la vida humana esté programa­ da de antemano por ninguna entidad superior situada por encima de las decisiones personales, ni determinada por ninguna causalidad de la materia. Más aún: todo individuo ejecuta cada día y a lo largo de su vida un incontable número de acciones libremente elegidas, desde las más triviales, como vestirse, comer o trasladarse de un lugar a otro, hasta las de mayor trascendencia, como escoger una profesión, casarse, o adoptar cierto modo de vida. Y todas esas acciones, cada una en su respectiva medida, generan efectos y consecuencias que imprimen determinado rumbo a su futuro. Así, el solo hecho de que tengamos libertad demuestra que no estamos sometidos a ningún poder ajeno a nuestra conciencia, y que somos nosotros mismos quie­ nes decidimos en último término qué hacemos con nuestra vida. Incluso en el caso de que existiera un designio previo sobre cada trayectoria humana, la libertad lo alteraría momento a momen­ to, con lo cual ese supuesto plan no pasaría de ser una especie de “tiro al aire” del Hado o de los “poderes astrales”. Pero la libertad no es sólo una constatación subjetiva de nues­ tra conciencia. Es también un hecho evidente en todas las relaciones humanas, a tal punto que constituye el fundamento implícito de toda convivencia social, y un requisito operativo esencial de toda socie­ dad organizada. Para que una sociedad pueda existir —trátese de la más primitiva de las tribus, o del más complejo conglomerado polí­ tico contemporáneo-, los individuos que la componen deben ser ca­

paces de ajustar sus conductas a las pautas específicas que esa mis­ ma sociedad ha establecido para su funcionamiento. Y para que pue­ dan hacerlo es absolutamente necesario que sean libres. En último término, la estructura funcional de toda sociedad es una estructura de comportamientos humanos. Sus miembros deben ejecutar ciertos actos y abstenerse de ejecutar otros; sólo así el cuer­ po social puede operar como un todo organizado. Y para que los individuos sepan lo que deben y lo que no deben hacer, la sociedad promulga un conjunto de normas o leyes, que deben ser cumplidas por todos. Paralelamente, pone en marcha un sistema de control, que se encarga de cautelar el cumplimiento de esas normas y de sancionar a quienes las transgreden. Las normas y los sistemas de control constituyen las articulaciones básicas de todos los procesos sociales. Ahora bien, las normas, los controles y las sanciones no ten­ drían ningún sentido, y resultarían inoperantes, si los seres humanos no fueran libres, y por lo tanto responsables de sus actos. Si sólo fuéramos autómatas activados momento a momento por causas o poderes ajenos a nosotros, no podríamos ceñir nuestras conductas a los códigos sociales, no podríamos vivir en sociedad. Pero es un hecho que los seres humanos pueden cumplir esos códigos, y tam­ bién es un hecho que pueden no cumplirlos, y que a menudo no los cumplen. Eso demuestra que tienen capacidad de elección, es decir, libre albedrío. En síntesis, toda la estructura de normas, prohibiciones, con­ troles, castigos, incentivos y recompensas que rige el acontecer so­ cial está basada en la certidumbre universal de que todo ser humano es libre. Si no fuese así, no podría existir sociedad alguna. Hasta las relaciones humanas de carácter privado se fundamen­ tan en la libertad, en el hecho de que cada persona puede responder, según ella misma lo decida, a lo que otras personas le proponen, le solicitan o le exigen. Puede responder de diversas maneras, y la res­ puesta depende de ella misma. Si no hubiera libertad, sería absurdo pedir cosa alguna a otro ser humano, ni apelar a sus sentimientos, a su inteligencia o a cualquier otra instancia para que actúe de deter­ minada manera y no de otra. Pues bien, tanto el destino como el determinismo, que impli­ can la supresión de la libertad, resultan incompatibles, de modo ab­ soluto, con la vida del hombre en sociedad. Y como la sociedad y las

relaciones humanas son hechos reales, la consecuencia lógica es que ambas creencias son sólo invenciones culturales, sin fundamento al­ guno en la realidad. Podríamos extendernos más en este análisis crítico, con otras consideraciones lógicas que demuestran racionalmente la existencia de la libertad humana. Pero creo que lo visto basta para conducirnos de modo incuestionable a la conclusión de que tenemos libre albe­ drío. Y eso significa que no estamos gobernados desde fuera por ningún destino, ni por ningún fatalismo causal de la materia. Signi­ fica también, y esto es lo más importante, que somos en buena me­ dida los artífices de nuestra vida, y podemos imprimirle un rumbo propio mediante nuestras decisiones y acciones. Pese a que la lógica racional deja en evidencia que el destino es un “imposible metafísico”, no se puede negar sin embargo que todo ser humano está marcado por una serie de condicionantes que parecerían configurar algo así como un “destino relativo” para cada persona. Nadie elige el momento ni el lugar en que nace. Tampoco elige su sexo, su raza, su “diseño” corporal y mental. No elige sus fami­ liares, ni el núcleo humano en el que transcurrirán sus primeros años de vida, ni la situación socioeconómica de sus padres, ni los códigos culturales bajo los cuales será “educado”, ni ninguno de los otros factores ambientales que rodearán su infancia. Además, gran parte de lo que nos ocurre en la vida es una suce­ sión de hechos externos en los que no tenemos ninguna intervención personal. Ese rodaje de acontecimientos se desarrolla por su propia cuenta, según su propio dinamismo, y configura otra trama condicio­ nante de nuestra existencia. Así, aunque no exista un destino absoluto, parecería que esta­ mos “atrapados sin salida” por una red de determinantes congénitos y ambientales, y asimismo por un acontecer externo que se nos im­ pone al margen de nuestros deseos y de nuestra voluntad. Este “estado de situación” de todo individuo requiere ser tam­ bién examinado con una lúcida conciencia crítica, para esclarecer su verdadera naturaleza y sus verdaderos efectos en la vida humana. Si llevamos a cabo ese examen, veremos que los únicos condi­ cionantes que no podemos modificar son ciertas características bá­

sicas de nuestro cuerpo, incluidos el sexo y la raza. (Aunque la ac­ tual ingeniería genética afirma que esos cambios pronto serán posi­ bles). Todos los demás, incluido nuestro equipamiento mental, son susceptibles de ser transformados y mejorados por nuestras propias acciones. Evidentemente, eso no es llegar y hacerlo, y en muchos casos resulta extraordinariamente difícil. Pero es posible. Eso es lo que importa esclarecer en este punto de nuestro análisis. Pues bien, por muy cerrada que pueda ser en muchos casos esa trama de condicionantes, no puede considerarse destino. El concep­ to de destino implica la existencia de algún poder externo que deter­ mina por completo las vidas humanas, hasta en sus más insignifi­ cantes sucesos, sin que puedan ser alterados y sin dejar espacio al­ guno para la libertad. En cambio, casi todos los condicionantes que acabamos de enumerar pueden ser modificados por las libres accio­ nes de cada individuo, y las características congénitas no marcan de ninguna manera el rumbo que cada cual dará a su vida, ni tampoco el sabor que tendrán para él sus experiencias. Estrictamente hablando, los factores mencionados son circuns­ tancias que afectan a cada ser humano, pero que no “programan” su trayectoria en este mundo. Esa trayectoria depende de lo que cada cual hace con sus circunstancias, de la manera en que las usa para convertirlas en experiencia personal. Más aún, nuestras propias de­ cisiones y acciones las alteran o pueden alterarlas en buena medida, creando así nuevas circunstancias, esta vez producidas por nosotros mismos, que no se habrían dado sin nuestra libre intervención en el acontecer externo y en nuestro propio desarrollo psicosomático. Reconocer la función que cumplen las circunstancias en la vida humana es algo completamente distinto de la creencia en el destino. El destino es inexorable; las circunstancias no lo son. Constituyen algo así como la materia prima con que contamos para vivir. Y siendo una materia prima, requieren ser elaboradas para convertirse en vida humana. Según cómo llevemos a cabo ese proceso de elabo­ ración, así será el significado y el valor de nuestra existencia. Más de algún lector pensará quizás que esta argumentación pue­ de ser satisfactoria en el plano teórico, pero que hay numerosos ca­ sos en que se ve desmentida por la vida real. Porque muchos seres humanos están condicionados por circunstancias extremadamente adversas, de las que parece imposible que puedan escapar. La mise­ ria endémica, las deformaciones congénitas, físicas y mentales, la

infancia vivida en ambientes humanos degradados y brutales, la ca­ rencia absoluta de educación, y otros factores tan aciagos como és­ tos, inducen a concluir que constituyen un cerco de hierro, al que es difícil no dar el nombre de destino. Insisto sin embargo en el mismo planteamiento anterior. Por muy férreas que puedan ser, incluso esas circunstancias pueden ser cambiadas. Las malformaciones congénitas admiten tratamientos mé­ dicos que pueden corregirlas en alguna medida. La miseria, los am­ bientes negativos y la falta de educación son males sociales provo­ cados por los propios seres humanos, no por los decretos de un des­ tino ineluctable, y por lo tanto también pueden ser revertidos. Con todo, persiste una incógnita aún no resuelta. ¿De dónde provienen tales condicionantes? ¿Qué o quién se los asigna a los se­ res humanos? Sólo existen al respecto tres posibles explicaciones, y las tres excluyen la creencia mitológica en el destino. La primera es concluir que esas circunstancias son fortuitas, es decir, que se deben exclusivamente al azar. La segunda es “combinar” el determinismo con la libertad: las circunstancias son causadas por los procesos físico-químicos de la materia, pero somos libres para modificarlas a través de nuestras acciones. La tercera es aceptar la existencia de un Dios creador del mun­ do, que dispone las circunstancias humanas según un plan que está fuera de nuestro alcance, pero que nos ha dotado al mismo tiempo de libertad para decidir por nosotros mismos lo que hacemos en cada momento de nuestra vida. Estas tres hipótesis requieren un examen más extenso y especí­ fico, que será abordado en la última parte de este libro. Pero consi­ dero importante anticipar desde ya que la hipótesis del azar y la del determinismo combinado con la libertad desembocan en contradic­ ciones insalvables, incompatibles con la lógica racional, y que la única que concuerda con dicha lógica es la de un Ser supremo crea­ dor y conductor del mundo. Al contrario de lo que suele creerse, la averiguación de la exis­ tencia de Dios no es una cuestión religiosa, pues las religiones se basan exclusivamente en la fe: afirman que Dios existe, pero no lo demuestran. Esa averiguación es un asunto propio de la filosofía, porque la inteligencia humana está capacitada para llevarla a cabo

por sí misma. De hecho, filósofos como Aristóteles y Tomás de Aquino desarrollaron argumentos estrictamente racionales para probar la existencia de Dios, y esos argumentos continúan teniendo la misma validez en nuestra época, porque son de carácter metafísico, es de­ cir, invulnerables al paso del tiempo y a la evolución de las culturas. La teoría del azar y la del determinismo, aunque se pretenda combinarlas con la libertad, constituyen dos visiones ateas del mun­ do, cuyas consecuencias para la vida humana son irremediablemen­ te trágicas. Ya veremos cómo, sin un Dios creador del mundo y con­ ductor de los asuntos humanos, la posibilidad de que seamos felices queda absolutamente clausurada. El ateísmo no es sólo una perspec­ tiva intelectual, sin mayores consecuencias para la vida. Hace des­ aparecer los fundamentos mismos de nuestra existencia, privándola de todo sentido y de toda esperanza. Volvamos a la creencia en el destino, para hacer al respecto algunas consideraciones finales. A mi juicio, no siempre esta creencia configura un modelo men­ tal monolítico. Hay personas que la sustentan de un modo más o menos amorfo, es decir, relativamente “blando”. No llegan a creer que el destino gobierne totalmente sus vidas; de una u otra manera, piensan que su propia libertad también juega algunas cartas en la aventura de vivir, que la condición humana es “en parte destino, en parte libertad”. Esa óptica es igualmente errónea, pero produce la ilusión de conciliar lo que en realidad es inconciliable. Con todo, lo más importante en este análisis es tomar concien­ cia de los efectos humanos que produce la creencia en el destino. El efecto humano fundamental es la pasividad, la renuncia a hacer nada o casi nada que permita mejorar la propia vida. Las per­ sonas que creen en el destino suelen experimentar una sensación falsamente reconfortante, que las alivia de hacerse cargo por com­ pleto de sus vidas, pues asumir tal responsabilidad les parece dema­ siado arduo y difícil. Hay “algo” o “alguien” a quien pueden responsabilizar en último término de sus adversidades y fracasos; hay algo o alguien que les puede quizás cumplir mágicamente sus deseos, eximiéndolas así de actuar para concretarlos por sí mismas. Pero en la medida en que uno delega su futuro en cualquier tipo de destino, deja de ser el conductor y el artífice de su vida, deja de ha­

cer lo que la vida exige para entregar sus mejores secretos y prome­ sas, y se convierte en un pasivo receptor de Jo que le ocurre. Eso equivale a ponerse a merced de Jos acontecimientos, y vivir a mer­ ced de los acontecimientos es una de las formas más seguras de ser infeliz. Conozco personas que “coquetean” con el destino, consultan­ do frecuentemente toda clase de horóscopos y adivinos. Al pregun­ tarles por qué lo hacen, suelen responder que no se lo toman en se­ rio, que les parece divertido, que satisfacen así su “curiosidad” por las ciencias ocultas, o que tratan de poner a prueba a los adivinadores, para ver si se equivocan o no en sus “revelaciones” sobre el pasado, el presente y el futuro. Creo que ese intento de “atisbar” en las artes adivinatorias, aunque sea por curiosidad o diversión, no es tan ino­ cuo como esas personas dicen. De alguna manera, revela una actitud mental que rehúsa hacerse cargo por completo de la propia vida, una inercia que les impide emprender realmente la aventura de encon­ trar por sí mismas lo que necesitan hacer para alcanzar una existen­ cia mejor y más feliz. Horóscopos, cartas astrales, lecturas del Tarot o de las líneas de la mano, y todo el resto de la parafernalia adivinatoria, pueden convertirse así en un cómodo espejismo que, sin que uno siquiera se dé cuenta, desconecta en mayor o menor grado de la vida real. Por último, la creencia en el destino deja sin esclarecer el asun­ to esencial: en qué consiste la felicidad. Parece dar por supuesto que todos lo saben, cuando lo que ocurre es exactamente lo contra­ rio: la naturaleza de la felicidad es una de las mayores incógnitas de nuestro tiempo.

2. LA ILUSIÓN PRAGMÁTICA El pragmatismo es una teoría propiamente filosófica, cuyo pos­ tulado básico es que el único criterio válido para establecer la ver­ dad de las ideas y el valor de las cosas es su “utilidad práctica”. No revisaremos aquí las articulaciones del pragmatismo filosófico, por­ que resultaría demasiado extenso y porque además no es necesario para los propósitos de este libro, sino las creencias colectivas que se han derivado de esta teoría, y que constituyen una de las ópticas predominantes en nuestro tiempo sobre la felicidad. Para las creencias pragmáticas, la felicidad depende exclusiva­ mente de la posesión de bienes concretos y tangibles. ¿Cuáles son esos bienes? En primer lugar, la salud y la buena situación económi­ ca. Pero a esos factores básicos suelen agregarse otros, como el atrac­ tivo físico, el status social, la educación, el éxito, la fama, e incluso el poder. Según el modelo pragmático, el cumplimiento de estas con­ diciones, al menos de las condiciones básicas, produce automática­ mente la felicidad, o en todo caso las mayores satisfacciones que se pueden experimentar en la vida. Estos son los objetivos que impulsan a casi todo el mundo en nuestra época. Millones y millones de seres humanos se pasan la vi­ da entera haciendo toda clase de cosas para alcanzarlos, si no todos, al menos los que consideran indispensables: la salud y el dinero. Pero la óptica pragmática no es sólo una creencia. Ha cristali­ zado en un sistema social, económico, cultural y político poderosa­ mente articulado, que se nutre simultáneamente de la producción de bienes y servicios, de los dinamismos de la economía, de los avan­ ces científicos y tecnológicos, de la farándula publicitaria, de la múl­ tiple oferta organizada de toda clase de experiencias y productos utilitarios. Sin embargo, pese a la enorme influencia que ejerce hoy la expectativa pragmática en todos los sectores económicos y sociales, es un hecho estadístico, sobre todo en el escenario de Occidente, que ninguno de sus logros proporciona por sí solo las satisfacciones que promete. En todas partes vemos personas que gozan de buena salud, solvencia económica y status social, incluso personas atracti­ vas, famosas, o de gran poder, que no logran atrapar la felicidad con

esos logros. En ningún otro momento de la historia ha habido tantos que disponen abundantemente de bienes pragmáticos; en ningún otro momento de la historia ha habido tantos que se sienten desgraciados en medio de esa abundancia, y sin saber por qué. Las constataciones al respecto son más que frecuentes entre los personajes que alcan­ zan notoriedad pública: artistas, intelectuales, hombres de negocios, magnates financieros, políticos, astros deportivos, triunfadores de todos los pelajes. Se confirman de manera abrumadora en los con­ sultorios psiquiátricos y en las clínicas mentales. Y basta mirar a la gente que uno conoce para encontrar a muchos pragmáticos exitosos descontentos de su vida. La creencia pragmática no es una visión exclusivamente con­ temporánea de la felicidad. Ha existido en todos los tiempos, y en muchas culturas. Existió en la antigua Grecia, donde fue poderosa­ mente respaldada por otra teoría filosófica, llamada hedonismo. Di­ cho término deriva del vocablo griego ecloné, que significa “pla­ cer”. Tal como su nombre lo indica, la premisa fundamental del he­ donismo fue que la felicidad consistía exclusivamente en el placer de los sentidos. Y para experimentar el placer de los sentidos era indispensable la posesión de bienes pragmáticos. Así el pragmatismo griego se asoció indisolublemente con una manera hedonista de vi­ vir la vida. Pero el hedonismo no es sólo una teoría de la antigüedad. Fue resucitado en el siglo XVII por el empirismo, filosofía que tuvo sus orígenes en Inglaterra y que hoy cuenta con numerosos adeptos en­ tre los pensadores contemporáneos. La formulación empirista arranca de una teoría del conocimien­ to: el ser humano sólo puede conocer lo que registran sus sentidos, al extremo de que ni siquiera los conceptos elaborados por la inteli­ gencia corresponden a la realidad. Tampoco esta teoría es nueva: fue igualmente desarrollada en Grecia, entre otros por los epicúreos y los estoicos, y el empirismo se ha limitado a reeditarla, tal como ha hecho con el hedonismo, agregándole algunos retoques para ha­ cerla “calzar” con los progresivos descubrimientos de las ciencias experimentales. En concordancia con su teoría cognoscitiva, el empirismo afir­ ma que las únicas satisfacciones que podemos experimentar en la vida son los placeres sensoriales de la vista, el oído, el gusto, el olfato y el tacto, a los que se agregan ciertas sensaciones internas,

como las del bienestar orgánico y las que produce la actividad sexual, pues constituyen también percepciones “empíricas”. Así, gracias a su reflotamiento por los empiristas, el hedonismo ha adquirido pa­ tente de modernidad, convirtiéndose en una de las ópticas sobre la felicidad humana más difundidas en el mundo de hoy, al punto de constituirse en otro modelo cultural. En su propósito de transformarse en cultura de masas, el mo­ delo hedonista ha acuñado el slogan de que la felicidad consiste en “pasarlo bien”. Pasarlo bien es “darse la buena vida”: divertirse, con­ sumir, rodearse de comodidades (para lo cual hay que tener bastante dinero), disfrutar del sexo, hacer deportes, asistir a espectáculos, al­ ternar con “gente linda”, participar en fiestas y eventos sociales, via­ jar, etc., etc. Es la convocatoria más apremiante de la publicidad, de los medios de comunicación y de la mayoría de la gente que uno conoce. Pero la constatación es aquí la misma: tampoco la consigna del pasarlo bien funciona por sí sola en la vida real. Por debajo de ese activismo hedonista al que se entregan millones y millones de prag­ máticos modernos, se desplazan subterráneamente toda clase de neu­ rosis y crisis existenciales, que constituyen la forma contemporánea predominante de la infelicidad. Las estadísticas clínicas nos entre­ gan cifras sobrecogedoras sobre esta antinomia de nuestro tiempo: la de mucha gente que lo pasa mal tratando de pasarlo bien. La decepción provocada por el pragmatismo hedonista no sólo genera diversos tipos de neurosis. Detona además numerosas pato­ logías conductuales, a través de las cuales muchos neuróticos tratan de encontrar alguna salida a su crisis existencial. La drogadicción, el alcoholismo, el uso compulsivo de tranquilizantes, el aturdimien­ to en el consumo de más y más experiencias hedonistas, e incluso el suicidio, son comportamientos patológicos cada vez más frecuentes en el escenario contemporáneo. Uno de los cuadros más impresionantes sobre los efectos del pragmatismo en la vida moderna, no sólo en los adultos, sino inclu­ so en los adolescentes y en los niños, es el que nos entrega Morris Berman (*) en su libro El reencantamiento de i mundo. Su análisis (*) Morris Berman. Filósofo norteamericano, cuya propuesta fundamental es la reformulación de la cultura contemporánea en un nuevo humanismo, centrado en la experiencia mágica del mundo y de la vida.

constituye un enjuiciamiento global del tipo de civilización en que hoy vivimos, de las filosofías que la inspiran y del sistema de vida que nos impone. Las cifras se refieren a los Estados Unidos, pero son representativas de todo Occidente. “La historia de la época moderna, a nivel de la mente, es la historia de un desencantamiento continuo. En el vacío creado por el colapso de los valores tradicionales, observamos un retraimiento ma­ sivo hacia la evasión que ofrecen las drogas, la televisión y los tran­ quilizantes. También tenemos una búsqueda desesperada de terapia, en estos momentos una obsesión nacional, en la que millones de norteamericanos tratan de reconstruir sus vidas sumidos en un senti­ miento profundo de anonimato y desintegración cultural. Hemos sido todos comprados por el sistema, y ahora nos identificamos comple­ tamente con él.” “Las estadísticas que reflejan esta condición, solamente en los Estados Unidos, son tan nefastas que desafían nuestra comprensión. Hay actualmente una tasa significativa de suicidios entre los niños de siete a diez años de edad, y entre 1966 y 1976 los suicidios de adolescentes se triplicaron a casi treinta al día. Una evaluación de niños de nueve a once años en la Costa del Pacífico reveló que casi la mitad de ellos eran consumidores habituales de alcohol, y que un buen número llegaba regularmente a la escuela en estado de ebrie­ dad. El Dr. Harold Treffert, del Instituto Mental de Wisconsin, ha declarado que en la actualidad millones de niños y adultos jóvenes están aquejados de lo que describe como ”un agudo sentido de vacuidad y de falta de significado en su vida, expresados no en el temor de lo que les pueda ocurrir, sino en el temor de que jamás les ocurra nada.” “Las cifras oficiales del gobierno entregadas en 1971 -72 infor­ maron que los Estados Unidos tenían cuatro millones de esquizofré­ nicos, cuatro millones de niños seriamente perturbados, nueve mi­ llones de alcohólicos y diez millones de neuróticos afectados por depresiones severamente inhabilitantes. A comienzos de los años 70 se informó que veinticinco millones de adultos estaban consumien­ do Valium; en 1980, la Administración de Alimentos y Drogas dio cuenta de que los estadounidenses estaban consumiendo cada año cinco billones de tabletas de benzodiacepinas (el fármaco del Valium y del Diazepam). En El mito del niño hiperactivo, Peter Schrag y Diane Divoky dicen que son cientos de miles los niños drogados

diariamente en la escuela, y que una cuarta parte de las mujeres nor­ teamericanas de entre 30 y 60 años de edad usan regularmente dro­ gas psicoactivas. “La droga y el hospital mental”, escribe un cientista político, “se han convertido en el lubricante y la fábrica de repuestos indispensables para impedir el derrumbe total del motor humano”.” “Si Estados Unidos es la frontera del Gran Colapso, las demás naciones industrializadas no están muy atrás.” Alguien podría objetar que estas estadísticas no representan el actual panorama humano de los Estados Unidos, puesto que corres­ ponden a 20 o 30 años atrás. Pues bien, las estadísticas norteameri­ canas de comienzos del siglo XXI revelan un empeoramiento gene­ ral de este cuadro descrito por Morris Berman. Lo más asombroso es que esto está ocurriendo en la nación más rica y poderosa del mundo, que ha hecho del pragmatismo su modo de vida predomi­ nante. Este abismante panorama de los efectos del pragmatismo hedonista en el mundo de hoy es confirmado por el notable psiquiatra y filósofo humanista Erich Fromm, en su libro Psicoanálisis de la Sociedad Contemporánea: “Nada es más común que la idea de que los occidentales del siglo XX están eminentemente cuerdos. Incluso el hecho de que un gran número de ellos sufra formas más o menos graves de enferme­ dad mental genera muy pocas dudas en cuanto al nivel general de nuestra salud psíquica.” “Muchos psiquiatras y sociólogos se resisten a la idea de que la sociedad en cuanto tal pueda carecer de equilibrio mental, y afirman que las patologías psíquicas las padecen sólo los “inadaptados”. No aceptan ni siquiera la posibilidad de que la inadaptación pueda estar en las culturas. Este libro tratará de la patología de la sociedad occi­ dental contemporánea.” “Los países más prósperos de Europa, y los Estados Unidos, el más próspero del mundo, presentan los síntomas más graves de per­ turbación mental. El objetivo del desarrollo socioeconómico occi­ dental es lograr una vida más confortable, pero los países que más han alcanzado ese objetivo son los que muestran los mayores sínto­ mas de desequilibrio psíquico. Esa contradicción suscita la pregunta

de si no habrá algo fundamentalmente equivocado en nuestro modo de vivir.” “¿Cómo es posible que el nivel de prosperidad de nuestra clase media occidental, que satisface suficientemente sus necesidades ma­ teriales, nos deje una sensación de profundo tedio? ¿No será que la civilización moderna no satisface las necesidades profundas del ser humano? Y si es así, ¿cuáles son esas necesidades?” “El hombre moderno se ha convertido en parte de la maquina­ ria actual. Se siente a sí mismo como una mercancía, una inversión. Su finalidad se reduce a tener éxito, a venderse en el mercado del modo más provechoso posible. Su felicidad se identifica con el con­ sumo de mercancías cada vez más nuevas y mejores, con la absor­ ción de música, películas, diversiones, experiencias sexuales, alco­ hol, cigarrillos, etc. No teniendo más valor humano que el que le puede proporcionar su conformidad con la mayoría, se siente inse­ guro, angustiado, dependiente de la aprobación ajena. En resumen, está enajenado de sí mismo, y esa enajenación lo conduce a un des­ equilibrio mental cada vez mayor. La vida no tiene sentido; no hay alegría, no hay realidad. Todo el mundo es “feliz”, salvo que no siente y no razona.” El examen de las patologías de la civilización contemporánea llevado a cabo por Erich Fromm en este libro es tan vasto y pene­ trante como el que aborda Morris Berman en El reencantamiento clel mundo. Pero estos dos enfoques no son los únicos. Un número considerable de analistas de nuestro tiempo han emitido y continúan emitiendo similares diagnósticos. Aunque todos dejan al descubier­ to que las causas de la infelicidad contemporánea son muchas y de diversa índole, coinciden en que una de las principales es el pragma­ tismo hedonista que ha terminado por imponerse mayoritariamente en el mundo de hoy. Al margen de estos análisis, que nos entregan una visión cru­ damente real de nuestra época, cabe hacer sin embargo una impor­ tante consideración, necesaria para completar el examen crítico de este paradigma cultural: pese a los devastadores efectos del prag­ matismo en la actual población de Occidente, existen también per­ sonas que, aun cuando poseen abundantes bienes pragmáticos, lo­ gran disfrutar satisfactoriamente de su vida. ¿No indica eso que el

pragmatismo constituye una fórmula existencial que permite ser fe­ liz? En absoluto, porque en tales casos se trata de personas que no tienen una óptica ni un modo de vivir pragmáticos, sino alguna perspectiva mental distinta y superior, y es de esa mejor perspec­ tiva de donde procede su capacidad de saborear de verdad sus expe­ riencias. El problema no está entonces en los bienes económicos que uno posee, sino en el significado que les asigna y en el modo en que los usa en su propia vida. ¿Qué explicación tiene esta crisis que hoy afecta a gran parte de la población de Occidente? ¿Cuál es en definitiva la causa de la “decepción pragmática”? ¿Por qué los placeres de los sentidos no proporcionan automáticamente la felicidad, al contrario de lo que proclama el hedonismo antiguo y moderno? La respuesta a estos interrogantes está en nosotros mismos, en la constitución natural de nuestro ser. Los bienes pragmáticos y las experiencias hedonistas dejan sin satisfacer nuestros mayores y más profundos deseos. Esos deseos son metafísicos, y ninguna experien­ cia de los sentidos puede alcanzar esa zona de nuestro anhelo. Y los deseos metafísicos son inextirpables de la mente, porque constitu­ yen nuestra naturaleza, la esencia misma de lo que somos. Aunque lo queramos o lo intentemos de todas las maneras posibles, no los podemos suprimir; son un mar de fondo que a través de toda clase de “voces” internas nos dice que la felicidad no está en lo que tene­ mos ni en la satisfacción de los sentidos, sino en otra cosa. No obstante, sigue en pie el hecho de que el hedonismo prag­ mático es el modo de vida predominante en nuestro tiempo. ¿Signi­ fica eso que la mayoría de la actual población de Occidente está afectada por una incurable insania mental, que le impide incluso atisbar otras maneras de disfrutar la vida, más allá de los placeres sensoriales? A mi juicio, no es exactamente así. Porque los que se entregan a la experiencia hedonista perciben instintivamente que la felicidad sólo puede encontrarse en las sensaciones. Y en eso tienen toda la razón. Enfrentamos aquí una las grandes paradojas de la condición humana. Efectivamente, el paladeo de la felicidad no es otra cosa que una sensación. Hasta los estados de conciencia más extraordi­ narios, como los que se alcanzan en la experiencia mística, no pro­

ducen felicidad a menos que generen sensaciones orgánicas de pla­ cer. De esta manera, no existe para el ser humano otra alternativa de ser feliz que sus propias sensaciones. Pero la sensación de la felicidad no es una experiencia hedonista, pues no consiste en una sucesión de placeres puntuales de los sentidos, desconectados unos de otros. Es un estado de ánimo, un clima mental y orgánico, una especie de paladeo global de la vida cargado de potentes significados, que envuelve y transforma las de­ más sensaciones, dotándolas de nuevos sabores y resonancias. Si­ multáneamente, inunda la conciencia de una energía activa y crea­ dora, de un misterioso poder que permite no sólo sobreponerse a las circunstancias adversas, sino además actuar sobre ellas para modifi­ carlas y para revertir los impactos negativos que antes producían en la mente. Ya veremos en la parte final de este libro cuáles son los facto­ res y dinamismos que entran en acción para producir esa transmuta­ ción de la conciencia, y qué es lo que necesitamos hacer para alcan­ zarla gradualmente. Se trata de un proceso mental, pero su resultado tangible es un modo cada vez más potente de sentir la vida. Porque las sensaciones son el único instrumento con que contamos para dis­ frutarla, y por lo tanto para ser felices. El hedonismo acierta en cuanto al territorio de la felicidad, que es efectivamente la experiencia sensorial. Pero se equivoca de plano en cuanto a su origen, pues el origen no está en los sentidos. Está en los significados que asignamos en nuestra mente a la realidad y a todo lo que nos ocurre. Y los bienes pragmáticos y los placeres pura­ mente sensoriales carecen de significado propio; en consecuencia, no pueden proporcionarnos por sí mismos un auténtico disfrute de la vida. Pese a su pretensión de convertir la existencia humana en una sucesión de placeres, el hedonismo desemboca en un enorme vacío: el vacío de vivir sin saber para qué, tratando de atrapar algo inasible, que una y otra vez se escapa de las manos. Ni siquiera la receta básica del hedonismo -disfrutar la mayor cantidad posible de momentos de placer y evitar también al máximo los momentos de dolor—puede funcionar en la vida real de la mayo­ ría de los seres humanos. Primero, porque tales placeres exigen re­ cursos económicos suficientes para procurárselos, y son pocos los que disponen de ellos. En segundo lugar, porque lo que más abunda

en la vida real, aunque no esté afectada por grandes desgracias, son los momentos que no proporcionan placer sino todo lo contrario: esfuerzo, preocupaciones, problemas, contratiempos, molestias y re­ veses, con su correspondiente carga de malestar y dolor. La fórmula hedonista proclama que hay que reducir al mínimo posible esos mo­ mentos de infelicidad, pero no entrega ninguna clave operante para hacerlo. En consecuencia, incluso dentro de su propia óptica, es una formulación fallida, pues no puede ser aplicada casi por ningún ser humano. La expectativa hedonista es así una doble ilusión: sólo está al alcance de unos pocos -los privilegiados por la fortuna-, y esos pocos tampoco obtienen de los placeres de los sentidos la “felici­ dad” que el hedonismo les promete. Hagámonos ahora una pregunta más sutil: ¿por qué la creencia pragmática-hedonista, que constituye el modelo mental de mucha gente de hoy, no le proporciona a esa gente verdaderas experiencias de felicidad, si son las creencias las que determinan las sensaciones, y el modelo pragmático hace creer que las experiencias hedonistas son felices? La respuesta ha sido ya entregada en un análisis ante­ rior, cuando hablamos de los dos planos en que se dan los modelos mentales. La creencia pragmática es un modelo instalado exclusiva­ mente en el plano consciente, pero en pugna con las creencias in­ conscientes, que son las más poderosas. Y nuestro inconsciente está marcado por otra clase de deseos, no pragmáticos sino metafísicos, inextirpables de la naturaleza y del corazón humanos. Esos deseos no encuentran satisfacción en ninguna experiencia hedonista, y en consecuencia es inevitable experimentar, de una u otra manera, una subterránea sensación de malestar y vacío existencial de la que no es posible escapar. La simple experiencia nos demuestra además que los placeres sensoriales, por muy intensos que sean, no proporcionan sino una satisfacción puntual y transitoria, que no cubre el conjunto de la vida, y que se desvanece junto con su estímulo. Más aún, la simple sucesión de ese tipo de placeres, incluidos Jos del sexo, aunque se intente variarlos continuamente, pasando de un placer a otro, genera tarde o temprano una saciedad que hace desaparecer el placer, reem­ plazándolo por el desagrado y el hastío. Los sentidos tienen límites

más allá de los cuales entran en un estado de embotamiento en el que ya no responden a sus estímulos. El pragmatismo no se ha contentado con defraudar las expec­ tativas humanas de felicidad. Se las ha arreglado al mismo tiempo para instaurar una conducta social anómala, que ha llegado a consti­ tuirse en una especie de “regla de oro” del mundo contemporáneo: la competitividad. La competitividad es inherente a la búsqueda de casi todos los bienes pragmáticos, sobre todo del éxito económico y del éxito so­ cial, porque tales éxitos sólo pueden ser obtenidos por unos pocos, en desmedro de todos los demás. Así, resulta lógico que todos los que se embarcan en su búsqueda compitan entre sí por lograrlos, y por lograrlos en la mayor medida posible. La competitividad moderna pretende ser “sana”; algo así como una ley natural de los procesos económicos y sociales, que activa y favorece su desarrollo. Pero en la práctica se ha convertido en una verdadera patología de la conducta: la ferocidad competitiva. Es inevitable que eso haya ocurrido, porque la competencia, cuando carece de una óptica moral superior que la someta a principios de equidad y justicia, no sólo impulsa a poner en acción los medios que pueden conducir al éxito, sino también a desplegar todas las manio­ bras posibles para impedir que otros lo logren, porque el éxito no es compartible con otros. No uso aquí el término “ferocidad” en el sentido de violencia física, pues los competidores de hoy no andan a golpes los unos con los otros, sino para designar esa actitud mental, cada vez más gene­ ralizada en nuestra época, que se caracteriza por un acerbo antago­ nismo hacia todos los contrincantes que participan en la misma ca­ rrera por algún objetivo pragmático. La ferocidad competitiva genera una escalada creciente de es­ trategias de ataque, defensa y contraataque, que se alimenta de sus propios dinamismos y que culmina en una enconada pugna de com­ petidores contra competidores, apenas atenuada por las normas y controles legales que se establecen para mantenerla dentro de cau­ ces relativamente “éticos”. Pero la ferocidad está en las conciencias, y, siendo un sentimiento subjetivo, no puede ser moderada ni rever­ tida por ninguna normativa jurídica ni por ningún control externo.

El carácter patológico de la competitividad contemporánea ha producido seres humanos anómalos: oportunistas, calculadores, des­ honestos, tramposos, hipócritas, desleales, despiadados, dispuestos a todo para lograr sus propósitos, dispuestos a aplastar a cuantos se interpongan en su propio camino hacia el éxito. Ha convertido a un sinnúmero de personas en adversarios irreconciliables, que obede­ cen ciegamente a la tristemente famosa ley de Hobbes: “El hombre es un lobo para el hombre”. Ha degradado las relaciones humanas a una lucha sin cuartel por sacar de la vida la mayor tajada utilitaria que sea posible, sin que importe nada la suerte que corran los de­ más. La escalada competitiva no se da sólo en el ámbito económico. De una u otra manera, se da igualmente en la vida social, en el mun­ do del trabajo, en el plano profesional, en el quehacer intelectual y artístico, en las actividades deportivas. Contamina incluso las rela­ ciones conyugales y familiares, donde no es raro ver antagonismos cuyo origen es precisamente la pugna por sobresalir en uno o más logros de tipo pragmático. Centrada exclusivamente en el éxito, la competitividad prag­ mática ha instaurado en la sociedad contemporánea dos falsas cate­ gorías humanas: los “ganadores” y los “perdedores”. Esas catego­ rías ficticias son igualmente detonantes de infelicidad. Los perdedo­ res son infelices porque están hundidos en el fracaso. Y los ganado­ res son infelices porque viven en estado de zozobra permanente, temiendo que no lograrán mantenerse en el éxito, temiendo la apari­ ción de otros competidores más capaces o más astutos que ellos, que les arrebaten lo que tan duramente han logrado conquistar. En ambos casos, la recompensa de la ferocidad competitiva es una aciaga experiencia de la vida. Para el “perdedor”, es un hoyo negro que oscurece por completo su presente y su futuro. Para el “ganador”, es una trampa de angustia y sobresalto que atenaza sin tregua su conciencia. En mayor o menor medida, todo el que ha triun­ fado en el combate por el éxito pragmático carga con esa conse­ cuencia inevitable, cuya causa no es otra que el haber convertido en enemigos a todos aquéllos que persiguen sus mismos propósitos. Paradójicamente, la felicidad no es competitiva. Y no lo es por­ que puede compartirse con los demás seres humanos sin sufrir nin­ guna merma ni deterioro. Más aún, la felicidad es difusiva; por su propia naturaleza impulsa a compartirla con otros, a procurar que

otros también la alcancen, y cuando eso ocurre, genera una expe­ riencia aún más satisfactoria de la vida: la prodigiosa experiencia de la hermandad humana. La conciencia pragmática es competitiva porque es egocéntrica: está obcecada por el deseo de situarse por encima de los demás, de imponerse sobre todos, cualquiera sea el costo humano de esa victo­ ria. La felicidad no lo es, porque está basada en el mejoramiento de sí mismo. Y el mejoramiento de sí mismo progresa en la misma me­ dida en que se comparte con otros. En síntesis, el pragmatismo hedonista ha resultado ser uno de los mayores espejismos de nuestra época, quizás el que más estra­ gos está causando en las vidas humanas. Pero su análisis nos ha con­ ducido a un primer descubrimiento: la clave de la felicidad está en mejorar nuestro sentimiento global de la realidad y de nuestra pro­ pia vida. Eso implica un proceso en el que necesitamos involucrar todo nuestro equipamiento natural, psíquico y somático, y sobre todo nuestros actos. Cómo entrar y avanzar en ese proceso es lo que vere­ mos en los capítulos finales de este libro.

3. EL RELATIVISMO: VIVIR EN EL AIRE. Enunciada de manera simple, esta creencia sostiene que la ex­ periencia de la felicidad es tan distinta para cada persona, que no es posible decir sobre ella nada que pueda aplicarse ni siquiera a dos individuos, pues varía por completo de uno a otro. Como tantos otros modelos culturales, la creencia relativista es un simple derivado popular de una teoría filosófica, denominada con el mismo nombre. Aunque también tuvo sus orígenes en la filosofía griega, espe­ cialmente en los sofistas, el relativismo fue remodelado en una ver­ sión moderna por Augusto Comte (1798-1857), fundador del positi­

vismo, y constituyó algo así como la coronación de ese sistema filo­ sófico. La premisa fundamental del positivismo es la misma del em­ pirismo: el hombre sólo puede conocer lo que registran sus sentidos, es decir, los fenómenos físicos de la materia. Pero el positivismo añade a esta premisa una fórmula propia: los fenómenos deben ser “verificados” y “medidos” para que el conocimiento se transforme en ciencia. Y las únicas verificaciones y mediciones válidas son las que se llevan a cabo mediante el método experimental y matemáti­ co. Los conocimientos así obtenidos fueron denominados por Comte “datos positivos”. De ahí el nombre de “positivismo” que él mismo dio a su sistema filosófico. Ahora bien, los datos positivos son todos relativos, pues lo que ocurre en cada fenómeno depende de los factores que lo configuran y de las relaciones que se dan entre ellos. Y tanto los factores como las relaciones varían en cada caso. En consecuencia, no existe nada absoluto en este mundo; todo es un juego cambiante de variables, que se van modificando según se alteran las circunstancias que in­ tervienen para producir los diferentes hechos y procesos. Lo mismo sucede en el plano humano: cada individuo es tam­ bién un juego cambiante de deseos, acciones, circunstancias, expe­ riencias y percepciones subjetivas de su conciencia. Como esa tra­ ma nunca se repite de modo idéntico entre los millones de indivi­ duos que han existido, existen y existirán en el futuro, todo lo que le ocurre a cada uno es válido sólo para él mismo, y para ningún otro. Por lo tanto, tampoco en la búsqueda de la felicidad hay claves uni­ formes que puedan aplicarse a todo el género humano. Cada cual la busca y la encuentra “a su manera” (o simplemente no la encuentra). El carácter relativo de los fenómenos de la materia ha sido ple­ namente corroborado por la ciencia contemporánea. La teoría de la relatividad de Einstein constituye la mayor formulación científica del relativismo que rige todo lo que sucede en el universo físico. Uno de los muchos ejemplos de la relatividad física es el caso del tiempo. A nuestra escala humana, el tiempo está condicionado por ciertos movimientos del sistema solar en el que habitamos: el de rotación de la tierra sobre sí misma, el de su traslación alrededor del sol, y el de traslación de la luna alrededor de la tierra. De acuerdo a dichos movimientos, percibimos y medimos el tiempo en días, me­

ses, años, etc. Pero esos registros del tiempo no tienen ningún senti­ do en el resto del universo, donde las relaciones entre los movimien­ tos de las estrellas y las galaxias son del todo diferentes. Como ya señalé, la visión positivista no se ha limitado a los fenómenos de la materia. Se ha extendido al ser humano, conside­ rándolo igualmente una articulación de datos positivos, puramente físicos, y por lo tanto también relativos. No existe así una “naturale­ za humana”, puesto que no hay ningún dato positivo que confirme su existencia. Esa supuesta naturaleza, dice el positivismo, no se “ve” ni se “toca”; en consecuencia, es una pura ficción mental, una hipótesis sin base alguna en los hechos empíricos. El principio relativista fue también proclamado por el escritor español Ramón de Campoamor, con estos conocidos versos: “En este mundo traidor nada es verdad ni mentira todo es según el color del cristal con que se mira.” Esta breve estrofa es aparentemente “inofensiva”. Casi se la podría tomar por una sátira humorística. Pero en el fondo nos dice algo bastante desolador para la vida humana. Nos dice que no pode­ mos conocer ninguna realidad objetiva, porque todo lo percibimos siempre a través de “cristales”, es decir, de filtros mentales que la alteran y que nos impiden conocerla tal como es, entregándonos una visión puramente subjetiva de las cosas. Así, estamos condenados a una absoluta incertidumbre: todo lo que registramos con nuestros sentidos y todo lo que pensamos puede ser tanto verdadero como falso. En otras palabras, no tenemos acceso a ninguna verdad real. Estamos literalmente en el aire; no podemos saber qué somos ni para qué vivimos, no podemos saber qué es el mundo ni para qué existe, no podemos saber nada de nada. Por lo tanto, tampoco pode­ mos saber qué es la felicidad ni cómo alcanzarla; cada cual tiene que buscarla como pueda, usando su propio “cristal” mental, y nadie puede decirle a otro lo que necesita para ser feliz. Lo más asombroso es que el relativismo, que niega toda ver­

dad absoluta, cae en contradicción consigo mismo, pues convierte su propia negación de la verdad en una verdad absoluta. No es de extrañar, porque la contradicción es el sello distintivo de todas las falsas filosofías. Pese a su inconsistencia lógica, el relativismo ha logrado tam­ bién una difusión masiva en nuestra época, generando una actitud típicamente moderna: la tolerancia hacia todas las ideas, porque, como nadie puede atribuirse la posesión de ninguna verdad objetiva y absoluta, válida para todos los seres humanos, todas las ideas es­ tán en la misma condición: pueden ser tanto verdaderas como falsas. Y como no existe criterio alguno para resolver esa incertidumbre, cada cual, de acuerdo con su propia subjetividad, escoge las ideas que considera válidas para sí mismo. De esta manera, todos los pa­ receres humanos, aunque discrepen diametralmente unos de otros, son igualmente respetables. Ahora bien, si todas las ideas merecen ser respetadas, cada cual tiene derecho a vivir como le parezca, o como se le dé la gana, según su propia “idea” de la vida. Pero el problema no está en el derecho a vivir como uno quie­ ra. Es indiscutible que todos tenemos ese derecho, aunque en todas partes se encuentra subordinado a las regulaciones de la ley, a fin de evitar que la libertad de cada individuo para vivir a su manera pueda causar daños a los demás, o a la sociedad. El problema está en los resultados de esta fórmula. Porque los resultados demuestran que no funciona, que vivir “al propio antojo” conduce a cualquier cosa, me­ nos a la felicidad. La creencia relativista ha convertido la vida de mucha gente en una suerte de “equilibrismo” entre sistemas recíprocamente contra­ dictorios. Tenemos por una parte los modelos culturales, cada uno de los cuales pretende imponernos su visión artificialmente prees­ tablecida de la felicidad. Y tenemos por otra el relativismo, que re­ chaza de plano todo modelo, afirmando que la felicidad es un asunto exclusivamente individual, que cada individuo debe resolver sólo por sí mismo. Y ambas perspectivas coexisten simultáneamente, como los principales paradigmas contemporáneos. El resultado de esta colisión de opuestos es que mucha gente vive en estado de con­ fusión, sin saber cómo ensamblar esos dos modelos incompatibles en sus propias vidas. Al final, la creencia relativista se convierte en

un modelo más, que cada cual trata de ensamblar como puede con su modelo mental-cultural, pero sin conseguirlo. Son los mismos “datos positivos”, instituidos arbitrariamente por Augusto Comte como la única posibilidad de conocer la reali­ dad, los que demuestran que la teoría relativista de que no existe ninguna verdad absoluta, ni una naturaleza humana, ni tampoco cla­ ves comunes para encontrar la felicidad, carece de todo funda­ mento. ¿Qué nos revelan los datos positivos acerca de la especie hu­ mana? Nos revelan que todos tenemos un cuerpo y una mente, con­ figurados básicamente de la misma manera, y cuyo funcionamiento es también básicamente el mismo. Nos muestran que todos tenemos cinco sentidos externos, y que todos tenemos los mismos órganos y sistemas operativos internos, es decir, una misma anatomía y fisio­ logía. Que todos tenemos inteligencia, voluntad, memoria, imagina­ ción, sensaciones, emociones y sentimientos. Y que los diferentes grados y modalidades en que poseemos ese “instrumental” no alte­ ran el hecho esencial de que es análogamente el mismo para todos, y que también es análoga la manera en que lo empleamos. Ese diseño orgánico y mental que todos compartimos es preci­ samente la naturaleza humana, tan dogmáticamente negada por el positivismo relativista. ¿No son estos hechos positivos verdades humanas absolutas, que no dependen de ningún punto de vista subjetivo, y en las que no cabe por lo tanto relativismo alguno? Y sólo he mencionado aquí la estructura básica del ser humano en su cuerpo y en su mente. Si continuamos examinando los componentes comunes a todos los in­ dividuos de nuestra especie, encontraremos muchos más. Eso termi­ na de confirmarnos que poseemos un sustrato natural común, pese a las innumerables diferencias individuales que nos hacen al mismo tiempo distintos unos de otros. De esta manera, la condición humana está constituida por un dualismo simultáneo: una naturaleza común, compartida por todos, y una diferente individualidad. El plano de la naturaleza no admite relativismo alguno; la individualidad los admite todos, porque varía en cada sujeto humano.

