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Spanish Pages [80] Year 2013
SEDUCIDA POR EL APOCALIPSIS Nisha Scail (Serie Club Souless 2)
ARGUMENTO Vive otra noche de romance y perversión en el Club Souless. Veronique estaba dispuesta a todo para vengarse del capullo de su ex; un ser inservible que se burló de ella, la desplumó y se tiró a su propio padrino semanas antes de la boda. Pero lo que no esperaba encontrar, cuando llevó a cabo aquella absurda invocación, era a un hombre que podía competir con el mismísimo Adonis en apostura y con el diablo en oscuridad… Uno que estaba dispuesto a concederle su venganza a cambio de una semana al servicio de los Cuatro Jinetes del Club Souless.
PRÓLOGO Aquella tenía que ser la primera vez que lo invocaban o al menos eso debía ser una convocatoria, no es como si la mujer desnuda y sentada sobre sus talones en el suelo, con un libro abierto en una de las manos y mirando fijamente el pentagrama dibujado en el
suelo pudiese llevar a otra interpretación. Y él estaba en el centro de tal pentagrama. No hacía ni dos minutos, se había enzarzado en una nueva discusión con Gadiel por el irritante tema que los tenía a los cuatro vinculados y encerrados en el Club Souless. El Jinete de la Muerte estaba convencido sobre la posibilidad de encontrar a esa única hembra que se sometería a los cuatro y les entregaría su alma y corazón; el reciente éxito de Bahari con Lya había traído consigo una esperanza en la que él no creyó… hasta ahora. Sí, había sido contundente en sus palabras, de hecho estaba a punto de acompañar su declaración con el puño cuando se encontró mirando a esa mujer. Y por todos los demonios del infierno, que aquello no era el Souless, ni siquiera Bahari podía tener tan mal gusto decorando una habitación. Allí había suficiente color como para dejar ciego a un ciego. Entrecerró los ojos e intentó avanzar en su dirección pero por algún motivo fue incapaz de abandonar el círculo dibujado con ¿carmín? en el suelo. Todo su cuerpo se tensó, no le gustaba estar a merced de nadie, especialmente de una mujer mucho más pequeña que él, con unos enormes e inteligentes ojos marrones y un delicioso cuerpo de curvas llenas hecho para el pecado. Su rostro era el de una hembra delicada, ingenua, podía ver como las mejillas se le teñían de rubor, el mismo que pronto empezó a extenderse por su cuerpo después de que sus ojos conectasen y ella comprendiese que él estaba allí realmente. La rapidez con la que intentó levantarse la hizo tropezar de nuevo, sus pechos oscilaron al compás, pero fue el nido de rizos castaños entre sus piernas el que atrajo su atención y encendió la lascivia en su interior. Gruñó. Todo su cuerpo se puso en tensión y sintió su propio demonio interior gritando “mía”. —Quieta, no tienes permiso para abandonar mi presencia —Su voz sonó dura, profunda, con ese ligero acento del viejo mundo que iba y venía. No le quitó los ojos de encima, no podía permitir que se marchase, ella era lo que había estado esperando durante toda su maldita vida. Su respuesta fue instantánea, al escuchar su voz ella se sobresaltó, se quedó inmóvil durante una fracción de segundo, sus ojos abriéndose aún más, había temor en ellos pero también una buena cantidad de curiosidad.
—¿Quién eres y cómo has conseguido traerme aquí? Ella saltó una vez más ante el tono de su voz pero no dejó de mirarle, parecía abrumada por su presencia, posiblemente incrédula ante la posibilidad de que sus pinitos en hechicería hubiesen dado sus frutos. —¿He de suponer que no has entendido lo que he dicho? — continuó. Ella no había abierto la boca, por lo que desconocía su idioma. El hablar en inglés moderno era algo a lo que se había acostumbrado con Lya alrededor de ellos el último año. Su melena castaña se agitó en una rápida negativa. Bien, así que le entendía. No dejaba de ser curioso que su desnudez no la perturbara tanto como su presencia. —Tu nombre, humana —preguntó por última vez—. Me estás haciendo perder el tiempo y no es algo de lo que… disfrute. Deslizó sus ojos por el desnudo cuerpo en un mudo recordatorio que la hizo reaccionar. Un agudo chillido, seguido de un rápido giro le permitió admirar una bonita espalda y un delicioso culo al que empezaba a entrarle ganas de propinarle un mordisco. Su polla empujó contra los pantalones mostrando su acuerdo. La repentina privación de su cuerpo desnudo lo hizo gruñir, le gustaba lo que había visto hasta el momento y ella acababa de quitarle ese momento de placer. La idea de despojarla de la prenda y doblarla sobre el banco de azotes le hizo la boca agua, ver como esa delicada y blanca piel se iba calentando poco a poco mientras su sexo se humedecía y la miel resbalaba entre sus muslos. Un nuevo tirón en su entrepierna le mostró una vez más su acuerdo. —Tú… tú no… tú no eres… no eres… una Erinia. ¿Erinia? ¿Esa minúscula humana había convocado a esas tres intrigantes? No le sorprendía que hubiese terminado apareciendo él en vez de esas tres brujas griegas. —Creo que eso salta a la vista —aseguró con un resoplido. Ella se llevó las manos a la cabeza, introdujo los dedos en su pelo y tiró de él como si le fuese la vida en ello. —¡Mierda! —la oyó mascullar—. Fue el sauco, estoy segura… me pasé con el sauco… Tenía que haberle puesto dos cucharaditas, solo dos… no derramar la mitad del bote. Sus ojos marrones volvieron a mirarle, calibrando sus posibilidades a juzgar por la manera en que lo recorría de pies a cabeza. —Tú ni siquiera tienes serpientes en la cabeza… ni cuernos…
pareces un jodido ángel… —gimió al tiempo que se giraba por completo hacia él—. ¿Dime que no he convocado a un jodido ángel? A no ser que hagas trabajitos de venganza… ¿Los haces? Estoy necesitada ahora mismo de alguien que sepa de venganzas… las más terribles… quizá un buen sarpullido en sus partes… O que se le caiga la polla a pedazos, eso también estaría bien… Ese cabrón hijo de puta se largó con mi dinero… ni siquiera puedo devolver el vestido… ¡Arg! ¿Dónde están las Furias cuando las necesitas? Megara o Alecto me habrían venido que ni anillo al dedo… pero no, me pasé con el saúco y mira lo que aparece. Impresionante, pensó cuando ella terminó de hablar para coger aire, de entre todas las mujeres existentes en el universo iba a tocarle una chalada. —Dudo que el saúco haya tenido nada que ver al respecto — declaró un poco cansado—, y alégrate de que no fuesen ellas las que respondiesen a tu llamada… Se mordió brevemente el labio inferior, sus enormes ojos marrones parecían estar a punto de echarse a llorar. —Pero las necesito… ¿Es que esa mujer no entendía lo que era una advertencia? —No, no las necesitas —declaró sin dejar de mirarla. Ella dio un nuevo paso adelante y observó el pentagrama en el suelo y luego a él. —¿Y quién diablos eres tú, por cierto? —preguntó entonces. Su mirada se encontró con la suya—. Eres demasiado mono para ser un demonio vengador… ¿Un ángel? Su boca se torció en una irónica sonrisa, aquella tenía que ser la conversación más absurda que había visto nunca. —No soy un demonio… vengador… ni tampoco un ángel… en el sentido estricto de la palabra —le dijo sin darle más datos. Ella ladeó la cabeza y entrecerró los ojos. —Así que ni siquiera voy a poder tener mi venganza —resopló con cansancio—. Soy una estúpida… ¿Ves? La idiota de Veronique que ni siquiera es capaz de hacer una invocación a derechas. Y mientras, ese hijo de puta estará por ahí disfrutando de mi dinero y follándose otra vez a mi padrino… ¡A mí padrino! ¡Por qué tienen que pasarme estas cosas a mí! No era suficiente que me dejase plantada, no… tenía que follarse al pobre Richard… Aunque bien mirado, él no parecía estar pasándolo tan mal… Cabrones… haría cualquier cosa, lo que fuera porque ese cabrón pagase cada una de las cosas que me
ha hecho. Sus inconexas palabras no tenían el menor sentido para él, pero si había algo que comprendía y lo hacía a las mil maravillas. —¿Cualquier cosa? ¿Lo que fuera? —repitió sus propias palabras al tiempo que se cruzaba de brazos. Ella lo miró y dejó escapar un profundo suspiro. —No es como si tuviese algo más que perder —declaró con un ligero encogimiento de hombros—. En estos momentos me conformaría con que le diese diarrea durante un mes, se le llenase la piel de ronchas y oh, sí, un fantástico sarpullido en su polla… o que se le secaran las pelotas… eso también me serviría… Dejarlo impotente de por vida... sí, ya puedo saborearlo… Una involuntaria sonrisa curvó sus labios. —Eso no sería un problema —aceptó. Si había algo de lo que sabía, eran las plagas y las enfermedades que las acompañaban. Sus palabras atrajeron de nuevo su atención y por un momento vio una luz de esperanza en sus ojos. —¿Puedes hacer eso? Tras barajar sus posibilidades, alzó la barbilla y la contempló. —Puedo hacer muchas cosas, Veronique. Un nombre daba mucho poder a aquel que lo pronunciaba y ahora, él sabía el suyo. Sus palabras atrajeron su atención, su mirada sostuvo la suya mientras daba un nuevo paso hacia delante y se acercaba al círculo de poder. —¿Y podrías hacer que le diese diarrea? Su pregunta sonó tan esperanzada que le dieron ganas de reír. —¿Un herpes en la polla? Quien iba a pensar que la delicada y diminuta muchacha podría llegar a ser tan… interesante. —¿En serio ibas a pedirle eso a las Erinias? Ella se lamió los labios. —¿Es que no se puede? Bufó, vaya una pregunta. —Me parece que su idea de venganza va un poco más allá de unas cuantas molestias cutáneas. Ella hizo una mueca, pero no se amilanó, por el contrario dio un nuevo paso adelante, lo suficientemente cerca para que pisase sin saberlo el círculo de poder. Sonrió interiormente. —Dime, pequeña Veronique —insistió al tiempo que la recorría con la mirada—. ¿Qué estás dispuesta a ofrecer a cambio de tu
venganza? Su bata se había aflojado y podía ver la cima de sus cremosos senos, pero eran sus ojos marrones y vibrantes los que reclamaron su atención cuando respondió con voz firme. —Cualquier cosa —aseguró con total sinceridad—. Bueno, menos matar a alguien… me niego a matar a alguien o derramar sangre, de cualquier tipo, animal incluido. Por eso no quise hacer ese otro hechizo, pedían sangre de conejo… Puaj, con ver la sangre ya me mareo… La interrumpió, su cuerpo reaccionaba a su proximidad, excitándose, cada célula de su cuerpo la reclamaba como suya… Era ella, no podía tratarse de otra cosa, era ella… su elegida. —Siete días —declaró en voz alta—, sométete durante siete días a los Jinetes del Souless y tendrás tu venganza. Ella frunció el ceño. —Err… ¿Jinetes? Um… Define el concepto de someterse, por favor —pidió sin dejar de mirarle—. Y si ya me das también una cifra aproximada… de… ya sabes… los Jinetes… Sus labios se curvaron al tiempo que extendía la mano hacia ella y para su sorpresa la aferraba de los dedos para hacerla entrar en el círculo con él. —Me obedecerás, cumplirás con cada uno de mis deseos y obrarás de igual manera con los otros tres jinetes —declaró rodeando su cuerpo con un brazo—. Y a cambio serás complacida, atesorada… y al término del contrato, tendrás tu venganza. ¿Aceptas? Ella se lamió los labios y se estremeció. —Ni siquiera sé cómo te llamas —murmuró como si aquello fuese algo importante. Se llevó sus dedos a la boca y le besó una por una la yema de los dedos. —Respondo a muchos nombres, muchacha —aseguró sin desviar su atención de lo que estaba haciendo—, pero para ti solo existirá uno si aceptas mis términos. Ella intentó retirar los dedos, pero no se lo permitió. —¿Cómo sé que puedo confiar en ti? Él expuso lo obvio. —No lo sabes —declaró—. Como tampoco sabías si podrías confiar en aquellas que querías convocar. Dime, pues, Veronique, ¿estás dispuesta a someterte a los Jinetes del Souless durante los próximos siete días a cambio de tu venganza?
No le pasó por alto la duda en sus ojos, casi podía escuchar trabajar su cerebro, pero no podía obligarla, ella y solo ella podía darle la respuesta, de otra forma, no podría romper la maldición que pesaba sobre ellos. —¿Siete días? Él asintió. —Siete días. Tomando una profunda respiración asintió. —De acuerdo, acepto —dijo con firmeza—. Lo que sea por ver a ese hijo de puta lleno de pústulas o urticaria. Sus manos se deslizaron entonces por su cuerpo, la mantuvo apretada contra él y le sujetó el rostro con la mano para que no pudiese evadir su mirada. —No te preocupes, cariño, sin duda has invocado al hombre perfecto para ello —declaró con sorna—. Como te dije, se me conoce por muchos nombres, Peste es otro de ellos… pero tú me llamarás señor o maestro a partir de ahora. Ella abrió la boca pero no emergió de ella más que balbuceos. —Pe… ¿Peste? —se las ingenió para decir—. Peste como en… Oh, mierda… Has dicho Jinetes, ¿verdad? Él se rio sin más y la mantuvo inmóvil mientras bajaba la boca sobre sus labios. —Sí, muchacha, Peste, como en los Cuatro Jinetes del Apocalipsis. Sin darle opción a replicar poseyó su boca y probó el pecado en el que pensaba yacer los próximos siete días.
CAPÍTULO 1 Veronique debería haber preguntado primero que entrañaba exactamente el “cualquier cosa” que le había dado al Jinete. Si el hecho de haber convocado a ese hombre no era suficiente malo, el lugar a dónde la había traído y en el que había aceptado pasar toda una semana, lo sería. Sarkis. Prefería ese nombre al otro que la había dejado helada y sin aire en el mismo punto en el que estaba. Peste. Uno de los cuatro
Jinetes del Apocalipsis. ¡En qué mierda se había metido! ¡Solo era una profesora de escuela! Sus alumnos se reirían de ella hasta el Juicio del Día Final si supiesen la clase de desquiciada tenían por maestra. Pero entonces, ¿quién iba a decírselo? Ella no, estaba claro. Y no es como si alguien más supiese de su afición al esoterismo y toda esa parafernalia. Si tenía que ser sincera consigo misma, ni siquiera pensó que aquello daría resultado, su intención había sido la de convocar un ángel vengador… ¿Y qué le enviaban? A uno de los Jinetes del Apocalipsis. No estaba muy puesta en el cristianismo como para saber si esos cuatro entraban en la categoría de ángeles de algún tipo. Y si lo hacía, seguro eran caídos… muy, pero que muy caídos. A ras del suelo. Y allí era dónde estaba ella ahora mismo, a ras del suelo, arrodillada sobre la moqueta de un vestidor, porque no encontraba otro nombre para aquel cuarto lleno de estanterías y barras de armario de las que colgaban toda clase de indumentarias y sí, también disfraces. Él la había traído allí nada más desvanecerse, si podía llamársele así al hecho de dejar su salón y aparecer en medio de lo que parecía alguna clase de club de alterne. Su primer vistazo a la sala en la que aparecieron la dejó estupefacta, no tanto por la ropa o escasez de ella que llevaban sus ocupantes, sino por los gritos y gemidos que se elevaban por doquier, así como el restallido del látigo que creyó ver al fondo de la sala. Decir que se había quedado mortalmente pálida había sido quedarse corta. —Respira —le había susurrado él al oído. Su voz parecía incluso divertida—. Es más divertido y menos aterrador de lo que ahora mismo te parece. ¿Divertido? ¡Divertido mi trasero! Quizás fue porque empezó a hiperventilar y ponerse azul, el caso es que la sacó de aquella habitación cagando leches para meterla en esa otra dónde le pidió que se arrodillara y permaneciese así mientras él elegía su ropa. Ah, ese hombre sí sabía moverse, por no hablar de lo bien que le sentaba la ropa hecha de cuero. Los pantalones se pegaban a sus glúteos moldeando un perfecto culo y unas larguísimas piernas, incluso la camisa de seda negra que llevaba prácticamente abierta y dejaba ver su torso le quedaba bien y no desentonaba con el resto de su atuendo. El largo pelo blanco le caía por la espalda en una perfecta y lisa coleta, empezaba a preguntarse si sería tan suave y sedoso como parecía.
Se estremeció, ¿por qué diablos estaba pensando en aquellas cosas? Debería estar pensando mejor en cómo salir de allí y no en cómo se sentiría si él se la follase. Admítelo, Ver, no eres más que una maestra de escuela y él es… Un Jinete del Apocalipsis que tú misma has convocado. Oh, sí, iba a ir derechita al psiquiátrico. —Estás muy callada, Veronique —pronunció su nombre con una cadencia que la hizo estremecer. Su mirada buscó la suya y lo vio de espaldas a una de las estanterías, con una prenda de color azul colgando de su brazo y el otro en la cadera—. ¿Arrepentida ya de haber sellado el pacto? Que decirle… ¡Síiiiiiiiiiiii! ¿Deja que me largue y no oirás mi nombre jamás en la vida? Entonces la imagen de su prometido pegándose el lote con su padrino cruzó por su mente y la rabia y la humillación volvieron a resurgir. —¿Cumplirás con tu parte? —preguntó. Quería que lo hiciera. Quería que le enviase sarpullidos, pústulas, la peste si era posible y no contagiaba a nadie más. Quería que se le cayesen los miembros a pedazos, empezando por su diminuta polla, quería… —Lo tengo, lo tengo, dulzura —se rio él haciéndola consciente de que todo aquello lo había dicho en voz alta—. Y sí, cumpliré con mi parte siempre que tú cumplas con la tuya. Y esa era permanecer en el Club Souless y obedecer a cada uno de los cuatro Jinetes que allí moraban durante los próximos siete días. —Estoy aquí y todavía no he salido huyendo, eso debería decirte algo —comentó con un ligero encogimiento de hombros. Con aire despreocupado, si es que aquel adjetivo podía dársele a un hombre de metro noventa y siete, se acercó a ella y le indicó con un dedo que se levantase. —Levántate. ¿Y dónde estaba el por favor? Mejor no preguntar. Su voz era lo suficiente firme y profunda como para que obedeciese en el acto. Pero la realidad era que la velocidad y ella no se llevaban bien, sus pies encontraron la forma de enredarse de tal modo que cayó hacia delante aterrizando, de manera absolutamente bochornosa, con el rostro pegado a la más que obvia erección que lucían los pantalones de cuero. Su gemido de mortificación se unió a un profundo gruñido masculino antes de que las manos del hombre la cogiesen por debajo de las axilas y la levantase de golpe como si no pesara absolutamente nada.