Esa doble condición es la que rige asimismo nuestra búsqueda de la felicidad, cada una con sus códigos propios. Pero los códigos de la naturaleza y los de la individualidad, lejos de ser incompati­ bles entre sí, están diseñados para interactuar armónicamente. Cons­ tituyen el metabolismo profundo de la vida humana, análogo al que existe entre la mente y el cuerpo. Por otra parte, el dualismo configurado por la naturaleza y la individualidad nos muestra que la visión relativista no es completa­ mente errónea. Es válida en cuanto a los requisitos individuales de la felicidad, que efectivamente son distintos para cada persona. El error está en creer que esas condiciones son las únicas, que cada ser humano está irremisiblemente solo en su búsqueda. Esa es sólo una cara de la moneda. Más allá de las variantes individuales, existen ciertos requisitos universales, emanados de nuestra naturaleza, que todos necesitamos cumplir para ser felices. Son condiciones objeti­ vas, que escapan a todos los relativismos de la subjetividad. Si no se cumplen, ninguna fórmula individual, por muy inteligente y creativa que sea, es capaz de proporcionar el acceso a una felicidad verda­ dera. Más aún, esas condiciones están a la vista en la experiencia humana misma. El amor a la vida, el entusiasmo, la capacidad de asombro, la energía sensorial, la autoestima, la honestidad, el tem­ ple mental, la energía operativa de la voluntad, la empatia con otros seres humanos, son, entre otros, requisitos absolutos que todo indi­ viduo necesita cumplir para ser feliz. Por el contrario, nadie puede serlo si su conciencia y sus actos están marcados por el odio, la en­ vidia, la vanidad, el miedo, la pusilanimidad, la desidia, la apatía, la mezquindad, el resentimiento, la hipocresía, o cualquier otra patolo­ gía de la mente o de la conducta. Son todos impedimentos también absolutos. Y pese a toda la sofística en contra esgrimida por el relativismo contemporáneo, esas condiciones y esos impedimentos emanan de nuestra naturaleza. Aunque se encuentre actualmente “expulsada” del paradigma cultural de Occidente por el positivismo y el relativismo, la natura­ leza humana es un hecho metafísico, y por lo tanto inextirpable de nuestro ser. Persiste intacta en cada uno de nosotros, y tan potente como siempre. Es nuestra gran reserva y nuestra gran esperanza. Porque en ella residen poderes existenciales desconocidos, que po­

demos y necesitamos poner en acción para convertir nuestra vida en una aventura verdaderamente digna de vivirse. El relativismo contemporáneo desfigura en alto grado las con­ ciencias, pero tiene el extraño poder de ocultar ese efecto, y también de ocultarse de sí mismo, de modo que casi nadie se da cuenta de que constituye un modelo antinatural de la realidad y de la vida. La desfiguración básica causada por el relativismo es la incon­ sistencia mental. Inconsistencia de los pensamientos, los sentimien­ tos, las experiencias, las conductas. Y, como derivado lógico, in­ consistencia de los contactos humanos. Una cosa es inconsistente cuando no es lo que parece ser, cuando carece de sustancia propia, cuando es sólo una apariencia de sí mis­ ma. Un alimento es inconsistente cuando carece de sustancias nutri­ tivas; parece alimento, pero no lo es. Una obra de arte es inconsis­ tente cuando carece de significado (porque los significados son la esencia del arte). Una opinión es inconsistente cuando carece de fun­ damentos y de lógica. Y así indefinidamente. La inconsistencia mental se produce cuando desaparecen las conexiones de la inteligencia con la realidad. Y el relativismo es exactamente eso: una desconexión total de la realidad, precisamente porque niega que la mente humana pueda conectarse con ninguna realidad objetiva. Pero la inconsistencia mental es incapaz de advertirse a sí mis­ ma, porque para eso tendría que dejar de ser inconsistente. Es una especie de círculo vicioso, que se alimenta interminablemente de su propio metabolismo anómalo. La inconsistencia es un resultado inevitable de la negación de la verdad y de lo absoluto. Si nada es verdadero, y no existe nada ab­ soluto, entonces todo es insustancial, y en consecuencia todo da más o menos lo mismo. Nada tiene valor real, nada es profundo, nada es realmente importante, y por lo tanto no vale la pena jugarse por nada, y menos por ninguna expectativa superior, porque tal expectativa no existe. La única opción disponible es arreglárselas como uno pueda, sacando de la vida lo que pueda sacar, y evitando en la mayor medi­ da posible los desagrados, molestias, inconvenientes, y sobre todo las experiencias francamente dolorosas. Lo que hay que hacer es acomodarse, no hacerse problemas, no complicarse la vida, y más

aún, no pensar en nada que esté más allá del rodaje empírico, porque es trabajo inútil y tiempo perdido. Vivir en el aire, transitar de inconsistencia en inconsistencia por el laberinto incomprensible del mundo y de los hechos huma­ nos, esa es la miserable recompensa del relativismo moderno. En mayor o menor grado, la inconsistencia mental generada por el relativismo ha contaminado todos los ámbitos del quehacer contemporáneo: los ambientes intelectuales, el mundo del arte, la escena política, las relaciones sociales, la vida conyugal y familiar, y hasta la experiencia del amor. Lo mismo sucede con los medios de comunicación: salvo escasas excepciones, las noticias, las revistas, la televisión y el cine son un interminable muestreo de insustancialidades que parecen representar satisfactoriamente la trama de los asun­ tos humanos, y en el que se encuentra de todo, menos las verdades profundas de la realidad y de la vida. Quizás donde más se percibe la inconsistencia es en las “re­ uniones sociales”. La gente se junta, conversa, dice chistes, se ríe, intercambia saludos, formulismos y rituales. Parece que estuvieran en contacto unos con otros, pero no es así. Todo ese despliegue es sólo una cáscara vacía, debajo de la cual no hay nada que tenga sustancia real. El escritor Julio Cortázar, en su novela Rayuelo, hace decir al protagonista, Horacio Oliveira, que casi todas las conversaciones sociales son algo así como “almohadones rellenos de estopa”. Ha­ cen que todos se sientan cómodos (porque son almohadones), y al mismo no significan nada importante para ninguno de los partici­ pantes (porque están rellenas de estopa). Las palabras se convierten en cháchara, en sonidos huecos pero lo suficientemente “blandos” como para hacer que todos se sientan “bien” y crean que están parti­ cipando en un evento real. La cháchara es el combustible que permi­ te que la reunión “funcione”, que adquiera la apariencia de un ver­ dadero encuentro humano. Pero tal encuentro es una ilusión. Cada cual está metido en su subjetividad, cada cual se coloca su máscara y representa su falso sí mismo, y cuando la reunión termina, todos se despiden amablemente, se prometen “llamarse”, “volverse a jun­ tar” (lo cual no ocurre casi nunca), y regresan a sus respectivos mun­ dos relativos, sin que haya ocurrido nada que influya realmente en

sus vidas. La contaminación relativista ha terminado afectando incluso a un gran número de personas que dicen tener creencias religiosas, sin que al parecer les preocupe mucho ni poco la contradicción intrínse­ ca de una religiosidad “relativa”. Creyentes a medias y menos que a medias, que se fabrican un andamiaje religioso a su medida, carac­ terizado por una autotolerancia tan tolerante, que en definitiva les permite vivir como les place. En el fondo, no son creyentes de ver­ dad, pero esa armazón ficticia les proporciona la engañosa sensa­ ción de estar más o menos conectados con “algo superior”, con un Dios difuso que de alguna manera “los comprende y los perdona”, porque al fin y al cabo ésa es la condición humana. En estricto rigor, la inconsistencia mental engendrada por el relativismo no importaría nada si el ser humano y su anhelo de feli­ cidad fueran efectivamente fenómenos puramente relativos. Pero no lo son. Y es la propia realidad la que se encarga de desarticular y hacer pedazos el espejismo relativista, por la única vía por la que puede demostrar la falsedad de los modelos mentales erróneos: por la vía de la infelicidad. Porque la óptica relativista abre un abismo infranqueable entre la realidad y la conciencia, y ese abismo hace imposible tener ninguna experiencia verdaderamente satisfactoria de la vida. Desde luego, hay relativistas en todos los grados y de todos los pelajes. Algunos lo son hasta cierto punto, otros flirtean con la liber­ tad que les concede el relativismo para pensar y vivir “a su antojo”, otros lo suscriben como criterio predominante de sus juicios menta­ les y de sus actos. Pero el que lo adopta como norma absoluta de su propia vida, se encierra a sí mismo una trampa malsana, que le des­ naturaliza todas sus experiencias. Creer que no existe ninguna ver­ dad, que todas las cosas son vistas irremediablemente a través de cristales subjetivos que impiden percibirlas como realmente son, es vivir incomunicado de todos los demás seres humanos, porque no es posible compartir con ellos ninguno de los propios pensamientos, sentimientos y sensaciones, ni nada que tenga valor real. Es quedar­ se completamente solo en el mundo, y en un mundo incomprensible, ajeno a uno mismo, indiferente a todo lo que a uno le suceda. Es sentir que no existe ningún anclaje, ningún suelo firme donde pisar.

Y cuando desaparecen los anclajes, la realidad se va convirtiendo en una extraña fantasmagoría, en un desfile mecánico de sucesos carentes de toda substancia y significado. Esa sensación de inconsistencia de la realidad, que de una u otra manera agobia hoy a mucha gente en Occidente, no está a la vista en el plano habitual de las relaciones sociales. Es una expe­ riencia secreta de cada conciencia, que rara vez se revela a los de­ más, precisamente porque la creencia relativista genera la convic­ ción de que nadie es capaz de entender ni de hacer nada al respecto, de que cada cual está herméticamente “envasado” en su subjetivi­ dad mental. Por fuera, todo parece funcionar como si nada anormal ocurriera; las personas se contactan, conversan, hacen cosas juntas, trazan juntas planes y proyectos, se cuentan recíprocamente los acon­ tecimientos externos de sus vidas. La percepción enrarecida, la so­ ledad y la angustia están adentro, y se mantienen ocultas, por el te­ mor de que, si se revelan a otros, se corten los delgados hilos que aún alimentan la ilusión de estar viviendo en un mundo humano real. Ya hemos visto algunas estadísticas que nos revelan los estra­ gos causados en muchos occidentales modernos por la adopción ma­ siva del pragmatismo como modelo de la vida actual. El relativismo cierra el círculo de la ilusión pragmática, agregando su propia des­ carga de irrealidad al perturbado clima mental que hoy respiramos.

4. LA AMENAZA CIENTÍFICO-TECNOLÓGICA. En el siglo XVIII, los filósofos del enciclopedismo francés, herederos del racionalismo de Descartes, pronosticaron que muy pronto la ciencia y la tecnología, cristalizadas en la industria, asegu­ rarían para todo el género humano un nivel de bienestar equivalente a una especie de paraíso en la tierra. Hoy estamos instalados de lleno en una civilización científica, tecnológica e industrial, que ha alcanzado un pasmoso grado de de­

sarrollo y cuyos avances se multiplican día a día en proporción geométrica, a una velocidad que toca ya los niveles del vértigo. Pero la promesa del “paraíso terrestre” no se ha cumplido en absoluto, y tampoco existe certeza alguna de que alguna vez llegue a cumplirse. Pese a ello, los cientificistas (*) y los tecnócratas continúan proclamando que la felicidad humana sólo podrá lograrse gracias a los avances de la ciencia y a la aplicación de dichos avances a tecno­ logías capaces de satisfacer cada vez mejor nuestros requerimientos biológicos, mentales y sociales. Creo necesario aclarar en este momento cuál es la óptica actual de la ciencia sobre el ser humano y sobre la realidad. De partida, no es una óptica homogénea. Hay científicos que tienen creencias reli­ giosas, y hay otros que, sin tenerlas, aceptan sin embargo ciertas realidades metafísicas, como por ejemplo, que el hombre posee una mente inmaterial, dotada de libertad y no sometida a las leyes determinísticas de la materia. Pero la mayoría de ellos sustentan un enfoque exclusivamente materialista de todas las cosas, aunque con diversas variantes, pues dentro del materialismo científico contem­ poráneo coexisten de manera confusa el empirismo, el racionalismo cartesiano, el positivismo, el neokantismo, el determinismo, el indeterminismo, e incluso visiones escépticas que niegan la validez del conocimiento científico (¡!). Sin embargo, todas esas variantes coinciden en que la única realidad cognoscible por el hombre es la materia y los fenómenos que tienen lugar en el universo físico (ma­ crocosmos y microcosmos). En consecuencia, según esos científi­ cos, dado que el hombre es también pura materia, la única posibili­ dad de hacerlo más feliz es “mejorar” los componentes y procesos materiales que lo constituyen, que son exclusivamente físico-quími­ cos. En cuanto a la tecnología, se rige por una sola óptica: el prag­ matismo, que en último término es también materialismo aplicado a la vida humana. Aboquémonos primero a examinar la ciencia y la tecnología en cuanto modelos culturales de Occidente. Eso equivale a averi­ (*) Se ha dado el nombre de cientificismo a la tesis filosófica que sostiene que la ciencia moderna y su método matemático-experimental son la única clave válida para descifrar la realidad y la vida humana. El cientificismo es así una visión dogmática y por lo tanto deformada de la ciencia, no compartida por todos los científicos.

guar cuáles son los efectos que están provocando en las conciencias humanas. Lo primero que se puede decir sobre esos efectos es que, al igual que los del relativismo, pasan también inadvertidos, porque el paradigma científico-tecnológico ha llegado a formar parte indiso­ luble de la mentalidad contemporánea. Lo segundo -y esto es preci­ samente lo que no se advierte- es que generan un modo no humano de percibir la realidad. Es éste un punto extraordinariamente arduo de nuestro análi­ sis. Decir que la ciencia y la tecnología han deshumanizado nuestra percepción del mundo puede parecer a primera vista una afirmación simplemente descabellada. Todos tenemos a la vista los logros es­ pectaculares alcanzados por los avances científico-tecnológicos en el mejoramiento de las condiciones de vida concretas de gran parte de la población mundial -alimentación, salud, vestuario, vivienda, confort, transporte, comunicaciones, etc., etc. Y todos sabemos en qué grado asombroso la ciencia ha penetrado en los secretos de la naturaleza, y cómo continúa progresando día a día en esa aventura de exploración y descubrimiento, que parece no tener límites. ¿En qué sentido se puede entonces afirmar que hemos sido deshumaniza­ dos por lo que, para muchos contemporáneos, constituye la mayor conquista de la civilización humana a lo largo de toda la historia? Eso es precisamente lo que hace tan arduo este análisis. Tan colosales son los logros científico-tecnológicos, y a tal punto están condicionando nuestras vidas, que nos inducen a ver en la ciencia algo así como la voz suprema de la verdad, y en la tecnología el pro­ veedor inagotable de todo lo que necesitamos para vivir. Para millo­ nes y millones de occidentales de nuestra época, ambos dinamismos se han constituido en el poder conductor del mundo y de los asuntos humanos; un poder al que sólo cabe prestar obediencia y acatamien­ to. Con todo, es necesario intentar esta revisión critica. Se trata de un esclarecimiento crucial, pues lo que está en juego es demasiado importante para pasarlo por alto: nada menos que el significado y el valor de nuestra vida. Partamos desde el principio, remontándonos a los orígenes de la ciencia y la tecnología contemporáneas, pues fue entonces cuan­ do quedaron establecidos los códigos que rigen hasta hoy todos sus procesos operativos.

En cuanto disciplinas propiamente modernas, la ciencia y la tecnología nacieron en la Europa del siglo XVII. Hasta ese momen­ to, no había existido en ninguna cultura de Occidente lo que hoy lla­ mamos “visión científica” de la realidad. La cultura del hombre pri­ mitivo había sido el animismo, que se basaba en la creencia de que todas las cosas estaban dotadas de “alma”. Sobrevinieron luego las mitologías, con sus constelaciones de dioses y semidioses, y el esoterismo, sistema de prácticas ocultistas cuyo fundamento esencial es que todo lo que existe en el universo, y el universo mismo, es exclusivamente mental. Por último, el cristianismo, luego de ser le­ gitimado jurídicamente por el emperador Constantino en el siglo IV, instauró en el continente europeo el monoteísmo religioso y una vi­ sión sobrenatural del mundo y del hombre. Pese a sus enormes diferencias, todos esos modelos culturales contenían un factor común: la visión del mundo como un ámbito po­ blado de misterios y prodigios. Al margen de la validez o de la false­ dad de sus creencias sobre la realidad, los hombres anteriores al si­ glo XVII, o al menos la mayoría de ellos, tenían una conciencia “encantada” de todas las cosas, y su contacto con ellas les producía potentes experiencias somáticas y mentales. Al igual de lo que ocu­ rre con la conciencia infantil (sobre lo cual ya hablamos en el Capí­ tulo 2), la vida psíquica estaba marcada por una “admiración asom­ brada” de todo cuanto caía bajo sus registros, desde las piedras hasta el grandioso espectáculo del cielo estrellado. Todo tenía algún mis­ terioso significado humano, por muy impenetrable que pudiera re­ sultar para la inteligencia. Y ese mismo misterio, paradójicamente, daba una extraordinaria intensidad a las sensaciones, las emociones y los sentimientos. Ni siquiera las precarias condiciones económi­ cas en que estaba sumida en esas épocas la mayor parte de la gente le impedían esa percepción “mágica” del mundo y de la vida. En cuanto al conocimiento científico, era una actividad a la que se dedicaban sólo algunos estudiosos, y se regía por la misma óptica. Su propósito esencial era descifrar los secretos de la natura­ leza para encontrar en ellos significados más potentemente huma­ nos. Pero su metodología era extremadamente rudimentaria, pues se reducía a la observación y clasificación de los fenómenos naturales, tal como se mostraban a los sentidos. No había así “progreso” cien­ tífico, sino una mera acumulación de los datos obtenidos a través de la observación. Por lo demás, el progreso de la ciencia no represen­

taba un objetivo importante para las sociedades anteriores al siglo XVII; a cada individuo le bastaban sus creencias —animistas, míticas, esotéricas o religiosas—para dar suficiente sentido a su vida. Y sobre todo le bastaba su conciencia mágica para sentirse verdaderamente vivo, verdaderamente conectado con el mundo. Por supuesto, la creencia en el bien y el mal era un constitutivo básico de todos los antiguos paradigmas culturales, y cada indivi­ duo constataba ese dualismo en su propia vida. La existencia huma­ na era un campo de combate entre esos dos polos antagónicos, pero ese mismo combate la convertía en una aventura plena de significa­ do, altamente dramática y al mismo tiempo trascendente, pues en ella se jugaban expectativas ultraterrenas que se cumplirían después de la muerte. Y esa esperanza otorgaba a cada vida humana un valor inconmensurable: cualesquiera fuesen los padecimientos que se ex­ perimentaran en este mundo, había un más allá donde el hombre po­ día alcanzar una eterna felicidad, y eso dependía de cada individuo, de su trayectoria moral en la tierra. Lo que interesa destacar aquí es que la creencia en la condición sagrada del mundo y del hombre, y sobre todo en la inmortalidad, generaba un estado de conciencia en el que las sensaciones, emocio­ nes y sentimientos podían desplegarse sin restricciones ni límites hacia todos los ámbitos de la realidad, tanto naturales como sobre­ naturales. En cuanto a la tecnología, era predominantemente artesanal, y por lo tanto tan rudimentaria como el conocimiento científico. Se servía de los fenómenos “visibles” de la naturaleza para inventar a partir de ellos diversas herramientas, instrumentos y máquinas que aprovechaban sus fuerzas y dinamismos operativos para ponerlos al servicio del hombre. Esos artilugios eran a veces sumamente inge­ niosos y complejos, pero los criterios técnicos con que eran fabrica­ dos no sobrepasaban lo que el ser humano podía aprender de la na­ turaleza mediante sus percepciones sensoriales. En este panorama, que puede denominarse precientífico y pretecnológico, sólo la alquimia constituyó un intento de investigar más a fondo los procesos de la materia. Sin embargo, sus propósitos eran radicalmente distintos a los de la ciencia moderna, pues los alquimistas tenían la convicción de que la materia era una creación divina, una “metáfora” de lo sobrenatural, y creían que a través de la transmutación de ciertas materias innobles en materias nobles les

sería posible alcanzar la “catarsis” mental, lo que llamaban “el oro del espíritu”. Pero en el siglo XVII, como culminación de un proceso filosó­ fico iniciado varios siglos atrás, se produjo un vuelco total en el mo­ do de abordar la ciencia y la tecnología. Tan violento fue dicho vuel­ co, que detonó un sismo cultural de vastas proporciones, cuya con­ secuencia más trascendental fue el desmantelamiento de la cultura religiosa del Medioevo y su reemplazo por otra diametralmente dis­ tinta: la llamada Era Moderna. Los principales artífices de esa revo­ lución fueron tres pensadores de extraordinaria audacia intelectual: Francis Bacon, Galileo Galilei y Renato Descartes. Ellos diseñaron y pusieron en marcha el paradigma bajo el cual transita hasta hoy la investigación científica y tecnológica. Al mismo tiempo, instituye­ ron las bases de una nueva civilización: la civilización occidental contemporánea. En su obra capital, el New Organon, Bacon formuló un princi­ pio que hizo girar en ciento ochenta grados los objetivos que hasta entonces habían impulsado la investigación científica. La ciencia, proclamó, debía abandonar el estrecho cauce por el que había deam­ bulado hasta entonces -conocer mejor la naturaleza para admirar en mayor medida sus secretos y prodigios. De ahora en adelante, debía arrebatarle esos secretos, para dominarla y ponerla al servicio de la técnica, es decir, de los designios pragmáticos del hombre. Al proclamar esa nueva óptica, que logró imponer apelando precisa­ mente a las ambiciones pragmáticas de muchos de sus contemporá­ neos, Bacon convirtió la ciencia y la tecnología en un proyecto de poder, de dominio despótico sobre el orden natural. Pero Bacon enfrentaba el mismo problema de sus antecesores: la mayor parte de los secretos de la naturaleza estaban ocultos a la simple observación humana. ¿Cómo, entonces, ponerlos en descu­ bierto? Adoptando un método de investigación completamente dis­ tinto, decidió Bacon. En lugar de seguir “observando” a la naturale­ za, había que “violarla”, arrancarle a la fuerza lo que se negaba a revelar mediante su funcionamiento “natural”. ¿Y cómo se podía llevar a cabo semejante hazaña? Acosándola como se acosa a un adversario, es decir, colocándola en situaciones no naturales sino artificiales, en situaciones de apremio que la obligaran a confesar lo que nunca confesaría si se le permitía seguir comportándose como siempre se había comportado. Esas situaciones de acoso debían ser

imaginadas, programadas, puestas en ejecución y controladas por el investigador, y luego ser sometidas a verificación, para constatar qué había pasado, cuáles habían sido los resultados. Cualesquiera que fuesen, revelarían mucho más que la simple observación, y per­ mitirían el verdadero progreso del conocimiento científico. Así Bacon fundó el método experimental, desconocido por toda la cultura científica anterior, y adoptado desde entonces hasta nues­ tros días por la ciencia como la única manera posible de descifrar los fenómenos del mundo físico. Violar a la naturaleza, “ponerle la soga al cuello”, colocarla en situaciones forzosas en las cuales no tenga más alternativa que “sol­ tar” una tras otra las verdades que esconde a la simple mirada huma­ na; he aquí la operatoria nuclear del método experimental fundado por Francis Bacon. El experimento científico al servicio del poder tecnológico fue su contribución más decisiva a la civilización mo­ derna. Con ello puso en marcha el Progreso, ese dinamismo insacia­ ble que desde entonces impele a Occidente a más y más conquistas de dominio sobre el orden natural. En cuanto a Galileo, fue el primero en aplicar concretamente el método experimental propuesto por Bacon. Pero agregó una nueva proclama, tan revolucionaria como las del pensador inglés: la teoría de que el universo físico y todo cuanto en él existe estaba “escrito” exclusivamente en lenguaje matemático, y que no había otra forma de conocerlo que investigarlo numéricamente. Esa teoría quedó es­ tampada, como otro axioma fundacional de la ciencia moderna, en su libro II Saggiatore: “La filosofía está escrita en ese vasto libro que está siempre abierto ante nuestros ojos: me refiero al universo. Pero ese libro no puede ser leído mientras no hayamos aprendido el lenguaje y nos hayamos familiarizado con las letras en que está escrito. Está escrito en lenguaje matemático, y las letras son triángulos, círculos y otras figuras geométricas, sin las cuales es humanamente imposible en­ tender una sola palabra.” La teoría del “lenguaje matemático”, extraída por Galileo de sus concienzudas mediciones de diversos fenómenos que sometió a toda clase de experimentos, terminó convirtiéndose igualmente en dogma indiscutido de toda la investigación científica posterior. Por último, Descartes, considerado el fundador del pensamien­ to filosófico moderno, afirmó que todo lo que existía en el universo.

incluidos los seres vivos, y por lo tanto también el cuerpo humano, eran meros artefactos mecánicos articulados matemáticamente, con lo cual suscribió plenamente la teoría numérica de Galileo. Conse­ cuentemente, la investigación científica debía adoptar un método igualmente mecánico-matemático, que sería el único que le permiti­ ría progresar en el conocimiento del mundo. Pero Descartes no se limitó a proponer la necesidad de dicho método. Lo inventó él mismo, bautizándolo como “método analítico-sintético”. Tal como su nombre lo indica, el método cartesiano implica dos fases operativas: 1) El análisis, que consiste en descomponer cada fenómeno (cada artefacto mecánico) en las partes que lo cons­ tituyen (también mecánicas), hasta llegar a las partes más simples, es decir, a las que no pueden subdividirse en partes más pequeñas; 2) La síntesis, que constituye el proceso inverso, en el que se proce­ de a rearmar las partes divididas mediante el análisis, hasta tener nuevamente el “artefacto” total. Así, según Descartes, se conoce cómo está compuesta y cómo funciona una cosa, y eso equivale a conocer­ la por completo. De esta manera, el método cartesiano se reduce a desarmar y rearmar artefactos mecánicos, como quien desarma y vuelve a ar­ mar un reloj. Desde que fue promulgado por Descartes, que lo de­ claró el único método válido de conocimiento de la realidad, la ciencia anda “desarmando y rearmando relojes” en todas sus inves­ tigaciones del mundo físico. Respaldadas poco después por los monumentales trabajos de Isaac Newton, que las ensambló en un paradigma metodológico uni­ tario, las formulaciones de Bacon, Galileo y Descartes configuraron finalmente un sistema indisoluble, que ha marcado hasta hoy los rumbos de la investigación científica. En virtud de ese paradigma, la ciencia se ha constituido en una disciplina exclusivamente experi­ mental y numérica, centrada en el estudio de los fenómenos de la materia. Y de esos fenómenos aborda sólo dos planos: 1) sus com­ ponentes estructurales; 2) su funcionamiento dinámico. Es decir, in­ vestiga cómo ocurren los hechos físicos, despreocupándose por com­ pleto de averiguar qué son y para qué ocurren, pues esos interro­ gantes sobrepasan absolutamente el plano de la medición y verifica­ ción empíricas. Y también deja fuera las zonas metafísicas de la rea­ lidad, más inaccesibles aún al método experimental-cuantitativo. Por

último, como remate lógico de su metodología, declara que dichas zonas simplemente no existen. En síntesis, el objetivo nuclear de la ciencia moderna es descu­ brir las leyes matemáticas que rigen los fenómenos físicos, y expre­ sarlas en fórmulas también numéricas, mecánicas y deterministas. Condicionado por esa óptica, el oficialismo científico contem­ poráneo se ha desconectado por completo de la vida humana real. No quiere saber nada de sentimientos, emociones, experiencias es­ téticas, afectos, anhelos ni esperanzas. Y sobre todo no quiere saber nada de misterios metafísicos y sobrenaturales. El “ideal” científico es el conocimiento numérico y sólo numérico de la materia. Y el ideal tecnológico es el mismo, puesto que la tecnología es ciencia aplicada. Todas sus creaciones, desde los más corrientes artefactos domésticos hasta las naves espaciales, los supercomputadores, la ci­ bernética y la informática planetaria de Internet, son sólo artilugios y sistemas mecánicos, articulados matemáticamente. A estas alturas de nuestro análisis, quiero insistir en lo que dije anteriormente: de ninguna manera pretendo desconocer los conside­ rables beneficios pragmáticos que nos han proporcionado la ciencia y la tecnología. Este examen crítico no apunta a lo que nos han dado, sino al reverso de la moneda: a lo que nos han quitado. Lo que nos han dado lo sabemos de sobra; lo que nos ha quitado es simplemente el verdadero paladeo de la vida. Heredera del método cartesiano, la conciencia científica supri­ me todo contacto humano con el mundo. Establece una relación su­ jeto-objeto en la que el investigador se convierte en una inteligencia puramente analítica que escruta cosas mecánicas. El conocimiento se reduce así a un mero registro de las relaciones numéricas que arti­ culan los comportamientos de la materia. Hasta el estudio del ser humano está regido por la misma óptica. Pero el drama de fondo es que esa óptica no es en absoluto ex­ clusiva de los científicos profesionales. En mayor o menor grado, ha sido adoptada por un gran número de occidentales contemporáneos: profesionales, técnicos, educadores y muchas otras personas que, sin saberlo, la han absorbido casi por osmosis, y sin ninguna revi­ sión crítica, como su propio modelo mental, como su manera predo­ minante de entender y vivir la realidad. Su manifestación más visi­ ble es esa mentalidad tecnológica cada vez más difundida en Occi­ dente y en otras áreas del mundo, que sólo se interesa en los benefi­

cios utilitarios y mecánicos que pueden obtenerse de los avances científicos. De esta manera, nuestra civilización ha quedado trans­ formada en un escenario “tecnificado”, en el que no es posible en­ contrar respuesta alguna a nuestro anhelo de felicidad. Uno de los casos más representativos de la óptica numérica de la ciencia moderna fue la respuesta que dio Newton cuando le pre­ guntaron qué era para él el color rojo: “Sólo les puedo decir que es un número -contestó-, un cierto grado de refractabilidad, y lo mis­ mo vale para todos los demás colores. Lo he medido, y eso es sufi­ ciente.” Este es el punto clave del presente análisis. La conciencia cien­ tífica nos desconecta de todo lo que en el mundo tiene verdadero significado para nuestra vida. Despliega ante nosotros un cosmos que se reduce a una gigantesca estructura mecánico-matemática, en la que circulan ciegamente corrientes de energía que se transmutan unas en otras, sin ningún sentido ni finalidad. Nada hay en este mundo “descifrado” por la ciencia que tenga relación alguna con nuestra vida; somos apenas partículas insignificantes de una farándula cós­ mica incomprensible, puesto que ni siquiera sabemos por qué es como es, ni para qué diablos existe. El dogma matemático de Galileo y el dogma mecanicista de Descartes han convertido al universo en una inmensa y necia maquinaria cuyos engranajes se desplazan girando sobre sí mismos en el tiempo y en el espacio, rumbo a ninguna parte. Hasta los últimos hallazgos científicos “confirman” ese carácter ab­ solutamente vacío de todo lo que ocurre en el cosmos. ¿Qué responden ante esto los cientificistas? Responden que, por mucho que nos duela, así es el mundo, que ése es su único len­ guaje, y que debemos aceptarlo como es, pues nada hay en él que pruebe la existencia de otras realidades. Pero esa respuesta está vi­ ciada en su propia base, porque se sustenta en la falsa premisa de que las únicas “pruebas” válidas respecto de lo que existe en la rea­ lidad son las experimentales y matemáticas. Esa premisa es sólo un dogma acuñado arbitrariamente por la propia conciencia científica. Arriesgaré al respecto una teoría personal, que, obviamente, no puede ser demostrada con argumentos “científicos”, pero que a mi juicio se sustenta en los hechos concretos de la experiencia hu­ mana. Estoy convencido de que el universo y todo lo que contiene está escrito en muchos lenguajes, y que nos responde según la clase de interrogantes que le formulemos. Si le hacemos preguntas mate­

máticas, nos responde matemáticamente. Si le hacemos preguntas mecánicas, nos responde mecánicamente. Pero también podemos ha­ cerle preguntas estéticas, mágicas, metafísicas y teológicas; pregun­ tas sobre el amor y sobre la felicidad; o de cualquier otra naturaleza. Siempre las responderá, y cada una en su propio lenguaje. En definitiva, la experiencia humana nos dice que la realidad está compuesta de muchos planos y “rostros”, tantos cuantos poda­ mos imaginar, concebir y desear. Detrás de cada uno de ellos guarda interminables secretos, y sólo espera que los exploremos para em­ pezar a revelarlos a nuestra inteligencia. La óptica mecanicista y numérica de la ciencia y la tecnología es la explicación última de que ni una ni otra hayan logrado dar felicidad a los seres humanos. Es imposible que lo hagan, porque la felicidad no es una experiencia mecánica ni matemática. Sin embargo, tal como señalé al examinar el hedonismo y el relativismo, es preciso reconocer que esa óptica no es completamente errónea. Efectivamente, todo parece indicar que los fenómenos de la materia están básicamente regidos por articulaciones matemáticas. Pero al fin de cuentas, ¿qué tanto importa eso, si el resultado de esa trama numérica es este mundo poblado de prodigios y de innumera­ bles cualidades, que son las que en verdad proporcionan un sabor humano a todo lo que en él existe? ¿No es un misterio no matemáti­ co el hecho de que del trasfondo numérico de la materia emerja un mundo tan incomprensiblemente magnífico como éste en que habi­ tamos? Más aún, ¿no es acaso la materia un enigma no matemático, sino metafísico? ¿Qué es la materia, por qué existe, por qué está re­ gida por leyes tan inteligentes e impenetrables que sobrepasan toda capacidad humana de entenderla? Y después: ¿qué es el mundo, qué es la inteligencia, qué es el pensamiento, qué son las matemáticas, qué es la vida, qué es el hombre, qué es esta avidez insaciable de felicidad que impulsa todos nuestros actos, desde el nacimiento has­ ta la muerte? ¿De dónde ha salido todo esto: del azar, del caos, o de una Inteligencia suprema, que ha hecho un universo traspasado tam­ bién de inteligencia, hasta en sus más insignificantes articulacio­ nes? Ante la multiforme inmensidad de hechos y de cosas que exis­ ten en el mundo, y ante la enormidad de los interrogantes que nos plantean, ¿no se hace evidente la estrechez de la visión cientificista,

que insiste tozudamente en su mezquino y monocorde dogma mecánico-numérico, en ese precario instrumento con el cual pretende ex­ plicarlo todo? Hagámonos una imagen análoga del mundo, recurriendo al arte. Imaginémoslo como un cuadro puntillista. Efectivamente, si some­ temos un cuadro puntillista a un análisis puramente cartesiano, con­ cluiremos que en el fondo es sólo una suma de puntos. Pero ¿es realmente sólo una suma de puntos? ¿No es, mucho más realmente, una obra de arte producida por una inteligencia creadora me­ diante una organización artística de esa suma de puntos? Lo mis­ mo sucede con el universo. ¿Qué es más verdadero: que está com­ puesto básicamente de innumerables partículas y subpartículas -áto­ mos, protones, neutrones, electrones, neutrinos, quarks, y así hasta el infinito-, o que es una fantástica obra de arte creada por un artista incomprensible para la inteligencia humana, un artista supremo que ha producido esas minúsculas partículas y se ha servido de ellas para dar a luz este cuadro grandioso e inconmensurable que es el univer­ so? El cientificismo está obsesionado con las “partículas” y se ha quedado ciego: ha perdido la capacidad de ver el cuadro real. Hurga y hurga en el microcosmos mecánico y numérico, sólo para encon­ trarse con otras partículas, cada vez más diminutas, en un proceso cuyo término ni siquiera logra divisar. Y lo que es más abismante: esa “cacería de partículas” ha desembocado en un nuevo enigma, que está llevando a la bancarrota al método científico cartesiano: el enigma de la física cuántica, donde todas las leyes determinísticas de la materia sucumben a una incertidumbre radical, que no parece ser otra cosa que el caos. Pero si la trama última del universo es el caos cuántico, ¿cómo ha podido salir de ese caos este universo inte­ ligentemente articulado en el que habitamos? ¿No se requiere para eso una Inteligencia omnipotente, capaz de sacar del caos un orden tan portentoso como el que nos ofrece el cosmos? Inexorablemente, el método científico -cartesiano-experimental- mecánico-matemático—se está estrellando con interrogantes rnetafísicos, ante los cuales no tiene respuesta alguna. Pero nuestra in­ teligencia sí puede tenerlas, porque no es cartesiana ni mecánica, ni puramente matemática. Por su propia naturaleza, es el gran receptor y descifrador de los ámbitos trascendentes de la realidad. A tal punto es así, que sólo cuando entramos en contacto con ellos podemos

sentir que estamos verdaderamente vivos. En resumen, la visión cientificista, pese a que nos revela uno de los rostros de lo real -la urdimbre numérica de la materia-, ex­ pulsa todos los demás, declarando que no existen. Es así una visión mutilada del mundo y del hombre. Necesitamos entonces otra vi­ sión, integralmente humana, que acoja todo lo que hay de válido en la visión científica, pero que le dé su verdadero lugar en la gran aventura del conocimiento. Es posible que algunos lectores piensen que este análisis res­ ponde a un enfoque puramente personal, no respaldado por nadie que tenga verdadera categoría en el plano científico o filosófico. Todo lo contrario: lo que he presentado en este desarrollo es apenas una breve síntesis de numerosos diagnósticos emitidos al respecto por notables analistas de nuestra época. Me permitiré transcribir aquí algunos de esos diagnósticos, a fin de que el lector pueda apreciar cómo el paradigma científico-tecnológico está siendo sometido por toda clase de pensadores a una profunda revisión crítica, desde el punto de vista de su significado humano. Acudiré en primer lugar a Morris Berman, a quien ya incluí en un tema anterior: “La ilusión pragmática”. Licenciado en matemáti­ cas y doctorado en filosofía, con mención en historia de la ciencia, Berman se ubica hoy a nivel mundial entre los más destacados hu­ manistas de nuestro tiempo. Sus obras escritas y sus extensas giras dando conferencias por Europa y los Estados Unidos lo han conver­ tido en una figura relevante de la nueva propuesta humanista que está tomando cuerpo en muchos sectores del pensamiento contem­ poráneo. He escogido otros pasajes de su libro El reencantamiento del mundo, en los que nos entrega los siguientes enjuiciamientos so­ bre la ciencia y la tecnología: “La visión del mundo que predominó en Occidente hasta la víspera de la Revolución Científica fue la de un mundo encantado. Las rocas, los árboles, los ríos y las nubes eran percibidos como algo maravilloso, dotado de vida, y los seres humanos se sentían a sus anchas en ese ambiente. El cosmos era un lugar de pertenencia, de correspondencia. El que vivía en ese cosmos participaba directa­ mente en su drama, no era un observador alienado. Su destino per­ sonal estaba vinculado al del universo, y era esa relación la que daba

significado a su vida. Ese tipo de conciencia-que llamaremos “con­ ciencia participativa”- involucraba una coalición con el mundo ex­ terno, una totalidad psíquica que hace mucho tiempo ha desapareci­ do de escena.” “Desde el siglo XVI en adelante, la mente ha sido progresiva­ mente exonerada del mundo fenoménico... Los puntos de referencia de toda explicación científica moderna son la materia y el movi­ miento, aquello que los historiadores de la ciencia llaman la “filoso­ fía mecánica”. Este tipo de pensamiento puede describirse mejor como un desencantamiento, una no participación, debido a que in­ siste en la separación rígida entre el sujeto que observa (el científi­ co) y el objeto observado (el fenómeno en estudio). La conciencia científica es una conciencia alienada; no tiene ninguna experiencia extásica de la naturaleza, pues establece una total separación y distanciamiento de ella. Sujeto y objeto son considerados como entes antagónicos. Yo no soy mis experiencias, y por lo tanto no soy parte del mundo que me rodea. El punto final lógico de esta visión del mundo es una cosificación total: todo es un objeto ajeno, distinto y separado de mí. En definitiva, yo también soy un objeto, una “cosa” alienada en un mundo de otras cosas igualmente insignificantes y carentes de sentido. Al cosmos no le importo nada, y no me siento perteneciente a él. De hecho, lo que siento es un profundo malestar en el alma.” “...la visión científica del mundo es parte integral de la mo­ dernidad, de la sociedad y de la situación descrita más arriba. Es nuestra conciencia en las naciones industrializadas de Occidente, y está íntimamente relacionada con la implantación de un estilo de vida que se ha estado desarrollando desde el Renacimiento hasta el presente. La ciencia y nuestro modo de vida se han reforzado mu­ tuamente, y es por esta razón que la visión científica del mundo está bajo un serio escrutinio, al mismo tiempo que las naciones indus­ triales empiezan a evidenciar signos severos de tensión, e incluso de una real desintegración.” “Debido a que el desencantamiento es intrínseco a la visión científica del mundo, la época moderna contuvo, desde sus inicios, una inestabilidad que ha limitado severamente su capacidad de sos­ tenerse a sí misma por más de unos pocos siglos. Durante más del noventa y nueve por ciento del transcurso de la historia humana, el mundo estuvo encantado, y el hombre se veía a sí mismo como parte

integrante de él. En sólo cuatrocientos años, el completo reverso dé esta percepción ha destruido la continuidad de la experiencia huma­ na y la integridad de la psiquis. La única esperanza, a mi parecer, yace en el reencantamiento del mundo.” “Aquí está el meollo del dilema moderno. No podemos retro­ ceder a la alquimia o al animismo, pero la alternativa es este mundo triste, sombrío, cientificista, completamente controlado, de los reac­ tores nucleares, los microprocesadores y la ingeniería genética. Si vamos a sobrevivir como especie, tendrá que surgir algún nuevo tipo de conciencia participativa, con su correspondiente formulación sociopolítica.” Por su parte, el escritor Ernesto Sábato, en un ensayo filosófi­ co titulado Uno y el universo, entrega, entre otras, las siguientes re­ flexiones sobre la ciencia moderna: a medida que la ciencia se vuelve más abstracta, y en con­ secuencia más distante de los problemas, las preocupaciones y las palabras de la vida diaria, su utilidad aumenta en la misma propor­ ción. Una teoría tiene tantas más aplicaciones en la medida én que es más abstracta y universal.” “Pero el poder de la ciencia se adquiere gracias a una especie de pacto con el diablo: a costa de una progresiva evanescencia del mundo cotidiano. Llega a ser un monarca, pero cuando lo logra, su reino es apenas un reino de fantasmas.” “La ciencia logra unificar los hechos porque elimina los atri­ butos concretos que permiten distinguirlos unos de otros. En ese proceso de limpieza va quedando bien poco; la infinita variedad de concreciones que forma el mundo que nos rodea desaparece; prime­ ro queda el concepto de cuerpo, que es bastante abstracto; y si se­ guimos adelante, apenas nos quedará el concepto de materia, que todavía es más vago.” “El universo que nos rodea es un universo de colores, sonidos y olores. Todo eso desaparece frente a los aparatos del científico, como una formidable fantasmagoría.” “De este modo, el mundo se ha ido transformando paulatina­ mente, de un conjunto de piedras, pájaros, árboles, sonetos de Petrar­ ca, cacerías de zorro y luchas electorales, en un conglomerado de sinusoides, logaritmos, letras griegas, triángulos y ondas de proba­ bilidad. Y lo que es peor: en nada más que en eso. Todo científico se

niega a hacer consideraciones sobre lo que pueda estar más allá de la mera estructura matemática.” “La ciencia estricta -es decir, la ciencia matematizable- es aje­ na a todo lo que es más valioso para un ser humano: sus emociones, sus sentimientos de arte o de justicia, su angustia frente a la muerte. Si el mundo matematizable fuera el único mundo verdadero, no sólo sería ilusorio un palacio soñado, con sus damas, juglares y pala­ freneros; también lo serían los paisajes de la vigilia y una fuga de Bach.” “Como dice Bertrand Rusell, la física es matemática no porque sepamos mucho del mundo exterior, sino porque lo que sabemos es demasiado poco.” “El matemático y filósofo inglés A.N. Whitehead nos dice que la ciencia debe aprender de la poesía; cuando un poeta canta las be­ llezas del cielo y de la tierra, no manifiesta las fantasías de su inge­ nua concepción del mundo, sino los hechos concretos de la expe­ riencia humana, “desnaturalizados por el análisis científico”.” Veamos un tercer juicio crítico. Guy Sorman, en su libro Los verdaderos pensadores de nuestro tiempo, incluye una entrevista he­ cha a René Thom, Premio Fields de Matemáticas 1953 (equivalente al Nobel), en la que registra el siguiente diagnóstico de Thom sobre la ciencia y la tecnología: “Antes de Galileo, las matemáticas sólo servían para resolver los problemas de los arquitectos. Pero desde Galileo, explica Thom, las matemáticas han invadido el razonamiento. Todo se ha vuelto cuantificable, y nuestras capacidades sensibles de percepción ya no nos sirven para comprender el universo. “La mente humana aún no se recupera de esta ruptura”. Antes de Galileo, y desde Aristóteles, lo que era verdad y lo que era inteligible constituían una sola cosa: la comprensión de los fenómenos naturales coincidía con la sensibi­ lidad común. Lo que era ininteligible era accidental, y no tenía nin­ gún carácter científico. Pero Galileo introdujo la separación entre el mundo sensible y el mundo inteligible.” “Sabemos, dice Thom, qué hemos ganado con Galileo: el for­ malismo matemático cuantitativo, que es el fundamento de todas las técnicas modernas. Pero no prestamos atención a lo que hemos per­ dido a cambio: la comprensión de los cambios cualitativos. Para hacer arrancar nuevamente el progreso, debemos tratar de reconciliar el

antes y el después de Galileo, Galileo y Aristóteles, lo cuantitativo y lo cualitativo, lo sensible y lo inteligible, la ciencia y la conciencia.” ¿Cuáles son esos aspectos cualitativos que según René Thom, eminente matemático, nos ha hecho perder el formalismo numérico de la ciencia y la tecnología modernas? Precisamente, los que gene­ ran nuestra experiencia humana del mundo: la magia, la belleza y el misterio de todo cuanto existe en la naturaleza. Sólo cuando percibimos magia, belleza y misterio en las cosas del mundo pode­ mos tener verdaderas sensaciones, emociones y sentimientos. Transcribiré un cuarto diagnóstico, esta vez de William Barrett, profesor de filosofía en la New York Uriiversity y autor de varias obras filosóficas, entre ellas, Al filo de lo invisible, El hombre irracio­ nal, La muerte del alma: de Descartes a la computadora. Veamos lo que nos dice en este pasaje de su libro La ilusión de la técnica: “La civilización moderna ha mejorado el nivel material de mi­ llones de personas, más allá de las expectativas del pasado. ¿Pero ha logrado hacer más feliz al ser humano? A juzgar por el grueso de la literatura contemporánea, tendríamos que contestar “No”, y en al­ gunos aspectos, incluso tendríamos que decir que hemos logrado lo contrario.” “Mientras tanto, podemos llegar a una simple y razonable con­ clusión: el avance tecnológico no basta por sí mismo para garantizar la felicidad humana. La fuentes de la felicidad parecen estar en otra parte.” “Quizás hayamos perdido la libertad para el tipo de pensamiento que nos podría redimir del mundo que nosotros mismos hemos crea­ do... Protestamos contra la tecnología cuando se vuelve demasiado ruidosa, cuando contamina nuestro aire o cuando se dispone a cons­ truir una superautopista a través de nuestra sala de estar. Pero no tenemos objeciones para seguir consumiendo sus productos. Siem­ pre que podemos negociar exitosamente el triunfo de la tecnología, no nos preocupamos de preguntarnos cuáles son las presuposiciones que implica este mundo técnico, y cómo nos encadena a su arma­ zón. Esas presuposiciones son ya parte tan importante del medio ambiente de nuestra vida, que nos hemos hecho inconscientes de ellas. Finalmente, podemos quedar tan encerrados en ellas, que ni siquiera podamos imaginar otra forma de pensamiento que no sea el pensamiento técnico. Ese sería el punto en el que ya habríamos en­

tregado todas nuestras preguntas a los “tanques” de inteligencia, como asuntos de ingeniería humana. Pareciera que ya nos estamos enca­ minando hacia allá.” Podríamos seguir revisando muchos otros juicios similares a los de Berman, Sábato, Thom y Barrett, pero la extensión de este li­ bro no lo permite. Lo importante es tener claro que hoy se está des­ cargando sobre el paradigma científico-tecnológico un alud de pen­ samiento crítico que está haciendo tambalear sus fundamentos epis­ temológicos y poniendo en jaque el dogma mecánico-numérico con el que pretende explicar de punta a cabo la realidad y consolidarse como rector supremo de los asuntos humanos. Hasta ahora, el materialismo científico y tecnológico ha con­ centrado sus esfuerzos en aumentar cada vez más el bienestar prag­ mático para un número cada vez mayor de individuos. Dichos es­ fuerzos han cubierto todos los requerimientos utilitarios: la salud, la alimentación, el vestuario, la vivienda, el desarrollo económico, el confort, la fabricación de artefactos que hagan más fácil y producti­ vo el quehacer humano, la generación de productos y servicios que contribuyan a que la gente “lo pase bien”, cada vez en mayor medi­ da y cada vez de manera más variada. Paralelamente, se ha atendido a la salud del cuerpo, a través de la medicina y la fabricación de fármacos destinados a curar las en­ fermedades y restablecer el correcto funcionamiento del organismo. Y en cuanto al ámbito mental, se ha desarrollado la medicina neurológica, que también mediante fármacos y tratamientos mecánicos intenta corregir las disfunciones cerebrales. Sin embargo, como lo señala William Barrett, cada vez se ha hecho más evidente que ninguno de esos progresos ha logrado el ansiado objetivo de hacer más feliz al género humano. Esa dicotomía entre el bienestar pragmático y la felicidad fue siendo advertida progresivamente por los científicos positivistas. Enfrentados a tal dilema, muchos de ellos, sobre todo los neurólo­ gos y psicólogos, empezaron a darse cuenta de que el problema no estaba en el bienestar. El problema estaba en la mente. Según su óptica materialista, la mente no era más que el cerebro, pero el cere­ bro, pese a constituir sólo una estructura de procesos físico-quími-

eos, era también el centro procesador de todas las experiencias hu­ manas, el que determinaba en último término el modo en que cada individuo sentía y paladeaba su vida. Por lo tanio, todo el bienestar pragmático que se pudiera proporcionar a los individuos era insufi­ ciente, porque ese bienestar era procesado por sus cerebros, y de ese procesamiento dependía cuál sería para cada sujeto el valor y el sa­ bor de sus experiencias. Luego, el esfuerzo debía concentrarse en mejorar las operaciones del sistema neurológico. Entonces tuvo lugar un descubrimiento que provocaría un giro espectacular en la investigación científica del hombre. Lo que se descubrió fue que todo el funcionamiento de los seres vivos estaba predeterminado por una especie de “diseño” o “programa” configu­ rado en el momento mismo de constituirse un nuevo individuo bio­ lógico. Ese diseño recibió el nombre de genonia o código genético. El positivismo científico tuvo entonces la certeza de haber cruzado un nuevo umbral, abierto a increíbles posibilidades. Ahí, en el códi­ go genético, estaba el plan completo de lo que cada ser viviente se­ ría en el futuro, y, lo más importante, el plan completo de cada indi­ viduo humano: sus características corporales y sus características mentales: tipo y grado de inteligencia, estructura sensorial y emo­ cional, y todo lo demás. Bastaría entonces descifrar ese código para poder modificarlo, para poder hacer hombres mejores en su cuerpo y en su mente. Nació así una nueva disciplina científica: la genética, y un nuevo campo de acción de la tecnología: la ingeniería del genoma. Ambos campos absorben hoy a un número creciente de investigadores, to­ dos convencidos de haber encontrado la fórmula que permitirá “re­ crear” al género humano, hacer hombres biológicamente superiores, y por lo tanto más felices. Recientemente, un equipo de investigadores anunció haber des­ cifrado el código genético. La noticia provocó conmoción mundial. Desde entonces, muchos genetistas han empezado a proclamar que la expectativa de intervenir el genoma y cambiar a voluntad la con­ figuración orgánica y cerebral de los humanos está ya a las puertas. Otro reciente descubrimiento, tan impactante como el desci­ framiento del genoma, fue que es posible reproducir ejemplares idén­ ticos de un individuo biológico, a partir de cualquier célula de su organismo (pues en todas ellas está alojado su código genético). Tal proceso de multiplicación fue bautizado con el nombre de clonación,

y no tardaron en efectuarse experimentos al respecto, usando ani­ males. El más conocido es el de la “oveja clonada”, que fracasó, porque el “duplicado” producido por el experimento entró en un rá­ pido proceso de envejecimiento. Pero ese traspié inicial no ha des­ animado en absoluto a los experimentadores. Los ensayos continúan, en la convicción de que pronto se corregirán los errores, hasta dar con el modo acertado de clonar, sin que se produzca ninguna ano­ malía en los ejemplares así reproducidos. ¿Qué implica en último término la expectativa de la manipula­ ción genética? ¿Que estamos en el umbral de un totalitarismo cien­ tífico-tecnológico? Hasta hace poco, si bien la ciencia y la tecnolo­ gía proclamaban una visión materialista de la realidad, operaban “res­ petando” el diseño natural de cada individuo, sobre todo sus carac­ terísticas mentales. Ahora, en cambio, se están dando los primeros pasos de un proyecto impulsado por el propósito de rediseñar ínte­ gramente a los seres humanos, en su cuerpo y en su mente, por la vía genética. Ese objetivo, sean cuales sean las razones que pretenden fundamentarlo y legitimarlo, alberga un designio de fondo: someter por completo los destinos humanos a la ingeniería del genoma. De ahí a que se despierten deseos de control y dominio totalitario del hombre no hay más que un paso, y esa posibilidad no es de ninguna manera descartable, al margen de las buenas intenciones que puedan animar a muchos investigadores. Los argumentos que se esgrimen en favor de esta nueva aven­ tura tecnológica insisten en los beneficios que producirá, todos los cuales se resumen en una sola gran esperanza: cuerpos y mentes mejores y más capaces. Sin embargo, no existe certeza alguna de que ese objetivo pue­ da realmente cumplirse mediante la intervención genética. Y lo peor es que, si la ingeniería del genoma empieza a mostrar algunos resul­ tados, puede constituirse en un poder mayor que cualquier poder po­ lítico, y generar ambiciones que intenten usarlo para imponer en el mundo una inimaginable dictadura “biológica”. No es ésta una mera conjetura catastrofista. Ya hemos vivido un proceso que nos muestra cómo el poder tecnológico puede con­ vertirse en una espantable amenaza para la humanidad. Los prime­ ros investigadores dej átomo -Rutherford, Einstein, Planck, etc.-

pensaban que estaban descubriendo una nueva y formidable fuente de energía, que podría usarse con fines pacíficos para aumentar el bienestar del hombre. Hoy el poder nuclear es una espada de Damocles suspendida sobre nuestras cabezas, que no ha desencadenado hasta ahora la catástrofe porque las naciones que poseen armamento atómico lo mantienen como reserva estratégica, como recurso de­ fensivo y disuasivo, para proteger su propia seguridad y superviven­ cia. Pero ese equilibrio, meramente político, puede romperse en cual­ quier momento. Y es también posible que el poder nuclear termine por caer en manos de algún gobierno inspirado por designios insen­ satos, o en manos de alguna demencial organización terrorista, que lo empleen para desatar una conflagración en cadena a escala pla­ netaria, el gran holocausto final. De manera análoga, si la ingeniería del genoma llega a conver­ tirse en un poder, ¿qué o quién podrá impedir que sea usada para someter al género humano a una escalofriante esclavitud tecnoló­ gica? En su libro El shock del futuro, el famoso analista Alvin Toffler, luego de hacer un completo recuento de los últimos avances logra­ dos por la tecnología, formula una serie de pronósticos acerca de los nuevos avances que pueden tener lugar en el siglo XXI, basándose en los proyectos que ya se encuentran en desarrollo en los centros de nvestigación científica. Y dedica un capítulo especial a los proyec­ tos genéticos, entregando, entre otras, las siguientes anticipaciones y advertencias: “...nos acercamos rápidamente al día en que el cuerpo no po­ drá ya considerarse como un dato fijo. Dentro de un plazo razona­ blemente breve, el hombre será capaz de modelar no sólo los cuer­ pos individuales, sino toda la raza humana.” “Corremos hacia tiempos en los que podremos crear razas su­ periores y razas inferiores. Como dijo Theodore Gordon en The Future, “si se nos diese la posibilidad de hacer las razas a medida, me pregunto si haremos a todos los hombres iguales, o si preferiremos fabricar apartheids. Tal vez las razas del futuro serán: un grupo supe­ rior, que controlará los ADN; unos siervos humildes; unos atletas especiales para los “juegos”; unos investigadores de I.Q. 200; unos cuerpos diminutos...” Tendremos el poder de producir razas de im­ béciles, o de sabios matemáticos.” “En una reunión de biólogos de fama mundial celebrada en

Londres, J.B.S. Haldane se extendió sobre la posibilidad de crear nuevas formas humanas para la exploración espacial: “Naturalmen­ te, un gibón está mejor preadaptado que el hombre para vivir en un campo de baja gravitación como el de una nave espacial... Un pla­ tirrino, con su cola prensil, se adaptaría aún más fácilmente. Un in­ jerto genético podría quizás incorporar estos caracteres a las razas humanas.” “En otra reunión de sabios y eruditos, el biofísico Robert Sinsheimer lanzó un reto descarado: “¿Cómo prefiere usted intervenir en los antiguos moldes establecidos por la Naturaleza para el hom­ bre? ¿Les gustaría controlar el sexo de sus hijos? Se hará como de­ seen. ¿Les gustaría que uno de sus hijos tuviese dos metros y medio de estatura?” “Nada puede superar las posibilidades de lo que ahora sabemos. Estas posibilidades pueden no desarrollarse como preve­ mos, pero son factibles, pueden hacerse realidad, y a no tardar mu­ cho.” “El doctor Rollin Hotchkiss, del Instituto Rockefeller, dijo: “Muchos de nosotros sentimos instintiva repugnancia ante los ries­ gos de intervenir en los equilibradísimos y complicados sistemas que hacen al individuo tal cual es. Sin embargo, creo que se hará, o se intentará. El camino estará formado por una combinación de al­ truismo, beneficio privado e ignorancia.” Lo peor es que habría po­ dido añadir a esta lista el conflicto político y la ciega despreocupa­ ción. Así, el doctor A. Neyfakh... pronostica con espantosa tranqui­ lidad que el mundo presenciará muy pronto un equivalente genético a la carrera de armamentos. Funda su argumentación en la idea de que las potencias capitalistas se encuentran trabadas en una “lucha por los cerebros”. Para compensar la fuga de cerebros, algún gobier­ no reaccionario se verá obligado a emplear procedimientos genéticos para aumentar su producción de genios y de individuos dotados... La carrera genética internacional es inevitable.” “En suma, podemos decir que si algo puede hacerse, sin duda alguien lo hará, en alguna parte, a menos que se tomen medidas concretas para impedirlo. La naturaleza de lo que puede hacerse y se hará supera todo lo que el hombre está psicológicamente preparado para aguantar.”