Sus ojos se encontraron y todo lo que quería hacer era que se abriese la tierra bajo sus pies y se la tragase y evitar así echarse a llorar. —Lo… lo siento… —musitó, sabía que su cara debía estar compitiendo ahora mismo con un semáforo en rojo, pues la sentía arder—. Quizás debiese haberte advertido que la psicomotricidad no es uno de mis puntos fuertes. Él no la dejó hasta que estuvo seguro de que no volvería a aterrizar en el suelo, o al menos eso pensó al ver que tardaba en soltarla. —A partir de ahora, responderás ante mí y ante los demás Jinetes dirigiéndote a nosotros como señor o maestro —la instruyó. Su mirada se clavó en la suya con absoluta tranquilidad—. ¿Comprendido? Asintió vigorosamente. —Sí. Él arqueó una ceja ante su respuesta y se vio obligada a tragar saliva y rogar “no me mates” antes de añadir el trato que él deseaba. —Sí… er… señor —respondió. Su voz salió casi como un graznido. Aparentemente satisfecho, la soltó y recogió la prenda de cuero azul del suelo y se la tendió. El vestido, si es que podía llamársele así, consistía en un trozo de tela sin mangas lo suficientemente corta como para que se le viesen las nalgas a pesar de su altura. El traje era de una sola pieza, parecía como si no les hubiese llegado la tela para todo el vestido y se habían limitado a poner un parche de cuero sobre un pecho y una tira ancha en el otro que bajaba de forma vertical cubriendo únicamente el ombligo para abrirse y rodear las caderas. La espalda era totalmente transparente hasta un par de dedos por debajo del nacimiento de las nalgas. —No puedes hablar en serio —jadeó al ver el modelito. Pero a juzgar por la mirada en sus ojos marrones, el hombre no bromeaba en absoluto. —¿No tienes otro que sea… de mi talla? Sus ojos se entrecerraron al tiempo que la cogía de la barbilla con un par de dedos y le alzaba el rostro. —Permíteme que te ponga al corriente de cuáles son las consecuencias de la desobediencia, la impertinencia y empujar demasiado a tu Maestro —le dijo al tiempo que le acariciaba la mejilla con el pulgar—. Si no respondes de la forma correcta, pueden pasar
dos cosas, que se te llame la atención y se te corrija o se te discipline. El castigo siempre será acorde a la infracción. Ella tragó con fuerza, la palidez empezó a cubrir su rostro. —Si me pones una sola mano encima con algo más duro que una pluma, se rompe el trato —declaró con respiración acelerada—, por no mencionar que te devolveré el golpe y si me animo, hasta puede que te deje eunuco. Para su completa sorpresa él sonrió. —Sin duda va a ser toda una experiencia domesticarte, profesora —aseguró con buen humor. Le acarició el labio inferior con el pulgar y finalmente la soltó—. Nadie va a golpearte, Veronique, no de esa manera… Somos Dominantes, no maltratadores… hay una clara línea que nos distingue a unos de otros. Nosotros cuidamos de nuestras sumisas, de sus necesidades, buscamos su bienestar, que superen sus miedos, sus complejos… Ningún Dom le pondrá jamás la mano encima a una sumisa, ya sea su esclava a tiempo completo o simplemente en el dormitorio con agresividad o para causarle dolor. El código del BDSM es Seguro, Sano y Consensuado y te aseguro que ni Bahari ni ninguno de los Maestros del Souless permite que se dañe a ninguna mujer u hombre que penetre nuestras puertas. Ella se lamió los labios. —BDSM —repitió sus palabras empezando a comprender ahora lo que había visto a su llegada al club. Bondage, Dominación, Sumisión, Masoquismo. Conocía las siglas, incluso había hecho algo de investigación sobre ello en internet curiosa por aquella parte de la sexualidad que podía parecer prohibida o depravada. Tenía que concederle un punto a ese hombre, pues no la presionaba, aunque diablos si no la asustaba como el demonio con todo lo que le estaba diciendo. —Respira, profesora —le dijo una vez más al tiempo que se colgaba el vestido azul del hombro—, y no dejes volar tu imaginación antes de tiempo. Pregunta todo aquello que necesites saber, no te guardes nada al respecto, estamos aquí para cuidar de ti y tus necesidades. Cualquiera de los Jinetes estará más que encantado de responder a tus preguntas y aclaras y hacer desaparecer tus dudas. Ay dios, ¿en qué lío se había metido? Una semana en ese Club, un Club de BDSM lleno de criaturas que no deberían existir o que eran consideradas mitos y partes de leyendas y ella había aceptado hacer “cualquier cosa” con tal de conseguir su venganza. Y tal parecía que ese cualquier cosa se resumía en ser la esclava sexual de ese hombre
y sus compañeros. —Vamos a tener que hacer algo con respecto a tu respiración, profesora —le aseguró al tiempo que daba un paso atrás—. Si te pones azul cada vez que hablo, tendremos un problema. Abrió la boca para responder y decir algo, pero las palabras se le atascaban. Cerró los ojos, respiró hondo y lo intentó de nuevo. —Sí me das estos sustos cada dos minutos, es normal que me quede sin respiración… er… señor —replicó añadiendo en el último momento el trato adecuado. Sus labios se estiraron en esa curiosa sonrisa. —Buena chica —le dijo al tiempo que le revolvía el pelo. Al instante tomó el vestido del hombro y se lo lanzó obligándola a cogerlo al vuelo—. Ahora, quítate tu ropa y ponte ese vestido. Antes de que pudiese decir algo al respecto, él se giró y recorrió con la mirada el resto de las estanterías hasta encontrar lo que buscaba. Unas bonitas sandalias de tacón de aguja que se ataban al tobillo con un lazo. El tacón podía ser utilizado como arma defensiva sin mucho problema. —Ah, no, ni hablar —declaró mirando aquellos tacones de vértigo—. No sé andar sobre eso, me romperé una pierna, eso seguro. Él la miró de nuevo, con aquella actitud arrogante y supo que le había faltado algo a su frase. —Me caeré como la Torre inclinada de Pisa, señor —insistió aferrando el vestido contra sí. Tras un momento de vacilación, asintió y ante su estupefacta mirada, los tacones de las sandalias se redujeron. —¿Mejor así, profesora? No contestó, sencillamente no podía. Esperaba que de un momento a otro empezase a darle vueltas la cabeza. —Tomaré eso como un sí. Sarkis contuvo las ganas de reír al ver a la diminuta humana azorada y a punto de salir corriendo. Sin duda estaba asustada, el no saber exactamente dónde se había metido y las recientes revelaciones que él le había entregado la llevaron al borde. Recorrió su cuerpo con la mirada y se relamió de anticipación, era perfecta, con curvas suculentas y un genio todavía dormido que estaba seguro saldría a la luz con fuerza en algún momento. No podía esperar a verla explosionar, disciplinarla iba a ser todo un desafío del que disfrutaría
inmensamente. Pero por lo pronto, tenía que ir con cuidado, no quería asustarla y su mirada cuando aparecieron de nuevo en el interior del club fue suficiente para saber que había quedado en shock. La bata en la que se había envuelto en el momento en que lo vio en el salón de su casa, después de invocarle se envolvía con fiereza alrededor de su cuerpo, la mantenía tan ceñida que sus pezones apuntaban ya contra la tela totalmente erectos. —¿Um? ¿Y la ropa interior? —Su pregunta salió en un tono de voz tan bajo que de no ser por su buena audición, ni la habría escuchado. Pasó por alto la falta de añadir “señor” a su pregunta y dio un paso hacia ella, para tomar el lazo de la bata y desanudarla. —No la necesitarás —aseguró deshaciéndose de la lazada para luego abrírsela y resbalarla por sus hombros sin más miramientos—. Ahora, ponte el vestido, Veronique a no ser que prefieras conocer al resto de los Jinetes del mismo modo en que me conociste a mí. Aquella sutil amenaza pareció suficiente para ella, en un abrir y cerrar de ojos se había colado el vestido y luchaba para subirse sola la cremallera que cerraba la espalda. Tal y como había sospechado, sus pechos quedaban perfectamente presionados contra la tela, el cuerpo del vestido se pegaba a su cuerpo moldeándolo y la falta le ceñía las caderas dejando muy poco a la imaginación. Después de un momento luchando sin éxito con la cremallera, resopló, bajó los brazos y le miró. —¿Podrías subirme la cremallera, por favor? —pidió, sus mejillas teñidas de rojo—. Err… señor. Le indicó con un gesto que se diese la vuelta y se tomó unos momentos para admirar como la tela transparente dejaba su espalda al descubierto hasta el nacimiento de sus nalgas, el cuero azul de la falda se pegaba a su culo permitiendo una brevísima visión de la parte inferior de sus glúteos, que seguramente se alzaría cuando caminase. Se lamió los labios de anticipación, estaba arrebatadora, realmente digna de ellos. Cogió la cremallera entre los dedos y ancló su mano libre a la cadera femenina antes de subirla del todo. —Preciosa —le susurró al oído. Su boca lo suficientemente cerca para que su lengua le acariciase la oreja. Le aferró la cadera con ambas manos y la atrajo hacia él, pegando su redondeado trasero contra su henchido sexo. Su erección no había disminuido ni un poco desde el momento en que la vio y supo que era ella, la única, suya.
—Tendremos que darte un trabajo mientras estés aquí — continuó calentándole la oreja con su aliento—. Algo que te mantenga entretenida cuando ninguno de nosotros esté disponible para… entretenerte. Ella tembló contra su cuerpo, mientras sus manos se deslizaban ahora hacia el frente, subiendo por sus costillas hasta terminar ahuecándole los pechos y alzándoselos a un tiempo. —Dependiendo del día, encontrarás que el Club cambia su rol — le explicó—, una vez a la semana se celebra un cóctel con lo más variado de nuestros clientes ese día servirás las copas… ¿Crees que puedes servir unas bebidas, profesora? La oyó tragar, su cuerpo se había puesto rígido en cuanto la tocó pero empezaba a relajarse y actuar como él esperaba que lo hiciera, excitándose. Podía sentir ya sus pezones cada vez más duros contra sus palmas mientras le masajeaba los pechos. —Sí… señor —musitó—, pero no me hago responsable si los vasos acaban por salir volando en algún momento de la noche. Le mordió el lóbulo de la oreja con suficiente presión para que diese un respingo. —Si eso ocurre, Zhair estará más que encantado de disciplinarte —le aseguró lamiendo ahora el punto que había mordido—. Por lo pronto, creo que podrías empezar con él en la cocina… A no ser que prefieras acompañarme en el Club y tomar tu primera clase de “contención del orgasmo”. Ella se estremeció una vez más ante sus palabras, incluso gimió. —Necesito una sumisa para la demostración —continuó sin piedad—. ¿Quieres ofrecerte voluntaria para el puesto? Casi de inmediato saltó de sus brazos, todo su cuerpo temblaba, su respiración hacía que sus pechos subiesen y bajasen encerrados en el magnífico y sexy vestido que llevaba puesto. Se lamió los labios y le mostró los zapatos. —¿Me permites, profesora? La vio vacilar, su mirada recorrió la habitación buscando la puerta por la que había entrado como si quisiese asegurarse que tenía una vía de escape próxima en caso de necesitarla. Dejando escapar un profundo suspiro, enderezó los hombros y caminó hacia él dispuesto a sacarle los zapatos. Él los quitó de su alcance. —No —la reprendió—. Dame uno de tus pies, puedes sostenerse apoyándote en mí si lo necesitas. Bufó y no pudo por menos que sonreír, la profesora se estaba
exasperando. Con movimientos rápidos y diestros desató la hebilla de las sandalias y esperó a que ella obedeciese. Al ver su vacilación, la miró de nuevo con una obvia advertencia en su mirada que ella reconoció al momento. Por fin, le entregó su pie derecho con un nuevo bufido. Sonriendo para sí, le acarició el empeine con un dedo mientras le aferraba el tobillo con la otra mano, sintió como se estremecía y se le ponía la carne de gallina; así que ahí tenía un punto sensible, era bueno saberlo. Tomándose su tiempo, le masajeó suavemente el miembro, deteniéndose en sus dedos para finalmente colocarle la sandalia y cerrar la hebilla. El otro pie obtuvo el mismo ritual hasta que por fin la tuvo completamente vestida, calzada y temblando de deseo. —De acuerdo —se levantó con pereza y la contempló de arriba abajo satisfecho con su obra—. Es hora de que conozcas a otro de los Jinetes del Souless, profesora. Sí, pensó mientras la conducía fuera del vestidor, la semana iba a ser endiabladamente divertida.
CAPÍTULO 2 Zhair no sabía que le sorprendía más, si el tener una hembra en su adorada cocina o que la hembra en cuestión resultase ser la única mujer que estaba destinada a romper con la maldición que mantenía a los cuatro jinetes atados al Souless. Y para colmo, era humana. Tal parecía que el Club estaba teniendo una repentina oleada de humanidad entre sus asistentes, y no era que se quejara, le gustaban las mujeres de cualquier tipo, mientras tuviesen un par de buenas tetas y un coño caliente y húmedo, él se conformaba. Sin embargo, esta profesora como la había presentado Sarkis, distaba mucho de ser algo “caliente y húmedo”, incluso en ese adorable vestido azul de piel que se pegaba a su cuerpo como una segunda piel, tenía algo de bibliotecaria. La forma en que a menudo tiraba de la falda para cubrirse las nalgas desnudas o cruzaba los brazos para ocultar la forma en que le marcaban los pechos hablaba por sí sola. No era una mujer acostumbrada a la clase de perversiones que se llevaban a cabo en el Club y eso solo la hacía más apetecible.
Si de algo disfrutaba y mucho, era de aleccionar a las recién llegadas. Su compañero se había presentado en sus dominios privados hacía poco más de media hora, cogiéndole en medio de una discusión con los otros Jinetes y Lya, la sumisa de Bahari. La muchacha había sido puesta a cargo de Gadiel mientras el Ángel de la Muerte salía del Club para hacer una de sus nuevas rondas. La belicosa muchacha amaba a su Maestro con todo el alma y el corazón, algo que se veía a simple vista, quizás por eso mismo le daba la suficiente confianza al hombre como para dejarla con ellos. Sonrió al recordar la mirada azorada en el rostro de la recién llegada cuando su acompañante la presentó a los hombres, especialmente cuando le señalaron a Gadiel. El Jinete había estado torturando los pechos de Lya durante un buen rato, y en aquel preciso instante los amasaba por encima del brevísimo top que llevaba mientras la sumisa se retorcía en su regazo y gemía por lo bajo. El rubor en sus mejillas pronto se extendió al resto de su cuerpo, sus ojos habían pasado de la sorpresa a la curiosidad antes de bajar la mirada avergonzada y pasar al siguiente. Para todos había sido una sorpresa ver a Sarkis volver con ella apenas unos minutos antes. El hombre había estado hablando con Gadiel y él mismo en el Club y en un abrir y cerrar de ojos se había esfumado en el aire. La sorpresa inicial había conducido a la posterior psicosis, todos ellos sabían que no podían abandonar el club, estaban vinculados eternamente a esas cuatro paredes hasta que apareciese la única mujer que pudiera amarlos y someterse a sus deseos. Durante unos breves instantes barajaron la posibilidad de que Ella fuese la culpable de la desaparición de Peste, pero entonces Bahari los llamó a la tranquilidad y les dejó a Lya para que se entretuviesen mientras, según sus propias palabras, Sarkis llegaba a un acuerdo con la mujer que los liberaría. La reunión que los había metido a todos en su cocina, había saltado de un tema a otro sin orden ni concierto, todos estaban ansiosos por saber si lo que había dicho el Ángel de la Muerte era cierto y quien sería ella; si hubo algo en lo que coincidieron todos, era que la “profesora” que llegó con Peste no era en absoluto lo que ellos tenían en mente. Por no mencionar que lo último que él esperaba, era que su amigo vistiese a la muchacha con su color favorito y se la dejara en las manos con la excusa de que los demás hoy tenían turno en el Club. —A ver si lo he entendido bien —le había dicho después de que todos ellos abandonasen sus dominios—. ¿Quieres que la tenga
conmigo en la cocina mientras preparo los menús para el Club? ¿Has perdido la cabeza? El jinete de ojos marrones y largo pelo blanco se había encogido de hombros al tiempo que la señalaba a ella, sentada en un taburete de la isla al otro lado de la cocina. —La habría puesto directamente a servir mesas, pero su reacción al ver el ambiente del Club cuando llegamos me dice que no está preparada todavía para ello —había sido su respuesta—. Además, excepto tú, todos nosotros tenemos vigilancia en el la sala principal. Gadiel y yo incluso tenemos función en las mazmorras, por no hablar que Gad tiene que vigilar al mismo tiempo a Lya hasta que vuelva Bahari. Él había mirado entonces a la muchacha sentada frente al mármol de la encimera. Su mente la había recreado casi al instante tumbada sobre la misma, cubierta de sirope como un delicioso sorbete que podría degustar en cualquier momento. —Y me la mandas a la cocina —se las había ingeniado para decir. La respuesta de su compañero había sido tan absurda que no tenía la intención de pensar siquiera en ella. Hasta dónde todos sabían, ella había realizado alguna especie de invocación indefinida para convocar a alguien que le sirviese de mediador en su venganza contra el hijo de puta que la había dejado plantada dos días antes de la boda y que aún encima la desplumara. A cambio de concederle su revancha, Sarkis le ofreció permanecer en el Souless durante siete días y someterse a los deseos de los Cuatro Jinetes del Apocalipsis. —Así que… Veronique —comentó deteniéndose al otro lado de la isla desde dónde podía examinarla a una prudente distancia y ocultar al mismo tiempo la dura erección que empujaba ya contra su pantalón. No es que le molestase que ella la viese, por el contrario, antes de que terminase el día la habría visto, tocado, probado y habría estado enterrada unas cuantas veces en su interior. Ella alzó sus ojos claros y ladeó la cabeza. —Sí, soy Veronique —respondió en voz baja, suave y ligeramente temblorosa a pesar del desafío que intentaba establecer —. ¿Y tú quién vienes siendo de los cuatro chalados? Él sonrió, tenía que darle crédito a la muchacha, ella solita podía quitarse el traje de bibliotecaria. Adoptando un tono de voz de mando, clavó la mirada en sus ojos haciendo que ella se sobresaltase sobre el asiento. Ah, una preciosa sumisa era lo que tenía allí.
—Imagino que Sar te ha puesto al corriente sobre la forma correcta de dirigirte a nosotros, pero si no, permíteme que te ilustre — declaró con firmeza, sin dejarla bajar la mirada—. Me llamarás señor o Maestro Zhair y me mirarás a los ojos cuando lo hagas a menos que yo te indique lo contrario, ¿he sido claro, mascota? La vio jadear, esos bonitos labios abriéndose en una delicada “o”. Empezó a preguntarse a qué sabría, su piel era blanca y cremosa como el chantillí y prometía ser igual de deliciosa. —Con un “sí, señor”, me conformaré ahora, mascota —le aseguró inclinándose un poco hacia delante. La vio tragar, un pequeño relámpago de emoción cruzó sus ojos antes de oírla musitar. —Sí, señor. Él asintió. —Buena chica —le dijo al tiempo que se enderezaba y relajaba un poco el tono para ella—. Pues bien, Veronique… diría que el único verdaderamente chalado de los cuatro es Gadiel, ya sabes el tío que sobaba las tetas de esa pequeña sumisa, pero te sugeriría que no se lo dijeses a él. Para ti soy el Maestro Zhair, en otras esferas o en tu… mundo… me conocen como Hambre. Ella abrió los ojos con cierta sorpresa, entonces deslizó la mirada sobre el mobiliario de la cocina y terminó de nuevo sobre él. —Debí suponerlo… señor —respondió. Entonces se lamió los labios—. Er… el señor… Sarkis… er… ¿Maestro? No pudo evitar sonreír ante la ternura que le inspiraba. —Cuando hables de nosotros a otra persona, te dirigirás a nosotros como Maestro y nuestro nombre —la instruyó. Ella asintió, aunque no parecía muy convencida. —El Maestro Sarkis dijo que podría echarte una mano… — explicó con un suspiro—, así que si tienes algo con lo que pueda empezar… Pelar patatas, ¿quizás? ¿Pelar patatas? Tubo que morderse la lengua para no reírse ante la sola sugerencia. —En realidad, el menú para mañana ya está terminado —le dijo con lo que esperaba fuese un tono distendido—, pero puedes ayudarme a decorar… el postre. Se lamió los labios y pareció pensárselo durante un instante, entonces asintió. —De acuerdo, señor —respondió con un ligero asentimiento. Después de todo, puede que su presencia resultase más
entretenida de lo que había pensado en un momento. —En ese armario que tienes detrás de ti, están las bases del bizcocho, tráelas a la mesa —la instruyó. La vio girar en la silla, buscando el armario, entonces bajó al suelo e hizo lo que le pidió. En un momento tenía dos enormes bases de bizcocho cuadrado puestas en la mesa una al lado de la otra y ni siquiera se percató de su cercanía. —Vamos a cubrir una de ellas con crema de chantillí y la otra con chocolate —le dijo ahora moviéndose por detrás de ella, rozándole el culo con la mano al moverse hacia otro armario o utilizándola a ella como apoyo para inclinarse a abrir alguno de los cajones—. ¿Crees que podrás hacerlo? Sus ojos claros lo miraron como si acabase de insultar su inteligencia. —Creo que por el momento sé poner una capa de crema en una base de bizcocho, señor —respondió con cierto retintín. Se rio y se inclinó sobre ella, cubriendo su espalda con su pecho y resbalando la mano por debajo del vestido para acariciarle el culo desnudo. —No pongo en duda tu capacidad para hacerlo, dulzura —le susurró al oído al tiempo que le lamía la oreja y le apretaba una nalga. Entonces le dio una palmada y sin retirar la mano le señaló dos cazuelas tapadas que había a unos pasos de ella encima de la mesa —. Empieza, si consigues terminar el trabajo sin verter nada por fuera o embadurnar la mesa, te daré un premio. La notó ponerse rígida una vez más bajo su contacto, su polla se frotaba ahora contra la parte baja de su espalda mientras se moví a un lado para dejarla hacer. Su mano sin embargo, permaneció en su trasero. —De acuerdo, empecemos con la crema de chantillí —le dijo y tomando una chuchara la hundió en la crema y se la ofreció a ella—. Prueba. Ella vaciló, parecía incapaz de hacer nada sin pensarlo antes bien; chica inteligente. Entonces abrió la boca y permitió que le introdujese la cuchara. —¿Y bien? Tragó y lo miró. —Está buena. Su sonrisa se volvió ligeramente ladina y sin pedir permiso, bajó la boca sobre la de ella y la arrasó con la lengua, probando por sí
mismo la crema en su boca. Su cuerpo se puso rígido, por un momento incluso subió las manos para alejarle pero la detuvo. —No —la reprendió—. Las manos sobre la mesa, mascota. Ella apretó los labios y volvió a poner las manos sobre la mesa. —¿Voy a tener que pasar por esto con cada uno de vosotros? — masculló en voz baja. Su mano cayó sin previo aviso sobre sus nalgas desnudas haciéndola dar un respingo. —¿Cómo tienes que llamarme? —le dijo a modo advertencia. Ella se mordió el labio inferior. —Señor —siseó. Su mano frotó suavemente la zona que acababa de golpear. —Recuérdame el pacto al que has llegado con el Maestro Sarkis —le dijo sin dejar de mirarla—. Someterte a cada uno de los Jinetes a cambio de tu venganza contra el humano que te robó y te dejó plantada en el altar, ¿no es así? Ella reclinó los dientes, sus ojos empezaron a brillar por unas incipientes lágrimas. —Sí, señor —musitó. Él asintió, tomó su barbilla y se la giró hacia él pero ella no le miraba. —Mírame, Veronique —pronunció su nombre a propósito. Ella lo hizo, una lágrima se deslizaba ya por su mejilla. —No vamos a hacerte daño, ¿de acuerdo? —le habló con suavidad—. Ninguno de nosotros te lastimará ni te hará nada para lo que no estés preparada o no quieras hacer… Si crees que en algún momento hay algo que no deseas, o el juego se vuelve demasiado para ti y quieres que pare pronuncia la palabra “Apocalipsis” y todo se detendrá, ¿de acuerdo? Una segunda lágrima siguió a la primera. —Eso… ¿Eso es lo que se conoce como palabra de seguridad? —preguntó con voz suave. Vaya, así que la pequeña sumisita no estaba tan desinformada como parecía. —¿Has practicado antes el estilo de vida? Ella sacudió la cabeza con energía. —Sí, es una palabra de seguridad —le dijo al tiempo que le limpiaba las lágrimas con el pulgar—. Pero solo para cuando las cosas se pongan realmente difíciles para ti, no quieras alguna cosa o pienses que no puedes sobrellevarla… Insisto en que nadie te va a hacer
daño, ¿entiendes? Asintió y ahora parecía más serena. —¿Qué se supone tienes que decir? Una mueca curvó sus labios. —Sí, señor —declaró con un resoplido. Sonrió a su pesar, empezaba a encontrarla también divertida. —Buena chica, ahora, ¿qué tal si me demuestras que tal se te da poner la cobertura a los bizcochos? Su rostro decía claramente lo que podía hacer con sus bizcochos, pero su boca permaneció cerrada mientras cogía una pala para untar de la mesa y se inclinaba sobre esta para poder proceder con su nueva tarea. Había ido a dar al infierno y aquello era el Apocalipsis. Por segunda vez desde su llegada a aquel extraño lugar en lo que suponía fueron horas antes, se encontró maldiciéndose a sí misma y a su propia estupidez por haber recurrido a un hechizo de invocación. ¡Si ni siquiera esperaba que funcionara! ¡Todo lo que quería era sacarse de encima la frustración, la sensación de haber sido burlada y engañada, de ser una novia plantada en el altar! Y en vez de eso había terminado cayendo directamente en el infierno, uno muy sensual y con cuatro tíos buenos dispuestos a liarse con ella bajo sus propios términos. Señor, ¿qué diablos le pasaba? Debería estar dando botes de alegría, su ex no le llegaba a ninguno de ellos cuatro a la altura del ombligo y menudos cuatro. Si Sarkis ya la había dejado sin aliento cuando lo vio en el centro del círculo de invocación, los otros tres hombres que acababa de presentarle no eran menos impresionantes. Se había quedado sin palabras en el mismo instante en que entró en la cocina y los vio sentados en la isla, uno de ellos acogiendo en su regazo a una bonita rubia a la que le sobaba los pechos sin pudor alguno. Entonces su acompañante la había dejado un instante para hablar con el mismo hombre que ahora no le quitaba las manos del jodido culo mientras que le daba órdenes sobre cómo aplicar la maldita cobertura al bizcocho. Quería gritar, o mejor aún, meterle la espátula por el culo. Respira, Ver, respira, es como estar en una de las clases de primaria, sí, esa clase de fieras en las que tuviste que hacer las prácticas. Míralos de igual manera, no son más que niños grandes con
su nuevo juguete… Uno que empezaba a cansarse de decir si señor como si fuera un soldado del ejército. —Extiéndela más por ese lado, así, que quede uniforme —le murmuró una vez más al oído, su mano seguía masajeándole el trasero, sus dedos incursionando demasiado abajo, acariciando ya sus húmedos pliegues desde atrás. ¡Cómo podía estar tan condenadamente mojada! Oh, sí, espera… El hijo de puta de Sarkis la había abochornado y calentado cada vez que deslizaba las manos por su cuerpo cuando la obligó a ponerse ese maldito vestido, y entonces la había dejado allí, como un trozo de carne para que babearan con él y la mirada ardiente de esos tíos la había excitado solo para que aquí el señor “soy un chef de postín” no dejase de tocarla y acariciarla mientras vertía en su oído esa voz profunda y sexy. Oh, dios… ¿En qué mierda se había metido? ¡Ella era una profesora de escuela no una bailarina de Burlesque o exótica! Ni siquiera el hijo de puta con el que iba a casarse la había puesto jamás tan caliente como lo hacían estos hombres y con tan solo mirarla. —Estás pensando demasiado, dulzura —escuchó de nuevo su voz en el oído, su aliento le calentó la oreja mientras su lengua se deslizaba por el arco haciéndola estremecer—, puedo escuchar los engranajes de tu mente y no estás poniendo atención a tu trabajo. Ella apretó los dientes. No saltes, no saltes. —Quizás pudiese prestar atención si no estuvieses sobándome el culo, señor —Ah, mierda. Había saltado. Una sonora carcajada llenó la cocina y se sonrojó. Justo lo que le hacía falta, ser una comedia andante. —Al fin la gatita empieza a sacar las uñas —ronroneó en su oído al mismo tiempo que sus dedos entraban en contacto con su sexo y hundía uno de ellos en su prieto canal haciéndola jadear y ponerse de puntillas—. ¿Mejor así? Ahora ya no te estoy sobando el culo. Gimió, la sensación de tenerle en su interior era tan excitante como vergonzosa. No le conocía de nada, era un completo desconocido y le estaba permitiendo tocarla de una manera que… ¡Oh, señor! Tuvo que morderse el labio para no dejar escapar un fuerte gemido, él no se contenía lo más mínimo. —Sí, creo que eso está mucho mejor —continuó ronroneando en su oído—, pero no hemos avanzado gran cosa con la cobertura de chantillí, no estás poniendo la atención que deberías. Apretó los dedos alrededor de la espátula hasta que los nudillos
se le pusieron blancos, se había alzado sobre los dedos de los pies para escapar de él pero todo lo que había conseguido era que la penetrase más hondo si volvía a su posición inicial. —Nena, de verdad, se trata de servir el bizcocho en porciones, no desmenuzarlo —se rio él adelantando la mano para retirar la suya, la cual se había hundido en el borde y el bizcocho aparecía ahora desmenuzado entre sus dedos. Jadeó y dio un paso atrás solo para apretarse aún más contra él y permitir que el movimiento aumentase la penetración de su dedo. El gritito que emitió la mortificó todavía más. —Shh —la calmó obligándola a poner de nuevo las manos sobre la mesa, inclinándola hacia delante para tener un acceso total y absoluto a su trasero—. Suave, caramelito, yo también estoy deseoso de empalarme en ti, pero vayamos por partes, ¿huh? Sacudió la cabeza, podía sentir como la humedad resbalaba por sus muslos mientras él la follaba con el dedo. —Eres una cosita sensible, ¿eh? —insistió sin dejar de atormentarla con sus palabras. Entonces untó uno de los dedos en la cobertura y se lo acercó a los labios—. Abre la boca y chúpalo. ¡Morderle! ¡Eso era lo que quería! ¡Hincarle los dientes! Pero en vez de eso gimió cuando él se salió de ella solo para volver a entrar ahora con dos dedos. No pudo evitarlo, abrió la boca para coger aire y él le metió el dedo, obligándola a paladear la crema. —Usa tu lengua —le dijo sin dejar de moverse entre sus piernas —, quiero saber que puedes hacer con esa boquita tuya. ¿Qué me harías si fuese mi erección la que tuvieses entre tus labios? Y para hacer hincapié en sus palabras, frotó la dura polla contra su cadera. —Porque yo sé lo que te haré cuando ponga mi boca sobre ese prieto, caliente y mojado coñito —le susurró moviendo su dedo en su boca, buscando su lengua—. Te comeré entera, te lameré hasta dejarte seca y succionaré hasta que grites pidiendo más. Sacudió la cabeza, no quería escucharle, no quería oír nada más. Lo succionó en su boca, lamiéndole como si fuese un sabroso caramelo, descubriendo su propio sabor mezclado con el del chantillí. Casi sin ser consciente de ello se encontró alzando las caderas para salir a su encuentro de sus penetraciones, gimiendo alrededor de su dedo son desesperación mientras el bizcocho que tenía delante se convertía por obra y gracia de sus manos en pudin.
—Así, preciosa, eso es, déjate ir, no te reprimas —la animaba con sus palabras—, sí… así… Déjame ver quien hay realmente debajo de esa máscara de maestra de escuela… ven, sométete al placer… déjate ir, deja atrás todas las inhibiciones. No, no, no, no. Su mente no dejaba de gritar que fuese sensata, podía sentir las miradas de todo el mundo sobre ella después de que anunciase la cancelación de su boca, su rostro cuando se enteró que el hijo de puta la había desplumado… “Eres tan previsible, tan cándida. Cualquiera puede jugártela, incluso un niño de cinco años”. Aquellas amargas palabras no dejaban de atormentarla, podía oírlas una y otra vez, ver su rostro satisfecho mientras ella se encogía por el dolor y la humillación y entonces escuchó también la voz de su ex jadeando aquella maldita tarde en la que se lo encontró montando a su padrino de bodas. No, no volvería a dejarse engatusar de aquella manera, nadie volvería a tomarle el pelo de esa manera, sería quien quería ser, disfrutaría de lo que quería disfrutar y a la mierda todo lo demás. —Vuelves a pensar demasiado, Veronique —escuchó su voz interrumpiendo sus pensamientos—, y me ofende que pienses en cualquier cosa mientras yo estoy aquí. Sin darle tiempo a responder, retiró los dedos de su ardiente y dolorido sexo dejándola vacía y con una necesidad abrumadora. Sus labios se movieron y las palabras emergieron antes de que ella pudiese decir nada al respecto. —¡No! —gimió con un lloriqueo—. Por favor… Necesitaba terminar, ya le daba lo mismo tener que suplicar. Solo quería que la hiciese llegar, alcanzar el bendito orgasmo de una jodida vez. —Shh —la tranquilizó con suaves caricias. Su cuerpo giró hacia el suyo y su boca se encontró siendo saqueada por una insistente lengua al tiempo que unas codiciosas manos se anclaban a sus caderas y la subían a la plancha metálica de la mesa. El frío en contraste con el horrible calor entre sus piernas la hizo gritar. Su lengua se enredó en la suya, chupando y succionando, exigiendo lo mismo que entregaba y antes de darse cuenta se encontró con los brazos alrededor de su cuello, ahogando los sollozos en su boca y aferrándose a él como si fuese su última tabla de salvación. —Shh, ya, pequeña, ya —le escuchó por encima de sus propios sollozos. Estaba llorando a moco tendido y no podía hacer nada para
evitarlo—. Llora todo lo que necesites, déjalo salir… Y lo hizo, no supo por cuanto tiempo estuvo llorando, acunada entre sus brazos, pero lloró hasta que las lágrimas y los recuerdos quedaron por fin atrás.
CAPÍTULO 3 El desgarrador llanto había remitido hasta quedarse en pequeños y espaciados hipidos, a Zhair no le había quedado otra que sentarse y acunarla en su regazo mientras daba rienda suelta a toda la pena, la desesperación y el dolor que llevaba almacenado en su interior. Si Sarkis todavía no se había decidido a darle su lección a ese cabrón, él con gusto se ofrecería voluntario para hacerle padecer lo que la humanidad no había visto todavía sobre la tierra. Ninguna mujer debería llorar de aquella manera, ninguna persona debía sentirse tan mal como para desear que el mundo se terminase o dios no lo permitiera, pensar en quitarse la vida. Él podía sentir el hambre de afecto que existía en su interior, la cruda necesidad de ser valorada, querida y maldijo en voz baja a aquellos que no habían sabido hacerlo. Veronique era una mujer dulce por naturaleza, había vislumbrado el genio que se ocultaba bajo su traje de maestra de escuela, pero más allá de todo ello, existía una mujer pasional, una hembra que quería ser deseada y tratada con deseo, ser dominada en la cama, pero nunca anulada y si de algo sabía él o cualquiera de sus compañeros de Apocalipsis, era de dominación. —Espero que Sark te haya dicho que va a verter toda clase de plagas sobre ese hijo de puta —le dijo un rato después, cuando ella dejó de estremecerse—, porque si no lo ha hecho todavía, tendrás más de un voluntario dispuesto a hacerlo. Ella parpadeó y alzó la mirada hacia él. Sus ojos estaban enrojecidos, su nariz colorada pero había cierta tranquilidad en sus pupilas, como si se hubiese quitado por fin un peso de encima. —Lo hará si me quedo los siete días y… me someto a vosotros cuatro —murmuró con voz acuosa—, señor. Le apartó el pelo del rostro y se lo remetió tras la oreja para
poder ver bien su rostro. —Bueno, está claro que la repostería no es lo tuyo, pero lo otro… tienes aptitudes para ello, sumisita —le aseguró con un guiño antes de indicar la mesa ante ellos con un gesto de la barbilla—. Creo que al final van a tener pudin de postre. Ella se mordió el labio inferior, sus mejillas se calentaron aún más. —Lo siento, señor —murmuró en voz baja, entonces añadió—. Pero es culpa tuya. Aquello lo hizo sonreír, la pequeña sumisa no había perdido su espíritu. —No debes culpar a tu maestro de tu falta de contención, dulzura —se burló—, pero por esta vez estás perdonada, debí aprender primero tus reacciones antes de meterte directamente en la cocina. Ella no dijo nada al respecto, se limitó a bajar la mirada y removerse incómoda en su regazo. —Todavía nos queda la plancha de chocolate —murmuró en voz baja. Sus labios se curvaron en una divertida sonrisa. Posó un dedo debajo de su barbilla y se la alzó. —Mírame siempre que te dirijas a mí y utiliza el trato correcto. Se lamió los labios, sus mejillas se sonrojaron aún más. —Dije que todavía nos queda la plancha de chocolate, señor. La recorrió con la mirada, sentada en su regazo, con la falda subida por encima de las caderas le permitía un vislumbre de su vello púbico y la humedad brillando entre sus muslos, sus pechos se aferraban a la tela con los pezones totalmente erguidos y duros, listos para ser degustados a placer. —Sí —aceptó lamiéndose sus propios labios al tiempo que la empujaba ya hacia el suelo—. ¿Te he dicho ya como me gusta comer el chocolate? Ella se mordió el labio inferior y sacudió la cabeza, entonces respondió como correspondía. —No, señor —le dijo un poco menos cohibida con él—. No me lo has dicho. Él asintió, se levantó y la miró de arriba abajo. —Quítate el vestido, súbete a la mesa y te mostraré exactamente cómo.
Con las manos atadas por encima de la cabeza con un paño de cocina, las caderas a la altura del borde de la mesa de modo que le colgasen las piernas, las cuales habían sido atadas también para que las mantuviese separadas y totalmente desnuda, Veronique se sentía como una ofrenda pagana encima de un altar en vez de en la mesa de trabajo del cocinero del club Souless. Zhair había hablado muy enserio cuando se refería al chocolate, el hombre se estaba tomando su tiempo para untarlo con un pincel en cada parte estratégica de su cuerpo, deteniéndose allí dónde creía que hacía falta una generosa capa. Todo su cuerpo vibraba de impaciencia, las cerdas del pincel sobre sus pezones habían sido una tortura, tenía el cuerpo en llamas, necesitado de la liberación que antes le había sido negada. Cuando se centró en sus muslos y en su sexo creyó morir, el chocolate estaba caliente, no tanto como para que pudiese quemar, pero lo suficiente como para que notase la diferencia… ¡Si no terminaba de una maldita vez con aquella tortura iba a enloquecer! —Señor… por favor… —terminó por claudicar y suplicar—. Necesito correrme… por favor… Le oyó chasquear la lengua y un instante después estaba junto a su cabeza, deslizando el pincel con la cobertura de chocolate por sus labios. —Un poquito de paciencia, pequeña sumisa, toda obra de arte lleva su tiempo, incluso las culinarias —le aseguró al tiempo que le daba un pequeño beso en la mejilla—. Además, estamos esperando a alguien… ¡¿Cómo?! Todo su cuerpo se tensó en el mismo instante en que oyó la puerta de la cocina abriéndose. —Ah, precisamente estábamos hablando de ti —vio como Zhair se giraba hacia el hombre que acababa de entrar por la puerta—. Le estaba diciendo a la pequeña sumisa que no era el único que disfruta con la cobertura de chocolate sobre la base adecuada. —Sin duda, ella es un lienzo de lo más apetitoso ahora mismo. Veronique se congeló, aquella voz… Era él, el hombre del pelo multicolor, el que había estado sobando los pechos de la mujer rubia… ¿Cómo era su nombre? —Gadiel —respondió el aludido con una divertida sonrisa. Ella se sonrojó aún más sus mejillas ardían cuando él confirmó su pensamiento con palabras—. Sí, cielo, acabas de preguntarlo en voz alta.
Zhair se rio por lo bajo y alzó el pincel después de dar el último toque sobre uno de los pezones. —Ya está —declaró al tiempo que observaba su obra con orgullo —. Realmente dulce y apetitosa. El recién llegado se inclinó entonces sobre ella, quedando a la altura de sus labios y la miró a los ojos. Su rostro era igual de atractivo o más que el de su compañero, pero había algo más profundo y eterno en sus ojos. —¿Tienes tu palabra de seguridad, cariño? —le preguntó sin dejar de mirarla. Ella asintió, las palabras se habían esfumado de su boca. —Dímela —insistió. Ella se lamió los labios y notó el chocolate pegado a ellos. —Apocalipsis. Él asintió y miró hacia abajo, dónde Zhair se relamía ya ante la visión que tenía entre sus piernas. —Bien —continuó mirando ahora sus labios—, cuando sientas que es demasiado o que ya no puedes más, no dudes en pronunciarla. Antes de que ella pudiese decir algo o hacer alguna pregunta, el hombre bajó sobre su boca, le lamió los labios y hundió la lengua en su interior. Al contrario que los otros dos Jinetes que la habían besado, Gadiel era mucho más tierno, igual de intenso, eso sí, pero parecía ir con mucho más cuidado, como si temiese lastimarla. Su sabor era también más especiado, algo que no era capaz de explicar con palabras, su beso la relajaba a la par que la excitaba. Y entonces otra boca encontró el centro de su placer, la lengua pasó alrededor y a través de su sexo, lamiendo con fruición, chupando al tiempo que emitía gruñidos de placer. —Deliciosa —escuchó la voz de Zhair antes de que este volviese atacar su seco con denotada hambre. Jadeó, los sonidos que emitía su boca quedaron ahogados por la del otro hombre, su lengua se enlazó con la de ella una y otra vez, seduciéndola, animándola a devolverle lo que le daba y aumentando de ese modo el insoportable calor en su interior. Podía notar unas manos masculinas aferradas a sus caderas, entonces su boca fue liberada y el poco aire que pudo recuperar tras su beso quedó ahogado cuando Gadiel bajó ahora sobre uno de sus pezones y lo succionó con glotonería. Su espalda de arqueó involuntariamente, el paño con el que le habían atado las manos se tensó cuando tiró de él inconscientemente,
al igual que pasó con el que retenía sus tobillos, su cuerpo estaba en llamas, la necesidad brotaba de su cuerpo como lo hacían los jugos que resbalaban de su sexo y eran recogidos por la hambrienta boca de Zhair. Demasiado pronto su mundo empezó a hacerse pedazos, ya no sabía quién era quien ni qué hacía cada uno, todo en lo que podía pensar, todo lo que podía gritar era por la liberación y esta llegó en el más potente de los orgasmos que había sentido en toda su vida. Su amante seguía lamiéndola entre las piernas mientras temblaba y jadeaba presa del orgasmo, Gadiel hacía otro tanto en sus pechos aumentando la sensación agónica que amenazaba con lanzarla debajo de la mesa. En un momento dado, la lengua que le torturaba el henchido sexo desapareció, las manos que aferraban sus caderas bajaron para desatarle los tobillos antes de volver a tirar de ella hasta el borde de la mesa, dónde quedó con el culo prácticamente en el aire, sujeta únicamente por las manos que le aferraban las caderas. Sus brazos se habían estirado al límite y Gadiel se había hecho a un lado, lamiéndose los labios para permitirle ver la dura e hinchada polla de su amante frotándose ahora contra su sexo. —¿Puedes con un poco más, sumisita? —se burló Zhair, pero no lo decía con sorna, por el contrario, había cierta nota cariñosa, como si ella le importase. —Recuerda que tienes la palabra de seguridad —le dijo también su compañero acariciándole ahora el pelo—. Si es demasiado para ti, pronuncia “apocalipsis” y nos detendremos. ¿Lo has comprendido, Veronique? Asintió, o creyó hacerlo, todo lo que podía hacer era ver la potente erección embadurnándose una vez más en sus jugos antes de sentir como presionaba contra su entrada. —Espera… yo no… —gimió. Había dejado de tomar la píldora después de todo lo ocurrido y no es como si hubiese tenido tiempo de ocuparse otra vez de ello. Los dedos de Gadiel llamaron su atención al acariciarle el rostro. —No hay ninguna posibilidad de que te contagiemos nada, cariño, y mientras estés en el Souless, no hay la más mínima posibilidad de dejarte embarazada —le aseguró—. Considera al club como un enorme y poderoso anticonceptivo. Ella tragó. No sabía si debía creerle, por otro lado, no parecía mentir… y joder, estábamos hablando de los Jinetes del Apocalipsis… y ella era solo una humana… Eso era como hablar de…
¿interespecies? —Limítate a disfrutar, sumisita. Aquello era el fin de la discusión, la dura erección penetró en su sexo con extrema suavidad y volviéndola loca en el acto. No podía negar que estaba bien dotado, mucho mejor de lo que lo había estado el hijo de puta de… ¿cómo se llamaba? Dios… no podía ni acordarse… eso tenía que ser una buena señal. Era como estar en la gloria, se sentía repleta, completa y absolutamente repleta. —Señor… —jadeó echando la cabeza hacia atrás. Oyó una suave risita en su oído. —En estos momentos, creo que apreciaría que lo llamases por su nombre, no te castigará por ello —la animó Gadiel antes de descender el mismo sobre sus pechos y empezar a succionar uno de sus pezones mientras tironeaba del otro con los dedos. —¡Zhair! —gimió cuando lo sintió completamente alojado en su interior. No podía pensar, se sentía demasiado sobrepasada por todo. —Dios, eres perfecta —gimió él—. Húmeda, apretada y caliente… Un bendito regalo. Aferrando sus caderas empezó a salir solo para volver a entrar después con suavidad, sus piernas colgaban por encima de los brazos masculinos abriéndola por completo y permitiéndole una mayor penetración. Pronto se encontró jadeando su nombre, gritando incoherencias y lloriqueando mientras él la empalaba con su polla, llenándola y estirándola, haciéndola gozar de una forma que nunca antes había conocido. La succión en sus pezones incrementaba las sensaciones y no tardó mucho en sentir como un nuevo orgasmo la barría por completo, dejándola laxa y con la garganta en carne viva. No estaba segura de quien le desató las manos, apenas si fue consciente de alguien pasándole un paño húmedo por el cuerpo para quitar los restos del chocolate antes de que la envolviesen con una tela. —¿Un mantel? —se rio el hombre que la sostenía en brazos. El otro se echó a reír a su vez. —Estás en una cocina, Gad, ¿qué esperabas? —respondió este. Entonces le sintió inclinarse sobre ella y besarla suavemente en los labios—. Gadiel va a encargarse de ti, sumisita y luego podrás dormir. Ella no respondió, se limitó a acurrucarse contra aquel calor y suspirar. Dormir era una buena idea, sí, dormir era la mejor de las ideas.