Al margen de las amenazas genéticas que hoy se ciernen sobre nuestro futuro, ¿qué se puede decir respecto a las posibilidades de éxito de este inédito proyecto de hacer más feliz al ser humano me­ diante la intervención del genoma? Que todo está por verse. Por mi parte, creo que los impulsores de la bioingeniería no sospechan en qué se están metiendo de verdad. Pese a su optimismo, el fracaso de la oveja clonada es una voz de alerta de la naturaleza, que al menos demuestra que la pretensión de manipular artificialmente la vida se enfrenta con misterios y complejidades que posiblemente sobrepa­ sen todos los alcances de la ciencia. Más adelante expondré consi­ deraciones de tipo filosófico, estrictamente racionales, que condu­ cen a concluir con suficiente certeza que el ser humano no es sólo materia, que está dotado de un principio superior inmaterial, al que podrá dársele el nombre de mente, alma o espíritu, pero cuya exis­ tencia se impone como una necesidad lógica a todo aquel que esté dispuesto a acoger todas las señales de la realidad, y a no rechazar las que no calzan con el modelo preconcebido del materialismo. Por­ que el materialismo no es más que un dogma no fundamentado en la realidad, una visión arbitrariamente elegida, que deja fuera una se­ rie de hechos humanos reales, que señalan inequívocamente hacia los ámbitos del espíritu Pues bien, si el hombre es esencialmente espíritu, la pretensión de la “felicidad genética”, que descansa sólo en la manipulación de la materia -puesto que el genoma es una estructura exclusivamente físico-química, es decir, material-, está condenada de una u otra ma­ nera al fracaso. Podrá mejorar el cuerpo humano, incluido el cere­ bro, pero no producir gente feliz, porque la felicidad no es una expe­ riencia físico-química, sino una experiencia metafísica de la mente. Y es muy probable que sólo consiga producir monstruosidades bio­ lógicas imposibles de predecir. Consideremos además otras expectativas tecnológicas que mu­ chos investigadores consideran tan factibles e inminentes como la de la manipulación genética. Una de ellas es la fabricación de ciborgs u hombres-máquinas, artefactos cibernéticos cuyo único componente biológico sería un cerebro humano. Otra es la realidad virtual, que, según se asegura, permitirá “trasladarse” mentalmente a mundos ar­ tificiales e imaginarios, producidos mediante “excitaciones” tecno­ lógicamente programadas de las neuronas y sinapsis cerebrales. Mun­ dos en los que se podrá vivir toda clase de fantasías, al gusto de cada

“consumidor”, experimentando sensaciones análogas a las que se tienen en el mundo real. A mi juicio, un nombre mucho más exacto para tal proyecto sería el de “irrealidad virtual”, y creo que, si llega a prosperar, su efecto más probable será un completo trastorno del funcionamiento natural de la mente. Ni siquiera la posibilidad de que estas aventuras tecnológicas provoquen espeluznantes colapsos humanos arredra a los que están propulsándolas, porque su óptica materialista los induce a conside­ rarlas perfectamente legítimas. Al fin de cuentas, si no existe la na­ turaleza humana, ¿no es lógico y legítimo usar la ciencia y la tecno­ logía para modificar y mejorar de raíz a este ser tan limitado y de­ fectuoso que es el hombre? Si el hombre no ha logrado ser feliz con los recursos con los que ha contado hasta ahora, ¿no es lógico y legí­ timo proporcionarle la felicidad mediante esas nuevas opciones, mu­ cho más promisorias y eficaces? Y por último, ¿es necesaria la feli­ cidad? ¿No se trata de otro mito del pasado, de un anhelo irreal e im­ posible, cuyo efecto invariable ha sido hacer desgraciada a la espe­ cie humana? ¿No es mejor extirpar genéticamente ese deseo irreali­ zable, y concentrarse en la producción de una nueva raza de hom­ bres, cuya actividad única y esencial sea la pura inteligencia, la cons­ trucción de un mundo cada vez más funcional, exclusivamente orien­ tado a los objetivos “racionales” del progreso? Cuando Aldous Huxley publicó su novela Un mundo feliz, en la que describió a la humanidad del futuro como un conglomerado de autómatas condicionados genéticamente, quizás muchos pensa­ ron que sólo estaba haciendo “ciencia ficción”. Pero Huxley no era un mero fabulador de imaginerías “futuristas”; era un pensador pro­ fundamente preocupado de la condición humana. Y escribió esa no­ vela no para entretener a los diletantes de la ciencia ficción, sino pa­ ra advertir dramáticamente al mundo sobre el curso lógico e inevita­ ble que seguirán la ciencia y la tecnología si se convierten definiti­ vamente en los amos del porvenir. Mirado desde cualquiera de las variables que hoy lo están in­ cubando, el futuro tecnológico está poblado de incógnitas, que sólo el desarrollo de los acontecimientos podrá esclarecer.

Visto todo lo que hemos visto en este análisis crítico, ¿cuál es la actitud más sensata y equilibrada que hoy podemos adoptar ante la ciencia y la tecnología? ¿Podemos sustraernos de alguna manera al avance arrollador de este nuevo Prometeo, que 110 sólo está mode­ lando nuestras conciencias a su imagen y semejanza, sino también nuestros modos de vida diarios y todas las variables del quehacer humano? Querámoslo o no, estamos ante una de las mayores encrucija­ das enfrentadas hasta hoy por la humanidad. Es una encrucijada en la que no se divisan básicamente más que cuatro alternativas. La primera es someterse pasivamente a los designios científi­ co-tecnológicos, y resignarse a un creciente condicionamiento, pla­ nificado y dirigido por los centros de poder que se están haciendo cargo cada vez más del futuro del mundo. Para eso basta con no ha­ cer nada, con obedecer ciegamente los dictados del Progreso. La segunda es que se organice una disidencia colectiva a nivel mundial, que trate de enmendar los rumbos de la ciencia y la tecno­ logía, introduciéndole contenidos y objetivos más humanos. Pero eso parece extremadamente difícil, o más bien imposible, pues no se ve cómo podría generarse un movimiento de esa naturaleza, que lo­ grara la cohesión y el peso suficientes para ser tomado en cuenta por el establishment imperante. Y el obstáculo mayor no es ni siquiera ése; es el hecho de que el avance tecnológico se ha convertido en un dinamismo autónomo, que se desconecta cada vez más de las verda­ deras necesidades del hombre y que ha escapado a todo control, al punto que hay quienes lo consideran un proceso irreversible, que ya nadie puede detener. Todo parece indicar que así es, porque la civi­ lización occidental contemporánea constituye un macrosistema crea­ do y alimentado por el propio impulso científico-tecnológico, y de­ tenerlo, o aún modificarlo, acarrearía trastornos en cadena, espe­ cialmente económicos, que afectarían hasta los requerimientos más primarios de nuestra vida. Además, tanto la detención como el “vi­ raje” requerirían un acuerdo internacional, un pacto planetario que involucrara a todos los poderes políticos, tecnocráticos y económi­ cos que hoy rigen la marcha del mundo, e incluso a la opinión públi­ ca de muchos países, principalmente de los más “desarrollados”. Tal acuerdo es simplemente impensable. La tercera alternativa excede todas las conjeturas empíricas, al punto que puede ser considerada ilusoria, pues implica hacer un acto

de fe, de fe en el hombre. Consiste en confiar en que sea la propia naturaleza humana la que impida la consumación de este proyecto antinatural de progreso impulsado por el materialismo científicotecnológico. Todo parece jugar en contra de esa posibilidad, pero no se vislumbra otra a la que podamos apostar, y yo apuesto por ella. Pese a los pronósticos triunfalistas de los adalides del Progreso, creo que tarde o temprano sus efectos desintegradores se harán tan paten­ tes e intolerables, que generarán alguna rebelión masiva contra sus dictados y designios. Esa rebelión podrá adoptar múltiples formas, desde la apatía hacia las ofertas tecnocráticas hasta la adopción ge­ neralizada de otros modos de vida, ajenos a la impronta tecnológica. Ya se advierten señales incipientes que apuntan en este sentido, por ejemplo, las corrientes holísticas y el heterogéneo movimiento de la New Age. Son todavía señales dispersas, a veces confusas y erráticas, pero también anuncios de que un impulso renovador, esperanzadoramente humanista, se está poniendo en marcha en el mundo. La cuarta alternativa, al contrario de la segunda y la tercera, no es meramente hipotética, sino real, porque está ahora mismo a nues­ tro alcance. Y constituye una opción estrictamente personal. Con­ siste en emancipar nuestra propia vida del condicionamiento gene­ rado por el materialismo científico-tecnológico, tomando de la cien­ cia y la tecnología sólo lo que pueda servirnos para satisfacer nues­ tras verdaderas necesidades humanas. En el plano del conocimiento, esa actitud implica aceptar los descubrimientos de la ciencia sólo en la medida en que hayan sido confirmados por los hechos a través de su propio método experimen­ tal. Simultáneamente, requiere examinar con extrema cautela las nu­ merosas teorías científicas que exceden el campo específico de la ciencia y que pretenden entregar respuestas empíricas a los enigmas metafísicos de la realidad. Por su propia metodología, exclusiva­ mente matemática y experimental, la ciencia está incapacitada para ingresar en esos ámbitos, para responder a interrogantes tales como la existencia de Dios, el origen y la finalidad del universo, la natura­ leza humana, la existencia del espíritu, la inmortalidad del alma, y sobre todo el enigma de la felicidad. Sólo la filosofía puede desci­ frar esos misterios, y las teorías científicas que pretenden hacerlo son sólo conjeturas no científicas, que usurpan territorios que no les pertenecen. Otra cosa muy distinta es, sin embargo, utilizar los hallazgos

de la ciencia para ampliar los alcances de la reflexión filosófica. Eso es plenamente legítimo, y más aún, necesario, porque la investiga­ ción científica revela día a día secretos fenoménicos de la materia y del universo que abren a su vez nuevos interrogantes a la filosofía. Descubrimientos tales como el del código genético, la relatividad, el indeterminismo cuántico, la confirmación de la teoría del Big Bang sobre el comienzo del universo, y muchos otros, generan nuevas preguntas metafísicas, que deben ser abordadas por la filosofía. En síntesis, ni la ciencia debe inmiscuirse en la reflexión filo­ sófica, ni la filosofía intervenir en la investigación científica. Son planos distintos del conocimiento, pero no antagónicos. Al contra­ rio, necesitan asociarse en una estrecha colaboración mutua, que con­ duzca cada vez más al cumplimiento de su objetivo común: el en­ cuentro de la verdad. En cuanto a la tecnología, estimo que debemos usarla sólo en cuanto contribuya efectivamente a mejorar nuestra vida. ¿Pero cómo podemos hacer eso, si todo nuestro quehacer concreto, desde las eictividades laborales hasta los más menudos actos de la vida domésti­ ca, es hoy prácticamente imposible de realizar sin recurrir a artefac­ tos y sistemas tecnológicos? A mi juicio, el punto clave no está en el uso físico de esos artefactos y sistemas, sino en el significado que les asignamos y en la intención con que los empleamos, es decir, en la actitud de la conciencia. Si los usamos para hacer más satisfacto­ rias nuestras experiencias y nuestros contactos con el mundo y con nuestros semejantes, lograremos poner esos artilugios mecánicos ai servicio de la vida, en lugar de poner la vida al servicio de la tecno­ logía. En otras palabras, podemos convivir con el establishment tecnológico sin contaminarnos con su óptica mecanicista y ma­ terialista. Las posibilidades de descontaminación son mucho más amplias de lo que podamos imaginar, y depende de nosotros mismos descubrirlas en nuestra mente y aplicarlas a nuestro acontecer coti­ diano. En suma, lo que necesitamos hacer no es abstenernos de usar la tecnología, cosa prácticamente imposible en este mundo en que hoy vivimos, sino obtener de ella todos los beneficios realmente huma­ nos que nos pueda proporcionar. Pero el paso crucial es liberarnos de la adicción tecnológica, de este culto idolátrico que convierte a la técnica en un poder mesiánico situado por encima de nosotros, y que nos induce a someternos automáticamente a sus mandatos, a

deslumbrarnos cual nuevos bárbaros ante sus avances e innovacio­ nes, como si fueran prodigios sobrenaturales, y a creer que en esas innovaciones descansa nuestra esperanza de una vida mejor. Esa emancipación es esencialmente mental. En la medida en que la logremos, estaremos en mejores condiciones para empezar a ser ahora mismo los conductores y protagonistas de nuestro destino.

5. EN LA TRAMPA DE LAS IDEOLOGÍAS. El término “ideología” es bastante reciente. Y lo es porque las ideologías constituyen modelos culturales típicamente modernos, desconocidos en el pasado. Los modelos del pasado fueron de ca­ rácter religioso, y se imponían como credos colectivos porque, de una u otra manera, se los consideraba revelaciones sobrenaturales hechas a los hombres, ya por los dioses, como era el caso de las mi­ tologías politeístas, ya por un único Dios, como sucedía con las reli­ giones monoteístas, por ejemplo, el judaismo, el cristianismo y el islamismo. Ahora bien, las ideologías no se sustentan en revelaciones di­ vinas. Son creaciones filosóficas, y por lo tanto humanas. Pero crea­ ciones filosóficas abortadas, porque constituyen sistemas cerrados, de los que ha quedado completamente excluido el pensamiento. ¿Cómo puede ocurrir tan extraño fenómeno: filosofías que su­ primen su propia razón de ser, que es precisamente pensar? Ocurre cuando un sistema de ideas se petrifica a sí mismo, transformándose en una estructura inalterable, y se encarna después en algún movi­ miento u organización regida por su misma óptica, o en un régimen político que la impone por la fuerza a todos quienes se encuentran sometidos a su imperio, como una visión monolítica del ser huma­ no, de la sociedad, y en último término de toda la realidad. Antes de la era moderna hubo corrientes colectivas de pensa­ miento que agrupaban a sus adeptos en diversos tipos de asociacio­ nes. La antigüedad griega conoció a los pitagóricos, los eleatas, los

epicúreos, los estoicos, los platónicos, los aristotélicos, los neoplatónicos, etc. Pero el sello distintivo de todas esas agrupacio­ nes era una amplia apertura al pensamiento, que acogía todas las contribuciones individuales y que aceptaba incluso que cualquiera de sus miembros pudiera escoger una corriente distinta, o elaborar sus propias teorías. Pero en el siglo XVIII entró en escena una nueva forma de “ha­ cer filosofía”, no imaginada por nadie hasta entonces, porque impli­ caba la abolición misma de la reflexión filosófica. Esa nueva forma logró reclutar un activo núcleo de adeptos entre los intelectuales de la época, no porque ofreciera nuevas perspectivas a la filosofía (en realidad, no ofrecía ninguna), sino porque albergaba un excitante designio de poder: constituirse en un sistema político, facultado para remodelar “desde arriba” y por completo la sociedad. Se trataba de un fenómeno inédito en la historia: el totalitarismo ideológico. Esa irrupción se debió, por supuesto, a un filósofo: Jean Jacques Rousseau, oriundo de Ginebra, Suiza (1712). La obra capital de Rou­ sseau, el Contrato Social, marcó el nacimiento de las ideologías po­ líticas, que debutaron con el Régimen del Terror instaurado por Robespierre en la Revolución Francesa, y cuyas peores ramificaciones —el fascismo de Mussolini, el nazismo de Hitler, el marxismo-leni­ nismo y la Revolución Cultural de Mao tse Tung- hicieron eclosión en el siglo XX, para desgracia de millones de seres humanos. Sería demasiado largo revisar aquí por completo la propuesta de Rousseau plasmada en el Contrato Social. Lo esencial es señalar que la propuesta rousseauniana introdujo un principio “filosófico” que se ha constituido en la matriz intelectual de todas las ideologías posteriores. Dicho principio consiste en afirmar que los seres huma­ nos están incapacitados para descubrir por sí mismos lo que requie­ ren para vivir mejor, como individuos y en sociedad, y que ese co­ nocimiento sólo les puede ser proporcionado por “alguien” que, sien­ do humano, está situado absolutamente por encima de todos sus con­ géneres y es el único que posee las verdaderas “claves” de la reali­ dad y de la vida. Ese personaje excepcional, inventado de punta a cabo por Rousseau, fue bautizado por él mismo con los ampulosos nombres de “Guía” y “Legislador”. El modo en que Rousseau llega a sus extrañas conclusiones constituye un caso asombroso de malabarismo mental y verbal. Par­ te diciendo que todos los seres humanos nacen en un estado natural

de “inocencia”, y que ese estado incluye un impulso igualmente na­ tural hacia la felicidad. Pero acto seguido afirma que el deseo de ser feliz está bloqueado por una total impotencia del individuo, es decir, que nadie puede cumplirlo por sí mismo, porque, de partida, nadie puede ni siquiera esclarecer por cuenta propia en qué consiste la felicidad. La única manera de descifrarla y de alcanzarla es hacerlo “en sociedad”. Pero la sociedad es otro impedimento, esta vez un impedimento “de hecho”, pues el efecto invariable de las socieda­ des humanas ha sido “corromper” la inocencia natural, sometiéndo­ la a todo tipo de normas, dependencias y obligaciones que estable­ cen como ley implícita la pugna entre los individuos que las compo­ nen. Y esa pugna es para Rousseau un dinamismo nefasto, que los desnaturaliza a todos y les hace imposible ser felices. ¿Cómo resolver entonces este dilema, aparentemente insoluble? Rousseau articula para ello dos conceptos nucleares de su Con­ trato Social: el de la “voluntad general” y el del Guía o Legislador. La voluntad general es lo que todos quieren: ser felices. Pero ningún individuo puede saber en qué consiste esa “voluntad colecti­ va”, en qué consiste la felicidad. Todos están igualmente incapacita­ dos para conocerla. “Los individuos no ven el bien que rechazan; las sociedades quieren un bien que no se ve”, argumenta Rousseau. Sin embargo, no todo está perdido para el filósofo ginebrino. Como por arte de magia, saca de su baraja filosófica una carta de triunfo, un segundo concepto que presenta como “solución áurea” del dilema que él mismo se ha fabricado: “Todos tienen necesidad de guías. Es preciso obligar a unos a conformar sus voluntades a su razón, y a otros a conocer lo que quieren”. (Nótese esta frase: “es preciso obligar”, pues en ella está el germen de todos los totalitarismos políticos). ¿Quiénes son estos “guías” que todos necesitan para escapar de la trampa social? Como ya se señaló, son igualmente seres huma­ nos, pero al mismo tiempo algo así como superhombres de la socie­ dad, los únicos dotados de la clarividencia requerida para conocer la voluntad general e instaurar las condiciones que permitan su cum­ plimiento en la vida real. Rousseau no se toma siquiera la molestia de explicar de dónde salen esos “iluminados”, ni cómo adquieren

tan altas facultades, tal lucidez sobrehumana respecto de la voluntad general, pero traza de ellos una descripción ciertamente grandiosa: “Aquel que ose tomar a su cargo instituir a un pueblo, debe sentirse en estado de cambiar, por así decir, la naturaleza humana; de transformar a cada individuo, que por sí mismo es un todo solita­ rio, en parte de un todo más grande, del cual ese individuo reciba su vida y su ser; de alterar la constitución del hombre para reforzarla. Es preciso, en una palabra, que el conductor de un pueblo borre de cada hombre sus fuerzas propias, para darle otras que le sean extra­ ñas, y de las cuales no pueda hacer uso sin el auxilio de los demás. En la medida en que esas fuerzas naturales mueran y se aniquilen, las adquiridas serán más grandes y duraderas, y la sociedad será también más sólida y perfecta.” “El Legislador es, desde todo punto de vista, un hombre ex­ cepcional en el Estado. Si debe serlo por su genio, no lo es menos por su función. Esa función no es de magistratura ni de soberanía; es una función superior, que constituye a la república y que no entra en su constitución.” Este es el manifiesto fundacional del totalitarismo ideológico, origen de todas las ideologías políticas que hemos conocido hasta ahora. Los individuos no saben y no pueden saber nada de lo que necesitan para ser felices. Ese conocimiento esta reservado exclusi­ vamente a los Guías, los únicos capaces de dirigir tanto sus vidas personales como la marcha de la sociedad. De nada sirve entonces pensar, sentir ni actuar por sí mismo: la vida entera debe someterse a la “infalible” conducción de esos demiurgos de la humanidad, fa­ cultados incluso para “cambiar la naturaleza humana” y para obligar a todos los demás hombres a someterse a sus designios. Cambiar la naturaleza humana. Borrar de cada individuo sus fuerzas propias, e implantarle otras que le sean extrañas. He aquí el programa urdido por Rousseau para “redimir” a la humanidad. Una convocatoria a toda clase de paranoicos ávidos de poder, para que se hagan cargo de modelar de punta a cabo al “hombre y a la sociedad del futuro”. Una convocatoria que dio espeluznantes frutos, sobre todo en el siglo XX. Detrás del retrato rousseauniano del Guía social vemos asomar las fatídicas figuras de Robespierre, el “alma negra” de la Revolu­ ción Francesa, de Mussolini, Hitler, Lenin, Stalin, Mao tse Tung, Pol Pot, Kim il Sung, y todos los otros dictadores totalitarios que

tantas víctimas cosecharon en enormes conglomerados humanos. Y más allá de esas figuras protagónicas del totalitarismo se alinea la comparsa de partidos políticos que los respaldaron y que también se arrogaron la función mesiánica de constituirse en “guías infalibles” de la sociedad y de las vidas personales. El filósofo chileno Juan Antonio Widow, en su libro El hom­ bre, animal político, entrega los siguientes alcances sobre este per­ sonaje instituido por Rousseau en su Contrato Social: “En la historia posterior, la figura del Legislador ha tenido en­ carnaciones individuales. Sin embargo, la forma que adoptó en el siglo XIX ,y sobre todo en el siglo XX, es colectiva, es la del parti­ do, sin perjuicio de que de éste pueda siempre surgir su encarnación individual.” “El partido es una colectividad cerrada que integra a todos los iniciados en su ideología, que es considerada el criterio infalible para conocer todos los secretos de la verdadera voluntad del pueblo. El partido es siempre, por esta razón, el representante del pueblo, de sus aspiraciones y de su voluntad. Sólo el partido sabe lo que el pueblo quiere, y tiene la fuerza para guiarlo.” “Lo importante es ver que, con Rousseau, se ideologiza defini­ tivamente la democracia. La democracia es la nueva sociedad, la del hombre nuevo, convertido interiormente a la voluntad del pueblo y reverente seguidor de su único y fiel intérprete: el partido.” “En el Contrato Social queda consagrada la ideología como causa única y omnipotente de la libertad y felicidad humanas.” Ciertos analistas de nuestro tiempo estiman que las ideologías tuvieron ya “su cuarto de hora” en el siglo XX, y que es práctica­ mente imposible que reaparezcan en el futuro, dada la consolida­ ción definitiva de la “libertad” en el escenario mundial contemporá­ neo. En cuanto a la persistencia de regímenes políticos totalitarios como los de China, Corea del Norte, Cuba, Viet Nam, etc., estiman que son los últimos vestigios de un proceso en extinción, y que tarde o temprano serán disueltos, o al menos modificados por la expan­ sión incontenible del libre mercado, que según ellos es un dinamis­ mo que opera en sentido contrario a los modelos colectivistas, favo­ reciendo poderosamente las opciones de la individualidad (?). No comparto ese optimismo, que a mi juicio desconoce el “nú­

cleo duro” del fenómeno ideológico. Las ideologías no son más que instrumentos de poder, usados por algunos individuos con el pro­ pósito de ejercer un dominio total sobre las vidas humanas. Y la manera más eficaz de lograr ese dominio es uniformar las concien­ cias, implantándoles el sistema monolítico de creencias promulgado por esos mismos individuos para consolidarse como conductores ab­ solutos de sus “gobernados”. Así, no es imposible que el designio ideológico levante en el futuro un nuevo estandarte de “mejoramiento de la sociedad” y se apodere de algún macrodinamismo social —la economía, la ciencia, la tecnología, los conflictos raciales, etc.-, o que incluso urda alguna nueva “propuesta del espíritu”, para tratar de instaurar en ciertos lugares del mundo, o en el mundo entero, da­ do su carácter cada vez más global, una nueva dictadura totalitaria, cuyas articulaciones operativas y consecuencias humanas son hoy por completo impredecibles. Pero las ideologías no sólo cristalizan en totalitarismos políti­ cos. También las encontramos a escala más reducida en diversas or­ ganizaciones humanas que pretenden sustentarse en fundamentos fi­ losóficos o en ciertos “ideales”, pero que imponen a sus miembros una obediencia absoluta a sus dictados, lo que equivale a prohibir el pensamiento. En último término, todo modelo cerrado de la realidad y de la vida humana, que excluya la posibilidad de ser revisado críticamente y que impida a sus adeptos ejercer su facultad natural de pensar, constituye una ideología. De esta manera, toda ideología constituye un sistema de pen­ samiento que ha dejado de ser tal y se ha transformado en dogma. Pero los dogmas humanos son exactamente la negación de la inteli­ gencia, cuya función esencial es descifrar por sí misma los secretos de la realidad. El fenómeno ideológico levanta un natural interrogante: ¿qué es lo que induce a ciertas personas a someterse voluntariamente a esa completa confiscación de sus facultades mentales? La explica­ ción no está en las ideologías, sino en sus propios adeptos. Básicamente, las ideologías las adoptan individuos que han te­ nido una experiencia frustrada e incluso aciaga de la vida, porque creen que en ellas encontrarán un verdadero “hogar”, un refugio se­

guro contra las adversidades e inclemencias del mundo real. Y ade­ más de buscar ese refugio, muchas veces están impulsados por un resentimiento patológico contra los que, según ellos, son responsa­ bles o culpables de lo que les ha sucedido. Los culpables no son per­ sonas concretas —la patología del resentimiento no se contenta con eso, necesita categorías colectivas sobre las cuales descargar su ren­ cor-, sino sectores sociales específicos, por ejemplo, los “malditos capitalistas”, los “malditos imperialistaas”, los “malditos burócra­ tas”, “los malditos políticos”, los “vendidos al sistema”, o incluso la sociedad entera. La discriminación racial es otra proyección colecti­ vista del resentimiento, pues lo extiende a todos los individuos de una raza -los negros, los blancos, los indios, los “amarillos”, etc.-, sin discernir la enorme diversidad de cualidades morales que existe entre los miembros de cada conglomerado étnico. Hasta el feminis­ mo (que es también una ideología) constituye una colectivización del resentimiento (todos los hombres son machistas), y no es raro encontrar hombres que, habiendo tenido experiencias negativas con ciertas mujeres, las categorizan proyectándolas a todo el sexo feme­ nino (todas las mujeres son falsas, estúpidas, manipuladoras, etc.). Pero el reclutamiento ideológico se origina también en ciertas “bancarrotas” del pensamiento, entre individuos que no han logrado darse a sí mismos una visión coherente de la realidad. Es explicable entonces que busquen dicha coherencia en algún sistema de pensa­ miento ajeno, y sobre todo en fórmulas simples y rotundas, que su­ priman toda complejidad y entreguen un “paquete” de principios y normas de conducta que no exijan pensar, y que puedan convertir en programa fijo de su propia vida. Porque toda ideología constituye un amasijo más o menos articulado de simplismos mentales, que, si son transmitidos por sus líderes con suficiente potencia persuasiva, alcanzan un “poder de arrastre” capaz de deslumbrar a muchas con­ ciencias inseguras o desvalidas, que son las que más a menudo ad­ hieren a los postulados ideológicos. Existen en nuestro tiempo diversos movimientos sociales, que en nombre de los derechos humanos, o de otros ideales análogos, despliegan un tenaz activismo para denunciar y combatir las corrup­ ciones e injusticias amparadas por el orden establecido. Algunos de esos movimientos representan causas legítimas, pero otros no son más que ideologías disfrazadas bajo el pretexto de “co­ rregir” lo que, según sus líderes, está mal en el mundo.

Por último, se da el caso de movimientos activistas que, ha­ biéndose iniciado en auténticos objetivos de justicia y libertad, ter­ minan controlados por cúpulas de poder que les imponen formatos inequívocamente ideológicos. Pero es un hecho comprobado hasta la saciedad que el triunfo de una ideología, en vez de mejorar las vidas humanas, termina sometiéndolas a una implacable servidum­ bre. Dejarse embaucar por una ideología, por muy “nobles” que pretendan ser sus propuestas de modificar los fundamentos y estruc­ turas del orden social o político, es siempre signo de fragilidad: existencial, intelectual o emocional. En ninguno de estos casos es posible lograr una vida mejor y más feliz.

6. LA MORAL DEL DEBE Y LA MORAL DEL SUFRIMIENTO. Pese al actual predominio de los modelos materialistas en Oc­ cidente -el pragmatismo hedonista, el relativismo y el cientificismo tecnológico-, todavía se habla en nuestro tiempo de moral o de éti­ ca, a propósito de diversas situaciones en las que se considera que está enjuego la “rectitud” o “corrección” de las conductas humanas, o bien ciertos derechos básicos de las personas y de la sociedad. Así, se opina y se debate sobre la “ética profesional”, la “ética de la eco­ nomía”, la “ética de los negocios”, la “ética política”, la “ética de las relaciones internacionales”, la “bioética”, la “ética del medio am­ biente,”, la “ética de la guerra”, etc. Pero si uno empieza a preguntar a la gente qué entiende exac­ tamente por ética o moral, constata que casi nadie es capaz de dar una respuesta satisfactoria. Ocurre con ambos conceptos algo pare­ cido a lo que sucedió cuando Sócrates le pidió a un importante polí­ tico de Atenas que definiera la justicia. Luego de dar una serie de explicaciones inconsistentes, y acorralado por la implacable lógica de Sócrates, el político se vio obligado a confesar que no tenía la

menor idea de qué era en realidad eso que él manejaba todos los días al ejercer sus funciones de legislador y de miembro del gobierno de Atenas, funciones que le exigían a cada momento examinar y resol­ ver toda clase de asuntos de justicia. Análogamente al caso de aquel político ateniense, la mayoría de los occidentales contemporáneos ignoran qué es en verdad la mo­ ral. Pero no son en absoluto responsables de esa ignorancia. Los responsables son, un vez más, nuestros erróneos paradigmas cultu­ rales, que han trastocado el sentido de las mejores cosas humanas, hasta dejarlas convertidas en ambigüedades ininteligibles. Una de las confusiones más corrientes en nuestra época es que la moral y la ética son cosas distintas, aunque ninguna de las perso­ nas que así lo piensan sabe a ciencia cierta qué diferencia existiría entre una y otra. En realidad, las dos palabras significan lo mismo; sólo que “moral” proviene del latín mos, moralis, y “ética” del grie­ go ethos, ethixé. Intentemos un primer esclarecimiento al respecto viendo qué definiciones da sobre uno y otro término el Diccionario de la Real Academia Española: ”Moral: Perteneciente o relativo a las acciones o caracteres de las personas, desde el punto de vista de la bondad o malicia. Ciencia que trata del bien en general y de las acciones humanas en orden al bien o al mal. Conjunto de facultades del espíritu, por contraposi­ ción a físico.” ”Etica: Parte de la filosofía que trata de la moral.” Por su parte, el Diccionario Larousse define así la ética: “Parte teórica de la valoración moral de los actos humanos. Conjunto de principios y normas morales que regulan las actividades humanas.” Sufrimos aquí una franca desilusión, pues estas definiciones nos dejan casi donde mismo: ninguna dilucida a fondo y de manera inequívoca el significado de la moral y de la ética (al fin y al cabo, son sólo definiciones de diccionario, no explicaciones filosóficas). Pero al menos dejan en claro que ambos términos son sinónimos. Por lo tanto, serán empleados indistintamente en este análisis, que tiene por objeto averiguar la verdadera naturaleza de la moral. Iniciaremos esta averiguación a partir de las visiones que hoy existen al respecto en Occidente, detectando y sometiendo a revi­ sión crítica los paradigmas éticos que circulan en nuestro tiempo.. Esos paradigmas son particularmente vagos, y a menudo inco­

herentes, pero aún así es posible distinguir entre ellos dos modelos un tanto más exactos y definidos, que son los que ejercen mayor influencia en la mentalidad contemporánea, y por lo tanto en las vidas humanas. Podríamos denominarlos “la moral del deber” y “la moral del sufrimiento”. La moral del deber Sin duda alguna, esta visión de la moral, aunque presenta di­ versas variantes y matices, es la que ocupa el lugar protagónico en nuestra cultura. Pero para entender exactamente en qué consiste, es necesario en primer lugar rastrear sus orígenes históricos, pues fue ahí donde quedaron plasmados sus parámetros básicos, los mismos que la configuran en el presente. Esos orígenes fueron tanto religiosos como filosóficos. Y la filosofía que más contribuyó a generarla fue la de Kant (1724-1804), pensador alemán de enorme gravitación en muchos filósofos con­ temporáneos. Kant es una especie de “hechicero” del pensamiento moderno. Esa preeminencia se debe principalmente a su “revolucionaria” teo­ ría del conocimiento, planteada en su Crítica de la razón pura. En dicha obra, una de las más densas que se han escrito hasta hoy, Kant desarrolló una tesis que provocaría efectos de terremoto en todas las filosofías de su tiempo y se constituiría en el tema dominante de la posterior investigación filosófica. Expuesta muy en síntesis, la teoría epistemológica de Kant sos­ tiene que el ser humano no puede tener ningún conocimiento real del mundo ni de ninguna de las cosas que en el mundo existen, pues todo lo que percibe con sus sentidos y con su inteligencia es sólo una fabricación subjetiva de su propia estructura mental, cons­ tituida por lo que él llama “categorías a priori de la sensibilidad y del entendimiento”. Esas categorías internas de la mente procesan los “datos” que reciben del exterior, alterándolos por completo, y los transforman en imágenes y significados que no corresponden a ninguna realidad externa. Así, todo lo que creemos percibir en el mundo físico —piedras, ríos, montañas, nubes, estrellas, plantas, ani­ males, personas, figuras, colores, sonidos, olores, movimientos, etc.,

e incluso el tiempo y el espacio—, y todos los significados que les asignamos a esas percepciones, son irrealidades puramente subjeti­ vas, ajenas por completo a la “realidad en sí”, que es absolutamente incognoscible. Y también son irreales todas las cosas que considera­ mos “producidas” por la civilización humana: instrumentos, máqui­ nas, casas, ciudades, vehículos, libros, obras de arte, instituciones sociales y políticas, y así hasta el infinito. En otras palabras: el mun­ do en el que creemos habitar no existe fuera de nosotros; es sólo nuestra propia creación mental. Para atenuar la monstruosidad de su teoría, que nos deja sin realidad y sin mundo, encerrados en una aterradora subjetividad de la mente, Kant argumenta que este mundo ficticio en el que creemos vivir es humanamente habitable, puesto que nuestras categorías men­ tales lo dotan de una coherencia que hace posible un funcionamien­ to integrado de todos los sucesos o fenómenos que en él ocurren, y por lo tanto un desenvolvimiento también coherente de todas las ac­ tividades humanas. Es un mundo falso, una “pintura” hecha por no­ sotros mismos, pero suficientemente “organizada” por la lógica es­ tructural de los sentidos y de la razón. Hasta las que llamamos “le­ yes de la naturaleza” no son otra cosa que nuestras propias “leyes mentales”, introducidas en esa escenografía irreal para darle la mis­ ma estructura y el mismo orden que ya existe a priori en nuestra sensibilidad y en nuestro entendimiento. En suma, el mundo físico es de punta a cabo una hechura del hombre, a su propia imagen y semejanza. El itinerario a través del cual Kant desarrolla su tesis del “ca­ rácter mental” del mundo es tan abstruso y laberíntico, que hace muy difícil detectar las numerosas y a veces flagrantes incongruen­ cias en que incurre a lo largo de sus argumentaciones. De ahí que muchos filósofos posteriores hayan acogido esa tesis como una “clave revolucionaria” de la filosofía, con un entusiasmo que tiene más de fervor dogmático que de auténtico pensamiento crítico. Pero Kant no se preocupó sólo del conocimiento, sino también de la moral. En otra de sus obras fundamentales. Crítica de la Razón Práctica, dedicada precisamente a investigar la condición moral del ser humano, estableció que la moral no tiene relación alguna con la felicidad. Es un “deber ser” regido por un “imperativo categórico”, que, al igual que las categorías a priori de la sensibilidad y el enten­ dimiento, forma parte de la estructura innata de la conciencia. Sien­

do otra condición estructural de la mente, el imperativo moral impo­ ne al hombre la necesidad y la obligación de actuar conforme a cier­ ta “regla” universal, y al mismo tiempo dicta a cada individuo, de manera inequívoca, lo que debe hacer en cada circunstancia de su vida para cumplir dicha regla. A fin de aclarar el modo en que deben realizarse las acciones humanas para adquirir un carácter verdaderamente ético, Kant acu­ ñó la siguiente máxima: “Obra de tal modo que tu norma de conduc­ ta pueda constituirse en ley moral universal”. Eso equivale a decir que todo individuo debe actuar siempre conforme a la regla que le dicta el “imperativo categórico a priori” de su conciencia, pues ese imperativo conoce por su propia “ley interna” cuál es el patrón mo­ ral por el que debe regirse todo el género humano. ¿Qué ocurre, entonces, con la búsqueda de la felicidad? Según Kant, es el mayor obstáculo para el cumplimiento del “deber”, al extremo que la declara “inmoral”. En la filosofía kantiana, el deber queda instituido como el úni­ co criterio moral legítimo. Un deber puramente “formal”, vacío de todo contenido humano, enemigo de todas las satisfacciones que el hombre pueda experimentar en este mundo. Pese a su teoría de la “irrealidad” del mundo y del conocimien­ to, Kant fue un hombre religioso. ¿Cómo concilio ambas cosas, ab­ solutamente contradictorias entre sí? Por la vía de la fe. Con nues­ tros sentidos y con nuestra razón no podemos conocer nada real, y en consecuencia no podemos saber nada de Dios. Pero podemos creer que existe, y esa creencia “basta” para dar validez a nuestra religio­ sidad y a nuestra conciencia moral. De esta manera, lo que está com­ pletamente vedado a nuestros sentidos y a nuestro entendimiento se nos vuelve accesible por medio de la fe. Pero la fe kantiana, por lo mismo que no se sustenta en ningu­ na realidad (puesto que la “realidad en sí” nos es inaccesible), care­ ce de toda certeza. Así, seguimos encerrados en la absoluta subjeti­ vidad de la mente, y la “salida fideísta” intentada por Kant se con­ vierte en un “fuego fatuo”, en un puro malabarismo verbal. Resulta patético que el más más "crítico" de los filósofos modernos no haya encontrado otra tabla de salvación para su religiosidad que la fe cie­ ga, cosa que ni siquiera hace la teología católica, en la que la exis­ tencia de Dios está demostrada con argumentos sólidamente racio­ nales.

Kant fue educado en la corriente pietista del protestantismo alemán, que se caracterizó por una interpretación extremadamente austera del cristianismo. Por lo tanto, su investigación filosófica de la moral fue en gran medida un intento de justificar filosóficamente el riguroso “ascetismo existencial” que le prescribían sus creencias pietistas. Determinado por ese propósito, transfirió a su filosofía mo­ ral la visión inhumana de la vida instaurada por el pietismo protes­ tante, y la hizo aún más inhumana, al extremo que nadie puede vivirla. Sin embargo, como ya se ha dicho, Kant no fue un pensador cualquiera. Debido a su “revolucionaria” teoría del conocimiento, está considerado por muchos filósofos modernos (que no comparten ya sus creencias religiosas) una especie de “cumbre” filosófica de la modernidad. ¿Cómo entonces, se preguntaron dichos filósofos, apli­ car su moral del deber a las conductas humanas concretas? Simple­ mente, introduciéndole ciertas modificaciones que permitieran “en­ samblarla” con los comportamientos de los individuos en las diver­ sas situaciones en que se desenvuelve su vida. Cabe hacer aquí una reflexión irónica: los filósofos kantianos, en la medida en que lo son, están convencidos, al igual que Kant, de que vivimos en un mundo mental y no real, y sin embargo se pre­ ocupan de que las cosas del mundo, especialmente los asuntos hu­ manos, funcionen de la mejor manera posible. Y podemos hacer otras reflexiones aún más críticas. Si el mundo entero es un producto de la mente, ¿qué mente lo genera? ¿La de Kant, la de cada individuo, la de todos al mismo tiempo? ¿Cómo puede creer un kantiano que exis­ ten otras personas, si todas son imágenes falsas creadas por sus sen­ tidos y su entendimiento? ¿Y para qué escribió Kant sus obras, si según su propia teoría no existía ningún destinatario real a quien dirigirlas, ya que estaba absolutamente solo en la subjetividad de su conciencia? Son tantas las contradicciones de la teoría kantiana del conocimiento, que desenmascararlas una a una exigiría un extenso estudio crítico; sólo señalo aquí de paso algunas de las más eviden­ tes, para mostrar hasta qué punto la filosofía moderna es una especie de serpiente que se muerde la cola y que no va a ninguna parte. Pero en fin, como yo estoy seguro, al igual que casi todo el mundo, de que vivimos en un mundo real, volvamos a los efectos de la ética del deber de Kant en nuestra cultura, y a los intentos de adaptación llevados a cabo por sus herederos filosóficos. Esos in­ tentos se toparon con algo que podría llamarse “el talón de Aquiles”

del modelo kantiano: su afirmación de que la conciencia moral es una estructura innata de la conciencia, que dictamina por sí sola y de manera infalible lo que “debe” hacerse y no hacerse en cada cir­ cunstancia de la vida. Pero eso es absolutamente falso, pues los he­ chos demuestran que los seres humanos tienen diferentes “concien­ cias morales”, y que muchos de ellos no reconocen ningún criterio absoluto por el cual deban regir sus actos. Así el modelo moral de Kant, por el mismo hecho de fundarse en una supuesta estructura subjetiva de la conciencia, dejaba abierta la puerta a todas las subje­ tividades individuales, con lo cual podía desembocar, en virtud de su propia lógica, en un completo relativismo individual, social y cultural. Pese a ello, los admiradores de Kant no cejaron en su intento. Había que lograr de alguna manera el ensamble de la ética kantiana con las conductas humanas concretas, a fin de proporcionar a la so­ ciedad algún sistema objetivo de normas “morales” que le permitie­ ra funcionar organizadamente, sin naufragar en el caos del re­ lativismo. La solución fue transferir la ética del deber al plano de las actividades pragmáticas, con el propósito de asegurar el desarrollo de esas actividades, y sobre todo “el buen funcionamiento de la so­ ciedad”. Y como el quehacer pragmático tiene sus propias exigen­ cias intrínsecas de rendimiento y de éxito, dichas exigencias se pres­ taban admirablemente para reemplazar a la “conciencia moral a priori” postulada por Kant, cuya supuesta existencia no aparecía por ninguna parte en los individuos concretos. Esa adaptación de la moral kantiana, llevada a cabo por sucesi­ vas generaciones de filósofos modernos, ha logrado en buena medi­ da su propósito. ¿Cuál ha sido el resultado? La instauración más o menos generalizada de un modelo de la vida centrado en un sinnú­ mero de “deberes”: familiares, sociales, laborales, profesionales, eco­ nómicos, legales, institucionales, e incluso patrióticos. Tampoco en esta perspectiva el “deber” tiene relación alguna con la felicidad; es algo que hay que cumplir simplemente porque “es necesario”, por­ que así lo requiere y lo exige el sistema establecido. De esta manera, gran parte de la vida moderna ha quedado reglada de punta a cabo por obligaciones en las que el anhelo de ser feliz no encuentra cabi­ da alguna. Como consecuencia de todos esos “ajustes”, la sociedad occi­ dental ha terminado ofreciendo un extraño contraste entre dos impe­

rativos contradictorios: por un lado, la consigna hedonista del “pa­ sarlo bien” en la mayor medida posible; por otro, la árida obligación de cumplir todos los deberes impuestos por el mismo sistema que incita de mil maneras a vivir sin límites las experiencias hedonistas. El “deber” moderno es así una especie de zapato chino, que aprieta a tal punto la vida que termina atrofiándola. Pero la óptica kantiana del deber ha invadido también otra es­ fera: la de los derechos de las personas. Esa óptica es la que impera en todos los debates contemporáneos sobre asuntos éticos, generan­ do opiniones de todo tipo sobre una heterogénea variedad de temas, tales como el divorcio, el aborto, los métodos anticonceptivos, la eutanasia, la eugenesia, la clonación, la manipulación genética, la pena de muerte, el cambio de sexo, el matrimonio entre homosexua­ les, etc. Si buscamos algún denominador común en esos debates, ad­ vertiremos que todos giran exclusivamente en torno a lo que se debe hacer en cada caso, es decir, al modo en que hay que actuar para respetar los derechos ajenos. Hasta ahí llega la discusión moral de nuestra época: hasta los “derechos del hombre”. Y parecería que con eso los que hoy se preocupan de la ética están cumpliendo cabal­ mente su deber moral para con la humanidad. Sin embargo, en nin­ guna de esas controversias encontramos ni siquiera planteada la gran pregunta humana: qué necesitamos hacer para ser felices. Tanto en sus proyecciones pragmáticas como en sus aplicaciones a los derechos humanos, la ética kantiana del deber se ha constituido en el “alma invisible” de todo el debate moral de nuestro tiempo. Pero eso no es todo. También el modelo de Kant, originado en sus creencias pietistas, se asoció con otras desfiguraciones de la re­ ligiosidad cristiana, dando por resultado una visión aún más defor­ mada de la moral: el moralismo. El moralismo es un producto cultural “fabricado” a partir del puritanismo introducido por Calvino en el cristianismo protestante (siglo XVI), de ciertas deformaciones de la moral católica propaga­ das durante el siglo XVII, y posteriormente de la ética del deber de Kant. Dada la tendencia de las culturas a petrificar la vida humana en moldes rígidamente funcionales, esos tres ingredientes sirvieron de base para generar la versión más degradada de la moral que exis­

te en nuestro tiempo. El moralismo es, literalmente, una perversión antinatura de la moral, pues la desconecta por completo de su objetivo propio y esen­ cial, que es la felicidad humana, y la convierte en un código de man­ datos y prohibiciones sociales, establecidos arbitrariamente por cier­ tos núcleos de la sociedad que se arrogan la función de dictar hasta el último detalle los cánones de conducta de todos los individuos que la componen. El moralismo es una visión “reglamentaria” de la vida, inspira­ da igualmente en un “deber ser” puramente formal, sin ningún con­ tenido propiamente humano. Tampoco en este caso el deber tiene el significado “ascético” que quiso darle Kant. Está absolutamente al servicio de los convencionalismos sociales. En la óptica moralista no hay lugar alguno para los anhelos, los sentimientos, las emociones y las experiencias de las personas; le es indiferente que sean felices o desgraciadas. Su único propósito es imponer a todo el mundo cierto formato colectivo de comportamien­ tos externos que considera el único “correcto”, y al que ha dado nombres tales como “buenas costumbres”, “decencia", “decoro”, “respetabilidad”, etc. Es una visión inflexible y dogmática de lo que “se debe hacer” y “no se debe hacer” en el plano de las conductas sociales, y en consecuencia refractaria a toda revisión crítica. Así, es tarea inútil pedirle al moralismo que explique en qué consisten sus categorías conductuales, y menos aún en qué se fundamentan, por­ que no lo sabe ni quiere saberlo; simplemente las da por sentadas, como normas inapelables que nadie tiene derecho a impugnar ni a transgredir. Desde el siglo XVI, en el que fue incoado por el puritanismo calvinista, y hasta hace pocas décadas atrás, uno de los ámbitos hu­ manos más obsesivamente reglamentados por el moralismo fue el de las conductas relacionadas con el sexo, donde se dio el gusto de emitir un increíble y monstruoso fárrago de prohibiciones antina­ turales, rayanas en la estupidez y la morbosidad. Hasta las llamadas “normas de urbanidad” adquirieron carác­ ter “moral” durante el auge del moralismo, siendo objeto de las más minuciosas e inflexibles reglamentaciones, al extremo de publicarse manuales en los que quedaban establecidas como códigos de “buena conducta social”. El Manual de Carreño fue en su tiempo un árbitro indiscutido de “las buenas maneras”, que excluían sistemáticamente