—Creo que le gusta la idea —continuó riéndose Zhair. Su compañero la miró. —Me temo que lo que le gusta es la idea de dormir.
CAPÍTULO 4 Despertarse y que un tío imponente te trajera el desayuno a la cama era el sueño de cualquier mujer, si ese hombre era uno de los Jinetes del Apocalipsis, el sueño podía convertirse rápidamente en la más bizarra de las pesadillas. Cuando abrió los ojos su primer pensamiento fue que todo lo sucedido había sido producto de su calenturienta imaginación, la traición de ese capullo unido a la respuesta de aquellos que consideraba sus amigos la había dejado fuera de combate, pero tuvo que desechar la idea tan pronto reconoció el pelo multicolor y los ojos claros del hombre que permanecía cómodamente sentado en una butaca al lado de la cama. Se limitó a mirarla, deseándole unos buenos días al ver que se fijaba en él, el sonrojo había cubierto inmediatamente sus mejillas y no dudó en subirse la sábana hasta la barbilla al recordar la forma en la que se habían “conocido”. Se levantó con pereza, sus labios curvados en una indescifrable sonrisa, sus pasos lo dirigieron a una mesa auxiliar que formaba parte del caro mobiliario del dormitorio e indicó una bandeja de desayuno que esperaba con las cosas tapadas. —¿Tienes hambre? Le recorrió con la mirada, desde la punta del pelo hasta los impecables zapatos italianos, su aspecto era pulcro y elegante, la camisa blanca realzaba el tono de su piel y contrastaba a la perfección con el pantalón negro de pinzas que llevaba. Tragó saliva y se obligó en deslizar la mirada a la bandeja del desayuno, en esos momentos necesitaba una dieta más… terrenal. Ignorando el quejido silencioso de su sexo, el cual se humedeció al instante animado por sus pensamientos y la repentina sequedad en la garganta, se incorporó lentamente en la cama para descubrir que no estaba desnuda, aunque la prenda que llevaba puesta no era que dejase mucho a la
imaginación. Un camisón blanco totalmente transparente a excepción una cinta de raso cubriéndole poco más que los pezones y otra ocultando el triángulo de vello entre sus piernas y parte de sus nalgas era la indumentaria de la que había sido víctima en algún momento de la noche. —Err… ¿Qué hora es? —preguntó apretando la sábana contra ella. Recorrió la habitación con la mirada hasta que localizó la puerta. Al menos sabría por dónde salir corriendo en caso de necesitarlo. —En el Souless no hay lo que tú llamarías el concepto del día y la noche, el tiempo no es lineal —le dijo al tiempo que cogía la bandeja de encima de la mesa y la llevaba a la cama, colocándola en su regazo—. Pero si quieres guiarte por el mundo humano, todo depende del hemisferio al que perteneces. Ella frunció el ceño ante la bizarra explicación. —Bueno, tu amiguito se presentó pasada la media noche —le soltó con un resoplido—. Y a juzgar por el tiempo transcurrido desde entonces… y lo que quiera que haya dormido… —Alrededor de las doce de la mañana —declaró arrebatándole la sábana de las manos para doblarla pulcramente contra el hueco de la bandeja y sentarse a continuación al su lado en la cama—. Has dormido lo que necesitabas. Abrió la boca para decir algo, pero él la interrumpió indicándole la bandeja que tenía sobre las piernas. —Puedes seguir hablando mientras desayunas, gatita —le dijo y no parecía dispuesto a aceptar un no por respuesta—. La verborrea no tiene por qué privarte de la comida, Zhair se tomaría como algo personal el que no disfrutes de un buen desayuno. Ante el nombre del hombre con el que había compartido uno de los mejores momentos de su vida se sonrojó hasta la médula. Su mirada bajó a los platos tapados y empezó a levantar las cubiertas para descubrir sus opciones. El aire se le quedó atragantado en la garganta cuando reconoció lo que debía ser “su pudin” con un aspecto inmejorable, unos deliciosos bollos con glaseado de chocolate, junto con una variada macedonia de fruta, tostadas francesas, sirope, zumo de naranja natural y una taza de café con leche en la que habían dibujado una hoja. Podría acostumbrarse a esta clase de atenciones todos los días. —Es imposible que pueda comerme todo esto yo sola —jadeó mirando el perfecto desayuno, entonces lo miró a él—. ¿Quieres? Como respuesta, tomó uno de los bollos glaseados y le dio un
mordisco, saboreándolo para luego bajar sobre ella y tomar su boca. Su sabor era una mezcla del chocolate que acababa de probar y especias, sin pretenderlo terminó gimiendo en su boca. —¿Qué tal? —le dijo con una mirada pícara—. ¿Quieres más? Oh, diablos, sí. Pensó al tiempo que su cabeza actuaba por propia voluntad y asentía. Pero lo que él hizo fue acercarle el bollo que había probado a la boca para que pudiera darle un mordisco… ¡Ella quería otro beso! Conformándose con aquel otro pecado, abrió la boca y mordió el dulce y cremoso bollo, el chocolate se derritió en su lengua mientras el bizcocho se deshacía lentamente; estaba delicioso. —Dios, ese hombre sí sabe cocinar —murmuró al terminar de tragar—. Pensé que estaba de farol. Una clara y profunda risa inundó la habitación y sacudió la cama. —A no ser que desees ser castigada, gatita, yo no insinuaría tan cosa ante Zhair si fuese tú —le dijo al tiempo que la recorría con la mirada—, y empieza a acostumbrarte a llamarle Maestro cuando hables de él con otras personas, o “mi señor” si te resulta más sencillo. Aquello hizo que se diese cuenta de algo. —Err… perdón, creo que se supone que a ti también tendría que tratarte de la misma manera… ¿Maestro Gadiel? —sugirió. Sacudió la cabeza—. Sabes, eso me recuerda a un profesor de escuela… Le acarició la mejilla con los nudillos para luego apartarle un incómodo mechón de pelo de delante de los ojos. —Si nos ceñimos estrictamente a mi papel dentro del Club, sí, podrías considerarme un profesor… de bondage —aseguró con esa picardía que relajaba un poco el porte de hombre de negocios que tenía—. Soy uno de los instructores del Club... Y no, solo Hevin y yo impartimos… ¿clases? en el Souless. Zhair tiene suficiente con darnos de comer a todos y hacerse cargo de vez en cuando de alguna escena y Sarkis… suele preferir encargarse de las Mazmorras. La palabra mazmorra envió un escalofrío por su columna, no le gustaba aquella palabra, su contesto la enviaba a aquellas frías celdas de la edad media, húmedas y carentes de higiene alguna. —Dime que te está pasando por la mente —le pidió sin dejar de mirarla—. Acabas de palidecer como si hubieses visto un fantasma. —Mazmorras —repitió en voz alta. Por algún motivo parecía mucho más sencillo hablar con este hombre que con cualquiera de los otros que había conocido hasta el momento—. No he podido evitar pensar en esos calabozos de la edad media, ya sabes llenos de ratas,
humedad… oliendo mal… Asintió. —Nuestras mazmorras tienen calefacción centralizada, están desinfectadas y todo lo que se utiliza en ella es nuevo —le explicó al tiempo que cogía un pequeño tenedor y pinchaba la fruta y se la acercaba a la boca—. El mobiliario está hecho a medida y cumple una función específica dependiendo del rol que se represente. Podrías decir que son como… escenarios para cualquier fantasía erótica que se te pase por la cabeza. Ella miró el tenedor y abrió la boca permitiéndole que le diese de comer. —¿Fantasía erótica? Él asintió y la miró. —¿Hay alguna fantasía que quieras hacer realidad, Veronique? —le preguntó en un tono sexy y profundo que llegó hasta el centro de su deseo como un ramalazo de calor—. Una mujer como tú debe tener al menos unas cuantas y sería divertido poder satisfacerlas. Abrió la boca para decir algo pero se quedó sin palabras. —Y volviendo al tema del protocolo —le puso un dedo sobre los labios—, ahora que ya estás completamente despierta, te dirigirás a mí como señor o maestro, ¿de acuerdo? Asintió, aquello ya se lo conocía al dedillo otra cosa es que se acordase de hacerlo. —No te he oído. Ah, así estaba. Era igual de cabronazo que sus compañeros, hermanos o lo que fuese. —Sí, señor —respondió. Entonces cedió al pensamiento que acababa de manifestarse en su mente—. ¿Puedo preguntarte algo, Maestro Gadiel? Parecía incluso más sencillo llamarle a él maestro que señor, casi era obligatorio dado el aspecto y el porte que tenía. Él asintió ante la manera en que ella lo llamó. —Adelante, sumisa —aceptó—. Estoy aquí para resolver cada una de tus dudas. Tragó, no estaba segura de si aquella era la pregunta que debería hacer, pero bien mirado, tampoco era nada de otro mundo. —Er… Los Jinetes… ellos y tú… ¿sois… familia, señor? Ya está. Lo había soltado. Su sonrisa se convirtió en una mueca de completa diversión. —Tan familia como puede considerarse el formar parte de la
misma profecía —le dijo con un ligero encogimiento de hombros—. Supongo que te refieres a si somos hermanos, primos… o alguna cosa por el estilo. La respuesta es no, Veronique. Somos simplemente cuatro hombres con un mismo destino en común; tú. Vaaaaaaaalep. Eso le pasaba por preguntar. —¿Qué destino? —se encontró preguntando de nuevo. Él se tomó su tiempo en responder. —Uno que podrá continuar adelante cuando termines de desayunar —le dijo al tiempo que le indicaba la bandeja—. Tómate el café y prueba el pudin, tu maestro Zhair tenía especial interés en que lo hicieras… Cuando termines, esa puerta de color naranja es el vestidor, al otro lado está el baño… Siguió su mirada reparando en una puerta que había supuesto era de algún armario empotrado y frunció el ceño. —¿Ese es el vestidor? ¿Y dices que da al baño? Él arqueó una ceja ante su falta de protocolo. —Temo que hasta el momento hemos sido un poco descuidados con tus responsabilidades, gatita —aseguró mirándola de arriba abajo —. La próxima vez que alguno de tus maestros tenga que recordarte la forma adecuada de dirigirte a ellos, serás castigada… y no podrás correrte. Abrió la boca para contestar a eso pero la cerró de inmediato la luz que vio en sus ojos no permitía discusión alguna. —Sí… señor —masculló su respuesta. Sus labios se curvaron entonces en una divertida mueca. —Buena chica —la premió. Entonces se levantó y señaló la puerta con un gesto de la barbilla—. Si creo que tardas más de lo necesario, vendré a buscarte yo mismo y no te gustará el resultado, Veronique. Ella tragó. ¿Dónde diablos estaba el hombre encantador de hacía apenas unos minutos? El que ahora se dirigía a ella era un dominante en todo el sentido de la palabra, uno al que no estaba segura de querer desafiar. Sin una palabra más, le indicó la bandeja del desayuno y se retiró moviéndose con la gracia de un maldito felino. Gadiel sonrió para sí cuando la vio atravesar el umbral que dividía el amplio vestidor de la zona de baño. El Club Souless tenía la ventaja de amoldarse a los caprichos de sus dueños, cambiando a
placer con solo un pensamiento. La habitación en la que había dormido la dulce profesora no estaba ahí inicialmente, fue creada expresamente para ella, al igual que el vestidor lleno de toda clase de trajes, lencería y demás fruslerías femeninas y el baño adyacente, un inmenso espacio decorado en blanco con algunos motivos de madera, que le daban un aspecto moderno y atractivo. —Vaya —jadeó ella al tiempo que echaba un buen vistazo a todo lo que había allí—. Tal parece que todo lo hacéis a lo grande aquí… señor. Él reprimió una sonrisa ante tardía y remolona forma en la que pronunció su “señor”. Había llegado descalza, vistiendo solamente ese excitante camisón que apenas le llegaba por debajo del trasero y que enseñaba más que ocultaba. La verdad es que era una delicia contemplarla, no era de ese tipo de mujeres escuálidas, su altura media casaba perfectamente con su preferencia por las mujeres un poco más bajas que él y poseía esas deliciosas y rellenas curvas dónde debía tenerlas. Su polla cobró vida en el confinamiento de sus pantalones, había estado hinchado y duro desde el mismo momento en que la vio, saber que era ella, la única que podría terminar con su maldición hacía que quisiera conocerla más profundamente, saber más sobre ella y sobre el motivo que la llegó a convocar a uno de ellos. Sarkis les había hecho un resumen y Zhair le había hablado de la ruptura emocional que había sufrido, pero él necesitaba más, quería ver en su alma, descubrir cuál era el daño que la había vuelto precavida encerrándola en sí misma, quería verla despertar a quien era realmente. —Cuida también tu tono, sumisa —le dijo recordándole su condición con una única palabra—. Quizás el negarte el orgasmo no sea suficiente castigo… podríamos implementar también una sesión de spanking. Ella se tensó al escuchar la palabra, sus manos volaron a su trasero como si ya pudiese sentir su palma cayendo sobre las redondeadas nalgas. —Creo que eso no me gustaría, señor —declaró ella rápidamente—. De hecho, estoy totalmente convencida que no va a gustarme, Maestro Gadiel. Pequeña inteligente y valiente sumisa, pensó al escuchar su rápida respuesta. Esa muñequita tenía más respuestas en su haber que todos ellos juntos. No respondió a su comentario, se limitó a caminar hacia ella y
comérsela durante un breve momento con la mirada. —Otra cosa que debes aprender y tener siempre en cuenta —le dijo posando las manos sobre sus hombros—, cuando alguno de tus maestros te convoque, te presentarás ante ellos de rodillas, con las piernas separadas y la cabeza inclinada a menos que alguno de ellos te dé una directriz distinta. Ella abrió la boca para decir algo, pero no se lo permitió. —En mi caso, te quiero de rodillas, con las piernas bien abiertas y las manos sobre los muslos —le susurró al oído—, y tu mirada en mí. ¿Está claro? La sintió tragar, notó como su cuerpo se tensaba en respuesta a su presencia. —Sí, señor. Él asintió y resbaló las manos de sus hombros llevándose con ellas los tirantes del camisón para hacerlo resbalar por su cuerpo y que cayese al suelo. —Y una cosa más —le dijo agachándose para sacar la prenda de entre sus pies. Su mirada se alzó desde aquella posición, echándole un buen vistazo—. Te quiero calzada, me da lo mismo si son zapatos, sandalias o botas mientras que tengan tacón. Ella hizo una mueca, pero asintió. —Imagino que has visto el vestidor y su contenido al venir hacia aquí —siguió alzándose al tiempo que resbalaba sus manos por su piel, tocándola sin disimulo—, es para ti, mientras estés en el Souless y espero… los cuatro esperamos… verte con ella cuando así lo pidamos. De nuevo asintió. Podía decir por la rigidez de su cuerpo y la manera en que se tensaban sus brazos y apretaba los puños que se estaba conteniendo para no mandarlo a la mierda. Ah, aquello iba a ser muy interesante. Le indicó con un gesto de la mano la tumbona de madera a juego con un reposapiés sobre la que ya había colocada una toalla. —Tiéndete boca arriba y separa bien las piernas —la instruyó y esperó pacientemente a que ella acatase sus órdenes. Vaciló, miró la tumbona y luego a él, incluso pareció querer decir alguna cosa, pero entonces se cortó y fue a tomar asiento dónde le había indicado. Se acomodó lentamente, apoyándola la espalda en el respaldo y dejando que sus piernas se abriesen a ambos lados del asiento quedando totalmente expuesta a su mirada. Los rizos entre sus piernas brillaban de humedad, la idea de rasurarla completamente
y dejar su sexo totalmente desnudo le seducía bastante. Quizás lo hiciera, después. —Dame las manos —pidió al tiempo que echaba una mano hacia su espalda y hacía aparecer dos anchas pulseras de BDSM revestidas de suave acolchamiento y bordeadas con una tira de cuero de color azul claro. Su ceño se frunció ligeramente, entonces le entregó las manos y dejó escapar un profundo jadeo cuando le vio poner las bandas alrededor de sus muñecas. —Vas a llevarlas durante todo el tiempo que estés aquí —le dijo ajustando los cierres. Comprobó que no le quedasen demasiado apretadas ni demasiado flojas—. De ese modo todo el mundo sabrá que no puedes ser tocada por nadie más que los Jinetes del Souless. No te las quites. Gadiel podía sentir como su primer desafío iba muriendo bajo aquella nueva intensidad y dominación que le era desconocida, podía sentir su corazón latiendo apresurado, notar el ligero temblor en su cuerpo cuando cerró el segundo cierre. Estaba asustada, pero también excitada lo cual era bueno. Le acarició las muñecas con un dedo, delineando la franja de piel pegada a la pulsera, su mirada siempre en ella. —Mírame, Veronique —la llamó por su nombre para captar su completa atención—. Ahora respira profundamente, así… suelta el aire… eso es. Muy bien… Ahora mueve las manos… ¿Pesan? Ella sacudió la cabeza, entonces se mojó los labios y lo repitió con palabras. —No, señor —aceptó mirando ahora las pulseras. Satisfecho deslizó las manos por su cuerpo, deteniéndose en sus pechos, sopesándolos y rodando los pezones entre sus dedos arrancándole un primer gemido de placer. —Buena chica —le dijo y se permitió bajar sobre su boca para darle un breve e intenso beso, su lengua acarició la suya un instante antes de retirarse y morderle el labio inferior con suavidad para luego lamérselo—. Voy a restringirte las manos… pero nada más, ya sabes lo que se siente, Zhair te ató a la mesa para poder disfrutar de ti. Ella gimió ante sus palabras y arqueó la espalda. —Levanta las manos por encima de tu cabeza —la instruyó y juntó sus muñecas uniendo ambas argollas de las pulseras para luego fijarlas al mosquetón que había clavado en la pared—. Eso es… ¿Estás cómoda?