toda naturalidad de las acciones y comportamientos humanos. El moralismo genera personalidades francamente anormales, cuyos síntomas inequívocos son la dureza de los sentimientos y la avidez por descubrir “inmoralidades” en las conductas ajenas y con­ denarlas en nombre de las “buenas costumbres”. Ese carácter pato­ lógico de la personalidad moralista, advertido incluso por el simple sentido común, queda desenmascarado por el análisis psicológico, que revela los trasfondos ocultos de este síndrome mental: un miedo neurótico a las auténticas experiencias de la vida, y sobre todo una gran dosis de vanidad y de soberbia, un egocéntrico deseo de osten­ tar una “superioridad moral” sobre el resto de los seres humanos, a los que hay que censurar y “condenar” para demostrar así que se es mejor que ellos. El moralismo es un fenómeno que se ha dado y se sigue dando en todas las culturas, pues todas, de una u otra manera, promulgan normas de conducta no orientadas a la felicidad del hombre, sino al “correcto” funcionamiento de la sociedad. Pero el moralismo occi­ dental es mucho peor que el de otros paradigmas culturales, porque constituye una degradación del cristianismo, cuyo objetivo esencial es la felicidad del género humano. Es absolutamente distinto un moralismo establecido desde siempre como tal por una cultura, que la adulteración de una ética religiosa orientada a la transformación de las conciencias para que el hombre sea más feliz. Esto último es lo que ha ocurrido en nuestro hemisferio: el moralismo occidental es la ética cristiana corrompida desde sus cimientos. Los moralistas abundaron en Occidente entre los siglos XVII al XIX, y a menudo asumieron la función de reglamentar la socie­ dad según sus morbosos cánones. (Piénsese por ejemplo en el puritanismo implantado por la clase media inglesa durante el largo reinado de la reina Victoria). Se encargaron además de hacer infeli­ ces a sus familias y a cuantos se veían obligados a acatar sus inflexi­ bles normas. Hubo incluso artistas y escritores sometidos a proceso y a veces condenados a prisión por atentar contra la “moralidad pú­ blica”, como fue el caso de Flaubert, enjuiciado a raíz de la publica­ ción de su novela Madame Bovary. La obra teatral La casa de Bernarda Alba, de Federico García Lorca, nos muestra a qué grado de insania llegó en España la obsesión moralista de esa época. Y el colonialismo americano, desde Canadá y los Estados Unidos hasta Chile, fue el caldo de cultivo de un moralismo patológico que su­

plantó en gran medida a la auténtica ética cristiana. Hoy el moralismo se encuentra de capa caída, aunque no deja de mostrar algunos turbios rebrotes en ciertos individuos y en cier­ tos núcleos sociales. Pero durante los más de tres siglos en que se infiltró en la cultura de Occidente, degradó por completo la natura­ leza de la moral, y peor aún, logró transmitir esa imagen desnatu­ ralizada al mundo contemporáneo. Nada tiene de extraño enton­ ces que la sola mención de la moral provoque hoy en muchas perso­ nas toda clase de recelos, rechazos y repugnancias, pues se han for­ mado de ella la imagen odiosa y despreciable que les ha legado el moralismo. Gran parte del llamado “destape”, fenómeno que va en aumen­ to en numerosos países de Occidente, no es otra cosa que una lógica reacción contra esa insana moral puritana que predominó en nuestra cultura durante muchas generaciones y que constituyó una de las peores herencias recibidas por el siglo XX. Mucho se habla hoy de la descomposición moral de nuestra época -hecho por lo demás in­ cuestionable-, pero pocos entienden en qué consiste de verdad, por­ que la mayoría de los que la denuncian la juzgan desde una óptica predominantemente moralista. Y pocos entienden también que la cau­ sa última de esa descomposición no es que la gente actual sea “peor” que la de otras épocas. No es ni peor ni mejor. Lo que están hacien­ do hoy un gran número de seres humanos es buscar experiencias “li­ beradoras”, que les permitan disfrutar realmente la vida. Por eso se han sacudido de encima el moralismo, ese sistema antinatura que hizo de la moral una carga de deberes y prohibiciones completa­ mente ajenos a la vida. Y, como casi no hay a la vista en nuestra cultura otra opción que el pragmatismo hedonista, el “destape”, que es otro nombre dado al hedonismo, se impone como la más promisoria y atractiva, la que ofrece las más deslumbrantes expectativas de “vi­ vir de verdad”. Ni siquiera cuando se orienta a proteger los derechos de las personas, la moderna moral del deber tiene contenidos propiamente éticos. Es más bien una forma de justicia. Pero sus fundamentos son básicamente kantianos, porque no tienen relación alguna con la feli­ cidad del hombre. Y el moralismo no es justicia ni nada que pueda merecer el

calificativo de humano. Es sólo una aberración cultural promulgada por mentes patológicas, enemigas de la vida. La moral del sufrimiento Aunque pueda sorprender, pues parecería que casi todo el mun­ do está hoy obedeciendo a la consigna hedonista del “pasarlo bien”, también en nuestra época hay personas condicionadas, en mayor o menor grado, por ciertos modelos mentales que les imponen la obli­ gación de recorrer en esta vida un arduo y doloroso proceso “mo­ ral”, necesario para obtener más allá de este mundo el “premio” por sus sacrificios. Se trata casi siempre de personas religiosas. He denominado “tránsfugas” a este tipo de creencias, porque inducen a “fugarse” de las expectativas de felicidad que pueda ofre­ cer este mundo, considerándolas todas “contrarias a la moral”, y a esperar que se cumplan en otra vida, en algún “más allá” que consti­ tuiría nuestro destino definitivo. Las creencias tránsfugas no surgen de una reflexión personal sobre la condición humana. Son también paradigmas culturales, ge­ nerados, ya por alguna teoría filosófica, ya por determinada inter­ pretación de alguna doctrina religiosa. En la filosofía de Occidente, la teoría “tránsfuga” por excelen­ cia es el idealismo platónico, que sostiene que el mundo físico es un “reino de sombras” y que el cuerpo es la “cárcel” del alma. Para Platón, la felicidad se encuentra solamente en el Reino de las Ideas, donde las almas contemplan eternamente las esencias puras e inco­ rruptibles de todas las cosas. Y sólo en esa contemplación de “los esplendores absolutos de la realidad”, puede el alma humana (no el cuerpo) encontrar su felicidad verdadera y definitiva. El único modo de acceder a ese Reino es la “catarsis” filosófica, que purifica la mente de todas las oscuridades que la envuelven mientras vive en el cuerpo. Según Platón, la materia es un sustrato negativo, situado en el punto más bajo de la escala de la realidad; de ahí su desprecio por todo lo corpóreo, que considera un principio corruptor de todas las cosas, y sobre todo de la vida humana. Otra teoría tránsfuga de tipo filosófico, esta vez nacida en la India, es el budismo en su versión original (también es una filosofía,

no una religión, como piensan muchos). El principio fundamental del budismo es que la vida es en sí sufrimiento, pues está regida por el deseo, y todo deseo genera frustración y dolor: apenas se cumple uno, aparece otro, y luego otro, y así hasía el infinito. Concebir la felicidad como el cumplimiento de Jos propios deseos es por lo tanto un espejismo, y la sabiduría consiste en renunciar a la pretensión de ser feliz de esa manera, es decir, en extinguir todo deseo. Cuando eso se logra, se entra en el Nirvana, un estado en que la conciencia se disuelve en la Mente universal, con todos los deseos suprimidos, y alcanza la paz eterna. Los budistas puros sostienen que el Nirvana es un modo de existencia real, pero es difícil no concluir que equiva­ le a la nada, a la extinción total del propio ser. En cuanto a las creencias tránsfugas derivadas de doctrinas re­ ligiosas, la más difundida en Occidente procede de una errónea in­ terpretación del cristianismo, originada sobre todo en el Medioevo. Entre los siglos V y XIV, la cultura cristiana recibió a través de cier­ tos teólogos una fuerte influencia de la filosofía platónica y de su visión “tránsfuga” de la vida humana, con la diferencia de que el Reino de las Ideas concebido por Platón fue reemplazado por el Reino de los Cielos prometido por Cristo. Con todo, pese a ese reemplazo, el pesimismo platónico acerca de este mundo contaminó a una parte de la cristiandad medieval, generando una visión que concebía la vida terrena esencialmente como un “valle de lágrimas”, como un “tiempo de sufrimiento y prueba” durante el cual, mientras más se padece, más “méritos” se acumulan para ser admitido en el Reino de los Cielos, único lugar donde se encuentra la felicidad. Dicha ima­ gen negativa persiste aún en algunos cristianos de hoy, aunque ha sido rechazada de plano por la sana teología católica, que establece que el viaje hacia la felicidad comienza en este mundo, y que si alguien no aprende a ser feliz en esta vida, le será muy difícil, cuan­ do no imposible, lograr la transfiguración moral necesaria para al­ canzar la vida eterna prometida por Cristo. En síntesis, todas las creencias tránsfugas implican una trans­ ferencia de la felicidad a algún lugar o alguna forma de vida que se encuentra más allá de la muerte. Y la mayoría de ellas afirman que dicha forma de vida no se alcanza automáticamente, sino que re­ quiere un duro recorrido de ascenso moral durante esta vida. Así, para las creencias tránsfugas, la moral es también un im­ perativo forzoso, que impone la obligación de “renunciar” a todas

las expectativas de felicidad que puedan darse en este mundo. Y hay una versión todavía más extrema de dichas creencias, según la cual ni siquiera es necesario renunciar a tales expectativas, puesto que simplemente no existen: el sufrimiento es una condición intrínseca a toda vida humana, desde el nacimiento hasta la muerte. En esta perspectiva de pesimismo universal, la moral se constituye en la única vía que permite dar sentido a los padecimientos que de todas mane­ ras se experimentarán “aquí abajo”. Ese sentido es la esperanza, la expectativa de una existencia ultraterrena en la que ya no habrá más dolor, en la que la felicidad será el galardón de aquellos que supie­ ron merecerla mediante la “rectitud” de sus pensamientos y de sus acciones. Pese a ser errónea, esa visión “sufriente” de la moral reviste al menos cierta aura de nobleza -la nobleza del renunciamiento y del sacrificio. Y no es una visión tan escasa en nuestra época como po­ dría suponerse. Hay un buen número de personas honestamente reli­ giosas que han hecho de esa “moral del sufrimiento” la norma cen­ tral de sus vidas. La creencia en otra vida mejor es un artículo de fe de casi todas las religiones. Es también una deducción filosófica, pues se sustenta en lo que podríamos llamar la lógica de fondo de la realidad y de la vida humana. Por último, es una certidumbre absolutamente ne­ cesaria para dar verdadero sentido a la vida en este mundo. Pero el punto crítico de la visión tránsfuga no es su esperanza en otra vida, sino la creencia de que es imposible ser feliz en esta existencia terrena. Los hechos demuestran lo contrario, que también en este mundo podemos alcanzar auténticos estados de felicidad, mucho mayores de lo que podamos imaginar. Creer que para alcanzar la felicidad en la otra vida hay que ser infeliz en ésta, emprendiendo una dura y dolorosa trayectoria de as­ censo moral, constituye una óptica falsa, que la propia realidad se encarga de desmentir. Porque es imposible crecer moralmente si no se tienen experiencias reales de felicidad, si se vive en estado permanente de sufrimiento. Nos enfrentamos aquí al interrogante planteado al comienzo de este desarrollo: cuál es la verdadera naturaleza de la moral. Este interrogante no puede ser contestado desde ninguna ópti­ ca moderna, porque es un interrogante metafísico, y la cultura de la modernidad ha expulsado la metafísica de la vida humana, reempla­

zándola por las diversas variantes del materialismo empírico y del relativismo. Tenemos entonces que acudir a otro tipo de pensamien­ to, donde la moral haya sido investigada metafísicamente. Ahora bien, no existe en la historia de Occidente otra investigación más profun­ da de la condición moral del hombre que la que llevaron a cabo los grandes filósofos de la antigua Grecia. Es a ellos, por lo tanto, a quienes tenemos que acudir en busca de respuestas. Para el pensamiento helénico, la moral es algo completamente distinto de todas las visiones que existen al respecto en la cultura de la modernidad. Es la aventura crucial del hombre, la aventura de la felicidad. En consecuencia, constituye el asunto mayor de la filoso­ fía, el centro magnético de toda la indagatoria filosófica, al que se subordinan todos los demás. Esa fue la visión de los mejores pensa­ dores griegos acerca de la moral, al punto que una de las áreas fun­ damentales de su investigación fue la ética, concebida como el desciframiento filosófico de lo que necesita hacer el ser humano para ser feliz. Ese desciframiento alcanzó su clímax con Aristóteles, con­ siderado por muchos historiadores como la más alta figura intelec­ tual de la antigua Grecia, y quizás de toda la filosofía de Occidente. En dos de sus obras capitales, la Etica a Nicómaco y la Etica a Eudemo, Aristóteles lleva a cabo un magistral esclarecimiento de las articulaciones morales de la vida humana, dejando en evidencia que el ascenso moral es esencialmente el viaje del hombre hacia su feli­ cidad. Y los hallazgos nucleares de la ética aristotélica continúan plenamente vigentes en nuestra época, porque se sustentan en los códigos naturales de la condición humana, que permanecen inalte­ rables a través del tiempo y de todas las evoluciones culturales. La investigación ética de Aristóteles nos permite detectar dón­ de está el error de fondo de la “moral del sufrimiento” generada por las creencias tránsfugas. Nos revela que la trayectoria moral no es otra cosa que el aprendizaje de la felicidad. En consecuencia, creer que se puede progresar moralmente privándose de ser feliz, es una equivocación tan crasa como creer que se puede lograr la salud del cuerpo privándose de todo alimento. El ascenso moral no consiste en sufrir. Es un proceso de expan­ sión de la personalidad, de la propia identidad, a través del cual se va logrando un progresivo mejoramiento de sí mismo. Consiste en entrar cada vez más en concordancia con los códigos naturales de la realidad, en alcanzar gradualmente una mayor capacidad de vivir,

una mejor percepción del mundo, de uno mismo y de los demás se­ res humanos. Pero sobre todo consiste en sentir cada vez más inten­ samente el buen sabor de la vida. Y ese proceso, lejos de causar sufrimiento, proporciona auténticas satisfacciones existenciales, au­ ténticas experiencias de felicidad. Así, la moral y la felicidad con­ figuran un hecho humano indisoluble; ninguna de las dos es posible sin la otra. Como ya se señaló, la mayoría de las personas que adoptan alguna creencia tránsfuga que implica una visión “sufriente” de la moral, son personas religiosas. Pero esa visión les oscurece la vida, porque instala en su mente una óptica del deber que tiene mucho de patológica: el deber de no experimentar satisfacciones ni alegrías, el deber de sufrir, porque sólo así podrán alcanzar en otro mundo el “premio” por sus sacrificios. Las induce a evitar casi sistemática­ mente todo lo que produce agrado, a no hacer nada que les pueda proporcionar momentos felices, porque están convencidas de que los momentos felices son un obstáculo para su “ascenso moral”, una especie de “pecado” que les impedirá recibir en la otra vida la re­ compensa de la felicidad. Y, aunque resulte asombroso, dicha con­ vicción llega a veces al extremo de convertirles en desagradables las sensaciones naturalmente satisfactorias y placenteras. Es tal su mie­ do al placer, que su mente se niega a registrarlo como tal. Esa falsa óptica hace que su conciencia esté dominada por el miedo al “juicio divino”, y a menudo por la amargura, la dureza de los sentimientos y el odio a la vida. Eso no es ascenso moral, sino un estado antinatura, incompatible con la auténtica religiosidad. La sana expectativa de otra vida mejor después de la muerte no excluye de ninguna manera la búsqueda de la felicidad en este mun­ do. Al contrario, la exige. Prácticamente todas las religiones nos di­ cen que el mejoramiento moral es la condición indispensable para alcanzar ese destino ultraterreno. Pero el mejoramiento moral no consiste en otra cosa que en aprender a ser feliz. Más adelante exa­ minaremos más a fondo esta identificación en gran medida ignorada entre la aventura ética y la aventura de la felicidad. Necesitamos recuperar el auténtico significado de la experien­ cia ética, eliminando de nuestra mente las falsas imágenes que nos han transmitido los modelos culturales que hoy imperan en Occi­

dente: el moralismo, la moral del deber y la moral del sufrimiento. La experiencia moral es un proceso transformador de la conciencia, que sólo se rige por los códigos naturales de la condición humana. Es la aventura de vivir cada vez mejor, de avanzar progresivamente hacia lo que más deseamos y esperamos de nuestro paso por este mundo.

7. LOS IDEALISMOS FALLIDOS. Hablamos en el tema anterior de Platón, cuya filosofía estable­ ce que el ser humano sólo puede encontrar la felicidad más allá de esta vida, en el Reino de las Ideas eternas, donde residen las esen­ cias puras e incorruptibles de todas las cosas. El término “idealismo” procede precisamente de la Teoría de las Ideas de Platón. Pero en la época moderna, la cultura popular le ha conferido un significado bastante distinto, que no se vincula ya con un reino ideal posterior a la muerte, sino con el manejo de las cosas de este mundo. El moderno significado popular del idealismo, precisamente por su carácter populista, es bastante impreciso. Designa una espe­ cie de actitud mental caracterizada por ciertos “ideales”, tales como la justicia social, la solidaridad, la honestidad, la autenticidad, la grandeza, la nobleza de los sentimientos, y otros semejantes. Indiscutiblemente, el idealismo constituye una visión superior de los asuntos humanos. Pero su examen crítico requiere, como siem­ pre, someterlo a “la prueba de la realidad”. En otras palabras, debe­ mos preguntarnos si el idealismo puede proporcionar por sí solo una experiencia más feliz de la vida. Enjuiciado así, desde la perspectiva de los hechos, el idealis­ mo se revela igualmente insuficiente para mejorar de verdad la vida humana. Casi todos los idealistas contemporáneos -salvo que ten­ gan otros anclajes existenciales, más sólidos y eficaces- son perso­ nas ilusas o frustradas, que sufren pasivamente a los que no tienen

ideales, o que se rebelan inútilmente contra ellos, o que, en casos extremos, se embarcan en aventuras revolucionarias que pretenden instaurar, por la vía de la violencia, el odio y la matanza, “un orden mejor en el mundo”. Por último, existen no pocos idealistas que se limitan a su mo­ delo mental, sin hacer nada para concretarlo en sus propios actos, ofreciendo así un extraño contraste entre los ideales que dicen sus­ tentar y la mediocridad de sus vidas. El problema de fondo de los idealismos es que se reducen a imaginar opciones superiores de lo humano, sin ofrecer ninguna clave operativa para hacerlos cristalizar en la vida real. Son por lo tanto quimeras sin destino, que tarde o temprano terminan en la decep­ ción y en la infelicidad. Una de las filosofías que más ha contribuido a la moderna di­ fusión del idealismo es la teoría de los valores de Max Scheler (18741928), a tal punto que muchos hablan hoy de “valores” como si fue­ ran algo natural, conocido y aceptado desde siempre por todo el mun­ do, sin saber que son un invento bastante reciente de la filosofía (precisamente de este pensador alemán), y un invento desprovisto de toda consistencia, incapaz de producir efectos reales en la vida. Según Max Scheler, en cuyo pensamiento hay una fuerte in­ fluencia de Kant, la conciencia humana está condicionada de mane­ ra innata (a priori) por los valores, que para él son una especie de “esencias ideales” a las que todos aspiramos. Sin embargo, esas esen­ cias son estructuras mentales puramente subjetivas; no existen en la realidad. Todos aspiramos idealmente a la verdad, al bien, a la fra­ ternidad de todos los hombres, a la nobleza y grandeza de la vida, a la felicidad. Pero esas aspiraciones, a las que tendemos de manera irresistible, son imposibles de cumplir en la vida real. En la teoría de Max Scheler, la vida humana es un trágico incumplimiento de lo que más anhelamos, pues sólo podemos alcanzarlo de manera tan precaria, que su resultado es más bien la pesadumbre que la felici­ dad. En rigor, la teoría de los valores es más desalentadora aún que el idealismo platónico. El platonismo, si bien negaba la felicidad en este mundo, proponía en cambio una grandiosa expectativa en el Reino de las Ideas eternas. Pero Max Scheller suprime dicha expec­ tativa y deja sólo los “valores”, que al final son puras ilusiones, im­ posibles de vivir de verdad por ningún ser humano.

Como suele ocurrir con las filosofías, la teoría de Max Scheller ha caído también en la deformación popular, que ha tomado de ella lo que resulta más cómodo de tomar: los valores al gusto y gana de cada cual, y sin ninguna responsabilidad. Hoy casi todo el mundo habla de “valores” y aún de “escalas de valores”, sin saber en abso­ luto de qué se tratan, y sin involucrar en ellos su propia vida. Pare­ cería que basta con tener algunos “valores propios”, sean cuales sean, para alcanzar una categoría humana superior, aunque los actos des­ mientan por completo tal “idealismo”. El relativismo ha hecho también aquí su propia cosecha, pues cada cual se siente con pleno derecho a darse a sí mismo los valores que le plazcan, a su propio arbitrio y sin ninguna conexión con las verdaderas articulaciones de la realidad. De esta manera, los valores modernos, que se han difundido profusamente en nuestra época, al punto de convertirse en una moda contemporánea más, son otro espejismo que parece servir para la vida, pero que no produce ningún efecto real en los seres humanos. En sus múltiples versiones actuales, el idealismo se ha consti­ tuido en un engañoso y estéril sucedáneo de la grandeza humana.

8. EL VIAJE A CIEGAS DEL ESOTERISMO. Abordar el examen crítico del esoterismo es entrar en un uni­ verso a primera vista completamente ajeno al de los modelos cultu­ rales. Pero nuestro recorrido lo exige, porque el esoterismo está propagándose de manera creciente en Occidente, a través de un pro­ gresivo incremento de escuelas, agrupaciones y maestros, y trans­ formándose así en otro paradigma cultural de nuestro hemisferio. Con toda probabilidad, la causa principal del auge esotérico en los países occidentales es la decepción provocada por los demás mo­ delos culturales. A los ojos de cada vez más personas, la opción eso­ térica aparece como algo sustancialmente distinto, dotado de una eficacia y un poder sobrenaturales, no sólo para mejorar la vida hu­

mana, sino más aún, para transfigurarla por completo, y proporcio­ nar experiencias mentales inimaginables, en las que resplandece la expectativa de la verdadera felicidad. Examinemos entonces cuánto hay de cierto en estas nuevas pro­ mesas que hoy circulan por Occidente. El término “esoterismo” proviene del vocablo griego esoterikos, que significa oculto, reservado, arcano. Ha sido designado también con otros nombres: ocultismo, ciencias ocultas, gnosis, gnosticis­ mo, que expresan igualmente su carácter secreto, inaccesible a los modos habituales de conocimiento. Aquí emplearemos indistinta­ mente cualquiera de esos términos, pues todos tienen el mismo sig­ nificado. Nacido en la antigüedad, el esoterismo ha permanecido vigen­ te hasta hoy, ramificado en diversos movimientos, sistemas, escue­ las y organizaciones. Entre las corrientes actuales más representati­ vas están el budismo Zen, el yoga, el Tao, el Kung Fu, el hermetis­ mo y la sofrología, todas las cuales se sustentan, cada una a su ma­ nera, en el principio esotérico esencial: “Todo es mente”. El esoterismo puede definirse como un sistema de conocimiento que permite al hombre acceder por sí mismo a planos secretos y cada vez más altos de la realidad, empleando para ello sólo sus pro­ pios recursos mentales. Es por lo tanto un proceso no religioso, ge­ nerado exclusivamente por las facultades de la mente humana. Una de las principales corrientes esotéricas es el hermetismo, cuyos adeptos afirman que no sólo es el más antiguo de los ocultismos, sino también la cuna de todos los demás. Su fundador habría sido Hermes Trismegistos (Tres Veces Grande), maestro del antiguo Egipto que habría vivido alrededor del año 2000 antes de Cristo, y cuyas enseñanzas fueron recogidas por sus discípulos en una especie de Biblia del movimiento: El Kybalión. El hermetismo se denomina a sí mismo “filosofía hermética”, con lo cual se desconecta de toda creencia y práctica religiosas, que considera ajenas a sus objetivos y métodos. Pero esa pretensión filo­ sófica carece de todo fundamento, pues la filosofía es un descifra­ miento personal de la realidad y de la vida, llevado a cabo por cada inteligencia individual, y la iniciación hermética rechaza el pensa­ miento racional y la reflexión del individuo. Es una vía dogmática, en la que tanto sus principios como su praxis son impartidos jerár­ quicamente por la autoridad inapelable de un maestro. Lo mismo

ocurre con todas las demás corrientes gnósticas. Según los voceros del ocultismo, el acceso esotérico no se ob­ tiene a través de la reflexión crítico-filosófica. Consiste esencial­ mente en una experiencia de iluminación, en una percepción directa de los secretos que subyacen bajo las apariencias de las cosas. Y esa iluminación no se alcanza pensando, sino abriendo la mente, va­ ciándola de todo conocimiento adquirido a través de procesos re­ flexivos y dejándola “en blanco”, para que los planos ocultos de la realidad puedan manifestarse por sí mismos. No se trata, por lo tan­ to, de un conocimiento conceptual, sino eminentemente sensorial (sensorialidad trascendente), alcanzado mediante estados de trance o éxtasis, en los que el iluminado “ve” y “toca” cosas que están fuera del alcance de sus sentidos habituales, gracias a la activación de facultades existentes en estado potencial en su cuerpo y en su espíritu. Casi todos los movimientos ocultistas poseen una doctrina que los define, un enunciado explícito de sus principios. Sin embargo, esa formulación teórica no constituye en sí la experiencia esotérica, sino sólo el umbral del proceso, un mapa previo y meramente referencial. La auténtica experiencia gnóstica es “el recorrido del territorio”, el viaje hacia “la verdadera realidad”, que es una aventu­ ra de sucesivos hallazgos, cada vez más altos y potentes. Y tales hallazgos redundan en la adquisición de crecientes poderes, físicos y mentales. Pero el estado de iluminación no se alcanza de cualquier mane­ ra. Requiere un método, una técnica, un proceso iniciático, arduo y lento, una gradual purificación corporal y psíquica a través de toda clase de ejercicios ascéticos, que van desde un riguroso sistema de alimentación hasta complejas prácticas de meditación trascenden­ tal. Tampoco es posible que cada individuo, salvo el caso de per­ sonas muy excepcionales, progrese por su propia cuenta en la expe­ riencia esotérica. Necesita ser dirigido por un “maestro”, y en la mayoría de los casos se le exige incorporarse a una comunidad de iniciados también sometida a la dirección de un “gurú”, que se su­ pone poseedor de las “claves” ocultas y al que se considera el único capaz de orientar acertadamente a los discípulos por la vía de la iluminación. De esta manera, el esoterismo, en todas sus variantes, es por lo general un sistema organizado en comunidades cerradas,

que mantienen en estricto secreto sus prácticas y métodos, y está regido por una casta de gurúes que exige obediencia absoluta y cu­ yas enseñanzas no admiten revisión crítica. La autoridad de un maestro ocultista no se discute, y tampoco se funda en “argumentos” que la demuestren. A menudo es heredada (por designación del maestro anterior), o bien se sustenta en sí mis­ ma, por reconocimiento colectivo de la respectiva hermandad esoté­ rica. En los últimos años ha proliferado en Occidente un gran núme­ ro de grupos y movimientos que se autodenominan esotéricos, pero que en su mayoría son versiones más o menos desfiguradas del ge­ nuino ocultismo, pues están dirigidos por “maestros” que se autoproclaman como tales sin poseer el auténtico conocimiento y expe­ riencia gnósticos, y cuyo principal objetivo es lucrar a costa de sus discípulos o “clientes”, o ejercer algún dominio sobre sus mentes y sus vidas. Además, casi todos esos grupos, precisamente por sus pro­ pósitos mercantiles, son abiertamente proselitistas, contrariamente al carácter cerrado y rigurosamente selectivo del esoterismo “puro”, y están formados en buena medida por gente un tanto diletante, que ingresa en la experiencia esotérica “para ver de qué se trata”, pero sin ninguna intención de comprometer en ello su vida entera, como lo exige el verdadero ocultismo. En resumen, se trata de simulacros, a veces muy bien montados, pero que carecen de la rigurosidad pro­ pia de la praxis gnóstica, que se basa en una exigente ascesis, física y mental. Como ya lo señalé, la multiplicación de tales grupos en nuestro hemisferio tiene por causa principal el creciente desencanto de mu­ chos occidentales ante la sistemática abolición de las instancias me­ tafísicas y sobrenaturales llevada a cabo por el modelo positivistamaterialista de progreso impulsado por la ciencia y la tecnología, y que ha terminado por constituirse en el dinamismo rector de la civi­ lización contemporánea. Pero esa necesidad de experiencias metafí­ sicas se ha convertido en un mercado idóneo para toda clase de aven­ tureros y falsos “iluminados” (aunque algunos creen que lo son), que profitan de ella de mil maneras, defraudando tarde o temprano las expectativas de sus discípulos de alcanzar la “vía de salvación”. Además, dados sus propósitos mercantilistas, casi todos ofrecen ver­ siones “fáciles” de la iniciación esotérica, consistentes en ciertas prácticas que según ellos proporcionan rápidamente experiencias de

“trance” o “catarsis” transfiguradoras de la vida, pero que a menudo no pasan de ser estados artificiales y transitorios de histeria o autohipnosis, individual o colectiva, capaces de provocar impredecibles trastornos psíquicos. Y cuando tales trastornos se producen, los mismos gurúes que los provocaron son los primeros en eludir su responsabilidad y en abandonar a las víctimas a su suerte, pretextan­ do que ellas mismas fueron responsables de lo que les sucedió, pues no quisieron cortar todos los vínculos que las encadenaban a su an­ tigua condición y entregarse por completo a la acción “regeneradora” de la praxis gnóstica. ¿Cuál es la diferencia esencial que existe entre el esoterismo y la filosofía? El pensamiento filosófico somete la realidad a observación crí­ tica, empleando la lógica natural de la inteligencia, para descifrar sus componentes, atributos, dinamismos, leyes, orígenes, causas, fi­ nes, etc. Es eminentemente un proceso de reflexión personal, que si bien puede alimentarse de la reflexión de otros, hace de cada filóso­ fo el único responsable de sus descubrimientos y conclusiones, sin que exista ninguna autoridad superior a la cual haya de someter su pensamiento. En consecuencia, la filosofía es autónoma y autosuficiente. El conocimiento esotérico, según lo afirman sus propios ini­ ciados, no es crítico ni reflexivo, sino sobre todo experiencial y sen­ sorial. Consiste en el contacto directo con el rostro oculto de las cosas, con sus cualidades y energías secretas, con sus sabores metafísicos, con sus poderes y voltajes, y en la transfiguración de la men­ te a través de esas experiencias. Pero es un conocimiento depen­ diente, siempre sometido a la autoridad de un gurú, y la posibilidad de un discípulo de emanciparse de esa tutela o de convertirse a su vez en maestro es extraordinariamente remota. Implica así, en casi todos los casos, entregarse atado de pies y manos a la voluntad y designios de otro ser humano, que no ofrece ninguna garantía abso­ luta de que cumplirá honesta y cabalmente su función de conductor de mentes ajenas. Aún más, el esoterismo, pese a reconocer la existencia del bien y del mal, no proporciona ninguna orientación moral concreta a sus iniciados. Su único pronunciamiento al respecto es declarar que los

accesos que proporciona, como asimismo los poderes que otorga, pueden ser usados para fines buenos o malos, pero sin establecer ningún criterio concreto que permita discernir la moralidad de la inmoralidad en la complejísima trama de las acciones humanas. Esa imprecisión queda a la vista en los comentarios hechos por los tres autores de una edición actual de El Kybalión, que se presentan a sí mismos como “iniciados en el conocimiento hermético”. Advierten allí sobre los peligros de usar mal los poderes ocultos, pero ni si­ quiera insinúan que el hermetismo esté regido por claves éticas orientadoras de las conductas de sus iniciados, es decir, por una au­ téntica ciencia moral. He aquí esos comentarios: “El ocultista emplea la palabra “espíritu” en el sentido de “prin­ cipio animador”, que lleva consigo la idea de poder, de energía vi­ viente, de fuerza mística, etc. Pero el ocultismo sabe muy bien que el poder espiritual puede ser empleado con fines buenos o malos (de acuerdo con el Principio de Polaridad). Por esta razón el conoci­ miento de esos planos ha sido mantenido en el mayor secreto, en el Santuario de los Santuarios de todas las fraternidades esotéricas y órdenes ocultas. Pero los que han alcanzado grandes poderes espiri­ tuales y los han empleado mal se han creado un destino terrible, y la oscilación del péndulo del Ritmo los ha llevado inevitablemente al otro extremo de la existencia material, desde cuyo punto tendrán que hacer nuevamente el mismo camino, a lo largo de las múltiples espirales del Sendero. Y siempre tendrán como castigo el recuerdo vibrante de las cumbres de donde cayeron debido a su mal obrar ” De esta manera, la experiencia esotérica y los poderes que pue­ den adquirirse a través de ella no ofrecen por sí mismos garantía alguna respecto a la conducta de los iniciados. Esa inconsistencia moral es una puerta abierta a cualquier perversión, y también a cual­ quier aventura de dominio de otros seres humanos, como ocurrió con el nazismo, cuya inhumana ideología se inspiró en principios netamente ocultistas. Por otra parte, si bien las prácticas gnósticas pueden provocar maravillosos estados de conciencia, también pueden generar visio­ nes pavorosas, similares a ciertos horrores percibidos mediante el consumo de algunos alucinógenos. Eso demuestra que también esos territorios parasensoriales están habitados por los dos polos antagó­ nicos que se disputan todas las acciones humanas: el bien y el mal. Sólo una sólida filosofía moral, fundada en los constitutivos metafí-

sicos de la naturaleza humana, puede asegurar una praxis esotérica beneficiosa. Así, también el esoterismo necesita de la filosofía, pues no puede alcanzar por sí mismo las articulaciones éticas que se re­ quieren para discernir cuáles de sus opciones son verdaderamente humanas y cuáles pueden conducir a extravíos conductuales o a pa­ tologías psíquicas desintegradoras de la personalidad. Los peligros de la experiencia esotérica Hemos visto que todo sistema esotérico se sustenta en premisas que deben ser aceptadas por sus iniciados como dogmas que no ad­ miten la indagación reflexiva y crítica, es decir, la búsqueda perso­ nal de la verdad. Son así sistemas exógenos a la conciencia indivi­ dual. Esa es la razón por la que muchos neófitos, cuando ingresan en la vía ocultista, experimentan la sensación de ser “confiscados” por una red hermética y enrarecida de creencias y prácticas, dentro de la cual no logran respirar normalmente, ni pensar ni vivir por sí mismos. En último término, sienten que su propia identidad está en peligro, amenazada de extinción; que a medida que avancen en la experiencia iniciática su propio yo puede quedar “borrado”, absor­ bido por un corpus colectivo que, por mucho que se les presente como un plano “superior”, no deja de mostrar intenciones de poder y dominio que lo asemejan siniestramente a los totalitarismos ideo­ lógicos. El peligro totalitario de las prácticas ocultistas no reside tanto en las experiencias que proporcionan, que en algunos casos pueden ser efectivamente transformadoras de la vida humana, sino en sus gurúes, en los maestros que se erigen por sí mismos en “conducto­ res” de los iniciados, y que a menudo cierran el acceso a la genuina praxis esotérica, reemplazándola por un culto a su personalidad. Esa deformación egolátrica llevada a cabo por el guruismo es mucho más frecuente de lo que pueda creerse, sobre todo en Occidente, donde lo que más abunda son los gurúes fraudulentos, y está descri­ ta dramáticamente por Morris Berman en los siguientes pasajes de su libro El reencantamiento del mundo: “¿Cuáles son los problemas del esoterismo? El mayor de ellos es la transferencia, la devoción ciega que se establece hacia el gurú

o maestro, y que inevitablemente acompaña a la experiencia susci­ tada “cuando alguien nos capta la mente y nos la lanza a volar.” “Como lo sugiere la frase “despertar al éxtasis”, la vida del discípulo queda irrevocablemente alterada. Siente que ha surgido por primera vez de la oscuridad, que ahora está verdaderamente cons­ ciente (como en la parábola platónica de la caverna), y advierte cuán errada y limitada era su “conciencia” anterior. Entonces todos sus sentimientos personales tienden a focalizarse en el maestro, que en adelante es visto como el padre magnánimo que hizo posible la libe­ ración. Todos hemos conocido personas que están constantemente citando a su terapeuta, pero el guruismo directo es muchísimo peor: es la adulación más ciega, el polo opuesto de la libertad. Lo que comenzó como una liberación termina como un culto; la vida del creyente ya no le pertenece. La palabra del gurú es su ley.” “¿Y cuál es la palabra del gurú? ¿Qué es lo que realmente está enseñando? Por lo general, enseña precisamente que su palabra es ley. Bastaría que el proceso terminara en la adulación del maestro, y que eso fuera todo. Pero el verdadero problema es que el gurú, espe­ cialmente en una sociedad manipuladora como la nuestra, tiene una agenda escondida bajo la manga, y muchas veces su interés más profundo es el poder, incluso por encima del dinero. De modo que el discípulo se desprograma, se deshace del aprendizaje adquirido a través del establishment cultural, se asoma a la realidad última, y antes que cante el gallo, como dice Michael Rossman, “recibe una completa estructura prefabricada, en reemplazo de la anterior.” Pero, agrega Rossman, hay una gran diferencia entre venerar el misterio revelado y venerar al revelador y a su tinglado. Con el gurú va siem­ pre aparejado un metacurriculum, que es definitivamente totalitano.

“Si el peligro de la iniciación esotérica es el de la transferen­ cia, no debería sorprendernos la impresionante colonización mental que está siendo puesta en práctica por numerosos cultos de derecha, especialmente en los Estados Unidos. En su libro sobre la televi­ sión, el ex ejecutivo de publicidad Jerry Mander ha hecho un exce­ lente trabajo al explicar este proceso refiriéndose a la organización de Werner Erhard denominada Est. El enfoque de Est incluye mu­ chas de las técnicas clásicas del Zen y del yoga, pero les aseguro que el resultado no es la liberación, sino un enjambre de robots. Los seguidores de Est tienden a vestirse y a hablar de la misma manera,

y a usar una jerga con notables reminiscencias del holismo batesoniano (“mente”, “contexto”, “programación”, etc.). Toda su conver­ sación gira en torno a “responsabilizarse por uno mismo”, pero mues­ tran un aura tenebrosamente parecida a la de Erhard, al punto que la prensa californiana se refiere a ellos como “parquímetros parlan­ tes”. “El fenómeno del Est -escribe Rossman- nos ha brindado el espectáculo de gente relativamente inteligente entregando sus men­ tes en masa.” Y ese abandono de las facultades críticas por parte de sus adeptos le ha permitido a Erhard expandir significativamente su base de operaciones. Ahora su empresa incluye trucos de relaciones públicas tales como un fraudulento “proyecto del hambre”, y el nom­ bramiento del propio Erhard como profesor de “contexto” (¡!) en la “Universidad de la Vida Holística de Antioquía”. Desde el punto de vista político, lo que enseña es pura carroña, por ejemplo, que las víctimas siempre escogen su propio destino (como si los niños bom­ bardeados con napalm en Vietnam hubieran sido responsables de su desgracia), pero no es eso lo que interesa aquí. La verdadera causa de preocupación es que pese a la proliferación de los gurúes en nuestro país —Erhard, el Reverendo Moon (Iglesia de la Unificación), Ron Hubbard (Iglesia de la Cientología), y los demás teleevangelizadoresno hemos visto aún al último de estos falsos mesías, y tarde o tem­ prano alguno de ellos, con apoyo gubernamental, podría prender co­ mo un fenómeno de masas.” El caso de Est mencionado por Berman como ejemplo típico del falso esoterismo es similar al de muchos otros que se están dan­ do en diversos países de América y Europa. Aventuras esotéricas que terminan en el arrasamiento colectivo de las personalidades y en el culto patológico a sus respectivos gurúes, en vez de los “es­ plendores” que esperan encontrar los incautos que se embarcan en ellas. En síntesis, el esoterismo puede ser una opción válida para al­ canzar la felicidad. Pero no es posible saberlo de antemano; hay que ingresar personalmente en esa experiencia. Y en Occidente lo que menos se encuentra es la auténtica experiencia ocultista. Está plaga­ da de falsificaciones, que en vez de la “iluminación” que prometen provocan decepciones peores que las causadas por los otros mode­

los culturales, o quebrantamientos psíquicos de los que cuesta mu­ cho recuperarse. Incluso el ingreso verdadero no es nada fácil. Requiere cum­ plir duras exigencias, que involucran la vida entera. Y también im­ plica hacer el viaje con los ojos cerrados, renunciando a la propia inteligencia y confiando exclusivamente en la autoridad dogmática de un gurú, que es el único conductor de ese itinerario. Si la travesía esotérica logra sortear todos esos obstáculos, qui­ zás permita encontrar la felicidad.

9. LA RELIGION ADULTERADA. Sin lugar a dudas, el examen de los modelos religiosos es el más delicado de abordar. Porque las religiones se definen a sí mis­ mas no como sistemas culturales creados por el hombre, sino como revelaciones de origen divino, de modo que la revisión crítica de sus contenidos dogmáticos exigiría abordamientos que rebasan por com­ pleto los objetivos de este libro. Pero no examinaremos aquí los dogmas de los credos religio­ sos, ni tampoco si son o no son verdaderas revelaciones hechas por Dios a la humanidad. Nos abocaremos a lo que puede ser verificado y evaluado más directamente por la reflexión crítica: sus efectos en las conciencias, su idoneidad para proporcionar experiencias más felices de la vida. Concentraremos nuestro análisis en el cristianismo, que es la religión más difundida en Occidente. Sin embargo, el esclarecimiento que de aquí logremos obtener será aplicable en gran medida al resto de las religiones, puesto que todas son esencialmente programas del espíritu, de lo que el hombre necesita y debe hacer para vivir mejor, para ser más feliz. El objetivo de la felicidad es excepcionalmente potente en el cristianismo. El propio Cristo definió su mensaje como una Buena Nueva, es decir, como la mejor “noticia” que podía ser comunicada

por Dios al género humano. ¿En qué consiste esa noticia? En que la venida del Hijo de Dios a este mundo y su voluntaria muerte en la cruz han redimido a la humanidad y han abierto a todos los hombres las puertas del Reino de los Cielos, de una felicidad completa y eter­ na. Según fue definido por Cristo mismo, ese Reino es un “tesoro escondido”, el mayor que el hombre pueda desear e imaginar. Y San Pablo, en su Epístola a los Romanos, traza una imagen quizás no superada de esa expectativa sobrenatural: “Os aseguro que ningún ojo vio, ningún oído oyó y ninguna mente imaginó lo que Dios tiene preparado para los que lo aman.” Pero Cristo dice que el Reino de los Cielos no sólo se alcanza después de la muerte, sino que empieza en este mundo, pues ya en esta vida proporciona un anticipo de la felicidad eterna. Esa prome­ sa de felicidad terrena de los creyentes está expresada de numerosas formas en el Nuevo Testamento: “He venido para que tengan vida, y la tengan en abundancia.” “Nadie podrá quitaros vuestra alegría.” (Palabras de Cristo en el Evan­ gelio de San Juan). “Paz en la tierra a los hombres de buena voluntad.” (Canto de los ángeles cuando llegaron los tres Reyes Magos a saludar a Cristo recién nacido en el establo de Belén). “Estad siempre alegres.” (Epístola de San Pablo a los Filipenses). Más aún, en el Sermón de la Montaña, Cristo declaró bienaven­ turados a los pobres de espíritu, a los misericordiosos, a los pacifi­ cadores, a los limpios de corazón. Eso equivale a decir que quienes incorporen a su conciencia esas cualidades del espíritu paladearán incluso en esta vida una forma superior de felicidad, no alcanzable por el solo esfuerzo humano sino obsequiada directamente por Dios. Para lograr esa transformación del espíritu hay que “nacer por segunda vez”, entrar en un proceso en el que, según la expresión de San Pablo, el “hombre viejo” va siendo sustituido progresivamente por el “hombre nuevo”, regenerado a imagen y semejanza de Cristo. En síntesis, el cristianismo es, de punta a cabo, una extraordi­ naria invitación a la alegría de vivir. Pero esa alegría sólo pueden paladearla los que lo viven integralmente, los “renacidos según el Espíritu”. Parecería entonces que la felicidad prometida por Cristo no es

demostrable con argumentos racionales, que sólo puede comprobar­ se viviendo cabalmente la aventura de ser cristiano. Sin embargo, no es exactamente así, pues un acertado examen filosófico del Evange­ lio permite descubrir en su programa ético una extraordinaria con­ cordancia con los códigos naturales de la felicidad. En realidad, lo que hace el cristianismo es elevar la condición natural del hombre a un grado más alto todavía, a un nivel sobrenatural. Pero así como la felicidad natural exige vivir en concordancia con sus códigos propios, así la felicidad cristiana exige una total concordancia con los suyos. Si eso no ocurre, simplemente no pue­ de experimentarse. Ahora bien, el cristianismo, como todas las religiones, se ha encarnado en instituciones visibles, en “iglesias” que constituyen sistemas organizados, dirigidos y administrados por ciertas autori­ dades. Esas autoridades ejercen diversas funciones, de las cuales una de las más relevantes es difundir en el mundo la revelación de Cristo y enseñar a los creyentes el genuino sentido de dicha revelación, incluido el sentido de sus claves morales. Esa difusión y esa enseñanza son lo que podemos someter a nuestra revisión crítica, porque ambas constituyen el manejo hu­ mano y visible de la religión cristiana. ¿Qué nos revela el examen de los manejos humanos del cristia­ nismo? Que su auténtico sentido ha sido a menudo manipulado e incluso distorsionado por los mismos que han asumido la función de transmitirlo. Y esas versiones adulteradas han llegado a veces a pre­ dominar sobre la versión genuina, transformándose en erróneos sus­ titutos del cristianismo auténtico. Quiero hacer en este momento una aclaración fundamental, ba­ sada en un extenso estudio personal de la trayectoria del cristianis­ mo a través de toda su historia. El genuino cristianismo no ha altera­ do nunca su corpus dogmático esencial, ni tampoco su teología mo­ ral. Existe en ambos planos una línea de continuidad que se ha man­ tenido intacta, desde sus orígenes hasta el presente. Pero la transmi­ sión del dogma y de la ética cristiana a la masa de los creyentes ha sido sustituida no pocas veces por versiones espurias, elaboradas y enseñadas por representantes ineptos, o francamente afectados por visiones no cristianas de la realidad y de la vida. Y esas adulteracio­ nes han generado en un buen número de creyentes las mismas visio­ nes falsas, y peor aún, la deserción de muchos otros que, habiéndolas

recibido como versiones “oficiales” de su fe, han concluido que el cristianismo es un invento puramente humano, pues no responde a sus expectativas de lo que debe ser una religión de origen sobrenatu­ ral. No entraré aquí en la secular y hasta ahora no resuelta polémi­ ca acerca de cuál es la verdadera institucionalidad cristiana: el cato­ licismo, el protestantismo, la Iglesia ortodoxa, etc. No es un asunto que pueda ser tratado en este libro. El objeto de este análisis es otro: señalar cómo la potencia original del cristianismo ha quedado con­ vertida de diversas maneras en una sombra de sí misma, por obra de muchos de los que han asumido la misión de transmitirlo a los seres humanos. Creo que la mejor manera de dejar en descubierto esas adulte­ raciones es recurrir a ciertas palabras del propio Cristo, con las cua­ les señaló a sus apóstoles, y a todos que los que en el futuro habla­ rían en su nombre, en qué consiste esencialmente la Buena Nueva que deben anunciar a la humanidad. Esas palabras se reducen a dos metáforas: “Vosotros sois la sal de la tierra.” “Vosotros sois la luz del mundo.” ¿Qué significan estas metáforas? Que el cristianismo, por su propia esencia, es una energía transfiguradora del espíritu, que da un mejor sabor a todas las experiencias humanas, como la sal da sabor a todos los alimentos, y al mismo tiempo, una nueva visión que alumbra toda la realidad, para dar un más alto significado a todo lo que existe en este mundo. Pues bien, ese carácter transfigurado!* del cristianismo -ser sal de la tierra y luz del mundo—es lo que menos encontramos en las actuales versiones de la religiosidad cristiana transmitidas por sus representantes oficiales. Empezando por el catolicismo, lo que más encontramos es una prédica eclesiástica impregnada de rutina ver­ bal y ramplonería mental, de fórmulas, citas y lugares comunes apren­ didos de memoria como letra muerta, que en vez de conmocionar las inteligencias y hacer resplandecer las mejores expectativas de la vida, provocan el aburrimiento y el fastidio de los pocos que se resignan a soportarla, y la evasión de la mayoría de los creyentes, que no quie­ ren saber más de ese discurso banal y monocorde, repetido hasta el infinito. Y en las iglesias protestantes encontramos más o menos lo mismo, pero además condimentado con toda clase de histrionismos teatrales, y con un frenesí verbal que descarga sobre los asistentes al

culto andanadas de citas bíblicas y encendidas incitaciones a la eu­ foria y aún a la histeria colectiva, como si fueran conjuros mágicos que tuvieran por sí solos el poder de transformar las conciencias. Lo que quiero decir es que en la enseñanza corriente del cris­ tianismo, a través de prédicas, sermones, catecismos, manuales, y últimamente a través de programas radiales y televisivos, no encon­ tramos casi nunca reflexiones inteligentes y profundas sobre los enig­ mas de la realidad y sobre los misterios de la vida. Lo que encontra­ mos en cambio es un interminable desfile de simplismos que hacen concluir a muchos que la revelación cristiana es sólo un amasijo de fruslerías religiosas, fabricado para consumo de los incautos o de los tontos. Esa palabrería pastoral es completamente ajena al mensaje de Cristo. Basta leer los Evangelios para comprobarlo. Las palabras de Cristo son relámpagos que traspasan de arriba a abajo las concien­ cias, que hacen pedazos los espejismos culturales y mentales y que levantan inmensas expectativas para nuestra vida. Son palabras a veces enigmáticas, a veces inauditas, a veces paradójicas. Pero to­ das están traspasadas de inteligencia, de una excepcional clarividen­ cia sobre los más arduos asuntos humanos. Ese carácter fulgurante de su mensaje ha naufragado miserablemente en boca de muchos de los que hoy se han arrogado la función de comunicarlo al mundo. Por fortuna, no todo ha sido desfigurado en el proceso de difu­ sión del cristianismo. Existe un pensamiento cristiano realmente in­ teligente, que recoge el mensaje de Cristo en toda su grandeza, y lo proyecta hacia todos los interrogantes y dilemas de la condición hu­ mana. Ese pensamiento está en las obras de los grandes teólogos, como San Agustín y Santo Tomás de Aquino; en los testimonios de místicos como Santa Teresa, San Juan de la Cruz, Thomas Merton, Anthony de Mello; en los ensayos de pensadores como Romano Guardini, Theilhard de Chardin, Joseph Folliet, Jacques Maritain; en Jas obras literarias de notables escritores como León Bloy, Fedor Dostoievsky, Pieter van der Mersch, Paul Claudel, Graham Greene, Francois Mauriac, Gilbert K. Chesterton, Giovanni Papini, C.S. Lewis, John Tolkien. Y estos nombres son sólo algunos de los que han contribuido a esclarecer el auténtico carácter de la revelación cristiana, a demostrar con extraordinaria lucidez que el cristianismo es en verdad “la sal de la tierra y la luz del mundo”. Pero, inexplicablemente, ese pensamiento no es casi nunca men­

cionado por los representantes “oficiales” del cristianismo, los que se han hecho cargo de transmitirlo a la masa de los creyentes. O bien lo ignoran por completo, o, si lo conocen, consideran que es dema­ siado difícil para las personas “comunes y corrientes”. Y continúan impartiendo a la masa cristiana las versiones que ellos consideran “fáciles”, tan fáciles que rayan en el infantilismo, y que han termi­ nado por ser grotescas desfiguraciones de la revelación de Cristo. Probablemente muchos de ellos están animados por la “buena inten­ ción” de poner el cristianismo al alcance de las “mentes sencillas”, pero lo hacen de manera tan torpe que sus intentos equivalen algo así como a encender velas de sebo en reemplazo del sol. Algo análogo ha pasado con la ética cristiana: en lugar de ex­ plicarse como un proceso de transfiguración de la conciencia y de la vida, ha quedado convertida en un catálogo de “mandamientos” va­ cíos de significado humano, marcados por una abismante ignoran­ cia de las articulaciones profundas de la experiencia moral. El primer libro de la Biblia, el Génesis, dice que Dios creó al hombre a su imagen y semejanza. Pero muchos “agentes” del cris­ tianismo han invertido por completo ese designio divino: han hecho a Dios a semejanza del hombre, a semejanza de sí mismos. Evidentemente, hay en nuestro tiempo verdaderos cristianos, muchos más de los que pueda pensarse. Pero, salvo escasas excep­ ciones, no están a la vista de la mayoría de los creyentes; parecen estar sepultados bajo la hojarasca que constituye la fachada visible de las iglesias actuales. Proclamarse o considerarse cristiano sin conocer a fondo las articulaciones teológicas y morales del cristianismo, y sin vivir en concordancia con ellas, es ser cualquier cosa, menos un auténtico creyente. El cristianismo nominal, el cristianismo a medias y el cris­ tianismo de la ignorancia son las adulteraciones más frecuentes de la religiosidad cristiana contemporánea. El cristianismo se proclama a sí mismo como la alternativa don­ de el deseo de ser feliz puede encontrar su mejor cumplimiento. Sin embargo, ni siquiera en su versión original -la que está contenida en el Nuevo Testamento- encontramos un cabal desciframiento de las articulaciones que rigen la felicidad humana. Lo que ocurre es que la revelación cristiana proporciona claves

morales genéricas, más o menos uniformes para todos los creyen­ tes. De esta manera, por su mismo carácter genérico, dichas claves no alumbran por sí solas el complejo y múltiple laberinto de ca-da vida individual. La urdimbre de la vida es distinta para cada ser hu­ mano, y está compuesta por la suma acumulada de sus propias expe­ riencias y por la concreta trama de circunstancias en que se desarro­ lla su existencia. Es allí y en ninguna otra parte donde se juega de verdad la aventura moral, la aventura de ser feliz. La revelación cristiana promete la felicidad, pero no dice con­ cretamente cómo cada ser humano puede conquistarla. No explica los procesos mentales que determinan la calidad y el sabor de las sensaciones. No aborda explícitamente los factores subjetivos de la felicidad, tales como los estados de ánimo, los sentimientos, las emo­ ciones, los gustos y aficiones, las experiencias del sexo y del amor. No entrega criterios orientadores exactos sobre la elección de un estilo de vida, de una profesión o actividad, ni sobre el quehacer concreto de la vida cotidiana. Por último, tampoco discierne lo que podríamos llamar los condicionantes masculinos y femeninos de la experiencia moral. Por lo tanto, la ética cristiana necesita de la filosofía, que es precisamente la averiguación de las articulaciones naturales de la realidad y de la vida humana. A tal punto le es necesaria, que el cato-licismo ha acogido plenamente el esclarecimiento filosófico de sus dogmas y de sus claves morales. Esa asociación entre la fe y la razón ha dado origen a la teología, que no es otra cosa que el desci­ framiento de la fe por la inteligencia natural del hombre. El más grande de los teólogos católicos, Tomás de Aquino, es al mismo tiempo el más alto pensador filosófico del cristianismo. En su monumental obra teológica, la filosofía cumple una función excepcional: ensamblar los misterios sobrenaturales con los códigos metafísicos del orden natural. En consecuencia, quienes se consideren cristianos y quieran encontrar en su fe verdaderas claves de felicidad, necesitan acudir no sólo a la revelación original, sino también a la teología dogmáti­ ca y a la teología moral, pues sólo ahí podrán encontrar el descifra­ miento definitivo de lo que significa esa revelación para la vida real de cada creyente. Las desfiguraciones humanas del cristianismo no son sólo fal­ sos modelos religiosos. Son también modelos falsos de la vida, puesto

que el mensaje de Cristo tiene por objetivo esencial mejorar la vida humana. Adulterarlo es, por lo tanto, adulterar la vida, y la naturale­ za misma de la felicidad.

10. LA EMBES CONTRA EL ESTABLISHMENT. Desde hace unos treinta a cuarenta años estamos asistiendo a la propagación de un fenómeno social que parecería constituir la antítesis de los modelos culturales, porque está animado por la con­ signa de abolir todos los paradigmas existentes y se define a sí mis­ mo como una rebelión total contra lo establecido. Dicha rebelión ha prendido en los adolescentes y en la juventud de ambos sexos, dan­ do origen a una nueva categoría humana, que pretende hacerse car­ go del futuro imponiendo códigos de vida hasta hoy desconocidos, pero cuya exacta naturaleza es una incógnita incluso para los mis­ mos que los proclaman. Es la rebelión del llamado Poder Joven. Esta embestida contra el establishment se ha propagado espe­ cialmente en Occidente, y ya empieza a despuntar en otras áreas del mundo. Desde luego, hay muchos jóvenes y adolescentes que no participan en ella, o que deambulan por sus líneas fronterizas, pero otro número considerable la ha adoptado como modelo de sus vidas, y todo parece indicar que los adeptos aumentan día a día. El proceso tuvo sus comienzos con los beatniks norteamerica­ nos, y adquirió carácter masivo con el advenimiento de los hippies y su “revolución de las flores”. Hoy se encuentra fragmentado en un tumulto caótico de tendencias y corrientes, en el que se mezclan y confunden toda clase de rebeldes: drogadictos, alcohólicos, raperos, punks, fanáticos del heavy metal y de la música tekno, adictos a los juegos electrónicos y computarizados, a las discoteques “deliran­ tes”, al sexo “a todo dar”, etc., etc. Y en medida cada vez más in­ quietante, está derivando hacia el vandalismo y la criminalidad.

El antiestablishment no es exclusivamente generacional, sino también transicional. Los rebeldes de hace dos, tres o cuatro déca­ das son hoy adultos, y esa transición sigue ocurriendo año tras año. Tenemos así que una buena parte de nuestra población adulta está formada por gente que en su adolescencia y juventud se alineó con los bandos rebeldes. ¿Qué pasa ahora con ellos? Algunos parecen haberse adaptado más o menos satisfactoriamente al orden estable­ cido. Otros se debaten en un estado de perplejidad o de estupor neu­ rótico, sin saber cómo conciliar los imperativos del establishment con las consignas de la rebeldía. Otros intentan continuar siendo como fueron, pero las exigencias económicas del sistema ya no los “perdonan”, como sucedía cuando eran adolescentes, y se ven obli­ gados a optar entre ganarse la vida según las normas vigentes, o ejercer alguna actividad rentable -por ejemplo, “artística”- que se encuadre dentro de sus códigos rebeldes (con lo cual se someten a las normas del mercado, de las que tanto abominan), o convertirse en parásitos del sistema, u obtener sus medios de subsistencia al margen de la ley. Pero en cualquiera de esos casos, el paso implaca­ ble de la edad los va desplazando del mundo joven del que formaban parte, y convirtiéndolos en residuos marginales sin “domicilio” so­ cial, rechazados incluso por las nuevas generaciones. El cuadro es suficientemente conocido como para abundar en datos o estadísticas. Lo que interesa aquí, como lo hemos hecho con los otros modelos culturales, es examinar los efectos humanos que está provocando, y los que puede provocar en adelante. Empecemos por los adultos que en su adolescencia y juventud se enmarcaron más o menos dentro del “orden establecido”. En este sector, las reacciones lógicas son de alarma, zozobra e impotencia. Muchos de ellos se preguntan angustiados qué irá a resultar de esta “embestida” que amenaza trastocar todas las bases de la sociedad, y sobre todo qué futuro les aguarda a sus hijos. Los que de una u otra manera están a cargo de conducir, con­ trolar y orientar la marcha de la sociedad -gobernantes, legislado­ res, jueces, educadores, sociólogos, terapeutas mentales, etc.—dis­ curren, aplican o recomiendan, según el caso, toda clase de medidas para revertir el fenómeno, o bien reducirlo estadísticamente, o al menos impedir su expansión. Hasta ahora esas medidas no han dado resultado; todo indica que la marea emancipadora sigue en aumen­ to, adquiriendo cada día nuevas variantes.

Creo sin embargo que la mayoría de los que tratan de poner “remedio” a la rebelión están más preocupados de atacar sus sínto­ mas que de averiguar las causas de fondo que la generaron y la si­ guen generando. Si no se detectan y se modifican esas causas, será imposible hacer nada que produzca resultados reales. Reconozco que el problema de la rebelión juvenil es tremenda­ mente complejo, y que toda óptica simplista al respecto es por com­ pleto inoperante. Pero al mismo tiempo, creo que existe un hilo con­ ductor que permite descifrarlo, y a partir de ese desciframiento em­ pezar a atisbar las verdaderas soluciones. A mi entender, la punta de la hebra está en preguntarse cuál es el verdadero significado de esta revolución que está haciendo tambalear el sistema de vida de Occi­ dente, y cuyas consecuencias en las próximas décadas son por com­ pleto inimaginables. Creo no equivocarme al afirmar que el origen último del fenó­ meno no es otra cosa que una avidez tan grande de felicidad, que ha roto todas las barreras, porque no ha sido satisfecha por ninguno de los modelos que hoy imperan en Occidente. Por primera vez en la historia, asistimos a un intento masivo de derrocar las estructuras culturales que rigen los pensamientos, las conductas, los sentimien­ tos, emociones y sensaciones humanas, y a un proyecto informe pero incontenible de buscar la felicidad en experiencias hasta hace poco impensables. La búsqueda está ahora abierta a lo que venga, no re­ conoce límites, y se caracteriza por un desprecio sistemático al pa­ sado -sobre todo a los “viejos”-, por la insolencia convertida en código uniforme de conducta, por el odio a toda autoridad, por el deseo de probarlo todo, con tal de que resulte nuevo y excitante. Lo que subyace bajo ese antagonismo radical es una avidez patológica de libertad, de hacer lo que a uno se le antoje, porque eso es vivir de verdad. Sin embargo, una vez más, los resultados de la rebelión han defraudado sus promesas y expectativas. Lo que menos encontra­ mos en estos nuevos escenarios son seres humanos más felices. En­ contramos en cambio muchachos de ambos sexos afectados por toda clase de trastornos emocionales, e incluso por severas neurosis o por diversas formas de paranoia y esquizofrenia. Más aún, su pretendida libertad se ha hecho humo, transformándose en una servil obedien­ cia a los formatos del antiestablishment promulgados por sus nume­ rosos “gurúes”. (Siempre hay gurúes que definen y controlan los

movimientos de masas). Han dado la espalda a los modelos de lo establecido para caer en otro aún más condicionante, que les dicta despóticamente lo que deben pensar, sentir y hacer para continuar siendo “rebeldes”. Las vestimentas, las jergas, los tatuajes, las acti­ tudes, los gustos, los lugares a donde ir, los modos de experimentar la vida, en fin, todo su repertorio existencial ha quedado sometido a una nueva ideología totalitaria, en la que la propia identidad ha vuelto a ser borrada para dar paso a un colectivismo peor que los anterio­ res, porque ahora está marcado por una tremenda devastación psico­ lógica. Las miradas vacías, el sonambulismo, el fervor idolátrico con que se rinde culto a los ídolos de turno, el arrasamiento de toda indi­ vidualidad por los formatos colectivos, el frenesí robótico de los bai­ les, la degradación y la atrofia del lenguaje, el vandalismo porque sí, la pasmosa incapacidad de reaccionar ante las propias catástrofes orgánicas y psíquicas provocadas por la droga y el alcohol, y sobre todo el rechazo patológico a todo diagnóstico que intente mostrarles la insania en que han desembocado sus vidas, son signos de un que­ brantamiento humano a escala masiva, nunca antes conocido en Oc­ cidente. Así, esta búsqueda generacional de la felicidad está provocan­ do quiebres mentales y existenciales inéditos, que ponen en jaque a todas las terapéuticas disponibles. Todos los andamiajes culturales que hoy sostienen a Occidente están haciendo agua ante la embesti­ da masiva de esta ciega “libertad” que no sabe qué hacer consigo misma. Mientras no seamos capaces de ofrecer a estos nuevos rebel­ des opciones mejores y más potentes que las de su rebelión, en las que puedan encontrar experiencias que empiecen a satisfacer real­ mente la tremenda avidez de vivir que subyace bajo todas sus extra­ viadas búsquedas, creo que poco o nada podemos esperar La óptica de la felicidad es lo único que puede conducir a las nuevas generaciones a modos de vida más humanos. Si eso llega a lograrse, seguramente se tratará de modos de vida nunca antes vis­ tos en nuestra civilización. Pero esos nuevos modos de vivir enfren­ tarán a su vez el desafío de ensamblarse con los procesos científicos y tecnológicos que la misma civilización occidental ha puesto en marcha. ¿Podrán los jóvenes de hoy, los adultos del futuro inmedia­ to, llevar a cabo esta doble hazaña: hacer más humanas sus vidas, y al mismo tiempo más humana la marcha del progreso, ese dinamis­ mo irreversible detonado por la ciencia y la tecnología?

Mientras tanto, ¿qué posibilidad real existe de reorientar la re­ belión adolescente y juvenil hacia verdaderas experiencias de felici­ dad? Las posibilidades siempre existen, pero a mi juicio requieren nuevos líderes de opinión, dotados de visiones de la vida realmente mejores y de un excepcional carisma, capaces de provocar fuertes impactos en los macroescenarios del mundo joven. Esos líderes no están por ahora a la vista. Existe también la alternativa de actuar a nivel grupal, convo­ cando a ciertos sectores adolescentes y juveniles a actividades que les permitan vislumbrar opciones más positivas para sí mismos. Pero tales convocatorias, para que dieran resultado, tendrían que estar emancipadas de todo modelo cultural erróneo, proponer experien­ cias realmente enriquecedoras de la personalidad, y estar a cargo de personas igualmente emancipadas y con un alto grado de liderazgo personal. La última opción es actuar a nivel individual, cosa también nada fácil. Sacar a un muchacho o una muchacha de los formatos, hábitos y ambientes humanos que según su creencia constituyen el “verda­ dero mundo”, es una tarea para la cual muy pocos están capacitados. Y además, ¿para ofrecerle qué? ¿Reincorporarse a los falsos mode­ los que provocaron su rebelión, precisamente porque no respondían a los verdaderos anhelos humanos? Habría que aplicar una terapia excepcional (aún ignorada) para tener éxito en ese intento, porque si no es así, o resultará un intento fallido, o provocará daños psicológi­ cos peores que los causados por la rebelión. En definitiva, los adultos que quieran “salvar” a los rebeldes, deben empezar por aprender a ser felices ellos mismos. Sólo así po­ drán ofrecerles una opción más potente que la del antiestablishment, sólo así lograrán ejercer sobre ellos una influencia eficazmente restauradora.

CONCLUSION Este examen crítico de los paradigmas culturales que hoy pre­ dominan en Occidente ha sido necesariamente sintético. Es mucho más lo que puede investigarse al respecto; cada uno de ellos podría ocupar un libro entero de análisis y reflexiones. Pero creo que este recorrido nos ha permitido arribar a una evidencia incuestionable: todos los modelos elaborados por las culturas, sea cual sea su natu­ raleza, son artificios que en mayor o menor grado desconectan a los seres humanos de la realidad y les impiden vivir de verdad, como cada uno lo anhela en el recinto más secreto de su conciencia. La creencia en el destino, el pragmatismo hedonista, el cienti­ ficismo tecnológico, el relativismo, las ideologías, los falsos paradigmas morales, los idealismos, el esoterismo fraudulento, las adulteraciones de la religiosidad y la rebelión juvenil contra el esta­ blishment son los diez iconos mayores levantados por la cultura oc­ cidental contemporánea como faros orientadores de nuestro viaje por este mundo. Son todos “luces ciegas”, que en lugar de alumbrar la vida la ofuscan, haciéndola desembocar en callejones sin salida. Pero al margen de los modelos culturales, también nosotros podemos, por nuestra propia cuenta, fabricarnos interpretaciones falsas de la realidad, de la vida y de nosotros mismos. Las posibili­ dades en este sentido son ilimitadas, porque se nutren de la inagota­ ble versatilidad de la imaginación humana, como asimismo de la innumerable multiplicidad de circunstancias que pesan sobre cada vida individual. Al fn de cuentas, sea cual sea su origen, cultural o automental, todo modelo erróneo es un obstáculo para emprender la aventura mayor de la vida, la aventura de la felicidad. ¿Podemos librarnos de estos iconos que parecen configurar nuestra verdadera identidad, la esencia misma de lo que somos? Y si nos libramos de ellos, ¿con qué nos quedaremos? ¿Con las incógni­ tas de lo desconocido? ¿O con otras expectativas aún más irreales, más trastrocadoras de la vida? Uno de los miedos más atávicos del ser humano es el miedo al cambio de sí mismo, el miedo a la metamorfosis, porque cree que

lo que resultará del cambio será peor que el estado actual en que se encuentra. Pero la metamorfosis es una ley natural de todos los seres vivientes; es la ley del ascenso de la vida a planos superiores de sí misma. Es el proceso de la semilla que la conduce a ser árbol; el proceso del óvulo que se transforma en organismo biológico; el proceso de la crisálida que termina en el vuelo multicolor de la ma­ riposa. Esos cambios son milagros que la vida obra por sí misma, y en los que el miedo no tiene cabida alguna, porque en ellos no inter­ viene la conciencia. Pero nosotros tenemos conciencia, y los cam­ bios más trascendentales de nuestra existencia tenemos que llevar­ los a cabo por nosotros mismos, porque son transformaciones de­ pendientes de nuestra libertad. El viaje hacia la felicidad es la mayor de las metamorfosis hu­ manas. Al mismo tiempo, es una apuesta a lo desconocido. Pero está articulado por una prodigiosa metodología, compuesta de breves pa­ sos, uno después del otro. Y cada tramo permite verificar sus resul­ tados. Así, no necesitamos jugarnos al todo o nada. Sólo necesita­ mos intentar nuevas experiencias, y ver qué pasa con ellas. Si fun­ cionan, podemos seguir adelante; si no, podemos enmendar el rum­ bo. Ese dinamismo de ensayo, verificación y corrección es el secre­ to operativo del proceso. Y está al alcance de todos. Entremos entonces en ese itinerario, y veamos si responde o no a lo que esperamos y deseamos de la vida.

CAPITULO CUATRO LA APERTURA DE LA CONCIENCIA Empezaré este capítulo transcribiendo un pasaje del libro ¿Quién puede hacer que amanezca?, de Anthony de Mello (*). Es éste un libro compuesto por una serie de parábolas en las que un Maestro, personaje simbólico dotado de una excepcional clarividen­ cia, va revelando desde muchos puntos de vista los misterios de la vida a sus discípulos y a diversos visitantes que acuden a él para plantearle sus conflictos e interrogantes existenciales. Una de esas parábolas contiene la clave básica de nuestra bús­ queda: “Aunque era el día de silencio del Maestro, un visitante le rogó que le diera un consejo que pudiera orientarlo a lo largo de toda su vida. El Maestro asintió afablemente, tomó una hoja de papel y es­ cribió en ella una sola palabra: “Conciencia”. El visitante quedó perplejo. -Eso es demasiado breve- dijo-. ¿No podrías ser un poco más explícito? El Maestro tomó de nuevo el papel, y escribió: “Conciencia, conciencia, conciencia.” -Pero ¿qué significan esas palabras?- preguntó el otro, sin sa­ lir de su estupor. El Maestro volvió a coger el papel, y escribió: “Conciencia, conciencia, conciencia, significa CONCIENCIA ” (*) Anthony de Mello (1931-1987). Autor de obras filosóficas y de espirituali­ dad. Además del libro aquí mencionado, escribió, entre otros, El canto del pája­ ro, El manantial, Autoliberación interior. Romper el ídolo y Aguilas doradas.

Tenemos aquí el punto de partida de todo nuestro desciframien­ to: la apertura de la conciencia. De eso depende todo lo demás. Ahora bien, tal como le ocurrió al visitante del Maestro, segu­ ramente esas solas palabras -apertura de la conciencia- nos resulta­ rán oscuras e insuficientes. Tratemos entonces de esclarecer su sig­ nificado, y veamos después qué efectos produce ese cambio mental en nuestra vida, y cómo podemos lograrlo. Abrir la conciencia es interpelar directamente a la reali­ dad, para que sea la realidad misma la que nos enseñe a vivir. Muchos de nosotros suponemos que eso es lo que hemos he­ cho siempre, que lo que hemos aprendido acerca del mundo y de los hechos humanos ha sido extraído de la realidad, y que por lo tanto es suficientemente objetivo y confiable. Desde luego, hay muchas co­ sas que ignoramos, pero lo que “sabemos” lo damos por cierto y se­ guro. Sin embargo, ya hemos visto que lo que más abunda en nues­ tra época son creencias equivocadas implantadas por los modelos culturales, o elaboradas por nosotros mismos a través de erróneas interpretaciones de nuestras experiencias. Y eso no es todo: habi­ tualmente, tenemos la mente ocupada por toda clase de deseos ema­ nados de esas mismas creencias, y por una interminable rumia sobre nuestro pasado, presente y futuro. Así, las señales de la realidad no pueden entrar, porque no encuentran lugar alguno para ellas en ese tráfago incesante de imágenes, deseos, cavilaciones y diagnósticos puramente subjetivos que dan vuelta una y otra vez en nuestro pen­ samiento. La apertura de la conciencia se inicia cuando nos damos cuenta de que gran parte de lo que circula por nuestra mente es hojarasca inservible, y acudimos directamente a la realidad, para que ella mis­ ma nos diga cuánto hay de verdadero y cuánto de falso en ese tumul­ to interno, y empiece a introducirnos en el auténtico aprendizaje de la vida. Sólo la realidad puede enseñarnos a vivir. Porque la vida hu­ mana no es un hecho autónomo ni autosuficiente. Es un proceso de la realidad. Y todos los procesos de la realidad están regidos por leyes invisibles, que los ensamblan unos con otros en una trama interactiva de causas y efectos. Así, todo lo que anhelamos obtener de la vida está condicionado por ese metabolismo oculto que gobier­ na todo lo que existe y todo lo que sucede en el mundo, Los códigos de la realidad configuran un orden natural, arti­

culado por una lógica propia, prodigiosamente coherente. Y aunque se esconden bajo las múltiples apariencias de las cosas, están pron­ tos a manifestarse a nuestra inteligencia, en la medida en que los indaguemos de verdad. La física y la química han constatado que todos los fenómenos de la materia están sometidos a leyes asombrosamente estables, que funcionan con inalterable regularidad. Y la biología ha verificado leyes análogas en los fenómenos de la vida orgánica, incluidos los que tienen lugar en el más complejo de los organismos biológicos: el cuerpo humano. Esas verificaciones científicas nos muestran que la realidad es absolutamente responsable de sí misma. Nunca actúa contra su propia lógica, nunca se equivoca, nunca engaña. En consecuencia, cada vez que confiamos en las leyes de lo real, estamos apostando a la mejor alternativa, a la única verdaderamente segura. Las leyes naturales que rigen la vida humana son tanto somáticas como psíquicas. Pero no operan de manera automática, como lo ha­ cen los sistemas biológicos de las plantas y los animales, sino a tra­ vés de nuestra libertad, porque entre todos los seres vivos de este mundo somos los únicos que estamos dotados de libre albedrío. En virtud de ese privilegio, podemos actuar al margen o en contra de nuestros códigos vitales. Y eso es lo que hacemos casi siempre, por­ que hemos sido moldeados por una cultura que los ignora por com­ pleto -la cultura de la modernidad- y que nos ha transmitido esa ignorancia, con lo cual nos ha desconectado de la lógica de la reali­ dad y de nuestra propia naturaleza. Lejos de ser nuestros enemigos, los códigos de la realidad son nuestros únicos aliados verdaderos, nuestra única posibilidad de al­ canzar un destino plenamente humano. Pero son también inflexi­ bles: si los transgredimos, nos sancionan inexorablemente con algu­ na forma de fracaso e infelicidad. Por el contrario, si los obedece­ mos, empiezan a entregarnos las auténticas conquistas y satisfaccio­ nes de la vida. Todo está entonces en descubrir los códigos naturales que ri­ gen nuestros procesos somáticos y mentales, como asimismo nues­ tra relación con el mundo, y actuar en concordancia con ellos. Y para descubrirlos es indispensable la apertura de la conciencia.

Pero la apertura a lo real no se produce de cualquier manera. Está condicionada por ciertos requisitos, cuyo cumplimiento depen­ de de nosotros mismos. La primera condición es la avidez de vivir, de obtener de la vida mucho más de lo que hemos obtenido hasta ahora. Si no tenemos esa avidez, esa especie de “voracidad” existencial, no in­ tentaremos el contacto directo con la realidad, que es el primer paso en nuestra búsqueda, o desistiremos del intento apenas constatemos que nuestros propios hábitos mentales se resisten a entrar o a avan­ zar en ese proceso. La búsqueda de la felicidad no es para los que no están dispuestos a romper sus rutinas psicológicas, ni para los que se contentan con poco, ni para los que sólo aspiran a “vivir sin problemas”. (En realidad, no es posible “contentarse” con poco, y los que pretenden vivir “sin problemas” comprueban que los proble­ mas son consustanciales a la vida humana). Es una aventura reserva­ da para los inconformistas, para los que no aceptan vivir a medias, para los que vislumbran que el verdadero destino humano es un via­ je sin límites hacia expectativas también ilimitadas, y que nada vale la pena si uno no está en camino hacia esos horizontes. En último término, la búsqueda de la felicidad, que se inicia con la apertura de la conciencia a lo real, pone a prueba el verdade­ ro amor a sí mismo. Requiere amar tanto la propia vida, valorarla en tan alto grado, que se está dispuesto a hacer todo lo que ella mis­ ma pide para ser más plena, más humana, más digna de vivirse. El segundo requisito es una decisión inquebrantable de descu­ brir las claves reales de la felicidad, sean cuales sean, aunque a pri­ mera vista no correspondan a las expectativas que nos hayamos he­ cho acerca de ellas. Eso tampoco es fácil, porque exige hacer un acto extraordinario de fe natural: creer que la felicidad es lo mejor que a uno le puede suceder. Aunque parezca asombroso, ese acto de fe es lo que más les cuesta a muchas personas que dicen o creen estar dispuestas a emprender la búsqueda. La última condición es dejar provisoriamente fuera del proce­ so todos nuestros deseos concretos, pues algunos de ellos pueden ser sólo espejismos, y atender al único deseo que nunca se equivoca y nunca nos engaña: el deseo de ser feliz. Esta condición es quizás la más crucial, porque los deseos con­ cretos son a menudo el mayor obstáculo para descifrar la realidad y la vida, el origen de casi todos los errores y ficciones de la inteligen­

cia humana. Los deseos humanos no están gobernados por la inteligencia, sino por otra facultad esencial de la mente: la voluntad. La voluntad es el centro de mando consciente desde el cual decidimos lo que ha­ cemos y lo que no hacemos con ellos en nuestra vida. Los deseos son impulsos que nos incitan a actuar, pero no se convierten en actos si no son aprobados y puestos en ejecución por la voluntad. Si nues­ tra voluntad les da "vía libre", nos ponemos en movimiento para cumplirlos. Si nuestra voluntad los "veta", quedan detenidos, sin po­ der pasar al plano de la acción. Sin embargo, el veto de la voluntad a los deseos suele ser mucho menos frecuente que la vía libre; así, ca­ si siempre actuamos cediendo al impulso espontáneo de lo que de­ seamos. Pero la voluntad no sólo gobierna los deseos. Gobierna tam­ bién la inteligencia, y de manera mucho más férrea, con un poder casi despótico. La inteligencia no puede pensar si no se lo manda la voluntad. Pensar no es divagar, no es revolver recuerdos, no es generar o mez­ clar imágenes mentales, ni urdir fantasías sobre experiencias que nos gustaría vivir. Eso lo hacemos a menudo involuntariamente; los recuerdos, las imágenes y las fantasías suelen acudir por sí solos a nuestra conciencia, y se pasean erráticamente por ella, incluso con­ tra nuestra voluntad. Pensar es otra cosa. Es reflexionar, analizar, sopesar, evaluar, someter a revisión crítica los asuntos de la realidad y de la vida, para atrapar sus significados y descubrir opciones que nos permitan vivir mejor, o solucionar nuestros problemas y con­ flictos existenciales. La inteligencia, por su propia naturaleza, está hecha para acometer esa tarea. Pero para hacerlo debe ser activada por la voluntad, recibir de ella el "impulso" que requiere para poner­ se en movimiento. Y a menudo ni siquiera basta ese impulso inicial, pues casi todos nosotros hemos desarrollado y adquirido hábitos contrarios al auténtico pensamiento, que mantienen en un estado de "modorra operativa" a nuestra inteligencia, y que la inducen a justi­ ficar su inacción inventándose toda clase de pretextos, tales como "es muy cansador", "es demasiado difícil”, "más vale no complicar­ se la vida", o "no se saca nada con elucubraciones que no conducen a ninguna parte". Sólo mediante un vigoroso y sostenido mandato de la voluntad podemos romper la inercia de esos hábitos, desechar sus falsos argumentos y abocarnos a la tarea de pensar de verdad.

Ahora bien, cuando nos embarcamos finalmente en ese proce­ so, aparece un segundo poder de la voluntad: el poder de controlar a la inteligencia, permitiéndole ciertos rumbos de pensamiento y pro­ hibiéndole otros. Si la voluntad le manda "No pienses en eso",-o "Deja de considerar esto otro", o "No sigas por ahí", la inteligencia obedece, se abstiene de examinar lo que le ha sido prohibido, y se limita al "área" que le ha sido autorizada por la voluntad. Esa dinámica interna de "autorizaciones y prohibiciones" está al servicio de los deseos que la voluntad ha aceptado y convertido en decisiones de vida. Si dichas decisiones se traspasan a la inteligen­ cia, ésta se ve obligada a actuar de acuerdo con tales mandatos. La inteligencia está hecha para la verdad, y cuando opera sin interferencias no se engaña a sí misma. Pero cuando la voluntad la fuerza a rechazar ciertos datos de la realidad, no puede cumplir su función natural. Y la realidad, a su vez, no puede hablar: queda si­ lenciada por esas órdenes voluntariosas, que impiden al pensamien­ to acoger "sin cortes" sus señales y significados. Aunque no nos demos cuenta conscientemente, todos noso­ tros ejercemos a veces ese poder de veto de la voluntad: le prohibi­ mos a nuestra inteligencia que piense en lo que no nos gusta, en lo que creemos que no nos conviene, en lo que puede herir nuestro orgullo y autoestima, o que se embarque en algún análisis del que puede resultar algo que nos parece será “perjudicial” para nuestras aspiraciones y proyectos. Y si resolvemos examinar mentalmente alguna situación en la que están juego factores que afectan en alto grado nuestra vida, o que pueden alterar alguna de nuestras más “fir­ mes” convicciones, vamos descartando casi por instinto los he­ chos y reflexiones que se oponen a la conclusión a la que de ante­ mano hemos resuelto llegar. Vamos así manipulando nuestro pen­ samiento, de mil sutiles maneras, casi sin advertir que en vez de pensar estamos obligando a los hechos a calzar con nuestros deseos, es decir, con nuestra voluntad. Cada cual podrá comprobar por sí mismo ese poder prohibitivo de la voluntad sobre la inteligencia. Invito a cada lector a examinar a fondo la manera en que está manejando su propia vida, o a revisar críticamente sus creencias fundamentales, las que originan de ma­ nera más determinante sus actos y su modo de vivir. Probablemente irá constatando poco a poco cómo su voluntad empieza a “hacerse cargo” del proceso, autorizando ciertos cursos de pensamiento y pro­

hibiendo otros. Entonces empezará a entender que el problema no está en su inteligencia, sino en sus deseos, en lo que quiere su volun­ tad. Algo parecido ocurre con la mayoría de las discusiones y deba­ tes, en los que por lo general no se llega a esclarecimiento alguno. La razón de ese impasse es que ninguno de los participantes quiere encontrar verdad alguna: lo que quiere cada cual es imponer a toda costa su propias opiniones y creencias, y a menudo demostrar que “sabe más” que sus opositores, o que es “más inteligente” que ellos. De esta manera, como el objetivo no es descubrir nada, sino “ga­ nar”, el debate se transforma en un estéril diálogo de sordos contra sordos. Esa es la causa oculta de casi todos los errores humanos. No son errores de la inteligencia; son evasiones de la realidad impuestas por la voluntad. Es extraordinariamente revelador lo que narra la Biblia sobre el canto de los ángeles cuando saludaron a Cristo recién nacido en el establo de Belén. Las palabras de ese canto fueron: “Paz en la tierra a los hombres de buena voluntad”. No fueron “a los hombres de buena inteligencia”. Hay ahí una señal inequívoca de que la aventu­ ra de vivir se juega en último término en la voluntad humana, no en la inteligencia. Cuando la voluntad quiere realmente la verdad, la inteligencia piensa bien, porque está hecha para encontrarla. La apertura de la conciencia es lo mismo que la honestidad de la voluntad. La voluntad honesta no elude la verdad, le da "luz ver­ de" al pensamiento, y entonces el pensamiento hace lo suyo, con notable eficacia. Hablamos en el capítulo primero de la desconcertante hetero­ geneidad de sistemas y teorías divergentes entre sí que ha tenido lugar en la historia del pensamiento filosófico, y de la extraña pro­ pensión de muchos pensadores a desconectarse de la vida real. La explicación última de este fenómeno está en que muchos filósofos no piensan sólo con su inteligencia, sino también con sus deseos. Y esos deseos, que son casi siempre una urdimbre artificial fabricada por ellos mismos, ofuscan su inteligencia, induciéndolos a ver en la realidad sólo lo que quieren ver. De esta manera, su búsqueda que­ da abortada, porque el pensamiento, en lugar de actuar libremente por sí mismo, se ha puesto a las órdenes de la voluntad. El poder de mando de la voluntad sobre la inteligencia es la

clave que permite entender el carácter arbitrario, incongruente, y a veces irreal de muchas teorías filosóficas. Esa interferencia les pasa a muchos pensadores inadvertida, de modo que creen estar pensan­ do de verdad, cuando lo que están haciendo es interpretar la realidad según sus propios cánones mentales, compuestos de deseos y creen­ cias adquiridas. Así, en vez de hacer filosofía, lo que están haciendo es proyectar su personalidad “fabricada” sobre los asuntos de la rea­ lidad. Si uno rastrea el pensamiento filosófico desde esa perspectiva, descubrirá un nexo directo entre la “personalidad autoelaborada” de muchos filósofos y sus teorías explicativas del mundo y de los he­ chos humanos. Schopenhauer tuvo una infancia solitaria y sin amor, que le generó un severo estado depresivo en su edad adulta. Y enton­ ces elaboró una teoría completa del pesimismo. Nietzsche tenía una constitución física y mental sumamente enfermiza, y la compensó con una avidez patológica de grandezas sobrehumanas, cuyo resul­ tado fue su filosofía del Superhombre. Kant medía apenas un metro cincuenta, y era también enclenque y de mala salud. ¿Hasta qué punto no fue esa desmedrada condición la que lo convirtió en un hombre metódico hasta la morbosidad, incapaz de paladear las satisfaccio­ nes de la vida? ¿Hasta qué punto no fue esa incapacidad la que lo indujo a elaborar su ética del deber, y a declarar inmoral la búsqueda de la felicidad? El estudio de la personalidad de Newton revela que su visión mecanicista y matemática del universo fue en gran medida un modo de aliviar su angustia ante la imposibilidad de conocer su propia identidad y su propio lugar en el mundo (angustia confesada por él mismo en algunos de sus escritos). Un universo sin enigmas metafí­ sicos, completamente ordenado por leyes numéricas perfectamente comprensibles por la inteligencia, fue quizás un poderoso “tranqui­ lizante” para su conciencia atormentada por esa incertidumbre. Si seguimos indagando el nexo causal entre personalidad y fi­ losofía, lo encontraremos en muchos otros casos. Un pensador ávi­ do de experiencias sensoriales tenderá a elaborar una filosofía hedonista, centrada en el placer de los sentidos. Un pensador que ha deja­ do atrofiarse sus emociones y sentimientos, tenderá a elaborar una filosofía puramente conceptual, analítica y lógica (como tal vez fue el caso de Descartes). Un misántropo tenderá a elaborar una filoso­ fía de la soledad y la incomunicación humanas, hasta llegar quizás a

una especie de nihilismo. Y así hasta el infinito. De esta manera, sin dejar fuera de la búsqueda los deseos arbi­ trarios y la personalidad errónea que uno se ha construido por su propia cuenta, el desciframiento del mundo, de la vida y de la felici­ dad se hace literalmente imposible. Pero los falsos deseos y la falsa personalidad no son tan sóli­ dos como parecen. Por debajo de esa estructura ficticia está la ver­ dadera identidad natural, que habla con voces más poderosas. La apertura de la conciencia consiste entonces en empezar a escuchar esas voces, y convertirlas en el hilo conductor de la propia vida. Hay todavía un último obstáculo a la apertura de la conciencia, que en el fondo se deriva de los que ya hemos mencionado. Se trata del reduccionismo. El reduccionismo es una óptica mental que toma de la realidad sólo uno o algunos de sus aspectos, dejando fuera todos los demás. Es decir, reduce la realidad al tamaño de las creencias que uno mismo se ha formado acerca de ella. Es por lo tanto una mutila­ ción del conocimiento. Un ejemplo nos permitirá percibir más exactamente en qué con­ siste el reduccionismo, anomalía mental que puede darse en cual­ quier ámbito del pensamiento humano. Recurramos nuevamente al ejemplo utilizado en el capítulo so­ bre la ciencia y la tecnología: el de un cuadro puntillista. Suponga­ mos que se lo mostramos a diversas personas, cada una condiciona­ da por una “óptica” distinta, a saber: 1) Un físico positivista. 2) Un técnico experto en pinturas y pigmentos. 3) Un científico especializado en la teoría de la luz. 4) Un especialista en estética del arte. 5) Un auténtico artista. Supongamos luego que les hacemos a todos la misma pregun­ ta: “¿Qué tenemos aquí?” Si cada uno analiza el cuadro exclusivamente desde su óptica profesional, las respuestas serán aproximadamente las siguientes: 1) El físico positivista dirá: “Esto es sólo una suma de puntos.” 2) El experto en pinturas dirá: “Esto es nada más que una com­ binación de pigmentos, lograda a través de tales y tales sustancias químicas.” 3) El especialista en teoría de la luz dirá: “Esto es una comple­

ja combinación de ondas electromagnéticas, de tales y tales longitu­ des de onda específicas.” 4) El teórico del arte dirá: “Esto es un grafismo, una represen­ tación plástica, articulada mediante tal composición del espacio y del color.” 5) Finalmente, el artista dirá que el cuadro es una obra de arte, en la que el pintor logró plasmar un significado que trasciende todos sus elementos constitutivos, es decir, una revelación de sen­ tido. Cada una de esas percepciones habrá registrado algo que exis­ te en el cuadro. Pero cualquiera de ellas que pretenda que ese “algo” es lo único, que no hay allí nada más, será una visión reduccionista. Con todo, la visión más acertada será la última, la del artista, porque el verdadero sentido del cuadro es su finalidad -ser una obra de arte-, y todos los demás factores que lo constituyen son sólo medios empleados para lograr ese objetivo esencial. El reduccionismo mental consiste entonces en percibir sólo un plano o un fragmento de la realidad, y convertirlo en un ab­ soluto, descartando todos los demás. La tentación reduccionista se da en todos los planos del cono­ cimiento, y por supuesto en el conocimiento del ser humano. Es re­ duccionismo creer que el hombre es sólo materia. Es reduccionismo creer que la única actividad de la inteligencia son las ideas lógicas y matemáticas (en eso consiste el racionalismo cartesiano). Es reduc­ cionismo creer que la clave de la felicidad está exclusivamente en los bienes pragmáticos, en la salud, en el éxito, en el autocontrol, en el amor romántico, o en cualquier otra cosa “única” que excluya to­ dos los demás componentes de la vida. En definitiva, todos los modelos culturales son reduccionistas. Y la cultura occidental contemporánea, aunque está compuesta de muchos modelos, es en conjunto un macromodelo reduccionista del mundo y del hombre. Y ese macromodelo genera un férreo condicionamiento psíquico, que hoy bloquea de muchas maneras a la mayor parte de la gente de Occidente, desanimándola de empren­ der la búsqueda filosófica, que es esencia un diálogo directo con la realidad. La única forma de romper ese bloqueo es someter sus paradigmas y sus parámetros a un lúcido examen crítico. Sólo así podremos desenmascarar la falsedad de sus postulados, percibir hasta qué punto atrofian nuestras capacidades vitales, y alcanzar la libera­

ción que requiere la conciencia para entrar de lleno en la aventura de pensar y de hacernos cargo de nuestro futuro. La apertura de la conciencia implica liberarse también de todo reduccionismo. Es una actitud mental dispuesta a registrarlo y exa­ minarlo todo, porque se sustenta en la certidumbre de que todo lo que existe en el mundo tiene significados humanos y todo sirve para la vida. No se trata sin embargo de tratar de “meterse el mundo entero en la cabeza”, al modo racionalista, porque eso es imposible, y tal intento puede provocar un completo colapso mental. La realidad es un misterio interminable, que rebasa todos los alcances de nuestra inteligencia. Se trata de estar atento a sus señales, de “dejarla ha­ blar”, para que vaya revelando poco a poco sus secretos, según nuestra propia capacidad perceptiva. Eso genera una verdadera salud men­ tal, un estado de expectación que equivale al regreso a la conciencia mágica de la infancia. La diferencia entre la actitud racionalista y la conciencia mági­ ca fue lúcidamente señalada por el gran escritor inglés Gilbert K. Chesterton, en su libro Ortodoxia: “La poesía es saludable, porque flota holgadamente sobre un mar infinito. La razón, en cambio, trata de cruzar ese mar, y al inten­ tarlo lo hace finito. El resultado es el agotamiento mental. Aceptarlo todo es un ejercicio, y robustece. Entenderlo todo es una coerción, y fatiga. El poeta busca la exaltación de todas las cosas, la expansión de su personalidad sobre el mundo. Sólo aspira a tocar el cielo con su frente. Pero el lógico se empeña en meterse el cielo en la cabeza, hasta que la cabeza le estalla.” Al hablar de poesía, Chesterton está hablando de la conciencia mágica de la realidad. Y al hablar de razón, está hablando del racio­ nalismo cartesiano, que es una desfiguración de la inteligencia, por­ que pretende entender toda la realidad mediante conceptos puramente lógicos y matemáticos. La apertura de la conciencia es esencialmente mágica. Consis­ te en acoger y recibir, no en atiborrarse de conceptos y especulacio­ nes puramente intelectuales, que cansan y enferman a la inteligen­ cia. Recibir no cansa, ni deteriora la salud mental. Es nutrirse de realidad, es crecer hacia todas las dimensiones de la vida.

Transcribiré por último otro pasaje del libro ¿Quiénpuede ha­ cer que amanezca?, de Anthony de Mello, en el que está señalado cuál es el obstáculo que se opone más tenazmente a la apertura de la conciencia: “El Maestro no dejaba de restregar un ladrillo contra el suelo de la habitación en que estaba sentado uno de sus discípulos, entre­ gado a la meditación. Al principio, el discípulo creyó que el Maestro trataba de po­ ner a prueba su capacidad de concentración. Pero cuando el ruido se hizo insoportable, estalló: -¿Qué diablos estás haciendo? ¿No ves que estoy meditando? —Estoy puliendo este ladrillo para hacer un espejo- replicó el Maestro. -¿Acaso te has vuelto loco? ¿Cómo vas a hacer un espejo de un ladrillo? -E l que se ha vuelto loco eres tú- respondió el Maestro-. ¿Cómo pretendes meditar usando tu propio ego?” En efecto, el ego es un “ladrillo” que pretende ser “espejo” de la realidad. Es nuestro falso yo, armado por nosotros mismos a base de creencias y deseos irreales. La única manera de desalojarlo de nuestra mente, para que aparezca nuestra verdadera identidad, es la apertura de la conciencia. La apertura de la conciencia es un poder. Un poder misterioso, capaz de franquearnos el acceso a insospechadas experiencias, a in­ sospechadas regiones de la mente y de la realidad. Y ese poder está a nuestro alcance, esperando que creamos en su existencia y lo pon­ gamos en acción.