Su mirada fue de él a sus manos levantadas, con los brazos medio flexionados no sentía el tirón en sus hombros. —Todo lo que podría estarse en esta posición, imagino… señor —murmuró en respuesta. Él asintió. —Ahora relájate y mantén las piernas separadas —la instruyó al tiempo que se alejaba de ella y alcanzaba algo en la estantería a su lado—. Vamos a calentar un poco esa bonita piel con un masaje de aceite, ¿de acuerdo? La vio seguir sus movimientos con la mirada, no contestó pero a juzgar por el oscuro color en sus ojos, la idea era tan excitante para ella como para él. Dejando un momento el bote de aceite a un lado, se desabrochó los puños de la camisa y siguió con los botones, desvistiéndose sin prisas frente a ella. —Dime una cosa, gatita, ¿cómo alguien como tú ha terminado convocando a uno de los Jinetes del Apocalipsis? Ella se lamió los labios antes de responder. Su mirada seguía cada uno de los movimientos de sus manos. —No tenía la menor intención de convocaros a ninguno… señor —respondió en voz ronca—. Seguí un hechizo que encontré en uno de los libros que tengo sobre esoterismo y magia blanca… Si he de ser sincera, ni siquiera pensé que funcionaría, pero entonces… ¡Puf! Apareció… er… el Maestro Sarkis… Se quitó la camisa y la dobló pulcramente sobre el mueble, entonces procedió a quitarse los zapatos, los calcetines y seguidamente se llevó las manos al botón del pantalón. —Así que, ¿sueles jugar a menudo con este tipo de cosas? — preguntó de nuevo al tiempo que bajaba la cremallera del pantalón y lo deslizaba por las piernas hasta quitárselo quedándose únicamente con un breve slip que marcaba y apenas contenía la dura erección—. Con la magia, quiero decir. Ella sacudió la cabeza con ímpetu. Sonrió para sus adentros, la muñequita se estaba excitando con tan solo verle desnudarse. Se llevó un par de dedos al elástico de la ropa interior y se detuvo, sus ojos atraparon los suyos. —¿Por qué hiciste esa convocatoria, Veronique? —la engatusó —. ¿Qué es lo que necesitas? Ella se lamió los labios, sus ojos se entristecieron durante un breve instante y pudo sentir la vergüenza y la culpabilidad en su alma.
—Mi prometido decidió romper nuestro compromiso dos días antes de la boda, cuando fui a reclamarle, a pedirle una explicación, le encontré dándose el lote con el padrino de la ceremonia —musitó—. Ese cabrón hijo de puta desapareció un día después, no sin antes desplumarme la cuenta del banco. Quiero que sufra por lo que me hizo, quiero que pague por el dolor que me ha causado… Sé que fui ingenua, que cometí muchos errores, pero él jamás fue sincero… Ni siquiera me amaba, no realmente… Jamás lo hizo. Sacudió la cabeza y esta vez, cuando le miró, había una completa y absoluta resolución en su mirada. —Quiero que sufra —declaró con voz firme, rabiosa—, quiero que se le caiga la polla a cachitos, que le salga un sarpullido, que las mujeres huyan despavoridas mientras lo ven… Él arqueó una ceja ante la vena sádica de la muñequita, pero tenía que concederle un punto. —¿Y qué es lo que quieres tú, gatita? —le dijo haciendo resbalar por fin el slip, permitiendo que su polla se mostrase totalmente erecta —. ¿Qué deseas para ti? Ella abrió la boca, respiró profundamente y se lamió los labios sin dejar de mirar su sexo. —Quiero… —declaró con voz grave, casi un quejido—, quiero… borrar de mi mente a ese cabrón hijo de puta… quiero vivir de nuevo sin miedo, necesito… necesito encontrarme de nuevo a mí misma. Quiero… señor, ahora mismo te quiero a ti, Maestro Gadiel. Él se llevó las manos a las caderas y esbozó una sonrisa ladina. —Una buena respuesta, sumisa.
Veronique sabía que había perdido la cabeza y el orgullo, no había otra manera de verlo, fue contemplar ese apetitoso cuerpo masculino y saber que todo lo que deseaba era a él, que hiciese con ella todo lo que tuviese en mente y más. Le daba lo mismo lo que él o cualquiera pensase de ella después, ahora mismo, necesitaba sentirse como una mujer deseada, anhelada y aquello podía dárselo el hombre que ahora se embadurnaba las manos en el líquido aceite. —Bien, preciosa mía —le dijo él sentándose en el pequeño taburete entre sus piernas, su polla asomaba entre sus muslos, acariciándole el liso vientre—, puedes gemir, jadear, gritar, maldecir… te permito todo lo que desee salir por esa boquita menos insultos, ¿de
acuerdo? Asintió al tiempo que se lamía los labios con anticipación, el pensamiento de tener sus manos sobre su cuerpo, sobre sus pechos, pellizcando sus pezones, descendiendo entre sus muslos, era algo que solo podía compararse con el mismísimo cielo. Lo vio sonreír, una mueca ladina que empezaba a conocer bien, entonces su boca cayó sobre la de ella con fervor, buscando su lengua, incitándola y saboreándola con fruición. Sus manos húmedas y calientes se deslizaron por su piel, acariciándole las axilas, las costillas y encontrando por fin sus senos a los que dedicó una atención especial. Arqueó la espalda, era incapaz de estarse quieta mientras aquellas manos de dedos largos y ágiles jugaban con sus pechos, masajeándolos, juntándolos y alzándolos para finalmente alcanzar sus pezones. Las cúspides se endurecieron incluso más bajo su toque, se hincharon y rodaron entre sus dedos un segundo antes de que tirara de ellos provocándole un picante y agradable dolor que conectó directamente con su cada vez más húmedo sexo. Sus propios gemidos inundaron la habitación, gritos de placer y peticiones por más que penetraban en su mente sorprendiéndola ante su propia desinhibición. Por fin sus manos siguieron con el descenso, le masajearon el estómago, la redondez de la barriguita y bajaron por sus muslos, acariciándole las nalgas, amasándoselas sin llegar a tocar el cada vez más dolorido sexo. Podía sentir la humedad deslizándose por sus muslos, empapándolo todo y la sola idea de que él pudiese verlo, la avergonzaba y excitaba al mismo tiempo. —No —sintió sus propias piernas separando las suyas—, no te he dado permiso para cerrar las piernas. Se movió inquieta, necesitaba que la tocase allí, que la acariciase, la lamiese, llenase o hiciese algo, lo que fuese. —Por favor… —se encontró suplicando—, necesito que me toques, me duele… quiero… te necesito… por favor. Lo oyó reír, una risa masculina, profunda y satisfecha. —Todavía no, gatita —le susurró sin dejar de acariciarle las nalgas, sus dedos resbalando entre las mejillas hasta encontrar el tierno y apretado botón de su trasero—, primero quiero explorar otros terrenos. Se tensó inmediatamente. Jamás lo había hecho de aquella manera. Sí, había jugado con algún plug pero la experiencia había sido menos que satisfactoria. Tendría que haber sospechado cuando
el cabrón le sugirió utilizarlo en él, que no se trataba solo de confianza entre la pareja y un juego sexual. No, ¡a ese hijo de puta le gustaba que le diesen por el culo! —¿Qué me dices? ¿Te gustaría probar? —la engatusó acariciándola allí con la yema del dedo, arrancándole estremecimientos que nada tenían que ver con el disgusto o la vergüenza, ese capullo sabía lo que hacía—. ¿Lo has hecho antes, Veronique? ¿Alguien ha penetrado este precioso culo tuyo? Apretó los dientes y sacudió la cabeza. No podía verle, le daba demasiada vergüenza. —En ese caso, me encantará ser el primero —le aseguró con un ronroneo. Su dedo no dejó de atormentarla, acariciándola por fuera para luego probar su entrada tan solo con la punta—. Pero lo haremos con calma, te prepararé poco a poco y cuando llegue el momento, me suplicarás que te folle por atrás. Tragó, ¿por qué no lo mandaba a la mierda? ¡Señor! Aquel hombre era peor que los dos que había conocido hasta el momento. Entonces su dedo desapareció y pudo respirar otra vez, durante un brevísimo segundo. —Tú ya has desayunado, pero sabes, yo todavía no. Sin más preámbulos se zambulló entre sus piernas, su boca descendió sobre su caliente y mojadísimo sexo y se amamantó de ella como un niño sediento. Su lengua no dejó de crear remolinos en su interior, entrando y saliendo para recorrerle entonces los labios exteriores y descubrir su hinchado clítoris el cual no dudó en chupar con fuerza. Casi la hace caer de la silla, el acto le arrebató el aire de los pulmones, y el muy ladino repitió una y otra vez mientras dos de sus dedos empezaban a entrar y salir de ella con fuerza y rapidez, haciéndola gemir y lloriquear, ni siquiera estaba segura de qué le gritó o si lo insultó; todo lo que podía hacer era mover las caderas al compás de las acometidas de sus dedos. —Por favor, oh, señor, por favor —gimió desesperada—. Deja que me corra, Maestro, por favor… Él se rio, se alzó sobre su cuerpo y frotó su dura polla contra su vientre mientras la penetraba con los dedos. Su boca alcanzó la tuya y la obligó a probarse a sí misma en sus labios. —Di mi nombre y me lo pensaré —le susurró. Gimió una vez más, la necesidad de acabar la estaba enloqueciendo y él no se lo permitía, no sabía cómo lo hacía, pero su cuerpo parecía obedecerle solo a él.
—Gadiel, por favor, deja que me corra —gimoteó—, Maestro Gadiel, te lo ruego… por favor… Le lamió los labios antes de volver a penetrarla con la lengua. —Con Gadiel habría sido suficiente, amor —le dijo satisfecho—. Recuérdalo para la próxima vez. Dicho esto, alcanzó con su mano libre la hinchada perla de su clítoris y lo torturó mientras la penetraba rápidamente y con fuerza con sus dedos hasta hacerla gritar su liberación. Gadiel se quedó contemplándola un momento, su cuerpo húmedo por la acción del aceite y el sudor, sus labios hinchados y enrojecidos por sus besos, sus senos hinchados, los pezones erectos y su delicioso coñito hinchado demandando más atención… Era perfecta, un sueño hecho realidad, un sueño que iba a arropar con todo lo que tenía y retenerlo para que nunca abandonase su vida. Su polla dio un tiró recordándole que todavía no se había ocupado de ella, su sexo pulsaba por enterrarse profundamente en ella y montarla hasta desfallecer. Y su trasero, la sola idea de poseerla por allí le hacía la boca agua, sería el primero para ella y por todo lo sagrado que se ocuparía que lo disfrutase. Se inclinó sobre su cabeza para desenganchar el mosquetón y la miró a los ojos, su mirada era saciada, transparente y tan vulnerable que sintió la necesidad de besarla. La atrajo a sus brazos, pegándola completamente a su torso y le comió la boca, hundió los dedos en su pelo, sujetándola allí donde la necesitaba y la devoró. —Creo que jamás voy a cansarme de ti, gatita —aseguró arrastrándola con él fuera de la butaca, comprobando que las piernas no le temblaban tanto como para que no pudiera sostenerse—. Eres un regalo perfecto. Ella parpadeó, sus ojos no abandonaron los suyos durante bastante tiempo. —Creo que yo tampoco me cansaré de… ti, Gadiel —musitó en voz baja. Una breve admisión que lo llenó de orgullo y una ternura absoluta por ella. Con un último beso la empujó contra el lavabo de dos piezas, resbaló las manos por su cuerpo y tomó una de las de ella para posarla sobre su duro miembro. —Espléndido, porque ahora mismo necesito estar profundamente enterrado en ese precioso y caliente coñito tuyo.
Sin darle tiempo a responder, la giró de modo que quedase de cara al lavabo, con las manos apoyadas sobre el mueble y las piernas abiertas. Se colocó tras ella y sin preámbulos se condujo a su interior. Estaba lo suficientemente mojada y excitada para que su penetración fuese fácil y placentera para ambos y en aquella posición tenía absoluta libertad para jugar con sus dos joyas favoritas. —No quites las manos de ahí —le susurró al oído. Entonces le mordió el borde superior de la oreja haciéndola gemir y le apretó los pezones al tiempo que salía de ella solo para volver a penetrarla con fuerza arrancándole un jadeo—. Estás mojada y muy apretada… dioses, eres la gloria. Sus pezones se endurecieron todavía más entre sus dedos y los gemidos que escapaban de entre sus labios eran un afrodisíaco mejor que cualquier producto químico. La penetró repetidas veces, con un ritmo lento, disfrutando de la forma en que su sexo lo acogía y succionaba para luego dejarlo ir a regañadientes, podría quedarse en su interior eternamente. Una de sus manos abandonó entonces los senos y se deslizó entre sus nalgas, hasta alcanzar su húmedo y lleno sexo dónde se empapó con sus jugos para luego ascender de nuevo hacia el prieto botón de su trasero. Nada más tocarla allí la oyó jadear, todo su cuerpo se tensó a su alrededor apretándolo incluso más en su interior. —Shh, tranquila, amor, te gustará —le susurró, tranquilizándola con caricias hasta que sintió como su cuerpo se relajaba y sus gemidos aumentaban de intensidad. Con cuidado jugó con su orificio, acariciándola desde fuera para finalmente probar a entrar. Hundió el dedo hasta la falange, retirándolo solo para volver a introducirlo adecuando sus movimientos a los de su pene dentro de ella. Sus suaves gemidos se convirtieron en agudos jadeos, su cadera salía al encuentro de sus embestidas haciendo estas más profundas hasta que ambos terminaron jadeando como bestias desinhibidas necesitadas de una pronta liberación. —Oh dios, Gadiel… señor, Gadiel… —ella no podía dejar de pronunciar su nombre una y otra vez. Sus miradas se encontraron a través del espejo mientras sus cuerpos se acoplaban y un instante después, ella gritaba por la fuerza de su orgasmo arrastrándole a él profundamente en su interior para verter su propia liberación. —Me va a encantar despertarte cada mañana, gatita —le susurró al oído cuando su voz fue lo suficiente estable para ello.
Ella se rio y era una risa clara, fresca y verdadera. —¿Sería posible que me diese ahora un baño? —le preguntó ella con la respiración todavía acelerada—. Por favor, señor. Él la atrajo contra su pecho y la abrazó. —Esa es una sugerencia que apruebo, mi dulce y caliente sumisa. Y aquella solo era la primera de muchas que sabía aprobaría en ella.
CAPÍTULO 5 Hevin miró a la nueva camarera y cerró con ojos cuando vio como la segunda bandeja del día salía volando en dirección a uno de los nuevos Dom del Club. Llevaba ya tres días trabajando a turnos en la sala principal, dónde podían controlar que nadie se metiese con ella, cuando no eran los propios Jinetes quienes la ponían en aprietos y no podía más que darle la razón cuando dijo, la primera vez que la tuvo delante, que el ponerla a servir mesas era una mala idea, no, lo siguiente. Resopló, empezaba a estar realmente harto de verla tropezar una y otra vez, por no hablar de que no le gustaba ni un pelo la forma en que la miraban algunos de los hombres, mujeres y demás criaturas allí reunidas. Y a pesar de ello, no había hecho una sola cosa para acercarse a ella, para conocerla e intentar convencerla de ese modo que se quedase con ellos… que fuese su liberación. Resopló, no le apetecía lo más mínimo volver a hacer de niñera, las pulseras de color azul que llevaba en sus muñecas debía ser suficiente disuasión para los miembros del Club; aquella era la propiedad de los Jinetes y a ninguno les gustaba que jugasen con lo que era suyo. Y entonces ahí estaba, precisamente lo que venía temiendo que sucediese. El estúpido Dom le puso las manos encima y la muchacha, le pegó tal bofetón que le giró la cara; caray para la maestra de escuela. El muy imbécil en vez de dar un paso atrás y alejarse de la gata, cometió el error de alzar la mano contra ella. —Estúpida sumisa —rechinó los dientes enviándola al suelo de un empujón al tiempo que se volvía para buscar uno de los flogger con los que había estado trabajando en una escena anterior—. Voy a
enseñarte la manera correcta de dirigirte a un Dom. —Vete al infierno —siseó ella desde el suelo. El breve vestido que llevaba hoy dejaba sus costados, así como el centro tanto por delante como por detrás a la vista a través de unas barras transversales. Los zapatos de tacón eran un fetiche seguro de Gadiel, pero no eran para nada cómodos puesto que ella apenas podía caminar sobre ellos. E incluso allí, despatarrada en el suelo, poseía una presencia y tal fuego que le sorprendía que el muy imbécil que hacía restallar el flogger contra el aire no viese. Ella era una guerrera, alguien que debía ser tentado y apreciado, sometido con placer y ternura, no con fuerza. Alzó el artilugio dispuesto a golpearla y él lo cogió en el aire, deteniendo en seco su movimiento. —Yo que tú no haría algo así —declaró con tono suave, tranquilo—. No si quieres salir de una pieza del Souless. El hombre, tal y como pudo reconocerle ahora, era un cazador de demonios, uno de la más baja calaña. Arrancándole el flogger de las manos se giró hacia ella y le dio una seca orden. —Levántate —le dijo con frialdad. Ella lo fulminó con la mirada, apretó los labios y comenzó a ponerse en pie. —Ese imbécil… —empezó a explicarse. —Silencio, sumisa —la acalló una vez más. —Debería ser castigada —anunció el hombre—. Ha atacado a un Dom y ni siquiera responde como lo que es. Fulminó al hombre con la mirada. —La mujer me pertenece —declaró con frialdad—, si hay que disciplinarla, lo haremos yo o los Jinetes. Nadie más le pondrá un dedo encima… ¿He sido claro? Su voz se elevó de modo que acabó rugiendo en todo el salón. —Es un desafortunado accidente el que ha ocurrido aquí — apareció Bahari, Lya caminaba a un paso detrás de él y estaba mortalmente seria—. Tengo que estar de acuerdo con el Jinete, ella es su responsabilidad y no tolero ninguna clase de violencia involuntaria ni de ningún tipo en mi Club. El Dom agachó las orejas, pero podía ver por la mirada en sus ojos que no le había gustado un pelo ser amonestado. —Por otra parte, tiene derecho a pedir una compensación y que se administre un castigo adecuado a la sumisa Veronique por su falta —continuó el ángel de la muerte mirándole a él—. Y tú deberás
llevarlo a cabo. Él se tensó. No quería disciplinarla, no quería nada con ella, en realidad. Pero sabía que Bahari tenía razón, si deseaba mantener la paz en el club y las normas, la pequeña revoltosa debía ser disciplinada. —De acuerdo —no le quedó otra que aceptar. El jadeo y la pronta respuesta de la chica, lo hizo clavar los ojos en ella. —¡Silencio! O lo primero que haré será amordazarte. El desafío brilló en sus ojos un instante antes de que apretase los labios y tirase de su vestido para ponerlo en su sitio. Habari posó la mano sobre su hombro y miró al otro Dom. —Ella es nueva en este mundo —declaró con voz profunda, que no admitía discusión alguna—, así que su castigo será adecuado a su condición. El hombre pareció dispuesto a protestar, pero finalmente asintió. Después de todo no era tan tonto. —El banco de azotes —reclamó—. Diez azotes. El jadeo esta vez vino de parte de la delicada rubia que acompañaba a Bahari, el hombre la miró con gesto admonitorio. —¿Tienes algo que decir, sub? —le preguntó. Ella inclinó ligeramente la cabeza y se mostró educada, pero ambos sabían que aquello no era más que una fachada. —No soy quien para hablar ahora, Maestro, pero considero que es un número excesivo para alguien que nunca ha sido disciplinada de ese modo —murmuró, su mirada alternó de uno a otro con disimulo. Anotó darle las gracias después a la pequeña polvorilla del ángel de la muerte. —Tu gatita tiene razón, Bahari —asintió él—. Me consta que ninguno de los Jinetes ha tenido un momento de rebeldía que conllevase un castigo como este. Él miró a la muchacha, quien empezaba a perder el color mientras alternaba entre unos y otros. —Que sean seis —declaró el hombre y miró al agraviado—. ¿Estás de acuerdo? Para su tranquilidad el hombre ni siquiera lo pensó, se limitó a asentir. —Quiero estar presente durante el castigo. Ella sacudió la cabeza, su palidez se hizo extrema y empezó a temblar.