CAPITULO CINCO LO QUE PODEMOS SER Esta es entonces la tarea mayor de nuestra inteligencia: descu­ brir los códigos metafísicos que rigen el funcionamiento del mundo y de la vida humana, extrayéndolos directamente de la realidad. Como ya hemos visto, esos códigos no pueden ser detectados por ningún procedimiento científico, porque la ciencia moderna se ha encerrado a sí misma en la metodología mecanicista y matemáti­ ca heredada de Descartes y Galileo, que sólo sirve para averiguar los comportamientos mecánico-numéricos de la materia. Así la urdim­ bre metafísica de la realidad, que no es mecánica ni numérica, se ha convertido en un territorio supracientífico, que sólo puede ser abor­ dado por la filosofía. Pero hemos visto también que la filosofía occidental, al cabo de dos mil quinientos años de trayectoria histórica, ha terminado ofreciendo el más desconcertante de los espectáculos: el de una to­ rre de Babel erizada de fórmulas y sistemas contradictorios, que co­ lisionan unos con otros. ¿Cómo podemos entonces averiguar, en ese magma heterogéneo y casi caótico, cuáles indagaciones filosóficas han logrado atrapar de verdad los códigos metafísicos del mundo y de la vida humana? Esa averiguación es posible, pero de ninguna manera fácil, y puede resultar en extremo ardua y fatigosa para quienes traten de hacerla por cuenta propia. Requiere revisar una por una todas las teorías filosóficas que se han formulado hasta el presente, y no sólo comprender con toda exactitud sus respectivos planteamientos, sino además reflexionarlos críticamente, y por último verificarlos a la luz de las propias experiencias de la vida. En otras palabras, requie­ re hacer una evaluación completa de veinticinco siglos de pensa­ miento filosófico. Estimo que son pocas las personas dispuestas a

emprender una tarea tan larga y compleja; la mayoría rechazarán de partida hasta la sola idea de intentarla. Ante esta desalentadora perspectiva, quiero proponer al lector un camino de atajo: evitarse ese trabajoso escrutinio, o dejarlo pen­ diente, como una exploración quizás abordable en el futuro, y tomar contacto con una sola filosofía, la que a mi juicio ha logrado descu­ brir mejor que todas las restantes los códigos metafísicos de la reali­ dad. Me refiero a la filosofía de Aristóteles. No hago esta proposición a la ligera. Creo haber recorrido en suficiente medida ese laberíntico escenario que llamamos pensamien­ to filosófico, y haberlo examinado con la necesaria objetividad críti­ ca, sobre todo desde el punto de vista que considero el más válido de todos: el de los requerimientos esenciales de la vida humana. Al fi­ nal, como les ha ocurrido a muchos otros que han hurgado en los anversos y reversos de la filosofía de Occidente, me he quedado con Aristóteles, porque he comprobado que su filosofía es la que res­ ponde más satisfactoriamente a los interrogantes cruciales que nos plantea el misterio del mundo y el misterio de nuestra propia exis­ tencia. Y dedicaré este capítulo a exponer algunas de sus formu­ laciones fundamentales, para que cada lector juzgue por sí mismo si le sirven o no para su propio viaje. Me atrevería a apostar, sin em­ bargo, que el solo conocimiento de la metafísica y la ética aristotélicas lo convencerá de que ahí han quedado meridianamente descifrados los códigos que estamos buscando. Reconocerá sus propios dilemas y encrucijadas existenciales, y encontrará respuestas definitivamen­ te esclarecedoras. Lo demás dependerá de él mismo, de lo que deci­ da hacer en adelante con su propia vida. Será su propia aventura, pe­ ro contará con una carta de navegación segura y confiable, que le irá señalando momento a momento el mejor rumbo a seguir. Pese a este planteamiento preliminar, preveo en este momento una explicable reticencia de algunos lectores. ¿Para qué recurrir a un filósofo que vivió hace 2.400 años, y que nada pudo saber de las condiciones actuales de la vida humana, tan radicalmente distintas a las de su época? ¿Para qué esa regresión a un pasado tan remoto, a fórmulas que con toda probabilidad se encuentran hoy completamen­ te caducas, completamente sobrepasadas por una evolución cultural de veinticuatro siglos? Quiero despejar de partida esas posibles reticencias. La filoso­

fía de Aristóteles no tiene nada que ver con las condiciones ni las características de la época en que vivió. Es metafísica, y eso signifi­ ca que investiga al hombre en cuanto hombre, sean cuales sean las circunstancias concretas de su vida: culturales, sociales, económi­ cas, o de cualquier otra índole. Es una filosofía que trasciende todos los tiempos y todas las evoluciones de las culturas, y por lo tanto tan válida hoy como en esa remota antigüedad. Y eso podrá comprobar­ lo por sí mismo cada lector, simplemente conociéndola y examinán­ dola a la luz de sus propios interrogantes y de los que le plantea este mundo contemporáneo en que nos ha tocado en suerte vivir. Aristóteles nació en la ciudad griega de Estagira, en el año 384 antes de Cristo. Discípulo de Platón -de cuyas enseñanzas se inde­ pendizó en su edad adulta-, fundó y dirigió en Atenas una escuela filosófica a la que llamó El Liceo. Fue un incansable investigador, sin duda el de mayor envergadura de la antigüedad. Estudió toda clase de minerales, plantas y animales; examinó largamente los fe­ nómenos de la materia, los sucesos atmosféricos, los hechos astronó­ micos, los procesos biológicos. Pero su preocupación predominante fue el ser humano: su constitución somática y mental, sus operacio­ nes vitales, su desarrollo como individuo y como miembro de la so­ ciedad, su lugar en el mundo, su destino natural. Escribió obras maestras de metafísica, lógica, psicología, éti­ ca, política y economía. Sus teorías explicativas de los fenómenos físicos adolecieron de las limitaciones propias del método científico de su época, que no disponía de instrumentos idóneos para penetrar los secretos de la materia. Pero sus desciframientos metafísicos del mundo y del hombre no han sido superados por ninguna filosofía posterior. Sólo fueron precisados, ampliados y enriquecidos en al­ gunos aspectos por otro gigante del pensamiento: Tomás de Aquino. Y hoy existe una corriente cada vez más numerosa de pensadores que están aplicando las teorías aristotélicas a ciertos planteamientos de la filosofía moderna, como asimismo a los nuevos territorios del conocimiento abiertos por la investigación científica. En este último campo, es sorprendente constatar cómo ningu­ na de las teorías metafísicas de Aristóteles ha sido refutada por los descubrimientos científicos contemporáneos. Al contrario, hay ac­ tualmente grandes científicos para quienes la metafísica aristotélica,

mientras más avanza la ciencia, más se va revelando como la visión que mejor explica la desconcertante trama de fenómenos que consti­ tuye el universo. Hasta su teoría política y su teoría económica se destacan hoy como propuestas no superadas por ninguna de las otras teorías que se han elaborado desde entonces hasta el presente. Aristóteles ha sido calificado de muchas maneras como la cima del pensamiento filosófico. El Dante lo llamó “el maestro de los que saben”. Tomás de Aquino se refería a él como “el Filósofo”, para in­ dicar que lo consideraba el pensador más alto de Occidente. Incluso Augusto Comte, el fundador del positivismo, lo calificó como “in­ comparable”. Y Darwin llegó a decir: “Linneo y Cuvier han sido mis dioses, pero comparados con Aristóteles fueron sólo unos niños”. El filósofo Miguel Ibáñez Langlois, en su Historia de la Filo­ sofía, asigna a Aristóteles el primer lugar, con palabras como éstas: . se embriagó de universo pero con la cabeza fría.” . fue el coleccionista de hechos más considerable de la antigüedad por cada diez mil hechos una conclusión.” Y respecto del pensamiento aristotélico, dice que es “... una flecha griega la flecha del mismo logos (*) la antorcha al viento que hace blanco hace fama siglo tras siglo en el errante corazón del ser como la cosa más natural del mundo.” Es imposible registrar aquí todo lo que se ha dicho sobre la excelencia de Aristóteles, de modo que sólo citaré un último comen­ tario, del investigador Eusebi Colomer: “Hay dos clases de pensadores: los que meten la nariz por to­ das partes, como el zorro, y los que se enrollan sobre sí mismos, co­ mo el erizo. Los primeros son centrífugos: su curiosidad los lleva a alejarse del centro hacia la periferia de las cosas. Los segundos son (*) Logos. Concepto fundamental en la filosofía griega. Encierra múltiples signi­ ficados análogos: inteligencia divina, sabiduría ordenadora y organizadora del mundo, palabra creadora, inteligencia humana, conocimiento, etc. Para muchos filósofos helénicos, equivale a Dios, o a su principal atributo: la mente.

centrípetos: su capacidad de visión los hace girar en torno del cen­ tro, adonde todo converge. La grandeza de Aristóteles radica en que fue a la vez zorro y erizo. Se interesó por todas las cosas del cielo y de la tierra; lo curioseaba y lo revolvía todo, pero sin perderse en la diversidad, sino integrándolo todo en un conjunto coherente. Duran­ te siglos, el pensamiento de Aristóteles fue considerado una especie de monolito caído del cielo. Pero esta manera de pensar no tenía en cuenta la otra cara de la realidad, el hecho de que esa visión, a la vez dispersa y unitaria, fue el fruto de una larga caminata.” Esto de la “larga caminata” es completamente exacto. Aristó­ teles escudriñó de punta a cabo todas las cosas, hasta encontrar sus significados nucleares, sus “centros”, como dice Colomer. Lo hizo con la convicción inquebrantable de que la inteligencia humana es­ taba hecha para descifrar cuanto existe en el mundo, y también con un respeto absoluto por la realidad, a la que consideró siempre su única maestra. En su filosofía no se advierte ninguna distorsión pro­ vocada por su propia personalidad, ni tampoco por sus propios de­ seos. Lo que se advierte en cambio es una total apertura de la con­ ciencia a las búsquedas de la verdad, y asimismo la mejor de las ló­ gicas, la del sentido común, que no es otra cosa que el sometimiento de la inteligencia a las leyes de lo real. Al revés de lo que ha ocurrido y sigue ocurriendo con muchas otras aventuras del pensamiento, en la filosofía aristotélica no hay callejones sin salida. Es la filosofía de la certidumbre, del triunfo de la inteligencia, del verdadero encuentro entre el hombre y el mundo, abierto a todas las posibilidades de la vida. En Aristóteles encontramos una respuesta filosófica al enigma de la felicidad que, a mi juicio, es la más esclarecedora, la más com­ pleta y la más concordante con la vida real de todas las que se han formulado en la historia de la filosofía. Hay filósofos modernos que, no conociendo a fondo el pensa­ miento aristotélico, o ignorándolo deliberadamente, han pretendido haber encontrado por su cuenta ciertas claves de la felicidad huma­ na. Pero esos “hallazgos”, pese a ser presentados por sus autores co­ mo revelaciones inéditas, nunca antes conocidas, son apenas atisbos fragmentarios e incompletos del magistral e íntegro recorrido lleva­ do a cabo por el genio de Aristóteles. Hay propuestas modernas que

proclaman que el secreto de la felicidad está en “la autodetermina­ ción”, “la creatividad”, “el vivir conforme a los valores”, “la auten­ ticidad”, “el engrandecimiento de si mismo”, “el retorno a la per­ cepción encantada del mundo”, y otras opciones de índole parecida. Sin embargo, todas esas fórmulas, pese al aura contemporánea que hoy las reviste, están ya incluidas en la ética aristólica, y no sólo in­ cluidas, sino además ubicadas en el lugar exacto que les correspon­ de en el múltiple y complejo dinamismo de la vida humana, cosa que no hace prácticamente ninguna de las recientes teorías morales. Con todo, se hace necesaria una advertencia previa. Hay un componente de la psiquis humana -el inconsciente- que no fue ex­ plícitamente abordado por Aristóteles. Pero sus teorías sobre el co­ nocimiento y sobre los procesos mentales contienen de manera im­ plícita el mundo del inconsciente, y más aún, calzan notablemente con los mejores descubrimientos hechos al respecto por la neurolo­ gía, la psicología y la psiquiatría, sobre todo con las investigaciones llevadas a cabo por Cari Jung, el gran explorador del inconsciente en el siglo XX, y por destacados representantes del holismo contem­ poráneo, tales como Wilhelm Reich, Gregory Bateson, Ronald Laing, Morris Berman, Norman Brown, etc. Nos adentraremos entonces en el desciframiento aristotélico de la felicidad. Pero aquí necesitamos poner en juego más que nunca nuestra capacidad de pensar. Porque la filosofía de Aristóteles es una exploración integral de la realidad, que recoge todas sus articu­ laciones metafísicas y las ensambla en una magna arquitectura dota­ da de una excepcional coherencia lógica, cuya cúspide es la felici­ dad humana. Y para entender cabalmente esa arquitectura tenemos que aplicar los mejores recursos de nuestra inteligencia. No es del caso, sin embargo, exponer aquí la totalidad del pensa­ miento aristotélico, pues su amplitud temática rebasa considerable­ mente los objetivos de este libro, ni tampoco los entretelones más sutiles y complejos de sus análisis acerca del ser, el mundo y el hom­ bre, cuya cabal comprensión exige un entrenamiento previo en los métodos y la terminología empleados por la reflexión filosófica. Lo que haré será tratar de extraer de ese vasto pensamiento las claves nucleares que pueden conducirnos a descifrar el enigma de la felici­ dad humana, y la manera en que podemos aplicarlas en nuestras pro­ pias vidas. Desde luego, cualquier mayor profundización en esta filosofía

está al alcance de todo lector que quiera llevarla a cabo por sí mis­ mo, ya leyendo directamente los escritos de Aristóteles, ya consul­ tando las diversas obras publicadas al respecto por destacados pen­ sadores aristotélicos contemporáneos, algunas de las cuales están señaladas en la bibliografía incluida al final de este libro. He procurado evitar, hasta donde me ha sido posible, el tono pesadamente técnico y académico con que suele exponerse el pen­ samiento aristotélico en las historias de la filosofía, y presentarlo como lo que realmente fue y continúa siendo: una hazaña del espíri­ tu, una grandiosa y apasionante aventura de la inteligencia en busca de las respuestas que todos necesitamos para entender el mundo y nuestra propia vida. La infalible lógica de la realidad Aristóteles inicia su indagación filosófica con una “perspecti­ va de universo”, registrando y examinando todo lo que hay y todo lo que sucede en el mundo. Ese escrutinio integral le va proporcionando dos constataciones trascendentales. La primera es que la realidad es un sistema a la vez múltiple y unitario, articulado por una lógica invisible que ensambla todos sus componentes y procesos en un todo armónico e interactivo, absolutamente coherente. La segunda es que la lógica de la realidad corresponde exactamente a la lógica natural de la inteligencia hu­ mana, o, lo que es lo mismo, que la lógica natural de la inteligen­ cia es una exacta réplica de la lógica de la realidad. Esas dos comprobaciones se constituyen para Aristóteles en la llave maestra que abre todas las puertas del conocimiento. La reali­ dad y la inteligencia son lógicas, y la lógica de la inteligencia es idéntica a la lógica de la realidad. Armado de esa certidumbre, Aristóteles se atreverá en adelante a todas las aventuras del pensa­ miento, seguro de que lo conducirán a atrapar los secretos metafísi­ cos de todas las cosas. En eso reside la superioridad de Aristóteles sobre muchos otros filósofos: en su indestructible fe en la lógica intrínseca de la reali­ dad y de la inteligencia, y en su convicción de que ambas lógicas son una sola. En otras palabras, la premisa esencial de su filosofía es

que la inteligencia humana es un auténtico espejo de lo real, hecho para entender todo cuanto existe y sucede en el mundo. La lógica de la realidad es el hilo mágico que recorre y en­ sambla toda la filosofía aristotélica. Lo es a tal punto, que muchos de sus descubrimientos los alcanza Aristóteles a través de razona­ mientos puramente lógicos, así como muchos descubrimientos cien­ tíficos han sido el resultado de razonamientos exclusivamente mate­ máticos. Hay filósofos que le reprochan a Aristóteles haber abusado de la lógica, sin advertir que en la lógica no puede haber abuso, sino sólo mal uso. Pero Aristóteles la usa impecablemente bien; por eso sus conclusiones no son meros artificios mentales, sino hallazgos extraídos de la trama misma de la realidad. En suma, Aristóteles descubre que todo lo que existe y sucede en el mundo -cada cosa, cada hecho, cada situación- posee una ló­ gica interna, ensamblada con la lógica total del universo. Y descubre además que todas esas lógicas son infalibles, que nunca se equivo­ can y nunca se contradicen a sí mismas. La investigación científica ha comprobado que todos los fenó­ menos de la materia operan con una lógica inalterable de causas y efectos. Y es precisamente ese encadenamiento causal invariable el que ha hecho posibles la ciencia y la tecnología. Si la materia no se comportara siempre de la misma manera en todos sus procesos y dinamismos, no existiría ciencia ni tecnología alguna. No sabríamos nada seguro sobre el mundo físico, y en la historia de la humanidad no habría tenido lugar ningún invento tecnológico, ni siquiera la más rudimentaria de las herramientas. Aristóteles dice lo mismo: la ciencia y la técnica deben su exis­ tencia a la lógica invariable con que operan las leyes de la naturale­ za. Pero va mucho más allá: nos revela que también el ser humano está configurado y regido por una lógica propia, igualmente in­ falible. Hay una lógica del cuerpo y una lógica de la mente. Una ló­ gica de la inteligencia y de la voluntad, de las sensaciones y las per­ cepciones, de las emociones y los sentimientos, de los actos y las conductas, del carácter y la personalidad. Una lógica de las relacio­ nes humanas, de la amistad y del amor. Una lógica de la felicidad. Como contrapartida, hay asimismo una lógica del fracaso y de la infelicidad, pues todos los errores, frustraciones y colapsos hu­ manos son consecuencia de intentos ilógicos, llevados a cabo al margen de los códigos naturales del hombre y del mundo.

Con Aristóteles descubrimos que nada sucede en la vida huma­ na porque sí. Nada es producto del azar, nada es caótico, absurdo ni incomprensible. Todo puede ser entendido y manejado por el hombre para expandir y mejorar su vida. Todo dilema tiene una salida; todo conflicto contiene una lógica que permite resolverlo; toda situación está configurada por una lógica que permite abordarla de mejor ma­ nera; toda búsqueda encierra un itinerario lógico que hace posible alcanzar el objetivo. Todo lo que hagamos, experimentemos e inten­ temos en la vida nos dará mejores resultados en la medida en que apliquemos la lógica involucrada en cada caso y circunstancia. Sólo necesitamos leerla correctamente y actuar en concordancia con ella. La lógica de la realidad cubre no sólo los ámbitos individuales, sino asimismo los ámbitos colectivos del quehacer humano. Todos los procesos sociales, todos los avances de la civilización y todas las creaciones culturales están igualmente sometidos a sus códigos in­ visibles, y sólo obedeciéndolos pueden proporcionar al hombre una experiencia auténticamente humana de sí mismo y del mundo. La punta de la hebra Como lo hace en todas sus averiguaciones filosóficas, Aristóte­ les inicia el desciframiento de la felicidad a partir de los hechos rea­ les. ¿Hay algún hecho real, absolutamente incuestionable, que pueda servirnos de punto de partida para ese desciframiento? Lo hay, y es uno solo, concluye Aristóteles: nuestro propio deseo de ser felices. No existe en el escenario humano ninguna otra evidencia directa con la que podamos contar para iniciar nuestra búsqueda. Pero ese hecho único parece ser tan difuso y errático -apenas un anhelo, quizás una pura ilusión-, que no se ve cómo puede servir de base para ningún esclarecimiento. Sin embargo, Aristóteles no se deja engañar por las apariencias. Al cabo de una detenida reflexión, advierte que lo difuso y errático no es el deseo de ser feliz, sino la manera en que cada cual trata de cumplirlo. El deseo de la felici­ dad, en cambio, es la más colosal de las energías humanas, el dinamis­ mo secreto que impulsa todo lo que los hombres hacen en su vida. Ese segundo hecho, tan real como el primero, se convierte para él en

una señal metafísica inequívoca, que alumbra toda su inquisitoria. Sabe que ha logrado atrapar la punta de una hebra que lo conducirá finalmente al centro de la madeja, a la trama de fondo del enigma. En el deseo está la clave, decide Aristóteles. Y hay que exami­ narlo en relación con todos los demás deseos humanos, para ver si por ahí aparece alguna luz que permita seguir adelante. El examen de los deseos le va a proporcionando una serie de nuevas constataciones. La primera es que todos los seres humanos tienen deseos, y que son los deseos los que los impelen a actuar, la causa de todos sus actos conscientes y voluntarios. Detrás de toda acción consciente que ejecuta cada individuo hay siempre un motivo interno, una in­ tención previa, un deseo de obtener algo a través de ella. Sin deseo, no hay acción. La segunda es que no todos los individuos tienen los mismos deseos. Cada uno posee un repertorio de deseos propio, que nunca coincide exactamente con el de los demás. Y el repertorio individual es además cambiante: algunas cosas que se desean en ciertos momen­ tos, ya no se desean después, y a lo largo de la vida van apareciendo nuevos deseos, que antes no se tenían. La tercera comprobación es que, pese a la enorme variedad de los deseos humanos, hay un solo deseo que todos tienen por igual, sea cual sea su edad, sexo, raza, condición socioeconómica, educa­ ción y cultura: el deseo de ser felices. La cuarta comprobación es que ése es el mayor de los deseos humanos, y no sólo el mayor, sino además el único absoluto e inalte­ rable, el único que existe siempre en la conciencia de cada persona, desde su nacimiento hasta su muerte. A tal punto es así, que todos los demás deseos son sólo medios a través de los cuales cada cual espera cumplir ese anhelo trascendental. Llegado a este punto, Aristóteles da el paso más decisivo de su indagatoria. La realidad es lógica, y la vida humana se rige por la ló­ gica de la realidad. Por lo tanto, si el mayor deseo de todos los hom­ bres es ser felices, quiere decir que la felicidad es nuestro destino natural y que estamos capacitados para lograrla, pues la realidad no puede actuar contra sí misma, implantando en el hombre deseos irreales, imposibles de cumplir. Así, confiando absolutamente en la lógica de la realidad, Aristó­ teles nos dice algo tan simple como prodigioso: el hecho mismo de

que nuestro mayor anhelo es ser felices demuestra que estamos hechos para la felicidad, y que podemos alcanzarla. Esta afirmación aristotélica, extraída en apariencia de un razo­ namiento puramente lógico, puede resultar sobremanera extraña e incluso inverosímil para la mentalidad típicamente moderna, condi­ cionada por el empirismo, el relativismo y el escepticismo metafísico, que descartan la felicidad como una aspiración ilusoria e inal­ canzable, y la reemplazan por los sustitutos pragmáticos del éxito económico y social, el confort, el pasarlo bien, la diversión, las ex­ periencias del sexo o las experiencias estéticas, proclamando que son los únicos logros posibles para el ser humano. Respaldado por todo el peso del establishment contemporáneo, ese menú de expec­ tativas termina por parecer el único real, y muchos dan por cancela­ da cualquier otra búsqueda, convencidos de que “la mayoría tiene razón” y de que hay tomar la vida tal como es, sin pedirle más de lo que puede dar. Y la felicidad se les va convirtiendo en un sueño cada vez más lejano, en una especie de fantasía utópica, impropia de gen­ te que tiene bien puestos los pies en este mundo. Contra todos los escepticismos contemporáneos se alza la con­ vicción aristotélica de que la felicidad es nuestro destino natural, porque si no lo fuera no sentiríamos la necesidad de ser felices como el mayor imperativo de nuestra conciencia. Más de alguien podrá pensar que este argumento de Aristóteles no es más que una maniobra silogística, un tanto ingeniosa pero sin fundamento alguno en la vida real. Pero Aristóteles no es de ningún modo un prestidigitador de la lógica. Lo que hace en verdad es de­ tectar que el deseo de ser feliz no es una invención de la concien­ cia humana, sino una creación de la realidad, y que por lo tanto es la realidad la responsable de que ese deseo pueda cumplirse. Ha comprobado que todas las demás necesidades humanas encuen­ tran en el mundo alguna manera de satisfacerse, que existe en la na­ turaleza cuanto el hombre requiere para alimentarse, vestirse, cons­ truirse su vivienda, fabricar mobiliarios, utensilios e instrumentos, levantar ciudades, civilizaciones y culturas. No es posible entonces que la mayor de las necesidades humanas no encuentre respuesta en ningún ámbito de la realidad. No es posible que el deseo de ser feliz sea la excepción, la única incongruencia en la trama inteligente del universo y de la vida. La realidad no engaña, no comete fraudes, no engendra ni tolera absurdos, y menos en el caso del hombre, que es

su “obra mayor” en el mundo físico. Así, la felicidad no puede ser una quimera; la lógica obliga a concluir que es la más alta expecta­ tiva natural de la vida humana. En eso reside el verdadero peso del argumento aristotélico. Pero a Aristóteles no le basta de ninguna manera ese raciocinio lógico, por muy contundente que resulte en el plano teórico. Com­ prende que ahora necesita comprobar en los hechos que no ha sido víctima de un espejismo mental, sino que ha encontrado algo que pertenece a la condición real del ser humano. La lógica le ha dicho que la felicidad es el destino natural del hombre. En consecuencia, debe estar al alcance de todos. ¿Y qué es lo que está al alcance de todos? Evidentemente, no es la riqueza, ni la abundancia de bienes pragmáticos, ni los placeres y satisfaccio­ nes que puede proporcionar dicha abundancia. No es el atractivo fí­ sico, ni el éxito social, ni la fama, ni el poder. Nada de eso puede ser obtenido por todos los seres humanos. Tampoco es ninguna fantasía que cada cual pueda imaginar en su mente, porque las fantasías no se cumplen en la vida real. En definitiva, no existe ningún logro externo que esté al alcan­ ce de todos. Por lo tanto, la clave de la felicidad no puede estar fuera del hombre, sino en él mismo. En su propio cuerpo y en su propia mente. Eso es lo único que todo ser humano posee de manera abso­ luta, lo único no condicionado por ninguna contingencia ni circuns­ tancia, el único “equipaje inexpropiable” con que cuenta para hacer el viaje de la vida. Hay que averiguar, entonces, qué puede hacer el hombre con su cuerpo y con su mente para encontrar la felicidad. Y eso requiere dos indagaciones previas: un desciframiento antropológico, que per­ mita saber cómo está constituido y cómo funciona el ser humano, y un desciframiento cosmológico, que permita saber cómo está cons­ tituido y cómo funciona el mundo, puesto que el mundo es el esce­ nario en el que se originan y al cual regresan todas nuestras expe­ riencias, tanto somáticas como mentales. Enfrentado a esa doble tarea, Aristóteles decide que el primer desciframiento debe ser el cosmológico. Su instinto metafísico le dice que investigar la trama del mundo es indispensable para alcan­ zar un verdadero conocimiento del hombre.

El desciframiento cosmológico El mundo es ancho y ajeno, dice Ciro Alegría en su novela del mismo nombre. Aristóteles contempla el mundo con el asombro na­ tural con que lo hace todo ser humano capaz de hacerse las pregun­ tas que le plantea el espectáculo mismo del universo. Y percibe que el mundo no sólo es ancho, sino enorme, y abrumadoramente com­ plejo. Pero su escrutinio filosófico le revela que no es ajeno, porque es inteligible, porque puede ser descifrado por el hombre. Y es inte­ ligible porque está articulado inteligentemente. El mundo físico es un sistema unitario, pero está poblado por una inagotable multiplicidad de seres, distintos unos de otros. ¿Hay algún denominador común entre todos esos seres, fuera de que to­ dos existen? Aristóteles concluye que, al margen de la existencia, el único denominador común es la materialidad: todos están compues­ tos de materia. Pero la inmaterialidad es una condición uniforme en todas las cosas del cosmos, pues todas poseen igualmente la propie­ dad básica de la materia: la tridimensionalidad, en virtud de la cual ocupan un lugar en el espacio. ¿Qué es, entonces, lo que las hace distintas unas de otras? No puede ser la materia, pues la única pro­ piedad de la materia es la espacialidad tridimensional. Luego, las diferencias tienen que provenir de algo que está fuera de la materia. ¿Y qué es lo está fuera de la materia en el mundo físico? La configuración específica de cada cosa, sus propiedades y su modo de obrar también específico. Las propiedades y los dinamismos ope­ rativos de los elementos. Las propiedades y los dinamismos opera­ tivos de los seres vivientes, plantas y animales. Las propiedades y los dinamismos operativos del hombre. Cada uno de esos seres posee características estructurales y funcionales exclusivas, que se repiten inalterablemente en todos los individuos de su especie. Y esas carac­ terísticas no pueden proceder de la materia, pues su complejidad, coherencia e inmutabilidad revelan la intervención de una inteligen­ cia organizadora, capaz de dar a cada ser un diseño ontológico pro­ pio. Se trata entonces de formas inteligentemente diseñadas, de formas metafísicas, que se unen a la materia para generar la multi­ plicidad de seres distintos que existen en el mundo. Por lo tanto, concluye Aristóteles, el mundo es en último tér­ mino una colosal masa de materia prima diversificada por múltiples

formas metafísicas en innumerables seres diferentes. Es de suma importancia entender en qué consiste exactamente la “forma” aristotélica. La mayoría de la gente actual, influida por el empirismo, que ha degradado muchas de las palabras acuñadas por el pensamiento griego confiriéndoles significados exclusivamente materialistas, entiende por la palabra “forma” la figura física de los objetos visibles. Para Aristóteles, la forma no tiene nada que ver con figuras visibles; es el diseño metafísico, el modo de ser de cada cosa, el conjunto de características o propiedades esenciales y espe­ cíficas que la diferencian de todas las que no poseen dichas caracte­ rísticas. Y cada forma genera una especie, una serie de individuos que la comparten de manera idéntica. El mundo está así organizado en especies, cada una configurada por una forma metafísica común a todos sus miembros. También la ciencia moderna ha verificado que todo lo que existe en el mundo pertenece a alguna especie, y que las especies se encuen­ tran escalonadas en grados crecientes de complejidad. El primer grado es el de las ondas electromagnéticas. El segundo, el de los elemen­ tos. El tercero, el de los compuestos químicos, que son combinacio­ nes o fusiones de los elementos a nivel de su estructura atómica. El cuarto, el de las especies vegetales. El quinto, el de las especies ani­ males, cuya cúspide es la especie humana. Esa es la estructura del mundo descubierta por la ciencia contemporánea, análoga a la des­ cubierta hace dos mil cuatrocientos años por Aristóteles. Pese a esa concordancia, muchos científicos modernos se nie­ gan a aceptar las formas aristotélicas, porque su dogmatismo mate­ rialista los induce a negar la existencia de diseños inmateriales e in­ teligentes en el mundo físico. Pero ninguna de sus teorías explica hasta ahora la diversidad de las especies, ni tampoco la asombrosa coherencia y estabilidad de sus respectivos diseños ontológicos y dinamismos operativos. Hay sin embargo otros científicos para los cuales la teoría de la materia y la forma de Aristóteles es la mejor explicación dada hasta ahora a este misterio organizativo del mundo. En un artículo titulado El increíble banco del conocimiento, el biólogo inglés Rupert Sheldrake hace entre otras las siguientes re­ flexiones sobre las formas que determinan la configuración de las especies biológicas: “De la unión de los conejos nacen conejos; los hijos de la carpa dorada son carpas doradas; las semillas de repollo producen repo-

líos. Las características de las especies se repiten una y otra vez, generación tras generación.” “Cuanto más averiguamos los complejos procesos que intervie­ nen en el crecimiento y desarrollo de los embriones, más nos mara­ villamos con esta repetición de la forma y la estructura.” (Nótese que Sheldrake da aquí a la palabra “forma” el mismo significado que le da Aristóteles). “Pero ¿quién o qué diseña y programa a los organismos vivos? Los mecanicistas responden que nada ni nadie; que todo sucede como consecuencia de mutaciones ocurridas al azar y de la selección natu­ ral. Pero éste es un argumento circular: la teoría neodarwiniana de la evolución se basa en el supuesto de que la teoría mecanicista de la vida es correcta, y la teoría mecanicista se sustenta a su vez en la teoría neodarwiniana de la evolución.” “El principal argumento mecanicista es que, puesto que los or­ ganismos vivos están constituidos por sustancias químicas identificables y obedecen a las leyes conocidas de la física, no pueden invo­ lucrar principio alguno que no haya sido descubierto por la ciencia.” “El error más grave del mecanicismo es que no ha logrado es­ clarecer los problemas centrales de la biología. Tras decenios de in­ vestigaciones, todavía desconocemos cómo es que los animales y las plantas adoptan las formas características de sus especies a partir de las células progenitoras.” “¿Podemos realmente explicar la forma de una flor o los ins­ tintos de un insecto en términos de las sustancias químicas que con­ tienen?” “¿Corresponde el programa genético a la estructura química del ADN? Esto es algo que tampoco se puede explicar, porque todas las células de un organismo vivo contienen copias idénticas del ADN, y no obstante se desarrollan de manera diferente (es decir, gene­ ran órganos y miembros distintos, cada uno con su propia funciona­ lidad operativa). Por tanto, debe haber otra cosa que va determinan­ do esa diferenciación, a medida que un embrión se desarrolla.” “La explicación convencional es que la forma se define a tra­ vés de interacciones físicas y químicas aún no dilucidadas. Pero ¿qué es lo que hace que el patrón de interacciones sea correcto? Ese es el problema todavía no resuelto, y la respuesta no se obtiene sólo con decir que todo se debe a un programa genético. Lo único que se lo­ gra con eso es la ilusión de una explicación.”

“Muchos materialistas se aferran aún a la creencia básica de que no existe un Dios ni un espíritu, ni ninguna otra cosa que no sea materia en movimiento... la única razón que han encontrado para explicar la creatividad del proceso evolutivo, o la creatividad huma­ na, es la casualidad... Obviamente, así no pueden explicar el origen del universo, ni las leyes que gobiernan su existencia.” Todas estas preguntas planteadas por Sheldrake y no contesta­ das por el materialismo científico quedan respondidas en la cosmolo­ gía aristotélica. Aristóteles verifica que todas las especies existentes en el mundo físico están diseñadas inteligentemente, y extrae de ese hecho la única inferencia lógica posible: si esos diseños o formas son inteligentes, quiere decir que son inmateriales, pues la materia no piensa ni puede pensar, y es por lo tanto incapaz de generarlos. El materialismo científico anda a tropezones con su propio dog­ ma: investigue lo que investigue, se encuentra con que todo está im­ pregnado de inteligencia. Pero persiste obcecadamente en negarlo, y al final, acorralado por sus propios descubrimientos, apela a fantas­ magorías tales como el azar y el mecanicismo de la materia, que no resuelven nada y que nos instalan de lleno en los limbos del absur­ do. El absurdo es el punto en el que tarde o temprano desemboca inevitablemente el cientificismo moderno; traicionado por su propia dogmática materialista, se ve obligado a caer a cada momento en in­ consecuencias lógicas, incompatibles con las señales de la realidad que le salen al paso de manera cada vez más abrumadora en todas sus exploraciones empíricas del mundo físico. La fusión de una materia y una forma es sustancial, dice Aristó­ teles, y constituye un todo simultáneamente estructural y operativo. Desde el punto de vista estructural, se denomina esencia; desde el punto de vista operativo, se denomina naturaleza. Retengamos este dualismo aristotélico: la esencia y la naturale­ za. Todas las cosas y todos los seres de este mundo tienen una esen­ cia y una naturaleza específicas. La esencia y la naturaleza de cada ser son su sello metafísico imborrable, el que determina en último término su “destino natural”, todo lo que puede hacer y no hacer mientras conserva su existencia. Y ese sello ontológico se da en su más alto grado en el ser humano, al punto que constituye una de las claves metafísicas de su felicidad.

Una vez formulada su teoría de la materia y la forma, Aristóteles enfrenta otro enigma de la realidad: todos los seres del mundo cam­ bian. La existencia de cada ser es un flujo perpetuo de mutaciones. Pero su esencia y su naturaleza permanecen inalterables a través de todos los cambios. Cualesquiera sean las alteraciones que experimente una cosa a través del tiempo, sigue siendo lo que es mientras existe. Un elemento, por ejemplo, el oro, sigue siendo oro aunque se lo funda, aunque se lo convierta en polvo, aunque se fabriquen con él sucesivos objetos distintos, aunque se lo mezcle con otros metales. Un árbol, por ejemplo un roble, sigue siendo un roble desde su naci­ miento hasta su extinción, al margen de todos sus procesos biológi­ cos. Un ser humano sigue siendo un ser humano desde su nacimiento hasta su muerte, haga lo que haga y le ocurra lo que le ocurra. ¿Cómo se explica este nuevo dualismo, aparentemente contra­ dictorio: el carácter cambiante y al mismo tiempo estable de todas las cosas? Se explica, dice Aristóteles, porque todas las cosas poseen un núcleo esencial inalterable: la substancia, y una serie de “agrega­ dos” mutantes: los accidentes. La palabra “substancia” significa “lo que está debajo”, es decir, el sustrato metafísico invisible que le da a cada cosa su modo de ser específico y su individualidad. Es un núcleo ontológico inmutable, que permanece idéntico a sí mismo a pesar de todos los cambios. El término “accidente” designa todo aquello que se “agrega” o “sobrepone” a la substancia de manera adventicia, y que por lo tanto puede variar, sin que sea alterada la identidad substancial. Aristóteles señala, entre otros, los siguientes accidentes: La cantidad de materia que posee una cosa (su tamaño, su peso, etc.). Dicha cantidad puede aumentar o disminuir, sin afectar la substancialidad. Las cualidades (colores, olores, sabores, consistencias, textu­ ras, temperaturas, etc.). Los seres vivos poseen muchas otras cuali­ dades, específicamente biológicas, y en el caso del hombre se agre­ gan a sus cualidades somáticas múltiples cualidades emanadas de su inteligencia, su voluntad, su temperamento, su carácter, sus conduc­ tas, etc. También las cualidades pueden modificarse, dejando sin em­ bargo intacta la forma substancial. Las acciones u operaciones. Todas las cosas actúan, y lo ha­ cen de diversas maneras en distintos momentos de su existencia.

Las pasiones. Todos los seres físicos “padecen” las acciones de otros seres físicos, y esas acciones provocan en ellos diversos cambios accidentales. El lugar. Todas las cosas físicas se mueven, se desplazan en el espacio. Cada desplazamiento es un cambio accidental de lugar. El tiempo. Todas las cosas físicas están insertas en el tiempo. Y el tiempo es esencialmente un flujo mutante, el flujo de los suce­ sivos cambios que ocurren en el mundo. La relación. Todas las cosas establecen relaciones con otras cosas, y dichas relaciones son eminentemente transitorias, y por lo tanto variables. En resumen, son los accidentes los que cambian en cada cosa, mientras que su núcleo esencial o substancial permanece inaltera­ ble. Ahora bien, todos los cambios accidentales que tienen lugar en el mundo físico se originan en un doble principio intrínseco a todas las cosas: el Acto y la Potencia. El Acto es el estado en que se encuentra cada cosa en cada mo­ mento de su existencia. (Del concepto de “acto” aristotélico provie­ nen los términos “actual” y “actualidad”, que indican el estado pre­ sente de las cosas y del mundo). La Potencia es la capacidad de cambios de cada ser, la suma total de las mutaciones o modificaciones accidentales que puede ex­ perimentar según su naturaleza. Esta última precisión —según su na­ turaleza- es absolutamente determinante, pues cada cosa tiene un ámbito propio de potencialidades, establecido y también limitado por su naturaleza específica. La potencia es de dos clases: positiva y negativa. La potencia positiva es la capacidad de desarrollo de cada ser, hasta el grado máximo que le es posible alcanzar según su esencia o naturaleza. Es un dinamismo de expansión, de avance y crecimiento. La potencia negativa es la capacidad de deterioro que hay en cada cosa, la capacidad de perder sus componentes y dinamismos operativos, de regresar al no ser, hasta su definitiva extinción. Pero ¿en qué consiste exactamente la potencia? ¿Es algo real? ¿Cómo puede serlo, si no es acto, si no tiene aún existencia? Para Aristóteles, es un estado intermedio entre el ser y el no ser. Uno de los hechos que demuestran que la potencia es algo real,

no un puro no ser, es que cada cosa tiene un ámbito de potencialida­ des específico, distinto al de todos los seres de otras especies. Vea­ mos algunos ejemplos para comprobarlo. El agua puede pasar del estado líquido al sólido (hielo) o al ga­ seoso (vapor); puede estar detenida o fluir a través de un río, de la lluvia o del oleaje del mar; puede mezclarse con otras sustancias como la sal, el azúcar, los colorantes, etc. Pero no puede pensar, sen­ tir, hablar, transformarse en un metal, en una canción, en una obra literaria, etc. No tiene potencia para esos cambios. Un árbol frutal, por ejemplo, un manzano, puede nutrirse, cre­ cer, echar hojas y ramas, dar manzanas, ser afectado por plagas, y por último secarse. Pero no puede producir ninguna fruta que no sean manzanas, no puede dormir, no puede masticar, no puede tener emociones, etc. Un vaso de vidrio puede contener diversas sustancias, ser pin­ tado de diversos colores; puede quebrarse, emitir sonidos, etc. Pero no puede andar, correr, alimentarse, escribir, etc. Un barco puede flotar, navegar, sufrir desperfectos, ser repara­ do, o naufragar. Pero no puede volar, jugar fútbol, hacer amigos, to­ mar decisiones, etc. Un hombre puede experimentar una enorme cantidad de cam­ bios en su cuerpo y en su mente. Pero no puede echar raíces como una planta, cambiar de piel como una serpiente, alumbrar como el sol, o desplazarse a la velocidad de la luz. Cualquier cosa que examinemos desde este punto de vista, nos mostrará que posee un repertorio de potencialidades específicas no compartidas con otras cosas de diferente especie, y al mismo tiempo circunscritas a límites precisos que no puede exceder: los límites de su propia naturaleza. Queda así en evidencia que la potencialidad es algo real, una suerte de “estado latente” albergado en todas las cosas, todavía no manifiesto, pero que adquiere plena existencia al transformarse en acto. Esa condición paradójica de la potencia -ser una propiedad real de las cosas, pero “a la espera de existir”- es un misterio del universo que Aristóteles escudriñó como ningún otro filósofo, y a partir del cual resolvió, como ninguna otra teoría lo ha hecho, la aparente contradicción existente entre la estabilidad y la mutabili­ dad, revelando que constituyen dos caras simultáneas y complemen­ tarias del mundo físico.

Pero Aristóteles descubre además que existe una diferencia metafísica absoluta entre la potencia positiva y la potencia negativa. La potencia positiva es el dinamismo del ser; la negativa, el dina­ mismo del no ser. Más aún, la potencia positiva no es un dinamismo puramente mecánico, que actúe ciegamente y sin ningún propósito. Está orientada a la expansión máxima de sí misma, a un clímax que sólo alcanza cuando ha desenvuelto todas sus posibilidades, cuando se ha transformado plenamente en acto. Basándose en la ley metafísica de la potencia positiva, Aristóte­ les concluye que todo lo que existe en el cosmos está sometido a un designio fínalístico. Todas las cosas tienden a su propio fin, a su pleno desarrollo, a su acto completo, en el que ya no queda nada por actualizar de sus potencialidades naturales. Dicho estado de pleni­ tud final no se alcanza siempre, pero ésa es la tendencia invisible que impulsa todo lo que existe en el universo. La tendencia finalística es difícil de constatar en la materia in­ animada, pero para Aristóteles existe también en ella. Un modo de verificarlo es examinar la evolución que ha expe­ rimentado la materia desde el comienzo del universo. Está científi­ camente comprobado que el estado inicial de la materia fue indiferenciado, es decir, el de un magma homogéneo de energía. Poco a poco dicho magma fue activando sus potencialidades de diferencia­ ción, en una tendencia sostenida hacia formas más complejas, y por lo tanto más perfectas. Fueron apareciendo así la luz y las demás on­ das electromagnéticas; luego los elementos; después los compues­ tos químicos; y finalmente la materia orgánica, que hizo posible la aparición de la vida. Al parecer, la materia inanimada ha alcanzado su clímax de desarrollo con las ondas electromagnéticas, los elementos y los com­ puestos químicos, incluidas sus combinaciones orgánicas. Eso indi­ caría que dicho proceso ya se cumplió, que las potencialidades posi­ tivas de la materia a nivel inanimado están ya del todo actualizadas. Ahora bien, cuando examinamos los fenómenos de la vida, se hace patente la tendencia finalística que va de la potencia al acto. Todo ser viviente está dotado de un dinamismo interno que tiende al máximo desarrollo de su destino biológico natural. Ese proceso puede interrumpirse, malograrse, llegar sólo hasta un punto intermedio, o simplemente entrar en receso. Pero la potencialidad existe, y el im­ pulso vital sigue su curso expansivo, a menos que sea bloqueado o

revertido por circunstancias accidentales o contingentes. En síntesis, Aristóteles descubre que el universo físico es un dualismo de materia prima y formas inmateriales, que todas las co­ sas que existen en el cosmos están dotadas de una esencia y una na­ turaleza específicas, que su naturaleza contiene una serie de poten­ cialidades también específicas, que les permiten cambiar positiva o negativamente, y que la potencia positiva está regida por un designio finalístico, que la impulsa hacia el máximo desarrollo de sí misma. Dicho así, de manera tan escueta y tan “técnica”, parecería que el mundo no es gran cosa, que se reduce a unas cuantas articulacio­ nes metafísicas bastante elementales, no más sorprendentes que la ley de la gravitación universal o la de conservación de la energía. Pero lo importante no son las palabras empleadas por Aristóteles para explicar la trama de fondo del universo, sino lo que esas pala­ bras significan. Y el significado es que vivimos en un mundo tras­ pasado de inteligencia. Una inteligencia invisible y silenciosa, que sin embargo nos habla desde cada partícula del cosmos. No somos entonces fragmentos insignificantes de una ciega maquinaria cós­ mica sin sentido ni finalidad, sino habitantes de un universo gober­ nado por una mente suprema a la que nada se le escapa, y que lo ha dispuesto todo para que funcione como una inconmensurable obra de arte, que sobrepasa todo lo que podamos registrar con nuestro pensamiento. Quizás no exista para nuestra conciencia una certi­ dumbre más benéfica que ésta de saber que toda nuestra vida está tutelada por ese poder situado por encima del mundo, que nos ha obsequiado el inmenso privilegio de ser humanos y nos ha asignado como espléndido destino final la felicidad. Formulada su teoría cosmológica, Aristóteles aborda su segun­ da indagatoria: el desciframiento antropológico. Esa indagatoria le mostrará que su intuición fue acertada, que el hombre es un microcos­ mos en el que se dan, en su más alto grado, las mismas articulacio­ nes metafísicas que constituyen y hacen funcionar el mundo.

El desciframiento antropológico Aristóteles examina detenidamente las características esencia­ les que constituyen a la especie humana. Y concluye que el hombre el ser más complejo y mejor dotado del mundo físico. Y que es en el hombre donde se da en su grado más alto el dualismo materia-for­ ma. En el caso humano, la forma se convierte en algo completamen­ te distinto a todas las otras formas del mundo, incluso las vegetales y animales: se convierte en un alma espiritual, dotada de inteligen­ cia y voluntad. Se convierte en una conciencia, en una persona, en un Yo. El dualismo humano materia-forma es también sustancial, es decir, implica la interacción constante de todo el cuerpo con toda el alma, en todos sus componentes y operaciones. Es el alma la que genera o “produce” el cuerpo, apropiándose de cierta cantidad de materia y dándole una configuración anatómica y una organización fisiológica que la transforma en organismo humano. En la visión aristotélica, todas las formas de la vida son almas. Almas vegetativas en el caso de las plantas; almas sensitivas en el caso de los animales; almas espirituales en el caso del hombre. Pero el alma humana asume también los planos inferiores de la vida: las funciones vegetativas, que permiten al cuerpo realizar operaciones análogas a las del mundo vegetal -nutrición, crecimiento, reproduc­ ción—y las funciones sensitivas -sensaciones, automovimiento, ins­ tintos, memoria, etc.—, que le permiten operaciones análogas a las del mundo animal. Toda la materia del cuerpo humano se hace humana por el alma, dice Aristóteles. En virtud de esa humanización, mientras for­ ma parte de nuestro cuerpo, la materia adquiere una nueva condi­ ción, misteriosamente espiritual, gracias a la cual puede sentir, per­ cibir, imaginar, emocionarse, actuar inteligentemente, fabricar artilugios técnicos, producir obras de arte, civilizaciones y culturas. El cuerpo —cuya materia no es más que unos cuantos kilos de ele­ mentos y compuestos químicos—se convierte así en una extensión y un emisario del espíritu, en un puente a través del cual el hombre puede entrar en contacto e interacción con el mundo y con los demás seres humanos. Se convierte asimismo en la caja de resonancia de los hechos mentales, mediante toda clase de reacciones orgánicas a

los procesos que tienen lugar en la mente. En suma, no existe ninguna vivencia del alma que no provoque un efecto en el cuerpo; no existe ningún fenómeno del cuerpo que no provoque un efecto en el alma. Ese metabolismo recíproco está siendo comprobado por las más recientes investigaciones de la neurología, que están ratificando en gran medida la notable intuición aristotélica sobre la unión sustan­ cial del alma y el cuerpo. El neurólogo Antonio Damasio, considerado hoy uno de los mejores investigadores en su especialidad a nivel mundial, ha dado a conocer en dos de sus libros, El error de Descartes y Sentir lo que sucede, la pasmosa red de interrelaciones que conecta por completo los procesos orgánicos con los procesos mentales. Dice Damasio, en la introducción de El error de Descartes: “Empecé a escribir este libro para proponer que la razón puede no ser tan pura como muchos suponemos... Las estrategias raciona­ les del ser humano... no se habrían desarrollado sin los mecanismos de regulación biológica, de los que son destacada expresión las emo­ ciones y los sentimientos.” “...más sorprendente aún resulta el hecho de que la ausencia de emoción y sentimiento es igualmente perjudicial, y puede com­ prometer la racionalidad que nos hace distintivamente humanos, ésa que nos permite optar por decisiones acordes con un sentido de futu­ ro personal... y con principios morales.” “Emociones y sentimientos, junto con la encubierta maquina­ ria fisiológica subyacente, nos asisten en la amedrentadora tarea de predecir un futuro incierto y planear consecuentemente nuestros ac­ tos...”. “...sugiero que la razón humana no depende de un centro único, sino de distintos sistemas cerebrales que operan en concierto, en múltiples planos de organización neuronal...” “Los niveles inferiores del edificio neural son los mismos que regulan el procesamiento de las emociones, los sentimientos y las funciones necesarias para la supervivencia del organismo. Esos ni­ veles inferiores mantienen una relación directa y mutua con casi cada órgano del cuerpo, situándolo en la línea de producción que genera los más altos logros de la razón... Los engranajes más primarios de nuestro organismo están implicados en los procesos más elevados del razonamiento.” “Los sentimientos y las emociones... no son un lujo... Al re­

vés de lo que piensa la ciencia tradicional, son tan cognitivos como otras percepciones... Si no fuera por la posibilidad de sentir estados corporales que están ordenados de suyo para ser placenteros o des­ agradables, no habría pena ni arrobamiento, piedad ni anhelo, trage­ dia ni gloria en la condición humana.” “Ni la angustia ni la euforia que pueden brindar el amor o el arte se devalúan porque se comprendan algunas de las miríadas de procesos biológicos que los hacen ser lo que son. La verdad debería ser precisamente lo opuesto: nuestra admiración tendría que aumen­ tar ante los intrincados mecanismos que posibilitan esa magia.” Damasio no vincula sus descubrimientos con la visión antropo­ lógica de Aristóteles, pero su investigación científica confirma en muchos sentidos la teoría aristotélica de que nuestra mente y nues­ tro cuerpo constituyen un sistema estructural y operativo indisolu­ ble. A través de sus análisis -a veces difíciles de seguir para los no iniciados en neurología-, vamos enterándonos de las innumerables redes somáticas y cerebrales, interconectadas entre sí, que hacen po­ sible el desenvolvimiento de toda nuestra vida, desde los procesos celulares hasta las más complejas operaciones de la conciencia: pen­ samientos, decisiones, imaginación, memoria, emociones, sentimien­ tos, percepciones estéticas, creatividad, etc. Pese a sus numerosas constataciones respecto al funcionamiento integrado de la mente y el cuerpo, Damasio confiesa que la mente humana sigue siendo un misterio que persiste en eludir todos los métodos científicos aplicados hasta ahora por la neurología. Aún así, se muestra reacio a aceptar la existencia del alma, como una en­ tidad inmaterial no orgánica. Personalmente, creo que su investiga­ ción lo está conduciendo cada vez más a los umbrales del espíritu, y conjeturo que, si todavía no los cruza, puede deberse a que, cons­ ciente o inconscientemente, no se decide a desprenderse de una vez por todas del dogma materialista que impregna mayoritariamente el quehacer científico contemporáneo. Sería magnífico ver a esa ex­ cepcional inteligencia dar por fin el gran paso metafísico que a mi juicio resolvería las antinomias a las que su propia investigación lo está enfrentando cada vez más. Aristóteles da ese paso sin reticencia alguna, con absoluta con­ fianza en la condición metafísica del hombre. Comparando ambos itinerarios, se me ocurre vislumbrar una posibilidad excitantemente prometedora: si uniéramos los descubrimientos neurológicos de Da-

masio con la teoría aristotélica de la unión substancial del cuerpo y el alma, quizás veríamos que el rompecabezas se arma por sí solo, permitiéndonos entender, filosófica y científicamente, cómo funcio­ namos realmente en la compleja aventura de vivir. La indagación antropológica de Aristóteles le revela además que el ser humano, al margen de su esencia y naturaleza específicas, posee otro sustrato metafísico inseparable de su constitución natu­ ral: la individualidad. La individualidad es el factor diferenciador de los individuos de una misma especie, y sólo se manifiesta en las especies vivientes. (Los elementos y compuestos químicos carecen de diferenciaciones individuales: un gramo de cobre no se diferencia en nada de otro gra­ mo de cobre; un litro de agua es igual a otro litro de agua). La indivi­ dualidad es además proporcional a la complejidad biológica: se da en grado mínimo en los organismos unicelulares, pero va aumentando a medida que se asciende en la escala de la vida, hasta alcanzar en el hombre su completo despliegue, constituyéndose en un núcleo protagónico que determina su identidad somática y mental. ¿Qué significa este nuevo dualismo generado por la naturaleza y la individualidad? Que todos somos igualmente humanos por nuestra naturaleza, y diferentemente humanos por nuestra in­ dividualidad. El sello de lo individual se manifiesta en toda la configuración somática y psíquica de nuestra especie, al punto que no existen dos personas que tengan un solo rasgo idéntico común, ni en su cuerpo ni en su mente. Pero más decisivo aún es el hecho de que la indivi­ dualidad proporciona también a cada ser humano un registro propio de la realidad, y una manera exclusiva de experimentar la vida. Lógicamente, esa condición genera cierta dosis de relativismo: perceptivo, valorativo y sensitivo. Cada uno de nosotros percibe y siente de una manera propia, cargada de matices, sabores y resonan­ cias que nadie más capta y siente del mismo modo. Cada uno expe­ rimenta distintas reacciones sensoriales y afectivas ante los mismos hechos y situaciones, y tiene por lo tanto distintos gustos y preferen­ cias, aversiones y repugnancias. Sin embargo, el relativismo individual tiene límites, y límites muy precisos, pues la individualidad no anula ni reemplaza en nin­

gún sentido a la naturaleza humana. Al contrario, se sustenta en ella, y es de ella de donde obtiene todas sus variables, impulsos y ener­ gías vitales. La naturaleza humana es algo así como un gran árbol del que brotan sin cesar millones y millones de hojas. Todas las ho­ jas de un árbol son diferentes entre sí, pero todas provienen del ár­ bol, todas se rigen por sus códigos biológicos, todas participan de su forma viviente, y no pueden subsistir desconectadas de ese princi­ pio generativo que les da su ser y su existencia. Podríamos usar otra metáfora para describir la relación entre naturaleza e individualidad, diciendo que la naturaleza humana es la partitura metafísica de nuestra vida, y que esa partitura es la misma para todos, pero que cada uno de nosotros dispone de un instrumen­ to propio para ejecutarla, con distinto temple y sonido. Una partitura común, ejecutada con millones de sonidos diferentes. La individualidad rompe de manera radical la monotonía de la especie humana, haciendo de cada uno de nosotros un hecho único e irrepetible, un hecho absoluto. Y esa condición otorga a cada perso­ na un valor y una dignidad igualmente absolutos. En suma, la individualidad es un componente esencial e inex­ tirpable de nuestro ser. Por lo tanto, ningún intento de mejorar la vi­ da humana puede prosperar al margen de la condición individual del hombre. Todos los colectivismos culturales, sociales y políticos, cua­ lesquiera sean sus propósitos y procedimientos, son aberraciones an­ tinatura. El aplastamiento de la individualidad por cualquier formato igualitario constituye una mutilación extrema, que priva al ser huma­ no de su identidad metafísica y le impide toda experiencia real de la vida. De esta manera, no basta el conocimiento de la naturaleza hu­ mana para mejorar nuestra vida. Necesita ser completado por el co­ nocimiento de la propia individualidad, somática y mental. Pronto veremos que la mejor manera de conocer la propia indi­ vidualidad es ponerla en acción, porque es una configuración natu­ ral diseñada para desplegarse a sí misma a través de la experiencia misma de vivir. Por último, Aristóteles sostiene que el hombre, entre todos los seres del mundo físico, es el que posee la potencia específica mayor y más múltiple, la más amplia constelación de potencialidades.

Este es el punto al que convergen todos sus anteriores desci­ framientos, para esclarecer definitivamente los interrogantes sobre la felicidad humana. Aristóteles ha averiguado ya que la felicidad del hombre de­ pende de lo que haga consigo mismo, con su cuerpo y con su mente. Ahora queda a la vista qué es lo que puede hacer. Tanto nuestro cuerpo como nuestra mente están dotados de numerosas potenciali­ dades naturales. En consecuencia, la clave de la felicidad está en el desarrollo mismo de esas potencialidades, somáticas y mentales. Así, aplicando a la vida humana la ley del acto y la potencia, Aristóteles alcanza definitivamente la certeza de que la felicidad no es sólo un anhelo subjetivo de la conciencia, sino sobre todo un de­ signio de la realidad, que ha dispuesto y organizado todas las cosas, y el ser mismo del hombre, para que ese designio pueda cumplirse. No somos lo que somos, sino lo que podemos ser. Esa es la extraordinaria revelación que se desprende de la condición poten­ cial del ser humano descubierta por la indagación aristotélica. So­ mos un proyecto de nosotros mismos, hecho para avanzar incesante­ mente hacia su propia plenitud natural. Sócrates había dicho: “Conócete a ti mismo”. Era un invita­ ción profunda, orientada al autoconocimiento moral. Por su parte, la psiquiatría moderna ha desarrollado un método de autoconocimiento que considera suficientemente eficaz para sus objetivos terapéuti­ cos: el psicoanálisis. Pero el buceo psicoanalítico, en sus diversas variantes, ha dado escasos resultados, pues en el mejor de los casos sólo proporciona un cuadro histórico de la personalidad. Y ese cua­ dro es a menudo inhibitorio, e incluso paralizante, ya que suele mos­ trar una autoimagen fuertemente negativa, cargada de limitaciones, defectos, frustraciones y tortuosidades psicológicas. Aristóteles dice: “Actívate a ti mismo, y en esa medida te cono­ cerás.” Esa es la condición más real del ser humano. En esa perspec­ tiva, potentemente dinámica, el autoexamen introspectivo queda com­ pletamente sobrepasado por las expectativas futuras de la personali­ dad. De poco sirve saber cómo fue uno en el pasado y cómo es en el presente; cualquier diagnóstico al respecto resulta básicamente erró­ neo, y en gran medida estéril. Lo que importa es desprenderse de los lastres que han gravado la propia personalidad a través de todos los altibajos y errores pretéritos, y desplegarla hacia adelante poniendo enjuego el desconocido caudal de reservas potenciales, somáticas y

psíquicas, que nos ha sido dado para vivir. Conocer lo que uno puede ser, poniéndose en marcha hacia las expectativas aún no desple­ gadas de la propia personalidad, es el único modo real de cono­ cerse a sí mismo, la única terapia verdaderamente eficaz, la única capaz de sacar al ser humano de sus marasmos existenciales y reins­ talarlo en el inagotable dinamismo de la vida. Abordada de esa manera, la activación de sí mismo va hacien­ do desaparecer por sí sola los “nudos” y oscuridades que agobian la mente y la sumen en la infelicidad: miedo, preocupación, angustia, inseguridad, infraestima, depresión, apatía, sensación de fracaso, des­ ánimo, malestar existencial, resentimiento, culpabilidad, etc., etc. Y va haciendo aparecer toda clase de energías restauradoras: deseos de vivir, entusiasmo, lucidez mental, creatividad, capacidad autorrealizadora, capacidad de revertir las circunstancias que se oponen a la vida. Contra lo que podría pensarse, esas nuevas energías van ha­ ciendo también posible un mucho mejor manejo de las opciones prag­ máticas necesarias para el funcionamiento natural de la vida huma­ na. No sólo permiten aprovechar más inteligentemente las oportuni­ dades económicas, laborales, profesionales, etc., sino que además generan una creciente capacidad de crearse oportunidades propias, modificando uno mismo la trama y el curso de los acontecimientos. Más aún: permiten ubicar las experiencias pragmáticas en el verda­ dero lugar que les corresponde, integrándolas a los requerimientos superiores de la vida. Por último, la activación de sí mismo genera una personalidad mucho más apta para interactuar con los demás seres humanos y establecer con ellos auténticos vínculos de amistad. Genera incluso una personalidad mucho más apta para encontrar, consolidar y dis­ frutar el amor. La amistad es esencialmente un encuentro dialéctico de perso­ nalidades, un intercambio recíproco de visiones y experiencias de la vida, mutuamente enriquecedor. Y el amor es el grado más alto de dicho encuentro: es una alquimia de lo masculino y lo femenino, en virtud de la cual un hombre y una mujer se convierten en un “noso­ tros” comprometido indisolublemente en la aventura de vivir. En cualquiera de esas dos opciones, las mejores que pueden darse entre los seres humanos, el nivel de desarrollo de la personali­ dad es el factor decisivo. La amistad y el amor son experiencias de

enriquecimiento vital, y sólo pueden enriquecerse mutuamente las personalidades expansivas, abiertas a un incesante despliegue de sí mismas. Todos los conflictos y fracasos afectivos tienen por causa el choque de personalidades incompatibles o cerradas sobre sí mismas, que se niegan a activarse mutuamente, inmovilizadas en un “soy como soy” refractario al propio mejoramiento, a expandir el yo hacia las ilimitadas expectativas albergadas en la individualidad natural. La autometamorfosis humana lo transfigura todo, dice Aristóte­ les. Transfigura el cuerpo y la mente, los actos y las experiencias. Y se desborda al mismo tiempo hacia el mundo, transfigurando progre­ sivamente sus significados. Es una trayectoria mágica que va abrien­ do una tras otra las promesas ocultas de la realidad. “Hay otro mundo, pero está en éste”, escribió el poeta inglés Paul Eluard. Ese otro mundo es este mismo mundo en que vivimos. Pero no habitamos en él, porque no lo percibimos, porque ha sido reemplazado o adulterado en nuestra conciencia por los modelos cul­ turales, por los formatos sociales y por nuestro falso yo. Lo que per­ cibimos del mundo no es el mundo, lo que percibimos de la vida no es la vida, lo que percibimos de nosotros mismos no somos nosotros mismos. Aristóteles nos dice que el viaje hacia la felicidad es el viaje hacia ese mundo real que está potencialmente a nuestro alcance, es­ perando que lo hagamos aparecer mediante nuestra propia metamor­ fosis, somática y mental. Con ese hallazgo (que parece el huevo de Colón, pero no lo es), Aristóteles abre de par en par las puertas de la vida. Es como encender por fin la luz en el laberinto a oscuras por el que transita­ mos casi todos los seres humanos, buscando a tientas algo que no logramos encontrar. Al fin de cuentas, lo que hace Aristóteles es dilucidar científi­ camente —no con la limitada óptica del empirismo científico, sino con la penetrante clarividencia de la ciencia metafísica—el perpetuo conflicto humano entre el bien y el mal. El bien y el mal son las dis­ yuntivas incesantes de nuestra vida, las opciones antagónicas de cada momento de nuestra existencia. El bien es lo que necesitamos y de­ seamos, lo que nos proporciona experiencias satisfactorias de noso­ tros mismos y del mundo. El mal es lo que nos daña y nos hace su­ frir. Estamos siempre enfrentados a ese dualismo de opuestos, en cada uno de nuestros actos y de nuestros hechos de conciencia. Son las dos alternativas invariables de nuestra libertad.

El bien y el mal son también las disyuntivas fundamentales de todas las éticas religiosas. Pero ninguna de ellas nos proporciona es­ clarecimientos científicos sobre nuestra operatoria moral, como lo hace Aristóteles. Su análisis antropológico nos muestra punto por punto cómo está constituido y cómo funciona el ser humano, en cada uno de sus procesos somáticos y mentales. El cuerpo y la mente quedan puestos al descubierto como un prodigioso laboratorio de experiencias interconectadas entre sí, cuyo exacto conocimiento per­ mite gobernar inteligentemente la propia vida y extraer de ella sus mejores expectativas, albergadas potencialmente en nuestro propio diseño natural. Por supuesto, el proceso activador puede ser obstruido o impe­ dido por muchas circunstancias contingentes: miseria, enfermeda­ des, carencia de educación, restricciones a la libertad, etc. Pero el diseño humano natural está hecho para expandir todas sus potencia­ lidades, y cuando no encuentra factores que se le opongan, puede desplegarse sin restricciones hacia todas las opciones de la vida. No conozco mejor perspectiva que ésta para el género humano. (Otra cosa pueden ser las expectativas sobrenaturales proclamadas por una religión como el cristianismo). En esta perspectiva, ya no estamos solos y perdidos en el mundo, sin saber qué hacer con nues­ tro deseo de ser felices. Estamos respaldados por toda la realidad, que está metafísicamente organizada para hacernos posible ese des­ tino. El mundo, que para el materialismo moderno es un sistema impersonalmente mecánico, ajeno a todos nuestros anhelos, se con­ vierte con Aristóteles en un orden hecho para nosotros, en un indes­ tructible aliado de lo humano, en un hogar potencial, que depende de nosotros hacer nuestro. Una de las condiciones de la felicidad es poder habitar el mun­ do como una morada humana. El mundo transformable por el hom­ bre en morada humana es otra de las prodigiosas posibilidades abier­ tas por la ética aristotélica. Esa posibilidad puede darse en todos los planos, grados y circunstancias, tanto individuales como sociales. Más aún, es nuestra única esperanza de restaurar esta civilización en la que hoy vivimos. Reconozco que una restauración de esa natura­ leza es altamente improbable, pues requeriría una apertura colectiva de muchas conciencias humanas. Pero no es de ninguna manera utó­ pica. Puede hacerse real gracias a las potencialidades naturales del hombre y del mundo, metafísicamente diseñadas para avanzar de la potencia al acto.

De lo difícil a lo fácil. Del desagrado al placer. ¿Cómo se desarrollan las propias potencialidades? Simplemen­ te, poniéndolas en acción, haciéndolas “trabajar” una y otra vez, de manera reiterada y sostenida. Sólo así se van convirtiendo gradual­ mente en acto. Ese proceso se rige por una doble ley dinámica. En primer lugar, va de lo difícil a lo fácil. El comienzo requiere cierto grado de esfuerzo, mayor o menor. Es lento, torpe, impreciso, plagado de errores e intentos infructuosos. Pero a medida que se persiste en la acción, se van logrando avances y resultados, se va ad­ quiriendo cada vez una mayor fluidez y eficacia operativas. Al final, la potencia alcanza su pleno desarrollo, y entonces los factores se invierten: lo difícil se convierte en fácil; los escasos logros del co­ mienzo se convierten en rendimiento máximo. Ese dinamismo se cumple en la adquisición de todas las des­ trezas humanas, incluso en las destrezas técnicas. Un concertista en piano empieza en la casi absoluta torpeza de sus dedos, y termina en una prodigiosa capacidad de ejecutar las más arduas partituras, sin el menor esfuerzo. Un gimnasta empieza en la torpeza de su cuerpo, y termina en la capacidad de realizar toda clase de acrobacias, sin que le cueste nada hacerlas. Un nadador puede empezar por los ru­ dimentos más elementales de la natación -aprender a flotar-, y ter­ minar en el completo dominio de todos los estilos. Lo mismo ocurre con todo el resto de las destrezas humanas. Pero nuestro campo potencial no es sólo el de las destrezas fí­ sicas. Es mucho más el de las capacidades mentales. También la in­ teligencia, la voluntad, la sensibilidad, la creatividad, están regidas por el mismo dinamismo activador. Y es en ese territorio donde se juega, más que en ningún otro, la posibilidad del autocrecimiento. La segunda ley de la potencialidad es la transición progresiva de lo penoso a lo placentero. A medida que se va desplegando, la po­ tencia va generando una creciente satisfacción: la de su propio desa­ rrollo. Esa satisfacción no es imaginable de antemano; sólo puede constatarse experimentándola en el proceso mismo de avance de la potencia hacia su propio acto. La máxima satisfacción es la que produce el crecimiento equi­ librado y armónico de la propia personalidad, en el que intervienen

simultáneamente la inteligencia, la voluntad, los sentimientos, la sensorialidad, la sensibilidad estética, la creatividad y las capacida­ des de acción; en suma, todo el equipamiento natural del hombre. En último término, la ética aristotélica nos dice que el secreto de la felicidad está en la excelencia humana, somática y mental. Uno de los libros de psicología de mayor éxito en este último tiempo es La inteligencia emocional, de Daniel Goleman. A mi jui­ cio, lo más notable de esta obra es que todo lo que allí revela Goleman sobre los entretelones mentales y orgánicos de la sensibilidad huma­ na coincide absolutamente con la antropología aristotélica. También Goleman habla en dicho libro de la excelencia huma­ na, en un capítulo titulado Flujo: la neurobiología de la excelencia. Y señala al respecto lo mismo que Aristóteles: la excelencia produ­ ce un estado de satisfacción extraordinariamente intenso, imposible de imaginar por nadie que no lo haya experimentado por sí mismo. Dice Goleman: “Un compositor describe así los momentos en que su trabajo alcanza el punto óptimo: “Uno se encuentra en un estado extático, hasta el punto en que siente que casi no existe. He experimentado esto una y otra vez. Mi mano parece desconectada de mi propio ser, como si yo no tuviera nada que ver con lo que está sucediendo. Simplemente me quedo sentado, en un estado de admiración y desconcierto. Y todo fluye por sí mismo ” “Esta descripción es notablemente parecida a la de cientos de hombres y mujeres -alpinistas, campeones de ajedrez, cirujanos, ju ­ gadores de básquet, ingenieros, gerentes, e incluso archivistas-, cuan­ do hablan de los momentos en que se han superado a sí mismos en su actividad preferida. El estado que describen recibe el nombre de “flujo” en los trabajos de Mihaly Csikszentmihalyi, psicólogo de la Universidad de Chicago que ha reunido durante dos décadas de in­ vestigación estos testimonios de desempeño óptimo. Los atletas co­ nocen este estado de gracia como “la zona”, en el que la excelencia no requiere ningún esfuerzo; la multitud y los competidores desapa­ recen, felizm ente absorbidos por ese momento. Diane RoffeSteinrotter, que obtuvo una medalla de oro en los Juegos Olímpicos de Invierno de 1994, dijo al terminar su participación en una carrera

de esquí que no recordaba nada, salvo haber estado inmersa en la relajación: “Me sentía como una cascada”.” “Esta es una experiencia magnífica: el sello del flujo es una sensación de deleite espontáneo, incluso de embeleso. Es un estado en que la gente queda profundamente absorta en lo que está hacien­ do, dedica una atención exclusiva a su tarea, y su conciencia se fun­ de con sus actos.” “...el estado de flujo se caracteriza por la ausencia del yo. Pa­ radójicamente, la persona que se encuentra en ese estado muestra un perfecto control de lo que está haciendo, y sus respuestas guardan perfecta sintonía con las cambiantes exigencias de la tarea. Y aun­ que alcanza un desempeño óptimo mientras se encuentra en ese es­ tado, no le preocupa cómo está actuando, ni piensa en el éxito o en el fracaso. Lo que la motiva es el puro placer del acto mismo.” “1^1 placer espontáneo, la gracia y la efectividad que caracteri­ zan el estado de flujo son incompatibles con los asaltos emociona­ les, en los que el ataque límbico se apodera del resto del cerebro. La calidad de atención durante el estado de flujo es relajada, aunque sumamente concentrada. Se trata de una intensidad muy distinta del esfuerzo que hacemos para prestar atención cuando estamos cansa­ dos o aburridos, o cuando nuestra concentración se ve acosada por sentimientos inesperados, como la ansiedad o la ira.” “El estado de flujo carece de estática emocional, salvo por un sentimiento irresistible y altamente motivador, de suave éxtasis. Ese éxtasis parece ser un producto derivado de la atención, que es un prerrequisito del estado de flujo. En efecto, la literatura clásica de las tradiciones contemplativas describe estados de ensimismamien­ to que se viven como pura beatitud: un estado de flujo inducido ex­ clusivamente por la concentración intensa.” “... una clave del estado de flujo es que se produce sólo cuan­ do la capacidad está en su apogeo, las habilidades están bien ensa­ yadas y los circuitos nerviosos son absolutamente eficientes.” Como vemos, los efectos de la excelencia señalados por Da­ niel Goleman son los mismos señalados por Aristóteles: ausencia de esfuerzo, rendimiento óptimo, máxima satisfacción. Todas las potencialidades humanas, somáticas y mentales, es­ tán hechas para la excelencia, y por lo tanto pueden alcanzar progre­ sivamente niveles operativos cada vez más altos. Ese proceso, cuyo único conductor es uno mismo, genera por sí solo la satisfacción de

vivir, y un paladeo cada vez más real de la felicidad. Sin embargo, hay que tener cuidado con la búsqueda de la pro­ pia excelencia, porque puede caer en dos equívocos que la convier­ ten inevitablemente en un proceso antinatural. El primer equívoco es buscar la excelencia personal con el pro­ pósito de ser superior a los demás, de destacarse por encima de los otros para obtener su admiración, su aplauso o reconocimiento, o para lograr recompensas económicas. Esa es la dinámica del ego, corrompido por el espejismo del éxito; la dinámica pragmática, que procura desarrollar los talentos individuales sólo porque tienen va­ lor de mercado o porque permiten ascender en el status social: talen­ tos profesionales, artísticos, intelectuales, deportivos; talentos crea­ dores en cualquier área de la actividad humana. La superioridad pragmática no es propiamente excelencia hu­ mana, y puede llegar a constituir un logro patológico, obtenido a costa de todo el resto de la personalidad. La historia de los talentosos -artistas, escritores, deportistas, científicos, hombres de negocios, etc.- abunda en personajes afectados por graves anomalías del ca­ rácter: vanidosos, arribistas, conflictivos, egocéntricos, neuróticos, incapaces de manejar inteligentemente sus propias vidas. En último término, seres bastante desgraciados a pesar de su talento. La excelencia humana puede incluir el talento, pero es esen­ cialmente la excelencia de la personalidad, es decir, la excelencia moral. Es la capacidad somática y mental de extraer de la vida lo mejor que la vida tiene disponible para uno mismo. El segundo equívoco es convertir la búsqueda de la propia ex­ celencia en un deber, en un imperativo forzoso a la manera kantiana, en una especie de obediencia a un mandato que uno cree emanado de algo o de alguien distinto de uno mismo (Dios, la sociedad, e incluso el propio ego, que también es un ser ajeno al verdadero yo). Si la excelencia se toma como un deber o un mandato, el proceso aborta, porque en lugar de producir la expansión vital, lo que genera es angustia, preocupación, miedo o culpa, es decir, la sensación de que uno está siendo enjuiciado por algún “tribunal” severo e impla­ cable, cuyo veredicto le será siempre adverso. La verdad es que no hay ningún tribunal al que uno deba “ren­ dir cuentas” de su itinerario de autocrecimiento. (Ni siquiera Dios

asume aquí el carácter de juez; al contrario, es un “cómplice” de esa aventura, y el mejor de todos). De esta manera, la activación de sí mismo es un viaje que sólo encuentra su rumbo correcto cuando está impulsado por el limpio deseo de ser más humano y de paladear me­ jor la vida. Por lo tanto, debe apelar exclusivamente a los propios impulsos naturales, que son el dinamismo activador de todas nues­ tras potencialidades, psíquicas y somáticas. Ese es en la ética aristotélica el criterio orientador de todo el proceso: escuchar la voz de las propias potencialidades. Es una voz inequívoca, porque se manifiesta en la auténtica satisfacción huma­ na. Y no existe otra manera de obtener verdadera satisfacción humana que hacer lo que calza con la propia naturaleza y con la propia identidad natural. Dicho en otras palabras, el único criterio que siempre acierta es hacer lo que a uno realmente le gusta hacer, lo que le hace bien de verdad, sin mentirse ni engañarse a sí mismo, sin autoconvencerse de que le gusta lo que no le gusta, sin acatar servilmente los gustos prescritos por los demás o por los modelos culturales y sociales. Ese reencuentro consigo mismo no es casi nunca fácil. Porque requiere desprenderse poco a poco de los hábitos mentales y orgáni­ cos artificialmente adquiridos, enquistados y endurecidos en la mente y en el cuerpo como una errónea arquitectura de la personalidad, “el falso sí mismo” de Ronald Laing. Pero también hay que tener cuidado con esto de los impulsos naturales. Seguir los impulsos naturales no es de ninguna manera dar rienda suelta a todos los deseos que uno experimenta, porque hay muchos deseos que no emanan de nuestra naturaleza ni de nues­ tra individualidad, sino que son deformaciones, en diversos grados, de nuestros genuinos dinamismos psicosomáticos. El desenfreno de los deseos es una patología antinatura, que produce invariablemente el descalabro del proceso y el deterioro de la propia personalidad. El desarrollo máximo de una potencia es denominado por Aris­ tóteles arelé, término que en latín fue traducido a la palabra virtus, y en castellano a la palabra virtud. “Virtud” es otra de las palabras equívocas de nuestro tiempo. Cuando se aplica a una destreza técnica, conserva aún su significado original, y se considera una señal de superioridad de quien la posee.

Un “virtuoso” del fútbol, un “virtuoso” de la música, un “virtuoso” de la computación, son considerados hoy personas excepcionales, dignas de respeto y admiración. Pero cuando se aplica a las cualida­ des morales, evoca significados extremadamente antipáticos: moji­ gatería, pusilanimidad, estrechez de criterio, rigidez mental. Esa degradación es obra exclusiva del moralismo, que exaltó como “virtudes morales” las patologías de la personalidad genera­ das por su morbosa reglamentación de las conductas humanas. Así la virtud moral, en lugar del potente significado que tiene en la areté aristotélica, y en general en toda la filosofía griega, ha quedado de­ gradada al despreciable significado que le impuso el moralismo du­ rante los últimos cuatro siglos de la historia de Occidente. Creo que ya nada se puede hacer para rescatar la palabra “vir­ tud” de su actual envilecimiento en el plano moral. Por eso he prefe­ rido usar en su lugar la expresión “excelencia operativa”, que a mi juicio equivale satisfactoriamente a la areté aristotélica. La areté es un hábito autoadquirido, dice Aristóteles. Una capacidad operativa estable, una consolidación de la potencia en su más alto nivel de desarrollo, gracias a la cual puede obrar una y otra vez con la misma facilidad, eficacia y rendimiento óptimo, experi­ mentando al mismo tiempo el placer de su propia acción. Pero una vez alcanzada, hay que continuar ejercitándola en ese mismo nivel. Si eso no ocurre, se va deteriorando, regresando progresivamente a su estado inicial de pura potencia. El análisis que hace Aristóteles de las potencialidades huma­ nas y de los efectos que producen en la personalidad cuando alcan­ zan su máximo desarrollo, es múltiple y complejo, porque el ser hu­ mano es así: múltiple y complejo. No es posible exponer aquí esa complejidad, de modo que señalaré lo que a mi juicio es sustancial para los propósitos de este libro. Las potencialidades somáticas La potencialidad corporal básica es la salud, que puede definirse como el estado en que el cuerpo humano posee íntegramente todos sus componentes orgánicos, y cada uno de esos componentes cum­ ple satisfactoriamente sus funciones naturales. El efecto perceptible

de la salud es el bienestar físico. Pero un cuerpo sano es sólo el comienzo de sus potencialida­ des. Es sobre todo un centro potencial de capacidades de acción, de adquisición progresiva de toda clase de destrezas, cuya variedad y límites no son de antemano predecibles. Para hacernos una idea de las potencialidades de nuestro cuer­ po, pensemos en las destrezas corporales que permite desarrollar cualquier actividad humana: el trabajo, las especialidades profesio­ nales, el arte, el deporte, las relaciones sociales, el lenguaje, el can­ to, el baile, la ejecución de instrumentos musicales, y así hasta el infinito. Destrezas visuales, auditivas, olfativas, táctiles, gustativas. Destrezas de las manos, de los brazos, de las piernas, de todo el cuerpo. No es posible enumerar aquí las potencialidades del cuerpo hu­ mano; la lista sería de hecho interminable. Lo importante, a mi jui­ cio, es que cada cual tome conciencia de que constituyen un campo de acción sin límites conocidos, y que luego averigüe cuáles son las potencialidades físicas para las que está mejor dotado y las active en la medida en que le sea posible. Será casi inevitable que en tal caso tenga que elegir, pues las potencialidades del cuerpo sobrepasan la capacidad humana de activarlas todas al mismo tiempo. Pero podrá darse el gusto de desarrollar las que le provocan un mayor deseo de hacerlo, las que mejor calzan con sus aptitudes y preferencias, las que en último término le producen una mayor satisfacción natural. Es desconcertante constatar la incontable cantidad de personas que desperdician sus potencialidades somáticas manteniéndolas in­ activas, y cuán fácilmente encuentran excusas para justificar esa pa­ sividad. Argumentos tales como “no tengo tiempo”, “me gustaría, pero no sé cómo”, “he tratado, pero me falta constancia”, y muchos otros del mismo estilo perpetúan a muchos seres humanos en un es­ tado somático larvario, que reduce al mínimo sus experiencias cor­ porales, privándolos de las auténticas satisfacciones que podrían pro­ porcionarles. El cuerpo inactivo, el cuerpo habituado a un mezquino reperto­ rio de operaciones siempre idénticas, origina también un mezquina experiencia de la vida. La ley de las potencialidades nos invita a usar nuestro cuerpo como instrumento de incesantes aventuras so-máticas, en las que también se esconden las promesas de la felicidad. Pero las potencialidades de nuestro cuerpo no se agotan en la

adquisición de destrezas. Porque el cuerpo humano es, por encima de todo, el ámbito viviente en el que experimentamos las sensacio­ nes, las emociones, los sentimientos y los estados de ánimo, en el que paladeamos los innumerables sabores de la vida. Ese ámbito es también potencial. Por lo tanto, podemos mejo­ rarlo gradualmente. Pero para saber cómo lograr ese mejoramiento, necesitamos conocer primero las potencialidades de nuestra mente. Porque es la mente la que determina el valor y la calidad de todo lo que sentimos en cada momento de nuestra existencia. Las potencialidades mentales Entramos aquí en el escenario central de la vida humana. Un escenario habitado por un gran protagonista: la inteligencia. Para Aristóteles, la inteligencia es no sólo la facultad más alta del hombre, sino la facultad totalizadora, a la que concurren y en la que se hacen humanas todas las experiencias de la mente y del cuer­ po. Es la sede de la conciencia, en la que el yo se percibe a sí mismo, en su identidad y en todos sus procesos vitales. Incluso lo que regis­ tramos con nuestros sentidos, externos e internos, sólo se convierte en registro real cuando ingresa en la inteligencia, cuando se trans­ forma en un hecho de conciencia. Esencialmente, la inteligencia es la facultad que permite perci­ bir, conocer y entender la realidad. Y es inagotablemente potencial, es decir, ilimitada. Siempre puede progresar, siempre puede conocer y entender más. Siempre puede penetrar y atrapar mejor los secretos visibles e invisibles de las cosas. Pero la inteligencia no sólo está hecha para entender, sino so­ bre todo para saborear el conocimiento como una experiencia mági­ ca, no como una simple acumulación de datos objetivos -científi­ cos, técnicos, funcionales, pragmáticos, etc.-, que es el modo de conocer cartesiano, típicamente moderno. Está hecha para maravi­ llarse del mundo y de la vida. Y también para abrirse paso en las circunstancias, para detectar en el tumulto del acontecer externo y en el tumulto de los hechos de conciencia lo que sirve para vivir y lo que no sirve, lo que conduce y lo que no conduce a la felicidad. Está hecha para alumbrar la realidad y extraer de ella todos sus significa­

dos y promesas. Ese es el verdadero conocimiento, esa es la auténti­ ca función de la inteligencia, el viaje sin límites al que está llamada. Y si lleva a cabo ese viaje según su propia naturaleza, se conecta vitalmente con la realidad y encuentra la felicidad de conocer. La moderna visión científica de la inteligencia humana, predo­ minantemente empírica y materialista, no ha logrado atrapar su au­ téntica naturaleza, ni tampoco sus articulaciones metafísicas. De esta manera, ha propuesto diversas teorías que pretenden definirla y ex­ plicarla como un mero sistema reactivo de respuesta a los estímulos recibidos del exterior, como un mecanismo funcional de adaptación al medio. Y observando esas respuestas, ha constatado que son de diverso tipo, según el tipo de estímulos, y que hay individuos mejor dotados que otros para cierta categoría de estímulos. Se ha desarro­ llado así la teoría de las “inteligencias funcionales”, que clasifica la inteligencia según el área de la realidad en la que muestra mayor capacidad: inteligencia matemática, inteligencia lógica, inteligencia científica, inteligencia técnica, inteligencia artística, inteligencia so­ cial, inteligencia organizativa, inteligencia comercial, inteligencia política, etc., etc. Los hechos muestran que efectivamente existen esas diversas inteligencias, de modo que la teoría funcional parecería ser acertada. Pero Aristóteles señala que la inteligencia humana es una e in­ divisible, y que está dotada para descifrar y entender todos los ámbi­ tos de la realidad. ¿Por qué existen entonces las llamadas inteligencias funciona­ les o especializadas? La explicación está contenida virtualmente en la propia teoría epismológica de Aristóteles. La inteligencia está hecha para cono­ cerlo todo, pero sólo se activa en cada persona en la medida en que ésta percibe alguna zona de lo real como una expectativa de obtener algo provechoso para sí misma, de cualquier naturaleza que sea. Si alguien cree o siente que algún ámbito de lo real carece de ese atrac­ tivo, su inteligencia no experimenta ningún interés por conocerlo. Queda literalmente inerte, en una especie de punto muerto. En otras palabras, la inteligencia se activa también por el deseo. Cuando algún ámbito de la realidad es percibido como un te­ rritorio del que se puede extraer algo útil o beneficioso para uno mismo, se genera automáticamente el deseo de conocerlo. Entonces

y sólo entonces la inteligencia se pone en marcha para descifrarlo, y opera con todos sus recursos. De esta manera, las diferenciaciones funcionales de la inteli­ gencia no responden a una condición congénita, sino a una percep­ ción adquirida respecto del significado y el valor que tienen para cada individuo las diversas zonas de la realidad. Si alguien no percibe en las matemáticas nada que pueda ser­ virle para su propia vida, su inteligencia se negará a indagar el mun­ do de las matemáticas. Lo mismo le sucederá con la química, la físi­ ca, la biología, la historia, la literatura, la filosofía, o cualquier otra área del conocimiento. Esa es la causa de que existan las llamadas “inteligencias fun­ cionales”. No nacen de “especializaciones” congénitas e intrínsecas de la inteligencia, sino del significado humano que tienen para cada persona las distintas áreas del conocimiento. Y es dicho significado el que origina los gustos y preferencias cognoscitivas. Pero las pre­ ferencias cognoscitivas son adquiridas, y pueden ser modificadas. De hecho, así ocurre a menudo. Cada vez que alguien descubre el atractivo de una zona de la realidad que antes carecía para él de todo valor y significado, su inteligencia se activa automáticamente para indagarla y entenderla. Ese dinamismo metafísico de la inteligencia explica los ma­ gros resultados de casi todos los programas educativos modernos, y el desgano y la desidia de tantos alumnos ante muchas de las mate­ rias de estudio oficialmente establecidas por esos programas. Hay actualmente un sinnúmero de alumnos que se aburren con las mate­ máticas, la biología, la química, la historia, la literatura; con toda la enseñanza que reciben en los establecimientos educacionales. Y hay también muchos que rinden más en algunos ramos que en otros. La óptica positivista concluye que algunos están mejor dotados para ciertas áreas, y que otros no están dotados para ninguna. Esa óptica desconoce por completo el verdadero dinamismo de la inteligencia y del conocimiento. La inteligencia se activa por el deseo de cono­ cer, y el deseo de conocer se activa en la medida del valor que tenga para uno mismo algún ámbito de la realidad. Y todos los ámbitos de la realidad tienen valor real para el ser humano y para su vida. Pero la educación oficial “apaga” el valor humano de la realidad, y con­ vierte el conocimiento en un “deber”, o a lo sumo en un requisito para obtener logros pragmáticos en el futuro. Y cuando el conoci­

miento se vacía de atractivos propios y se convierte en un deber, o en un requisito para otra cosa, la inteligencia se “retira”, se declara en estado de inacción. Si algún educador positivista evalúa esa actitud desde fuera, concluirá que el sujeto no está “dotado” para conocer (esta o aquélla área del conocimiento), y se aferrará a la hipótesis de las inteligencias funcionales, sin percibir que la limitación está en la enseñanza y no en el alumno. En la teoría epistemológica de Aristóteles, el ser humano está capacitado para conocerlo y entenderlo todo. Pero la activación de esa potencialidad irrestricta depende de sus deseos, y sus deseos de­ penden de sus percepciones valorativas. Evidentemente, la capacidad de conocer y entender es distinta en cada ser humano. Pero en cada uno de nosotros existe en estado potencial, y todos podemos desarrollarla en un grado superior a cual­ quier expectativa que podamos hacernos al respecto. No se trata sin embargo de convertirse en especialista en una o más áreas del cono­ cimiento, sino de aprender a pensar, a descubrir por cuenta propia los hilos ocultos que configuran la urdimbre lógica de la realidad. Ese aprendizaje no lo proporciona ninguna de las disciplinas especí­ ficas en que la cultura empirista de Occidente ha fragmentado el conocimiento, convirtiéndolo en un archipiélago de islotes desco­ nectados entre sí. Sólo puede proporcionarlo la reflexión metafísica, que atrapa los códigos esenciales de la realidad y que desde ahí alum­ bra todos los demás territorios del saber humano, pues todos se ri­ gen por esas mismas leyes invisibles, que constituyen la trama de fondo del mundo. No existe mejor alternativa para el desarrollo de la inteligencia que la reflexión filosófica. Todos podemos ingresar en esa dinámica mental, y a través de ella alcanzar al menos un conocimiento sufi­ ciente para conectarnos vitalmente con la realidad y para manejar inteligentemente nuestra propia vida. Así, la aventura de pensar tiene un objetivo fundamental, para el que todos estamos capacitados: aprender a vivir. Los demás son territorios complementarios y op­ tativos, en los que cada cual podrá adentrarse en la medida de su propias capacidades y preferencias cognoscitivas.

El examen que lleva a cabo Aristóteles de los modos de cono­ cer de la inteligencia humana y de las operaciones orgánicas y men­ tales que intervienen en los procesos del conocimiento, es tan exten­ so y completo como todo el resto de sus análisis antropológicos. Hay modos de conocer empíricos, que captan la singularidad y las características físicas de las cosas, y modos de conocer abstrac­ tos, que extraen de las percepciones empíricas la trama oculta de la realidad: esencias, naturalezas, leyes fenoménicas, códigos metafí­ sicos, etc. En cuanto a las operaciones del conocimiento, se cumplen en dos planos exactamente delimitados. El primero es el de las percep­ ciones sensoriales (todo conocimiento se inicia en los sentidos, dice Aristóteles). El segundo, donde se da propiamente el proceso de en­ tender, tiene lugar en la inteligencia, que examina la masa de datos singulares que le proporcionan los sentidos y elabora a partir de esos datos conceptos y juicios que le permiten conocer qué son las cosas y cuáles son sus respectivas características, propiedades y modos de obrar específicos. Ese procesamiento mental se sirve de toda clase de razonamientos, inductivos y deductivos, y alcanza su grado más alto en la intuición. (Coincidiendo básicamente con Aristóteles, el Diccionario de la Real Academia Española define así la intuición: “Facultad de com­ prender las cosas instantáneamente sin necesidad de razonamien­ to.”). Aunque la extensión de este libro no permite exponer en deta­ lle la epistemología aristotélica, considero importante destacar al­ gunas áreas operativas de la inteligencia cuya activación es determi­ nante para el auténtico desarrollo de la personalidad. Una de esas áreas es la que podríamos denominar inteligencia de la acción. Dijimos al comienzo de este capítulo que la tarea mayor de la inteligencia humana es descubrir los códigos metafísicos de la reali­ dad. Ahora bien, esos códigos, pese a ser fundamentales, no bastan por sí solos para orientarnos en la aventura de vivir. Porque vivir es actuar, y actuar es abrirse paso en la heterogénea maraña de hechos y circunstancias concretas que cada uno de nosotros enfrenta día a día en su propia existencia. También esos hechos y circunstancias se rigen por la lógica de fondo de la realidad, pero agregan a esa lógica esencial una lógica complementaria: la de los factores contingentes

que configuran su propia singularidad. La inteligencia de la acción permite descubrir la lógica singu­ lar y contingente involucrada en cada hecho y circunstancia, y esco­ ger la alternativa más eficaz, la que dará mejores resultados. Y capa­ cita además para elegir, en el plano de las grandes decisiones, las que contribuirán en mayor medida a mejorar la propia vida. Es un aprendizaje progresivo, de constante ensayo, evaluación y replan­ teamiento del propio actuar según los resultados obtenidos, que va habituando a la inteligencia a percibir cada vez más nítidamente las opciones de acción más válidas en cada caso. La inteligencia de la acción no se adquiere por el simple hecho de actuar. Todos actuamos, momento a momento de nuestra vida, pero hacerlo inteligentemente es algo que necesitamos aprender. La clave está en convertir nuestros propios actos en un itinerario de aprendizaje para actuar mejor en el futuro. Ese aprendizaje re­ quiere examinar los efectos que van produciendo las propias accio­ nes, y reorientar según eso las actuaciones futuras, dejando de hacer lo que no ha funcionado y privilegiando lo que ha dado efectivos re­ sultados. Y requiere asimismo ampliar gradualmente el campo de las propias experiencias mediante nuevas acciones, no intentadas ante­ riormente, aplicándoles el mismo criterio evaluatorio. Así se va al­ canzando un discernimiento cada vez más lúcido respecto de cómo manejar la propia vida, tanto en las circunstancias más corrientes y cotidianas como en las encrucijadas de mayor trascendencia. En definitiva, la inteligencia de la acción sólo se adquiere en la medida en que sometemos todos nuestros actos al veredicto de la realidad, para que sea la realidad misma la que nos enseñe a actuar cada vez más acertadamente y con mejores resultados. Otra área igualmente determinante es la inteligencia de las sensaciones, sentimientos, emociones y estados de ánimo. Pero la abordaremos un poco más adelante, cuando examinemos las poten­ cialidades psicosomáticas. Ahora me limito a mencionarla, pues cons­ tituye el escenario de operaciones más decisivo de nuestra inteligen­ cia, en el que se juega directamente nuestra posibilidad de lograr mejores experiencias de la vida. Una tercera área es la inteligencia creadora. La creatividad humana no es absoluta. Crear en sentido absolu­

to es producir algo de la nada, y eso sólo puede hacerlo Dios. Pero el hombre está capacitado para crear de una manera relativa, usando los recursos y dinamismos de la naturaleza, o las creaciones ya genera­ das por las civilizaciones y las culturas, para producir cosas nuevas, o nuevos modos de operar y funcionar de las cosas que ya existen. La creatividad puede darse no sólo en las grandes áreas del que­ hacer humano: el pensamiento, el arte, la literatura, la ciencia, la tec­ nología, la arquitectura, el urbanismo, el orden político, el orden ju ­ rídico, los sistemas y organizaciones sociales, etc., sino también en todo lo que hacemos en el plano personal: nuestro trabajo, nuestro modo de vivir, nuestro modo de hacer las cosas, de relacionarnos con los demás, de usar nuestro tiempo y nuestros recursos. Podemos ser creativos en nuestras ideas, en nuestros proyectos, en nuestros gustos y aficiones. Creativos en la amistad y en el amor. La capacidad creadora de la inteligencia humana es ilimitada. Y como ocurre con todas nuestras potencialidades, se desarrolla po­ niéndola en acción, intentando una y otra vez opciones innovadoras en los distintos ámbitos de nuestro quehacer. No importan los esca­ sos logros y fracasos iniciales; poco a poco, a medida que se persiste en esos intentos, se va generando por sí sola una inventiva cada vez mayor, que va enriqueciendo la personalidad y proporcionando nue­ vas satisfacciones. Esa es la experiencia de muchas personas que han alcanzado altos grados de creatividad en su propia vida. Un requisito indispensable para el desarrollo de la creatividad es la distensión mental. Si uno se propone ser más creativo tomán­ dolo como un deber, como un imperativo de conciencia obligatorio, es casi seguro que el intento fracasará. El mejor método es tomarlo como un juego, como una excitante exploración de nuevas opciones personales, en la que no importan tanto los resultados como el pla­ cer mismo de la búsqueda. Paradojalmente, en la medida en que uno deja de preocuparse por los resultados y se concentra en la satisfac­ ción de explorar, los resultados se van dando por sí mismos. La creatividad es una función natural de la inteligencia, y una necesidad básica de la vida humana. Estamos hechos para humani­ zar cada vez más el mundo y la vida, y la creatividad es la mejor manera de llevar a cabo ese proceso. Probablemente, no existe otra manera.

Una cuarta área es la inteligencia estética. Sólo el hombre, entre todos los seres vivos, puede percibir la belleza. Los simples animales carecen de todo registro estético de la realidad, porque ese registro es una operación exclusiva de la inteli­ gencia. La belleza es definida por Aristóteles y por Tomás de Aquino como “el esplendor del ser”. Es algo así como un aura mágica, en la que percibimos no ya el valor utilitario de las cosas, ni sus caracterís­ ticas objetivamente inteligibles, sino el carácter portentoso y admi­ rable de sus cualidades empíricas, captadas a través de los sentidos. Su efecto en la inteligencia es el encantamiento, una percepción deslumbrada de cierta sustancia inasible pero potentemente real alber­ gada en las cosas, cuyas articulaciones no logramos identificar, y que sin embargo nos conmocionan profundamente, produciéndonos estados de admiración y de hechizo mental, acompañados de una in­ tensa satisfacción que en ciertos casos llega a inundar por completo la conciencia. Se ha intentado definir la belleza de muchas maneras: como una conjunción armónica de elementos (figuras, colores, sonidos, movimientos, etc.); como un orden inmanente, unificador de lo di­ verso; como el contraste equilibrado de los opuestos; como un algo­ ritmo matemático, etc. Cualquiera sea la definición exacta, la belle­ za es una cualidad de lo real que, más que entenderse, se siente, y se siente como un deslumbramiento, como uno de los estados más gra­ tificantes de la conciencia. La belleza no sólo existe en el mundo natural. También puede ser producida por el hombre, mediante la creación artística. La inteligencia estética nos permite tanto percibir la belleza co­ mo crearla a través del arte. En ambos casos, alcanzamos una per­ cepción superior de la realidad, una percepción “erótica” que transfi­ gura las sensaciones, sentimientos, emociones y estados de ánimo. Todos los seres humanos tenemos una necesidad natural e ins­ tintiva de belleza. La buscamos en todas nuestras percepciones del mundo exterior y en todo lo que creamos con nuestras manos. El ins­ tinto estético puede ser deformado de muchas maneras: por la apatía, la rutina mental, la vulgaridad o el mal gusto, pero es consustancial a la conciencia. Hasta las personas aparentemente más insensibles a la belleza se rodean de ciertas cosas que consideran “lindas” y recha­ zan otras que consideran “feas”, lo que demuestra que poseen igual­

mente instinto estético, aunque se encuentre en gran medida apagado por las atrofias de la propia personalidad. La capacidad de percepción estética es tan desarrollable como todas las demás capacidades de la inteligencia. Es también un pro­ ceso de autoaprendizaje, para el que todos estamos dotados, de acuer­ do a las singularidades de nuestra individualidad. Una última área de la inteligencia que creo necesario destacar aquí, y más que ninguna otra, es la inteligencia de lo trascendente. Lo trascendente es lo que está más allá de todas las opciones que puedan darse para el ser humano en este mundo. Es la expecta­ tiva de la inmortalidad, y sobre todo la del encuentro directo con lo Absoluto, con eso a lo que las religiones y el pensamiento metafísico han dado el nombre de Dios. Pero de esa expectativa hablaremos al final de este libro. Existe en la mente humana una segunda facultad operativa, sustancialmente asociada a la inteligencia: la voluntad. Para la moderna visión empirista del hombre, la voluntad es una de las tantas funciones cerebrales. Es la región neural en la que se emiten las decisiones, el centro de mando que dictamina y con­ trola todas las acciones conscientes que el ser humano ejecuta en su vida. Se piensa además que dicha función posee una relativa autono­ mía operativa y una carga propia de energía, y que esa energía puede incrementarse por su propio ejercicio, haciendo actos de voluntad cada vez más arduos y difíciles. Dichos actos representan “triunfos” de la voluntad, que la van templando progresivamente, permitiéndo­ le actuar cada vez con mayor determinación y tenacidad en la conse­ cución de sus propósitos. Esta creencia moderna, aunque no es del todo falsa -pues la voluntad es en efecto el centro de mando de todas las acciones hu­ manas conscientes- desconoce su más profunda naturaleza. Para Aristóteles, la voluntad no es una función del cerebro, sino una facultad del alma. Y su dinamismo nuclear, por encima de sus operaciones de mando y control, es el deseo mental. ¿Y cuál es el deseo esencial cié la mente, del que emanan todos los demás? El de­ seo de ser feliz. El cuerpo humano experimenta diversos deseos orgánicos: el

deseo de alimentarse (hambre y sed), el deseo de bienestar físico, el deseo sexual, y muchos otros. Son deseos instintivos, no generados por la voluntad. Pero el deseo de la felicidad es un deseo del espíri­ tu, y el lugar en el que reside es la voluntad. Más aún, para Aristóteles, el deseo de ser feliz es consustancial a la voluntad. Eso significa que es un deseo irrenunciable, que no puede ser suprimido por nada ni por nadie, ni siquiera por uno mis­ mo, porque es la razón de ser metafísica de la voluntad humana. ¿Qué hace la voluntad para cumplir ese deseo? Se va fijando a sí misma una serie de deseos concretos, a través de cuyo cumpli­ miento espera tener ciertas experiencias de felicidad. Esos deseos puntuales constituyen básicamente tanteos o intentos de la voluntad para satisfacer su deseo esencial. Si alguna experiencia le propor­ ciona una verdadera satisfacción, la registra como un tramo válido de su búsqueda. Si la satisfacción no se produce, la voluntad se frus­ tra; en tal caso puede decidir no repetir esa experiencia, o intentarla de nuevo, por si a la siguiente vez “resulta”. La insistencia en repetir lo que “no resulta” es un comportamiento bastante frecuente de mu­ chas personas, que se niegan a aprender la lección de las experien­ cias fallidas. Pero la voluntad no se detiene en las satisfacciones puntuales. Siempre pide más. Así, de tanteo en tanteo, va comprobando por sí misma qué experiencias la conducen y cuáles no la conducen a su meta final. Va “haciendo camino al andar”, como dice Antonio Ma­ chado. De esta manera, la voluntad se activa también por el deseo, y es la magnitud y persistencia del deseo lo que la hace potente y tenaz, no la repetición mecánica de “actos de voluntad difíciles”. Sin el deseo, la voluntad, al igual que la inteligencia, queda estancada, sin motivos reales para ponerse en acción. Si observamos detenidamente a las personas que muestran una gran fuerza de voluntad, veremos que eso se debe a que están impul­ sadas por grandes deseos, y que son esos deseos las que las impelen a actuar con excepcional energía para hacerlos realidad. La energía operativa es el efecto directo que producen los deseos en la voluntad. Cada uno de nosotros puede constatar en sus propias acciones el poder dinámico de los deseos. Cuando hacemos lo que nos gusta, o actuamos para lograr algo que deseamos intensamente, no necesi­ tamos ningún esfuerzo de nuestra voluntad. Al revés, la voluntad en­

tra en estado de excitación, de “alto voltaje”, y nos impulsa impetuo­ samente a actuar, hasta alcanzar su objetivo. En cambio, cuando es­ tamos forzados a hacer lo que no nos gusta, o cuando no tenemos a la vista nada que nos despierte algún deseo, la voluntad se recoge sobre sí misma, se resiste a la acción, y sólo logra actuar obligándose a hacerlo. Pero ésa es una operación “a contrapelo”, que en lugar de producir satisfacción produce cansancio, malestar, y también un ma­ gro rendimiento, porque la energía natural de la voluntad, dado que está actuando contra su propia naturaleza, desciende a niveles míni­ mos, incapaces de producir el resultado. La voluntad es efectivamente la facultad realizadora, la facul­ tad de la acción. Pero su dinamismo esencial es el deseo. Cuando está galvanizada por el deseo, actúa por sí sola, y mientras más po­ tente es el deseo, más despliega sus potencialidades operativas. También la voluntad humana, por ser potencial, puede alcanzar la excelencia. La alcanza cuando convierte la búsqueda de la felici­ dad en el impulso protagónico de todas sus decisiones, desechando como un estorbo los deseos concretos que se oponen a esa búsqueda y acogiendo sólo los que pueden conducirla a su objetivo final. Un segundo descubrimiento de Aristóteles sobre la voluntad es que no es una facultad autosuficiente. Está vinculada a la inteligen­ cia en todas sus operaciones. La voluntad desea la felicidad, pero no sabe en qué consiste, ni cómo alcanzarla, porque no es un facultad pensante. Literalmente, es una facultad “ciega”. Necesita por lo tanto ser asistida por la inte­ ligencia. La inteligencia es la “lámpara” que le alumbra todas sus búsquedas y decisiones: le señala qué opciones elegir y qué opcio­ nes desechar, le muestra los medios más idóneos para llevar a cabo sus acciones, la va conduciendo paso a paso en cada uno de sus iti­ nerarios, y por último le evalúa los resultados de cada experiencia. Inteligencia y voluntad configuran así un metabolismo inter­ activo indivisible, el metabolismo esencial del alma. Pero la inteligencia puede equivocarse, y de hecho se equivoca a menudo, porque a menudo carece de los conocimientos necesarios para orientar acertadamente a la voluntad en sus búsquedas. Y tam­ bién ocurre, como ya lo vimos en el capítulo cuarto, que a veces es la voluntad misma, cuando está cargada de deseos erróneos y de há­

bitos generados por esos deseos, la que bloquea a la inteligencia, distorsionando sus percepciones, o simplemente impidiéndole pen­ sar. Me parece innecesario volver a analizar por qué la voluntad ejerce ese poder anómalo sobre la inteligencia; creo que este punto ya fue suficientemente explicado en el capítulo anterior. El único metabolismo natural de la mente es el que señala Aris­ tóteles: la inteligencia actuando limpiamente al servicio de la volun­ tad; la voluntad sirviéndose de la inteligencia, sin interferencias de ninguna especie, para recibir de ella la verdadera orientación hacia el cumplimiento de su horizonte final. Un tercer descubrimiento de Aristóteles es que la voluntad po­ see una cualidad intrínseca, consustancial a su naturaleza: la liber­ tad. La libertad es la capacidad humana de elegir entre diversos bie­ nes y entre diversas posibilidades de acción. ¿Por qué la voluntad puede elegir? Porque ningún logro con­ creto colma su deseo esencial, y no existe ninguna alternativa de ac­ ción óptima: siempre puede haber otra que conduzca más eficaz­ mente a la consecución del objetivo. El único deseo absoluto de la voluntad es la felicidad. Ante ese deseo no es libre, dice Aristóteles: no puede no desear la felicidad. Pero todas las demás expectativas de la vida son contingentes, y por lo tanto optativas. Así, la voluntad puede escoger entre una y otra, y esa capacidad de elección constituye el libre albedrío humano. Ahora bien, ¿cómo puede elegir la voluntad, si no piensa, si es incapaz de deliberación? Puede hacerlo porque se nutre de las deli­ beraciones de la inteligencia, que le van señalando las diversas op­ ciones disponibles, y cuáles son las más convenientes en cada caso y circunstancia. Pero entonces, ¿por qué la voluntad escoge a veces algo distinto a lo que le propone la inteligencia? Por lo mismo que ya se ha señalado: porque está impulsada por los deseos, y los de­ seos suelen cristalizar en hábitos fuertemente condicionantes, que la inducen a rechazar las proposiciones de la inteligencia, e incluso a impedirle que delibere de manera irrestricta, como necesita hacerlo para cumplir cabalmente su función de “lámpara” de la voluntad. En síntesis, la libertad es la autonomía operativa de la voluntad humana. Podemos así usarla para actuar como nos plazca, e incluso

hacerla bailar al son de nuestros más erráticos deseos. Pero no nos ha sido dada para eso, sino para conducirnos al más alto logro de la vida: el cumplimiento de nuestro destino natural. Es una potenciali­ dad metafísica implantada en el hombre para que cada uno de noso­ tros encuentre por sí mismo su propio camino hacia la felicidad. Y sólo puede cumplir esa misión si la hacemos concordar en todas sus elecciones con la lógica de lo real, a medida que esa lógica va siendo descubierta por la inteligencia. Las potencialidades psicosomáticas Hemos averiguado ya que el cuerpo y la mente humanos confi­ guran una unión sustancial, un metabolismo interactivo indisoluble. Ese metabolismo se manifiesta de manera predominante en un plano interno tan potencial como todos los demás: el de las reacciones psi­ cosomáticas. Las potencialidades psicosomáticas configuran el temperamento natural del ser humano. Son el ámbito al que concurre todo lo que hacemos en la vida, porque es ahí donde sentimos positiva o negati­ vamente todas nuestras experiencias. Pero ya hemos visto que rara vez el temperamento natural se conserva intacto; en la mayoría de los casos se encuentra condicionado y adulterado por los modelos culturales y los formatos sociales. De esta manera, la activación de sí mismo requiere también sanear el propio temperamento de las anomalías causadas por las influencias externas. Existen en el hombre dos potencialidades psicosomáticas bási­ cas: la sensorialidad y la sensibilidad. La sensorialidad está constituida por los sentidos externos vista, oído, olfato, gusto y tacto-, que nos permiten contactarnos con el mundo exterior, y por los sentidos internos, que registran lo que ocurre dentro de nuestro propio cuerpo, Los sentidos internos generan diversas sensaciones, que a veces son meramente cinestésicas, pero mucho más frecuentemente cuali­ tativas: placer, agrado, bienestar, molestia, dolor, etc. Aunque ciertas sensaciones internas, sobre todo las de moles­ tia y dolor, se experimentan en puntos o zonas más o menos precisos del cuerpo, en general los sentidos internos no están radicados en