—Nadie… nadie va a ponerme una sola mano encima… —la escuchó musitar. Su mirada iba de unos a otros, sin saber muy bien que hacer—. No acepté nada parecido, se lo dije claramente a ese tío cuando acepté este absurdo pacto… —Veronique… —la previno. Su intervención no ayudaba. El hombre entrecerró los ojos, sus labios se curvaron ligeramente mientras la observaba con suficiencia. —No pensé ver algo como esto en el Souless —declaró el Dom con cierta satisfacción—. Una esclava rebelde. ¿Por qué no está desnuda y atada con grilletes para el disfrute de todo aquel que quiera tocarla? Apretó los puños para evitar estampar uno de ellos en el rostro de ese gilipollas. Lya se aferró a la manga del traje de Bahari cuando notó así mismo la reacción del ángel a las palabras de aquel individuo. —El mi Club, y mis Jinetes ponen las normas con respeto a su compañera —declaró con firmeza. No había lugar a réplicas de ningún tipo—. Te ha sido ofrecida una compensación al agravio sufrido y te has negado a ello, no solo eso, si no que has descalificado a una mujer y la has asustado hasta el punto de que palideciera. El hombre apretó los dientes pero no osó responder, nadie en su sano juicio se metía con el Ángel de la Muerte, especialmente ahora, que gracias a la rubita que la acompañaba, no estaba atado al Club. —Aceptaré cualquier castigo que sus amos decidan proporcionarle, pero insisto en estar presente o que alguien de mi confianza lo esté para cerciorarse que se lleva a cabo —insistió el capullo. Señor, que Bahari se fuese durante algunos minutos, solo un ratito y podría dejarlo como una masa sanguinolenta en el suelo; después de todo no lo mataría, solo lo haría sufrir un poquito. El ángel asintió ante la petición y le miró sin más preámbulos. —¿Quieres que llame a alguno de tus compañeros o lo harás tú? Él apretó los dientes y miró a la muchacha que todavía estaba ligeramente pálida, asistiendo a aquel intercambio cada vez más cabreada. Podía sentir como su ira crecía, lo cual no era una buena señal. —Yo me ocuparé del castigo —aceptó al tiempo que la miraba —. Lo siento, bonita, tendrías que haberlo pensado mejor antes de abrir la boca… Ella lo fulminó con la mirada. —Si me pones una sola mano encima, te arranco la polla de un mordisco —declaró en un siseo, entonces añadió con todo el veneno
que pudo encontrar—, señor. Sonrió. No pudo evitarlo, la sola idea le parecía bastante divertida. Bahari asintió, rodeó a su sumisa pasándole el brazo por encima de los hombros y miró al agraviado. —Pero no lo quiero en la misma habitación —lo interrumpió antes de que pudiese decir algo—. Que elija a alguien más y ya veremos si me satisface su elección. Aquello no podía estar pasándole, ese bruto no podía estar llevándola sobre el hombro como si fuese un saco de patatas mientras chillaba y pataleaba con el abarrotado club de fondo. Se lo dijo la primera vez que Sarkis la dejó a su cuidado la primera noche, le dijo que era una malísima idea ponerla de camarera. ¡Y esos malditos tacones, mataría a Gadiel en el momento en que lo tuviese delante! —¡Suéltame! ¡Bájame ahora mismo, maldito! —clamó removiéndose contra su hombro. Él dejó caer la mano en su trasero con suficiente fuerza como para que le doliese. —Si no quieres sentir eso sobre su tierno trasero cinco veces más, muchachita, haz el favor de mantener la boca cerrada —le dijo al tiempo que le masajeaba el lugar en el que la había azotado. —¡No es justo! —gimoteó—. Ese capullo llevaba toda la noche molestándome… debí haberle clavado el tacón cuando tuve ocasión. Él no respondió. En realidad no solía hablar demasiado, con ella no al menos. Sabía que Hevin era el cuatro de los Jinetes del Apocalipsis; Guerra. Y el nombre le iba ni que anillo al dedo, su rostro masculino y atractivo poseía ese aire de dureza y tipo malo que hacía que quisieras salir corriendo para esconderte debajo de alguna piedra y a pesar de ello, le había visto observarla un par de veces con algo parecido a la curiosidad. —Lo que tenías que hacer era avisarme a mí —le dijo con su acostumbrado tono de voz profundo e inexpresivo—, o a cualquiera de los Maestros del Souless… Eso te habría ahorrado el castigo. Bufó, estaba harta de ser llevada como un saco de patatas. —¿Hay alguna posibilidad de que me dejas en el suelo, señor? —sugirió con un resoplido—. Empiezan a dolerme las costillas. Con la misma rapidez con la que la puso sobre su hombro la descendió al suelo, incluso con aquellos enormes tacones no le
llegaba más que a la barbilla; esos hombres eran descomunales. —Gracias, señor —le dijo con retintín a lo que él respondió arqueando una delgada ceja oscura. Sus ojos azules no la dejaron ni por un segundo. —Quizás la idea de la zurra no era tan mala después de todo — le dijo al tiempo que la recorría con la mirada—. Tienes una lengua demasiado afilada para una sumisa. No respondió. Aquella era una apreciación que había escuchado ya demasiadas veces. Miró a su alrededor, aquella era la primera vez que estaba en aquella parte del Club. Tal y como había aprendido de las respuestas que le daba Gadiel cada vez que lo cosía a preguntas, el Souless era un Club indefinido; nunca sabías que te encontrarías detrás de cada puerta. El local solo obedecía a las necesidades y talante del Ángel de la Muerte y los Jinetes del Apocalipsis, a nadie más. Así que estaba segura de que aquella puerta de color blanco era algo nuevo para ella, lo que hacía lo que quiera que hubiese tras ella, mucho más aterrador. Si bien lo la habían hecho participar, tanto él como Zhair la habían llevado a presenciar algunas de las escenas que llevaban a cabo los otros Doms, escenas que la habían encendido o puesto la carne de gallina. Y algo le decía que esta habitación en particular, iba a ponerle la piel de gallina. La puerta se abrió desde el interior para mostrar en el umbral a Gadiel acompañado de una chica de piel oscura y profundos ojos azules que no tuvo inconveniente alguno en recorrerla con la mirada. El rostro del Jinete, por el contrario estaba serio, un gesto que sabía por experiencia no traía consigo nada bueno. —¿Tienes lo que te pedí? —preguntó el hombre que la había traído sobre su hombro. Su compañero la miró por última vez y luego a él asintiendo como respuesta. —Está listo —declaró con frialdad. Su actitud le aguijoneó el corazón. Le había decepcionado, estaba segura. Y por alguna razón aquello le dolía. —Maestro… —quiso decir algo, pero él no la dejó. Sus ojos la taladraron haciéndola callar al instante. —Me has decepcionado, gatita —fue su única respuesta antes de volverse de nuevo a su hermano de armas e indicar a la mujer que la acompañaba—. Es Raima, la súcubo que actuará como testigo del
castigo impuesto a nuestra sumisa. ¿Una mujer? ¿Esa desconocida iba a estar delante cuando esos dos la castigasen? Fantástico, justo lo que necesitaba. —Sobre eso del castigo… —lo intentó de nuevo. Dos pares de ojos la fulminaron en el acto. —Silencio, sumisa —la amonestó Hevin. Obligándose a no poner los ojos en blanco, se dejó guiar a la sala que habían preparado para lo que quisiera que tuviesen en mente sus dos Maestros. Nada más poner un pie en el interior de la habitación pintada en un agradable tono melocotón, quiso dar media vuelta. El cuarto poseía varias cadenas y argollas que colgaban del techo, así como otros anclajes en la pared contra la que descansaba un sofá de enormes proporciones. El mobiliario constaba de un par de estanterías en las que había un montón de juguetes, la mayoría todavía en su envoltorio y sin estrenar, un armario hecho a medida y otra estantería más pequeña repleta de cajones. Pero sin duda, lo que atraía su atención y hacía que su corazón se acelerase de miedo era el extraño mueble de color negro; un cruce entre potro y silla de tortura con cinchas y restricciones que parecía tener un único propósito. Servir de banco de azotes. La mujer, quien hasta ese momento se había mantenido en silencio se dirigió a los dos hombres. —Mi amo quiere que me cerciore que la infracción que esta sumisa ha pertrechado contra él sea sancionada del modo correcto — declaró ella sin alzar siquiera el tono de voz—. No intervendré, pero observaré todo el proceso de cerca. ¿Qué iba a hacer qué? No… ni hablar… —Esto… chicos… ¿Serviría de algo si pido disculpas? — empezó a sugerir—. Puedo ponerme de rodillas si hace falta y ejecutar la más floreada de las disculpas… pero… bajo ningún concepto… voy a dejar que me pongáis cerca de eso… lo que quiera que sea. Hevis la miró como si acabase de recordar que ella estaba allí. —¿Quieres hacer los honores? —preguntó a su compañero, ignorándola por completo. Gadiel la miró de arriba abajo. —Con mucho gusto —Su voz, en cambio evidenciaba cualquier cosa menos placer en esos momentos. Se tensó, no pudo evitarlo, no quería estar allí, no quería acercarse a esa cosa y por encima de todo, no quería a una jodida
mujer de público. Retrocedió cuando él intentó tomarla de la mano, fue algo instintivo, una reacción involuntaria que le ganó ser tratada con mucho menos que delicadeza por su parte. En un abrir y cerrar de ojos se encontró montada sobre aquella cosa, con el culo al aire y las rodillas apoyadas en los extremos que sobresalían para sujetar sus pantorrillas. Alguien cerró una cincha alrededor de su espalda impidiéndole moverse mientras hacían otra tanto con sus piernas. Sus brazos quedaron anclados a las patas delanteras con los mosquetones que se cerraron alrededor de las argollas de sus pulseras. La posición no podía ser más bochornosa. —Mírame, Veronique. Gadiel se había parado frente a ella, agachándose para quedar a la altura de sus ojos. —Quiero que me digas cuál es tu palabras de seguridad —pidió con el mismo insensibilizado tono. Ella apretó los dientes. —Te odio —masculló en apenas un siseo. Un instante después sintió como el vestido se escurría de sus nalgas y un fuerte picor caía sobre una de ellas haciéndola saltar. —Responde al Maestro Gadiel, sumisa —escuchó la voz de Hevin tras ella. Apretó los dientes con fuerza, dispuesta a negarle la palabra. Las lágrimas le picaban tras los ojos pero no quería dejarlas caer. Entonces su mano estuvo sobre su mejilla, el mismo toque gentil y cariñoso que había conocido cada una de las últimas mañanas que siempre le dedicaba. —Dila, gatita —insistió, en esta ocasión su voz era más suave. Ella se lamió los labios, quería seguir en silencio, castigarles a ellos como la castigaban, pero la mirada en sus ojos, la preocupación que vio en ellos la sedujo una vez más. —Apocalipsis. Él asintió. —Buena chica. Ella tragó saliva, sus manos dedos se cerraron y volvieron a abrir en aquellas restricciones. —Tengo miedo —confesó en apenas un susurro. Él asintió una vez más y le sonrió. —Es normal tener miedo, amor, sobre todo a aquello que se desconoce —le aseguró con sencillez—. Pero nadie va a hacerte daño, vamos a cuidar de ti durante todo el tiempo, ¿de acuerdo?
Ahora fue su turno de dar su conformidad. Satisfecho, lo vio incorporarse y llamar a su compañero. —Cuéntale exactamente lo que va a ocurrir —le dijo sin rodeos —, necesita ser tranquilizada, no que la aterres más de lo que ya está. Oyó un bufido en respuesta, entonces unas manos desconocidas le cubrieron las nalgas desnudas. Una de las reglas del Souless era no llevar ropa interior bajo el vestuario, no a menos que fuese requerida para alguna velada en particular. El áspero tacto de unos callosos dedos la hicieron estremecer, estos se deslizaron arriba y abajo por su trasero y caderas, acariciando la parte interior de sus muslos y rozando al tiempo su sexo. La caricia era agradable, destinada a calentarla y sin duda lo estaba consiguiendo. —Es sencillo —escuchó entonces la voz de Hevin—, no podrás correrte en lo que dure tu castigo. Si lo haces, te azotaré, algo que confieso tengo muchas ganas de hacer, de ver como ese bonito culito se pone todo rosado… Podrás gemir, jadear, lloriquear, todo lo que tú quieras… si es que puedes hacerlo alrededor de la polla que vas a tener en la boca. Si llega un momento en que se hace demasiado insoportable, tienes tu palabra de seguridad. Y ya que tu boquita va a estar un poquito ocupada, utilizaremos esto. El sonido de un cascabel inundó el silencioso cuarto al tiempo que lo sentía dejar su parte trasera y caminar hacia ella, inclinándose como antes lo había hecho su amante. Ahora podía ver de nuevo su rostro y el cascabel que acababa de oír colgando de una cinta de color azul en sus manos. Déjalo caer y todo se habrá terminado, todo terminará en el acto. Dicho lo cual se lo enredó alrededor de los dedos sin llegar a atarlo. —¿Lo has comprendido, pequeña? Dejó caer el cascabel a modo prueba y oyó una baja sonrisa y un bufido a su espalda, lo que le recordó que no estaban solo aquellos dos. Había también una mujer, una completa desconocida y la estaba viendo. —Creo que eso es un rotundo sí —escuchó la voz de Gadiel. Dios, este era un buen momento para que se la tragase la tierra. La suave tela de la cinta que sujetaba el cascabel volvió a su mano, la sacudió y la oyó sonar. —Recuerda, tienes que dejarlo caer, gatita —escuchó la voz de su amante. Lo aferró entre sus dedos y dejó escapar un profundo suspiro.
—¿Estás lista? —preguntó ahora Hevin. Respiró profundamente, ¿serviría de algo que dijese que no? —Sí, señor —masculló en su lugar. Una nueva risita fue acompañada por una nueva caricia, esta vez de unas manos que conocía realmente bien. Su cuerpo reaccionó enseguida a su toque, calentándose, su sexo se humedeció y no pudo evitar dejar escapar un involuntario jadeo cuando los curiosos dedos se restregaron contra sus labios vaginales, empapándose de sus jugos para luego subir entre las mejillas de sus nalgas al apretado botón de su trasero con el que enseguida se puso a jugar. Un relámpago de calor la atravesó por entero al mismo tiempo que otra mano ocupaba el lugar abandonado por su amante y reanudaba sus caricias de forma más abrupta, pero increíblemente deliciosa. Demasiado pronto una lengua empezó a lamerla mientras otro dedo se hundía lentamente en su trasero arrancándose pequeños quejidos de pacer. La tortura duró algunos minutos, siempre acercándola al borde para luego mantenerla ahí hasta que se enfriara, sin permitirle el orgasmo que tenía prohibido y provocándolo al mismo tiempo. Entonces ambas manos desaparecieron, y en su lugar escuchó el romper el papel y el plástico y un sonido de algo a pilas. Todo su cuerpo se tensó al recordar el plug anal que Gadiel había empezado a utilizar en ella el día después de su primer encuentro. Como si hubiese escuchado sus pensamientos, sintió de nuevo sus dedos jugando en la pequeña apertura, aplicándole ahora un frío gel para luego empujar en su interior el pequeño juguetito que la fue abriendo poco a poco hasta alojarse por completo en su interior. —Respira, gatita, relájate —escuchó su voz—. Ya sabes cómo va esto… puedes hacerlo. Sí, lo sabía… pero hacerlo era otro cantar. Tomó una profunda respiración y la dejó escapar permitiendo que su cuerpo se adaptase a aquel objeto extraño enterrado en su trasero. —Eso es —la premió deteniéndose ahora delante de ella, acariciándole la mejilla con una mano mientras la otra se encargaba de desabrocharse el pantalón y dejar a la vista la más que dispuesta erección; su polla se elevaba ante ella gruesa y caliente. Se lamió los labios, la idea de acogerle en la boca le resultaba muy apetecible, especialmente porque hasta el momento, de los dos Jinetes con los que había intimado era el único que confiaba en ella lo suficiente para permitir tener sus dientes cerca de tan preciada joya.
—Ahora es cuando va a ponerse difícil —le dijo al tiempo que le acercaba la punta de la erección a la boca—, Hev va a llenar también ese bonito y húmedo coño con un nuevo juguete… Quiero que recuerdes que no puedes correrte. Si ves que es demasiado para ti, deja caer el cascabel y todo se detiene. Esa es tu palabra de seguridad hoy, deja caer el cascabel y todo se habrá acabado. Gadiel no le permitió responder, le alzó la barbilla para buscar el ángulo correcto e introdujo lentamente su miembro hasta un punto que fuese cómodo para ella. Su lengua se movió al momento, saboreando la salobridad y la textura única de ese hombre. —Sí, así nena —la premió con un bajo gemido masculino—. Hev… cuando quieras, es tuya… Como si estuviese esperando aquella misma confirmación, el Jinete deslizó lo que solo podía ser un consolador en su húmedo y caliente interior, probando su respuesta al retirarlo para volver a introducirlo una vez más. Solo entonces sintió como le daba una palmadita amistosa en el trasero y hablaba en voz alta, recordándole una vez más que había una tercera persona en la sala mirándola. —Espero que tu amo esté satisfecho con esto. Con esa declaración el consolador en su interior empezó a vibrar y su particular infierno dio comienzo. Sus gemidos lo estaban volviendo loco, la visión de aquel adorable cuerpo siendo consumido por la lujuria y el deseo era más de lo que podía soportar en un día normal. Su piel se había cubierto ya de sudor, pequeños temblores sacudían su cuerpo una y otra vez, pero para sorpresa de todos los presentes, todavía no se había corrido. Podía ver a Gadiel entrando y saliendo de su boca con gesto de éxtasis y no podía por menos que envidiarlo. Qué diablos, si por envidiar envidiaba incluso el maldito vibrador que la estaba follando, porque quería ser él quien estuviese entre sus muslos, cómodamente enterrado y disfrutando de ella. La súcubo que presenciaba en silencio el “castigo” había empezado a moverse nerviosa, los gemidos de la pequeña sumisa la excitaban incluso a ella hasta el punto de haberla pillado un par de veces acariciándose los propios pechos. Y a juzgar por su mirada ahora mismo, le hacía falta un revolcón tanto como a él. Era una pena que realmente todo lo que le interesase ahora mismo era la mujer gimoteante atada al banco de nalgadas.
—Es suficiente —la escuchó murmurar en voz baja. Él se giró hacia ella al tiempo que la veía dar media vuelta y dirigirse hacia la puerta. —El castigo ha sido ejecutado y presenciado —declaró alcanzando el pomo de la puerta—. Se lo haré saber a mi señor. Echó un último vistazo por encima del hombro hacia el trío y desapareció por la puerta. —Ok, Gad, creo que es hora de acabar con esto —le dijo volviendo toda su atención a la mujer. Con sumo cuidado le quitó primero el plug y finalmente apagó el zumbido del vibrador para retirárselo también mientras su compañero hacía lo propio abandonando su boca. Un quejido abandonó sus labios, todo su cuerpo temblaba preso de la desesperada liberación que le había sido negada. —Ayúdame a desatarla —pidió apurándose en quitarle las cintas que sujetaban sus piernas, para luego proceder con la que la mantenía prisionera en el banco mientras su compañero le soltaba las manos—. Shhh, suave, pequeña, suave… Ella gimoteó una vez más cuando la retiró del banco, llevándola en brazos al ancho sofá dónde la depositó con absoluto cuidado. —Esto es una mierda —declaró en voz alta—, debería haberle cortado las pelotas a ese hijo de puta en vez de hacerla pasar por esto. Gadiel dejó escapar un bufido. —A buenas horas —comentó el Jinete arreglándose la ropa—. ¿Crees que podrás hacerte cargo de ella? Él lo miró y frunció el ceño. —No me jodas, ¿vas a largarte? Su amigo miró a la mujer y luego a él. —A mí ya me tiene, Hev —le aseguró con un ligero encogimiento de hombros—, es tu turno con ella… Es nuestra única esperanza, eso la hace también la tuya. Sin una palabra más dio media vuelta y salió de la habitación dejándolo solo con aquella pequeña y jadeante mujer. —Fantástico —resopló sin dejar de mirarla. Veronique iba a volverse loca de un momento a otro, estaba segura de ello, sentía el cuerpo ardiendo, un calor que no podía apagar con nada y el dolor que sentía entre las piernas solo era un
infierno más del que era incapaz de liberarse. Esos cabrones no le habían permitido correrse tal y como se lo habían dicho al principio, y ella, terca como una mula, había aguantado hasta el punto de ponerse a gritar. —Suave, pequeña —escuchó de nuevo su voz. Su presencia empezaba a irritarla tanto como la deseaba. Ese hijo de puta era el único culpable de todo aquello, si tan solo la hubiese escuchado la primera vez. —Te dije… que no servía… como camarera —se las ingenió para sisear—. ¡Debería clavar tu cabeza en una pica y colocarla en medio de mi clase! Bueno, quizá aquello no fuese lo indicado para una clase de primaria, pero los niños de hoy en día no se extrañarían de ver algo así, no con toda la clase de bestialidades que veían en las noticias. Para su consternación, él se echó a reír, abrió los ojos y lo vio allí, partiéndose el culo de la risa. Alto, con unos hombros anchos, la camisa desabotonada y esos malditos tejanos que le ceñían el culo con un guante era mucho más de lo que podía soportar ahora mismo. —Y ellos diciendo que eras una dulce profesora de primaria —se rio, su rostro mudaba ante la diversión que lo cubría, perdiendo parte de su adustez. Se incorporó en el sofá, entrecerró los ojos e incluso se llevó las manos a las caderas. —Pues sí, lo soy —declaró con un siseo—. Lo cual es mucho más de lo que se puede decir de ti. Su desafío no hizo sino atraer su atención y aumentar su diversión. —Unas palabras demasiado grandes para una mujer tan pequeña, preciosa —le aseguró mirándola de arriba abajo. Ella entrecerró los ojos y lo fulminó con la mirada. —¿Quieres que te muestre exactamente lo que esta pequeña mujer puede hacer? —le soltó cabreada hasta el infinito. Ya no podía más, estaba frustrada, jodidamente caliente y aquel capullo se reía de ella—. Pues lo vas a comprobar ahora mismo. No se paró a pensar, su cuerpo exigía y ya no tenía paciencia para negarle nada, él era uno de los malditos Jinetes, ¿no? Pues eso lo hacía perfectamente válido para follar con ella según su propio reglamento. Dejó el sofá el tiempo justo para empujar a aquella gran mole y hacerle caer sentado en el lugar que ocupaba ella antes, se subió a su regazo y lo montó a horcajas sintiendo la dura erección que
presionaba en el interior de sus pantalones bajo su húmedo y sensibilizado sexo. Él parecía bastante sorprendido pero no ofreció resistencia alguna, por el contrario, colaboró gustoso cuando reclamó su boca en un caliente y pecaminoso beso. Sus manos pronto estuvieron sobre ella, apretándole los abandonados pechos, torturándole los pezones y deslizándose por su carne en llamas. Levantó los brazos cuando empezó a tirar del vestido para quitárselo y dejó que la aupase sobre él para poder darse un festín con sus pechos. Su boca hambrienta se cerró sobre uno de los pezones, succionándolo, rodeando la aureola con la lengua hasta dejarlo tan duro como una piedra. Sus manos bajaron entonces a su propio pantalón para abrir la cremallera y extraer la llena erección con la que no dudó en empalarla allí mismo. Le rodeó la cintura con un brazo para alzarla y posicionarse en su entrada de modo que pudiese bajar por sí misma sobre aquel delicioso grosor. —Ahh —jadeó al sentirse llena por él, su boca seguía presa de su pezón, aumentando el placer ya de por si devastador. —Muévete, pequeña —farfulló contra su pecho—, toma lo que necesitas. No necesitaba decírselo dos veces, se hundió por completo en él solo para volver a levantarse y dejarse caer una vez más. La sensación era tan agradable que echó la cabeza hacia atrás y se dejó ir, montándolo a su propio ritmo, disfrutando del enorme y caliente cuerpo que estaba a su disposición. —Eso es, pequeña, así… —le oyó ronronear, su voz más gruesa que de costumbre—, sí, eres magnífica… sigue así… más… Nunca pensó que la voz de un hombre podía sonar tan sexy, por no hablar de que le gustaba lo que le hacía lo cual no era sino una medalla para su maltrecho orgullo. Se alzó una vez más sobre él y le obligó a abandonar sus pechos, su boca rozando sus labios mientras las palabras se vertían solas. —Fóllame —le pidió totalmente desinhibida. Él gruñó en respuesta, la tumbó sobre el sofá sin salirse de ella y la miró con la misma hambre que poseía. —Será un auténtico placer. Y vaya si lo era, sentirle hundiéndose en su interior con fuerza, montándola como si no existiese nada más que ellos dos, iba más allá del placer. Le rodeó con los brazos y disfrutó de aquel momento de pasión desenfrenada, de la necesitad sin barreras que los consumía y
que la catapultó a la tan deseada liberación que le había sido negada momentos antes. Se aferró a él y gritó cuando los primeros temblores de su orgasmo la recorrieron y le sentía a él hundiéndose con más fuerza y rapidez hasta que alcanzó su propia liberación derramándose en su interior. El sonido de sus respiraciones era todo lo que se escuchó durante varios minutos en la silenciosa habitación, se había acomodado contra su cuerpo, esperando a que el latido de su corazón se normalizase y pudiese recuperar el aliento. —Nena, puede que como camarera no tengas futuro, pero sacándome de quicio eres única —le dijo él al tiempo que deslizaba la mano por su brazo con ternura. Ella se echó a reír. —Si así es como te portas cuando te cabreas, tendré que sacarte de quicio más a menudo, señor —le dijo. Por toda contestación bajó la mano entre sus piernas y la penetró con un dedo. —Por lo pronto, aprovechemos lo que ya has conseguido. Su dedo no tardó en ser sustituido por su hambrienta boca, un pasatiempo al que sin duda, Guerra, podría acostumbrarse.