órganos determinados; operan más bien difusamente en todo el or­ ganismo. Un sentido interno más específico es el que registra las sensaciones de la experiencia sexual, pero también dichas sensacio­ nes se experimentan en diversas zonas del cuerpo. Las sensaciones cumplen una doble función. La primera es ha­ cernos conocer las características y comportamientos físicos de las cosas externas, y ciertos hechos internos de nuestro cuerpo. Es una función estrictamente informativa. La segunda función es cualita­ tiva: consiste en hacernos percibir esos mismos registros informati­ vos no ya como “datos” recibidos por los sentidos, sino como expe­ riencias internas de agrado o desagrado, bienestar o malestar, placer o dolor. Esa segunda función es la más decisiva, porque determina la manera en que sentimos las sensaciones, el “sabor” que tienen para nosotros. Sin embargo, el metabolismo sensorial excede por completo las fronteras orgánicas. Porque las sensaciones, aunque se experimentan en el cuerpo, son percibidas por la inteligencia, que es la sede de la conciencia. En otras palabras, las sensaciones son el registro mental de lo que captan los sentidos a través de sus operaciones específicas. No son los ojos los que ven, no son los oídos los que oyen, no es el ol­ fato el que huele, no es el paladar el que siente sabores, no es el tacto el que toca, no son los sentidos internos los que registran lo que ocu­ rre dentro del propio cuerpo. Es la inteligencia la que percibe todo eso a través de esos conductos informativos que son los sentidos. Y es también la inteligencia la que percibe el carácter agradable o des­ agradable, placentero o doloroso de las sensaciones. El segundo ámbito del sentir humano es más difuso que el de la sensorialidad, menos enmarcable en términos exactos. Pero es el más potente, porque constituye el registro más propiamente humano de la vida. Es el territorio de las emociones, los sentimientos y los esta­ dos de ánimo. Aunque esas vivencias han sido definidas y clasificadas de di­ versas maneras -hay quienes las denominan “afectivas”-, creo que pueden agruparse en una sola categoría, considerándolas experien­ cias de la sensibilidad. No es fácil definir las emociones, los sentimientos y los esta­ dos de ánimo, ni establecer sus respectivas fronteras delimitantes. Se acepta en general que las emociones son reacciones psicosomáticas

bruscas y extraordinariamente intensas, pero transitorias, mientras que los sentimientos son estados afectivos estables y menos inten­ sos que las emociones. Ambos poseen sin embargo una característi­ ca común: se generan siempre por estímulos concretos: aconteci­ mientos o circunstancias en el caso de las emociones; cosas, obje­ tos, personas o situaciones (culturales, sociales, etc.) en el caso de los sentimientos. En cuanto a los estados de ánimo, a veces emanan de causas precisas —logros, situaciones favorables, problemas, fra­ casos, desgracias-, pero más a menudo se experimentan sin saber por qué, sin que se logre identificar las causas que los originan. En todo caso, son modos de sentir más bien globales, algo así como “atmósferas” psicosomáticas que impregnan toda la conciencia, ha­ ciendo percibir el mundo y la propia vida cargados de matices posi­ tivos o negativos, que transmiten esa misma tonalidad a las sensa­ ciones, tanto externas corito internas. La sensibilidad es el ámbito en que experimentamos directa­ mente las múltiples variables y matices de la satisfacción y la insa­ tisfacción, de la felicidad y la infelicidad. Hay emociones, senti­ mientos y estados de ániipo altamente satisfactorios; hay otros fuer­ temente dolorosos; y entre ambos extremos se dan toda clase de gra­ dos intermedios. Entre las vivencias satisfactorias están la alegría, el entusiasmo, la admiración, las ganas de vivir, los impulsos a la ac­ ción, el buen humor, la simpatía, el afecto, y sobre todo el amor. Entre las vivencias dolorosas están el miedo, la angustia, la zozobra, el desaliento, la apatía, la depresión, la tristeza, el resentimiento, el mal humor, la amargura, la ira, la hostilidad, la misantropía, el odio, los deseos de venganza. Son los polos antagónicos de la sensibilidad humana, y es ahí donde se juega, más que en ninguna otra zona de nuestro ser, la posibilidad de una vida feliz o desgraciada. A primera vista, tanto la sensorialidad como la sensibilidad pa­ recen configurar un reino autónomo, que opera por su propia cuenta y sobre el cual no podemos ejercer ningún manejo ni control. Todo parece funcionar allí como si estuviera regido por automatismos pro­ pios, o por causas determinísticas —químicas, orgánicas, ambienta­ les, sociales, etc.- que escapan por completo a nuestra voluntad. Sen­ timos lo que sentimos, y no hay nada que podamos hacer al respec­ to; esa es la conclusión de muchas teorías modernas, inspiradas en modelos puramente empíricos y materialistas del ser humano. Contrariamente a esa visión fatalista del empirismo psicológi­

co, la antropología aristotélica nos revela que ninguna experiencia de la sensorialidad y la sensibilidad es puramente orgánica, que nin­ guna se origina en meros metabolismos químicos, ni tampoco en determinismos externos, ambientales, sociales o de cualquier otra na­ turaleza, sino que todas son causadas por ciertas operaciones espe­ cíficas de la inteligencia: los juicios de valor. Vimos en el capítulo segundo que las creencias y modelos men­ tales son los factores decisivos del modo en que sentimos todo lo que nos ocurre en la vida. Pues bien, esas creencias y modelos no son otra que juicios de valor emitidos por nuestra inteligencia, a tra­ vés de los cuales decidimos qué significados vitales tienen para no­ sotros las cosas y sucesos del mundo, el mundo mismo, y por último todo lo que hacemos con nuestro cuerpo y nuestra mente. Aunque no nos demos cuenta conscientemente, vivimos sometiendo nues­ tros registros de la realidad a un incesante escrutinio valorativo. Es como si no pudiéramos percibir nada sin preguntarnos al mismo tiem­ po: ¿para qué me sirve?, ¿es bueno o malo para mí?, ¿mejorará o da­ ñará mi vida?, etc. De una u otra manera, nuestra inteligencia va respondiendo a esas preguntas, y lo hace mediante enunciados o juicios que dictami­ nan y fijan el significado valórico de todas nuestras experiencias. Esos juicios ejercen un poder causal directo sobre nuestras sen­ saciones, emociones, sentimientos y estados de ánimo. Así, lo que sentimos es una réplica casi exacta de los significados valóricos que hemos elaborado previamente en nuestra inteligencia. Si mentalmente percibimos que algún hecho o circunstancia implica un peligro o una amenaza inminente para nuestra vida, nuestra sensibilidad detona automáticamente una emoción específica: el mie­ do. El juicio de valor en el que se origina el miedo puede ser acerta­ do o equivocado, pero en ambos casos es la causa mental de esa con­ moción emocional. Si a un hombre o a una mujer les sucede inesperadamente algo a lo que mentalmente le asignan un enorme valor -por ejemplo, ser correspondidos en el amor-, su reacción emocional es completa­ mente distinta: alegría, efusividad, deseos de vivir. Incluso es posi­ ble experimentar en tal caso una singular emoción de gratitud hacia la vida. Una persona cuyo balance mental de sí misma la conduce a la conclusión de que es irremediablemente inferior a los demás, o de

que su vida es un fracaso, cae automáticamente en la depresión, y le es casi imposible salir de ese estado de ánimo, a menos que modifi­ que los juicios de valor negativos que la han sumido en ese maras­ mo. Por el contrario, una autoimagen mental altamente positiva ge­ nera estados de ánimo intensamente optimistas, cargados de satis­ facción y energías realizadoras. Lo mismo sucede con los sentimientos. Amamos u odiamos, admiramos o despreciamos, sentimos simpatías o antipatías, nos ale­ gramos o entristecemos según los juicios de valor que hemos previa­ mente generado en nuestra inteligencia. Todo lo que sentimos por los demás seres humanos está invariablemente causado por dichos jui­ cios; a tal punto es así, que basta que modifiquemos nuestra percep­ ción valorativa de alguna persona para que nuestros sentimientos ha­ cia ella cambien en el mismo sentido que esa nueva percepción. Hasta el “sabor” de nuestras sensaciones depende directamen­ te de nuestros juicios de valor. Es tan automática la reacción que nos producen las sensaciones -agrado o desagrado, bienestar o malestar, placer o dolor- que tendemos a creer que eso se debe a sus estímulos específicos: colores, sonidos, aromas, sabores, texturas, temperatu­ ras, etc. Pero no se debe a los estímulos, sino a que simultáneamente al hecho de registrarlas, quedan impregnadas por un significado, por un juicio mental que las transforma en experiencias valorativas de la conciencia. A tal punto es así, que incluso las más intensas sensacio­ nes de dolor pueden ser modificadas por ciertos estados excepciona­ les de la conciencia, lo que demuestra su dependencia indisociable de la mente. Esta es la clave metafísica de nuestra sensorialidad y sensibili­ dad: todo lo que sentimos tiene un carácter esencialmente mental, originado en los juicios de valor de la inteligencia. Examinemos dicho carácter con mayor detenimiento. Eso exi­ ge revisar nuevamente la influencia de las culturas en las concien­ cias humanas, porque, como ya hemos visto, las culturas suelen ser el más poderoso condicionante de la mente. Toda cultura establece un modelo de la realidad y del hombre, compuesto de tres submodelos: 1. Un logos, un sistema explicativo del mundo y de la vida hu­ mana, mediante el cual cada cultura pretende responder a los múlti­ ples interrogantes que se le plantean a la inteligencia al enfrentarse a los enigmas de la realidad.

2. Un ethos, un conjunto de normas de conducta que prescri­ ben lo que hay que hacer y lo que no hay que hacer para que el com­ portamiento humano concuerde con su respectivo logas. 3. Un pathos, un segundo conjunto de normas, cuyo propósito es regir los sentimientos, las emociones y las sensaciones, para ha­ cerlos calzar con el logos y el ethos cultural. (*) Mientras mayor es el peso normativo de una cultura, en mayor grado las experiencias de los sentidos y de la sensibilidad quedan condicionadas por el pathos cultural, y en mayor medida adquieren los significados prescritos por éste. Y se convierten en agradables o desagradables, placenteras o dolorosas, según el pathos dictamine que son buenas o malas, lícitas o ilícitas, según el pathos las acepte o las repruebe, las imponga o las prohíba. Veamos algunos ejemplos de este condicionamiento. Hasta hace poco, a los esquimales les gustaba comer carne podrida, porque su pathos cultural les había convertido esa experiencia en una sensa­ ción agradable, Condicionados igualmente por su propio pathos, a ciertos africanos les gusta comer insectos vivos (cosa que repugna a los occidentales). Las ropas de colores estridentes son atractivas para muchas tribus del Africa, pero abominables y “pecaminosas” para los cuáqueros y para ciertos mormones, a los que sólo les agradan las ropas negras. Buena parte de la música oriental (India, China, etc.) es incomprensible y aburrida para casi todos los occidentales; al revés, muchos orientales encuentran insípida la música de Occi­ dente. En cuanto a la juventud de nuestro hemisferio, a la mayoría no le gusta la música clásica, porque su paradigma cultural (la lla­ mada cultura del Poder Joven) ha “decretado” que es una música anacrónica y caduca, propia de “viejos”. La dictadura soviética pros­ cribió la música popular europea y norteamericana, calificándola de “burguesa” y “decadente”, y ese pathos cultural generó en muchos habitantes del mundo comunista un intenso desagrado por esa músi­ ca (desagrado que se ha transformado en un gusto creciente después de la caída del comunismo, sobre todo en Rusia). La mafia siciliana trasplantada a los Estados Unidos es una minicultura que impone a (*) Logos, ethos, pathos. Conceptos de la filosofía griega. Logos: inteligencia, conocimiento de la realidad. Ethos: conducta moral (de aquí proviene el término “ética”). Pathos: mundo subjetivo de los sentimientos, de las emociones y de la resonancia mental de las sensaciones.

sus miembros una visión de la vida, un código de conducta y un patrón de sentimientos de los que a ninguno de ellos se le permite excluirse. Las culturas establecen patrones normativos que condicionan fuertemente las sensaciones, emociones y sentimientos que se expe­ rimentan ante la naturaleza, ante el arte, ante todas las opciones y circunstancias de la vida. Decretan cuáles olores o aromas son agra­ dables o desagradables, cuáles colores, cuáles sonidos, cuáles sabo­ res, cuáles sensaciones táctiles. Para una cultura guerrera, las sensa­ ciones del tacto más placenteras son las de dureza y poder físico; para una cultura sibarítica o decadentemente estética, las blandas y suaves; para una cultura agrícola, las sensaciones rústicas provenien­ tes del contacto con la tierra, los instrumentos de labranza, las plan­ tas, los árboles, los animales, etc. Los ejemplos pueden extenderse indefinidamente, pero siem­ pre encontraremos la misma relación condicionante entre el pathos cultural y las reacciones sensoriales y afectivas. Pero no sólo las culturas determinan el carácter de esas reac­ ciones, sino también las creencias autónomas de cada individuo. Pue­ de darse así simultáneamente en un mismo ser humano un doble plano de sensaciones: las que están regidas y condicionadas por el modelo cultural, y las que proceden de su propia experiencia de la vida, o de sus propios impulsos biológicos y psíquicos. Esos impul­ sos ponen en marcha un flujo de experiencias no sometidas al mode­ lo externo, mucho más auténticas, pero a menudo también distorsio­ nadas por creencias erróneas. Ambos planos pueden entrar en con­ flicto, y provocar una especie de caos de la sensibilidad, en el que el individuo experimenta sensaciones opuestas ante un mismo estímu­ lo o situación, sin saber cuál es la correcta, la más válida. Un ejemplo revelador de esa dicotomía es el caso de la mujer condicionada por un pathos cultural rígidamente puritano, que le or­ dena sentir desagrado y repulsión por toda clase de contacto sexual, incluso en el matrimonio, pero cuyos impulsos naturales la impelen a una intensa experiencia erótica. Si está atrapada entre ambos im­ perativos, sentirá al mismo tiempo placer y malestar en sus relacio­ nes sexuales. Si triunfa el mandato cultural, la experiencia se le tor­ nará cada vez más desagradable, hasta conducirla quizás a la frigi­ dez. Si termina imponiéndose el impulso natural, le resultará predo­ minantemente placentera, pero no dejará de verse enturbiada por el

pathos cultural, que le dirá que está haciendo algo ilegítimo, “su­ cio”, “bestial”, e incluso perverso. El choque entre las normas del pathos y los impulsos autóno­ mos puede darse en todos los ámbitos de la vida, tanto en las expe­ riencias más corrientes como en las de mayor trascendencia. La co­ mida, el vestuario, el arreglo personal, las diversiones, el mundo do­ méstico, la vida familiar, la amistad, el amor, el trabajo, los gustos, las experiencias estéticas, las búsquedas del conocimiento, las vi­ vencias religiosas, y todo lo que el ser humano hace en este mundo, son un crisol de sensaciones ambiguas, que toman de ambos planos distintos significados, distintos coloridos y sabores, dando por re­ sultado una mezcla confusa de placer y desagrado, satisfacción e insatisfacción. Y esa ambigüedad es constatada por innumerables personas en sus propias experiencias de la vida. Detengámonos un poco más en las sensaciones “autónomas”, que se originan al margen del pathos cultural. Lo primero que salta a la vista es que dichas sensaciones son extraordinariamente variables, porque están regidas por los estados de ánimo, que son también fluctuantes. Según sus sucesivos estados anímicos, una misma persona puede experimentar agrado o desagrado ante un mismo estímulo. Un individuo afectado por la depresión no siente ganas de nada, y aun­ que haga ciertas cosas para experimentar algún tipo de placer, todo le resulta insípido y vacío. Pero si logra salir de ese marasmo psíqui­ co, sus sensaciones vuelven a cargarse de sabor, es decir, de signifi­ cado. Los grados en que cada persona experimenta el embotamiento y la reactivación de su sensorialidad varían enormemente, y esas fluc­ tuaciones son impredecibles; simplemente ocurren, y la persona no puede hacer casi nada para controlarlas a voluntad. También las sensaciones de la experiencia sexual pueden ser fuertemente afectadas por los estados de ánimo. Según el estado aní­ mico, dicha experiencia puede provocar a veces la más intensa satis­ facción, alcanzando incluso el clímax del éxtasis, y en otros mo­ mentos resultar insulsa, mecánica, y hasta odiosa o repugnante. Esa complejísima red de variables e interacciones provoca con­ siderables efectos en el temperamento natural, y constituye un fac­ tor que se agrega al temperamento para explicar por qué cada perso­ na posee un registro sensorial y emocional propio, distinto al de to­

das las demás. En ciertos casos, las sensaciones se encuentran alteradas por experiencias anteriores altamente traumáticas: castigos, torturas, vio­ laciones, peligros extremos, pérdida de seres queridos, fracasos, pri­ vaciones y humillaciones causadas por la miseria, etc. En otros, la alteración sensorial procede de alguna neurosis depresiva, o de al­ guna compulsión patológica (megalomanía, ambición de poder, nar­ cisismo, etc.). Hay por último daños sensoriales causados por la de­ gradación moral, que pueden llegar al extremo de atrofiar la capaci­ dad de sentir. Pero incluso en estos casos la causa de tales alteracio­ nes es el sistema de creencias de quienes las padecen, que configura a su imagen y semejanza las reacciones orgánicas. Las emociones, sentimientos y estados de ánimo son el ámbito psicosomático donde los estados de felicidad e infelicidad, en todos sus grados y variantes, alcanzan su carácter más sustancial, donde se cargan de atmósferas psíquicas que se nos convierten en cualida­ des del mundo y de la vida. En virtud de esos climas mentales, la realidad, incluida nuestra propia existencia, puede parecemos her­ mosa o fea, maravillosa u horrible, excitante o aburrida, acogedora o amenazante, benéfica o maligna, noble o innoble, cargada de pro­ mesas o vacía de toda expectativa. Todas las cualidades buenas o malas que somos capaces de percibir se nos van así instalando en las cosas y en nosotros mismos, según son generadas por nuestras at­ mósferas interiores. Esos registros cualitativos son los que determi­ nan de manera decisiva nuestros modos de saborear la vida, nuestros estados de entusiasmo o de desánimo, de pesadumbre o de alegría de vivir. En definitiva, la felicidad es un estado psicosomático. Lo ex­ perimentan simultáneamente la inteligencia y la voluntad, pero lo experimentan en el cuerpo, a través de diversas sensaciones orgáni­ cas. Y su causa no son los estímulos de los sentidos, ni los metabolis­ mos químicos, sino los juicios de valor emitidos por la inteligencia. El origen es mental, la experiencia es corpórea. Todo está, entonces, en mejorar progresivamente nuestros jui­ cios de valor, haciéndolos calzar cada vez más con la lógica de la realidad, y en usarlos para trazarnos un nuevo camino, que nos vaya abriendo una tras otra las puertas de la vida.

Aunque haya sido señalado anteriormente, quiero insistir en que la activación de las potencialidades humanas es un proceso dia­ metralmente opuesto a cualquier forma de egolatría. No consiste de ninguna manera en “esculpirse a sí mismo” para autoadmirarse a la manera de Narciso. Es un itinerario de ennoblecimiento de la perso­ nalidad, que una vez que alcanza su clímax proporciona la mayor satisfacción de vivir que nos es posible en este mundo. La “inaccesible” región del inconsciente He dejado el examen del inconsciente para el final de este ca­ pítulo, en parte porque no está incluido explícitamente en la visión antropológica de Aristóteles, en parte porque constituye la zona más oscura de nuestra psiquis y porque lo que podemos atisbar de ese te­ rritorio es en gran medida conjetural. (Aunque esto no implica que no podamos hacer conjeturas válidas al respecto, basadas en nues­ tros anteriores desciframientos). Repetidas veces a lo largo de este libro he afirmado que el in­ consciente es el ámbito mental que determina de manera decisiva el modo en que sentimos y experimentamos la vida, y que es muy poco lo que podemos hacer en el plano consciente para modificar los es­ tados psicosomáticos provocados por sus desconocidos procesos. Es el momento de averiguar definitivamente la función que cum­ ple el inconsciente en nuestra vida. El punto crucial es esclarecer si tenemos o no algún margen de acción para influir en sus ocultos me­ tabolismos, porque, si no tenemos ninguno, todo lo que hemos visto sobre la activación de las potencialidades humanas como clave de la felicidad quedará convertido en una especulación inútil, ajena a la vida real. La felicidad es un estado psicomático, y si nuestros estados psicosomáticos están a merced de un poder que actúa por cuenta pro­ pia y sobre el cual no tenemos control alguno, todos nuestros inten­ tos de transfigurar nuestra experiencia de la vida -y en eso consiste la búsqueda de la felicidad—estarán condenados de una u otra mane­ ra al fracaso. El inconsciente es un descubrimiento de la psicología moder­ na. Muchos lo atribuyen a Sigmund Freud, o si no el descubrimiento mismo, por lo menos la tematización científica del inconsciente. Des­

de Freud hasta nuestros días se han formulado al respecto diversas explicaciones y teorías, ninguna de las cuales aporta aún pruebas concluyentemente científicas. Pero la existencia misma del incons­ ciente como un componente real de la psiquis está reconocida por casi todos los actuales investigadores de la psicología. Entre las diversas teorías propuestas sobre el inconsciente, la que a mi juicio ofrece la mayor verosimilitud y coherencia es la de Cari Jung, el notable siquiatra y filósofo suizo (1875-1961). Dicha teoría modificó radicalmente la visión freudiana del inconsciente, centrada en el instinto sexual (libido) y en los impulsos destructivos (thanatos), y cuenta hoy con numerosos adeptos, que están incorpo­ rando nuevos desarrollos a la investigación jungiana. Para Jung, el inconsciente está conformado por dos estratos interconectados: el inconsciente colectivo y el inconsciente individual. El inconsciente colectivo es una estructura congénita de la men­ te, compuesta por intuiciones a priori de los constitutivos y articula­ ciones esenciales de la realidad, a los que Jung denominó arqueti­ pos (del griego arjé, que significa principio, origen, y tipos, que sig­ nifica modelo, diseño). Los arquetipos son para Jung las categorías trascendentales de la realidad, tanto estructurales como dinámicas, y configuran al mismo tiempo la estructura profunda y los impulsos instinti­ vos del alma humana. Los arquetipos se encuentran alojados en los subsuelos de la mente, y se transmiten genéticamente, de generación en generación (herencia psicobiológica). Son los polos magnéticos de nuestra con­ ciencia, los horizontes metafísicos que detonan nuestros más secre­ tos sueños y aspiraciones. Nos atraen y nos impelen incesantemente a alcanzarlos. Los arquetipos son muchos, y se invaden unos a otros, en una compleja e incesante interacción: el ser, la verdad, el amor, la belle­ za, la identidad, la armonía universal, la comunión con todas las co­ sas. En el plano subjetivo, el arquetipo supremo es la felicidad. En el plano objetivo, el Ser absoluto, Dios. A su vez, cada arquetipo tiene su contrario, también presente para el hombre en la realidad. Esos contraarquetipos nos provocan miedo y aversión, porque representan la negación de la vida y la ne­ gación del ser. Se establece así en nuestro inconsciente un dualismo dialéctico incesante, que fluctúa entre la búsqueda de los arquetipos

y el rechazo de sus opuestos, los contraarquetipos. Según Jung, toda la historia humana, individual y colectiva, es una perpetua lucha de dualismos a nivel psíquico: el ser y la nada; la vida y la muerte; la felicidad y la infelicidad; la verdad y la falsedad; el bien y el mal; el amor y el odio; la amistad y la discordia; la identidad (yo) y la ena­ jenación (ego); la libertad y la fatalidad; el placer y el dolor; la be­ lleza y la fealdad; el orden y el caos; la luz y la oscuridad; la unidad y la dispersión; la causalidad y el azar; la acción y la inacción; el poder y la impotencia; la justicia y la injusticia; la guerra y la paz. Los siguientes pasajes del libro postumo de Jung, Recuerdos, sueños, pensamientos, entregan una síntesis de su teoría de los ar­ quetipos: “Los arquetipos, que preexisten a la conciencia y la condicio­ nan, aparecen en el papel que desempeñan en la realidad, es decir, como formas estructurales apriorísticas del fundamento instintivo de la conciencia. No representan en absoluto un en sí de las cosas, sino más bien las formas en que éstas son contempladas y concebi­ das. Como propiedad del instinto, toman parte en su naturaleza di­ námica, y poseen a causa de ello una energía específica, que motiva o fuerza determinados comportamientos o impulsos; es decir, tienen bajo ciertas circunstancias poder posesivo u obsesivo.” “El concepto de arquetipo se deriva de la observación repetida muchas veces de que los mitos y los cuentos de la literatura univer­ sal contienen siempre y en todas partes ciertos motivos. Esos mis­ mos motivos los hallamos en las fantasías, sueños, delirios e imagi­ naciones de los individuos actuales. Tales imágenes y conexiones tí­ picas designan representaciones arquetípicas. Cuanto más claras son, más tienen la propiedad de ir acompañadas por vivos matices afec­ tivos. Impresionan, influyen y fascinan. Provienen de arquetipos im­ perceptibles en sí mismos, de pre-formas inconscientes que parecen pertenecer a la estructura heredada de la psique, y pueden, a causa de ello, manifestarse en todas partes como fenómeno espontáneo.” “Me parece probable que la esencia propia del arquetipo es inaccesible a la conciencia, es decir, trascendente.” Debido a su carácter trascendente, los arquetipos no tienen lí­ mites. Eso significa que en esta vida sólo podemos tener experien­ cias limitadas de la verdad, del amor, de nuestra identidad, de la comunión con todas las cosas, y por lo tanto de la felicidad. Y esas experiencias, aunque lleguen a proporcionarnos maravillosos esta­

dos de conciencia, nunca nos sacian, porque estamos hechos para los arquetipos, que son infinitos. Pienso que los arquetipos de Jung coinciden plenamente con los constitutivos metafísicos de la naturaleza humana señalados por Aristóteles. En ambos casos estamos ante los imperativos esenciales del hombre, los que le señalan infaliblemente los horizontes hacia los que necesita avanzar para encontrar su felicidad. Incluso las personas religiosas pueden enriquecer extraordina­ riamente su fe con la teoría de los arquetipos, reconociéndolos como cualidades de Dios implantadas en el alma humana, a modo de vislumbres inconscientes de su Ser. El propio cristianismo está cen­ trado en una expectativa esencialmente arquetípica: el cumplimien­ to definitivo de todos los anhelos humanos en un grado infinito, en la visión cara a cara de Dios. Y San Agustín señaló así el carácter in­ saciable de esos anhelos: “Nos hiciste para Ti, y nuestro corazón es­ tará inquieto mientras no descanse en Ti.” A diferencia del inconsciente colectivo y de sus contenidos, los arquetipos, que configuran una estructura congénita de la mente, el inconsciente individual es un proceso que se cumple a través de la experiencia misma de vivir. Constituye el registro acumulado por cada persona de todas sus experiencias de la vida, en el que cada momento de la propia existencia va quedando grabado de manera imborrable, hasta en sus más minúsculos detalles. Dada esa función de almacenamiento de lo vivido, ha sido llamado también memoria experiencial. El carácter indeleble de la memoria experiencial ha sido com­ probado de diversas maneras por la investigación científica. Nume­ rosas personas que se han sometido a experimentos orientados a reac­ tivar sus registros del pasado, no sólo han logrado recordar nítida­ mente ciertos sucesos anteriores de su vida, sino que incluso los han reproducido por completo, experimentando las mismas sensacio­ nes y estados de ánimo que experimentaron cuando los vivieron. Basándose en las sorprendentes investigaciones hechas al res­ pecto por el neurocirujano Wilder Penfield, el doctor Thomas Harris, autor del conocido libro I ’m OK, you’re OK, señala lo siguiente: “... el descubrimiento más importante (de Penfield) fue el he­ cho de que se registran con todo detalle no sólo los acontecimientos

pasados, sino también los sentimientos asociados a esos aconteci­ m ientos...” “... el cerebro funciona como un magnetófono de alta fideli­ dad, grabando como en una cinta todas las experiencias vividas des­ de nuestro nacimiento, y posiblemente con anterioridad a éste.” “Las experiencias así grabadas, y los sentimientos a ellas aso­ ciados, pueden ser reproducidos en el presente de manera tan vivida como cuando ocurrieron.” Ahora bien, lejos de ser un depósito estático, un mero archivo de los sucesos y experiencias del pasado, el inconsciente individual está en incesante actividad. Y esa actividad es la que detona muchas de las sensaciones y estados de ánimo que experimentamos en el plano consciente. Este el punto nuclear de nuestro análisis: averiguar si tenemos alguna posibilidad de intervenir en ese quehacer subterráneo que condiciona tan poderosamente el modo en que experimentamos la vida. Voy a decir ahora algo que no es demostrable con argumentos científicos, pero que a mi juicio se sustenta en todo lo que hemos averiguado sobre la lógica de la realidad. Pienso que el inconsciente individual no puede ser un sistema exógeno y anárquico, una espe­ cie de caballo de Troya introducido en los subsuelos de la mente para trastornarnos la vida. Si así fuera, significaría que estamos ha­ bitados por otra persona, animada por designios completamente contrarios a los nuestros, por un invisible enemigo interno ante el cual no tenemos defensa posible. Y eso constituiría un monstruoso fraude de la realidad, un incomprensible absurdo que rompería la impecable lógica que rige todo lo que existe y sucede en el mundo. Esa misma lógica hace concluir que el inconsciente individual no es un ente foráneo, dotado de existencia propia, sino una función se­ creta de la inteligencia, y que opera por lo tanto con sus mismos metabolismos. En esa perspectiva, podemos también afirmar que el incons­ ciente no elabora las creencias, porque en tal caso sería precisamen­ te una segunda persona, de la cual estaríamos separados por un abis­ mo infranqueable. Las creencias son generadas en el plano cons­ ciente de la psiquis, y una vez elaboradas se hunden en los subsuelos del inconsciente, sin que éste pueda hacer nada para modificarlas. Sin embargo, es necesario aceptar que el inconsciente también

piensa; si no lo hiciera, no podría actuar. Y los efectos mismos que provoca esa actividad en el plano consciente permiten deducir que lo que hace el pensamiento inconsciente es evaluar críticamente las creencias, junto con las acciones del pasado y del presente, en función de los arquetipos albergados en el inconsciente colec­ tivo. Va emitiendo así sucesivos diagnósticos, que detonan a su vez toda clase de sensaciones y estados de ánimo. Si las creencias y las acciones coinciden con los arquetipos, emite juicios aprobatorios, que se traducen en estados psicosomáticos perceptiblemente positi­ vos. Si se apartan de ellos, emite juicios reprobatorios, y envía esas señales a la sensibilidad, cargándola de insatisfacción o malestar, angustia o culpa, hastío de la vida o miedo de vivir. Incluso muchos de nuestros sueños son representaciones sim­ bólicas del inconsciente, mediante las cuales nos entrega oscuros pero certeros diagnósticos sobre nuestros modelos mentales y sobre el estado real de nuestra vida. Esa operatoria explica por qué no podemos modificar nuestros estados psicosomáticos una vez que han sido detonados por el in­ consciente: no podemos hacerlo porque constituyen hechos consu­ mados. Pero en cuanto a nuestros estados futuros, disponemos de un considerable margen de acción, a través de los procesos conscientes del pensamiento. Tenemos entonces una manera de influir positivamente sobre esos procesos subterráneos de nuestra psiquis. Y esa manera es la misma que se señaló un momento atrás: modificar nuestros juicios de valor conscientes, haciéndolos calzar cada vez más con los códi­ gos metafísicos de la realidad, y actuar en concordancia con ellos. En la medida en que llevemos a cabo esa metamorfosis, ingresará en nuestro inconsciente, irá disolviendo poco a poco las creencias erró­ neas, y mejorará al mismo tiempo lo que sentimos en cada una de nuestras experiencias. A mi juicio, el inconsciente colectivo y el inconsciente indivi­ dual configuran un solo recinto metafísico: el recinto en el que resi­ den nuestro verdadero yo y nuestra verdadera conciencia. La con­ ciencia del yo es la voz más profunda de nuestra naturaleza y nues­ tra identidad. Pero no nos habla con palabras, sino a través de nues­ tros estados psicosomáticos. En consecuencia, esos estados son el diagnosticador infalible de nuestros modelos mentales y de nuestros actos; en último término, de nuestra verdadera situación existencial.

La conciencia del yo es así un juez insobornable: ninguna ma­ niobra que intentemos a través de la inteligencia o de la voluntad puede alterar sus veredictos, ni revertir las cargas de infelicidad que derrama sobre nuestras sensaciones y sobre nuestra sensibilidad cuan­ do actuamos al margen o en contra de nuestros códigos metafísicos. Creo que el viaje hacia la felicidad se completa cuando el pla­ no consciente queda definitivamente modelado por las energías arquetípicas del inconsciente, y el yo metafísico emerge de su subterránea oscuridad para ocupar el lugar que le corresponde como protagonis­ ta absoluto de la vida. Me parece oportuno cerrar este capítulo con otra parábola del libro ¿Quién puede hacer que amanezca?, de Anthony de Mello, que a mi juicio resume en una sola clave “áurea” toda la propuesta aristotélica sobre la activación de las potencialidades humanas: “Cuando llegaba un nuevo discípulo, este era el “catecismo” al que solía someterlo el Maestro: -¿Sabes quién es la única persona que nunca te abandonará en toda tu vida? -¿Quién? -¿Y sabes quién tiene la respuesta a cualquier pregunta que puedas hacerte? -¿Quién? -Por último, ¿sabes quién tiene la solución a todos y cada uno de tus problemas? -Por favor, no juegues más conmigo, y dímelo de una vez. —Pues esas tres personas son una sola: tú mismo.”

CAPITULO SEIS LA TRASCENDENCIA HUMANA ¿Es posible ser feliz sin creer en Dios y en otra vida más allá de la muerte? Estos interrogantes son quizás los últimos que se nos atra­ viesan en nuestro desciframiento de la felicidad. Evidentemente, no hay ninguna respuesta empírica a estas dos preguntas. La respuesta sólo puede ser metafísica. Y la perspectiva metafísica induce a concluir que la existencia de Dios y la inmorta­ lidad del hombre son también condiciones fundamentales de la feli­ cidad humana. Si no existe Dios, y si todo termina para nosotros con la muer­ te, la posibilidad de ser felices en esta vida queda truncada en su misma raíz. Suprimir a Dios significa vaciar al mundo de todo senti­ do y finalidad, dejándonos a merced del azar y de los ciegos dina­ mismos de la materia. Y concebir la muerte como el punto final de nuestra existencia es tronchar otra de las expectativas esenciales del ser humano: vivir para siempre. Sin esa expectativa, cualquier feli­ cidad terrena queda inevitablemente oscurecida con la funesta som­ bra de ese límite que marcará nuestro regreso irreversible a la nada. Pero ¿cómo podemos alcanzar la certeza de que Dios existe y de que nuestra vida se prolonga más allá de este mundo? Acudiendo una vez más a la lógica de la realidad. Hemos constatado ya que todo lo que existe en el cosmos y en esta tierra en que vivimos está regido por una lógica invisible, cuya complejidad y coherencia apuntan inequívocamente a una inteligen­ cia organizadora, situada por encima del universo físico. Lo que ahora necesitamos hacer es someter esa condición del mundo a una reflexión propiamente filosófica, para ver si podemos extraer de ahí una certidumbre definitiva de la existencia de Dios y de la inmortalidad humana.

Tanto Aristóteles como Tomás de Aquino, el gran continuador medieval de la filosofía aristotélica, abordan estos dos interrogantes como asuntos cruciales de su indagación metafísica. Y se colocan en un mismo punto de partida: ni Dios ni el alma son evidentes por sí mismos. A Dios no podemos verlo ni tocarlo, y el alma es también inmaterial. Se trata así de incógnitas cuyo esclarecimiento está com­ pletamente vedado a nuestros sentidos. Pero no está vedado a la in­ teligencia, porque es posible dilucidarlas indirectamente, examinando los efectos visibles a través de los cuales Dios y el alma se manifies­ tan en el mundo. Los efectos producidos por Dios en el mundo y los efectos pro­ ducidos por el alma en el hombre son para Aristóteles y Tomás de Aquino señales inequívocas a través de las cuales la inteligencia pue­ de alcanzar una auténtica certeza de su existencia. Entregaré aquí una síntesis de la argumentación tomista, pues no sólo incluye la de Aristóteles, sino que agrega además otras con­ sideraciones no desarrolladas por el filósofo griego. ¿Cuáles son las señales que nos proporciona el mundo para de­ ducir de ellas la existencia de Dios? Tomás de Aquino señala como principales las siguientes: el movimiento, la causalidad, el orden y la contingencia. Esas características del mundo no se explican por sí mismas; exigen una causa que las explique, y esa causa necesariamente debe estar fuera del mundo. Ese es el soporte lógico en el que se sustenta toda la argumentación tomista. Quiero advertir que esta argumentación es estrictamente meta­ física. Emplea por lo tanto conceptos altamente abstractos, pero ab­ solutamente necesarios para alcanzar cualquier esclarecimiento. Es a ese rigor conceptual a lo que hay que atender, aunque su compren­ sión requiera un esfuerzo poco habitual del pensamiento. Veamos en las propias palabras de Tomás de Aquino una ver­ sión resumida de estos argumentos. 1. Argumento por el movimiento. “En este mundo hay ince­ santes cambios o movimientos. Y también constatamos que todo lo que se mueve es movido por otro. De hecho, nada se mueve o cam­ bia, a no ser que tenga la potencia de moverse hacia el punto o esta­ do hacia el cual se mueve. Por su parte, todo lo que mueve a otro es­ tá en acto, pues mover no es más que hacer pasar algo de la potencia

al acto. La potencia no puede pasar al acto sino por algo que ya está en acto. Pero no es posible que una cosa esté simultáneamente en potencia y en acto respecto de lo mismo; sólo puede estarlo respecto de dos estados distintos. Por ejemplo: lo que está caliente en acto no puede estar al mismo tiempo caliente en potencia, pero sí puede es­ tar en potencia de enfriarse. Igualmente, es imposible que algo mue­ va y sea movido al mismo tiempo, es decir, que se mueva a sí mis­ mo. Todo lo que se mueve necesita ser movido por otro, y éste por otro. Pero en ese proceso no se puede retroceder indefinidamente, porque es imposible un número infinito de agentes. Así no se lle­ garía nunca a un primer agente del movimiento, y además no habría agente alguno, pues los agentes intermedios no mueven sino porque forman parte de una cadena de movimientos iniciada por un agente primero. Por lo tanto, es necesario llegar a un primer agente del mo­ vimiento, no movido por ningún otro, es decir, a un primer agente inmóvil. A ese primer agente inmóvil lo llamamos Dios.” 2. Argumento por la causalidad. “En el mundo físico hay un orden de causas eficientes. Sin embargo, no encontramos, ni es po­ sible, que algo sea causa eficiente de sí mismo, pues sería anterior a sí mismo, lo cual es absurdo. Ahora bien, en las causas eficientes tampoco es posible remontarse indefinidamente hacia atrás, porque en ellas existe un orden de sucesión, según el cual cada causa es a su vez efecto de otra anterior. Y ese orden no puede ser infinito; nece­ sariamente hay que llegar a una causa primera no causada por nin­ guna otra. Si se suprime una causa, desaparece su efecto; por lo tan­ to, si en el orden de las causas eficientes no existiera una primera, no existiría ninguna de las demás, es decir, no existiría el mundo, lo cual es evidentemente falso. Así, puesto que el mundo existe, y exis­ te como una cadena de causas y efectos, es absolutamente necesario concluir que el mundo es obra de una causa primera incausada, a la que denominamos Dios.” 3. Argumento por el orden del mundo. “Es evidente que el orden existe en el mundo. Pues encontramos que hay cosas que no tienen conocimiento, como son los cuerpos naturales, y que sin em­ bargo obran por un fin. Esto se puede constatar observando cómo obran siempre de la misma manera para producir siempre un mismo efecto. De donde se deduce que no obran al azar, sino intencionada­

mente. Ahora bien, las cosas que no tienen conocimiento no tienen intención, y no tienden a un fin si no son dirigidas por alguien dota­ do de conocimiento e inteligencia. Por lo tanto, existe por encima del mundo un ser inteligente, que dirige todas las cosas del mundo hacia sus propios fines. A ese ser inteligente lo llamamos Dios.” 4. Argumento por la contingencia. “Todas las cosas que exis­ ten en el mundo son contingentes, es decir, pueden existir o no exis­ tir. Y es imposible que las cosas sometidas a tal condición hayan existido siempre, pues lo que tiene en sí mismo la posibilidad de no existir, forzosamente en un tiempo no existió. Pero si esto es verdad, tampoco ahora existiría nada, puesto que lo que no existe no empie­ za a existir sino por algo que ya existe. Si nada existió en un tiempo, es imposible que algo haya empezado a existir, y en consecuencia nada existe, lo cual es evidentemente falso. Luego, no todos los se­ res son contingentes; es absolutamente preciso que exista un ser ne­ cesario, que no tenga la posibilidad de no existir. Y no es posible que ese ser necesario dependa de otro ser necesario para existir, pues en­ tonces simplemente no sería necesario. A ese ser necesario lo llama­ mos Dios.” Hay que reflexionar detenidamente en estos argumentos para apreciar su verdadero peso. Y su peso es en cada caso el mismo, pues lo que hace Tomás de Aquino es demostrar que la única opción lógi­ ca de la inteligencia ante estos cuatro hechos del mundo —el movi­ miento, la causalidad, el orden y la contingencia- es admitir la exis­ tencia de un Ser Supremo del cual proceden, y sin el cual la existen­ cia misma del universo no sería posible. En suma, la existencia del mundo es la prueba visible e incues­ tionable de la existencia de Dios. Y lo que hasta ahora hemos llama­ do “lógica de la realidad” no es otra cosa que el diseño estructural y dinámico impreso en el mundo por su inteligencia creadora. En cuanto a la inmortalidad del alma humana, Tomás de Aquino empieza por demostrar su existencia, basándose en los efectos a tra­ vés de los cuales se manifiesta en el hombre. Esos efectos se redu­ cen a uno solo: el pensamiento, es decir, la inteligencia. Para Tomás de Aquino, lo mismo que para Aristóteles, el pen­

samiento es una actividad indiscutiblemente espiritual. Sólo un es­ píritu puede tener inteligencia, razonar, entender conceptos abstrac­ tos, hacerse preguntas y darse respuestas sobre su propio ser, sobre el mundo y sobre Dios. Sólo un espíritu puede ser una persona, un yo, una conciencia, y percibirse a sí mismo a través de esa concien­ cia. La inferencia lógica que extrae Tomás de Aquino de este análi­ sis es que el espíritu humano es por su propia naturaleza inmortal, porque la muerte es sólo la disociación o desintegración de los com­ ponentes materiales del cuerpo, y el espíritu, siendo inmaterial, no puede disociarse ni desintegrarse, pues no está compuesto de partes disociables como la materia. Esta argumentación tomista es más difícil de captar que los ar­ gumentos sobre la existencia de Dios, pero su rigor lógico es el mis­ mo. Los puntos esenciales son que la muerte es sólo una disociación de nuestras materias orgánicas, y que el alma humana no puede di­ sociarse, porque es una entidad indivisible. La única manera de que el alma pueda morir, dice Tomás de Aquino, es que sea aniquilada por Dios, que Dios “deje de infundir­ le el ser.” Pero eso es incompatible con la lógica divina, pues signi­ ficaría que Dios haría desaparecer de la existencia algo a lo que El mismo ha dotado de una naturaleza inmortal. El hecho mismo de que el hombre desee vivir para siempre es para Tomás de Aquino otra prueba de su inmortalidad. Ese deseo es tan potente en el hombre como el deseo de ser feliz, y Dios no puede implantar en el hombre deseos irrealizables. Más aún, el hombre no desea un grado relativo de felicidad, sino la felicidad total, y eso no es posible sino en la inmortalidad. Una vez más, la lógica nos ha permitido descorrer los velos metafísicos de la realidad. Dios existe. Dios gobierna el mundo y las vidas humanas. Y no estamos hechos para la muerte, sino para vivir siempre. Estos dos hechos abren perspectivas tan enormes para nues­ tra vida, que sobrepasan todas las que puedan brindársenos en el plano puramente natural. Una de esas perspectivas es que el viaje a la felicidad no termi­ na en este mundo. No importa entonces hasta donde lleguemos en esa búsqueda; sea cual sea nuestra trayectoria, está abierta a una

eclosión sin límites en otro plano de nuestra existencia. La otra perspectiva, más trascendente aún que la de la inmorta­ lidad, es la del contacto directo con Dios. Y ese contacto es posible incluso en esta vida, a través de la experiencia religiosa, y sobre to­ do de la experiencia mística. Ya hablamos en el capítulo tercero so­ bre la auténtica religiosidad en el caso del cristianismo; digamos ahora algo sobre la experiencia mística. El propio Aristóteles señala que la actividad más alta del espí­ ritu humano en este mundo es la “contemplación” de Dios. Contem­ plar significa “ver”, pero en Aristóteles tiene un sentido metafórico, pues a Dios no lo podemos ver con los ojos; sólo podemos percibirlo con la inteligencia. Y esa percepción alcanza su grado más alto en la experiencia mística. Muchos seres humanos han tenido acceso a esa experiencia, y algunos han dado testimonio de ella. Pero lo único que han podido decir es que es indescriptible, que está más allá de todas las pala­ bras, y que proporciona estados de felicidad igualmente inexpre­ sables. También Tomás de Aquino tuvo una experiencia así, y después de eso dejó de escribir, no porque lo que había escrito fuera falso, si­ no porque lo que “vio” estaba absolutamente por encima de todo lo que puede ser dicho y entendido a nivel de la razón. La experiencia mística, que es algo así como un anticipo de la visión directa de Dios, no está al alcance de todos los seres huma­ nos; parece ser un obsequio que sólo se concede a quienes han al­ canzado un grado excepcional de transfiguración de su espíritu. Pero lo que sí está al alcance de todos nosotros es una progresiva com­ prensión de Dios y de su acción en el mundo, y un sentimiento cada vez más intenso de su acción en nosotros mismos. Ese sentimiento puede llegar a ocupar de tal modo la conciencia, que nos entregue una percepción casi “divinizada” de la realidad. Y percibir la reali­ dad como la percibe Dios, aunque sea a la ínfima escala del entendi­ miento humano, es alcanzar una visión y un paladeo de la vida que sobrepasa por completo toda experiencia de felicidad natural que podamos tener en este mundo.

APENDICE: NOTAS SOBRE EL HOLISMO. El holismo es tal vez la corriente más humanista de la filosofía contemporánea. Probablemente a eso se debe el creciente auge que muestra hoy en diversos sectores de la población occidental. El holismo no constituye un sistema homogéneo; está surcado por diversas variables, cada una con acentos y matices propios. Sin embargo, es posible identificar algunas premisas fundamentales que dan a esas variables cierta coherencia de conjunto. Al parecer, la premisa holística nuclear es que la única expe­ riencia verdaderamente humana de la realidad es la experiencia má­ gica, la percepción “encantada” de todas las cosas. Junto con esa invitación al reencantamiento de la conciencia, el holismo proclama también una visión totalizadora de la realidad, expresada en fórmulas tales como “Un todo es mayor que la suma de sus partes”, “Todo está relacionado con todo”, etc. Se agrega a esa perspectiva integradora la convicción de que en el mundo no existen cosas “inanimadas”, de que hasta los elementos y compues­ tos químicos poseen alguna forma de “conciencia” que les permite obrar de manera intencional, y por lo tanto “inteligente”. El holismo rechaza de plano el paradigma científico-tecnoló­ gico contemporáneo, y asimismo el modelo cartesiano del conoci­ miento, considerándolos modos patológicos de vivir y de relacio­ narse con la realidad. Y otorga una primacía casi absoluta a la expe­ riencia somática, insistiendo en que sólo a través de las sensaciones del cuerpo puede lograrse la “simbiosis mágica” con uno mismo y con todo lo que existe en el mundo exterior. Muchos holistas sostienen incluso que la reactivación somática debe darse a costa del pensamiento conceptual, pues según ellos los conceptos son abstracciones ajenas a la realidad, cuyo misterio y ri­ queza desbordan por completo todo lo que puede percibir la especu­ lación abstractiva de la inteligencia. Estimo que éste es el gran talón de Aquiles del holismo. Casi todo lo demás me parece plenamente válido, pero la exclusión del pensamiento conceptual lo deja sin trama metafísica que pueda sus­ tentar su proyecto de restaurar la vida humana por la vía somática.

Creo que ese rechazo se debe en gran parte a que en la mayoría de los casos la abstracción ha sido precisamente una superestructura que ha desconectado a la mente de lo real. Sin embargo, paradojalmente, los propios holistas emplean en sus análisis y propuestas un instrumental de conceptos abstractos tanto o más abundante que el de los filósofos a los que impugnan como “conceptualistas”. Esa incongruencia de los pensadores holísticos no es sin em­ bargo tan inexplicable como pueda parecer. Lo que ocurre es que el pensamiento conceptual es la única manera de entender la realidad. Sin conceptos, la realidad se convierte en un tumulto caótico de se­ ñales empíricas, cuyo efecto inevitable en la conciencia es el vértigo cognoscitivo, antesala de la disgregación de la inteligencia y la per­ sonalidad. No son los conceptos en sí los que desconectan de la realidad, sino los conceptos elaborados al margen de lo real. La trama metafí­ sica del mundo no puede ser descifrada sino a través de conceptos, y eso es lo que hace precisamente Aristóteles con sus potentísimos conceptos de materia y forma, sustancia y accidentes, acto y poten­ cia, causa eficiente y causa final, analogía del ser, etc. En general, los filósofos holistas revelan una excepcional cla­ rividencia en sus análisis empíricos del mundo y de la conciencia, mucho más penetrantes que la visión mecanicista y numérica de la ciencia moderna. No sucede lo mismo sin embargo con sus descifra­ mientos metafísicos y teológicos, en los que sólo encontramos tan­ teos, aproximaciones, y sobre todo dudas e interrogantes que no lo­ gran resolver satisfactoriamente. Incluso Morris Berman, uno de los más destacados representantes del holismo contemporáneo, pese a su impresionante exploración de los trasfondos psíquicos de la tra­ yectoria cultural de Occidente, quizás la más completa y profunda que se ha hecho hasta ahora desde este punto de vista, muestra las mismas vacilaciones cuando intenta atrapar los códigos metafísicos de la realidad y proponer nuevos rumbos, auténticamente humanos, para la sociedad del futuro. El holismo es una de la propuestas filosóficas contemporáneas más potentes en orden a la humanización del mundo y de la vida. Pero creo que no podrá prosperar en su alto propósito a menos que logre hacer una fecunda síntesis entre el mundo del soma y el mun­ do del pensamiento. El pensamiento ha sido, es, y seguirá siendo el protagonista esencial de la aventura humana de vivir.

INDICE 1. Las preguntas sin respuesta. 2. Los modelos mentales: el primer condicionante. 3. Los paradigmas culturales contemporáneos. A merced del destino. La ilusión pragmática. El relativismo: vivir en el aire. La amenaza científico-tecnológica. En la trampa de las ideologías. La moral del deber y la moral de sufrimiento. Los idealismos fallidos. El viaje a ciegas del esoterismo. La religión adulterada. La embestida contra el establishment. 4. La apertura de la conciencia. 5. Lo que podemos ser. 6. La trascendencia humana. APENDICE: NOTAS SOBRE EL HOLISMO.

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