CAPÍTULO 6 —Tienes que estar de broma —jadeó al ver su reflejo en el espejo—. Tienes que estar de jodida broma. Le dio la espalda al espejo para mirar a la menuda mujer rubia que la acompañaba; Lya. Ella se había presentado hacía poco más de una hora vestida de gatita y trayendo consigo la indumentaria que ahora llevaba. Unas peludas orejas en punta, la peluda cola y el brevísimo traje marrón y crema la convertían en una ardilla. Incluso tenía unos mitones en forma de manos y unos calcetines de pelo para llevar sobre unos zapatos de tacón bajo. Sí, una jodida ardilla. —No puedo salir ahí fuera de esta guisa —rezongó. Esperaba que al menos la mujer tuviese algo de consideración. Sabía que era la sumisa de Bahari, la había visto a menudo junto a él así como en el regazo de Gadiel la primera vez que lo vio; el recuerdo todavía la molestaba—. No puedes decirme que te gusta ir por ahí… vestida…
así. Ella se limitó a sonreírle, le colocó bien la diadema con las orejillas de ardilla y dio un paso atrás. —No me molesta demasiado —contestó—, cualquier incomodidad queda a un lado cuando ves a tu maestro babeando y con dificultades para sacarte las manos de encima. Y Bahari no babea a menudo, por lo que si consigo que sus manos y el resto de su cuerpo estén pendientes de mí… es un pequeño precio a pagar con el que puedo vivir. Frunció el ceño ante aquella manera de pensar. —¿Me estás diciendo que te gusta ser una chica objeto? Ahora su risa inundó el solitario vestidor. —¿Chica objeto? —se carcajeó—. Cariño, aquí los únicos chicos objetos son ellos. Tú tienes ahora mismo a los Cuatro Jinetes del Souless bailando al compás de tus movimientos… Si eso no es poder, ya me dirás que lo es. Ser sumisa no es sinónimo de esclavitud, por el contrario, tienes más poder en tus manos del que crees. Parpadeó, no estaba segura de que aquel pensamiento fuese el correcto. —Más del que ninguno de ellos habría pensado darte, de hecho —continuó al tiempo que comprobaba que llevaba todo lo que tenía que llevar. Sus palabras le llamaron la atención. —¿Qué quieres decir? La mujer dudó unos instantes, entonces miró hacia la puerta y de nuevo hacia ella. —Dime una cosa, ¿qué opinas de los Jinetes del Souless? —le preguntó en voz baja—. Y no me refiero solo a su manera de follar… ¿Te gustan? Dirías que… ¿Te has enamorado de alguno? ¿De todos? Y aquella debía ser la pregunta más bizarra que le habían hecho en toda la vida. —No creo que eso sea de tu incumbencia. La chica se limitó a poner los ojos en blanco. —La verdad es que no, pero a ti te ayudaría a la hora de decidir qué quieres hacer después de la medianoche de hoy —le aseguró con un resoplido—. Hazme caso, no dejes pasar aquello que realmente quieres, porque podrías terminar por arrepentirte… por no mencionar que ellos lo harían eternamente. No era profesora de primaria por haber comprado las oposiciones en un Chino, sabía la de vueltas que eran capaces de dar
sus alumnos a las cosas cuando en realidad querían decir otra y aquella mujer estaba haciendo lo mismo. —Detesto que anden a mi alrededor con rodeos —le dijo entrecerrando los ojos sobre ella—. Si tienes algo que decir, sugiero que lo hagas ahora. Ella pareció pensárselo, pero entonces se encogió de hombros y asintió. —Bueno, no es como si yo tuviese prohibido hablar sobre ello — murmuró con un suspiro—. Y en todo caso, les estaría haciendo a esos chicos un enorme favor. Las palabras de Lya todavía giraban en su mente cuando traspasó el umbral de la sala principal del club. Lo que la mujer le había explicado era tan bizarro, tan irreal que tenía dificultades en aceptarlo, pero entonces, ¿acaso no era también irreal su presencia en aquel lugar? ¿El hecho de que hubiese podido convocar nada más y nada menos que a uno de los Jinetes del Apocalipsis? Recorrió con la mirada el salón hasta encontrar a Hevin charlando animadamente con Zhair, ambos hombres no podían resultar más distintos entre ellos y a pesar de todo, cada uno en su estilo, era único y fantástico. Siguió con el recorrido, Sarkis vigilaba la escena de spanking que se llevaba a cabo en la plataforma superior. Un escalofrío la recorrió por entero ante el recuerdo de lo que dos de ellos le habían hecho encima de ese banco. —Los castigos son para enseñar, no para que guardes recuerdos amargos o temor, gatita —la voz de Gadiel a su espalda llegó al mismo tiempo que la sensación de su mano sobre el hombro. Se giró para ver al hombre recorriéndola con una hambrienta mirada —. Estás para comerte, pequeña ardilla. Le miró a los ojos tal y como sabía que él prefería, adoraba sus ojos, de todos los Jinetes era el más tierno, cuando no se le cruzaban los cables. Se lamió los labios y dejó escapar una respuesta. —En ese caso, espero que tengas hambre, señor. A juzgar por el brillo en sus ojos, estaba claro que sí. —¿De quién fue la idea de este delicioso disfraz? —preguntó al tiempo que deslizaba las manos por su cuerpo. Ella se giró hacia el responsable, buscándole una vez con la mirada. —Del Maestro Sarkis —declaró—. Parece tener una especial
predilección en hacerme llevar los más… variopintos… vestidos, señor. Y sabía que no era el único. Dejando el tema de la ropa a un lado, se concentró de nuevo en él. —¿Puedo saber cuál será mi trabajo de esta noche? Durante la semana la habían mantenido ocupada tanto dentro como fuera del dormitorio haciendo las tareas más variopintas; entre ellas estuvo incluso la de cantar karaoke, y no es que a ella se le diese especialmente bien, es que a los demás no se les daba de ninguna manera. Los dedos masculinos le acariciaron el rostro, entonces resbalaron por su cuello hasta acariciarle el montículo de los pechos sembrando un pequeño sendero de calor. —Esta noche te vas a limitar a servir y acompañar a los Maestros del Souless —le dijo y señaló con un gesto de la barbilla hacia la tarima en la que ya se terminaba la función—. Bahari está de un humor especial y ha convocado una serie de juegos. Ella tembló al escuchar sus palabras y él se rio. —Tranquila gatita, tú solo serás espectadora —le dijo al tiempo que hundía un dedo por dentro—, al menos esta noche. —No habrá más noches —replicó antes de poder contenerse—, esta es la última que pasaré en el Souless. Ese es el trato. Le acarició un pezón con el dedo y se mordió el labio para no gemir. —Bueno, amor, siempre se pueden hacer nuevos tratos —le aseguró retirando la mano para luego rodearle la cintura con el brazo e instarla a caminar—. Ven, es hora de coger asiento y disfrutar del espectáculo. La guió a través de la sala, hubo quien le sonrió con cortesía y quien se tomó la libertad para desnudarla con la mirada, por no mencionar la codicia que juraría haber visto en los ojos de otros. Los hombres, si bien no todos si la mayoría, cubrían su identidad con antifaces mientras sus acompañantes, mujeres en su mayoría, llevaban todo tipo de atuendos que recordaban a algún animal. Por un momento pensó en el exclusivo Club como un extraño y fabuloso zoológico en la que todo tenía cabida. Casi sin pretenderlo bajó la mirada a sus manos, se había acostumbrado a utilizar las pulseras de cuero azul y se sentía un poco desnuda y vulnerable sin ellas. Estas le habían provisto de una relativa seguridad dentro de aquel lugar de perversión y erotismo, cualquiera
que le viese llevarlas sabría instantáneamente que era la “mascota” de los Jinetes del Souless. Al principio le había irritado mucho la idea, pero cuando vio que aquello la salvaba de un par de indeseables, agradeció el hecho de llevarlas puestas. —No necesitas las pulseras, dulzura, vas a estar entre nosotros, nadie que tenga medio cerebro se acercará siquiera a ti. Alzó la mirada al instante para encontrarse al maestro Zhair frente a ella. El hombre llevaba el rostro descubierto al igual que el resto de los Jinetes, unos gastados tejanos y una camisa negra totalmente abierta mostrando su torso desnudo era su sello habitual. —Me gusta el disfraz, es muy sexy —continuó al tiempo que la recorría con la mirada—. Date la vuelta. Con un suspiro, obedeció, separó las manos e hizo un pequeño giro para que pudiese apreciar cada parte del disfraz. —Um… me gusta la cola —aseguró con segundas. Ella tragó, esa maldita cola la estaba poniendo de mal humor, de muy mal humor… El plug al que estaba anclada la volvía loca, haciéndola perfectamente consciente del objeto alojado en su trasero. Un maldito requisito que ese hijo de puta que ahora los miraba desde el otro lado de la sala había exigido y colocado él mismo antes de enviar a la sumisa de Bahari. —Tiene sus posibilidades —confirmó Gadiel con un ronroneo—. ¿No es así, ardillita? —Es una lástima que no tenga bellotas para lanzaros, señor — siseó entrecerrando los ojos. Su respuesta fue una amplia sonrisa, su lengua le acarició la oreja cuando se inclinó a susurrarle. —Cuidado, mascota, podría reclamar esta misma noche el privilegio de poseer ese dulce culito. Se tensó en respuesta y siseó al sentir con mayor intensidad el tapón anal. —Déjale respirar, Gad —escuchó a su espalda. El enorme cuerpo de Hevin la cubrió desde atrás, su mano fue directa a su trasero, pellizcándole la nalga—. La noche no ha hecho más que comenzar. Bonito vestido, ardilla. Cierra los ojos y cuenta mentalmente hasta diez. No puedes matarlos, no puedes matarlos… aunque te encantaría, ¡no puedes matarlos! Se obligó a respirar profundamente, solo unas cuantas horas más y Sarkis tendría que cumplir con su parte del trato, entonces ese cabrón obtendría su merecido y ella… ella…
—Oh, mierda —masculló al tiempo que se llevaba las manos a la boca. Seis pares de ojos la miraban ante su exabrupto. —¿Ocurre algo, Veronique? —preguntó Gadiel entrecerrando los ojos sobre ella. Sacudió la cabeza. No, nada, ¿qué iba a pasar? Solo era una estúpida y aburrida profesora de escuela a la que le habían dado a probar la maldita fruta prohibida… tres de ellas… casi cuatro si tenía que contar con el abrasador beso que Sarkis le había dado para sellar su pacto. No se había olvidado de ese beso… en realidad, no se había olvidado de ninguno de los que ellos le daban, ni de la forma en la que la trataban. Podían ser dominantes, oh, sí, pero también eran tiernos, atentos, educados, un poco bestias en ocasiones, pero le gustaba ese lado peligroso… ¡Diablos, se había convertido en una pervertida! Hundiendo las manos en el pelo dio media vuelta y los dejó a todos con un palmo de narices al salir como alma que lleva el diablo en dirección a unas puertas dobles que esperaba la sacasen de allí y la llevasen a cualquier sitio donde pudiese estar unos momentos a solas y ordenar sus ideas. Desoyó los gritos a su espalda, hizo caso omiso de su nombre y de los murmullos y las miradas de la gente con la que tropezó, sus ojos estaban empañados por lágrimas de frustración. ¿Crees que podrías amarlos, Veronique? ¿Qué podrías romper su maldición? Ellos creen que tú eres la única, la mujer que los amará a los cuatro y romperá las ataduras que los han unido eternamente al Club. Las palabras de Lya resonaban en su mente mientras abría las puertas dobles de un empujón y salía a un extenso jardín circular que nunca antes había visto. Alzó la mirada y se encontró con un cielo lleno de estrellas, pero por más que lo intentó no reconoció ninguna de las constelaciones. El murmullo que escuchaba procedente del Club empezó a morir a medida que se cerraban las puertas para finalmente desaparecer del todo. Anímicamente agotada, con la mente hecha un lío comenzó a caminar por el sendero cubierto de setos, pronto empezó a encontrarse con unas enormes estatuas masculinas. El escultor había sido capaz de plasmar cada músculo, cada plano de los esculturales cuerpos a la perfección; viéndolos de cerca cualquiera pensaría que cobrarían vida de un momento a otro. Faunos, ángeles con un rostro perfecto, tritones emergiendo de una ola, demonios con sonrisa ladina y cuernos, nigromantes, dónde posase la mirada descubría la efigie de algún mito. A medida que avanzaba, las
estatuas se iban espaciando hasta concluir en un último círculo dónde una fuente de piedra permanecía custodiada por cuatro personajes. —Te has marchado antes de que diese comienzo mi sesión de juegos. La inesperada voz la hizo saltar, se llevó la mano al corazón y se giró rápidamente para ver a un muy tranquilo y solitario Bahari observándola desde el inicio del camino. —Lo siento —musitó. Él se limitó a contemplarla durante un momento. —La esclavitud es de lejos la peor de todas las condenas —le dijo al tiempo que avanzaba hacia la fuente—, pero es mucho peor todavía tener la llave a tu alcance y no atreverte a tocarla. Ella apretó los dientes ante su exposición. —A veces, es la misma llave la que debe colocarse en tu mano y liberarte —continuó haciendo caso omiso a su silencio—. Dime, Veronique, ¿qué es lo que más deseas en este preciso instante? No cuando convocaste a Peste, ni cuando llegaste al Souless o hace cuestión de unos segundos, sino ahora. ¿Qué era lo que más deseaba en ese preciso instante? —No quiero ser la llave que libere nada —masculló. Él sacudió la cabeza. —No fue eso lo que te pregunté. Apretó los labios y alzó la mirada. —Quiero irme a casa —declaró. Él chasqueó la lengua, un gesto tan humano y que en él se veía extraño. —Cuando no puedes ser sincera contigo misma es mucho más difícil ser sincera con aquellos que quieres —le dijo al tiempo que acariciaba el agua con las manos—. Pero la elección es tuya, pequeña humana. Con eso, le dedicó un educado saludo con la cabeza y desanduvo su camino. —¿Maestro Bahari? Las palabras surgieron de su boca antes de que pudiese detenerlas. Él se detuvo, pero no se giró. —¿Qué ocurrirá si decido… no irme? El hombre tardó unos segundos en contestar. —Eso, querida mía, tendrás que preguntárselo a tus cuatro Jinetes.
Dicho aquello continuó su andadura solo para desaparecer a los pocos segundos dejándola sola en medio de aquellas estatuas de piedra. —Por supuesto, pregúntaselo a ellos —farfulló para sí—. A cuatro tíos que para lo único que me necesitan es para liberarse de lo que quiera que los mantiene encerrados entre esas cuatro paredes y poder irse de rositas… Una profesora con los Cuatro Jinetes del Apocalipsis… sí, ya puedo ver las noticias. Y mi familia… ¡Ja! Ellos me desheredarán, por no decir que con mayor seguridad me encerrarían en algún lugar para luego tirar la llave. Se pasó la mano por el pelo y tiró de la diadema con las orejitas de ardilla hasta sacarla y lanzarla al suelo. —Tú no tienes remedio, Veronique —se dijo a sí misma—, primero te lías con un perdedor y ahora… te enamoras de cuatro imbéciles y dioses del sexo que para más inri son la representación viva y coleando de los Cuatro Jinetes del Apocalipsis… ¿Qué diablos pasa contigo? —Yo diría que ha ganado en inteligencia. —Desde luego, ha sacado las uñas. Más de una vez. —Tendríais que haberla visto cuando hizo la invocación, no sabía si reírse o echarse a llorar. —Yo diría que ha sido seducida, ¿qué opinas, gatita? Uno por uno, sus cuatro hombres aparecieron desde detrás de las estatuas que bordeaban la fuente. —Oh, ¡mierda! —fue todo lo que pudo decir. Ellos se miraron los unos a los otros y llegaron a un acuerdo. —Sí, ha sido seducida por el Apocalipsis. Chirriando los dientes, miró a todos y cada uno. —Oíd, chicos… —murmuró al tiempo que dividía la mirada entre todos ellos—, creo que tenemos que hablar de algunas cosillas… ¡Cómo la de ser vuestra maldita liberación! Sarkis avanzó hacia ella con total tranquilidad, recogió la diadema del suelo y se la puso de nuevo en el pelo. —Ya habrá tiempo después para que despotriques sobre ello, Veronique —le aseguró recorriéndola con la mirada—. Ahora, vas a descubrir lo que se siente al ser poseída por el Apocalipsis. Sin darle tiempo a objetar, bajó la boca sobre la suya y se la devoró en un hambriento beso.
CAPÍTULO 7 Por primera vez en la semana que llevaba en el Souless comprendió lo que era estar a merced de los cuatro Maestros más sexys que existían, hombres dedicados a ella por completo, a cumplir sus fantasías, a mimarla y adorarla, a quererla tal y como siempre había anhelado. Cuatro imponentes Jinetes que desatarían el Apocalipsis solo por ella. —Insisto en que deberíamos hablar —murmuró tras liberarse del ardiente beso de Sarkis—. No es posible que hayas… que hayáis organizado todo esto porque creáis que soy la única que… Unas codiciosas manos le acariciaron el culo por debajo de la falda y tiraron de su cola haciéndola gemir. —Has convocado a uno de los Jinetes —la voz de Gadiel le acarició el oído seguido de su lengua. Eran sus manos las que le moldeaban el trasero—, cuando no se nos está permitido abandonar el Club de ninguna manera, si no fueres la elegida, no habrías caído aquí, gatita. Ella jadeó cuando el maldito sujetó la base de la cola y la movió para finalmente extraerla por completo. —¿Por qué no me lo dijisteis desde el principio? —protestó mientras arqueaba la espalda al sentir ahora sus dedos jugando entre sus nalgas. Otras manos resbalaron por su vientre, acariciándole los muslos con pereza. —Eres tú la que debe hacer su elección —respondió Sarkis todavía frente a ella. Era capaz de distinguir sus voces incluso con los ojos cerrados—. Lo máximo a lo que podemos aspirar es convencerte de que este es el lugar en el que debes estar, dónde tienes que quedarte. Sus dedos alcanzaron la humedad que ya escapaba de su henchido sexo, su gemido de placer quedó ahogado por una nueva boca que reclamó la suya con suavidad. Su lengua se enredó en la de él, disfrutando de su sabor. —No… no puedo… —se las ingenió para musitar, su mirada cayó sobre Zhair, que acababa de besarla—. Tengo un trabajo… una familia… yo… yo necesito…
Unas codiciosas manos le arrancaron el brevísimo top que le cubría los pechos y se apropiaron de sus pezones, retorciéndolos y amasándolos entre los dedos. —Necesitas dejar todo lo viejo atrás y enfrentarte a lo nuevo —la voz ronca de Hevin era tan clara como su toque—. Nadie quiere apartarte de tu mundo, pequeña, solo cambiar las normas en él. Se lamió los labios y tensó el cuerpo cuando un par de dedos empezaron a penetrarla por delante y por detrás. —Así no hay quien tenga una conversación —gimoteó deshaciéndose entre ellos. Su mente solo podía concentrarse en las alucinantes sensaciones que la recorrían y la dejaban a merced de esos cuatro hombres. —Hablaremos después —insistió Gadiel en su oído. Le mordió suavemente el arco y luego se lo lamió—. Ahora, limítate a disfrutar de lo que es tuyo, gatita. Tienes a los Cuatro Jinetes del Apocalipsis dispuestos para ti. Como si aquella fuese la frase clave que estaban esperando, cada una de las prendas de su cuerpo desapareció, todo lo que conservó fueron los guantes de las manos, los calentadores y los zapatos. Su boca acabó reclamada por alguien mientras sus pechos terminaban siendo lamidos y succionados por otros dos. Manos codiciosas y sensuales la recorrieron por entero, acariciándola y poniéndola tan caliente que quería gritar. Las sensaciones eran tan intensas y demoledoras que no sabía si su cuerpo o su mente aguantarían aquellos cuidados. —¿Lista para jugar, gatita? —ronroneó Gadiel en su oído—. Estoy deseando poseer ese apetitoso culito. Jadeó, no podía hacer otra cosa, a duras penas consiguió subir una mano e introducirla en su pelo para acercarle a él y reclamar su propio beso. —Creo que eso es un sí —gruñó Sarkis hundiendo nuevamente la mano entre sus piernas, sus dedos la penetraban con lentitud y suavidad, enloqueciéndola—. Um... mojada y caliente, una funda perfecta y apretada… no te haces una idea de las ganas que tengo de enterrarme profundamente en tu interior, mascota. Tu cuerpo desnudo ha sido una provocación desde el momento en que me convocaste. Las voces de ambos se confundían en su mente, sus palabras eran imposibles de procesar, todo lo que quería era que hiciesen algo para acallar el furioso fuego en su interior que solo ellos encendían. Abrió la boca para decir algo, pero una vez más sus palabras
fueron robadas por la lengua que la penetró, él bebió su gemido mientras sus manos encontraban sendas erecciones completamente duras, sus dedos las acariciaron y escuchó como premio los bajos y varoniles gruñidos de sus dueños. —Sí, justo así, pequeña —jadeó uno de ellos. No respondió, no podía. —Buena chica, sigue —la animó otro. Todo su cuerpo ardía, quería que la follaran, ¡por dios que lo hicieran de una buena vez! —Y a eso le llamo yo voz de mando —se rio Gadiel. ¿Había dicho aquello en voz alta? Bien, no le importaba, quería que lo hicieran y lo hicieran pronto. —Puede ser muy explícita cuando así lo quiere —aseguró Sarkis con una sonrisa en la voz. Gadiel estuvo de acuerdo. —En ese caso, démosle lo que quiere. Sus palabras fueron el preludio de la locura absoluta. Sintió como sus manos le abrían las nalgas un segundo antes de que su polla empujase suavemente contra su pequeño agujero haciendo que contuviese el aliento. —Suave, amor —le susurró al oído—. Suave y fácil… sí… así… relájate… ¿Qué se relajase? ¿Estaba loco? Lo que quería era gritar, empujar contra él para que la llenase de una buena vez. La sensación de él entrando poco a poco, estirándola allí era tan agónica como deliciosa. La había preparado a conciencia con el tapón anal en cada uno de sus encuentros, pero ni siquiera aquello podía compararse con la sensación del erecto sexo masculino llenándola por completo. Su jadeo fue tragado por la codiciosa boca que de nuevo reclamaba la suya, sus manos se aferraron a los suaves miembros que alojaba entre sus dedos consiguiendo un gruñido ahogado de sus propietarios y cuando pensó que ya no podía soportarlo más, con Gadiel profundamente enterrado en su trasero, Sarkis le acarició el húmedo sexo con los dedos para luego resbalar la mano por la cara interior de su muslo y tirar hacia él. Le alzó la pierna lentamente, dirigiéndola hasta envolverla alrededor de la cadera. —Esto es lo que he deseado hacer desde el mismo momento en que me convocaste, pequeña ardilla —le dijo acariciando su entrada con la punta de su erección—. Reconozco que me dejaste en shock, una cosita bonita como tú, totalmente desnuda y expectante. Una
situación que había perdido la esperanza de que llegase a darse… Pero tú me encontraste… nos encontraste a los cuatro… Ella gimió, los labios que habían poseído su boca ahora le mordisqueaban el cuello. —Abre los ojos para mí, Veronique —ronroneó, sus dedos se apretaron alrededor de su pierna mientras se frotaba hacia delante y hacia atrás contra su henchido sexo—, quiero ver como se oscurecen tus pupilas cuando te posea, cuando me entierre por completo entre tus piernas. Abrir los ojos… Si tan solo no le costase tanto. —Abre los ojos para mí, hermosura —insistió él vertiendo su aliento en el oído—. Mira lo que tengo para darte. Obedeció a duras penas, las manos fuertes de Gadiel la mantenían estable, su pecho cubriendo por completo su espalda mientras le mordisqueaba el cuello mientras le dejaba tiempo para acostumbrarse a su gruesa invasión. Sus ojos se encontraron con los de Sarkis un instante antes de que él rozase de nuevo su dura polla contra los sensibles pliegues de su sexo. —Deja de jugar —gimoteó. La sensación era indescriptible y con todo necesitaba más—. Hazlo de una maldita vez. Sus labios se estiraron en una divertida sonrisa. —¿Qué haga qué? Ella se tensó cuando sintió las manos de uno de sus amantes atormentando sus pezones. —¡Tómame de una jodida vez! Oyó un coro de risitas, al parecer sus amantes lo estaban pasando de maravilla a su costa. Malditos fueran. —¿Quieres tenerme dentro de ti? ¿Tan profundamente enterrado que no quieras que salga? Gimoteó de nuevo. —Lo que no voy a querer es que entres como sigas así, maldito —siseó. La diversión bailaba en sus ojos. —Respira hondo, ardillita —le dijo al tiempo que empezaba a empujar penetrando en su interior—, y no te desmayes. Quiero oírte gritar mientras te follo. No habló, no hizo ni un solo sonido, de hecho posiblemente se habría olvidado incluso de respirar. La sensación de él abriéndose paso en su interior solo era aumentada por la estrechez que
encontraba en su camino a causa del miembro que se mantenía cómodamente alojado en su culo. La doble penetración hizo trizas su conciencia, de pronto parecía que no había aire suficiente que entrase en sus pulmones, su cuerpo estaba en llamas, sobrepasado y tan necesitado que si esos dos no empezaban a moverse pronto iba a ponerse a llorar como un bebé. —Por favor —lloriqueó, sus dedos se aferraron con desesperación a los suaves agarres, arrancando nuevos gruñidos mientras los duros miembros seguían deslizándose entre ellos—. Oh, señor… Por lo que más queráis… Una lengua le lamió los labios un momento antes de que escuchase la cruda y masculina voz del jinete que acababa de poseerla. —Eres nuestra, dilo —gruñó sin moverse ni un ápice—. Para nuestro placer… Echó la cabeza atrás y se dejó ir en medio de aquel sándwich humano. —Sí… —lloriqueó. Alguien le acarició los pechos, entonces el brazo, las caderas. —Di las palabras, hermosa —escuchó que le decía alguien más —. Di que eres nuestra, que nos perteneces a nosotros y solo a nosotros. Se lamió los labios, iba a enloquecer, si no hacían pronto algo, se haría pedazos. —Dilo, Veronique —insistió Sarkis con aquella voz de mando que la hacía ponerse más y más caliente—. Hazlo, pequeña y te prometo que haré todo lo que esté en mi mano para hacerte feliz… todos lo haremos. Hacerla feliz. La calidez se instaló en su corazón al oír sus palabras y la decisión subyacente en ellas. Esos hombres no habían hecho otra cosa que hacerla feliz, durante su estancia en el Souless se habían preocupado de ella como nadie lo hizo jamás. Cada uno a su manera, le habían demostrado lo mucho que significaba para ellos. La habían hecho feliz, más allá de cualquier duda. —Soy vuestra —jadeó derritiéndose entre ellos—, siempre… solo vuestra… quiero quedarme con vosotros… por favor… Si no supiera que era casi imposible, juraría que los cuatro suspiraron a la vez. —Siempre, gatita —le susurró Gadiel al tiempo que se retiraba de su trasero—, ahora y para siempre, nos perteneces de igual modo
que nosotros te pertenecemos a ti. Eres nuestra, Veronique, solo nuestra. Sarkis eligió ese momento para reclamar su boca, entonces le sintió retirarse solo para permitir que Gadiel volviese a introducirse por completo en su trasero. Ambos hombres se movieron a la vez, sincronizándose de modo que cuando uno saliese entrara el otro, sus gemidos y gritos de placer inundaron el solitario jardín, si no supiese que aquello era imposible, se habría atrevido a decir que las cuatro estatuas que los rodeaban la miraban con ojos lujuriosos, como si desearan estar en el lugar de sus amantes. Estaba perdiendo la cabeza, la intensidad era tan abismal que se encontró siendo rota en pedazos para luego volver a construirse una y otra vez mientras sus amantes seguían esforzándose en su cuerpo, saciando sus propias pasiones incluso después de haberle dado el más explosivo de los orgasmos. Los miembros que encerraban sus dedos se sacudieron con la última de las liberaciones, el semen manchó sus dedos al igual que el suelo del jardín y se sintió poderosa; tenía a sus pies a los cuatro Jinetes del Apocalipsis y eran para ella sola. Un nuevo orgasmo la dejó temblorosa y con el cuerpo convertido en gelatina, sus dos amantes gruñeron casi a la vez enterrándose por última vez en su interior mientras dejaban ir sus propias liberaciones y ella se permitió entregarse al olvido. Una ligera brisa recorría su cuerpo desnudo cuando por fin se decidió a abrir los ojos tiempo después, estaba acostada en el suave césped, a los pies de una de las cuatro estatuas custodio de la fuente y unas callosas manos le recorrían los brazos y el cuerpo con pereza. El calor de un cuerpo masculino se amoldaba a su espalda, mientras otro se limitaba ahora a cobijarla. —Dime que estoy viva, que mi cuerpo sigue de una pieza y que tú no eres producto de mi calenturienta imaginación —pidió mirando a Sarkis, que estaba tumbado a su lado, mirándola con pereza. Alguien le pellizcó la nalga. —Si lo preguntas, es que no has sido follada lo suficiente — ronroneó Hevin en su oído. Su miembro volvía a estar erecto y se frotaba contra sus nalgas. Ella se giró para verle y casi suspiro de alivio al ver a su lado a Zhair. —Tiempo muerto, chicos —pidió mirándolos a cada uno de ellos. Entonces se volvió a Sarkis—. Entonces…
Él arqueó una ceja en respuesta. —¿Entonces? Ella frunció el ceño. Iba a obligarla a que lo preguntase en voz alta, ¿verdad? Capullo. —¿Puedo… um… quedarme con vosotros? Él sonrió con petulancia y se inclinó sobre ella. —¿Todavía quieres tu venganza, amor? Se lamió los labios. —Solo si la administráis los cuatro —declaró con confianza. Sarkis se echó a reír. —Haremos algo mejor que eso —le aseguró golpeándole la punta de la nariz con un dedo—. Y sí, mi pequeña convocante, puedes quedarte con nosotros… después de todo, has desatado el Apocalipsis con tu presencia… a partir de ahora, cualquier cosa es posible. EPÍLOGO Un año después… Veronique guardó los libros que había utilizado para la clase de hoy, recogió las fichas y echó un último vistazo al aula. ¡Por fin habían llegado las vacaciones! Aquel era un periodo que había empezado a esperar con absoluta impaciencia, el momento en el que podía quitarse su traje de profesora y disfrutar con total libertad de uno de sus pasatiempos favoritos. Satisfecha, se alisó la falda, recogió la chaqueta de la silla y cogió sus pertenencias. —¿Necesitas ayuda, amor? Su cuerpo vibró nada más reconocer el tono de aquella voz masculina, sus nervios se dispararon, los pezones se endurecieron y tensaron haciéndose palpables a través de la fina tela de la blusa, incluso pudo notar como su sexo despertaba a la vida, mojándole las bragas. Componiéndose mentalmente, adoptó su tono más profesional y se giró para encontrarse de frente a uno de los más atractivos especímenes del género masculino. Con el pelo corto en varios tonos que iban desde el negro al rubio y unos intensos ojos claros, Gadiel era uno de sus Jinetes favoritos. —¿Crees que una profesora no es capaz de ocuparse de unas cuantas carpetas? —le dijo echándole un vistazo. El hombre estaba
para comérselo; literalmente—. Llegas tarde, por cierto. Sus labios se estiraron en una perezosa sonrisa, miró a su alrededor y se aseguró de que la puerta estaba cerrada antes de caminar hacia ella. —¿Esa es la forma de hablarle a tu Maestro, gatita? Se estremeció. Su sexo se humedeció todavía más, podía notar sus jugos a punto de resbalar por sus muslos. Con un sutil batir de pestañas, se lamió los labios y caminó decidida hacia él. —Un trato es un trato, Gad —le recordó deteniéndose ante él—. Cuando lleguemos al club, me oirás llamarte ‹‹señor››. Él arqueó una delgada ceja y la miró. —Ah, mi gatita descarada, eso se merece un castigo —le dijo antes de bajar la boca sobre la suya y darle un suave beso—. Te he echado de menos, amor. Ella sonrió a su vez y le echó los brazos al cuello, abrazándole como había deseado hacer desde el momento en que lo vio. —Yo también —aseguró robándole un nuevo beso—. Y Sarkis, ¿no le tocaba a él venir a buscarme? Sus Jinetes podían ser los más exasperantes de los hombres, pero cuando se trataba de hacerla feliz, eran capaces de cualquier cosa. Y eso incluía el que siguiera practicando su profesión. Ahora que ya no estaban anclados al Souless, podían ir y venir cuando se les antojaba, después de todo todos habían estado de acuerdo en que no podían dejar el club solamente en manos de Bahari, el Ángel de la Muerte necesitaba también sus periodos de descanso tanto como ellos, por ello, se habían repartido las tareas de modo que siempre hubiese dos de ellos presentes en el Souless mientras los demás iban y venían a su antojo. El fin de semana pasado Zhair se había quedado con ella y le había enseñado a hornear una deliciosa tarta de limón; entre otras cosas más apetitosas. Él había sido quien le informara que Sarkis la recogería al final de su jornada laboral para acompañarla al Souless. Durante las vacaciones, era el lugar en el que solía estar, aquel que le permitía tener a los cuatro Maestros del Apocalipsis a su entera disposición. Después de todo, ser su sumisa empezaba a resultar bastante divertido. —Sarkis está preparándote un regalo de aniversario que vas a recordar eternamente —le aseguró al tiempo que la rodeaba con el brazo y la instaba a caminar hacia la puerta. Aniversario. Era increíble lo rápido que pasaba el tiempo, hacía
ya un año que había decidido quedarse con sus cuatro Jinetes. Su relación había sido un tanto complicada de explicar a su familia, quien pensaba que se había metido en una secta o algo parecido y que cada fin de semana follaba con un hombre distinto o con dos a la vez. La verdad, es que no podía importarle menos lo que dijeses o dejasen de decir. Prueba de ello es que no se lo pensó dos veces cuando los muy ricos y chalados hombres le dijeron que habían comprado una magnífica casa con piscina para que ella pudiese vivir con ellos cuando estuviesen en el plano mortal. ¿Cómo no iba a adorar a cuatro hombres que se desvivían por ella y su felicidad? —¿Lista para irnos? —La voz de Gadiel la arrancó de sus pensamientos. Amaba a ese hombre, podía carecer de lógica e ir en contra de todo lo que le habían inculcado a lo largo de su vida, pero se había enamorado de los cuatro. Cada uno de ellos poseía un pedazo de su corazón y de su alma, todos tenían algo que le gustaba, que deseaba y que no cambiaría por nada en el mundo. Por supuesto, no podía negar que sentía debilidad hacia alguno en especial, como era el caso de Gadiel y Sarkis. —Sí —aceptó tomando su mano. Se pegó por completo a él, disfrutando de la sensación de su cuerpo duro contra el de ella. El hombre la recorrió con la mirada. —Creo que sugeriré a Bahari hacer una noche temática de profesiones —ronroneó mientras se la comía con la mirada—. Todavía no he tenido la oportunidad de follarme a una profesora. Ella puso los ojos en blanco, pero muy a su pesar sonrió. —Y yo que pensaba que lo habías estado haciendo durante todos estos últimos meses. Sin darle tiempo a contestar, bajó la boca sobre la de ella y los trasladó con un único pensamiento al Club dónde había dado comienzo su aventura. Bahari sonrió de medio lado al contemplar a los cuatro maestros del Souless sentados en el enorme sofá con su mujer en el centro. Para la velada de la noche, basado en los cuentos de hadas, la adorable profesora había elegido la temática de Alicia en el País de las Maravillas y no habría podido estar más sexy que con ese brevísimo vestidito azul y blanco que dejaba muy poco a la imaginación y sí demasiado a las exploradoras manos de sus amantes. Sus ojos brillaban de diversión y amor cada vez que miraba a alguno de ellos,
especialmente aquella noche en la que habían preparado para ella una representación especial. —Se los ve felices, ¿no crees, maestro? —comentó su pequeña sumisa. Lya llevaba el atuendo de Reina de las Nieves que él había elegido para ella. —Sí, mascota —aceptó rodeándola con el brazo. La pequeña rubia alzó la mirada hacia el escenario y sonrió con cierta ironía al ver a un hombre entrado en carnes, vestido con cuero de color blanco simulando un disfraz de conejo. Una de las dominas del club, Lady Gabrielle, había envuelto los dedos alrededor del pelo del hombre y tiraba de él hacia atrás. Sus ojos estaban desorbitados, la mordaza de bola con la que le había cubierto la boca estaba húmeda de la saliva y ahogaba los chillidos que emitía cada vez que la ama tiraba de la restricción que había añadido alrededor de su diminuta polla o levantaba el látigo de nueve colas sobre su blanco y flácido culo. —A menudo me sorprende la creatividad que muestran los Maestros del Souless —murmuró ella, sus ojos se clavaron en los de él—. ¿Era necesario que su castigo durase un año? Sus labios se curvaron ligeramente, su mirada vagó sobre los Jinetes. —En mi opinión un año era poco tiempo, pero no soy yo quien pone las reglas —aseguró indicando con un gesto de la barbilla al quinteto sentado en el sofá vitoreando la maestría de la domina sobre el indolente sumiso. Ella asintió y se pegó más a él, el lugar al que pertenecía. Veronique dio un respingo cuando oyó un nuevo quejido ahogado de aquel conejito, el espectáculo estaba resultando ser mucho mejor de lo que había pensado; un maravilloso regalo de aniversario. —A juzgar por la mirada entusiasmada en tus ojos, diría que te ha gustado tu regalo de aniversario, cariño —le dijo Sarkis, sentado a su lado, su mano jugando distraído con los dedos de la suya. Ella rio, una sonrisa sincera y traviesa. —Oh, sí, Maestro —aseguró con profunda emoción—, este es uno de los mejores regalos que podríais hacerme. Sin duda uno de los mejores regalos. Sí, no había nada como ver al cabrón que la había engatusado,
robado y traicionado pocos días antes de la boda, cumpliendo el rol del Conejo Blanco de Alicia en el País de las Maravillas, con la Reina de Corazones enseñándole el verdadero significado de la sumisión completa. Realmente disfrutaba de los chillidos que emitía cuando la ama le golpeaba el blanquecino trasero, eran casi tan divertido como cuando lo obligaba a andar a saltos como un conejito con un cascabel alrededor de la polla. Quizá la desesperación hubiese obrado en ella cuando decidió hacer aquel hechizo en un intento de convocar a un demonio para castigar a ese estúpido, pero gracias a ello había caído en las redes de cuatro fantásticos hombres que no dudaron en arrancarla de su cascarón e introducirla en un nuevo mundo, uno en el que sus deseos y perversiones eran hechos realidad por los Jinetes del Souless.